sábado, 26 de abril de 2014

La voluntad




Era un maestro que iba de pueblo en pueblo. De sus alumnos aprendía hartas cosas interesantes: aprendía, por ejemplo, a enseñar. Uno se llamaba Pedro y otro Arcadio; otra era Elisa y otra Pilar; aquel otro se llamaba Héctor; otro era Jesús y otra Cristal. ¡Tantos muchachos había…! Así se le iban ocurriendo muchos pensamientos; muchos pensamientos  sobre el hambre de educar.


LA VOLUNTAD



LIBERTAD Y FORTALEZA

¿Para qué sirve la educación? ¿Qué pintaba él como maestro? Una frase, escuchada en una película hacía una semana, le volvía a la memoria: “la libertad estimula el corazón de los hombres fuertes”. Supo en seguida que ser fuerte no es más que andar en busca de cosas buenas: te gusten o no. Pedro no era un hombre libre. Estaba preso de sus caprichos. Su falta de fortaleza no haría de él un hombre libre, sino un hombre vago.
                                             Sépase, pues libertad
                                 ha engendrado en mi pereza
                                 la pobreza.
Así lo había dicho Quevedo. Si la libertad fecundara la pereza, nos empobrecería. Si fecundara la fortaleza, nos haría ricos. Así también muchas razones, disfrazadas de verdad, son armas que utilizan los vagos: los débiles; hay por ahí mucho vago con inteligencia para convencerte de que tiene razón, aunque no la tenga. Era misión del maestro combatir el capricho disfrazado de razones. Llenarte de fuerza.
La libertad es la cabeza templada en  el corazón. El corazón es el deseo templado en la cabeza.
En estas disquisiciones estaba mientas esperaba que llegara el tren.
                                      


LA FUENTE DEL BIEN

Excava dentro. Dentro está la fuente del bien, que siempre puede manar, si excavas siempre[1].
Marco Aurelio.



LA TEORÍA DEL TRAMPOLÍN

            Nada podía hacer: el daño estaba hecho. Intentó arreglar su metedura de pata pero descubrió la teoría del trampolín: que cuando subes por las escaleras y, sentado arriba, te dejas caer, ya no puedes detener el movimiento. Eso era lo que le había pasado. Así pasa siempre con las relaciones humanas, que podemos corregirnos cuando subimos e incluso cuando nos hemos sentado en lo alto del trampolín, pero nada nos puede detener cuando nos lanzamos desde arriba: una vez que caemos, ya no podemos parar. La prudencia consiste en sopesar los pasos mientras estamos subiendo; pero, una vez lanzados, ya es inútil la crítica; y es inevitable, para el error o para el acierto, que ahora sólo suceda lo que tiene que suceder.



PENSAMIENTOS SOBRE LA EDUCACIÓN

1
            La razón nos dice cómo es el mundo. Y también nos dice cómo actuar en él. Pero lo mismo que no es posible comprender el mundo sin llegar a sentirlo, tampoco es posible, sin llegar a sentirlo, entender nuestro deber.

2
            Sentir el mundo es padecerlo, pero cambiarlo es algo más: es pensar el sentimiento, y pensar es concluir; concluir es decidirnos; decidirnos es cumplir; y cumplir lo decidido, pues también cumplir es decidir.

3
            Para decidirnos hay que sentir el deber. Sentir el dolor del sacrificio y que no lo podemos rechazar. Sentir el futuro necesario sin dejar que el presente paralice. Disfrutar del esfuerzo con alegría. Sentir el sacrificio como si fuera un placer.


4
            La razón es sentimiento diferido. Sentido del futuro ausente. Sólo sentir el presente puede movernos a la acción. A veces sentimos las necesidades del futuro, y el futuro, que es ausencia, se hace presente también. Tenemos que aprender a sentir las necesidades no sentidas.


5
            La escuela nos hace libres. Autónomos. Hay autonomía de la inteligencia, que es cuando aprendemos a estudiar solos; y autonomía de la voluntad, que es cuando aprendemos a decidirnos a estudiar.
            No es tan fácil aprender a perseverar en el estudio. Lo difícil no es a veces aprender, sino empezar. Comprometerse y cumplir lo prometido: he aquí donde se encuentra la mayor de las dificultades.


6
            Decidir es comprometerse.
            Cumplir es perseverar.


7
            Las virtudes de la decisión son el compromiso, el atrevimiento, la obligación. Ser decidido es tener corazón.
            Las virtudes de la acción son la constancia, la perseverancia o el tesón. Y la paciencia.
            Frente al ardor del atrevimiento, la paciencia en la ejecución.


8
             
            Decidirse es obligarse a entrar en un camino.
Actuar es obligarse a caminar por él.




[1] Marco Aurelio. Meditaciones. Libro VII, §59.

sábado, 19 de abril de 2014

Los destinos del tren.







LOS DESTINOS DEL TREN


Siempre recordará aquel día, cuando al volver del trabajo los aviones se estrellaron contra las torres. Al entrar en casa había un avión empotrado, la televisión repetía machaconamente el momento del choque y la llamarada negra, dantesca, explotando en los últimos pisos, se precipitaba sobre el vacío. Después el locutor anunciaba, incrédulo, la llegada de otro avión, como si fuera a producirse otro accidente; y cuando, con estupor, dijo “¡dios santo!”, ya no tuvo dudas de que se trataba de un ataque; la enorme nube, repleta de vientres negros con dentelladas rojas, había herido de muerte a la otra torre en su parte alta. 


            Desde entonces supo que el mundo era distinto. Se había caído el telón de acero, se había acabado la guerra fría, se había detenido el equilibrio del terror. Y cuando algunos anunciaban el final de la historia, los aviones que invadieron el cielo derrumbaron la torre de babel. Mordió el polvo el orgullo de los hombres. Hincó el morro, rompió el suelo, rindió el cuerno, dobló la cerviz. Pero el verdugo de esa soberbia no fue dios: fue otro hombre soberbio, montado en un artilugio más alto que la torre, que hundió el poder de la cultura invadiendo también los dominios de dios. Violó el cielo para vengar al cielo, se alzó soberbio contra la soberbia, mató al hombre para honrar a dios. Necesitó una torre volante y la creyó sagrada, la levantó blasfema contra la torre de babel: borró una ofensa con otra ofensa, una torre con otra torre, un pecado con otro pecado; y a fuer de fanático, voló justiciero buscando entre nubes a las huríes del edén. 
            Rompieron los vientos nuevos de la historia. Se olvidó el telón de acero, cuando las dos superpotencias sostenían el mundo en los abrazos del miedo; cuando el terror tenía forma de teléfono rojo y el nuevo infierno tronaba en los acordes del arma atómica; cuando no sabía nadie quién apretaría primero el botón nuclear. De repente el terror global se apoderó de todos y todos se olvidaron de que las dos superpotencias habían alimentado el terror. Pareció que el terrorismo internacional nació de pronto, y no se acordaba nadie del telón de acero, del caballo de Atila, de la segunda guerra mundial.
            La estación de Alcalá tiene trenes de cercanías. Jesús iba todos los días a la universidad de Madrid. Se sentaba y mientras trotaban los raíles consumía en el periódico su ración diaria de terrorismo islámico. Las traviesas de madera tableteaban bajo las ruedas del tren eléctrico; tres semicorcheas y un silencio, tres semicorcheas y vuelta a empezar; tacatac, tacatac, tacatac. De vez en cuando bajaba la bolsa, en Rusia coleteaba una crisis económica, los tigres asiáticos se habían hundido con Japón: tacatac, tacatac, tacatac. La rueda de hierro se deslizaba por los raíles, el ruido metálico se rompía en las tablas de madera: tacatac, tacatac, tacatac. Un caballo de hierro, la locomotora, un monstruo ciclópeo surcando los campos a galope tendido. Madrid, lejano, allá al fondo. La ciudad, borracha de trenes, ahíta de bibliotecas; los museos, los bares, los bailes, los bancos, los cines, tacatac, tacatac, tacatac. Del campo a la urbe como de la cultura a la ignorancia: tacatac, tacatac, tacatac. Las ruedas de hierro, las luces del tiempo: al fondo, el progreso; los raíles, los caminos, las catenarias, el viento que avanza sin fin. La cultura tiene veinte estaciones, la luz; entre ellas, como un vía crucis, una eterna letanía: tacatac, tacatac, tacatac. Nadie puede detener el progreso. Los pueblos pequeños (cultura plagada de cultos); la ciudad (no son cultos, sino cultivos). Cultivo del tiempo, siembra de vida, el fragor y las prisas; el reloj, los ordenadores, la información, la cosecha; allí en medio está Cibeles, correos, Neptuno, el atlético, el Real Madrid: tacatac, tacatac, tacatac. No son campos, pero hay que abonarlos. No es el ganado, pero también se siembra el saber; la cosecha son libros, son periódicos, se siembran noticias y es la tele, la radio, se siembran cervezas y es conversación, aperitivos. No se detiene el tren del progreso. En sus vagones va Roberto envuelto en sueños, a la universidad. ¡Quién sabe adónde camina el mundo! Con sus caminos ciegos. Con sus raíles, sus catenarias, con el traqueteo del progreso: con su tacatac, tacatac, tacatac. 


            Ayer Roberto se acostó tarde. Fue el programa que se alargó en la tele o tantos exámenes por corregir. Ha salido corriendo sin desayunar apenas, cartera en mano, sin el periódico. Corre y corre como locomotora sin rueda, atraviesa las casas, cruza las calles sin descansar. Aquí un semáforo se ha puesto rojo, allí los coches, desperezándose, cruzan las vías de asfalto sin mirar. Las calles son ríos de cemento y los peces, de colores grises, nadan por ellos desde el algodón de sus ruedas: unas llantas metálicas, forradas de gomas, que no gritan tacatá. Roberto está sudando. Cuando llega al andén, atravesando la estación, la vía está desierta: al fondo se aleja, con sus faros rojos, el último de los vagones que acaba de perder.
            Roberto está contrariado. Llegará tarde al trabajo. Por suerte, los trenes pasan cada pocos minutos: esperará al siguiente. Mientras se aburre, sonámbulo, compra el periódico y un alboroto rompe el silencio. Riadas de gentes se mueven como en un hormiguero. La radio, más rápida que la prensa, extiende la voz como un grito en la palabra. ¡Ah, la ciudad impía! ¡Ah, la torre de babel! Ríos de azufre se han regado por el cielo. Allí, a lo lejos, algo ha pasado. En el pecho de Roberto le salta el corazón. Ahora están muertos, desparramados, rotos, sus compañeros de viaje. Han explotado las mochilas rasgando los vagones. Han destrozado sus vidas, hundiendo familias y rompiendo trabajos. Cara rosácea trae a la aurora. Su tez violeta yace, amoratada, con la mirada perdida, horrorizada y muda, incapaz de comprender. ¿Vale la venganza del cielo tanto dolor? Porque han destrozado los aires, sembrándolos de sangre y carne, los vagones del coche que acaba de perder.



domingo, 13 de abril de 2014

La Metáfora de la Línea






Es mejor hacer pensar a los vivos que a los muertos; a los alumnos más que a los maestros. Escarbar en un autor, arriesgarse a que nunca lleguemos a entenderlo; mejor que las palabras nos hagan pensar aunque el espíritu se aparte de la letra, que eso, y no una disección de cadáveres, es lo que son las clases de filosofía.




LA METÁFORA DE LA LÍNEA

            Platón. Juan Luis enseñaba a Platón. Les acababa de pintar en el encerado la metáfora de la línea. Los alumnos habían entendido lo que quería decir, pero no acababan de encajarlo en el mundo real; entonces tuvo que acudir a los ejemplos.
            -¿Habéis visto Bambi? –les preguntó; varios de ellos dijeron que sí-. Bueno, pues hay un momento, cuando Bambi está creciendo, en que bebe agua en el río. Mientras bebe ve su imagen reflejada en el agua.
            Se quedó unos segundos callado, expectante, sin dejar de mirarlos; entonces levantó las manos, cerrando los puños sin apretarlos, con los pulgares apoyados en los índices; luego bajó los antebrazos con un movimiento más enérgico, rasgando el aire al tiempo que abría las manos, con las palmas para arriba; al mismo tiempo soltó su voz con energía, pero dentro de una dicción suave, cálida, alejada del grito.
            -¡Ésa es la eikasía!
            Los alumnos miraban, sonrientes; lo de Bambi les hacía gracia.
            -Son las imágenes, los reflejos… las sombras. Él no se veía a sí mismo; veía su reflejo en el agua. Y de pronto vio también en el agua el reflejo de Falina.
            Levantó la vista a la mesa, donde se encontraba su cartera. Tras ella se proyectaba una sombra alargada, muy característica.
            -¿Veis? –señaló con la mano-. Esa sombra es la de un libro. Yo no veo el libro, veo su sombra, y por eso conjeturo que hay un libro detrás de la cartera; quizá por eso muchos traducen el término griego “eikasía” por “conjetura”; otros lo llaman imaginación. Pensad en un acelerador de partículas. Los físicos fotografían lo que ven y en las fotos no aparece ninguna partícula: sólo son líneas negras que unas veces se cruzan, y otras se juntan y separan; esas líneas son las trayectorias, el rastro, las sombras que dejan tras de sí las partículas. Ningún físico ha visto nunca un muón, lo más que ha llegado a ver es su sombra en el papel blanco. Ésa es la eikasía. 


            Después tosió y enlazó inmediatamente con otro ejemplo.
            -Pensad en un vaso de agua –lo dibujó con la tiza-. Si introducimos un palo en él aparecerá torcido. Suponed que alguien lo saca y dice: “ahora está derecho”, luego lo vuelve a meter y dice: “ahora está torcido”, y así un montón de veces; os reiríais, ¿verdad? Pues eso pasa porque no vemos el palo que sujetamos con los dedos, sino su reflejo en el agua; y lo vemos alternándolo con la visión directa del palo, cada vez que lo sacamos del agua. A esta forma de conocer Platón la llama “pistis”.
            -¿Piscis?
            -No, pistis, pistis –lo escribió en el encerado-. Algunos lo traducen por “creencia”, porque creemos que lo que vemos son los objetos tal y como son en la realidad; yo, para evitar las confusiones con la creencia religiosa, prefiero llamarlo “percepción”. Es verdad que a veces nuestras percepciones son creencias. Por ejemplo cuando el mago te enseña un objeto; y te lo enseña rápidamente para que lo veas sin verlo: entonces crees lo que has visto, pero en el fondo no estás muy seguro. En esas visiones fugaces se entremezclan muchas veces la percepción y la fantasía; como en un cuadro impresionista, que para captar lo fugaz funde hábilmente los reflejos y las imágenes con la visión directa de los objetos.
            Se llevó el puño a la boca para toser un poco.
            -Pensad ahora en un telescopio. Lo que veis por él son puntos de luz, que son las estrellas. Pero ¿son realmente estrellas lo que veis? ¿O son sólo huellas? Algunas están tan alejadas de nosotros que cuando nos llega su luz ellas ya han desaparecido; de modo que, cuando vemos estrellas, ¿son imágenes lo que vemos, o son imaginaciones? ¿Son objetos reales o son sólo reflejos? ¿Son cosas realmente existentes o cosas que ya han dejado de existir?
            Se detuvo un instante, para dejar pensar a los alumnos. Era consciente de que se habían quedado perplejos, y hace falta tiempo para asimilar la perplejidad. Después prosiguió.
            -Está claro que la pistis es un conocimiento más acertado que la eikasía; nos fiamos más de las imágenes que de las imaginaciones. Pero hay una tercera forma de conocer todavía más perfecta: es la dianoia.
            Se calló un poco para que lo apuntaran, e incluso tuvo que escribir la palabra en el encerado; acto seguido explicó en qué consistía.
            -Hay consenso en traducirlo por “inteligencia discursiva”. Es el conocimiento matemático. Si yo abstraigo del libro que hay encima de la mesa el esqueleto de su forma, obtendré un prisma; que es el mismo que tendría una caja de cartón, por ejemplo una caja de bombones. Os lo voy a explicar con un ejemplo. Pensad que estáis viendo en la tele un partido de fútbol De repente veis una sombra que surca el espacio y atraviesa la portería: ¿será la pelota? A lo mejor ha sido gol. Repasamos las imágenes a cámara lenta y reconocemos la pelota. Pero todavía hay más, no se ve claramente si la pelota ha atravesado la portería. La hemos visto chocar contra el larguero, chocar contra el suelo y luego un defensa la ha despejado. ¿Fue gol? ¿Ha rebasado la línea de gol? Si esa línea está materializada en blanco en el suelo lo podremos ver; pero eso ya es geometría. Y digo más, algunos espectadores dirán que ha sido fuera de juego; entonces la televisión te repite la escena trazando una línea imaginaria entre los atacantes y los defensores; ahí es donde se ve si el delantero estaba realmente en posición adelantada; ¿y cómo lo hemos sabido? Recurriendo a la geometría; a las matemáticas. De modo que lo que vemos a veces es confuso si no lo matematizamos. Decía Galileo que el universo es un libro abierto, pero está escrito en caracteres matemáticos. Quien sepa matemáticas será capaz de leerlo. Por eso Platón había mandado que escribieran a la entrada de su escuela: “que no entre aquí nadie que no sea matemático”.
            -¿Los que no saben matemáticas no conocen las cosas?
            -Las conocen menos; o menos bien. Mirad, en el partido de fútbol, si la imagen permite visualizar la posición de los jugadores, nos pondremos todos de acuerdo. Pero como haya efectos de perspectiva que entorpezcan la matematización ya la tenemos liada: para los partidarios de equipo atacante no habrá sido fuera de juego; para los del otro equipo sí; porque no mirarán con la cabeza, sino con las tripas; y no verán lo que realmente hay, sino lo que quieren ver: como Don quijote. 


            Los alumnos se quedaron meditativos. Estaban sorprendidos de cómo Juan los había llevado a la dianoia desde la eikasía en un partido de fútbol; por supuesto, a través de la pistis. Juan, sin embargo, no les dejó descansar. Prosiguió.
            -Todavía hay una cuarta forma de conocer en la filosofía de Platón. Es el noûs, que unos traducen por “intelección” y otros por “ciencia”. El noûs es la inteligencia, al igual que la dianoia: ¿en qué se distinguen entonces estas dos facultades? Fijaos bien: la dianoia es la inteligencia, pero inteligencia discursiva; con palabras. Mientras que el noûs es esa otra forma de inteligencia que no puede expresarse con palabras: es una inteligencia intuitiva.
            Rápidamente Juan quiso deshacer una posible confusión que los alumnos no habían visto, pero él sí; la falta de experiencia nos impide que veamos lo que vemos fácilmente con entrenamiento; el ejercicio es como unas gafas que nos ayudan a ver; o como una lupa.
            -El noûs es una intuición, pero vosotros diréis: ¿y por qué no lo es también la eikasía? Tendréis toda la razón. Pero la diferencia es clarísima: el noûs funciona como una intuición intelectual; le eikasía, como una intuición sensible. A través de sombras y reflejos se puede intuir más o menos cómo es la estructura superficial de un objeto; pero la intuición intelectual nos descubre más bien su estructura profunda; lo que la imaginación nos descubre son las formas ancladas en el cuerpo, que está en continua transformación, pero por la intuición intelectual captamos las formas que, sacadas del cuerpo, están más bien ancladas en el alma.
            Diferencia harto difícil de entender, sobre todo para los perezosos; por eso no se entretuvo demasiado con estas cuestiones.
            -Discurrir –siguió diciendo- no es lo mismo que intuir. La intuición propia del noûs es una inteligencia que no puede expresarse con palabras; no es discursiva, como hemos visto. Es, pues, una forma de iluminación, de comprensión súbita sólo con los ojos del alma: sin los del cuerpo.
            Juan introdujo aquí una pausa didáctica.
            -Claro, si nos piden que lo contemos no podríamos; tendríamos que decir algo así como: “yo lo entiendo, pero no lo puedo explicar”. –Y entonces sonrió-. Eso mismo es lo que hacen los vagos. Si le preguntas a alguien que no estudia también te dirá: “si lo sé, pero ahora mismo no sé explicarlo”; que es lo mismo que decir:”lo tengo en la punta de la lengua”. Por eso todos los vagos se meten a estudiar humanidades. Un vago estudiando matemáticas no aprobaría nunca, porque la matemática se tiene que explicar con palabras. La matemática es rigurosa. Exige mucha exactitud.
            Respiró con tos para controlar los ritmos de voz.
            -En cambio las humanidades van más allá de las matemáticas; van en busca de la intuición, y hallarla es muy difícil. Pero, como no se puede decir con palabras, el único recurso que nos queda es el arte; la pintura, la música… la metáfora. Un sabio auténtico se manifiesta en su forma de expresarse. Pero un sabio falso se muestra en su pobreza expresiva, aunque, como no es fácil decir dónde empieza el acierto y dónde termina el error (como ocurre con las matemáticas), no sería tan fácil suspenderle; a poco que sepa manejar la picardía se consigue el aprobado. Por eso todos los vagos que quieren estudiar se van a letras. Por eso las letras están tan desprestigiadas. Y por eso los verdaderos genios de las letras a veces no tienen fácil desprenderse de esa masa de indigentes mentales; de esa nube de parásitos que funciona como una caterva de vagos.
            Pero estaba Julián. Julián, aunque no era muy estudioso, entendía perfectamente lo que Juan les quería decir. Había sentido esos impulsos que llamamos inspiración; esos efluvios que te transportan el alma, esa fuerza que te atraviesa el espíritu como una especie de iluminación, ese entusiasmo que se apodera de ti para raptarte. Él, como era algo poeta, lo sabía, lo había sentido muchas veces; aunque fuera vago. Por eso se atrevió a preguntar. Detrás de él, Juan vio sonreír, muy satisfecho, a una chica de letras; probablemente la única que no se había apuntado por pereza, sino por vocación.
            -¿Nos podrías decir –preguntó Julián- cómo funciona el noûs? Ya sé que es inteligencia no discursiva, pero ¿en qué consiste esa forma de inteligencia? ¿Esa operación de la mente que no se puede expresar?
            Juan suspiró profundamente.
            -Lo inefable.
            -Tú lo has dicho: no se puede decir. Sin embargo voy a intentar una explicación. Cuando alcanzamos esta forma de entender las cosas experimentamos una especie de entusiasmo. Que no es esa alegría de la dianoia que nos riega con su buen humor. El entusiasmo es una alegría sin límites (Kant lo llamaría una alegría sublime): que, al mismo tiempo que nos llena hasta el fondo, nos mete una especie de miedo, nos da inseguridad. Es lo que experimentó Arquímedes cuando gritó Eureka; lo que sintió Kekulé cuando descubrió la estructura del benceno, lo que experimentó Einstein cuando descubrió la relatividad. El verdadero matemático se transporta a la intuición desde la dianoia; consigue alcanzar la alegría sublime escapando a la alegría del buen humor: y eso es ya ser poeta; se es poeta cuando se descubre un teorema; y cuando se descubren las metáforas que, como San Juan de la Cruz, expresan en éxtasis las cosas que son imposibles de expresar.
            Juan se detuvo, consciente de que no le entendían, cuando ya se preparaba para concluir.
            -En resumidas cuentas: la dianoia es discursiva porque se puede expresar con palabras, y el noûs es inefable; lo que significa que sólo entre las palabras, y no dentro de ellas, se escurre, como el agua entre los dedos, lo poco que retenemos de lo mucho que no podemos expresar. 



sábado, 5 de abril de 2014

La isla de Circe



LA ISLA DE CIRCE

            Ha muerto Manolo Escobar. El ídolo de las multitudes. Mis ojos ven desfilar las imágenes por la televisión. Reconozco su tupé, sus largas patillas, sus ojos transparentes,  la guitarra de sus hermanos. Y mientras tanto su música vibra haciendo entrañables las cuerdas del pasado. No sé por qué.
Yo he detestado esa música. Los españoles no eran los hidalgos que él pintaba, no iban a la playa para cantarle vivas al sol, como él decía; y los que habían emigrado ni se preocupaban por pasear por el mundo el nombre de España: pero cuando lo oían les salía un nudo y cantaban “España, mi embajadora”. Embrutecidos, pobres, encadenados a su existencia precaria, no sabían de mujeres más allá de lo que sudaban en el campo; al lanzarle vivas al vino, al lanzárselo a las mujeres, era como si el fondo de sus entrañas viviera; vivir las alegrías que nunca habían vivido, porque mal se puede disfrutar cuando hay tanta ignorancia. Sonaba el porompompero y las venas del gañán se sentían traspasadas: por ellas corría la sangre de los reyes. Se oían los limoneros y el humilde trabajador soñaba con esperar a su amada; en un mundo donde sus manos no eran duras, no estaban cuarteadas, y tampoco eran ásperas para la piel. El mundo de Manolo Escobar estaba lleno de campesinos de manos suaves, de trabajadores que no sudaban: y podían hacer la corte a las chicas, paisajes misteriosos de morenas, vino que no emborrachaba y soles que calentaban sin quemar. Y de sombreros cordobeses, castañuelas y guitarras. De faldas de lunares, de volantes, de bares en los que se pagaba, y no tenías los bolsillos llenos de huecos. Y un fandanguillo sonaba en los tejados de las casas…. Lejos, muy lejos.
            Ha muerto Manolo Escobar. Mucho después de que muriera aquel mundo fantástico de España. Paraíso de ojos negros, de vino que alegraba, que era como un teatro para turistas y detrás del teatro había pesadillas. La pobreza, el complejo, el desarraigo, la falta de esperanza, los bajos salarios, las casas desconchadas, las calles sin asfaltar: y cuando llovía se llenaba todo de barro. No, aquel mundo no estaba en las canciones de Manolo Escobar. Y sin embargo lo que decían era verdad: el que recogía los limones, el que esperaba a la niña, el que tocaba la guitarra, las morenas de mi copla, los ojos moros, el que presumía de hidalgo, el que cantaba a su madre, todo era verdadero; pero nada era auténtico. Como el minero de Antonio Molina, que bajaba a las entrañas de la tierra con orgulloso ademán; el minero era verdadero pero así no eran los mineros. Las canciones de Manolo Escobar, como las de Antonio Molina, eran mágicas; lo llenaban todo de niebla como llenan los campos esos tubos de riego que los siembran de gotas pulverizadas; en ellas se esconde, evanescente, la realidad; y en esas mismas gotas se vierte un polvo transfigurado en imágenes ficticias, sacadas de la verdad pero alojadas en lo inauténtico. Ése era el mundo de Manolo Escobar. Ése era el mundo que moría, que se moría de puro falso, hace treinta años. Y ahora se viene a morir el pobre Manolo. 


            Yo he oído esas canciones. Las he escuchado en primavera, preñadas de alegría y de nostalgia; las he oído en la radio, en el rincón mullido de mi casa; en los altavoces de la feria, liberando la rabia fogosa de la adolescencia; las he oído en los camiones donde el chófer, como un centauro, se fundía con el asiento; los mismos camiones donde agarrabas el volante y cuando no lo agarrabas leías a Marcial Lafuente Estefanía. Yo he oído esas canciones y mi corazón se ha estremecido. Y aún se estremece cuando se escuchan los cantes de España. Cuando España entera tiembla con su madrecita (María del Carmen). Cuando vibran las cuerdas de mi ser, cuerdas íntimas que elevan su temblor por el aire iridiscente, cortado por el sol; y se vuelve evanescente y tiembla en la lejanía deshaciendo la nostalgia. Y he escuchado esas canciones y he sentido la llama de mi pecho perdiendo la razón, y el sentido, y manchándose en la niebla de Julio Romero de Torres, como las playas de Sorolla, vibraciones de éter que se hacen transparentes, transparentes hasta desaparecer… Sí, yo he sentido ese rapto con las canciones de Manolo Escobar. Un delirio anímico que me sacaba de mi ser transportándome lejos, hasta aquí mismo, donde contemplo las cosas y las cosas no son como son, sino como las canta Manolo Escobar.
            Y ahora que Manolo se ha muerto estoy triste. Él es el culpable de que yo haya vivido en un mundo de mentiras. Y de que ese mundo haya brillado con canciones que me conmueven de verdad. En Manolo se han fundido las entrañas y la chulería; en ese mundo tan íntimo, perdido entre  las huellas de la infancia, yo he sido feliz mientras vivía de la mentira. Ésa era mi historia. Mejor, mi intrahistoria. Lo decía Unamuno. Mi intrahistoria es tan auténtica como falsa era la historia que me contaba. Manolo Escobar. Eso es perverso porque se aferra uno a historias, a historias que se han clavado, y tu corazón tiembla en ellas como fantasma; y son historias descorazonadas; el alma de su música brotaba de una letra desalmada, tan atractiva como mentirosa. Las canciones de Manolo Escobar te atrapaban con su poder, con su seducción, y eran, más que canciones, cantos de sirena.
            Hoy siento simpatía por el pobre Manolo. Parecía un hombre bueno. Pero no puedo olvidar que me llevara a la isla de Circe y me atrajera con sus canciones para convertirme en cerdo. ¡Tan cálidas las siento…! Pero no puedo olvidar que me engañara. Manolo Escobar era el ídolo de las multitudes, si, pero aquellas multitudes no eran las voces del pueblo; eran el pueblo desnaturalizado. Ese desgarro entre lo que siento y lo que entiendo, ese desgarro que tengo es, ahora que escribo, lo que en esta noche insondable me hace sufrir. El porompompero.