viernes, 26 de junio de 2020

RESPUESTA A LA CARTA DE UNA PROFESORA





RESPUESTA A LA CARTA DE UNA PROFESORA   
  

            Ha llegado a mis manos el libelo de una profesora que se presenta como ardiente defensora del idioma. Está escrito en forma de carta (“carta de una profesora”), pero es una carta sin destinatario; la envía una mano anónima que alaba todo lo que dice, y al presentarla como “profesora de un instituto público” destaca su “acertadísima y lapidaria frase final”. Concluye diciéndole al lector: “pásalo por ahí”, y al expresar su deseo de que “con suerte termine (…) hasta en los ministerios” nos hace pensar dos cosas: que se dirige a un destinatario anónimo que es el público de internet, y que la maestra y el remitente son la misma persona porque la “lapidaria” frase final, que se supone escrita por la maestra, la escribe, en realidad, la persona que envía la carta; el emisor es el mismo que el remitente, contrariamente a lo que se decía en un principio, y esta incoherencia comunicativa nos hace pensar, ya antes de leerla, que la carta tiene truco.
            Empieza después de un largo preámbulo en el que ensalza, de manera beligerante con la educación actual, la educación que recibió (cualquier tiempo pasado fue mejor): la cual primaba el esfuerzo sobre la propaganda (comparando términos que no son comparables por no ser contrarios entre sí), la educación con las editoriales (que transforman los libros en cuadernos) y la lengua con la educación física (menospreciando esta última de manera implícita); pero no compara la “corrección” (que nombra) con la creatividad (que no menciona), dando a entender que lo interesante es obedecer las reglas y no ser libres, formándonos no para ser escritores sino escribanos  y comunicadores, no autores sino amanuenses. Los valores que pregona la profesora tienen que ver con la sumisión frente a la libertad, pues lo que importa es la corrección, el respeto a la norma, reduciendo la lengua a gramática y olvidándose no ya de la pragmática, sino de la etimología; la literatura queda en una lista de autores en la que la mera exposición de los nombres predispone a la reverencia, no a la crítica; al culto, no a la cultura; y si la lengua se queda en gramática (eso sí, reducida a morfosintaxis), la literatura no llega a producción y sólo es consumo.
            Luego viene el verdadero tema de esta carta, que es la crítica del lenguaje inclusivo. Y lo hace presentándolo, más o menos implícitamente, como una consecuencia de nuestro sistema educativo; de tal manera que si el primero era bueno (la autora dijo que estudió “bajo unos planes educativos buenos”), al oponerse a los actuales (con expresiones descalificadoras como “no como ahora”, “mire usted”, “por encima de”, “pero, sobre todo”), da a entender que el que tenemos es malo; y si la educación actual es mala (puesto que aquélla era buena), y si consigue demostrar, además, que una de sus consecuencias (el lenguaje inclusivo) es mala, habrá demostrado, por fin, que lo bueno era lo que defendía la educación anterior: es decir el lenguaje sexista; todo está en convertir el lenguaje inclusivo en ideología para demostrar (sin concluir, simplemente por contraste) que el otro no tenía ideología, sino sólo gramática; a eso vamos.
            Empieza enseñándonos que el castellano ha heredado del latín los participios activos (de “atacar”, “atacante”); sin embargo, en la escuela sólo nos han enseñado los pasivos (“atacado”). Un participio es una forma no personal del verbo que funciona como adjetivo. Ahora bien, los adjetivos tienen género y por lo tanto pueden ser masculinos o femeninos: ¿por qué el participio pasivo tiene género (“cantado”, “cantada”) y el activo (“cantante”) no lo tiene? La profesora defiende a capa y espada la necesidad de no ponerle género al participio activo (cantanto, cantanta) y se olvida de recordar que al pasivo sí que se lo ponemos. La pregunta no es saber qué forma de hablar se nos ha impuesto a lo largo de la historia, sino por qué se nos ha impuesto esa forma y si las formas lingüísticas que han sido excluidas merecen ser relegadas al olvido. Cuando los imperios conquistaban pueblos les imponían su idioma (a nosotros nos impusieron el latín), pero el idioma impuesto sólo es norma por la fuerza, no por la razón, y Alicia, en el relato de Lewis Carrol, ya nos lo dejaba bien claro: lo que importa no es saber quién tiene razón sino quién manda aquí; en francés el complemento directo concuerda con el sujeto, pero en español no: ¿cuál es la forma correcta, si las dos lenguas derivan del latín? Alguna de las dos se la habrá saltado. 


Lo que llamamos corrección gramatical no es más que sumisión a unos usos impuestos por el vencedor; y un pueblo que admite el femenino para el participio pasivo pero no lo admite para el activo es un pueblo que le impone a la mujer pasividad y obediencia, mientras que al hombre le atribuye acciones y capacidad de decidir: lo que indica que el latín era el modo de expresión de una visión sexista de la vida, que es la que tenían los romanos. Si las cosas hubieran sucedido de otro modo tal vez hoy diríamos “presidenta” sin que esa palabra nos chirriara al oído. ¿Cuál sería el lenguaje de las amazonas, si las amazonas hubieran existido, tal y como nos lo cuenta Platón en uno de sus diálogos? Reclamar corrección lingüística es reclamar una ideología que nos ha sido transmitida desde el pasado: pero como suelen las ideologías camuflarse siempre, no se  presentan nunca como ideología, sino, en este caso, como gramática; y en nuestro inconsciente colectivo lo ideológico desprestigia, pero la gramática ennoblece. Obsérvese que nuestra profesora escribe “ideología” con minúscula y reserva la mayúscula para la “Gramática”; al hacerlo viola, sin inmutarse, las leyes más elementales de nuestra propia gramática: las que prohíben escribir con mayúscula la primera letra de toda palabra que, sin ser nombre propio, no viene después de un punto ni es la primera palabra de un texto; la mayúscula no tiene entonces valor gramatical sino laudatorio, valorativo… ideológico. La Gramática es el dios al que la profesora le gusta adorar; su ideología.
            Hay que observar que nuestro idioma sí tiene expresiones inclusivas, pero nuestra profesora las desprecia; al decir que “al que preside se le llama ‘presidente’” da a entender que sólo pueden ser presidentes los hombres; de lo contrario no habría dicho “al que preside” sino “a quien preside”, sin prefigurar de antemano cuál debería ser el sexo de quien manda.
            Además, en latín las palabras se presentan con su nominativo y su genitivo (ens, entis; jus, juris; Jupiter, Jovis; virtus, virtutis); ¿a qué se debe que tengamos que construir palabras a partir del uno o del otro? Decimos “jurídico” (como el genitivo, acusativo más bien), pero decimos “virtuoso” (que se parece más al nominativo que al genitivo), al revés que si hubiéramos dicho “virtutoso” (que habría sido tal vez más correcto aunque suene mal al oído); y hay palabras distintas de un mismo vocablo que se forman a la vez sobre el nominativo y el genitivo-acusativo, como “jupiterino” y “jovial”. Como vemos, la gramática posee espacio para la creación de palabras; mantenerse en una ortodoxia estricta con el martillo de la “corrección” nos obliga a usar la lengua como espacio de obediencia, no como espacio de creación.
            De manera análoga ¿quién, en el pasado, decidió qué palabras podían o no podían ser femeninas? Unas porque sólo admiten el masculino (“sargento” está bien, pero no “sargenta”); y otras porque la forma que debía ser inclusiva (“dirigente” incluiría tanto a “dirigento” como a “dirigenta”, que no existen) se ha identificado con el masculino en nuestro inconsciente colectivo (¿quién no piensa en un hombre cuando oye las palabras “dirigente” y “presidente”?); sobre todo porque el artículo que la precede ha sido hasta ahora el masculino, que ha convertido en no inclusivas las palabras inclusivas; al mismo tiempo ha acostumbrado a nuestro oído a captar como masculina la terminación “-ente” (que corresponde, en realidad, a los nombres epicenos); un nombre epiceno es aquel que, aunque se escriba en un género, se refiere a los dos: como “agente”, “amante” o “atleta”; el mérito de nuestra época ha sido convertir en ambiguos los nombres epicenos, pues lo mismo que decimos “el mar” o “la mar” también hemos aprendido a decir “el amante” y la amante”, o “el artista” y “la artista”; este uso, en verdad, no es epiceno (porque admite los dos artículos), pero tampoco ambiguo (porque no denota cambio de sexo cuando le cambiamos el género); esta forma es una creación de nuestra época, acorde con las leyes de la gramática, a la que podríamos llamar “inclusiva”; y así, junto a los nombres masculinos, femeninos, ambiguos y epicenos, propongo desde estas líneas que se admitan también los nombres inclusivos. 


            Otra cosa es saber lo que es una lengua. Una lengua es un instrumento que usamos para comunicarnos, de tal manera que podemos nombrar seres ausentes y no solamente los que están presentes (como les sucede a los animales). Y sucede que, si en toda comunicación tenemos, como mínimo, un emisor, un receptor, un canal, una referencia, un código y un mensaje, el código (la lengua) tendrá que cambiar para adaptarse a los cambios del emisor, el receptor, el canal, la referencia o el mensaje. A veces hay referencias que todavía no tienen palabra para designarlas: como le ha pasado al euskera que, en el proceso de sistematización de su léxico y su gramática, se encontró con realidades para las que la lengua (que era una lengua antigua) no tenía palabras, como la televisión: y tuvo que inventarlas o tomarlas prestadas; nosotros también hemos tenido que inventar palabras para designar realidades nuevas, como ordenador, astronauta, móvil e internet; y lo mismo que los seres vivos han evolucionado siempre para adaptarse a su medio, también la lengua es un ser vivo que intenta adaptarse a su entorno; entre el nonato y el nacido, médicos, académicos y juristas necesitan crear el neologismo “nasciturus”.
            También la lengua se adapta a los cambios que se producen en los emisores; así, cada país conquistador o conquistado le trasvasa al otro sus propias palabras: ha sucedido con “cacahuete”, “patata”, “chocolate”, “rock and roll”, “palafrenero” o “aljama”; ni que decir tiene que si el movimiento inclusivo tiene mucha fuerza la lengua acabará admitiendo cuantos vocablos requiera la inclusión, obligando a que términos como “presidenta”, que no existían antes, empiecen a existir; porque la cuestión no es saber, como decía Alicia, si la norma tiene razón (que seguramente no la tiene), sino si tiene poder suficiente para seguir mandando; porque no se puede mandar si no hay alguien que obedezca a la voz de mando.
            En el canal de comunicación pasa también cuando decimos “aló” al ponernos al teléfono. No digo ya las transformaciones que experimenta el idioma provocadas por el mensaje, donde la función emotiva se convierte en poética: así, Unamuno tuvo que inventarse, por ejemplo, la palabra “nivola”, y los novelistas, dramaturgos y poetas se inventan a veces términos cuando quieren nombrar sentimientos y vivencias que todavía no tienen palabra, como “serendipia” (que la ha acabado aceptando la Real Academia de la Lengua).
            Y si la lengua es una realidad viva tenemos que retratarla en su dinamismo, no de manera estática; la pragmática, que ajusta las estructuras al uso creando nuevos juegos de lenguaje (léase a Wittgenstein), debe actuar sobre la gramática (que estudia las palabras olvidándose de los hablantes); y la etimología es la parte de la lingüística que se ocupa de la historia de las palabras (porque las palabras que usamos hoy, lo siento por la profesora que las adora hasta el delirio, también pasarán a la historia). Lo que hay que hacer no es una foto fija, sino una película de nuestra lengua. Y como todas las lenguas son seres vivos, está claro que han cambiado, cambian y seguirán cambiando; y cambian porque quieren los escritores, lo quiere el pueblo y lo quiere hasta la Real Academia de la Lengua. Vamos  a ver lo que pasa con todos ellos.


(1)   El pueblo.  
            El pueblo usa palabras y construcciones que no admite todavía la Real Academia de la Lengua. Recordemos que el lema de la Academia es “limpia, fija y da esplendor”. Limpia las palabras como hace el barrendero cuando limpia la calle: quitando lo que ensucia, las mismas hojas que antes adornaban los árboles y que ahora, cuando se han secado, se han convertido en un estorbo. Pero también fija las normas del uso, es decir que a veces cambia las normas viejas por otras nuevas; de modo que la función de la Real Academia es cambiarlas siempre que sea necesario (no, como hace nuestra profesora, defenderlas a capa y espada, que en esto se muestra más papista que el papa). Los malos usos de ayer son los buenos usos del mañana.
Tomemos a título de ejemplo el caso de las preposiciones: es sabido que hay preposiciones que pueden ir juntas, como cuando decimos que tal persona fue buena “para con” sus padres; pero las preposiciones “a” y “por” no pueden ir juntas jamás porque su uso es considerado vulgar y poco apropiado; así, no diremos nunca que vamos  “a por” agua sino “por” agua; ésa es la norma establecida por la Real Academia de la Lengua. Ahora bien, la Real Academia no puede ir contra el uso de los hablantes porque si el pueblo emplea esa construcción contra viento y marea, prohíbanle lo que le prohíban, las autoridades no tienen más remedio que aceptarla: y eso es lo que ha ocurrido; esa construcción lingüística ha dejado de ser incorrecta y ahora forma parte de las formas perfectamente admitidas en el diccionario; porque la lengua es un pulso entre la norma y el uso y cuando una norma es contraria al uso, si ese uso persiste, la norma no tiene más remedio que aceptarlo. A nuestra profesora se le ha parado el reloj porque defiende el diccionario de hace cincuenta años; no se da cuenta o no quiere darse cuenta de que en la última edición las normas han evolucionado.
También podríamos recordar que en la Edad Media, incluso durante el Renacimiento, la regla de la B y la V no estaba clara; cada uno hacía lo que quería (no hay más que remitirse a los textos de la época), y podemos encontrar lugares en los que un mismo autor escribía la misma palabra indistintamente con B o con V. Nebrija estableció en el siglo XV las normas de la gramática castellana y puso las que puso; podría haber puesto otras. Recordemos también que el latín evolucionó al castellano porque muchos de sus hablantes lo hablaron mal; o más bien porque lo hablaron de forma diferente a como se hablaba antes, buscando recursos expresivos que se fueron imponiendo sobre los del pasado bien porque fueran mejores, o bien porque fueran, en contra de la norma, más adaptados a las intenciones comunicativas, más apropiados. Así pues, los hablantes no respetaron las reglas y a esta falta de respeto la llamamos evolución; por ella llegamos al latín vulgar, y desde éste, a su vez, al castellano. Porque el pueblo simplificó las reglas del pasado y las hizo más prácticas. Antes se decía “comprehensión” y ahora se dice “comprensión”; antes se decía “substancia” y ahora decimos “sustancia”; antes se decía “psicología” y ahora se puede decir “sicología”, y antes, por limitarnos a algunos ejemplos, se decía “transtorno” y ahora ya admitimos “trastorno”; en el mismo ordenador en que escribo estas líneas me sale la palabra “transtorno” subrayada en rojo indicándome que es un problema de ortografía: y no me sale con la palabra “trastorno”, que es correcta ahora, aunque fuera incorrecta en el pasado.


            (2) Los escritores.  
            Pero no sólo el pueblo cambia las cosas: también lo hacen los escritores, y las innovaciones que proponen unas veces prosperan y otras no. Por ejemplo, durante el Renacimiento los escritores trajeron de Italia cultismos que convivieron con los vulgarismos castellanos; “óptimo” en lugar de “buenísimo” (porque ya nadie dice “bonísimo”, que es lo que quería la Real Academia que dijéramos); también Gabriel García Márquez propuso una reforma de la ortografía que no ha tenido éxito (y es que hay que dejar obrar al tiempo cuando los cambios son drásticos, no se pueden cambiar las cosas de golpe y porrazo); Juan Ramón Jiménez escribía siempre con j el sonido gutural fuerte (jota, jefe, pájinas, etc.), y tampoco ha prosperado; pero ha prosperado el neologismo que propuso Unamuno, introduciendo “nivola” como una forma distinta de “novela”. Las novedades introducidas por los escritores hay que considerarlas como tanteos, y unas veces son admitidas por el uso y hasta por la Academia y otras no. También las hipótesis científicas se descartan unas veces y otras son corroboradas. Y entre nuevas las formas evolutivas, la naturaleza selecciona unas y descarta otras (condenándolas a la extinción), dependiendo de que estén adaptadas a su medio o sean inadaptadas.

            (3) La Real Academia de la Lengua.  
            La Real Academia acaba de hacer una reforma de la acentuación que ya no respeta las reglas que ella misma nos había impuesto antes (que son las que nos obligaron a aprender cuando éramos pequeños); ya no hace falta distinguir el adjetivo del pronombre poniéndole tilde a este último, a menos que lo pida la comprensión del texto; tampoco hay que poner acento diacrítico a la palabra “solo” para distinguir el adjetivo del adverbio, a menos que la comprensión lo requiera. Los viejos dinosaurios como esta profesora y yo nos vemos obligados a escribir mal porque a nuestra edad ya no vamos a aprender reglas nuevas; y estamos, en lo que a la lengua se refiere, inadaptados.
            De modo que el idioma cambia y si un día a la Real Academia le da por incluir el término “presidenta”, ¿quién se lo podría a impedir? Pero la maestra que ha escrito este libelo (que no deja de ser un manifiesto y, como todo manifiesto, proclamación de una ideología), lamenta con ironía “haber aguado la fiesta a un grupo de hombres que se habían asociado en defensa del género y que habían firmado un manifiesto”, y los llama “ignorantes”; bueno, les da a elegir entre la ignorancia y la ideología, pues según ella “la ignorancia les lleva a aplicar patrones ideológicos y la misma aplicación automática de esos patrones los hace más ignorantes”. No deja de ser paradójico que llame ignorantes a quienes quieren que el idioma se adapte a la realidad y no se lo llame a sí misma, que pretende que sea la realidad la que se adapte al idioma (precisamente antes les había reprochado a las estadísticas que, en lugar de ser una foto de la realidad, pretendan que la realidad sea una foto de las estadísticas). Al fin y al cabo no dejan de ser dos ideologías, una realista y otra conservadora: realista la que reclama que las palabras se ajusten a la realidad cambiante; conservadora la que exige que las palabras se impongan sobre la realidad, para que no cambie; la lengua se convierte así en una cadena que encorseta y constriñe al mundo para ahogar la vida, para ahogar los cambios; el respeto por la gramática se instala en nosotros convirtiendo la lengua en obediencia y la gramática en cadena; y es una visión de la lengua anterior a Peirce, a Searl y a Austin, pues antes de ellos la lingüística era morfosintaxis y semántica y ahora también es pragmática; quizá no sea ocioso recordar (porque nuestra maestra, la que nos tacha de ignorantes, parece ignorarlo) que la morfosintaxis estudia la relación de los signos entre sí, la semántica, la de los signos con sus significados, y la pragmática, la de los signos con sus usuarios. 


            Lo que está en juego es saber si el lenguaje inclusivo procede (ya lo ha dicho la profesora) de la ignorancia o de la ideología. Ella excluye para sí misma la primera, pues presume de no ser “víctima de la Ley Nacional de Educación” (sic), y aclara, por si no lo hubiéramos entendido bien, que ha “tenido la suerte de estudiar bajo unos planes educativos buenos” que no tenían nada que ver con “la propaganda política”; se supone que el término “propaganda”, asociado al adjetivo “política”, significa “ideología”, y toda ideología es un cuerpo doctrinario que se acepta con corazón y sin crítica; se habla, por ejemplo, de que el catecismo es la doctrina de la Iglesia católica y de que enseñar doctrina es adoctrinar. Ojo, no estoy diciendo que sea malo enseñar contenidos axiológicos o valorativos, sino que hay que enseñarlos desde la fortaleza del corazón auxiliado por la inteligencia, la cual florece en forma de crítica.
            Tengo a mano la enciclopedia Álvarez con la que ha estudiado esta profesora que presume de no haber sido adoctrinada en ninguna ideología; y encuentro que la quinta parte de sus páginas es historia sagrada, evangelios, lecciones conmemorativas y enseñanzas políticas; la reto a que compare si las páginas de formación ética que se imparten hoy son la quinta parte del conjunto de todos los libros de las otras materias. Creo que en materia de asepsia ideológica esta profesora no tiene muchas lecciones que darnos.
            A menos que profesemos una especie de platonismo a la manera de Rousseau, pretendiendo que las cosas son perfectas hasta que la sociedad viene a pervertirlas con sus leyes; como si antes de la primera ley de educación hubiera habido un sistema educativo ideal que luego han venido a estropear todos los demás (y, a diferencia de los políticos de antaño, lo hubieran ensuciado todos los políticos posteriores); como si la primera ley de educación no la hubiera puesto ningún político; o como si hubiera sido una suerte de naturaleza primigenia, inocente y pura, anterior a todas las leyes, que ha sido estropeada luego por las leyes.  
            Pero nunca ha existido ese pasado educativo ideal. El primer maestro que hubo en la historia (o quién sabe, quizá en la prehistoria) fue puesto por alguien que le dio fuerza de ley. Y si las leyes educativas convierten en víctimas a los aprendices, entonces todos los aprendices estamos condenados a ser víctimas porque las leyes educativas son anteriores a las instituciones educativas. De modo que si la autora no ha sido víctima de la “Ley Nacional de Educación”, lo ha sido de una ley anterior: ¿qué ley es ésa, que se supone que es mejor que todas las posteriores? Porque no puede mantener la pretensión utópica de que a ella la educaron antes de que existiera la educación (es decir antes de que existieran los sistemas educativos).
            O sea que lo que pretende decir subrepticiamente es que las leyes anteriores a la democracia española fueron mejores que las que vinieron después. Eso habría que demostrarlo. Para ello habría que hacer un recorrido por la educación infantil, primaria y secundaria: vayamos por partes.
            Los planes educativos bajo los cuales estudió nuestra profesora corresponden, desde la educación secundaria, a la ley Villar Palasí de 1970 (cuando ella tenía diez años). Esta ley pretendía desarrollar una inteligencia activa donde antes primaban los aprendizajes memorísticos (por lo visto éste era el modelo ideal de nuestra profesora); yo, que he crecido bajo el paraguas aquel, sigo sin entender por qué la primera guerra mundial la desencadenó un serbio, cuando Serbia ocupaba un papel irrelevante, por no decir inexistente, en la Europa que nos enseñaban en historia; y aprendí las tablas de multiplicar, pero nunca me explicaron su significado: lo aprendí cuando fui maestro; cuando tuve que prepararme para enseñar. 


            La ley Villar Palasí promovió una enseñanza tecnocrática, de corte conductista, cuando España tenía que adaptarse a la psicología de Skinner; el aprendizaje tenía que ser ahora de tipo proceso-producto, y el profesor un técnico competente que diseñara buenos programas con objetivos claros y medibles; medibles; ya me dirán cómo se pueden medir las humanidades. ¡Ah, ya sé! Vaciándolas de creatividad y reduciéndolas a obediencia. La lengua no es un vehículo con el que se puede crear, sino una gramática que se puede medir (se puede contar el número de faltas que contiene un texto, pero no el número de unidades creativas que hay en él; sin destruir su carácter creativo, por supuesto). Pero nuestra profesora presume de haber estudiado “en Bachillerato (…) Historia de España, Latín, Literatura y Filosofía”: lo mismo que estudian hoy mis alumnos, mire usted. Pero la historia de aquel entonces ¿era algo más que una lista de nombres y fechas? ¿Medibles a la manera de Skinner? El latín ¿era algo más que declinaciones, conjugaciones y reglas? ¿No era también aprender cultura y traducir? ¿Cuál era el peso de Julio César y Cicerón frente a aquellos corsés gramaticales? La filosofía ¿era algo más que una trabazón de conceptos y nombres unidos lógicamente pero inconexos para el estudiante? Nuestra maestra presume de haber leído entonces  “El Quijote”: ¿de verdad? Yo estudié cinco años antes que ella y, si la antigüedad de los planes educativos es criterio de calidad, debí haberme leído el Quijote mucho mejor que ella; pero a nosotros no nos pedían que leyéramos las más de mil páginas que tiene el mamotreto; leíamos lo que decía el libro de texto, si acaso algún fragmento, y para de contar; sólo más tarde me he sumido en ese mamotreto infumable para descubrir en él maravillas que ni por asomo sospeché cuando estudiaba el bachillerato. Lo mismo podemos decir del Lazarillo. En cuanto a Manrique, leíamos sus coplas al completo porque eran cortas; y de Lope, Garcilaso, Góngora y Espronceda leíamos versos (yo me leí las obras completas de Espronceda porque me gustaban, no porque fueran obligatorias). Sin embargo hoy los bachilleres leen el Quijote, la Odisea, el Lazarillo, la Celestina y muchas cosas más, y las leen por entero; en ediciones adaptadas, por supuesto, pero, salvo el Quijote (al que se han quitado bastantes fragmentos), el resto de las obras se leen completas; y luego te las preguntan en clase. Pero eso no es todo: hoy también leen los chicos el Diario de Ana Frank, la República de Platón, el Compendio de Hume, y además ven películas y les mandan buscar en internet y les siguen mandando hacer composiciones escritas y exposiciones orales, muchas de ellas con power point. De modo que en materia de calidad de enseñanza el pasado no tiene muchas lecciones que darle al presente. Tal vez el problema no sean los planes de estudio, sino la cuestión sociológica la que lo tiñe todo; pero es que hoy estudian muchos chicos y antes estudiaban sólo unos cuantos, mire usted.
            Pero vamos a la educación primaria; la que ella estudió bajo unos planes anteriores a los de la ley Villar Palasí. “En primaria estudiábamos Lengua, Matemáticas, Ciencias, no teníamos Educación Física”: claro, porque los niños eran almas sin cuerpo (y eso no es ideología). El alma, el espíritu, se estudiaba igual que ahora, pero el cuerpo no importaba nada (los romanos, siguiendo en esto la línea de los griegos, estaban más avanzados que nosotros, pues perseguían una “mens sana (in) corpore sano”). Eso sí, “en 6º de Primaria, si en un examen tenías una falta de ortografía del tipo ‘b en vez de v’ o cinco faltas de acentos, te bajaban y bien bajada la nota”; eso era lo que importaba; no que supieras oxigenar tus músculos, alcanzar la alegría mediante el deporte, medirse las fuerzas unos con otros, conocer el baile, educar la sensibilidad a través del cuerpo, eso no, no importaba. Ahora lo hacen todos los niños de primaria. Y eso no les quita de estudiar lengua, matemáticas y ciencias, que también se estudian, y bien; por lo menos igual de bien que lo estudió nuestra profesora.


            ¿Y la educación infantil? ¿Qué podemos decir de ella? Pues que para nuestra profesora vale menos el español que el alemán, porque habla con orgullo del “jardín” (así se llamaba lo que hoy es ‘educación infantil’, mire usted”); como si la palabra “infantil” no formara parte de nuestro vocabulario; y como si fuera más noble copiarles el “jardín” de su “kindergarten” a los alemanes. A los niños nosotros también les llamábamos “parvulines”, una palabra que procede del latín, del que nosotros también procedemos. Pues bien, nuestra profesora presume de aquella cartilla que enseñaba las letras convirtiéndolas en sílabas; mientras que hoy se estudian convertidas en sonidos (fonemas antes que grafemas), y no sílabas; y se enseña, tanto fonética como gramaticalmente, a unir las letras entre sí, lo que no se hacía antes; le recomiendo que les eche un vistazo a los libritos de Micho, que vienen, además, con canciones incorporadas. ¡Ah!, y los párvulos de hoy no tienen Educación Física pero tienen algo mucho mejor: psicomotricidad. Oh, perdón, es una palabra moderna, debe ser muy malo porque se nombra con un neologismo: lo bueno debe ser antiguo. En cuanto al provecho que sacan las editoriales de los libros que no se llaman Semillitas, eso es cosa del negocio, no de los sistemas educativos; aunque sí les podemos reprochar (en esto sí le voy a dar la razón a nuestra profesora) haber roto la frontera que separaba a los cuadernos de los libros, porque los libros han quedado convertidos en material fungible.
            Todo este excursus acerca de los sistemas educativos fue motivado, recordémoslo, por la acusación de ignorantes que les lanzaba nuestra profesora a los “políticos”, “periodistas” y “hombres” en general que firman manifiestos defendiendo el lenguaje inclusivo. Acabo de demostrar que tales hombres (y mujeres, no las olvidemos a ellas) han sido formados en un sistema educativo más potente que el que conoció nuestra profesora: no son, por lo tanto, unos ignorantes. Entonces están deformados por la ideología: también he mostrado que el peso ideológico de la educación anterior era muy superior al que tiene la de ahora. Lo que nuestra profesora planteaba como una alternativa (o ignorancia o ideología) no funciona: no se trata, pues, de una alternativa, puesto que entre la ignorancia y la ideología hay otras cosas: lo mismo que entre el blanco y el negro también hay muchos colores.
            Descalificar como “ignorantos” e “ignorantas” a quienes no piensan igual que la profesora es un acto de desprecio. Ya hemos visto que hasta las lenguas muertas tienen vida y que donde hay vida hay historia, ¿qué no decir, entonces, de las lenguas vivas? Todas las lenguas (y la nuestra no es una excepción) tienen amplios márgenes para manifestar ese cambio. Y no hay que ignorar que los significados de las palabras se escinden en denotativos (que suelen ser referenciales y afloran a la conciencia) y connotativos (que son, por el contrario, emotivos e inconscientes, y muchas veces irracionales): esto pasa con todas las palabras, con todas las reglas, y la cuestión del género no es una excepción; aunque muchas palabras masculinas denoten inclusión y se refieran a ambos géneros, connotan, sin embargo, exclusión y universos mentales masculinos. Cuando decimos que el hombre primitivo vivía de la caza ¿alguien se imagina a una mujer cazando? Cuando los filósofos hablan del “sitio del hombre en el cosmos”, ¿no pensamos más bien con mente masculina? Lo peor es que hay legislaciones que contienen saltos semánticos, pues palabras como “hombre” y “ciudadano” se toman unas veces en su sentido genérico y otras veces están referidas al varón. Por todo ello se hace necesaria una reforma del vocabulario y de la gramática; hay usos y normas que deben cambiar en el presente, igual que hubo otras normas y otros usos que cambiaron también en el pasado. 


            Porque nuestra profesora está poniendo la gramática por encima de la política y a los políticos y diputados, por ignorantes y demagogos, por debajo de los maestros. Que no son ignorantes lo he demostrado ya, y en cuanto a demagogia, la que algunos puedan tener (si es que la tienen todos), queda muy por debajo de la que tiene la profesora: cuya soberbia la lleva a pretender que, si nos pasamos su escrito de unos a otros, tal vez termine “haciendo bien hasta en los ministerios”; como si la gramática, que refleja siempre a la sociedad que la produjo, pudiera rebelarse contra quien la creó lo mismo que Lucifer se rebeló un día contra Dios. Para salvaguardar su modestia y no parecer orgullosa, la profesora se ha disimulado detrás de un emisor imaginario que en realidad es ella misma. Según este emisor, la frase final es “acertadísima y lapidaria”. Que es lapidaria no da lugar a dudas, pues decir que “no es lo mismo ser ‘un cargo público’ que ser ‘una carga pública’” crea un efecto teatral que tiene mucho gancho (eso está bien), pero sobre todo lleno de connotaciones (y eso ya no está tan bien: pues presupone que reclamar igualdad lingüística entre los sexos es una carga para los demás, y eso es una falacia). Nuestra profesora podría haber mencionado aquello de que ser maestro es más que ministro, porque “magisterio” viene de “magis”, que significa “más”, y “ministro” viene de “minus”, que significa “menos”: expresión que denota lo que se dice pero connota lo que se quiere decir (y eso es un sofisma que prescinde del contexto).
            Por eso mismo podemos decir que la frase con la que concluye la profesora es lapidaria, sí, teatral y contundente: pero no acertada, porque dice una falsedad. Puestos a quedar bien yo también podría despedirme con otra frase lapidaria (como que he dejado la gramática de Madrid por la pragmática de Zaragoza, porque más vale maña que fuerza); pero lo haría sin violentar la lógica con los consabidos juegos de palabras. Podría emplear una dilogía, un palíndrome, un anagrama, un calambur. Que argumentaciones como la de la profesora me hacen sentir bien, como decía Frida Kahlo: bien hundido, pero bien. Aunque prefiero concluir comparando el medio ambiente con la gramática y decir que no lo quiero medio, sino completo, que para tenerlo a medias ya me basta la profesora. Y no digo más.
  






viernes, 19 de junio de 2020

CIENCIA Y CREATIVIDAD



CIENCIA Y CREATIVIDAD


            El método hipotético-racional empieza con la observación de fenómenos: por ejemplo, cuando yo veo que los perros, los gatos, las nutrias y los ratones tienen pelo, dedos, esqueleto, mamas y dientes. Me llama la atención que todos tienen pelo. Mi pregunta es: ¿qué tipo de animales tienen pelo? Viene aquí una tanda de ejemplos y contraejemplos; en ella voy examinando las distintas características que se me ocurren.
            El esqueleto. Los animales que tienen huesos tienen pelo. Pero los lagartos también tienen huesos y no tienen pelo: esta hipótesis no me vale.
            Los dedos. Los animales con dedos en las extremidades tienen pelo. Pero los pájaros tienen patas con dedos y sin embargo no tienen pelo: esta hipótesis tampoco me vale.
            Las mamas. Los mamíferos tienen pelo. Ahora sí: todos los animales con pelo que he observado (perros, gatos, nutrias y ratones) tienen en común el ser mamíferos.
            Ahora tengo que hacer la pregunta al revés: ¿todos los animales que tienen pelo son mamíferos? Busco entre los animales con pelo hasta dar con alguno que no sea mamífero: las moscas.
            De modo que todos los mamíferos tienen pelo, aunque no todos los animales que tengan pelo son mamíferos. Me voy a quedar con los mamíferos: ése es el fenómeno que voy a estudiar.
            Recapitulemos. Lo que hemos hecho se puede condensar en los siguientes pasos:
            Primero: hemos observado que algunos animales que forman parte de nuestra experiencia (perros, gatos, nutrias y ratones) tienen pelo.
            Segundo: hemos hecho una lista de características que comparten esos animales; todos ellos tienen dedos, esqueleto, mamas y dientes.
            Tercero: hemos asociado una a una estas características con el pelo en la piel y hemos descartado estas asociaciones por medio de contraejemplos.
            Cuarto: cuando hemos encontrado alguna asociación sin contraejemplos la hemos convertido en nuestra hipótesis: los mamíferos tienen pelo.
            Quinto: ahora vamos a poner la oración al revés y preguntarnos si todos los animales con pelo son mamíferos, y hemos encontrado que no; porque las moscas, que tienen pelo, no son mamíferos. Decidimos estudiar todo lo que dice la hipótesis (que los mamíferos tienen pelo), pero nada más (es decir, no nos vamos a interesar por animales que, como la mosca, tienen pelo sin ser mamíferos). Vamos a buscar mamíferos desconocidos (o que no forman parte de nuestra experiencia) y buscar pelos en su piel. Nos fijaremos en los leones, los tigres, los elefantes, los hipopótamos y los cetáceos y estudiaremos su piel: a ver si tienen pelo.
            Si para formar la hipótesis hemos conectado la característica de tener pelo con alguna otra característica (tener huesos, dedos, dientes o mamas) y hemos postulado el binomio pelo-mamas, ahora debemos averiguar si este binomio se da también en animales desconocidos como los cetáceos, el dragón de Komodo, los hipopótamos o el pangolín.
            Hemos observado cierta cantidad de animales que compartían una cualidad: ser peludos.
            Hemos relacionado esta cualidad con otra: la de ser mamíferos.
            Ahora tenemos que ampliar la cantidad de animales observados para ver si la relación entre estas dos cualidades se mantiene. 


            Es decir que tenemos que pasar de unos pocos animales observados (algunos mamíferos tienen pelo) al conjunto de todos ellos (todos los mamíferos tienen pelo). O sea que junto a los animales que conocemos bien (el perro y el gato, por ejemplo) tenemos que observar animales que o bien no los conocemos (como el pangolín) o bien los conocemos mal (como el rinoceronte y los delfines). Si se comprueba que todos tienen pelo habremos comprobado (demostrado) nuestra hipótesis.
            Pero esta demostración no es definitiva, porque siempre nos quedarán mamíferos por conocer.
            Los pocos animales con pelo que tenemos a la vista comparten una serie de cualidades (dientes, pelo, huesos, mamas): ésa es la parte conocida. Luego hemos tenido que buscar cuál o cuáles de esas cualidades están relacionadas con el pelo: es la parte desconocida, que cuando acabamos conociéndola se convierte en descubrimiento (es la asociación pelo-mamas: descubrimos que la característica de tener pelo en la piel corresponde a los mamíferos). Y entonces el conocimiento de que mamíferos como el perro, el gato, la nutria o el ratón tienen pelo se convierte en la parte observada; a partir de ella tenemos que llegar a un nuevo descubrimiento, esta vez cuantitativo (decimos también: en extensión): descubrir mamíferos nuevos y comprobar si tienen pelo; cuantos más descubramos más corroborada estará la hipótesis, aunque nunca estará demostrada del todo (nunca sabremos si ya no nos quedan mamíferos por descubrir).
            A la parte conocida, tanto si es cuantitativa o en extensión (número de animales observados) como en comprensión, es decir cualitativa (cualidades o características observadas en esos animales), la podemos llamar de varias maneras: parte observada, datos, parte empírica o suelo empírico, realismo, exploración.
            A la parte desconocida, tanto cuantitativamente (número de animales que nos quedan por observar) como cualitativamente (cuáles son las cualidades que tenemos que relacionar, en este caso pelo-mamas), también la podemos llamar de varias maneras: parte inventada, especulación o parte especulativa, creación racional o incluso fantasía; techo especulativo, en definitiva.
            Al descubrimiento cuantitativo lo llamamos inducción, y normalmente las inducciones científicas suelen ser incompletas porque el número de individuos y de especies es potencialmente infinito: por muchos cuervos negros que hayamos visto siempre nos quedarán muchos otros por ver, y no sabemos si algún día aparecerá alguno que no sea negro.
            Al descubrimiento cualitativo lo llamamos creación o construcción especulativa, y podemos llegar a él por intuición, deducción, hábito o analogía; en todos estos casos puede ser de manera consciente (razonamiento) o inconsciente (imaginación, inteligencia intuitiva). El pensamiento inconsciente responde seguramente a lo que los psicólogos llaman insight o comprensión súbita y los metafísicos prefieren llamar iluminación, que es como una fulguración mental, una inspiración, una corazonada, un destello. 


            La observación con la que empiezan las investigaciones empíricas es la exploración previa de la realidad, y puede ser intencional o espontánea. Intencional: cuando quiero resolver un problema. Espontánea: cuando la realidad me plantea problemas percibiendo, en mi experiencia cotidiana, cosas por las que inicialmente no tenía ningún interés. Cuando nos fijamos mucho en las cosas lo que hacemos es escrutarlas, acercarlas a nuestra vista, desmenuzarlas: y eso es lo que habitualmente llamamos análisis.
            Lo que hemos llamado hipótesis viene a ser una iluminación, una revelación donde la realidad oculta se nos aparece, que puede tener más de creación (si la idea ha sido construida por nosotros) o de descubrimiento (si nos es más bien impuesta por la realidad, dada por los hechos). Se trata de síntesis a partir de los fenómenos observados, como cuando juntamos las características “pelo” y “mamas” para formar la proposición “todos los mamíferos tienen pelo”.
            Las predicciones son consecuencias deducidas de la hipótesis, a menudo como efectos causados por ella. Puede ser inductiva o creativa.
            a) Inducción. También se trata aquí de una revelación, pero mientras que en la hipótesis lo que se revela es una relación entre dos cualidades (pelo-mamas), en la predicción lo que se revela son cantidades nuevas de individuos, por ahora desconocidos, que comparten este binomio: y esto es lo que hemos llamado inducción.
            b) Creación. También, como en la hipótesis, pueden hacerse deducciones, inducciones, asociaciones creadas por el hábito y analogías; sólo que, en vez de partir de una característica (el pelo) para buscar otra (las mamas), aquí partimos de un par de características (pelo-mamas) para buscar una tercera (por ejemplo la crianza: los mamíferos crían a sus hijos, los reptiles y los peces no). El aspecto creativo, intuitivo, racional o imaginativo está en que no sabemos, de entre todas las cualidades en número elevado y a veces infinito, cuál es la que tenemos que elegir; y por eso la imaginación interviene tanto o más que la lógica en la creatividad; lo conseguimos variando el enfoque para mirar, porque si la hipótesis funciona como un faro que nos deja ver, la intuición (más que la inducción) nos va diciendo, razonadamente o por tanteo, hacia dónde tenemos que enfocarlo.
            Lo que llamamos contrastación es el cotejo de las hipótesis (o, si no se puede, de algunas de las consecuencias predichas por la hipótesis) con la realidad: esto es el experimento. Si la factura de la luz es menos cara en verano puedo suponer que es porque en invierno consume mucho la calefacción eléctrica; de ahí puedo predecir que cuando vuelva el invierno volveré a consumir más, y si eso sucede, será que mi previsión era acertada. Y si la lluvia quema los campos puedo imaginar que tal vez sea por el humo de las fábricas; dependiendo de los productos de desecho de la fábrica que hay al lado puedo anticipar que, analizada en el laboratorio, una gota de lluvia tendrá rastros del ácido correspondiente: si el resultado es conforme a lo predicho, el experimento habrá sido concluyente.
            Las predicciones que han sido comprobadas las vamos almacenando en un libro de leyes de la naturaleza. Cuando vamos descubriendo relaciones de dependencia entre unas leyes y otras descubrimos también unas pocas de las que se pueden deducir todas las demás, y entonces formamos una teoría; una teoría es un conjunto de conocimientos ordenados según una estructura determinada. Las teorías científicas se están comprobando continuamente. A menudo construimos estructuras matemáticas para ordenarlas mejor y las convertimos en teorías axiomáticas. Una teoría es un sistema que contiene un conjunto de elementos dotados de una estructura que los ordena; la teoría de Newton recoge las leyes de la mecánica de los sólidos; la de Darwin estudia la evolución de las especies explicada por selección natural; la de Fernand Braudel ordena los acontecimientos históricos a partir de la estructura de las tres temporalidades; y así sucesivamente.


viernes, 12 de junio de 2020

LA TERRIBLE TIERRA CASTELLANA




LA TERRIBLE TIERRA CASTELLANA


1.

            La calle avanza lentamente sobre la ciudad; está cansada; se pierde a lo lejos, allá abajo, donde se juntan las aceras. Hay casas antiguas con soportales de madera; columnas desgastadas, de troncos nudosos, sobadas por el tiempo; puertas donde los árboles se pelan, donde se clavan las manos, agrietadas y desnudas. Hay tejados que bajan sobre pendientes de arcilla hasta los canalones viejos, monstruos sin gárgolas, bocas de latón. Está oscuro. Las tejas se pierden irremediablemente en las entrañas de la noche; perros callejeros. Paredes abiertas por los años, agrietadas, como los cuellos del campo, por el aire seco, por el frío, por el sol: vetas de madera que se abren arriba como esqueletos; aquí hay una puerta donde se sienta un carpintero a pelar un palo para ver pasar el tiempo, con la navaja; está oscuro y nada se puede ver, sin luna, sin farolas, sin luz en las ventanas, sin humo en las chimeneas: madrugada de invierno.
            Las entrañas de la noche están rotas; las abre, sin oírse, un ruido silencioso; se oye un palo golpear, acariciándolo casi, un bulto blando, y a veces parece que tocara un hueso; dobla la esquina y es un bulto negro disuelto en la noche. Si hubiera alguien en la calle lo sentiría venir, pero tendría que aguzar el oído. Dobla por la esquina y emerge, como un fantasma, entre las casas dormidas, bajo las tejas rotas. Blanco en la oscuridad, pero de un blanco sucio, es el color de los cuernos; la vaca avanza con una lentitud de cansancio y sus ancas delgadas, retrato de un pueblo que pasa hambre, parece que se le clavan en los huesos. Un hombre aterido, metido en su boina, camina junto a ella bajo la manta del pastor: acaba de cerrar la puerta; la vaquería huele a estiércol, la paja deja briznas en el suelo, sigilosamente junta los palos con miedo para que no los oiga nadie;  avanza como un ladrón. Avanzan por la calle y el aire se ovilla en las orejas y el frío se le clava en el mentón.
            Rodeada de casas está la vaquería. Y hundida en la pared, bajo las tejas, hay una ventana abierta, sin luz; ahora se está cerrando y el silencio de la noche vuelve a la oscuridad. Sólo tarda un momento, apenas un instante; después se abre una puerta y aparece una mujer nerviosa, pegándose a la pared, escondiéndose entre las calles. Ha avanzado rápida como una culebra, como un lagarto, como una serpiente, no ha tardado en llegar al cuartel; en la garita, un tricornio sumido en el silencio bajo una luz vacilante; el hombre ceñido por las correas, envuelto en su capa, dormita; el patio de los guardias, hundido en la sima de la noche, se ahoga en las voces donde no habla nadie: sólo ella; sólo la mujer de gruesas ropas que ha llegado ya.
            -Al ladrón. Hay en la calle un ladrón que se me lleva las vacas.
            -¿Por dónde?
            -¡Allí, allí! –y la mujer señala con el dedo, extendiendo el brazo.


2.

            El hombre está vencido y atado de manos; ya no tiene boina. Su espalda está cruzada de rayas profundas que le desuellan la piel; está de rodillas, sobre un montón de piedras grandes y pequeñas, de aristas inclementes que se le clavan, el hombre llora; no llora, no, que se le saltan las lágrimas. Su boina yace en el suelo con briznas de paja. Detrás de él una cuerda, y detrás de la cuerda una mano, y detrás de la mano un rostro que aprieta los dientes cuando descarga; la soga, deshilachada y dura, empapada en invierno, está mojada: el frío la clava en la piel con el dolor de una daga.
            -¡Confiesa, confiesa ya, dónde están las vacas?
            El hombre no puede más. Con la espalda en carne viva, con la boca bañada en saliva, confiesa al fin:
            -Están en el terraplén, al final de la calle, allá donde la cruz, junto a la piedad, atadas a un árbol.
            El guardia le da, con toda la fuerza de su alma, abriéndole la piel, un último latigazo.

3.

            Hay un niño y una mujer. El viento se clava en los ojos y se paran en un soportal, a apoyarse en el tronco del árbol. Están tapados con remiendos y la cara, el cuello, las orejas, parece que se quieren tapar en los hombros, que se encogen a su vez, buscándolos con pena, como si pudieran abrigarlos. El niño mira a su madre, ¿dónde está padre? En la cárcel, hijo mío, en la cárcel. ¿Cuándo volverá? Hijo, no lo pienses, si lo piensas será más largo. Hay en el soportal una familia que no come. Y en la calle un soportal que tiene frío. En la ciudad, un pueblo que no vive. Desde San Millán la calle avanza hacia el acueducto. Unas casas derruidas, y unos esqueletos de casas, y una calle pedregosa por donde pasan las carretas con un perro atado entre las ruedas: hay cagarrutas de ovejas y boñigas de asnos. Una calle perdida entre las casas, desde el terraplén de la cruz, al pie de la piedad, donde tiran la fruta podrida, y las verduras sucias y rotas, cuando se han marchado los tenderos; entonces se las comen los pobres, pisoteadas y sucias, sacudiéndolas entre el barro.
            La calle avanza desde San Millán. Perezosa y vencida, cansada de vivir, avanza, por el tiempo, entre las casas. A un lado y al otro, soportales. Columnas de madera que son troncos. Cuerpos añosos desgastados por el tiempo, rajados por la humedad, deshilachados y secos, que arañan en la mano de los miserables. Niños con frío con la manta del pastor. Madres temblando que se han quitado la manta para ellos: el pueblo pobre, pastores sin ovejas, vaqueros sin vacas, gañanes que las roban y niños que se han quedado sin padre. El frío aúlla, el viento arrasa; hojarascas de espinos que golpean las paredes de la calle. Junto al tejado, una piedra gruesa, pulida por la mano, se apoya como un capitel, apretándolo contra la tierra, sobre el tronco del árbol; clavándolo contra el suelo para que no pueda escapar, como si el suelo, en lugar de campo, fuera una cárcel.
            Los dos cuerpos avanzan acurrucándose en los soportales. Un niño aterido y una mujer sin hombre, y un pueblo resumido en ellos, muertos de hambre. Sobre la piedra que hace como si fuera capitel descansan las tejas, golpeadas por la lluvia, desmenuzadas por el viento, abiertas por el hielo; arcilla cocida a la intemperie, teja tras teja, hacia abajo, vencidas y agotadas, abandonándose a sí mismas, y otras alzadas al cielo, con los bordes hacia arriba, como si clamaran, levantándole las manos; suplicándole, rogando, que les dé algo de comer y les devuelva al marido, al hombre que trabaja, al padre: éste es un pueblo que no puede comer. Plantado en el valle, junto a la estepa, abierto en el Eresma, en el Clamores, pero en mitad del campo, levantándose. 


            Sube la calle y sube entre las piedras, entre los troncos, entre las tejas, bajo las rachas del invierno, que cortan la cara, sube y sube. El viento que corta las manos, se ovilla en las orejas, se mete en el vientre adonde no llega la ropa, lo martiriza con sus garras; y se retuerce en las tripas juntando el frío con el hambre. Sube. Avanza hasta las piedras, rapaz, detente en Santa Columba, mira al hueco que hay entre ellas, donde está la virgen del acueducto, ruégale: a ver si te escucha. ¡Oh virgen, te apiadarás de esta España que sufre? ¿Te apiadarás del frío y del hambre? ¿Del hombre azotado, como un cristo (¡oh, virgen, Cristo era tu hijo!), te apiadarás del pueblo tuyo, del niño que no come, de la madre sin abrigo, de los miles de hombres y mujeres que avanzan por la meseta buscando destino sin llegar, condenados siempre a estar ahí, fuera de casa, durmiendo a la intemperie, tendidos en la calle?
            El suelo está duro porque es viento. El viento es suelo pulido por la piedra. Una calle de piedras y tejas, barro y troncos de madera sujetando el techo, buscándoles abrigos a los pobres, en los soportales. La ciudad se despierta bajo la niebla. La niebla se espesa entre las casas; luego se alza en los tejados, se levanta en la catedral, que no tiene torre, y el sol es una mancha de luz velada; como si no hubiera luz entre las sombras, como si no hubiera esperanza. La ciudad es un barco y avanza sin moverse, detenido entre las aguas, que pasan, entre el Eresma y el Clamores, y su proa es el alcázar. Allí está, clavada en la cárcel del tiempo (un tiempo que no pasa, una miseria que no calla), como un tronco sin avanzar, vertiendo sus gemidos donde resbalan las lágrimas; sin techo donde vivir ni mesa para comer, sólo en la calle; sin camino que va a ninguna parte; prisionera de la tierra porque se posa en una roca y está hundida en un erial, y está perdida en un vergel, y está plantada en el valle sin ninguna esperanza: la terrible tierra castellana.





viernes, 5 de junio de 2020

LAS VIRTUDES DE LA VIDA




LAS VIRTUDES DE LA VIDA
  

Alma y espíritu.

            Mi alma no es una encrucijada entre el pensar y el sentir, sino una receta, una comida, un plato; cada alma es un plato distinto hecho con los mismos ingredientes, pero en distintas proporciones, y el mundo es un libro de recetas donde cada ser humano ocupa una página; luego cada página se llena en la cocina de la historia y se convierte en espíritu; y si cada alma es una forma distinta de combinar el sentimiento con la razón, cada espíritu es una forma distinta de vivirlos, porque las almas no pasan todas por los mismos sitios y tienen cada una su propia experiencia; y aunque haya personas que estén hechas más o menos de la misma forma, como si fuesen el mismo molde con muchas variantes, y cada molde distinto puede tener sus propias variantes, y encarnarse en personas distintas de distintas maneras: también la vida que llevan hace que las mismas variantes se expresen de forma muy variada; es como los coches, hay muchas marcas, cada marca tiene muchos modelos, y cada ejemplar del mismo modelo tiene su propia historia, y no tiene los mismos roces, sus dueños no tienen la misma forma de conducir, ni tienen las mismas cicatrices, ni han pasado por los mismos talleres.

Prudencia.

            El pensar se mejora buscando la prudencia. La prudencia es el empeño que tienen los pensadores por mejorar el uso que hacen de la razón. Podemos decir que ser prudente es poner los medios adecuados a los fines (ya sabemos que los fines no los pone la cabeza, sino el corazón); pues bien, si quiero un mundo pacifico no puedo buscarlo por medios violentos; si quiero que sea justo no puedo alcanzarlo con la injusticia; y si quiero que esté limpio no puedo hacerlo ensuciándolo.
            También podemos decir que la prudencia consiste en buscar los fines que tengan buenas consecuencias; el corazón busca los fines que están acorde con sus gustos, con sus estructuras motivacionales, con su vocación (y por encima de ellos, con la justicia, con el respeto, con el amor); pero la cabeza busca, partiendo de las metas que el corazón le marca (las metas del corazón son nuestro destino), los fines subordinados que tengan las consecuencias esperadas, aquellas que son acordes con las metas de la vida; si a mí me gusta la música y el corazón me adentra por la senda de la música, mi inteligencia debe buscar metas parciales que me ayuden a realizar mi objetivo: estudiar el lenguaje musical para empezar a tocar un instrumento, o aprender las dos cosas a la vez y mejorar el instrumento a medida que voy aprendiendo el lenguaje musical, escuchar también las cosas que me gustan, y escucharlas junto a las que no conozco para aprender composiciones nuevas que me gustarían ya si yo las conociera… La prudencia nos obliga a conseguir nuestros objetivos de la mejor manera, aprovechando el tiempo y llenándolo de satisfacciones. Y si ser prudente es buscar acciones que tengan buenas consecuencias y si éstas son las consecuencias que esperamos, entonces podemos decir que la prudencia está emparentada con la esperanza.
            Prudencia es también buscar los límites fuera de los cuales ya no es posible, ni sensato, ni razonable, el esfuerzo; ni tampoco el placer. Yo no puedo esforzarme en una carrera cuando estoy cansado, y no cejar en el empeño cuando mi cansancio es mayor, aunque me sienta agotado: hasta conseguirlo; pero nada más llegar a la meta me desplomo fulminado: se me ha partido el corazón; he conseguido llegar, pero forzando mi cuerpo hasta matarlo; la prudencia me dice que hay que tensar la cuerda sin que se rompa; cuál es la zona de peligro en que la cuerda se empieza a romper es algo que tenemos que descubrir (intuir más bien: atisbar o sospechar) después de informarnos.


Templanza.

            Ser prudente es sopesar nuestra conducta fuera del comer y el beber; en el beber, comer y embriagarnos la prudencia se llama templanza; hay que evitar, en el comer, las consecuencias contrarias a la salud; hacer compatibles los placeres con los límites de nuestra naturaleza; huir de la obesidad: también de la anorexia; ser goloso, pero apartarme de la gula, disfrutando de una manera saludable. Y lo mismo pasa con la sexualidad. El placer no debe ser obsesivo para que no nos quite el tiempo de disfrutar de otros placeres; o, si no es sensato disfrutar de todos los placeres por igual, adivinar la jerarquía de placeres que le da sentido a nuestra vida, guiada por nuestra forma particular del sentir, la que viene de nuestra naturaleza, que es nuestra vocación, donde se esconde la felicidad de cada uno en la forma particular que cada uno tiene de vivir la plenitud: de llenar de placer sus vocaciones; sus vocaciones, no sus apetitos; que no es lo mismo alimentar las tentaciones que atacan a nuestros gustos que alimentar la pasión que nos da sentido, las vocaciones que guían nuestro placer.

Justicia.

            Podríamos decir que la prudencia consiste en sopesar el esfuerzo, y la templanza, en sopesar el placer. Ya sabemos que el corazón es la fuente de donde manan la fuerza y el placer (y, en la medida en que los insertamos en el tiempo, la ambición); el espíritu donde se desarrolla nuestra fuerza es el ánimo, la moral alta, la valentía, la fortaleza, el coraje. Pues bien la prudencia, la fortaleza y la templanza son las tres virtudes básicas de Platón; las que constituyen el fundamente de nuestra vida moral; de la actuación coordinada entre ellas surge la justicia: vamos a ver lo que esto quiere decir.
            Si debo corregir un examen lo propio es que lo haga con la razón, intentando ser prudente; si lo hago movido por el placer (por ejemplo aceptando regalos y sobornos) y le pongo un aprobado a quien no se lo merece, esa nota será injusta; y si me mueve el coraje, el odio o el rencor, poniéndole mala nota a quien no me cae bien, aunque el examen sea bueno, mi valoración también será injusta. Los exámenes se deben corregir con la cabeza,  no con el corazón ni con las tripas; el placer como guía de la inteligencia no es buen consejero; ni lo es la fuerza con que sentimos nuestras obsesiones, como la rabia que le tenemos a una persona cuando no hay ninguna razón para odiarla.
            Platón asignaba cada virtud a una función social (no hay que confundir las funciones sociales con las clases sociales, aunque algunas veces se confunden). Los gobernantes deben ser prudentes; los soldados, valientes; y los sectores económicos, templados. Un soldado no debería gobernar, porque su misión no es mandar, sino defender el país: sería injusto, pues, usurpar las funciones de otro, dar un golpe de estado. Tampoco sería justo que gobernaran quienes se ocupan de la economía, porque no mandarían atendiendo a la razón, sino a sus propios intereses: el gobierno no debe pertenecer a ninguna oligarquía. Tampoco deben los ricos usurpar las funciones militares, ocupando los puestos de mando como privilegios, sin estar preparados: el mando debe estar reservado a quien sabe mandar, no a quien tiene dinero para comprarse títulos en las escuelas militares. Por último, también le corresponde al gobierno conducir la guerra; el gobierno debe ordenar la convivencia, pero la estrategia corresponde a los militares, que saben luchar; a menos que los gobernantes hayan aprendido también el arte militar; uno de los ejemplos más patéticos es el presidente Piérola, que, creyéndose soldado, dispuso toda la artillería donde creía que el enemigo iba a atacar, pero no atacó; y el lugar donde se produjo el ataque no tenía cañones para defenderlo.
            La justicia, según Platón, aparece cuando cada cual hace lo que le corresponde, sin meterse en las competencias de los demás. Por eso se puede resumir con la conocida frase: zapatero, a tus zapatos.


Confianza.

            La confianza es la fe. Esa palabra está en su raíz: fianza; nos fiamos de alguien cuando creemos en él, cuando tenemos fe en que no nos defraudará. Había un equipo de fútbol que casi nunca ganaba un partido, pero pensaba siempre que el próximo partido lo ganaría: era el equipo de Alcoy; así se forjó la expresión “tener más moral que el Alcoyano”, donde “moral” significa fuerza de ánimo, confianza en sí mismo, confianza en que el esfuerzo nos recompensará. La fuerza, en este caso, viene de la fe; si creemos que podemos ganar nos esforzaremos en conseguirlo.
            Hay un relato que cuenta cómo Yukón desplazó la montaña: carretilla a carretilla. Algo que parece imposible, como poner una montaña en otro sitio, se puede conseguir poco a poco, día tras día, sin desfallecer; si creemos que es posible, lo conseguiremos; en este caso tener fe es lo mismo que tener paciencia.
            Si quieres, puedes: es lo que se ha dicho siempre; no es verdad. Por mucho que quiera atar el sol con una cuerda (como dicen que hicieron los hermanos Ayar en la fundación del Cuzco, según la leyenda), no lo conseguiré; porque no forma parte de lo posible, y no es sensato perseguir imposibles; a menos que, como sucede muchas veces, llamemos imposibles a las posibilidades que cuestan esfuerzo y nos rendimos antes de empezar. Habría que decir: si quieres después de haberlo pensado, puedes; pero no quieras cosas que no puedes pensar: no las conseguirás; y pensar es razonar, intuir, recordar, sentir, imaginar.
            Un préstamo es un crédito. Los bancos nos prestan dinero si creen que se lo vamos a devolver. Esa creencia es la fe. Pero la fe que nos tienen los bancos es fianza, sólo se fían si les damos garantías de que les vamos a pagar, y una garantía es mucho más que una promesa: es pedirnos autorización para quedarse con nuestro coche, con nuestra casa, si no podemos satisfacer la deuda cuando venza el plazo; los romanos también se cobraban con nuestra libertad. De modo que dar un crédito, para los bancos, no es fiarse, no es creer en quien lo recibe, sino vender: te vendo dinero a cambio de que me pagues intereses o, si no puedes, me pagarás con tu coche, tu casa o tu libertad; la fianza no tiene que ver con la fe (de donde procede), sino con las garantías que tú le das; y recordemos que la garantía aquí no es una promesa sino una venta: un papel firmado que te compromete a cederle tus bienes al banco si no puedes pagar.
            Pero muchas veces los banqueros se fían de la fama, y entonces no necesitan pedir garantías. Si alguien tiene fama de rico y pide un préstamo para montar una empresa, el banquero, convencido de que es rico, se lo prestará sin garantías, convencido, además, de que los beneficios que dará la empresa superarán con creces el dinero que le habrá prestado; prestar, aquí, no es vender, sino confiar.
            ¿Y cuándo podemos confiar? Muchas veces necesitamos garantías para creer. Esas garantías pueden estar en el pasado, en la historia vivida en común: si yo he visto durante muchos años que tal persona es buena, me inclinaré a creer en ella, a confiar; en tales casos la experiencia compartida (la historia que nos une) es el fundamento de la fe. Cuando no hay un conocimiento previo de la persona, como es el caso de los bancos que prestan dinero, la confianza se cimenta en las garantías. Pero cuando no hay experiencia ni garantías no es sensato creer; de modo que la fe se apoya en la razón, en la prudencia. Si un desconocido nos pide que matemos al vecino porque está poseído por el diablo y, si no lo hacemos, nos llama gentes de poca fe; o si nos pide que creamos en dios y nos habla de un dios en cuyo nombre nos pide todos los meses nuestro sueldo, total o parcial; o si nos dice que no estudiemos porque la escuela es el foco del mal: si nos dice cosas como esas, gratuitas y sin explicarse, apelando sólo a la fe, ¿habremos de creerle? ¿No habremos de parapetarnos detrás del escudo de la razón, que es lo que dios, o la naturaleza, nos ha dado para defendernos de los demás? “Guardaos de los falsos profetas”, dice el mismísimo evangelio; porque la confianza no es la fe del fanático; sólo se puede creer apoyándose uno en la experiencia, en la garantía, o en la sensatez.


Esperanza.

            La esperanza es la hija de la confianza, y por tanto, de la fe. Si creo que puedo aprobar, espero aprobar, y mi esperanza será mayor cuanto más haya estudiado. Si crees que el mundo es bueno, confías en él, esperas que nadie te atacará: esperar es lo mismo que confiar y que creer. Cuando nos empeñamos en hacer algo solemos decir: “espero conseguirlo”, porque pondré mis fuerzas en el empeño; y esperar, como signo de confianza, es lo mismo que esforzarse.
            Otras veces tenemos esperanza dependiendo de que haya mayor o menor probabilidad de que se produzcan las cosas; por ejemplo, cuantos más números haya jugado, mayor esperanza tendré de que me toque la lotería. En este ejemplo vemos que la fe en la que se apoya la esperanza a veces contiene riesgos. Tenemos que esperar con prudencia, sí, pero a veces las cosas son probables, y no nos pueden dar mucha seguridad. Si estudio es posible que apruebe; es posible, no seguro; a veces por mucho que estudie todas las veces suspendo, y cuantos más intentos, más fracasos, y cuando hay muchos fracasos sobreviene la desesperación. No es sensato desesperarse si hemos elegido el camino correcto. Pero sí lo es si, valiendo para las matemáticas, hemos elegido estudiar lengua, y en el comentario de textos no tenemos talento; si nos empeñamos en hacer cosas para las que no tenemos vocación seremos infelices y, además, aunque lo logremos, resultará prácticamente difícil destacar. Lo bueno, lo sensato, será ajustar nuestros deseos a nuestra vocación: y entonces podremos tener esperanza, entonces no habrá mayor espejismo que la desesperación.

Amor.

            Muchas cosas se han dicho sobre el amor. Entre la amistad y el erotismo (y la pasión) se han establecido grados; pero también podemos suponer que amarse es lo mismo que desarrollarse, y amar a los demás es lo mismo que ayudarles a andar; yo me quiero tal y como soy, y, dentro de lo que soy, debo procurar ser siempre mejor; y no tenemos por qué querernos tal y como estamos en un momento determinado, porque nuestro estado no siempre coincide con nuestro ser: por ejemplo si estoy enfermo no quiere decir que mi naturaleza consista en estar enfermo; hay veces en que debemos salir de nuestro estado para volver a esa conexión interrumpida que teníamos con nuestro ser. Amar es entonces respetar la naturaleza de las cosas, empezando por la de uno mismo, y la mejor prueba de amor es huir de la degeneración y ser ambicioso con la superación; dentro, claro está, de los límites de la prudencia de los que ya hemos hablado. Lo que llamamos respeto es aceptar la naturaleza, no las jerarquías arbitrarias de la dominación. 


            Así pues, cuando cambiamos la maldad por la bondad estamos amando, y suele suceder que la maldad es la ignorancia: entonces la bondad coincidiría con el saber; pero también con el querer. Amar es querer, y querer es el deseo de realizar una vocación (en eso se distingue del capricho). El amor es un compromiso basado en un sentimiento, pues comprometerse sin sentir es automatismo propio de las máquinas; y el amor se cifra en el corazón, que es el sentir de la naturaleza, la felicidad que surge cuando actuamos como somos, la salud de ser lo que se es, la intimidad, la vida entrañable, el deseo de llenarnos de lo que nos pide nuestra vocación: eso es la plenitud; que se distingue del hartazgo en que en el hartazgo nos llenamos de cosas que nos dan placer sin satisfacer nuestro ser, nuestra naturaleza, nuestro sentimiento, lo que estamos llamados a ser.
El amor, pues, es el compromiso que emana del sentimiento, nos comprometemos porque nos queremos nosotros mismos y queremos a los demás. Porque los demás son nuestro espejo, y al verlos sufrir a ellos nos sentimos sufrir nosotros mismos, aunque no siempre sea con la misma intensidad. Querer a los demás es sentir sus sentimientos, sufrir sus sufrimientos, pensar como ellos aunque no compartamos sus pensamientos, ponernos en su lugar: en querer a quien sufre se cifra la piedad, que no es más que misericordia: de “cordis”, sentir las miserias ajenas con el corazón); es lo mismo que la compasión (“padecer con” los demás), y compadecerse es sentir la necesidad de ser generoso, porque la generosidad (la solidaridad, la caridad, el altruismo) es la necesidad y el deseo de ayudar. Y esto no tiene nada que ver con la compasión entendida como menosprecio (“no quiero tu compasión”), que no es el sentimiento de la pena, sino el deseo de degradar a la gente echándole en cara su pobreza, como si tuviera la culpa de ser pobre; cuando la pobreza no es producto de su pereza, sino de la mala suerte que ha tenido en la lucha por la vida. Eso mismo sucede a veces con la caridad, que se convierte fácilmente en espectáculo, representación en donde quien da construye su grandeza sobre la pequeñez de quien recibe, como si necesitara aplastarlo para sentirse fuerte: eso no tiene que ver con la verdadera caridad, el sentir fraterno que normalmente llamamos generosidad.

Las virtudes de la vida.

            Hay que modificar las cuatro virtudes de Platón: en ellas está la fortaleza que le faltaba a Nietzsche. Y modificar las virtudes teologales: en ellas está el amor que le sobraba a Nietzsche, y que también le faltaba a Platón. El amor y la fuerza son las dos caras del corazón: ninguna de ellas tiene sentido sin la otra; el amor no debe confundirse con la debilidad, con el servilismo, con la sumisión, y en todo caso es mucho más que la caridad; y la fuerza no debe confundirse con la soberbia, ni con la crueldad (como a veces le pasa a Nietzsche). Hay que levantar las virtudes de la vida, que es la reinterpretación de todas las anteriores: prudencia, fortaleza, fe, esperanza y amor. El amor es el vértice del edificio y la fortaleza la base que lo sujeta; la esperanza mana de la fe, que echa sus raíces en la prudencia y en el amor; y la prudencia es la compañera de viaje que se ha convertido en la cabeza del corazón. El corazón, con los pies puestos en la fuerza y provisto de unos ojos que sienten, tiene una cabeza que piensa y por eso puede creer, querer y esperar.