lunes, 24 de marzo de 2014

Presentación

PRESENTACIÓN

            Ésta es, lector, una página blanca. Con el tiempo se llenará. El tiempo es la sangre que corre por las venas y en mis venas hallarás estos renglones que se piensan; tómalos, lector, con el corazón a ritmo: serán entonces lo mismo que sentir. Ser filósofo es, a veces, como quien quiere ser artista. Como creer en dios también es a veces querer que exista. Hoy te los muestro: en todos ellos estoy yo.  
            Puedes leerlos sin prejuicio, y el prejuicio se disolverá entre nosotros como el azúcar. Un escritor no es nada sin su público: sin ti no soy nada, lector; por eso te abro esta página donde quiero poder sentirme como te sientes tú cuando me lees; y así, siendo tú, ya serás espejo en el que me miro yo.
             Ser es percibir. Y percibir es crear. Interpretar la realidad que se nos muestra, su aparecer. Ser es también ser percibido. Una interpretación de lo que somos, de lo que ves. Estas páginas son una muestra de lo que hago y de lo que soy. De lo que puedo crear captando las apariencias; de lo que ahora soy mientras recibo impulsos. Y, como todos los platos necesitan especias para sazonar el gusto, así también la especia de la escritura es ese toque de narcisismo que le da sabor; el placer y el gusto de mostrarte como eres; de saber que, siendo tú, enfrente me miro yo. Un placer lleno de modestia pero no de la modestia falsa: porque el filósofo y el artista, al mostrarse, quieren seguir siendo perseverantes en el ser.
 
GUÍA DE LECTURA:
            Esta página contiene varias pestañas. Cada una te introducirá en un mundo diferente:
            Filosofía: contiene algunas de mis reflexiones filosóficas.
            Literatura: contiene mis propios textos de creación literaria.
      Educación: contiene reflexiones educativas, muchas veces en forma literaria.
El Mirador: es una ventana abierta sobre el exterior; o un espejo que refleja a quien lo mira.
          
            Ánimo, lector. Empieza tu recorrido y… feliz viaje.  


 Palabras cristalinas. Unas son diáfanas; otras oscuras. Unas transparentes; otras brillantes. Hay ventanas de palabras y espejos de palabras que nos miran. O lo que es lo mismo: hay palabras que reflejan el mundo, como una ventana, y palabras que te reflejan a ti  mismo, como un espejo. Eso es el mirador: un lugar donde la vista se pierde para encontrar noticias; o experiencias; o vivencias; o digresiones; o todas esas cosas a la vez. El mirador es, por eso, un cristal abierto sobre el mundo.

 

Lo que Don Quijote entiende por conocer

LO QUE DON QUIJOTE ENTIENDE POR CONOCER



Suele empezar la filosofía con una pregunta sobre el ser de las cosas, seguida inmediatamente de la pregunta sobre la posibilidad de conocer; acto seguido viene la pregunta sobre el deber. En el Quijote es todo lo contrario: hay una epistemología en ciernes, pero esa epistemología presupone una ética, y la ética, a su vez, necesita de una filosofía de la vida desde donde poderse levantar.

1. Filosofía de la vida. 

La vida es el ser en perspectiva, y su motor es el ánimo: la fortaleza. Cuando al ánimo se le une la razón queda convertido en voluntad. Vida, ánimo y voluntad son los tres ejes que sostienen el ser.

2. Epistemología.

El conocimiento es en don Quijote visión ética del mundo. A él no le interesa ver lo que son las cosas, sino lo que las cosas deben ser; el problema es que se desentiende de que puedan o no puedan serlo.
Si todo conocimiento es representación ética manada de los estímulos del mundo, la epistemología quijotense no puede ser más que un vitalismo nosológico. Así, el conocimiento contiene dos ingredientes:
a)      Lo dado: el mundo que me rodea, que puede proceder de la mente o de la realidad exterior; y que me llega en forma de estímulos.
b)      Lo puesto: el deseo, que puede ser elaborado como ideal por las fuerzas de la razón.

3. Conocimiento.

Percibir es representarse el mundo en el que se está: interpretarlo, sí, pero sobre todo creer verdadera esa interpretación. La percepción es conocimiento, y hay al menos ocho formas de conocer; vamos a verlas una por una.

(1)   Conocer es desear; por lo tanto, querer. Es querer vivir en un mundo distinto, por lo que muy bien podemos llamarlo voluntad de poder. Parafraseando a Kant, diremos que percibir es aquí menos captar lo que nos es dado que poner en el mundo lo que queremos captar.
Se le representó a don Quijote lo que deseaba.
Primera parte, cap. 2, 110.
O sea: proyectamos nuestra mente en el mundo y captamos lo que hemos puesto en él. La realidad queda envuelta en nuestras representaciones, que transferimos con el motor del deseo. Lo que vemos, olemos, oímos o tocamos es la parte de nuestra experiencia mental que queremos convertir en experiencia exterior a nuestra mente.
Cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser
 hecho y pasar al modo de lo que había leído.
(...)
            Luego que vio la venta se le representó que era
                        un castillo.
Primera parte, cap. 2, 109.
Y hay más: si deseamos una parte de lo que conocemos, también es verdad que conocemos lo que deseamos.
Píntola en mi imaginación como la deseo.
Primera parte, cap. 25, 330.



(2)   Conocer es sentir. Es percibir sensaciones, despertar sentimientos: eso es también conocer el mundo.
                                    -Señor, encomiendo al diablo hombre, ni gigante, ni
caballero de cuantos vuestra merced dice parece por todo
esto; a lo menos, yo no los veo; quizá todo debe ser
encantamiento, como las fantasmas de anoche.
                                     -¿Cómo dices eso? –respondió don Quijote-. ¿No
oyes el relinchar de los caballos, el tocar de los clarines,
el ruido de los atambores?
-No oigo otra cosa –respondió Sancho- sino muchos
balidos de ovejas y carneros.
                                      Y así era la verdad, porque ya llegaban cerca los
 dos rebaños.
                               Primera parte, cap. 18, 244.  
Pero cada uno percibe sensaciones interpretadas. Don Quijote y Sancho perciben los mismos ruidos, pero donde el primero oye relinchos, clarines y atambores, el segundo oye balidos; la percepción no es, por tanto, criterio de verdad.

(3)   Conocer es ser. Según somos, así percibimos el mundo (es una suerte de anticipo de Marx, pero también de Ortega: pensamos como vivimos, y no al revés). La verdad es una perspectiva, una mirada lanzada sobre las cosas.
Quizá por no ser armados caballeros como yo lo
soy, no tendrán que ver con vuestras mercedes los
encantamientos deste lugar, y tendrán los entendimientos
 libres, y podrán juzgar de las cosas deste castillo
como ellas son real y verdaderamente, y no como a mí
me parecían.
                               Primera parte, cap. 36, 460-461.

(4)   Conocer es reconocer. Se pueden reconocer parecidos, identidades, recuerdos y nombres. Sancho llega a dar por buena una interpretación insólita (peregrina), desechando la que otros perciben como evidencia; así, la cabeza del gigante se parece a un gran pellejo de vino (y no al revés).
                                                                Y parecía que daba grandes cuchilladas por las
 paredes. Y dijo Sancho:
                                                 -No tienen que pararse a escuchar, sino entren
 a despartir la pelea, o a ayudar a mi amo; aunque
 ya no será menester, porque, sin duda alguna, el
gigante está ya muerto, y dando cuenta a Dios de su
 pasada y mala vida; que yo vi correr la sangre por
 el suelo, y la cabeza cortada y caída a un lado, que
 es tamaña como un gran cuero de vino.
                                                     Primera parte, cap. 45, 449.  

            Lo que se parece a lo que hay escrito en los libros toma visos de realidad.
Él la pintó en su imaginación de la misma
traza y modo que lo había leído en sus libros. 
Primera parte, cap. 16, 226.

Hemos visto que conocer es reconocer parecidos e identidades, pero también recuerdos y nombres.
Porque, si yo no me engaño, la tierra que
pisamos es la de Vélez Málaga; si ya los años de
mi cautiverio no me han quitado de la memoria el
acordarme que vos, señor, que nos preguntáis quién
 somos, sois Pedro de Bustamante, tío mío”.
Primera parte, cap. 41, 517.

Tener nombre es existir: así lo observamos en el curioso razonamiento de Sancho cuando quiere demostrar que su sufrimiento cuando lo mantearon fue auténtico y verdadero.
Y todos, según los oí nombrar cuando me
volteaban, tenían sus hombres: que el uno se llamaba
 Pedro Martínez, y el otro Tenorio Hernández, y el
ventero oí que se llamaba Juan Palomeque el Zurdo.
Primera parte, cap. 18, 239.

Es curioso observar que, para el sentido común, a lo que existe se le da nombre, pero no todo lo nombrado tiene por qué existir. Sancho, sin embargo, invierte los términos. Nombrar viene a ser lo mismo que dar el ser.
Hemos visto hasta aquí que conocer es querer, sentir, ser y reconocer. Examinemos otras cuatro formas de conocer que también emanan del Quijote.

(5)   Conocer es buscar el ser de las cosas. Y buscar el ser detrás del parecer es precisamente lo contrario de buscar el aparecer de los seres. Sin embargo no se trata de llegar hasta la esencia, sino de desvelar una apariencia oculta tras otra apariencia: es el desenmascaramiento; caer de máscaras.
El mozo se quitó la montera (...) Con esto
conocieron que el que parecía labrador era mujer.
Primera parte, cap. 28, 360.

Éste es un tema recurrente en el barroco (pensemos en el Tirso de Don Gil de las calzas verdes). Pero si desenmascarar apariencias sensoriales es importante, mucho más lo es desenmascarar apariencias esenciales. Don Quijote rechaza la sofística de cabo a rabo, y antes prefiere locuras vividas que razonamientos con apariencia de verdad; que frente a ellos la verdad parece calabazada.
El hacer una cosa por otra lo mesmo es que
mentir. Ansí, que mis calabazadas han de ser verdaderas,
firmes y valederas, sin que lleven nada del sofístico ni del
fantástico.
Primera parte, cap. 25, 326.

(6)   Conocer es imaginar. Soñar, modificar los sentidos, vivir una sensorialidad modificada por el deseo. Si soñar es querer, querer es también creer lo que se sueña (como pretendía Unamuno). Esta forma de conocer es, quizá, equivalente a la primera; imaginar es desear. He aquí cuatro ejemplos de ceguera:
Tentóle luego la camisa, y, aunque ella era de arpillera,
 a él le pareció ser de finísimo y delgado cendal.
                               Primera parte, cap. 16, 225-226. 
Y el aliento, que, sin duda alguna, olía a ensalada
  fiambre y trasnochada, a él le pareció que arrojaba de su boca
 un olor suave y aromático.
                               Primera parte, cap. 16, 226.  
Y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto,
 ni el aliento, ni otras cosas que traía en sí la buena doncella,
 no le desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro
 que no fuera arriero; antes le parecía que tenía entre sus brazos
 a la diosa de la hermosura.
                               Primera parte, cap. 16, 226.  
Y estaba peor Sancho despierto que su amo durmiendo: tal
 le tenían las promesas que su amo le había hecho. 
                               Primera parte, cap. 35, 450.   
El criterio aristotélico de correspondencia no funciona. Y no funciona porque lo que se percibe no es lo que es, sino lo que se quiere que sea; no se siente lo que hay, sino lo que se quiere sentir, lo que se quiere que haya. Leeuwenhoeck veía homúnculos al microscopio porque los quería ver; porque su teoría los predecía, y él creía firmemente en su teoría. Pero ver ideas, sentidos o conceptos no es ver referencias; Frege supo ver muy bien que no por estar ante la estrella de la mañana somos conscientes de encontrarnos ante el planeta Venus.
Vivir es soñar, como decía Calderón.

(7)   Conocer es deducir. El mundo es un conjunto de señales entre las que nos movemos; gracias a ellas tenemos un conocimiento indirecto de las cosas que se nos ocultan: tal es el poder de la inferencia.
Llegó a nuestros oídos el son de una pequeña esquila,
 señal clara que por allí cerca había ganado;
                               Primera parte, cap. 41, 516.   
Primero se daría el signo, la aparición. Después se dibujarían las apariencias esbozando el percepto. Por último sobrevendría la percepción deducida.

(8)   Conocer es estar. Estar en el mundo y verse involucrado en las cosas entre las que se está, conociendo el éxito, el fracaso o el compromiso; en ese sentido, conocer es tener problemas, ser solicitados por nuestra percepción del entorno.
                                    Y las alforjas que hoy me faltan, con todas mis alhajas,
 ¿son de otro que del mismo?
 -¿Que te faltan las alforjas, Sancho?
 -Sí que me faltan –respondió Sancho.
 -Dese modo, no tenemos qué comer hoy –replicó don Quijote. 
Primera parte, cap. 18, 247.
No se trata aquí de un saber trágico. Es, simplemente, un saber comprometido.

La razón, como emana de la vida, se define mirándose en el espejo de la locura; pero también se define mirándose en el espejo del conocimiento. Juicio es aquí sinónimo de codicia (por inversión de valores, Cervantes asume que tener juicio, o estar cuerdo, es rechazar esta forma de juicio). Es más cuerdo quien juzga movido por deseos nobles, y loco quien es movido a pensar por deseos mezquinos.
Es necesario hacer una crítica de la razón. Para ello hay que lograr, en un sujeto trascendental, la unidad de la razón teórica con la razón práctica; es lo que después Kant llamará razón pura. Pero ese ideal no es posible en tiempos de Cervantes. Y no lo es porque no es posible captar la razón pura sin haber explorado antes la razón viva. La razón viva es la propia de un sujeto empírico; su contenido se extiende entre la locura y la cordura.
a)      Parece que la cordura corresponde en el sujeto empírico al sentido común.
b)      Todo lo que se aparta de él es considerado, por consiguiente, como locura; especialmente en el siglo XVI.
Erasmo y Cervantes supieron ver que hay aspectos rescatables en lo que sus contemporáneos llamaban locura. Por consiguiente es necesario (y posible, para la época) hacer una crítica de la razón viva. Es decir, de los conceptos complementarios (y fronterizos) de locura y de cordura.
Aquí se sitúa el quijotismo. Su moral es una ética vivida; sentida más que razonada, pero razonada también. Zambrano viviendo de la mano de Hume.
En don Quijote se prefiguran todos los temas desarrollados por Kant, Bacon, Hume y Zambrano. En él están todos ellos: pero están sin desarrollar. Antes de estudiar la razón pura especulativa había que sentir la razón desde el otro lado del espejo: desde la locura.
Y antes de forjar la acción desde la razón pura práctica había que sentirla mientras se pensaba; de ahí que la ética quijotense, al poner el pensar en manos del sentir, anticipe una voluntad sentida como fundamento de la acción; de ahí que se susurre entre líneas el problema de la unidad de la razón.
El quijotismo traza, antes que Descartes, el plan de trabajo que desarrollarán después cuatro siglos de filosofía. Y lo hace sin parecerlo. Su modestia no deja ver a las claras que Cervantes, a través de don Quijote, es un filósofo que vive; porque lo suyo es una razón viva





domingo, 23 de marzo de 2014

La Bestia Humana


            Un día una de mis alumnas se echó a llorar. Me pidió permiso para salir de clase y quiso que una amiga suya la acompañara; mientras salía, aquel silencio espectral dejaba oír su llanto. Como muchos de aquellos chicos, ella era amiga de Carlos.
            Carlos había muerto aquella misma mañana a manos de su padre; la escopeta de caza se llevó también la vida de su madre: todo sucedió mientras dormían. Su padre, que se creía perfecto, no podía soportar que ellos no lo fueran. Sócrates era perfecto y ellos tenían que ser como él; pero su madre, un ser imperfecto de carne y hueso, ya no soportaba vivir más a su lado; pocas cosas hay en la vida tan insoportables como la perfección; su soberbia no es más que envidia y esos celos se transforman en ira; y la ira, a fin de cuentas, no es sino la cara visible del rencor.
            Ante aquel disparate tuve que rescatar a Sócrates de su discípulo; que, teniendo la filosofía tales amigos, ¿qué clase de enemigos podía necesitar? Escribí este artículo que salió aquel mismo día en el periódico. Con él recordaba yo que la filosofía no es un saber perfecto, sino una búsqueda incesante que nunca llega a puerto; un camino nunca terminado que se hace camino al andar.
                          

 
LA BESTIA HUMANA

            Carlos corría con su camiseta roja, sudando en pos de la pelota, completamente colorado. Su boca abierta tragaba el aire que el esfuerzo le había arrancado. Sus brazos, equilibrando el cuerpo, estaban doblados. Y a los lados no había césped. Sólo había bordes: los bordes de un cartel donde estaba la figura de Carlos. Era una foto. A sus lados, dos grandes ramos de flores. La foto estaba pegada al banquillo, junto al césped. Del vestuario habían salido los Lobos, sus compañeros de rugby; en fila silenciosa (con el silencio que da la solemnidad), uno por uno, pausadamente, fueron depositando una flor al pie de la foto. Luego se juntaron. Y levantaron en el aire un montón de fotos de Carlos. Seguramente tenían los ojos mojados. El público los acompañaba. Era uno de esos momentos en que la rabia se junta con la impotencia y sólo puede consolarse uno con el manantial de las lágrimas. Todo empezó unos días antes. Después, inesperadamente, me lo contaron.
            Fue una mañana fría al entrar en clase. Fue un suceso escalofriante. Varios de mis alumnos eran amigos de un pobre chico que había sido asesinado; un chico vital, alegre, un joven al que todo sonreía y que tenía la vida por delante. Mientras daba clase algunos se distraían. Tenían el rostro severo, el gesto taciturno, la mirada grave. Algunos lloraban. Pensaban, seguramente, en el amigo que no verían ya. Su padre los mató: a él y a su madre. Un señor que... ¿Qué podría pasar por la mente de aquel hombre? ¿Podría ser normal una persona así? Un hombre que tenía una hermosa casa, una familia, tendría problemas sin duda (¿quién no los tiene?), pero no para hacer cosas tan raras. Era una persona normal, a fin de cuentas.
            Un señor que, proclamando su admiración por Sócrates, se declaraba amante de la sabiduría; pero en la peluquería resultaba que no era fácil hablar con él (tan elevado era el nivel de su conversación sobre historia y literatura). Pero Sócrates no acostumbraba a apabullar a los peluqueros con su saber, sino a rebajar los humos de quienes presumían de sabios; y hasta cuando fue reconocido como el más sabio de los atenienses, Sócrates respondió que lo único que sabía era que no sabía nada. Declararse socrático y sentirse superior es ser cualquier cosa menos socrático.
            Un hombre que quería que su hijo fuera arquitecto (a lo mejor hubiera tenido que preguntárselo a él); que le llamaba inútil cuando sacaba malas notas (a lo mejor no sabía que Einstein también sacaba malas notas); que no le dejaba ver la televisión (a lo mejor resulta que la cultura no se impone por la fuerza: o se transforma en culto); que no compartía la vida con su familia (a lo mejor ignoraba que, fuera de la sociedad, un hombre no es un ser humano, sino un animal o un dios: lo decía Aristóteles; y a lo mejor él, si se creía dios, no era en el fondo más que una bestia).
            Un hombre que quería imponer la perfección por la fuerza; que al aislar a su familia de los errores de su tiempo también la estaba aislando de su tiempo: y olvidaba, como doña Perfecta olvidaba en Galdós, que la vida buena no está en no tener fallos, sino en buscar el acierto a través de ellos; también lo quería San Agustín, que buscaba siempre lo bueno de lo malo. Una persona buena no es perfecta; es una persona que ríe, llora, estudia, juega, sale a la calle, tiene amigos, hace deporte, mete la pata; o sea, una persona sana. Quizá haya que creer que quienes quieren ser perfectos se creen dioses pero sólo son animales; es decir, que no son personas sanas. Porque quitarles la vida a una mujer que no quiere estar con él y a un hijo que apenas ha empezado a vivir no es de cuerdos: es de salvajes.
            Un hombre que ignoraba a Kant cuando decía que los seres humanos no tenemos precio, sino dignidad; y que por eso somos libres y no somos propiedad de nadie. Este hombre, sin embargo, trató a su mujer y a su hijo como su propiedad privada. Les quitó lo que más querían, que era la vida. Se la quitó sin pedirles permiso. Pero aunque se lo hubieran concedido tampoco tenía derecho a matarlos. Queriendo la perfección fue la imperfección más monstruosa, queriendo ser Sócrates fue la cara oscura de un sofista, queriendo ser dios fue sólo una bestia. Ser culto se convirtió en obsesión, no en su riqueza; y hasta Sócrates, al que decía que admiraba, no fue su modelo porque lo idolatró en un altar en el que fue a inmolar todo lo que Sócrates había amado: la bondad, la verdad, la belleza, la amistad, el amor, la vida.
            Ahora Carlos no jugará ya con sus compañeros. No levantará esa pelota de pepino como antes levantaba la pelota esférica. Carlos no jugará ni al fútbol ni al rugby. Seguramente sufría mucho su padre. Hay que sufrir mucho para quedarse ciego y no ver las salvajadas que se hacen: sí, seguramente necesitaba compasión ese hombre, pero él no se compadeció de nadie; abusó de ellos como un energúmeno y manchó con un crimen la belleza de ser padre; fue un lobo donde tenía que ser cordero y no tuvo piedad, despreció a sus semejantes; mató a quienes protegía y el mundo se volvió al revés. No se puso en lugar de nadie y ahora él no merece que lo comprendamos. Porque hay cosas que ni con toda la piedad del mundo se pueden comprender: demasiado horror matar a sus propios hijos, demasiado espanto. No tenía derecho a hacerlo.
Mientras haya un lugar donde falte Carlos habrá un vacío irremediable. Mientras haya un aula donde haya amigos habrá un dolor insoportable. Mientras haya amigos que lloren por Carlos será injusto que salga el sol. Mientras falte en el mundo un jugador de rugby  será imposible alumbrar la calle. Sócrates mató a Sócrates cuando mató a su hijo, el hombre mató a la mujer, el día mató a la noche: llegó el crepúsculo, rompió el cielo y cayó la tarde.
            ¿Dónde está la vida que ha huido? ¿Cuándo podrá ese chico corregir sus errores, si lo mató su padre? Como quien se corta el brazo para que deje de dolerle, así también suprimió el error suprimiendo al que erraba. Ahora Carlos no se equivocará nunca; ya nunca sacará malas notas, ni buenas ni malas; pero tampoco se reirá, ni paseará, ni hará deporte, ni se irá con su madre buscando protección y cariño; ni se preguntará tampoco por qué su padre era tan raro; ni sufrirá en silencio añorando un poco de bondad en su familia, un poco de ternura en su padre, un poco de equilibrio en casa. Ya no verá a su madre queriendo separarse de su padre, porque su padre, para quitarse ese problema, mató a su madre. Y nadie tiene derecho a disponer de la vida de nadie.
            Una familia normal. Una familia correcta. Mirando por fuera, mirando sin ver; porque no vemos el fondo si nos detenemos en la superficie. No hace falta ser un lince para encontrar sentido a lo cotidiano, bastaba con interpretar los signos: ésa era una situación anómala. ¿Se podría haber hecho algo? ¿Hubiera sido posible evitar el crimen? Siempre es difícil deducir, a partir de los signos aparentes, cuándo se va a producir una masacre. Y hay mucha gente con problemas, pero tener problemas no es ser malo. No podemos matar el huevo de la serpiente; pero será preciso estar atentos a esa violencia larvada, a ese sufrimiento continuo (imperceptible por cotidiano), que a veces libera sin previo aviso, para pasmo de quienes vivimos cerca, a esa bestia horrible que llevamos dentro.

Naturaleza y Cultura

NATURALEZA Y CULTURA
             

            -¿Y tú piensas que eso está en los genes?
            -Y en el ambiente; y en el ambiente.
            -Como el cáncer.
            -Claro. Existe una predisposición según la naturaleza de cada cual, pero luego el ambiente la desarrolla o la deja dormida. Por ejemplo, no es lo mismo una ciudad contaminada que el aire puro del campo. Para el cáncer.
            -¿Y tú piensas que la paranoia es así?
            -Yo –dijo Juan- no sé qué pensar. Eso lo dicen los libros. Pero yo pienso que si un chico se cría en un ambiente de estímulo y esfuerzo, ese chico desarrollará su capacidad de pensar. No hay chicos que tengan genes inteligentes y otros que carezcan de ellos. Yo estoy con Descartes: todos nacemos siendo capaces de pensar, lo que pasa es que unos piensan y otros no.
            -Digo la paranoia, Juan. ¿Tú piensas que se hereda?
            Calló. No sabía cómo contestar a aquella pregunta. Dudaba, y mientras dudaba el ruido del bar creaba una atmósfera capaz de distraer los pensamientos de cualquiera; pero los de Juan no. Félix se percató de ello.
            -Otro que tú no podría.
            -¿Qué no podría?
            -Pensar en medio de tanto ruido. Tú sí que puedes.
            Juan abría la boca, desconcertado.
            -¿Qué es lo último que ha dicho el camarero?
            Juan se encogió de hombros. 
            -¿Ves? –concluyó Félix-. Sin embargo me estás escuchando a mí. Tú, en medio de tanto ruido, no oyes ni siquiera tus ruidos interiores. Tu mente permanece atenta al curso de tus pensamientos y a lo que te digo, yo que converso con ellos. Arcadio no sería capaz de hacer lo mismo. Arcadio se distrae con una mosca.
            Juan vaciló un momento. 



            -Sí, es verdad –concedió al fin. Pero su pensamiento siguió trabajando mientras hablaba. Sus palabras decían lo que acababa de pensar y mientras hablaba seguía teniendo pensamientos nuevos-. Eso lo da la costumbre. El entrenamiento. Estoy seguro de que si Arcadio practica lo suficiente acabará adquiriendo esa habilidad.
            -¿Tú crees?
            -Estoy convencido.
            -¿No has tenido alumnos incapaces de estudiar?
            -¿Incapaces de estudiar, dices?
            -Incapaces de concentrarse. Ellos ponen todo el empeño del mundo, pero se distraen con todo. El tiempo no les rinde, y en una hora sacan menos provecho que otros en diez minutos.
            -Eso es porque, habiéndose pasado la vida sin estudiar, tienen poca cultura. La cultura es como una pared llena ganchos a los que pueden agarrarse los conocimientos nuevos. Si tú tienes un montón de ganchos la mayor parte de lo que leas se agarrará a tu mente; pero si tu cultura es pobre (esto es, si tu mente apenas tiene ganchos), por mucho que estudies apenas se te va a quedar nada. Por eso no te rinde el tiempo. Por eso el zoquete con ganas de aprender puede pasarse las horas muertas estudiando sin aprender nada. O aprendiendo muy poco. No es porque en su dotación genética esté la incapacidad de concentrarse: es porque la falta de hábito le produce distracción en el estudio, y la falta de estudio lo deja sin apoyos donde fijar lo que aprende. La cultura es abono que enriquece los campos. Si tú estudias es como si abonaras el campo donde sembrarás luego; el estudio es la siembra, y la cultura el alimento que enriquecerá tu estudio. De un chico que no ha estudiado nunca no puedes esperar que de repente aprenda.
            Félix sonreía, sin argumentos. Sentía que su amigo sólo tenía una parte de razón, pero en aquel momento era incapaz de rebatirle. Tenía los mismos años que él, y casi la misma experiencia de maestro. Él estaba convencido de que algunas capacidades sí que se heredan. No todo lo desarrolla la educación. La educación pude hacer maravillas en algunos casos, pero en otros se muestra impotente; uno puede ser un magnífico médico para curar unas heridas, pero otras son imposibles de curar para cualquier médico; el mejor médico del mundo todavía no puede curar el sida. La educación no lo puede todo.
            -Pero dentro de unos años –insistió Juan, convencido- los avances de la medicina permitirán curar el sida.
            Félix sonreía. La capacidad dialéctica de Juan era admirable; Juan se lo rebatía todo.
            -Mira, Juan, yo he tenido alumnos con los que no he podido hacer nada. Y mira que lo he intentado, ¿eh?
            -A mí también me ha pasado. Pero es porque no tenía recursos en ese momento. Un educador más experto que nosotros sí podría haber sacado algo de esos chicos.
            La expresión de Félix se llenó de escepticismo.
            -Mira –dijo-, imagínate que te llega a clase un niño salvaje. Un niño que ha sido abandonado por sus padres al nacer y se cría con las fieras. Podrás enseñarle a comer con cuchara, a hacer sus necesidades en el váter, pero no podrás enseñarle a pensar.
            -¿Cómo que no?
            -Léete lo que se ha publicado al respecto. Sus capacidades innatas son las que son: tú no las puedes cambiar.
            Instantáneamente un brillo de satisfacción se dibujó en los ojos de Juan; el ejemplo de Félix se había vuelto contra él mismo.
            -¡Lo que ocurre es que el campo ha atrofiado sus capacidades! Tú sacas a un niño de la sociedad, le privas de los estímulos de la cultura y lo estarás incapacitando para aprender. Lo que ocurre, seguramente, es que esa incapacidad es irreversible para el pensamiento, pero no para las rutinas. El niño puede aprender todavía las convenciones sociales pero no la dinámica del pensar. Y eso, aunque sea así, no hace más que darme la razón: es el ambiente, y no la herencia, lo que priva a los chicos de sus capacidades. Dos niños recién nacidos tienen las mismas, pero uno crece en un palacio y las desarrolla y el otro crece en un tugurio y las pierde; todo está en la falta de estímulo.
            La cara de Félix se animó de repente. Estas últimas palabras le habían dado argumentos.
            -No, Juan, dos niños que nacen jamás pueden ser iguales; en capacidades, quiero decir. No siempre manda el ambiente, también la naturaleza. Imagínate que uno nace con todas sus capacidades intactas y el otro tiene síndrome de Down.
            Juan reculó, para acusar el golpe. Félix había dado en el clavo. Porque lo que decía era verdad. Entonces él… ¿estaba equivocado? En seguida encontró por dónde escurrirse.
            -Eso es un caso límite, Félix. Una patología. Con las personas sanas no es así. Dos personas son iguales si se crían en el mismo ambiente.
            -¿Con los sentimientos también? ¿Los dos sienten lo mismo?
            -Los dos desarrollan por igual la capacidad de tener los mismos sentimientos; luego la vida (es decir la experiencia) se encargará de que sientan unos más que otros. Con las ideas pasa lo mismo. Unos desarrollarán más unas ideas que otras pero todos desarrollarán de la misma manera las mismas capacidades de pensar.
            De repente en Juan se produjo un cortocircuito. Porque se acordó del problema del introvertido; y de la timidez. Recordaba que cuando estudiaba filosofía había tenido varias asignaturas de psicología. En aquel tiempo supo, de la mano de Jung, que unos nacen introvertidos y otros extravertidos. Esos temperamentos no dependen de la educación. La educación no lo puede todo.
            Félix le hablaba, pero él se mostraba distraído. Se acordó de las teorías del carácter, y de las tipologías. Decía Hipócrates que uno nace melancólico o flemático, como si la experiencia y la cultura no tuvieran nada que ver con la flema o con la melancolía: son los humores del cuerpo; la constitución física de cada uno; todo está en el equilibrio de fluidos: naturaleza nada más.
            -¿Me escuchas?
            Juan salió de su ensimismamiento. Aparentemente había dejado de prestarle atención.
            -Perdona –dijo-. ¿Qué decías?
            Félix le sonrió con benevolencia. Félix se desvivía porque aprendieran los chicos, las amas de casa. Siempre estaba preparando fotocopias con ejercicios que ellos pudieran entender. Juan, incluso, sentía que era peor maestro que él. Porque Juan les preparaba ejercicios que requerían una buena cultura para hacerles pensar, mientras que los de Félix eran menos complejos y, por lo tanto, más llevaderos. Juan, por ejemplo, les hacía una línea del tiempo de la reconquista y quería, a partir de ella, que las amas de casa dedujeran las causas y las circunstancias que habían impulsado los hechos: la invasión musulmana, la débil resistencia visigoda, don Pelayo… Félix, sin embargo, les ponía dos columnas, una con nombres y otra con definiciones, y las tenían que relacionar entre sí mediante flechas; o ciudades con países, órganos con funciones, ríos con afluentes, cosas así.
            Entró en el bar un grupo de chicos y entre ellos vio a Pedro. También estaba Elisa, pero los demás estaban de espaldas. Visi hablaba con ellos. Todavía estuvieron conversando un rato y el humo de los cigarros ascendía haciendo volutas. Entonces vino Visi. Le dijo a Félix que le llamaban por teléfono y Félix se ausentó. Juan se quedó contemplando el humo. De los cigarros salía un hilillo de filamentos entrelazados que dibujaban un baile en el que se envolvían y separaban, se abrazaban y ceñían, con toda la delicadeza propia del ballet. Cada vez que alguien chupaba el cigarro se encendía la ceniza, como los faros que en la costa sirven de guías para las naves; hasta que se acumulaban las cenizas, en ocasiones medio cigarro, y se caían sobre la mesa o sobre el suelo, y algunas veces sobre la taza. Todos fumaban. Eran los tiempos en que fumar era de machotes. Hasta las chicas ponían la fuerza del carácter en un cigarro encendido y hacían ver, en el cigarro, que ya no eran las frágiles chicas de antaño. Ahora empezaban a hablar siempre como carreteros: con tacos.
            Félix se había disculpado y Juan le había recordado que tenía que llevarlo al Espinar: se le había ido el autobús y ahora no podría marcharse solo.
            -No te preocupes –dijo. Te recogeré. Vuelvo dentro de un rato.
            Y se marchó.

Lo Real Maravilloso

LO REAL MARAVILLOSO


            Hace muchos años que viajé al Perú. Hay allí un lugar pequeño, muy cerca de la ciudad de Trujillo, cuyos caminos polvorientos despertaron mi curiosidad; de aquel gris terroso y seco manó un paisaje colorido, y aquel viaje de fortuna, rumbo al interior de los Andes, me llevó a unos cerros que sesteaban perezosamente bajo una calma cotidiana; cerros que sacaron a mi imaginación de la pereza. En estas líneas hay un recuerdo emocionado de aquel viaje que olía a tierra.



Roma, peligro para caminantes. El poeta se perdió en sus calles, exploró las esquinas, desnudó el tiempo. Roma era para él ciudad eterna y bella, era también un libro de historia, pero era ajena. El poeta paseaba su exilio por aquellas calles milenarias, arribado de Argentina, después de haber sido vomitado por España.
            Aprendí después que Roma no está en Italia. Es un pueblecito escondido en las estribaciones de la sierra, allende los mares y las tierras, próximo a la costa del Perú. Cerca de la ciudad de Trujillo, en el departamento de la Libertad. Allí fui un lejano mes de agosto, borracho de ganas de conocerla. Roma, aldea perdida. Auténtico peligro para caminantes. Roma, lejana y bella.
            Nos llevó Felipe a la estación de autobuses de Trujillo. Ya entonces me sorprendió la forma en que ómnibus y micritos asaltaban a la clientela. Por todas las esquinas pululaban jóvenes descamisados, sudorosos y desaliñados, gritando a los viandantes el destino de los vehículos; como en un mercado persa, andaban a la caza de los posibles viajeros, regateando y pujando en los precios, perjurando que sus autos eran seguros, luchando entre ellos para arrebatárselos de las manos. “¿A Roma, señor?”, decía uno; “¡venga conmigo! No se vaya en ese micrito, que la semana pasada tuvo tres accidentes; y aquel otro volcó; venga con nosotros, viajará seguro”. Felipe nos decía que no nos fiáramos  de ninguno y nos subió a un autobús viejo pero que lo era menos que los otros; los asientos tenían hierros que se clavaban en las posaderas, demasiado juntos para quien, como yo, tiene las piernas demasiado largas; el forro de tela estaba roto y descosido, el suelo lleno de barro seco, y había un cobrador con una cartera al hombro que al pronto dijo: “¡vámonos!” Felipe nos advirtió que costaría un sol más, pero que sería más seguro que los endiablados micritos que pisaban el acelerador como condenados huyendo; y como eran camionetas pequeñas desprovistas de estabilidad, claro está, volcaban.
            Partimos de Trujillo por una carretera asfaltada que, apenas se escurría del óvalo, se escapó por un camino terroso por el que levantaban las ruedas una sucia nube de polvo. De vez en cuando gasolineras precarias (grifos, que allí les llaman); hileras de casuchas desvencijadas, tablas arremolinadas en confuso montón, piedras huérfanas y cartones, esteras, ladrillos, y algún bar con olor a queroseno. La carretera levantaba polvo y batía tierra, el traqueteo de los baches se clavaba en los huesos, y en la otra hilera de asientos se sentaron dos cholas navegando en sus amplias polleras. Subió luego una jovencita con cara india que vestía un traje negro de falda corta que dejaba ver sus jóvenes carnes: era un uniforme de azafata, iba a trabajar en algún congreso (¿o acaso volvía de él?); pero se adivinaba tras sus finos ademanes la cara de hambre de una chica de pueblo.
            En otra parada subió un hombre con una guitarra. Apenas se cerró la puerta sonó el cascabel de sus dulces cuerdas, y nos obsequió con una andanada de luz y alegría que abrió nuestros dormidos pulmones y ensanchó el corazón, llenándolo de espacio y oxígeno. Desfilaban huainitos junto a la colegiala, guajiras, lambada, algún vals y alguna que otra salsa. Concluida la actuación, en un equilibrio certero de aquel autobús zarandeado por las olas de los baches, se quitó el sombrero y pidió perdón por, según decía, “haber sido molestoso”. Mi hijo de seis años que se sentaba junto a mí, se levantó al punto y le replicó: “no, señor, usted no ha sido molestoso; sus canciones me han gustado mucho”. Entre las risas de la gente lamenté no tener moneda sencilla para pagar a aquel hombre por su hermoso concierto. Su guitarra cantarina se quedó en mi recuerdo como un derroche de vida y color, que espero poder pagar de no sé qué manera, en algún otro lugar, algún día.
            Mientras el autobús surcaba el polvo de la ruta me asusté con aquel palo que se dirigía a mí, como una lanza que quisiera atravesar la carrocería. Era el bastón de un pobre hombre que se abalanzaba sobre el autobús, y que al punto yo creí que éste lo atropellaría. No fue así, y al parar avanzó torpemente como un cangrejo apoyado en su garrota retorcida: estaba ciego; sus pasos adolecían, además, de una disfunción motórica que los hacía bailotear como las patas de madera de un muñeco mal articulado. Ya en el autobús pidió dinero. Y comprendí entonces que los sucios vagones del metro de Madrid, que reciben en algunas paradas una guitarra, una armónica o un acordeón pidiendo limosna, eran sólo una pálida copia de aquel variopinto retablo de las maravillas.
            El ciego que casi no podía caminar era, además, mudo. Tenía una camisa sucia y sus mugrientos pantalones casi no llegaban a aquellos pies medio descalzos, medio desnudos. Vi después que no era ciego del todo, porque entre las nieblas de su lóbrego mundo vio la sombra borrosa del músico que nos había deleitado cantando. Se le ocurrió, al verlo, que tenía que pedir limosna cantando, como él; y tañó un concierto tristísimo de voces y gruñidos, esforzado en luchar con unas vocalizaciones que no le salían, que se trocó en mi corazón en el eco de un llanto: llanto por los abandonados y los desvalidos; llanto por los miserables y los pobres; llanto por los desheredados cuando eran niños. Ahora, que estoy muy lejos de aquel camino, se ha incorporado a mi sentir aquella escena como un clamor sordo de tristeza infinita sobre mi conciencia.
            Se estrechaba el camino por momentos. El polvo seco se metía por la nariz y la garganta. Por aquel desierto de dunas sucias y grises empezaron a aparecer piedras sueltas, luego paredes rocosas y algún picacho; aquí o allá resaltaba algún letrero, reliquia de un próximo pasado, llamando a luchar contra el cólera. Llegamos, pues, a Chocope. Tras la pequeña cuesta surcada por paredes blancas se hallaba el hospital que guardaba el pasado de mis tíos. Todavía Rebeca, hacía tan sólo una semana, había vuelto a cruzar sus arcillosas paredes para ir a curar su brazo roto. Salió el autobús del pueblo.
            De repente, Casagrande. Al girar el autobús por una calle dio de narices en la plaza. Era día de mercado. Había puestos con telas de colores, puestos separados entre sí por oscuras esteras, canastas de frutas y verduras: sandías, zapallos, granadas, papayas, guayabas, limas; otros puestos exponían innúmeras clases de papas, yucas, piñas. Más allá había una estera de la que colgaban jirones de carne martirizada por las moscas, que revoloteaban y se posaban en patas y lomos de color oscuro que antaño seguramente fueron rojos. Había serranas (serranas ya, pues entrábamos en la sierra) con fuegos de queroseno asando anticuchos, y un olor acre se adueñaba de la plaza. Un niño descalzo comía fruta allá en el suelo; otro lo miraba con ojos grandes sobre sus ojotas. De repente miré hacia la derecha, por la ventanilla del lado opuesto a donde yo estaba. Vi un edificio cerrado con una puerta sobre la que se leía la extraña palabra “terrapuerto”. Una palabra que yo no había oído en mi vida. Me parecía evocar el terrarium, y me sugería un mundo de urnas llenas de arañas y reptiles; y por lo de “puerto” me hacía pensar en un aeropuerto… Sí, en verdad era aquella una palabra extraña. Luego me enteré de que designaba una especie de aeropuerto de tierra: en suma, una estación de autobuses.
            Casagrande. En algún lugar del pueblo estaba la antigua hacienda. Una fábrica de azúcar que se alimentaba de los inmensos cañaverales que se extendían hasta perderse en el horizonte, hasta Roma. Sobre su puerta estaban escritas, en otros tiempos, las siguientes palabras: “Tace, ora et labora”, que en latín significan: “cállate, reza y trabaja”. Luego, el gobierno del general Velasco repartió las tierras entre los indios, y aquella inscripción fue cambiada por otra que decía: “ama llulla, ama sua, ama kella”; eran los tres mandamientos de los tiempos incaicos, que en quechua quieren decir: no seas ladrón, no seas ocioso, no seas mentiroso. Dicen que la hacienda ha ido a menos desde entonces. La eficacia productora de los dueños fue sustituida por la impericia de aquellas gentes, humildes y sencillas, incapaces de gestionar nada. El tiempo se lo llevó todo.
            Roma. Hemos llegado a Roma. Es una calle ancha, separada por una franja de palmeras, a cuyo alrededor se apretuja el pueblo. A un lado son casas pequeñas, de un solo piso, que ahora están desiertas porque es la hora de comer. A otro lado, el cerro. El cerro de hoy, que ya no es el mismo que el de antaño. Nuestros ojos se pierden entre sus formas, intentando encontrar una piedra llamada “resbalosa”: no aparece por ninguna parte, y nos sorprende el desconcierto. Hasta que un joven del pueblo dirige nuestra mirada hacia una casa. “¿Ven ustedes aquella casa blanca allá, por la derecha?” Sí, la vemos. “Pues debajo está la resbalosa”. Y aquí el estupor sucede al desconcierto: ¡sobre la resbalosa han construido una casa! Pero no es la única. Todo el cerro se halla cubierto de casas de fortuna, más o menos sólidas, más o menos uniformes, construidas por los pobres que se han ido adueñando del cerro. En una de sus piedras se dibuja el esqueleto roto de una torre eléctrica, hoy postrada y con la espina rota. “Lo han hecho los terrucos”, dice nuestra tía Rebeca. “Una noche retumbó el suelo mientras todos dormíamos, y era la explosión que la partía en dos. Habían dinamitado la torre. Ya ves, Roma, que siempre ha sido un lugar tranquilo y sin historias, también ha sido visitada por la guerrilla”.
            Pero Roma sigue tranquila todavía. Atrás queda la confusión de Lima. Atrás la actividad de Trujillo. Roma se levanta junto a la sierra, como un lugar de retiro, envuelto en la paz y llamando a la meditación que por doquier se respira. Vamos a la piscina donde tantas veces se bañó Marinanda con sus padres, sus tíos y toda aquella caterva de chiquillos. Más allá, los cañaverales. Extensos campos de caña de azúcar que ahora estaban cortados. De los limpios cortes de los machetes, brotaban aquí y allá espejos de lágrimas dulces. “Caminemos un rato por las cañas. Busquemos algo de melaza”.
            Poco a poco iba cayendo la tarde sobre nosotros. Al volver visitamos el cine del pueblo. El viejo cine donde, todos los días del verano, veían películas gratis los hijos de los administradores: hoy está cerrado. En el abandono que se adivina dentro, dice la gente que ahora es pasto de las ratas. Pero el edificio por fuera se mantiene firme, entero y orgulloso. A Marinanda se le hace un nudo cuando contempla todo aquello. Altas y majestuosas palmeras se levantan aquí y allá, inundándolo todo de verde. Está la fábrica donde se procesaba la caña de azúcar. Ella recuerda la fila de indios que iba, caminando taciturna al toque de campana, mascando coca en sus bocas adormecidas. Metían en ellas las hojas de coca, les añadían un poco de yeso y con la saliva, moviendo y desplazando la lengua, formaban una bola que inmovilizaban en el carrillo y absorbían en silencio. La coca les hacía olvidar el hambre, duplicaba sus fuerzas y les quitaba el sueño. Así se preparaban todos los días para trabajar en las labores del campo.
            Más allá cruzando de nuevo al otro lado, la que fue casa del tío Alberto. ¡Qué diferente está todo, dios mío! ¡Qué abandonado! La noche ha caído sobre nosotros, y ya las estrellas titilan en el cielo limpio de la sierra. Levanto mis ojos hacia ellas, siguiendo el rastro de los ojos de mi hijo, y veo una nitidez precisa y un resplandor luminoso surcando la negrura de la noche. Buscamos las constelaciones del otro hemisferio y nos vamos frustrados, yo y el niño, de no haber visto la cruz del sur.
            Durante la tarde no han parado de llegar y salir autobuses y micritos por aquella solitaria zona. “¡A Trujío, a Trujío!” Y era una música que nos ha acompañado en la tarde nostálgica, solitaria y tranquila, de aquel hermoso pueblo incorporado al retablo de las maravillas. Dicen que Ascope fue en su día un emporio, más importante que Trujillo. Muchos autobuses van a Ascope. Nosotros vamos a “Trujío”. Y es la vuelta por los pueblos sencillos, ahora envueltos en las tinieblas de la noche, olvidado el mercado, el terrapuerto, el hospital, el cobrador y el músico. Ya la polvareda se ha vuelto fría, invisible, y a lo lejos empiezan a aparecer las primeras luces de Trujillo.
            Acabo de visitar lo real maravilloso. Lo he visto y está en Perú: en el ciego del camino, en el mercado de Casagrande, en el emporio de Ascope, en la resbalosa de Roma. Es un mundo que ha desaparecido sin haber sido sustituido por ningún otro. Entre las ruinas se mueven ciegos y mendigos, guitarras y ruidos, gentes que están ahí sin saber adónde van: y que se enquistan, convertidos en árboles que ven pasar el tiempo, en piedras ocultas tras efímeras casas. Bajo la costra podrida de un mundo que se muere están los sueños henchidos, la infancia eterna, pero perdida, las sombras deformes que se apoderan de las ideas emanadas de la razón: porque la razón no es el huésped que puebla estos contornos. Todo en ello es irracional, terrible, triste, y lo pequeño es exagerado, y las estrellas son espejos, y el olvido es una serpiente reptando por las palmeras que cubren de hojas el cielo. Pienso en este ensueño y el ensueño me habla de Alejo Carpentier, de García Márquez, de Miguel Ángel Asturias y hasta de un gallego llamado Wenceslao Fernández Flores. La realidad es un espejo deformado de sí misma, y es, como Galicia, tierra de sueños, nostalgia, brujas, arañas y supersticiones. Es un suelo detenido en el tiempo mientras el resto de las cosas pasa, tejiendo el ciclo de la vida. La realidad americana es maravillosa, y eso es lo que nos admira; está parada, pero no está muerta; se ahoga en el asco, pero retoza llena  de vida. Es un mundo donde se han perdido las esperanzas, y ese esperar desesperado se disfraza de magia, recreando maravillas.
            También Quevedo se recreó en el humor, y la risa le ayudó a soportar el mundo amargo en el que le había tocado vivir. Lo real es espantoso, inaceptable, increíble; por eso se subleva contra su propio destino, trocando la desesperación en magia. Ahora entiendo perfectamente la literatura latinoamericana… Pero voy despertando de aquel ensueño, al ver las luces que me llaman de Trujío.