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viernes, 15 de abril de 2022

 

 

EL MUNDO     



            El mundo es la acción conjunta de la naturaleza y la sociedad. El ambiente. No es lo mismo vivir en un palacio que en un suburbio. Respirar aire limpio que los humos de una fábrica. Estar en un lugar lleno de cuestas que en el llano. En el campo que en la ciudad. Y no es lo mismo vivir en la prehistoria que en el siglo XX, en la guerra de los cien años que en un prolongado periodo de paz. No es lo mismo tener amigos que vivir solo. Los ermitaños han elegido vivir solos voluntariamente; pero hay gente que vive sola porque no tiene otra opción. Antaño la gente se moría de apendicitis; hoy casi es una cirugía menor. Y no es lo mismo vivir en el polo que en el trópico. En el desierto que en la sierra. Soportar un calor seco que un calor cargado de humedad. Es fácil que haya filósofos en unas regiones templadas. En la selva ecuatorial bastante tenemos con protegernos del clima y de las fieras. En el polo no hay más filosofía que cazar y levantar un iglú.

            En el mundo hay gente mala y gente buena. Gente que piensa y aprendices de brutos. Unos cultivan el pensamiento a costa del cuerpo y se vuelven pedantes, solitarios, ratones de biblioteca, gentes que abusan de los demás. Otros cultivan el cuerpo acosta del pensamiento, y se vuelven todo músculos, hércules de feria, obsesos del deporte, o de la guerra, fuerza bruta, glotones, borrachos, drogadictos, modelos, prostitutas, presumidos, objetos de consumo, víctimas de sí mismos y de la sociedad. Otros tienen un cuerpo fuerte con una cabeza amueblada, y cultivan el cuerpo con la cabeza, y saben hablar sin ofender a nadie, habilidades sociales, lo llaman, y son eruditos sin dejar de ser atletas, buscan la soledad cuando la necesitan, y cuando lo necesitan están con amigos, saben comer sin dañar al cuerpo, beber sin intoxicarse, divertirse sin degenerar. Gente equilibrada, gente que sabe vivir sin caer en los excesos.

            También hay gente  sin corazón. O con afectos. El corazón es la llave de la vida para sentir. Es raro que haya quien cultiva la mente y el corazón pero no el cuerpo; el cuerpo y el corazón pero no la cabeza; lo más normal es que, si alguien tiene buen corazón, armonice el poder de la cabeza con el del cuerpo aunque en esta armonía hay muchas gradaciones y muchos estilos, según le demos más importancia, desde el corazón, a la cabeza o al cuerpo. Ésta es la gente equilibrada. Una buena cabeza con un buen corazón hacen a la gente buena. Con un buen cuerpo, el corazón disfruta de las sensaciones. Pero entre disfrutar del alma y disfrutar del cuerpo hace falta que intervenga mínimamente la cabeza. Lo contrario de ser sentimental es ser malvado. Lo contrario de hedonista, depravado. Se cae del sentimentalismo a la maldad perdiendo grados de corazón en manos de la inteligencia; la misma pérdida de cordura nos lleva del hedonismo a la degradación. Entre todos los extremos hay muchos grados intermedios. Pero la conjunción perfecta de cabeza, cuerpo y corazón hace a  las personas equilibradas, sensatas, buenas y felices; aunque hay grados de felicidad según sea la proporción relativa de corazón, cuerpo o cabeza. 



            La cabeza sin corazón es maquiavélica. Con corazón, es buena. Hermanas del maquiavelismo son la avaricia y la soberbia; y de la bondad son hermanas el respeto, la confianza en sí mismo y la generosidad.

            El cuerpo sin cabeza es lujuria, gula, ira y pereza. Con cabeza es erótico, sibarita, paciente y trabajadora. Pero si además tiene corazón el erotismo es amor, el saber vivir, la generosidad, la paciencia, la comprensión; y el trabajo sirve para compartir aunque sea compitiendo, es eficacia y humanidad.

            El mundo es un lugar donde hay gente maquiavélica, codiciosa, soberbia, lujuriosa, glotona, iracunda, perezosa y esclava; pero también hay gente buena, respetuosa, confiada, generosa, exquisita, paciente, trabajadora, sana, comprensiva, colaboradora, eficaz y humana. El mundo es bueno en esta segunda mitad; malo en la primera. Y si somos buenos, sabemos encontrar lo bueno dentro de lo malo; malos, encontraremos cosas malas dentro de lo bueno. Que la vida sea buena o mala dependerá de lo que nos da el mundo en el que estamos y de lo que ponemos nosotros en él.

            Mundo, demonio y carne: ésos son los tres enemigos del alma. Carne es la perspectiva pecaminosa del cuerpo: no es que el cuerpo sea malo, lo que es malo es el cuerpo sin alma, es decir sin inteligencia: pero sobre todo sin corazón. El demonio es la falta de corazón en el cuerpo y el corazón es una moneda cuya otra cara es la inteligencia. Y el mundo es lo que nos rodea, las circunstancias en las que estamos: ya hemos visto que, sea el mundo bueno o malo, el verdadero enemigo del alma no es el mundo sino la maldad que nosotros ponemos en él, renunciando a ser buenos. El demonio es malo por definición porque es falta de corazón, pero el mundo y la carne no son enemigos; el único enemigo es el demonio, que los contamina cuando lo tenemos dentro. Así que no hay que engañarse: el único enemigo del alma es la falta de corazón y no hay más historias; lo demás es cuento.

 


 

viernes, 11 de febrero de 2022

CABEZAS SIN CUERPO

 

CABEZAS SIN CUERPO  

 


            ¿Y si fuéramos sólo una cabeza? Una cabeza sin cuerpo, quiero decir. Un cerebro metido en una cuveta que hiciera de pila para cargarlo con electricidad. Un ordenador. Un ordenador es un cerebro electrónico que recibe datos, resuelve problemas y los manda a imprimir. Un ordenador no tiene cuerpo, ni corazón, ni se relaciona con nada que no tenga que ver con el pensar, ni tiene cultura sino sólo datos; el ordenador no lee para enriquecerse, sino para resolver problemas; no va al teatro, al cine, a la ópera, y cuando asiste virtualmente a esos espectáculos lo hace para ser un erudito y no un cerebro culto (¿se puede hablar de cultura donde no hay corazón?)

            Hay jóvenes que se parecen a ese cerebro. A esa cabeza sin cuerpo. Jóvenes que en los estudios sacan las máximas notas, menos en Educación Física. Jóvenes que no leen historias de amor. Que no van a bailar, que no han bebido nunca un trago, que no tienen amigos, que se saben todos los museos y todas las películas y todas las obras de teatro, pero no han disfrutado nunca de ellos; se lo aprenden todo porque se lo han mandado, por pedantería, ni siquiera quieren saber, sólo quieren triunfar sabiendo: ser los mejores de la clase, presumir de excelencia, saberlo todo. Esa gente es un aburrimiento porque, preguntes lo que preguntes, todo lo van a saber.

            Esos jóvenes no tienen amigos. Salen a la calle pero no se mezclan con la calle, no se divierten. No saben relacionarse con la gente, se encuentran a disgusto donde hay gente, muchas veces son tímidos, sienten pero se avergüenzan de sus sentimientos, no saben expresarlos, no saben expresarse, les gustaría confiar a alguien sus cosas pero no pueden contárselas a nadie o no saben, o no quieren, o no se atreven. Viven solitarios y no viven en el mundo, sino en su mundo; que es el mundo donde obedecen a quienes dicen que para ser bueno sólo hay que estudiar: que suelen ser los padres. Esos padres, cuando hablan de sus hijos, no dicen “éste es mi hijo” sino “ésta es mi fábrica de sobresalientes”.

            Hasta que se rompen. Blanco lo sabía todo, contestaba a todo, Blanco era un aburrimiento: no había cosa que le preguntaras que no te supiera responder. No distinguía entre ciencias y letras, era bueno en lengua y en matemáticas, en literatura y en física, en historia y en biología, en dibujo técnico, en inglés, en lo que hiciera falta… Menos en dibujo artístico, que para eso hace falta corazón. Hacía unos dibujos perfectos, pero sin vida; y aun así sacaba la máxima nota en dibujo y en pintura. Era torpe en Educación Física (entonces lo llamábamos gimnasia), pero como sobresalía en todo, también le daban un sobresaliente en gimnasia; porque, ya se sabe, ésa es una asignatura de relleno, la gimnasia es una maría, si eres bueno en lo que de verdad importa ¿cómo vas a suspender la gimnasia? Blanco acabó cum laude en el bachillerato. Estudió el primer año de carrera en matemáticas y antes de pasar a segundo… se rompió. Le dio una depresión que lo mantuvo alejado de los estudios varios años. Hoy es un empleado de oficina, resignado, triste, aburrido, cabizbajo y mal curado. De vez en cuando se acuerda de sus esperanzas frustradas de antaño. 



            Cristina era brillante. A los dieciséis años era la envidia del instituto, máximas notas en todo, educada, modosita y obediente, Cristina era un ejemplo para todos; se la restregaban en las narices a los gamberros. Y el último año de secundaria, a punto de prepararse para la universidad, tuvieron que hospitalizarla: se le metió en la cabeza una especie de tedio; a su cerebro sólo venían ideas negras, había perdido la esperanza, la alegría, la vitalidad, y con los libros ya no podía concentrarse. Sus padres se lamentaron: esta niña, nuestra hija, con lo bien que iba, que iba para comerse el mundo y mira lo que le pasa. ¡Qué mala suerte! Nos ha tenido que tocar a nosotros, ¿por qué nosotros, por qué precisamente a ella? (El destino no es una lluvia que se va regando por azar. Es una semilla que vamos sembrando con nuestras acciones).

            Aurora era la luz de su casa. Estaba acabando la universidad, nunca había conocido una nota que no fuera la máxima. De repente se rompe algo dentro de ella. Se hunde su ánimo, su optimismo desaparece, su moral está por los suelos, le vienen a la mente ideas negras. Un día le dice a su hermano: si yo no estuviera, ¿tú qué pensarías? La tienen que medicar, psiquiatras, hospitales, estudios abandonados, años perdidos. Ahora le ha dado por la poesía y anda por ahí escribiendo y dando recitales. ¿Sus estudios? Ya no le interesan. Nunca llegó a tener un título de nada, ahora es feliz al margen de todos los títulos. Tanto esfuerzo invertido, tanta juventud sacrificada, ¿para qué?

            Algo tienen en común Aurora, Cristina y Blanco. Los tres han sido educados como cerebros. Los tres han despreciado el cuerpo (por donde se desahoga uno), el corazón (por donde uno se llena) y el mundo (en el que uno hace amigos y se siente acompañado). Y como una olla a presión donde hemos acumulado vapor, están con una presión extrema pero ellos, a diferencia de la olla, no tienen válvula de escape; se las han cerrado todas; la válvula del cuerpo, la del dibujo, la de la música, la de las materias que no sirven para nada o mejor no sirven para la nota: pero sirven para soltar los malos humos, convertir la verborrea en enriquecimiento y la erudición en cultura, restablecer el equilibrio y conseguir la plenitud de una persona realizada. Las ollas a presión explotan si no regulamos el escape del gas. Los jóvenes también explotan cuando los convertimos en máquinas de pensar y no en pensamiento que alimenta al corazón, aliciente para la vida: que vivir es empaparse de cultura para flotar y no de datos que nos aplastan contra el suelo; porque no somos máquinas pensantes, sino pensamiento vivo que, apartado del cuerpo, del corazón y del mundo, no hace más que construir ordenadores sin alma y cuerpos robotizados.

            Cuando era tutor me preocupaba, cómo no, por los alumnos que tienen dificultades de aprendizaje. Pero también por los que tienen dificultades para sentir, para vibrar, para relacionarse porque el mucho estudio les quitaba las armas para combatir el tedio. Sus padres me miraban con ironía. ¿Para qué me preocupaba yo, si sus hijos sacaban las máximas notas y tenían que ser los dueños del mundo cuando dejaran de estudiar? Yo, triste, tenía que desistir cuando aquellos padres no querían comprender mis razones. Me preocupaba por los chicos, sí. Porque los chicos no son cerebros sin alma ni cabezas sin cuerpo; y porque, sin corazón y sin cuerpo, los mayores éxitos de la cabeza se acaban convirtiendo en el corazón en el más espantoso de los fracasos. 



 

viernes, 31 de diciembre de 2021

DE LA EDUCACIÓN INTEGRAL DE LA PERSONA

 

DE LA EDUCACIÓN INTEGRAL DE LA PERSONA   

 


            Mi hijo ha sacado un sobresaliente. Pero no en educación física ni en plástica ni en música, no… ¡En matemáticas! ¡En física, en biología, en lengua! En las cosas que importan de verdad. Mi hijo es un genio.

            Estos padres no saben lo que dicen. Querrían que su hijo fuera un cerebro sin cuerpo, sin alma, sin sentimientos. Su hijo podría ser –pero ellos no se dan cuenta- un cerebro conectado a una pila que sólo vale para calcular. El niño que saca sobresaliente sólo en las cosas del pensar no es más que una computadora conectada a la luz; que nos digan esos padres qué les parecería que su hijo les hablara con la cara convertida en teclado, un circuito donde tiene la cabeza y una memoria electrónica donde tiene los recuerdos.

 


            Mi hijo ha sacado sobresaliente en educación física. Tiene un cuerpo de Hércules, una fuerza impresionante, nadie puede con él y gana todos los partidos. Eso sí, suspenso en matemáticas, en física, en biología, en música, en plástica, en historia, en literatura, no sabe nada de nada pero… mira qué cuerpo tiene.

            Estos padres no se dan cuenta de que su hijo es un cuerpo sin cerebro, sin mundo y sin corazón, que no sabe disfrutar con nada que no sea el cuerpo ni le interesa el arte, la música, la literatura, la historia y la ciencia; ese chico podría ser un cuerpo sin cabeza. ¿Qué pensarían esos padres si vieran así a su hijo?

 


            Mi hijo ha aprendido un buen oficio. Va a ganar salarios estupendos y lo van a llamar de todas partes y no vivirá más que para el trabajo; cuando uno vive para trabajar no sabe trabajar para vivir.

            Ese chico no sabría pensar, con los demás haría el ridículo, no sabría qué hacer en las fiestas y sería un alfeñique; ni sabría hacer ejercicio físico, ni sabría bailar ni relacionarse con las chicas, sus padres lo tendrían metido en casa y sería un inadaptado; eso sí, ganaría un buen sueldo.

 


            Mi hijo tiene un montón de amigos, lo llaman a todas partes y todos le quieren; qué pena que no sepa nada de nada, ni siquiera sepa pensar y no tenga oficio ni beneficio; ni tampoco conozca las historias de su país, ni las mejores obras de arte, ni tenga maña para pintar ni tampoco sepa sentir la música.

            Ese chico será una máquina de hacer amigos. Sin cuerpo y sin cabeza, sin corazón y, si me apuras, sin cuerpo; sabrá posar allí donde vaya, será un hombre de éxito y siempre será un figurín.

 


            Mi hijo es inteligente, tiene cuerpo de atleta, sabe un montón de cosas, tiene un buen oficio y no le faltan amigos; ay, pero no tiene corazón.

            Ese chico será un pensador cruel con un cuerpo bruto, tendrá una cultura apabullante y dominará el oficio; ay, pero será frio, maquiavélico y calculador, ese chico tal vez sea un asesino.

 


            A los chicos no puede faltarles ni cabeza ni cuerpo ni cultura ni amigos, ni puede faltarles corazón ni oficio. No tener más que cabeza es quedar convertido en máquina. No tener más que cuerpo es vivir esclavo del gimnasio, del abuso de sustancias vigorizantes, de la vigorexia; el cuerpo debe desarrollarse en contacto con la cabeza porque ya lo dice el refrán: mens sana corpore sano. No tener más que oficio es condenarse a ser un engranaje de la sociedad, sin libertad ni vida propia. No tener más que amigos es olvidarse de que la vida social no puede darse si no tenemos nada en el corazón, el cuerpo, el trabajo o la cabeza.

            Nuestros hijos no pueden ser como Mister Spock: pensamiento que no siente. Ni como Pinocho: sentimiento que no piensa. Ni tampoco como Hitler: el pensamiento de un corazón enfermo. Ni como Fausto: una mente brillante que vive aislada en su soledad, sin atreverse a salir a la calle. Una persona es un corazón, una cabeza, un cuerpo, un ser social y un oficio, esas cinco cosas juntas conforman el desarrollo integro de la persona. La educación del cuerpo está al servicio de la persona, lo mismo que la del corazón y la cabeza, y si falta alguna de esas cosas el equilibro estará cojo. La sexualidad sin amistad es violación; el ejercicio físico sin cabeza da siempre en el exceso; en el deporte que quiere ganar a toda costa aunque en el camino nos dejemos el corazón, porque nos falle; quien sólo tiene amigos y está vacío por dentro no es más que un presuntuoso, un figurín, un escaparate. Y para no ser ni violador ni imprudente ni estafador, ni maquiavélico ni ignorante ni un figurín en el escaparate: para no ser ninguna de esas cosas, ha de ser completa la educación; no hay que dejar pasar unas para favorecer a otras porque las consideremos de mayor trascendencia: todos los aspectos de la persona son igualmente importantes; y aunque faltara uno solo ya estaría roto el equilibrio, porque tendríamos al discípulo abandonando la fortaleza, convertida ya en una persona frágil. He aquí las cosas en las que debe pensar un buen maestro.

 


jueves, 28 de octubre de 2021

 

 

 

HISTORIAS, FÁBULAS Y MORALEJAS

 


1.

 

            Cuenta la leyenda que un hombre rico segó los campos y tuvo un montón de trigo. Vino otro pidiendo limosna y el avaro se la negó. Entonces el pobre dijo: “ojalá que ese montón de trigo se te convierta en montón de paja”; y así sucedió. La avaricia rompió la ilusión del rico pero también se rompió a sí misma, porque cuando quiere más de lo que puede, inevitablemente, la avaricia rompe el saco.

 

2.

 

            Decía Platón que si nos llenamos la barriga el cuerpo nos pesará, y con su peso acabará atrapando al espíritu, y el espíritu, encarcelado dentro del cuerpo, ya no podrá pensar en salir. Que el mucho comer no va de la mano del mucho pensar. El pensamiento necesita que a nuestra alma le salgan alas y sólo con un vientre ligero puede el alma pensar en volar.

 

3.

 

            Viridiana repartió entre los pobres lo que tenía. Los pobres, acostumbrados a comer sin arar, destrozaron su hacienda.

También los campesinos pobres, si pudieran disponer de las vacas, se las comerían; y no pensarían en el mañana cuando ya no les quedaran vacas por comer.

 

4.

 

            La cigarra se pasaba el día cantando. La hormiga se lo pasaba trabajando. Es de suponer que la cigarra, para poder comer, trabajaría también un poco; y podemos suponer que la hormiga, con tanto trabajar, algo comería también; pero el exceso de trabajo le quitaba tiempo para cantar.

A veces necesitamos ahorrar como las hormigas, pero no tanto como para que, preocupados por el mañana, nos privemos ahora de vivir. El canto es una flor que no crece sin savia y la savia es materia y su espíritu es el canto; el espíritu se divierte cantando pero necesita trabajar para comer: no para que el trabajo le quite las ganas de cantar.

 

5.

 

            Vale más ser un hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho: lo dijo Stuart Mill. Los placeres de la carne sólo valen si no entierran a los del espíritu, o de lo contrario la prosperidad del cuerpo será la ruina de los placeres del alma; y en el alma tengo la marca más importante de lo que soy.

 

6.

 

            Que el placer de comer un plato no te quite nunca el de disfrutar de un cuadro.

 

7.

 

            Las macetas son el decorado de las paredes. La música, las artes plásticas, la danza, el cuento y la poesía son los decorados de la vida. Si no hay ladrillos no hay paredes y si no hay carne el espíritu ya no puede crecer.

Pero si las paredes son muy altas las macetas estarán demasiado lejos y no podríamos verlas; y si el vientre está muy lleno la cabeza se vaciará demasiado; entonces ya no la podría preñar el corazón.

 

8.

 

            Chopin tuvo una casa en la que vivía con George Sand. En ella compuso cosas hermosas y en ella también se inspiró George Sand para componer. Muertos de hambre no habrían podido componer, aunque sí con una vida precaria; con una casa lujosa también; porque el espíritu sólo vuela con la pasión que tiene dentro y no con la posesión de las riquezas del mundo; se alimenta, sí, de las cosas del cielo, pero a esas cosas sólo se llega cuando se impulsa con un trampolín desde la tierra donde está.

 

9.

 

            También Edward Grieg tenía una casa hermosa. En ella, confortablemente, compuso al amor del fuego rodeado de bellísimos paisajes. Pero no componía porque tuviera casa sino porque su casa tenía vida; y también porque había vida en la casa que tenía en el corazón. Allí se calentaba el espíritu, allí se acurrucó para soñar.

La pasión se embellece con el calor del espíritu y el espíritu sólo se enciende donde hay amor de hogar; con los amores dulces; en el confort de la casa que nos despierta las ganas de pensar.

 

10.

 

            También sin casas acogedoras se puede componer, pero sólo si el calor de la inspiración nos arrulla por dentro. Cervantes, Quevedo, Berlioz, Beethoven, Mozart compusieron bellísimas creaciones desde la privación y la necesidad, pero no eran plácidas como las otras sino dolorosas; melancólicas, arrebatadas y tristes, envueltas en lágrimas o a punto de llorar.

 


 

viernes, 22 de octubre de 2021

LOS CAMINOS DE LA FILOSOFÍA

 

 

 

LOS CAMINOS DE LA FILOSOFÍA 

 


            A la filosofía se llega por dos caminos: pensando con la cabeza o pensando con el cuerpo. Con la cabeza piensan Sócrates, Platón, Parménides, San Agustín, San Anselmo o Descartes; con el cuerpo piensan Aristóteles, Demócrito, Santo Tomás, Occam, Locke, Hume, Carnap o Wittgenstein. Hay, por supuesto, variantes e incluso intentos de conciliación para que andar por un camino no tenga por qué significar renunciar al otro; pero si tuviéramos que simplificar al máximo podríamos decir que toda la filosofía no es más que un diálogo entre esas dos voces; una disputa entre esos dos puntos de vista.

 

            Pensar con la cabeza. Perménides, Sócrates y Platón desconfiaban de todo lo que podemos conocer con el cuerpo. El lápiz que aparece torcido dentro del agua está derecho, las sombras chinescas parecen cocodrilos o conejos sin serlo, un helado puede saber a fresa sin tener fresa (porque tiene potenciadores del sabor), a los amputados les duele el brazo que no tienen y hasta los daltónicos ven los colores cambiados: ¿cómo fiarnos de nuestras sensaciones? La única forma de conocer cómo son de verdad las cosas es la inteligencia; el sol se ve como un disco pequeño, pero razonando puedo descubrir que en realidad es una esfera muy grande; desde lo alto veo a la gente muy pequeña, pero sé, aplicando la inteligencia, que es un efecto de la perspectiva; y sé de sobra que yo no soy capaz de soportar el peso de un coche, pero lo levanto con una grúa que he construido aplicando el principio de Pascal. En resumen: todo lo que podemos conocer con el cuerpo (la vista, el oído, mis músculos, el tacto, la lengua) es engañoso; sólo podemos fiarnos de lo que podemos descubrir por la razón.

            Por eso hay que desconfiar de nuestros conocimientos. Sócrates no enseñaba cosas (“yo sólo sé que no sé nada”), sólo enseñaba a pensar. Platón pensaba que la inteligencia es una luz atrapada entre las mentiras del cuerpo (“el cuerpo es la cárcel del alma”). Parménides enseñaba a prescindir de la observación de las cosas y a fijarnos sólo en el pensamiento (dos segmentos que parecen distintos resulta que tienen la misma longitud, como se comprueba en el experimento, o ilusión, de Müller-Lyer). San Agustín enseñaba que no estamos seguros de nada pero que si nos engañamos, existimos, y por lo tanto tenemos al menos esa seguridad. Descartes, en la misma línea, dudaba de todo lo que podemos captar con los sentidos pero no de que existo, porque no podría pensar si no existiera; y la razón contradice a la experiencia, porque los cuerpos son inertes aunque parezcan moverse (eso le hizo descubrir el principio de la inercia); otro platónico famoso, Galileo, descubrió que, en contra de la experiencia, un trozo de hierro tarda en caer al suelo lo mismo que tarda una pluma (eliminando, en el vacío, la resistencia del aire). Y hasta Leibniz, otro famoso cartesiano, descubrió los infinitésimos y que en un intervalo infinitesimal una curva se puede confundir con su derivada.

            A la costumbre de fiarse sólo de la inteligencia (o sea, de pensar sólo con la cabeza) se la conoce  como platonismo, intelectualismo, realismo exagerado y racionalismo o pensamiento a priori.

 


            Pensar con el cuerpo. Aristóteles aseguraba que lo único de lo que podemos estar seguros es de la experiencia, nuestra cabeza sólo puede pensar sobre lo que observamos; y así, por mucho que le hablemos a un ciego de las longitudes de onda que tienen los colores, nunca conocerá el color rojo si no lo ha visto antes. También Demócrito pensaba que sólo podemos conocer las cosas gracias a las sensaciones; para el empirismo, si naciéramos ciegos, sordos, mudos, sin ningún tipo de sensibilidad y hasta sin poder movernos, nuestra mente estaría vacía y no podríamos conocer nada. Descartes, que casi no hacía experimentos porque desconfiaba de la experiencia, se equivocó en casi todo y Newton, que no paraba de experimentar, casi siempre acertaba. Todo está lleno de signos, de sensaciones (Decía Guillermo de Occam), y sólo tenemos que estar atentos a lo que nos rodea (Guillermo de Occam es Sean Connery en El nombre de la rosa y en esa película se muestra siempre atento y observador). Santo Tomás afirmaba que sólo se podía demostrar la existencia de dios a través de sus criaturas, dicho de otro modo: sólo podemos conocer al creador a través de su creación. Carnap, como Francis Bacon, sólo admitía el conocimiento inductivo (experimental) y Wittgenstein decía tajantemente: vale más no hablar de lo que no podemos decir con palabras.

            En efecto: un marciano que no hubiera estado nunca en la tierra no podría conocer cómo es la naturaleza de la tierra, no la podría sacar sólo de su pensamiento. No podemos saber cómo el peso puede hacer que nos duelan los músculos si no hemos ido a un gimnasio. Ni sabrá cómo duele el corte de un cuchillo quien no se haya cortado. El adolescente inexperto no conocerá lo que es la sexualidad mientras no haya estado con una mujer. Y no sabremos cómo es la tierra desde el espacio hasta que no hayamos viajado en una nave espacial. Nadie sabrá de verdad lo que es la gravedad si no la experimenta en carne propia, y si no ha ido a la luna o no se sumerge en el mar, no sabrá tampoco lo que es una gravedad disminuida. En realidad no pensamos con el cuerpo, sino desde él; el órgano del pensamiento no deja de ser la cabeza.

            Pero el pensamiento abstracto nos deja vacíos y por eso algunos pensadores, como Nietzsche o Heidegger, creyeron que la vida debía ser el eje de la filosofía y no la razón: vitalismo y no racionalismo. Ya Hume había dicho desde el empirismo que no existen las ideas innatas pero sí los sentimientos innatos; por eso el empirismo puede ser considerado como uno de los precursores del romanticismo. Luego Freud nos recordará que el inconsciente puede ser más importante que la conciencia y que el noventa por ciento de nuestra vida escapa al control racional.

            A la costumbre ce observar las cosas para conocerlas la llamamos aristotelismo o empirismo; en una de sus variantes es también nominalismo, y otros hablan de sensualismo y pensamiento a posteriori.

 


            Hay quien ha intentado conciliar estas dos posturas pensando que cada una por sí sola se queda coja, y es incompleta; así Kant, que era racionalista, quiso criticar a la tazón para demostrar que sólo podíamos pensar a partir de la experiencia (lo de Kant es un pensamiento crítico). También Ortega y Gasset pensaba que la razón sin la vida es poca cosa, lo mismo que es poca cosa la vida sin la razón: por eso las puso a las dos juntas inventándose aquello de la razón vital; pera él, la vida era historia y para María Zambrano, que era discípula suya, poesía; por eso Ortega es el padre de la razón histórica y Zambrano la madre de la razón poética; Ortega quiso juntar a Descartes con Nietzsche, a Platón con Aristóteles, a San Agustín con Santo Tomás de Aquino.

            Quien quiera acercarse a la filosofía se verá abocado a elegir entre racionalismo o empirismo; o a permanecer entre ellos, como hiciera un su día Ortega y Gasset; aunque el verdadero genio que quiso conciliar estas dos posturas fue, desde una postura grandiosa, junto a Platón y Aristóteles, un verdadero monstruo de la filosofía: estamos hablando de Immanuel Kant.

 


 

viernes, 25 de junio de 2021

 

 

MISCELÁNEA (1)

 


1. Los esclavos de Miguel Ángel.  

 

            El paleontólogo debe remover la tierra con mucho cuidado; no vaya a ser que en el lugar donde excava haya un hueso prehistórico y él, con el pico y la pala o el martillo o el mazo, lo rompa rompiendo la tierra que lo cubre y se quede sin él.

            El trabajo del paleontólogo consiste en quitarle al hueso toda la tierra que lo cubre y envuelve hasta desnudarlo y sacarlo del suelo. Pero no sabe en qué lugar de la tierra hay escondido un hueso; a veces sospecha que no lo hay y utiliza el mazo; otras veces piensa que puede haberlo y utiliza agujas, espátulas y pinceles; las herramientas que usa cambian según van cambiando sus intuiciones, pero a veces se puede equivocar; puede ocurrir que está dando mazazos en un lugar donde tendría que usar la pala o la espátula, o al revés; al instinto de saber qué herramientas debe utilizar según donde crea que estén las formas que quiere sacar: a ese instinto lo podemos llamar intuición, corazonada, destreza, simplemente olfato o, tal vez, inspiración.

            El escultor también quita la piedra que rodea a las formas que quiere sacar. Es como si las esculturas estuvieran atrapadas en la materia y la tarea del artista consistiera en liberarlas, quitando todo lo que sobra. En un bloque de granito hay un Moisés, un Apolo, una Piedad, todas esas formas están dentro de la piedra pero hay que elegir una para luchar por sacarla de allí. Es lo que pensaba Miguel Ángel: y sus esclavos son un ejemplo imponente de cómo las formas luchan con la materia que las envuelve en un empeño agónico por quitar lo que sobra y, de esa manera, liberarse al fin.

            La piedra es como un negativo que hay pegado a las esculturas: el escultor tiene que quitarlo. Lo contrario es hacer un molde de escayola con la figura hecha en negativo y luego llenarlo de bronce fundido y, de esa manera, positivarlo después.

 


2. El alma.

 

            Decía Platón que morir es separarse el alma del cuerpo como se separa, cuando lo hervimos, el hueso de la carne. El cuerpo está lleno de cadenas que sujetan el alma y la mantienen presa; y cuando el cuerpo se destruye, se relajan todas esas amarras y el alma, al sentir que ya no la aprietan, se suelta y, libre de ligaduras, se mueve a su aire sin que nada lastre sus movimientos. Hasta que cae presa de otro cuerpo y vuelve a vivir esclava: a eso lo llamamos reencarnación.

            Aristóteles no aceptaba estas ideas de Platón. Decía que cada alma se ajusta perfectamente a su cuerpo y no cabe dentro de otro cuerpo que no sea el suyo; sería como meter en un coche el motor de un camión, o, peor aún, el de un avión, una turbina; o meter el motor de un avión en un barco, o el de un barco en un autobús. Cada alma debe estar adaptada a su cuerpo. Mal arreglo tiene meter un motor diesel en una locomotora de vapor. Un alma humana no puede reencarnarse en el cuerpo de un ciervo, en el de un caballo, o en un jabalí; los amarres del alma humana no encajan en la estructura de amarres que tienen esos cuerpos que no son el suyo. De modo que cuando muere el cuerpo el alma queda descolocada y por eso muere también.

            Eso significa que no es posible la evolución. Durante la evolución los peces se adaptaron a la vida terrestre y se convirtieron en anfibios; luego los anfibios se hicieron reptiles y los reptiles, por fin, pájaros. Aristóteles llamaba alma a la fuente del movimiento. El movimiento de un reptil no es el mismo que el de un pez y por lo tanto su alma tampoco; el alma de un pez jamás se va a convertir en reptil. Las especies no se han transformado unas en otros y tiene que ser cada una una forma de vida independiente de las demás.

            Pero podemos suponer que cada cuerpo no tiene una sola posibilidad de amarre con su alma; que lo que hay no son lugares fijos, sino espacios dentro de los cuales se pueden estirar y encoger los amarres; y por lo tanto el pez que tuvo alma de pez algún día pudo estirar sus anclajes y el alma pisciforme pasó a tener el alma de un reptil; y esa forma intermedia no dejó de estirar y recolocar todos sus anclajes hasta que fue reptil con todas las consecuencias y dejó de tener el alma der un pez; sólo le quedaron vestigios pisciformes mientras se colocaba, adaptándose plenamente a ella, en su nueva naturaleza de reptil. Esto ya lo intuimos en las ideas de Anaximandro; luego lo pensó Lamarck, y después con Darwin esta nueva concepción se impuso finalmente en el pensamiento científico. Lo que no deja de ser curioso es que la idea de que los cuerpos no pueden cambiar la impuso Aristóteles; que defendió al mismo tiempo la teoría de la generación espontánea, a tenor de la cual la naturaleza del barro se puede transformar en un sapo, en cualquier otro batracio o en una lombriz.

 

Coda

 

            Algunos métodos para aprender a escribir prohíben escribir las letras sin sus enganches: así, el rabo de la “p” se puede enganchar con la “e” siempre que la “e” tenga otro gancho que le pueda dar la mano; los amarres que tienen las letras (como los que tiene el alma) son enlaces (o anclajes) multivalentes.

            Las letras que no tienen anclajes no se conectan bien y en las palabras parecen vagones sueltos. Las letras que tienen anclajes se encadenan perfectamente y circulan uno tras otro formando un tren.

 


viernes, 7 de agosto de 2020

EL HEDONISMO

 

 

     Hoy vamos a dar una clase de filosofía. Para ser más exactos, de ética.  

EL HEDONISMO 

            Hay una corriente ética que se conoce como hedonismo (la palabra griega “hedone” suele traducirse por “placer”): sus dos principales representantes son Aristipo (que fundó la escuela de Cirene, razón por la cual a sus discípulos se les llama cirenaicos) y Epicuro (que fundó también su propia escuela, conocida como el Jardín).

            Epicuro, como Aristipo, piensan que la felicidad consiste en el placer; pero no se ponen de acuerdo en lo que es el placer; contemplar un cuadro o un bello atardecer, escuchar una sinfonía o dar un paseo son actividades placenteras, pero también lo son beber vino, comer bien, darse un baño relajante o entregarse al erotismo. ¿Qué tipo de placeres es preferible? ¿En ambos casos se puede hablar de placer?

  • Para Aristipo hay que buscar el placer en el momento presente, y se trata por tanto de un placer sensorial.
  • Epicuro prefiere el disfrute de los momentos pasados o futuros; a veces disfrutamos más recordando un viaje que mientras viajábamos, y suele ocurrir también que soñar con la realización de nuestros proyectos nos proporciona más alegría que cuando los empezamos a realizar. Epicuro se interesa, por consiguiente, por la búsqueda del placer espiritual.

1. LOS PLACERES

(1) El cuerpo:

Aristipo y los cirenaicos admiten que hay dos sentimientos (páthe) básicos en el cuerpo: 

            El placer como movimiento suave.

            El dolor como movimiento áspero.

(2) El alma:

Epicuro, frente a los placeres del cuerpo, admite también los placeres del alma:

            El placer estable (“catastemático”) es el que sigue a la eliminación de los dolores: es una ausencia de perturbación. Éste es el fin último.

Epicuro emplea el vocablo “hedoné” para referirse a la ausencia de dolor, y éste tiene dos vertientes, igual que la medalla tiene dos caras:  

            a) Aponía es la falta de dolor en el cuerpo.

b) Ataraxía es la ausencia de perturbación espiritual.

          Podríamos resumir esta diferencia diciendo que para Aristipo la felicidad consiste en el placer, mientras que para Epicuro consiste en la ausencia de dolor; “no es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita”, dice el refrán popular.

El placer de los cirenaicos es un placer cinético puesto que se transforma en su contrario, el dolor (a toda borrachera le sigue siempre una resaca). Y el de los epicúreos es más bien un placer catastemático (es decir estático), puesto que nunca se transformará en su contrario (el placer de un paseo tranquilo nunca se convierte en perturbación o dolor).

1. El placer cinético o genético es una agitación de nuestra sensibilidad.

2. El placer catastemático (es decir “estable” o “constitutivo”) es el placer fundamental. El dolor es el límite del placer; y por tanto:

a)      No hay un estadio neutro intermedio entre placer y dolor, como el gris es el intermedio entre el blanco y el negro.

b)      No existe ese placer mixto, formado de mezcla de placer y dolor, del que hablaba Platón.

Y como el placer está enraizado en nuestra sensibilidad, no es ilimitado; la naturaleza misma ha fijado los límites del placer.  En efecto,

a)      El placer nos es connatural, propio de nuestro organismo vivo; oikeîon.

b)      El dolor es allótrion (“extraño, ajeno”).

 

2. LOS DESEOS

 El deseo es esa especie de atracción que sentimos hacia el placer. Hay cuatro clases de deseos:  

 1. Los que son naturales y necesarios (como beber cuando se tiene sed). Éstos son los que eliminan el dolor. Comer, beber, dormir, vestirse, sentir amistad, pasear, son placeres naturales y necesarios.

 2. Los que son naturales, pero no son necesarios (como la comida refinada). Éstos diversifican el placer sin eliminar el sentimiento de dolor. Vivir en una casa de lujo, vestir bellas ropas, tener colchones mullidos, cojines y alfombras, nos proporcionan placeres naturales (puesto que dormir y vestir son necesidades de la naturaleza), pero de manera innecesaria (porque la naturaleza no exige que se añada lujo a la satisfacción de esas necesidades).

 3. Los que no son ni naturales ni necesarios (como las coronas y la erección de estatuas honoríficas). Hoy diríamos que las drogas, la moda, el botellón, los tatuajes, los peircings, son placeres artificiales (es decir “no naturales”) y no necesarios.

  

3. EL TETRAFÁRMAKO

(CUÁDRUPLE REMEDIO)

         Hay obstáculos a nuestros deseos, que son dificultades para conseguir el placer. Epicuro destaca cuatro miedos que hay que vencer: a los dioses, a la muerte, al placer y al dolor.

 1. Los dioses.

             Los dioses son felices e imperecederos, por lo tanto ni tienen preocupaciones ni nos las proporcionan a nosotros. 

Este mundo funciona solo, no tiene necesidad de que ningún dios lo haga funcionar. Por lo tanto no hay que temer a los dioses ni esperar que los dioses nos salven; tendremos que salvarnos nosotros mismos.

            Tampoco hay que atribuir a los dioses acciones indignas de ellos, como los castigos de su cólera terrible; ni ellos nos necesitan a nosotros (y por tanto todo sacrificio es inútil) ni tampoco se enfadan con nosotros como creemos.

 2. La muerte.

             La muerte nada es para nosotros, porque mientras existimos la muerte no está, y cuando se presenta ya hemos dejado de existir.

            En efecto, todo bien y todo mal, tanto el placer como el sufrimiento,  residen en la sensación; pero como la muerte es ausencia de sensaciones (puesto que cuando estamos muertos no sentimos nada), entonces no nos puede hacer sufrir; por lo tanto no tenemos motivos para temerla. 

 3. El placer.

             El bien es fácil de procurar.

Donde exista placer, por el tiempo que dure, no hay ni dolor ni pena ni mezcla de ambos.

 4. El dolor. La enfermedad.

             El mal es fácil de soportar.

            El dolor del cuerpo no dura mucho, el más agudo perdura lo mínimo y el más leve no persiste muchos días.

            Y las enfermedades duraderas ofrecen al cuerpo mayor cantidad de placer que de dolor.

             Tampoco hay que temer a la fatalidad: unas cosas suceden por necesidad, otras por azar y otras dependen de nosotros.

            1. La necesidad es irresponsable. Es la fatalidad de los físicos.

            2. El azar es vacilante.

            3. Lo que está en nuestro poder es la única propiedad que tenemos. Es mejor ser sensatamente desafortunados que gozar de buena fortuna con insensatez. (Hoy diríamos que la suerte no viene sola, sino que se busca; y se busca siempre con nuestro trabajo, por eso no hay que esperar a tener suerte quedándonos con los brazos cruzados). Se trata, por supuesto, de la voluntad.

             Los placeres que valen la pena dependen de nuestra voluntad.

 

viernes, 17 de enero de 2020

PICO Y OJITOS



PICO


            El cuerpo, libre de la voluntad, sólo se expresa. La voluntad dice las cosas o las calla, y el cuerpo se muestra siempre sin callar. A veces queremos hacer cosas pero el cuerpo se mueve al compás de lo que sentimos y la conciencia, que maneja el mundo, no es capaz de vivir sus vibraciones: las que se filtran en nosotros. Un pájaro. Esas vibraciones pueden ser un pájaro que pía, tierno, diminuto, indefenso. Un cuerpecito apenas plumas, una bolita un poco torpe, de patitas frágiles como paja, como patas de araña, como alambre. Su pico cerrado parece que no vive pero luego se abre, y es una boca de par en par, como pidiendo la comida de sus padres. Pero no tienen padres. Están solos.
            Bruno terminaba su fiesta aquella noche. En el suelo, dos pájaros, apenas bolitas, piaban. Bruno los cogió, agachándose, y los sintió trotar como cosquillitas en la palma de la mano. Su corazón se encogió y de sus labios escapó una sonrisa; de esas sonrisas que no quieren expresar nada, porque sólo son expansiones de dentro. Iria, de pie, miraba; y los ojos de Iria se llenaban de luz como chispitas. Los pajarillos piaban, piaban y piaban sin parar, piaban. Iria tendió su dedo bajo las patas y el más vivaz, aleteando por instinto, se subió a ella. Iria lo miró con ojos anegados y el embeleso, espontáneamente, se trocó en sonrisa. Iria le hablaba con esos ojos empañados por la emoción y le dijo:
            -Chiquitín, no paras de hablar, menudo piquito tienes; tienes un pico de oro.
            -Pico. Lo llamaremos Pico –dijo Bruno.
            -¿Y éste? –repuso Iria mirando al otro.
            El otro pájaro era una bolita que apenas se movía. Parecía más frágil, como si tuviese algo, como si la debilidad de su cuerpo le impidiese prolongar en movimiento lo que sentía. Lo más desamparado nos produce mayor ternura. Tenía los ojos cerrados y Bruno, acariciándolo con su mano, lo levantó hasta sus ojos.
            -¿En qué estás pensando, chiquitín? Dime algo.
            Nada decía. Los pájaros no dicen nada porque no saben ocultar la realidad, ni plantar palabras bonitas aunque no sean nuestras, ni poner la cara que gusta aunque no mane del ser; los pájaros son, y su ser se desparrama en piar, en acurrucar, en moverse; sus saltos, sus mimos y sus trinos vienen de dentro sin pasar por el filtro de la inteligencia; y, simplemente, siendo, muestran su ser, su ser se muestra en ellos sin que se les ocurra en ningún momento tener nada que mostrar. El pajarillo nada miraba, nada pensaba, nada decía; sus ojillos estaban ciegos.
            -Ojitos. Te voy a llamar Ojitos. Ojitos, vente conmigo.
            Como si entendiera, sus ojos se abrieron al cielo; y Bruno se lo llevó a la cara y lo acarició en un arrebato de infinita dulzura. Bajó la mano y abrió los dedos: y Ojitos se quedó inmóvil esperando que lo acunaran, moviéndose en ella.
            Buscaron una caja para Pico y Ojitos. Encontraron una caja grande donde los pusieron, y la cubrieron con la tapa y en la tapa hicieron muchos agujeros.
            -Se han caído del nido, y cuando se caen ya no los quieren sus padres. Los vamos a cuidar hasta que se hagan mayores y aprendan a volar; entonces los soltaremos.
            Fue un botellazo el que derribó el nido, lanzado por unos gamberros.
            -¿Por qué lloras? –decía Laura a su hijo.


            Y el hijo lloraba desconsoladamente. Laura lo abrazó, conmovida. El niño lloraba y sus lágrimas, que corrían abundantes, regaron su cara. Su frente arrugada, sus mejillas rojas, sus ojos anegados y copiosos le regaban la cara de arriba abajo, surcando su nariz, cuyas aletas temblaban; sus lágrimas entraban en su boca, que las hallaba saladas; y se perdían en su cuello sin que sus manos tuvieran la fuerza de enjugarlas. Las enjugó su madre, que no podía evitar, aunque lo intentase, que se le empañaran sus ojos.
            -Hijo mío, ¿qué te ocurre?
            Y lo abrazaba. Con toda la pena de su cuerpo, lo abrazaba. Con el sufrir de lo auténtico, que de pura transparencia no tiembla ni juega ni hace aspavientos ni fuerza el gesto.
            Bruno había llegado con su caja. Eran las ocho de la mañana y no había dormido. Vio a Javi, que jugaba en la calle, acostumbrado a levantarse pronto, aunque era sábado y no había colegio. Se la enseñó. Abrió la caja y vio a los dos pajaritos piando en su interior: Pico piaba mucho; Ojitos piaba menos. Javi, como peluches, quiso cogerlos con la mano y acariciarlos queriéndolos sentir, suaves y tiernos. Una oleada de ternura lo envolvió sin poderlo evitar, una expansión de fragilidad lo inundó todo (fue un instante), y en ese instante (duraría segundos, cinco tal vez) su corazón flotaba en el reino de las cosas que no tienen peso. Luego volvió a la realidad. Miró a las crías y ahora los veía como seres que tenía delante: no como seres fundidos en su ser cuando no había sujeto ni objeto.
            -Les vamos a dar de comer –dijo Bruno-. Los vamos a criar, para que se hagan mayores y sean libres. Pero ahora me voy a acostar, tengo mucho sueño. Javi, ¿quieres guardarlos mientras yo me despierto?
            A Javi se le abrió una gran sonrisa y se expandió el alma.
            -¿Y dónde los guardaremos? –dijo.
            Los guardaremos en el pajar. Allí hay calor y los polluelos pueden estar a gusto. ¿Quieres?
            Javi lo miraba con ojos encendidos.
            -¡Sí!
            -Cuando me despierte les compraremos comida y jugaremos un poco con ellos.
            Y jugaron todo el día con los pajarillos. Los tenían en la mano, estiraban el dedo y se subían a él, y levantaban el dedo y Pico se soltaba y echaba a volar. Era un vuelo torpe, incipiente, que cogía poca altura y se detenía en el borde del armario, donde se agarraban sus patas movidas por el instinto; otras veces no conseguía llegar y caía al suelo. Dos veces se cayó detrás de la televisión, que estaba encajada entre armarios; y Javi tiraba del cajón de abajo y metía la mano en su hueco, y allí estaba Piquito. Luego se hicieron fotos. Bruno, que estaba con el torso desnudo porque hacía calor, se los puso a cada uno en un hombro. Lo cogieron en el hueco de la mano, donde él picoteaba, y hasta la abuela, que miraba con una sonrisa en los ojos, tenía el rostro encendido y sonreía cuando Bruno le ponía los pájaros en la mano: y allí se quedaron quietecitos, piando con un trotecillo alegre, Pico y Ojitos. Iria, todo corazón y pecho femenino, se desvivía en sus afanes de acariciarlos y de darles el calor que les faltaba; de cuidar a los animalitos.


            Luego se los llevaron al campo. Bruno, Iria y Javi; y Ojitos, y Pico. En el campo trastearon levantando el vuelo, más que Ojitos, Pico; y se echaban a trotar por los aires buscando el sol y respirando, reencontrándose con la naturaleza, buscando nido, sintiéndose libres como el viento. Pico aprendía a pasos agigantados. Su cuerpo irradiaba salud, y sin embargo era diminuto (parecía tan frágil…). Ojitos, más tranquilo, prefería mirar agarrado al dedo de Javi, al brazo de Bruno, a la espalda, al cuello, al pecho de Iria. El corazón se les encogía temiendo que Ojitos estuviera enfermo; luego supieron que era porque era más pequeño; tenía que aprender todavía… Su hermano, mientras tanto, volaba y dominaba el universo. Todo el aire era libertad, todas las ramas cobijo, toda la tierra era aliento. Y volaba y volaba, alegre como unas castañuelas, flotando en expansiones de espacio, las mismas expansiones que le salían dentro. Libre como el viento, pero protegido por la tierra donde caía; que la tierra nos da cobijo y es nuestra madriguera, nuestro nido, nuestra casa, y sólo cuando hay casa puede haber libertad. La condición de ser libre es que pueda recogerse uno en el hogar donde vive.
            Mas ¡ay! que tanta alegría acaba volviendo celoso al destino. Aquella felicidad duró apenas dos días. Bruno y Javi les prepararon una cajita de cristal con agujeros para que respiraran; su suelo lo llenaron de tierra, con paja moldearon un nido y lo pusieron en uno de sus rincones; en otro pusieron una tapita con comida, y en el otro, con agua. No sabían qué darles de comer. Les cortaron pulpa de ciruela y la aplastaron y Pico la comía: Ojitos, la regurgitaba. Después les compraron pipas y las pelaron y machacaron e hicieron una masa que parecía que comían a gusto. Por último fueron a una tienda de animales: allí les dieron unos polvos amarillos que había que mezclar con agua y dárselos con una jeringuilla; las más de las veces tenían que abrirles el pico pero a veces parecía que, movidos por reflejos, lo abrían ellos. Así empezó a comer Ojitos.


            Pasaron la noche. Bruno los sacó a la calle, pero después le pareció que tendrían frío; entonces los llevó a su habitación y los metió en su caja de cartón, con agujeros, para que se abrigasen, y los tapó con papel de periódico. Al día siguiente Pico seguía revoloteando y, a pasos agigantados, aprendía: aprendía a volar, a correr, a valerse por el mundo, a hacerse joven, a dominar los ríos. Aprendía jugando y velando en los peligros, Bruno lo protegía; que siempre está el maestro cuidando del discípulo cuando jugaba a irse solo si no era mayor para defenderse.
            Mas ¡ay!, que la felicidad es frágil y el ensueño no dura. Y el sino de la envidia nos persigue cuando nos ve demasiado felices y, cuando menos lo esperamos, acecha. Y aquella mañana los persiguió taimadamente, sin que ellos lo pudieran esquivar, y sacó su mano helada, enfrió el aire y tropezó el ala en pleno vuelo: allí se torció el destino. El pajarillo, volando tan alegre como unas castañuelas, chocó con el pecho de Bruno y cayó al suelo; pero antes de caer pudo remontar el vuelo y, enseñoreándose en el aire, alegre de nuevo, dio un par de volteretas planeando aún torpe, pero creyéndose  experto; y cayó con tan mala fortuna que fue a parar bajo el pie de Javi; y Javi, que no se lo esperaba, incapaz de cambiar el paso, cuando vio al pájaro ya estaba poniendo el pie en el suelo, lo aplastó dolorosamente y en la tierra crujieron sus tristes huesos. Y Javi, cuando vio lo que acababa de hacer, sintió un vuelco en el corazón y le paró de latir, aterrorizado. Su cuerpo se paró, su rostro se puso lívido, y una nube helada empezó a adueñarse de su pecho, congelando el aire, derrumbando el amor, parando latidos. El amor por aquel pájaro (pues no acababa de conocerlo y ya lo quería) se trocó en una pena que invadió sus entrañas removiéndolas desde dentro como remueve, en la carne, la espina que se clava en una herida. El mundo se vino abajo en el corazón de Javi cuando el corazón de aquel pájaro, aplastados sus tristes huesos, moría. Luego fueron a enterrarlo y ya no fue nada como era antes; pues Pico había dejado de piar y sus alas no revoloteaban juguetonas, y sus ansias de aprender, truncadas por el destino, sucumbieron en los peligros de la vida.
            -¡Oh, ya sé por qué sufres, hijo mío! ¡No sufras tanto, mi tesoro! ¡No llores así, mi bien! ¡Que me arrancas el alma, con tus sufrimientos, y no quiero!
            Y la madre se acurrucaba en el niño. Sus manos, acariciando las mejillas, enjugaban sus lágrimas. Su cuerpo tiritaba y no era capaz de infundir sosiego en el otro cuerpo que temblaba. Y así madre e hijo, consolándose sus cuerpos como si fueran nido el uno del otro, se sentían diminutos pajarillos que se abrazaban, indefensos, a las pajas enlazadas donde se acurrucaban con su madre que les daba calor y comida. Y una mano cruel, lanzando una botella al aire, vaciaba el nido y caían los dos pájaros, precipitándose, indefensos, al suelo. Ya no hubo hogar para Pico y Ojitos. Todo fue porque una mano se disparó desde una garganta borracha: por divertirse.
            Y la madre consolaba a su hijo. Laura consolaba a Javi, inconsolable. Y Javi no paraba de decir:
            -¡Por mi culpa ha sido, por mi culpa: yo lo he matado!
            Y la madre, con la pena atravesándole el alma, buscaba algo que decir, pero no podía.
            -No ha sido culpa tuya, no te mortifiques. Tú no pisaste a Pico, Pico cayó bajo tus pies, no pudiste hacer nada. Accidentes como ése los hay todos los días. Todo es la pura fatalidad, tú pasabas, pero no has sido. ¡No llores, no llores, hijo mío!



OJITOS

            Después de la muerte de su hermano, Bruno y Javi cuidaron de Ojitos. Se desvivieron por él dándole de comer, y lo sacaron al balcón. Creyeron que allí tomaría el sol, que le daría el aire, que pasaría un rato agradable con el airecito que corría. Comieron. Y cuando a las cuatro fueron a buscar la jaula el pobre Ojitos se moría.
            No se puede decir lo que sufrieron. No se pueden describir los sentimientos. Bruno y Javi se hundieron, e Iria, cogiendo alimento con la jeringuilla, le abría la boca y se lo metía. Pero ojitos no reaccionaba. Ojitos desfallecía. Su cuerpecito temblaba y sus plumas, aún bordadas de plumón, estaban inmóviles. Tiritaba. Desesperados, no sabían qué hacer: Bruno calentándolo con la mano, Javi llorando, Iria insistiendo con la jeringuilla. Fue cuando Laura sugirió, ya a la desesperada:
            -Llevadlo a la habitación. Encended la lámpara de la mesa y dadle calor con ella.
            Así lo hicieron. Metieron al pájaro en la jaula y doblaron la lámpara sobre la jaula. El pajarillo, indefenso, tiritaba. Parecía una agonía, pero era un velatorio, los chicos esperaban. Y el tiempo se les hacía eterno. No parecía que el pobre Ojitos pudiese volver a la vida. No parecía capaz de despertar de nuevo. Su cuerpo diminuto, aplastado sobre el nido, con las patas dobladas y el pico vencido, desfallecía. Laura se había ido al comedor porque no podía verlo. Su corazón estaba roto. Y algo muy triste en su pecho se partía. Ella que parecía seria. Ella que no compartía ternuras con el pajarillo. En realidad aparentaba frialdad porque estaba sufriendo. ¡No quiero verlo, no quiero verlo! Su frente intuía un triste presentimiento. Y su alma vencida, repleta de pasión, disimulaba.
            De repente se oyó un grito por el pasillo.
            -¡Ojitos revive! ¡Ojitos revive!
            Laura salió corriendo hacia la habitación, disparada como una flecha. Y vio a Ojitos piando, piando sin parar, con energía. Suspiraron todos y sus pechos se sintieron aliviados, como si se les hubiera quitado un peso de encima. Bruno llegó a decir:
            -A lo mejor está triste porque no ha visto a su hermano. A lo mejor es calor de hogar lo que le falta, y no sólo calor de cuerpo; por eso está ausente.
            Y todos presintieron que era la pena del hermano ido. Pero como un milagro, cuando nadie lo esperaba ya, Ojitos volvió a la vida. Piaba y piaba y su vocecita llenaba la habitación con un cascabeleo infantil: la vida. Bruno cogió la jeringuilla y se la dio al pajarillo, y el pajarillo comía. Le pareció que la comida podía estar estropeada y la cambió; tiró el líquido al lavabo y enjuagó el vasito, cogió el paquete de polvo amarillo, echó un poco, lo volvió a mezclar con agua y se lo dio con la jeringuilla. El pájaro no abría la boca y Bruno lo cogió en su mano, le abrió el pico y le echó una gota: Ojitos movía el pico como chupando, y parecía que se relamía. Así lo hizo varias veces.
            -¿Dónde tiene el buche? –dijo Javi.
            -Aquí. -Bruno le enseñó, bajo el cuello, la parte del pecho que parecía una quilla.
            -Es que el señor ha dicho que cuando lo tienen hinchado es porque están llenos.
            Ojitos no paraba de jugar. Piaba y le encantaba que le tendiesen un dedo para agarrarse a él con sus patas. Le gustaba que lo sacaran de la jaula, picoteaba la mano con cosquillitas, y a veces (quizá cuando la otra mano se acercaba) levantaba el cuello y abría la boca de par en par: parecía como si quisiera que sus padres echaran en ella la comida. Luego lo devolvían a la jaula y Ojitos permanecía en el centro del nido. Otras veces se encaramaba a su borde, y se erguía estirando patas y cuello, como un gallo. Ya no tenía hambre. Bruno hizo otro intento, pero ya no quiso más.
            -Debe tener una semana –le había dicho el señor de los pájaros-. Dentro de diez días le ponéis dos tapitas, una con esta masa amarilla y otra con un poco de alpiste; cuando él mismo lo pida, no antes: no lo forcéis.
            Bruno sabía ahora lo que quería decir. Siendo cría, el pajarillo no abría la boca para comer, había que abrírsela. Pero de vez en cuando le venía el instinto y abría el pico, y entonces buscaba la jeringuilla y tragaba, parecía que con gusto, la gota de comida que le caía. A medida que su ser se fortificaba, desarrollándose, comería poco a poco sin pasividad, hasta que ya la comida no fuese algo que le llevaban sino algo que pedía. Ojitos piaba y piaba, y su chillido era una vocecita aguda, niña, tenue. Javi tenía esa vocecita clavada en el recuerdo. 


            Estaban en el comedor. Cada diez minutos, a veces cinco, iban a ver al pajarito. Y el pajarito, en la habitación, piaba y piaba, lleno de vida. Pero se hizo de noche y pensaron que quería dormir.
            -Le hemos puesto una lámpara –había dicho Bruno.
            -Eso es. Calor es lo que necesita.
            Le había respondido el hombre de los pájaros. Y Bruno, desconcertado (la ignorancia de los pájaros lo tenía a ciegas), volvió a preguntar.
            -Le hemos tenido con la lámpara toda la tarde. Ahora se la quitaremos, para que duerma.
            -No, no, es al contrario: por la noche refresca un poco; por eso hay que dejarle la bombilla. De día se la podéis quitar.
            Pero Ojitos piaba y no se dormía. Bruno pensaba que la luz no le dejaba dormir. Una de las veces que fueron lo encontraron inflado, posado en el borde del nido, durmiendo; eso les parecía. Pero al llegar Ojitos se despertó. Entonces se volvieron a marchar para dejarle tranquilo; pero Ojitos piaba y piaba sin poder conciliar el sueño. Entonces le apagaron la luz. A los pocos minutos dijo Javi:
            -¿Vamos a ver si duerme?
            Bruno le dijo:
            -Sí; pero trae tu linterna, porque en la habitación ya no hay luz.
            Así lo hicieron; y fueron a la habitación. A la luz de la tenue linterna, casi en penumbra, Ojitos dormía. Se volvieron a marchar. No volvieron a transcurrir tres minutos cuando Bruno volvió de nuevo. Cogió la linterna de Javi, la encendió por el pasillo, y en la habitación, con el alma en vilo, alumbró la jaula; lo que vio le heló la sangre en las venas: Ojitos yacía en un rincón de la jaula, en la diametral del nido, sobre la tapita donde habían puesto algo de comida, tumbado y patas arriba. Desesperado, fue al comedor donde estaban Javi y Laura y, mirándoles con abandono, sin aspavientos, sin dramatismo, dejó caer en una frase un universo patético.
            -Ojitos ha muerto.
            -¡No…! 


            Quedaron paralizados. Laura se acercó, apresurada pero sin correr, a ver la jaula del animalito. Javi se quedó de piedra; su rostro mudo fue como el mármol, pero pronto su mejilla se sonrojó de nuevo. A sus ojos, sufrientes, asomaban lágrimas que apenas los llegaban a coronar, por el borde, sin derramarse en sus mejillas; su vista se empañaba. La misma tristeza, el mismo día, volvió dos veces desde que la mañana se llevó a Pico. Ojitos había muerto. Sus patas, levantadas, eran la tétrica morada de un cadáver. Pero Javi todavía se resistía a creerlo. Sobre todo a admitirlo.
            -¿Pero siempre que tienen las patas para arriba es porque están muertos?
            -Sí.
            -¿Y no puede ser que estén dormidos? ¿Nunca duermen con las patas para arriba?
            -No. Ojitos está muerto.
            Las lágrimas pugnaban por aflorar a los ojos de Javi. Bruno, doliente, le puso la mano en el hombro.
            -Hay que aceptarlo, Javi. Quizá cuando le hemos quitado la lámpara se ha muerto de frío. O quizá ya estaba moribundo cuando estaba puesta la lámpara, y el calor que le dimos no ha hecho más que prolongar su agonía: no lo sabemos. Hemos venido dos veces y creíamos que estaba dormido; a lo mejor se estaba muriendo. ¿Cómo íbamos a saberlo?
            Laura, que sentía el remordimiento rondando el espíritu de Javi, pudo desarmarlo antes de que llegara.
            -No es culpa nuestra, Javi. Nosotros no sabemos de pájaros. No sabemos interpretar sus gestos, sus movimientos, no conocemos sus necesidades. Ese señor nos ha dado unos cuantos consejos, pero no han sido suficientes. Para criar pájaros hay que conocer mucho de ellos. Mira, Javi: cuando nace un niño demasiado pronto lo ponen en la incubadora, que es como una jaula con una bombilla para darle calor; pero la vida es tan frágil que pende de un hilo, y es muy difícil evitar que se muera. Hasta plantar un árbol es difícil: tú plantas la mata y no puedes esperar a que crezca, porque se te muere; hay que darle muchos cuidados y aun así el árbol se seca; la vida es tan frágil… Es muy difícil cuidar a los pequeñines, porque son los más desprotegidos. 


            Javi la miraba, con unos ojos como los de Ojitos, triste, muy triste. Pero en ellos había consuelo. Su madre había logrado borrar de su corazón todo sentimiento de culpa. Pero le quedaba la pena: esa pena inmensa que te deja el vacío de los seres que has querido con tanto corazón.
            -Yo no quiero tener más animales; se sufre mucho cuando se mueren.
            Laura agarró a su hijo por los hombros y lo apretó contra sí. Por la noche, mientras le leía el cuento, Javi no se dormía. Tenía sueño pero el recuerdo de Ojitos no le dejaba de rondar. Entonces su madre le leyó otro capítulo. Y otro  y otro. Y Javi cerraba los ojos y parecía que estaba dormido, pero cuando se levantaba su madre los abría de nuevo.
            -¿Sabes, mamá? Oigo como un ruido a lo lejos; un ruido que se repite.
            -La alarma de un coche –contestó su madre-. A veces se disparan y tardan en apagarlas.
            -No, no es eso. Son dos ruiditos que se repiten sin parar: es el piar de Ojitos, que no me lo puedo quitar de aquí -señaló con la mano a la frente-; lo tengo clavado en mi cabeza, lo oigo siempre, parece como si estuviera vivo: lo tengo aquí, aquí, es la voz de Ojitos, mamá.
            A Laura se le empañaron los ojos. “No pienses más en él”, dijo. “Ojitos no sufre ya. Ahora debes descansar, hijo, busca el sueño. Piensa en el cielo, hijito. Duerme en paz”.
            Ojitos también descansaba en su triste sueño. Pero el sueño de Ojitos mañana no tendría su despertar.