viernes, 28 de febrero de 2020

PUERTOLLANO


  
PUERTOLLANO



Me he acercado a la estación de Puertollano. He visto su locomotora humeante detenida en el tiempo, inmovilizada en el espacio. Por los intersticios hay fuego que viene de la caldera. Es de hierro negro, polvoriento, y en sus soplidos poderosos hay algo del toser cavernario de la silicosis; de una gravedad que viene de lo más hondo, forrada con los estruendos del metal; de esos que dan golpes que retumban en el pecho haciendo temblor en los pulmones y separándolos, o eso parece, de la caja de huesos donde duermen enterrados. El tren de carbón. La máquina pesada que hace temblar el suelo cuando recorre las vías, aplastándolas, en su lenta cabalgata.
            He visto la chimenea de bronquios rotos fumando humo y el cielo pintado en un lienzo de carbón. He visto los ruidos roncos de los bronquios, sus respiraciones rotas, el vapor continuo que envuelve las ruedas junto a las bielas. La pared de hierro atestada de carbón, el fogonero clavando su pala con toda la fuerza de sus hombros para sacarla llena y vaciarla toda de un golpe, en la horrible ventana donde tiembla el fuego. El cielo oscurece y se quiebra la luz, se ensucian las nubes, la caldera bufa.
            Y en el furor de la chimenea hay un no sé qué que anuncia la llegada de la noche. Detrás de la máquina esperan los vagones de madera, atados con cadenas de grasa seca, con duros brazos que chocan entre vagón y vagón. Son vagones de segunda que a un lado tienen compartimentos y a otro un pasillo donde esperan los niños, asomados a las ventanas, para salir. Y hay también vagones de tercera que están hechos de tablas que se clavan sin misericordia en los huesos de las posaderas. Al toque del silbato el tren empieza a salir; más allá de la estación (hecha de humo y austera, vieja, de olor dulzón y sucio como huele el carbón mezclado de tierra, polvo, hierro, humo y grasa), más allá de la estación, dije, está la calle Torrecilla. Y un poco más allá la iglesia de la Asunción con su torre de piedra, los arcos de sus ventanas, las gruesas campanas de bronce, el colegio de las monjas y la plaza que los une; los rezos del via crucis, las huellas del pasado donde las mujeres salían en procesión y llevaban las velas, y se oía el susurro insomne de las oraciones muertas, el rostro encapuchado, las túnicas de colores, el fragor de los tambores, perdona a tu pueblo.


            Más allá está el Terry. Remedo de monte que se levanta como si fuera un cerro, pero tierra, carbón, hierro, piedra y escoria, resbalando por las faldas donde, colgado del cielo y atado a cables que se apoyan en los postes, vuelcan, como catenarias, su contenido ronco los vientres cansados de las vagonetas. El Terry. Un cerro que no es cerro hecho de carbón que no es carbón y emergiendo de las sombras cuando llega la noche, recortando en el cielo (tan sucio como él) la figura borrosa de fantasmales perfiles que hay en el crepúsculo cuando llega.
            He visto el cerro, la calle, las casas que dormitan en la noche, la torre oscura del campanario, la procesión sombría que recorre el suelo, los cantos lúgubres que se acercan. Hay en ese suelo como un eco de rumores, de allí donde un día se quedó mi infancia, de la calle ancha, las pipas de Juanito, el rincón del paralítico, el pilón de las bestias, el puesto de la abuelilla. Por allí íbamos mis hermanas y yo, con otros niños del barrio, camino del colegio; y cogíamos las algarrobas de los árboles, cogíamos pan con quesito, hablando, entretenidos, por la calle, y contentos porque en la cartera, cuando llegara el recreo, teníamos el bocadillo.
            Ha sonado el silbato del jefe de estación. La locomotora, cansada, ha pegado un bufido. El andén de repente se ha llenado de humo. Y las ruedas han empezado a andar penosamente, y a subir de tono y acelerar el paso resoplando como un caminante que ya no puede con su alma; han ido más rápido, ahora un poco más, y más, y más, y al bufido rítmico de su vientre se ha unido el traqueteo de los empalmes de hierro que cortaban las ruedas cuando marchaban sobre las vías.
            El tren se va, ¿adónde va? Se va, se va, y el cielo oscuro se ha fundido con la noche y en la noche negra se han soltado los vapores grises y el vapor es como una niebla en la que se esconde, rompiéndose en jirones, la figura ronca del tren que se aleja. ¿Adónde va? No lo sé. Yo sólo sé que se entierra dentro de los velos de la niebla. No sé adónde va pero sé de dónde sale: sale del andén de piedra que se queda quieto mientras su sombra se aleja. La estación de carbón a la que se asoma un pueblo minero. El pueblo donde viví, cuando era niño, y lo sucio se acostumbró a parecerme bello. El pueblo de los gases que salían de la fábrica. El de la plaza de toros y el gran teatro. Y el mercado donde trabajaba Fernando vendiendo pollos. El del reloj de las flores, el pabellón de la música, el paseo y la biblioteca. El pueblo de la fuente agria. Aquel que abandona el tren, cuando lo sepulta la noche, hacia las calles de barro. El pueblo que no tiene acera, por las laderas del cerro, cuando llueven los charcos. El pueblo tosco donde fui feliz, el de la iglesia, la chimenea, la fábrica, las minas y la temible casa de baños. Un pueblo sumido en la niebla. Un pueblo que apenas se ve. Puertollano.




viernes, 21 de febrero de 2020

EL MÉTODO CONCLUSIVO



LA IMPERTINENCIA DE LA LECHUZA



EL MÉTODO CONCLUSIVO


            Quienes presumen de científicos utilizan el método hipotético-deductivo. Se llama así porque el investigador introduce en la realidad hipótesis de las que puede deducir consecuencias, de tal manera que pasa siempre por cuatro momentos:

1. Realidad de partida (que debemos observar, analizar, describir, ordenar), y sobre esa realidad nosotros hacemos una pregunta: las cosas son así, pero ¿por qué?
2. Hipótesis o respuesta: se da una primera explicación recurriendo a la deducción, a la analogía y al conocimiento previo que tenemos de la realidad. 
3. Consecuencias que  se derivan de la hipótesis, es decir predicciones sobre las cosas que no conocemos exigidas por esa posible explicación hipotética de los fenómenos.
4. Vuelta  a la realidad: comprobación de si existen o no las cosas que predice la hipótesis contrastándolas nuevamente con los datos; la realidad, que ha sido el punto de partida, tiene que ser también el punto de llegada.

Veámoslo con un ejemplo: observo que me duele el dedo; ordenando en mi mente las cosas que me han ocurrido, resulta que me ha empezado a doler después de caminar por unas zarzas: deduzco, pues, que me he pinchado y concluyo que se me pasará dentro de un rato; pero (vuelta a la realidad) no sólo no se me pasa el dolor, sino que me está subiendo la hinchazón del dedo por la mano y amenaza con llegar hasta la muñeca.
Decido ir al médico. Después de observar la evolución de la hinchazón, él busca en su memoria y descubre que cosas parecidas suceden cuando nos pican las víboras; si ésa fuera la causa, concluye que la picadura debería tener dos puntitos en vez de uno, producidos por los dos colmillos del animal; vuelve a mirarme la mano: en efecto, tengo dos pinchazos muy próximos el uno del otro. El médico, entonces, procede a darme el antídoto.

Repasemos los pasos que hemos dado:

1.      Observación: me duele el dedo. Análisis: todo empezó junto a unas zarzas.
2.      Hipótesis: la causa es un pinchazo, probablemente urticante.
3.      Consecuencias: el dolor se me debería pasar en seguida.
4.      Contrastación y refutación: el dolor no se me pasa y la hinchazón sigue en aumento.

Repasemos ahora los pasos que ha dado el  médico:

1.      Observación: la hinchazón progresa sin límite aparente.
2.      Hipótesis: es el picotazo de una víbora (enroscada, probablemente, entre las zarzas que he rozado con la mano).
3.      Deducción: debería haber dos puntitos en la herida.
4.      Contrastación y confirmación: he vuelto a mirar el dedo y acabo de descubrir los dos pinchazos; se trata, seguramente, de una víbora.


Comparémoslo con el razonamiento que hace Antonio Machado en una de sus poesías: la que se titula A un olmo viejo.

1.      Observación: hay un olmo viejo, seco, un tronco sin hojas, hendido por el rayo.
2.      Hipótesis: en semejante estado el olmo está muerto.
3.      Consecuencia: si estuviera muerto no debería volverle a salir ningún brote verde.
4.      Refutación: pero le acaban de salir unos brotes; por lo tanto, en contra de las apariencias, no estaba muerto.

El poema concluye diciendo: “mi corazón espera otro milagro de la primavera”; y eso significa que el poeta espera que le pase a un ser muy querido por él algo muy parecido a lo que le ha sucedido al olmo viejo; veamos qué es:

1.      Observación: por aquel tiempo (tiempo en que compuso su poema) Leonor, la esposa del poeta, estaba gravemente enferma; la tuberculosis cursaba normalmente con la muerte del paciente. De manera análoga, el olmo viejo se estaba muriendo.
2.      Hipótesis: es posible que Leonor experimente una mejoría, igual que le acaba de ocurrir al árbol.
3.      Consecuencia: con suerte, esa mejoría no sería transitoria sino que podría conducir a la curación.
4.      Comprobación: tiempo después murió Leonor; la esperanza quedó frustrada porque la hipótesis acababa de ser refutada.

El ejemplo de la víbora y el del olmo acaban de ser tratados con el mismo método: el método hipotético-deductivo. Sin embargo coincidimos en llamar al primer ejemplo una investigación científica y al segundo un comentario de texto. Ahora bien, se admite que la interpretación de los textos es un proceso distinto de la investigación científica, que, a diferencia de ésta, no busca causas, sino interpretaciones; y, a diferencia de la explicación, se presenta a sí misma como portadora de un método distinto: el de la comprensión.
Pero acabamos de ver que la explicación del dolor en el dedo sigue los mismos pasos que la comprensión del texto: el método hipotético-deductivo parece ser común a la poesía y a la ciencia; no es algo privativo de las ciencias naturales mientras que las humanidades y las ciencias humanas utilizarían un método alternativo, el que llamamos hermenéutico; como cuando los juristas tienen que interpretar las leyes en su aplicación.
            No. El método hipotético-deductivo y el hermenéutico son el mismo; la diferencia está en que el primero trabaja con fenómenos y el segundo con textos, pero los pasos que se siguen en ambos casos, tanto para explicar como para interpretar, son idénticos: se trata de observar, conjeturar, inferir y concluir; análisis empírico, hipótesis, análisis lógico y contrastación.


1.      Análisis empírico. Observo la realidad: en un caso se trata de fenómenos y en el otro de textos; un texto es la huella escrita de un conjunto de fenómenos.
2.      Hipótesis. Es una explicación posible y, a ser posible, plausible; pero no se descartan nunca las explicaciones disparatadas. A las conjeturas (o explicaciones hipotéticas) se llega por inducción, deducción o analogía.
3.      Análisis lógico. Desmenuza las posibles implicaciones contenidas en la hipótesis, ya sea analizando los conceptos, las relaciones entre conceptos o las conexiones entre las ideas, los conceptos y los conocimientos acumulados en la cultura del investigador; estaríamos, respectivamente, ante tres tipos de análisis: conceptual, lógico y de control empírico; este último intenta ver si las ideas y conceptos analizados lógicamente tienen también su correspondencia en el mundo de la experiencia posible.
4.      Contrastación. Se trata de saber si en el mundo real se dan también esas consecuencias posibles que hemos analizado después de sacarlas de la lógica de las cosas; es decir de comprobar si el mundo real está en consonancia con el mundo posible; un mundo de posibilidades que, previamente, nosotros hemos sacado de la realidad.

El método hipotético-deductivo debería llamarse hipotético-conclusivo, porque las conclusiones a las que llega se obtienen por medios deductivos y analógicos además de inductivos. Sirve para explicar cuando se aplica a los fenómenos, y para comprender cuando se aplica a los textos; el método de comprensión no es, en consecuencia, distinto del de la explicación, sino que para lo que algunos llaman comprender y para lo que otros llaman explicar se siguen los mismos caminos. Solemos decir que cuando pesan más las analogías en la obtención de conclusiones su carácter es menos científico, y cuando pesan más las deducciones lo es más; es sólo una cuestión de dosis, de modo que entre todas las ciencias hay unas que lo son más y otras que lo son menos; pero todas las ciencias, incluso las aparentemente menos analógicas, utilizan la analogía; así se obtuvo, por ejemplo, la ley de la carga eléctrica (qq’/d2) por analogía con la ley de la gravedad (mm’/d2).
            Si falta el cuarto paso del método (la contrastación) pueden ocurrir tres cosas:

A.    Que su motor sea la razón, en su doble vertiente lógica y analógica: se trata de filosofía.
B.     Que su motor sea la fe, ya se exprese mediante conclusiones lógicas o mediante analogías: es la religión. O más precisamente, las mentalidades e ideologías.
C.     Que su motor sea la lógica, es decir la razón desprovista de contenidos empíricos: se trata de ciencias formales (lógicas y matemáticas).

La razón, la lógica y la ciencia contienen, en las hipótesis, un mundo de conjeturas; una conjetura es una explicación que esperamos que sea cierta, confiamos en que lo sea: pero no se trata de una fe religiosa, monolítica e inamovible, no es una confianza ciega, propia del fanático, sino una fe racional; una esperanza cuya confirmación dependerá de los hechos; a diferencia de la religión, en la que depende de la voluntad de un ser supremo.



            Poesía es deleitarse en las analogías que generan hipótesis a partir de los datos, pero sin comprobarlas; todas las artes que existen son formas de poesía, aunque las que se pegan mucho a lo observable adoptan un estilo realista que, en último extremo, las acerca a la ciencia.
            La técnica es la búsqueda de conclusiones (lógicas y analógicas) que, además de calcar la realidad, permiten construir artefactos que la imitan para modificarla.
            Y el saber ordinario, al que también solemos llamar sabiduría popular, es un conocimiento más descriptivo que conclusivo, pero también conclusivo, que no se preocupa demasiado por sistematizar la coherencia entre las cosas que dice. Lo llamamos saber cuando está pegado al terreno de manera realista (algunas veces con un realismo ramplón). Y cuando aporta conjeturas interesantes en forma de destellos, tanto para conocer como para vivir, lo llamaremos sabiduría.
            Todo (ciencia, arte, matemáticas, religión y filosofía) deriva del  método conclusivo; que es el que utiliza la razón en contacto con la vida. No hay diferencias fundamentales entre las ciencias naturales y las humanas, salvo en cuanto a su objeto (fenómenos o textos) y en el mayor énfasis que pongamos en los datos o en las hipótesis, por un lado, y entre la deducción y la analogía, por otro; incluso las ciencias de la naturaleza, cuando dependen de la observación de realidades inobservables, pasan a ser más que ciencia: filosofía; y para los científicos ramplones la filosofía no es más que degradación de la ciencia. Por eso la teoría de cuerdas es acogida, por algunos científicos, con desprecio.





viernes, 14 de febrero de 2020

BUSCÁNDOME EN MI SOMBRA



BUSCÁNDOME EN MI SOMBRA


1.

            Las mentalidades suelen contener impresiones, ideas, sentimientos, a veces se apoyan en relatos, canciones, poesías y otras veces en creencias, ilusiones y adhesiones inquebrantables; las ideas se construyen a base de observaciones o fantasías y suelen estar sin demostrar; es así como la gente dice cosas que ha admitido siempre por tradición  y son creencias ciegas: por eso no son ciencia; y no se sostienen en la duda sino que se imponen como verdaderas, nunca se cuestionan: por eso no son filosofía; en tanto que incuestionables, son sagradas y están cerca de la religión; y en tanto que prescinden de los dioses otras veces son doctrinas ideológicas, da lo mismo que sean revolucionarias o conservadoras, su efecto es el mismo; al admitirse de forma casi ciega sin habérselas juzgado se imponen como prejuicios, y al no demostrarse de manera coordinada y metódica no son teorías científicas sino doctrinas de andar por casa: visiones del mundo.
            Las doctrinas y prejuicios que se introducen en las mentes de manera confusa, imponiéndose sin argumentos sólo por defender una idea, pueden hacer mucho daño; así, ciertos feminismos defienden ideas peregrinas como que las tetas no son un órgano sexual; otros veganismos niegan que las carnes sean buenas para la salud, y algunos puritanismos, obsesionados (lo que está bien) con no reducir la sexualidad a genitalidad, afirman (lo que está mal) que la sexualidad viene a serlo todo; si eso fuera así cada vez que yo abrazo a un ser querido estaría haciendo un acto sexual; en su empeño por no hablar de sexo los puritanos diluyen el erotismo y así, buscando las dimensiones no sexuales del erotismo (que existen), se olvidan de las sexuales, y lo hacen para establecer una censura, para no hablar de ellas; porque ellas también existen.  
            Las tetas son órganos sexuales aunque también sirvan para alimentar al bebé (como la uretra, que sirve para orinar, pero también sirve para expulsar eyaculaciones); la carne no es mala para la salud (aunque lo sean las grasas que contiene); el erotismo está en los genitales (aunque también se encuentre en otras partes del cuerpo). Todo prejuicio reduce la realidad a una sola de sus manifestaciones, y expulsa las otras por pecaminosas. Todo porque nos parece que el placer es malo. Pero no podemos evitar que todas y cada una de las funciones de nuestro organismo (comer, beber, dormir) lleve emparejada siempre la función de producir placer; comemos para matar el hambre, bebemos para aplacer la sed y dormimos porque necesitamos descansar, pero al mismo tiempo disfrutamos comiendo, bebiendo y durmiendo; el sexo sirve para reproducirse, pero también para disfrutar; y lo mismo que en el agua podemos separar los minerales para convertirla en agua destinada, también podemos buscar placer en el sueño sin que necesitemos dormir, disfrutar del alimento sin que necesitemos comer y gozar de la bebida sin que necesitemos beber; y podemos aislar el placer del sexo olvidándonos por un momento de que también podemos usarlo para tener hijos.


2.

            Veinte años atrás un joven segoviano quería a una chica, pero la chica no lo quería a él. Estaba haciendo estudios en la universidad. Era hijo único. Sus padres, que tenían una pequeña tienda en la ciudad, lo querían con devoción; en él habían cifrado todas sus esperanzas. Pero él, vete a saber por qué (algún cable se le cruzaría en la cabeza), se acercó una noche a ella y estaban a las puertas de la universidad; la siguió hasta la muralla; ella le diría por enésima vez que no lo quería y él, cegado por el arrebato, preso de su locura tal vez, la apuñaló hasta la muerte.
            En una ciudad sin historias como Segovia el eco del crimen, que se repetía de boca en boca y se transmitía de oído en oído, se estremeció hasta los cimientos. El chico fue juzgado y condenado a veinte años. Era el entierro de la joven: un rumor supersticioso filtró los corazones, un nudo de rabia se anudó en las gargantas, un estremecimiento, un temor fue el hilo que se anudaba en las casas enredándose en las puertas, trepando en las enredaderas, atravesando ladrillos, piedras, enfoscados y argamasas, penetrando por las ventanas. Los padres cerraron la tienda y se marcharon a otra ciudad. Huyeron de la vergüenza, de los dedos anónimos que los señalaban, pero sobre todo del dolor insoportable de tener que perder al hijo como si estuviera muerto, porque se puede morir por la hoja de un cuchillo y por el cuchillo de las lenguas; uno atraviesa tus carnes y las hace sangre, y otro atraviesa tu vida poco a poco, a puñaladas, con las hojas afiladas de las palabras que te lo matan en las mentes después de habértelo quitado en cuerpo y alma, miles de palabras recorriendo la ciudad, clavándose en los oídos, en las calles, en las paredes, repitiéndote mil veces lo que mil ves has oído y estás cansado de oír: que tu hijo es un asesino; ese niño que jugaba de pequeño, que comía la sopa y creció luego con sus juegos inocentes, y luego creció un poco más y se volvió raro y creció más todavía como están destinados a crecer todos los jóvenes; mi hijo, ¿cómo pudo ser? Esa joven que ya no existe truncó su vida a los veinte años, y ahora la llevan sus deudos, camino del cementerio, con la desesperación de sus padres, precipitados, hundidos, desolados en el mundo, sangre de su sangre que ha dejado de latir; una víctima inocente de un criminal que tuvo la culpa pero que todavía ni él, ni sus padres, ni el médico ni el cura ni nadie, ni el psicólogo mismo que cura el alma, sabe cómo pudo ser.
            Han pasado veinte años y se ha cumplido la condena. Una deuda saldada con la sociedad. Una deuda contraída que se ha dejado de deber. La joven tendría ahora cuarenta años: los que ahora tiene el joven que ha enterrado su vida entre las cuatro rejas, el que ha se ha robado así mismo la inmensa juventud. Ninguno de los dos ha sido joven, aunque sólo él y no ella se dirigirá ahora hacia las puertas de la vejez. Se ha cumplido la condena: el joven está libre. Pero la gente, cebándose como se ceba la turba que se enrosca y enturbiándose en las nieblas de un linchamiento, alza sus voces al altísimo: son gente decente; piden que los asesinos no salgan de la cárcel, se les impida vivir; como la chica asesinada, él tampoco debería vivir (la ley del Talión lo llaman, ya se sabe); anónimas voces que salen a la calle, firman manifiestos, escriben en el periódico: no quieren que el joven salga de la cárcel. ¿Hasta cuándo? ¡Hasta nunca! No quieren que salga de la cárcel nunca más. 


            Yo me acuerdo del cura que daba los sermones. En mi infancia. En la iglesia de mi pueblo. Cada vez que hablaba de algo buscaba siempre la voz de las entrañas: ese joven ha cometido un crimen, es cierto; pero también tiene un padre, y una madre, y esos padres están llorando; y ese llanto sube al cielo y  llega ahora hasta dios: allí se encuentra con la niña muerta, esa joven que no tiene vida, que ya no puede volver; también ella tiene unos padres y esos padres tienen voces que les gritan en el pecho; les han estado gritando veinte años, ahora se han vuelto voces sordas y claman ya sin llanto, con lágrimas secas, una pasión indescriptible que no ha dejado de sufrir.
            La vida de esa chica no volverá con la vida del verdugo. Las lágrimas de sus padres ya no tienen consuelo: si se marcharan con las que están vertiendo los padres del chico, cebarse en él quizá tuviera su razón; pero no la tiene; si se ceban en el chico no van a resolver un drama pero van a alimentar dos; ese vivir de las lágrimas de otro se llama venganza (otros lo llaman socialización del sufrimiento); si he sufrido yo, también tienes que sufrir tú, para que la tierra se riegue de sufrimiento; y esa semilla plantada crezca y llegue a fructificar, y luego suelte otras semillas, y estas semillas se siembren a su vez. Sembrando el odio en la tierra y regándolo cada vez con más lágrimas, ¿quién devolverá la vida a quien la perdió? De acuerdo, si ese chico (hombre hoy que ha madurado sin vivir), si ese chico fuera un peligro, habría que impedir que siguiera haciendo daño. Pero si no lo es ¿para qué cebarse en él? Ha cumplido su condena. Ha pagado su deuda. Tiene derecho a salir, a vagar, extraviado, en el bosque de marañas donde no sabe cómo hacer ahora para poder vivir.
            Las penas que se tienen no son para siempre. Las penas que se cumplen tienen su fin. Quien erró un día aciago tiene derecho a volver a empezar y nunca hay que cebarse en la mujer adúltera. El padre del hijo pródigo espera a que vuelva y lo espera con los brazos abiertos. Bienaventurados quienes padecen persecución por la justicia, amad a vuestros amigos, sí, pero sobre todo amad a vuestros enemigos, no hay delito tan grande que nunca merezca el perdón. Comprender. Y mirar quien no tiene pecado cuando quiere tirar la primera piedra. Porque, no lo olvidemos, quien no está dispuesto a comprender al otro se arriesga, un día, a que el otro tampoco lo comprenda a él. ¿Acaso el error que cometiste te va a tener marcado toda tu vida? ¿Cómo un pecado original? El pecado original se borra con el bautismo, el pecado de tu crimen se acaba con tu pena. En el castigo tienes la redención, sí, pero  en el mismo delito has tenido también tu penitencia. Esas son las voces del corazón. No de la cabeza.
            Y no digo más.


MI SOMBRA Y YO

            Ando por la calle y miro mi sombra: cuando tengo la luz detrás. Y cuando la tengo delante mi sombra me persigue. Si me enfocan miles de luces tengo también miles de sombras, la sombra es el revés indispensable de la luz: por eso es mi compañera; camina siempre conmigo, o vivo en ella y ella vive en mí. La luz son las cosas que nos pasan y que vemos: la sombras son las cosas que nos pasan pero nadie ve; ni nosotros siquiera. Por eso hay que avanzar fijándose bien en la sombra. Para buscar a oscuras, en las huellas que dejamos, los secretos enigmáticos que esconden los rayos de la luz.
            Voy a mirar las cosas que me rodean porque sólo veo cuando hay luz. Pero hay ojos que ven en la penumbra y pueden ver el otro lado de las cosas, el que no ve nadie pero está ahí, mirándote y esperando: los ojos del alma; no son ciegos como los de la cara, son los ojos del interior; con ellos veo el corazón de las noticias, quiero desgranarlas y comprenderlas, quiero llegar a verlas en su totalidad: las noticias esperan en la sombra para que las miremos desde el otro lado porque, como decía Buero Vallejo, hay que estar ciego para poder llegar a ver.






viernes, 7 de febrero de 2020

LA VOLUNTAD

  

LA VOLUNTAD


Cordura.

            Siempre que hacemos algo es por algún motivo. Algunas veces nos mueve el capricho (vemos una pastelería y compramos compulsivamente un dulce, movidos por la tentación); otras lo hacemos porque nos mandan, cumplimos órdenes (el soldado tiene la obligación de hacer lo que le dice el superior); otras, porque estamos acostumbrados a hacer siempre las mismas cosas (atendiendo a los dictados de la moda, las formas de hablar y comportarse de la gente de nuestro pueblo, nuestras propias rutinas adquiridas, etc.); habrá veces que actuemos de manera automática, movidos por nuestro temperamento (unos son impulsivos, otros tímidos, otros pesimistas); otros se dejarán llevar por reflejos aprendidos (cerrar la puerta después de entrar, apagar la luz al salir), por reflejos innatos (taparse la cara cuando nos tiran una piedra); otros, por el contrario, actuarán movidos por fantasías, desvaríos, quimeras (don Quijote dando estocadas a los pellejos de vino porque confundía los pellejos con enemigos y el vino con la sangre); y habrá también quien, desprovisto de toda motivación, se deje llevar por la abulia y no quiera nada; o porque le dé pereza arrancar a andar.
            Nos conviene siempre pensar lo que vamos a hacer para estar seguros de que lo interesante es beneficioso. Me pueden tentar los dulces pero tal vez sea diabético. Mis amigos beben más de la cuenta pero a mi salud no le conviene beber. Me gusta mucho el picante pero acaso mi estómago sufre. El jefe me manda abusar de otro pero eso repugna a mi conciencia. Hay cosas que no me conviene hacer, bien porque me harán daño (como abusar de los dulces), o bien porque chocan con mis instintos morales (como abusar del débil). Llamamos prudencia al arte de elegir siempre lo más conveniente y justicia al arte de elegir lo  que me manda mi conciencia; en ambos casos buscamos felicidad, pues no pueden ser feliz ni el imprudente ni el injusto. Admitamos que la unión de la prudencia, la felicidad y la justicia se llama cordura; que tiene mucho que ver con la cordialidad (“cordis” en latín significa “corazón”).

Eficacia.

            Una vez que hemos visto claro lo que queremos hacer conviene mirar bien cuáles son los mejores medios para conseguirlo. Si me empeño en hacer triplete tal vez lo pierda todo por querer ganarlo todo, quizá mis fuerzas no sean suficientes: ¿hacer triplete o ganar la liga? Acaso me convenga centrarme en la liga y olvidarme del resto, porque “quien mucho abarca poco aprieta”. Acaso sea preferible perder esta batalla si con ello conservo mis fuerzas intactas para ganar la guerra. Tal vez si me empeño en aprobarlo todo suspenda algo porque el nivel de exigencia sea demasiado alto, ¿quién sabe? O tal vez si lo hubiera intentado todo lo habría ganado todo (liga, copa y champions), y valía la pena arriesgar. Yo sé lo que puedo, pero puede que no sea consciente del nivel de lo que me exigen. O sí. Debo elegir lo que me gusta con toda libertad, y dentro de lo que me gusta, debo elegir lo que me conviene, y dentro de lo que me conviene, lo que me hace feliz, que siempre es inseparable de lo que hace felices a los demás; para eso a veces es necesario tener imaginación, pero sin abandonar el realismo; quizá a eso lo podamos llamar utopía; verdadera utopía: un terreno sólido para tomar impulso y una ligereza propia de quien aspira a volar. La utopía tiene que ver poco con la quimera; se trata de imaginar cosas que no existen, pero plantearlas para que puedan echar raíces (y raíces sanas) en la existencia; cosas que no existen pero que podrán existir.
            Buscar los medios más adecuados para conseguir lo que queremos bien puede también llamarse prudencia, pero no es aquí la prudencia de la ética (que tiene mucho que ver con la cordura) sino de la técnica, y es más bien cuestión de estrategia (que apunta a lo que llamamos eficacia). Plantearse metas sin medios o no sopesar los medios es inconsciencia, mientras que plantearse metas sin cordialidad y sin cordura es fanatismo. Contra el fanático no hay nada mejor que la duda, el escepticismo (nunca exagerado, siempre razonable); hay que cuestionar siempre lo que tenemos entre manos hasta borrar cualquier sombra de daño, tanto si nos lo podemos hacer a nosotros como a los demás.


Decisión.

            Ya tenemos claro lo que queremos hacer. Ahora tenemos que pensar en decidirlo. ¿Cuándo hemos terminado de pensar las cosas? ¿Cuándo podemos pasar a la acción? Hay quien lo piensa todo demasiado y no se decide nunca: son personas que disfrazan de prudencia su cobardía; parecen personas sensatas que van al fondo de las cuestiones, porque no paran de darles vueltas a las cosas, pero son en realidad personas indecisas, no se atreven nunca a tomar una decisión; analizar las cosas es como mirar un mapa cuando nos vamos de viaje; decidirse a realizar lo planteado es como encender el motor; mucha gente se pasa la vida viendo mapas e imaginando los viajes que se podrían hacer; pero no todos se atreven a hacer un viaje de verdad.
            Se trata de ser atrevido, tener valor, osadía, fuerza de voluntad. Decidirse es tensar la energía como se tensa el arco, y dispararla como se dispara la flecha después de haber apuntado. Llegar a una conclusión es, más que decidirse, dejarse llevar por la lógica de los hechos, pero decidirse es tomar el camino en el que el análisis ha concluido, para explorarlo y comprobar si es verdad lo que hemos analizado. La duda, que era una virtud mientras estábamos deliberando, ahora se convierte en un lastre; nada es tan pernicioso como vacilar continuamente cuando hemos decidido avanzar por un camino; si debíamos tomar ese camino u otro es algo que hemos sopesado mucho cuando estábamos pensando, pero ahora se trata de explorarlo y ya no hay que dudar sino decidirse; a menos que aparezcan peligros inesperados que hagan necesario reflexionar otra vez. Si hemos llegado a la conclusión de que para estudiar hemos de ajustarnos a un horario y si no hay nada que impida llevarlo a cabo, no sirve de nada contemplar el horario un día tras otro retrasándolo siempre: hay que decidirse a cumplirlo de una vez; hay que empezar a caminar.

            La deliberación requiere prudencia, la decisión requiere valor (que es justamente lo contrario): hay que ser paciente y esperar cuando se piensa, frenando nuestros ímpetus; pero cuando tenemos las cosas claras no hay que esperar más; si confiamos en nuestras razones hay motivos para tener esperanza, y esperar que se cumpla lo que creemos que va a pasar. Ser paciente es lo contrario de ser decidido, pero decidimos ser pacientes y eso es valentía, y después decidimos andar y eso es valentía también: paciencia en el primer caso y atrevimiento en el segundo; atreverse es desafiar a la suerte, enfrentarse a las dificultades, tener el valor y el deseo de vencer. Hay quien necesita obligarse a sí mismo para no sucumbir a la tentación de desfallecer: Cortés quemó las naves y aquel perezoso pagó en la universidad una matrícula muy cara para verse obligado a estudiar, so pena de perder el dinero que había invertido; es bueno nadar y guardar la ropa, pero cuando eso amenaza con derrumbar nuestra valentía es necesario lanzarse al agua sin cubrirse las espaldas: o de lo contrario no nos lanzaremos jamás; si hemos comprobado que el trampolín es seguro no tiene sentido seguir pensándolo veinte veces antes de dejarse caer; cuando la duda es motivada por la prudencia es necesario dudar, pero cuando es espoleada por el miedo, no.


Tenacidad.

            Ya hemos tomado nuestra decisión: ahora es necesario llevarla a cabo. Hay alumnos que deciden estudiar, pero cuando llega el momento de hacerlo siempre lo posponen para otro día: ahora la virtud que necesitamos es la constancia; y, si se presentan dificultades, tenacidad: justo lo contrario de la pereza. Si la falta de ganas de querer hacer cosas era abulia, la falta de ganas de hacer las cosas que queremos es pereza; por lo tanto la pereza no es aquí un ocio creativo, sino un lastre que impide la creación; y ya se sabe que los globos, para poder volar, necesitan arrojar lastre; liberarse de las trabas que los hacen pesados y tiran de ellos hacia abajo, quitándoles ligereza.
La pereza es como un peso que nos impide movernos, que nos quita la energía. El perezoso no es culpable de ser perezoso, sino víctima de su pereza; necesita hacer acopio de grandes dosis de energía para hacer tareas que otros hacen casi sin esfuerzo; puede, es verdad, salir de su inercia, paro le cuesta mucho hacerlo solo; necesita sentir la presión de los plazos que se cumplen (por eso lo hace todo a última hora), del jefe que le obliga (por eso sólo trabaja cuando se ve forzado), de la paga que no cobra (por eso no sabe trabajar si no hay un incentivo, si no lo empujan las amenazas, o los premios, o los castigos). Se acusa al perezoso por vago y no tiene la culpa de serlo; pero la tiene de no hacer nada para combatir su pereza. El vago, con el tiempo, es desgraciado, porque ve que todos van cumpliendo sus objetivos y él se va quedando en la cuneta.
De modo que la pereza es a la vez un castigo y un pecado; un castigo por una culpa que no tenemos, y un pecado que merece castigo cuando no hacemos nada por remediarlo; no somos responsables de estar en el agujero, pero sí lo somos de no salir de él. Eso, por supuesto, si nos referimos a la pereza congénita: la de quienes están en el agujero desde que nacieron. Luego está la pereza adquirida, de aquellos que han adquirido malos hábitos durante toda su vida y se han acostumbrado a la pereza: ellos han caído en el hoyo por preferir siempre lo fácil, cuando lo fácil te quita las fuerzas que tienes y te convierte en un ser desprotegido; el estudio te carga de herramientas que te van a servir porque cada herramienta aumenta tu energía, y el concurso de todas las herramientas coordinadas multiplica la fuerza de cada una, elevándola siempre a su máxima potencia.
El lastre es un peso que te quita la energía. La cultura es un peso que fabrica más energía de la que tienes, y consigue que, siendo cada vez más fuerte, cada vez consigas más ligereza. Hay que arrojar el lastre por la borda. Hay que llenar nuestros almacenes de máquinas culturales que refuercen y dinamicen nuestras capacidades psicológicas. Hay personas muy decididas, pero poco constantes; se emocionan fácilmente, pero se desinflan en seguida; tal estudiante pagó una matrícula cara para obligarse a estudiar, pero la pereza vació su combustible y cada vez flojeaba más, hasta que acabó tirando el dinero que había pagado. Muchas veces hay que cargarse de amigos que tiran de nosotros para salir de la pereza.


A modo de conclusión.

En fin, las cosas que hacemos no debemos hacerlas porque tengamos ganas sino porque pensemos en las ganas que tenemos; midiendo con sensatez los pasos que vamos a dar, y reajustándolos mientras los vamos dando; decidiéndonos con valor, y siendo constantes en el trabajo. Prudencia, crítica, decisión y tenacidad, tales son nuestras virtudes. Preferencia, deliberación, decisión y ejecución, tales son las fases del acto voluntario. Así lo entendía Aristóteles. Si tenemos la cordura de conjugarlas adecuadamente haremos las cosas bien, y pocas veces llegaremos a equivocarnos. La prudencia de la ética: cordura. La prudencia en la técnica: eficacia. La pasión en el valor: decisión. Y la constancia en el trabajo: tenacidad. Con estas virtudes nos enfrentaremos a la abulia, la inconsciencia, la cobardía y la pereza. El éxito nos esperará a la vuelta de la esquina aunque nos equivoquemos a veces. El mérito será nuestro y será obra nuestra cada una de las cosas que hagamos: no del azar; aunque el azar tenga, inevitablemente, una parte del protagonismo que se enfrenta al protagonismo que tenemos; y a veces es el antagonismo fiero al que tenemos que derrotar.