sábado, 30 de julio de 2016

La Matrioschka del método "COCER" (2) Comprender




LA MATRIOSCHKA DEL MÉTODO “COCER” (2):
COMPRENDER

 

            Saber lo que es un centauro no es saber que existen los centauros. Y saber que el hígado es ese órgano que veo y sitúo correctamente en el muñeco de anatomía es conocer el hígado, pero si sé que sirve para convertir las grasas en hidratos de carbono lo conoceré algo mejor; conocer sintiendo no es lo mismo que conocer comprendiendo, al menos si descartamos la ontopatía: sentir no es lo mismo que pensar, y conocer no es lo mismo que comprender; por otro lado, cuando memorizamos algo que previamente hemos comprendido, puede ocurrir (y ocurre muchas veces) que nos olvidemos de la explicación y dejemos de entender lo que entendimos en su día. El aprendizaje memorístico puede asimilar cosas sin entenderlas, o asimilar cosas que hemos dejado de entender.
            Comprender las cosas es, además de saber cómo son, saber qué son, y cómo funcionan; o para qué sirven. Comprender es poner coherencia y verdad en el conocimiento alojado en la memoria. El pensamiento es un artilugio del conocer: conocemos lo que vemos y sentimos, pero no siempre lo comprendemos. La vieja escuela se ha esforzado en enseñar conocimientos, la escuela nueva prefiere enseñar a pensar; y cuando sabemos sin comprender, aprendemos de memoria; pero comprender sin conocer es imposible, porque siempre hacen falta datos donde anclar el pensamiento. El conocimiento y la comprensión son dos eslabones de una cadena; al primero se llega por la sensación, y se mantiene en la memoria; pero porque el segundo contenga pensamientos no vamos a decir que no se aloje en la memoria: también guardamos el recuerdo de nuestros pensamientos y los ajenos. La vieja escuela, al centrarse en la memoria, se olvidó de pensar; pero la escuela nueva, queriendo rescatar el pensamiento, se ha olvidado de memorizar; no podemos deducir el clima que hay en un territorio si no conocemos sus accidentes geográficos (proximidad al mar, altitud, latitud, corrientes). Los conocimientos son las rocas donde echamos el ancla del pensamiento; no pensamos verdaderamente si no hay cosas sobre las que pensar.
            La razón es el órgano del pensamiento: un hilo que nos enseña a salir de los laberintos; y la vida es un viaje que está lleno de laberintos; corporales y mentales. La razón piensa de dos maneras: con la analogía, que trabaja con metáforas, y con la lógica, que nos enseña a ir de lo general a lo particular, y de lo particular a lo general, a través de un camino de experiencias y de ejemplos. Aprendemos con metáforas: y así, los hematíes son camiones que transportan oxígeno, y los leucocitos soldados que patrullan por las venas. Y aprendemos con razonamientos válidos, que nos adentran en la crítica; identificar, incluir, condicionar, verificar, todo eso es pensar; veremos lo oculto detrás de lo aparente; veremos el daño detrás de la tentación, el daño con los ojos del alma (que ven el futuro) y la tentación con los ojos del cuerpo (que sólo pueden ver lo que está presente). Así, a partir del bien, que es un instinto, la inteligencia nos desvela lo que es la justicia: una razón de intereses en juego cuando todos compiten entre sí; una razón de instintos conviviendo por igual. 

 

            Comprendemos por analogía: y el aparato locomotor nos aparece como un sistema de palancas donde los músculos son potencias y resistencias y los puntos de apoyo son los huesos. Comprendemos por deducción: si hallamos una mandíbula con dientes poderosos podemos suponer que tenía una potente musculatura en la cara; y esto nos hace conjeturar, a su vez, que tenía cresta sagital: estas conexiones lógicas nos hacen buscar, en el mismo yacimiento, fragmentos de cráneo, a ver si alguno tiene la cresta que buscamos. Al hallazgo, que hemos prolongado por la deducción, debe seguir una nueva búsqueda, y a la búsqueda el análisis de los datos que encontremos. Fijémonos nuevamente en una de nuestras deducciones:
(1)   Donde  hay dientes fuertes hay fuertes músculos masticadores.
(2)   Donde hay fuertes músculos masticadores hay cresta sagital.
(3)   Por lo tanto, si hemos encontrado dientes fuertes encontraremos una cresta sagital.
En ella hay tres términos en juego: los dientes, la musculatura y la cresta. Uno de ellos (la musculatura facial) está repetido; sirve de cemento para unir a los otros; y los otros (dientes, cresta) aparecen unidos en la conclusión: es un silogismo.
Luego seguimos haciendo más deducciones: si tiene dientes tan fuertes es que se alimentaba de raíces; por lo tanto tenía un tubo digestivo muy largo; y esto significa que no era demasiado inteligente (pues la energía que se invierte en alimentar el tubo digestivo no se puede invertir en desarrollar el cerebro). En otras palabras: de unos huesos que hemos encontrado podemos deducir cómo eran algunas de sus partes blandas, que no se han conservado; y así, conoceremos más cosas de las que hay en el hipodigma robustus; las conoceremos, no por observación, sino por lógica; la lógica nos permite acceder al conocimiento de las cosas que están ocultas.
También la costumbre, y no sólo la lógica, nos permite relacionar cosas. Si yo he descubierto un mamífero (en nuestro caso, un australopithecus) y sé, porque estoy acostumbrado a verlo, que todos los mamíferos tienen pelo, entonces concluiré que este australopithecus también lo tiene; esta conclusión no será deductiva, sino empírica, pues estoy acostumbrado a asociar el pelo con los mamíferos, como asocio las plumas con las aves y las escamas con los reptiles.
La costumbre procede de la inducción. Después de haber visto muchos mamíferos (perros, gatos, murciélagos, ratones) y de haber comprobado que todos ellos tienen pelo, concluyo que cualquier otro mamífero que me encuentre por el mundo también será peludo. Será una conclusión (inductiva) que elevaré a rango de ley, y será una ley probable, muy probable quizá: pero no segura; será una ley empírica. Así, si yo sé, por experiencia (es decir por la costumbre) que todos los mamíferos tienen pelo, concluiré, por subalternación, que también las ballenas deben tenerlo; busco una ballena, la analizo bien y compruebo que lo tiene. Así es como procede el método inductivo de Aristóteles.
            También podemos recurrir al método de análisis y síntesis. Analizar es separar, dividir, fragmentar; sintetizar elementos es unirlos en un todo coherente. Para analizar las cosas tenemos que acercarnos a ellas, y veremos los detalles; pero las síntesis son alejamiento de los detalles para poder ver el conjunto: zoom hacia adelante y hacia  atrás, respectivamente. Llevo el coche al taller. Digo que pierde agua. Entonces el mecánico desmonta las partes donde puede estar la fuga y va descartando hipótesis: puede ser un manguito, lo ve a simple vista, lo desmonta y sigue perdiendo agua con un manguito nuevo: ya sé que el problema no está allí; sigo probando y al final tengo que desmontar la junta de la culata, y por fin encuentro allí el problema; cambio la pieza defectuosa, lo vuelvo a montar todo y el coche anda de nuevo: ya he dado con la solución. Las hipótesis son conjeturas (posibilidades) que me van guiando para desmontar unas piezas y no otras; si no contara con hipótesis (faros que me van alumbrando), tendría que desmontar todo el coche para arreglar la avería más aparente, más superficial y más nimia. ¿Y cómo descubro las hipótesis? Por la costumbre. Yo ya sé, por experiencia, que si pierde agua puede ser por la culata o por un manguito; que si no arranca puede ser la batería; que si se para después de circular puede deberse a un fallo en el alternador. El mecánico, como usuario, conoce las cosas por experiencia; el ingeniero las conoce por lógica, por analogía, por deducción. 

 

            También en matemáticas puedo emplear el método de análisis y síntesis. Ante un problema complicado, si no sé resolverlo puedo pensar en dividirlo en partes más simples, resuelvo cada parte por separado y luego las utilizo todas para resolver el conjunto.
            La razón nos guía en nuestra vida. El pensamiento, como uso de la razón en nuestra experiencia, puede ser inconsciente o consciente: en el primer caso es intuición, y en el segundo inteligencia. La razón hace análisis, síntesis y analogías. Los análisis y las síntesis son pensamientos deductivos, pero también pueden ser inductivos. Las analogías son deducciones parciales probables, no seguras; por ejemplo, Newton definió la gravedad como el producto de las masas dividido por el cuadrado de la distancia; análogamente, Faraday definió el campo eléctrico como el producto de las cargas dividido por el cuadrado de la distancia; esa analogía funcionó; también nos ha servido comparar músculos y huesos con palancas; y la palabra, vehículo del concepto, con un camión que transporta una carga.
            Conocemos objetos, pero también ideas. Los objetos los conocemos por análisis (y los desmenuzamos para saber lo que tienen dentro: cada análisis nos da una descripción más atinada y afinada de lo que antes conocíamos menos); también los podemos conocer por síntesis (si vemos muchos árboles juntos veremos, más que una suma, una totalidad: el bosque): así, vemos individuos y agregados. Los agregados pueden ser conjuntos (bosques, rebaños, nubes) o cantidades (que no son sino individuos de un conjunto o de un fragmento). En resumen, que las descripciones se expresan con palabras (letras) y las cantidades con números.
            Además de los objetos, que captamos sensorialmente, la razón conoce ideas. Las ideas son generalizaciones de nuestras experiencias (inducciones) y abstracciones que toman en cuenta sólo lo que tienen en común varios objetos. Si los objetos producen descripciones, las ideas producen definiciones y se agrupan en teorías: una teoría no es un agregado de ideas a la manera como un bosque es un agregado de árboles, sino una estructura de ideas, lo mismo que un organismo es una estructura de órganos, aparatos y sistemas.
            La razón es, como hemos visto, intuición e inteligencia. La inteligencia es lógica aplicada a los objetos que conocemos; en un sentido amplio la lógica es deducción, inducción y analogía, y en sentido restringido empleamos la palabra “lógica” como sinónimo de deducción: pero es evidente que las analogías también tienen su lógica, aunque no una lógica de identidades, sino de parecidos; la identidad, la identificación que hacen las definiciones (a es b) se convierte en identificación de fenómenos distintos (a es b como c es d). Si el corazón es a la sangre lo que el sol a los planetas, podemos concluir, despejando, que el sol es el corazón de los planetas; eso es una metáfora. Y si digo que el corazón es la bomba que impulsa el riego sanguíneo lo estoy identificando: eso es una definición. Pero las definiciones son, en el fondo, antiguas metáforas. El corazón es a los vasos sanguíneos lo que la bomba es a la manguera. 

 

            Admitiremos que las intuiciones son razonamientos (lógicos o analógicos) inconscientes. Una intuición puede ser la conclusión de una cadena deductiva que ha hecho nuestro cerebro sin que nosotros nos diéramos cuenta. O puede ser el resultado de una analogía que no ha aflorado a la conciencia. Así, hay intuiciones certeras e intuiciones aproximadas, según que su raíz escondida sea una deducción o una analogía. No todas las intuiciones tienen la misma fuerza. Intuiciones, presentimientos, premoniciones, corazonadas.
            En el apartado anterior hemos visto que podemos conocer con el alma o con el cuerpo. También podemos conocer desde el cuerpo: que es cuando el alma se expresa a través de las profundidades corporales. En ese caso las vivencias incrustadas en nuestro cuerpo serían también las profundidades del alma. Nuestra mente tiene vocación racional cuando piensa, y vocación espiritual cuando siente con los pensamientos. El alma racional es en primer lugar un alma lógica, realista, inteligente; pero también es intuitiva, cuando la razón es una lógica diluida en el sentimiento; y esa lógica suele ser difusa, no sólo bivalente. La intuición, cuando conecta con el cuerpo, se choca con el instinto: que está en las regiones abisales del alma; un instinto donde se mezclan lo reptiliano (el hambre, la sed, el territorio), lo mamífero (ternura, amor, instinto maternal) y lo humano (admiración, razonamiento y sentimientos éticos): ahí es donde se mezcla el espíritu con el cuerpo; donde el cuerpo es la puerta por donde sale el espíritu. Lo decía Jaime Gil de Biedma: el amor es cosa del alma, pero el cuerpo es el libro donde se escribe. O San Juan de la Cruz: mira, que esta dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura. Pero San Juan de la Cruz, temiendo llegar a sus últimas consecuencias, exclama, asustado: “apártalos, amado, que voy de vuelo”. El cuerpo es, inexorablemente, una necesidad del alma.

 


sábado, 23 de julio de 2016

Un darwinismo lamarckista de inspiración cristiana




UN DARWINISMO LAMARCKISTA DE INSPIRACIÓN CRISTIANA[i]

 

            La teoría de la evolución admite que las especies biológicas proceden unas de otras; y se admite también que el único mecanismo evolutivo aceptable es el de Darwin: Lamarck, hace ya tiempo, ha caído en desuso. Pero de vez en cuando encontramos en la biología ciertos brotes de lamarckismo. No sólo la selección natural, sino también la adaptación tendría algo que ver en la evolución de las especies; y si a veces se admite, con Lamarck, que la función crea el órgano, no se admite con la misma facilidad que se hereden los caracteres adquiridos; esto bastaría para introducir la idea de finalidad en una evolución que Darwin quería que fuese azarosa.
            Álvaro Hernández Álvarez ha  tenido la idea de especular sobre las posibilidades del lamarckismo; y digo especular porque la formulación de hipótesis reposa sobre observaciones que no han generado experimentos, pero pueden generarlos. La hipótesis es parte fundamental del método científico: la otra parte son los datos; esta conjetura puede ser sometida a prueba y, por lo tanto, sería falsable (con lo que cumpliría el criterio de Popper para ser calificada de científica); aunque, de momento, le falten datos.
            Sostiene Álvaro Hernández que “todo ser vivo es una lámpara con su duende dentro y éste es el que a requerimiento del medio se enerva y crea variedades intencionadas y dirigidas, inconscientemente para el individuo, el duende, el alma que percibe y procesa lo externo”. En esta metáfora se percibe una suerte de lamarckismo cristiano. Cristiano en el sentido en que el alma (del individuo o de la especie) cumple una función relevante en la activación del cuerpo, pero no con vocación de trasladar la reflexión biológica fuera de la ciencia; queda por ver lo que aquí se entiende por alma, pero no es lo mismo un concepto platónico que aristotélico; un espiritualismo gratuito que un finalismo psicosomático.
            Seguimos la exposición de Álvaro Hernández. “El alma de cada ser vivo”, dice, “se expresa al exterior (…) a través de la especie en la que se aloja”; después añade que esa alma que “se relaciona con lo tangible a través de (su) especie”, logra que “sus expresiones (sean) más evolucionadas (…) cuanta más capacidad tenga la especie de expresar lo que desea”.
            Hay, pues, dos puntos de partida. El primero es que todos los seres vivos se expresan a través de su especie. De ahí se derivan las siete tesis siguientes: 

(1)   Cada ser vivo (es decir, cada individuo) tiene un alma.
(2)   El alma se expresa a través de la especie en la que se aloja.
(3)   Lo tangible es el cuerpo. Por lo tanto:
(4)   El alma no es corpórea.
(5)   El alma se expresa a través del cuerpo.
(6)   La especie limita las posibilidades que tiene el cuerpo de expresar la voz del alma.
(7)   La especie es una maqueta, un molde que conforma los cuerpos de los individuos. 

 

Todo esto se resume en una estupenda metáfora que el autor expone en la página 5: “todo ser vivo es una lámpara con su duende dentro y es éste el que a requerimiento del medio se enerva y crea variedades intencionales y dirigidas, inconscientemente para el individuo, el duende, el alma (que) percibe y procesa lo externo”: éste es el segundo punto de partida del que estábamos hablando; y es que todo ser vivo es una lámpara (un cuerpo) con su duende dentro (el alma). De aquí se desprenden otras tres tesis más:
  
(8)   Cada ser vivo tiene dentro un alma y se aloja en una especie; y cada ser vivo es un individuo, por lo tanto, cada especie contiene individuos y cada individuo contiene un alma.
(9)   El alma crea variedades intencionadas.
(10)  Las crea a requerimiento del medio, o sea que el medio plantea problemas y el individuo propone soluciones entre las que el medio, a su vez, elige la mejor. 

            Recapitulando: cada individuo es un cuerpo (“lámpara”) con un alma (“duende”) dentro, y se aloja en una especie; la especie, a su vez, se aloja en el medio en el que vive.
            Como Segovia está en Castilla, que está en España, que está en Europa, así también el alma está en el cuerpo, que está en la especie, que está en el medio: es como un juego de muñecas rusas.
            El círculo exterior plantea retos; el círculo interior los resuelve; y el círculo exterior, de nuevo, los valida (los “selecciona” en un “esfuerzo crítico”). ¿Cuál es la función de los círculos intermedios? En el cuerpo se expresa el alma. Y el individuo, un alma contenida en un cuerpo, se expresa a través su especie: conjunto de individuos que comparten los mismos rasgos; es decir que contienen la maqueta que conforma por igual a todos los cuerpos.
            Tal es la distribución lógica. Pero el orden biológico es diferente: un individuo es un cuerpo que contiene un alma específica que contiene, a su vez, el alma del individuo. Toda especie es un conjunto de individuos que tienen, todos, un alma idéntica, clonada, en la cual cada uno ha puesto sus diferencias individuales.
            Ahora bien, el alma (“el duende”), al percibir y procesar lo externo, crea variedades “intencionadas”, pero las crea “inconscientemente”: ¿puede alguien tener intenciones inconscientes? ¿No es eso contradictorio? ¿O no es el alma del individuo quien crea, sino el alma de la especie?
            No obstante, de todas estas afirmaciones se desprenden dos consecuencias:
            Primera:
            1º. Cada individuo propone sus propias soluciones a los retos del medio.
        2º. El medio selecciona las mejores haciendo que sobrevivan generación tras generación; las demás desaparecen.
          3º. Los individuos seleccionados se extienden y conforman una nueva especie; la especie es la proliferación de la descendencia del individuo más acertado.
            Segunda: el afán por superar los problemas surge de la desesperación del individuo cuando su existencia se siente amenazada; surge de su nerviosismo. La especie es el medio que utiliza el individuo para sobrevivir, y si no le vale la suya se inventa otra; es como si un electricista sustituyera la llave manual por una llave eléctrica.
            Todo esto nos lleva, como se ha podido comprobar, a Darwin: el lamarckismo de Álvaro Hernández no es solamente cristiano, sino también darwiniano (valga la paradoja); de Lamarck retiene la idea (aristotélica) de finalidad; y de Darwin conserva la selección natural; evolucionan, efectivamente, las especies, pero en el proceso también tienen algo que decir los individuos. 

 

            Lo interesante de esta propuesta es que está en las antípodas de lo que dice el darwinista más convencido del momento: Richard Dawkins; para él es precisamente la especie la que se perpetúa a través de los individuos, y el individuo el medio que utiliza la especie para sobrevivir; por eso habla Dawkins del “gen egoísta”.
            El mecanismo de la evolución acaba de sufrir un vuelco: no se trata ya de variaciones espontáneas, sino de intenciones espontáneas que son seleccionadas por la naturaleza; desembocamos en una suerte de darwinismo lamarckiano.
            Inmediatamente se plantea otra pregunta: ¿de dónde vienen esas intenciones espontáneas? De los individuos, por supuesto, no de la especie. ¿Y cómo surgen? Del nerviosismo desencadenado en los individuos por las trabas que el medio le impone para sobrevivir. El proceso es el siguiente: 

            Primero: el medio pone obstáculos a la supervivencia.
            Segundo: cada individuo varía su conducta para vencer esa resistencia.
         Tercero: si las variaciones son adaptativas, los individuos que las han inventado sobreviven; los otros desaparecen: he aquí un ejemplo de adaptación cultural, típicamente lamarckiana.
            Cuarto: pero las conductas inventadas no se heredan; pudiera ocurrir que, al cabo de mucho tiempo, surgiera una mutación que correspondiera a esas nuevas conductas: entonces se perpetuarían de generación en generación; he aquí un ejemplo de adaptación natural, típicamente darwiniana. 

            No son, pues, los genes quienes proponen novedades; las novedades las propone la conducta nerviosa de los individuos, y los genes no hacen más que copiarlas. Y le damos la vuelta al argumento de Richard Dawkins: son los individuos, y no los genes, los que son egoístas; si por egoísmo entendemos, claro está, el instinto de supervivencia.
            Veamos más de cerca cómo funciona este mecanismo. Las modificaciones del medio producen un nerviosismo en los individuos de una especia amenazada. Cada ser no está en su propio entorno (p. 4), sino que lo tiene que buscar o adaptarse al que tiene: esta tensión (estrés) genera una lucha por la supervivencia que no tiene por qué ser competencia contra otros (aunque también suele serlo). Esta tensión provoca impulsos, al principio ciegos, luego tanteados, para vivir. Si el entorno se adapta al individuo aparecerá una pereza evolutiva: la pereza intrínseca del ser vivo (p. 7); es lo que sucedería en el mundo perfecto de San Francisco de Asís, donde dios dio a cada criatura “su propio entorno”; la lucha contra los entornos adversos es, precisamente, el detonante de la evolución.
            Y es que el medio obliga. Nos impone retos que nos obligan a asumir riesgos, si es que queremos sobrevivir: esos riesgos producen nerviosismo, tensión, desasosiego, estrés. Esto implica otras tres tesis más:

(11)   Que los seres vivos no son sustancias inertes, como pretendía Descartes (sino activas, como quería Leibniz).
(12)    Que la vida es el resultado de cierto grado de organización de las partículas materiales (Diderot); lo mismo cabe decir del pensamiento.
(13)     Que los seres vivos están compuestos de partículas afines que crean una atracción entre ellas (Newton, Maupertuis). 

 

Disquisición final.
            Pertenecer a una especie es tener dentro de cada célula el código genético de la especie a la que se pertenece; no es estar unido por lazos invisibles a una especie de cerebro exterior que fuera el cerebro de nuestra especie. Es como si la especie se alojara en nosotros, no como si nosotros nos alojáramos en ella. Somos como tarjetas magnéticas autónomas que, además de contener el cerebro del banco, tienen también su propio cerebro; por eso se pueden introducir en los cajeros y operar cada una según su propia información personalizada, compartiendo todas ellas la misma información común del banco al que pertenecen; es como si contuvieran, a la vez, el alma individual y la de la especie; el alma de la especie se expresa directamente en el cajero y el alma individual necesita alojarse en el cerebro para expresarse. Somos tarjetas magnéticas: nuestra especie está clonada en todos los individuos. No se trata de un ombligo universal al que todos estamos unidos a través de nuestros ombligos. Lógicamente hablando, nosotros vivimos alojados ene nuestra especie; pero biológicamente (es decir como seres físicos, químicos y orgánicos) nuestra especie vive en nosotros multiplicándose en cada uno como si estuviera rota en mil cristales y cada uno se reflejara en un cristal, al tiempo que ella se refleja en cada uno de nosotros; vivir en nuestra especie no significa que estemos metidos en su casa, sino que somos miles de casas en las que ella se mete.
            Nuestra vida no consiste en adorar a la especie que tenemos en nuestro interior, sino en utilizarla para sobrevivir y desarrollarnos; la especie no es un parásito que vive a nuestra costa sino un motor que nos ayuda a vivir; según el motor que tengamos (es decir, según la especie a la que pertenezcamos), así serán las posibilidades de nuestra existencia. Nuestra especie es el motor y nuestro cuerpo la carrocería; y en ese coche en el que vivimos, en esa lámpara, hay un genio que piensa y siente y decide: el conductor; nuestro cerebro, que conduce el coche donde estamos. A veces es el coche el que nos lleva cuando su mecanismo no responde (le fallan los frenos, la refrigeración o el embrague); otras veces se rebela y no quiere dejarse llevar (como el ordenador que se rebela contra los astronautas en la película “2001”); pero lo más normal es que el coche obedezca al conductor¸ que la especie se deje llevar por el individuo; puede haber errores en la replicación de las hebras de ADN, pero lo más normal es que el material genético se replique sin errores.
            Contrariamente a la tesis de Richard Dawkins, no somos instrumentos utilizados por nuestros genes para sobrevivir; al revés, nuestros genes son el instrumento de nuestra supervivencia; y son, también, los amigos diminutos que tenemos que respetar si queremos respetarnos a nosotros mismos; los genes no son nuestros esclavos, sino nuestros amigos; ni son nuestros esclavos ni nosotros somos esclavos suyos; son parte de nuestro ser, parte íntima de nosotros; y si alguna vez nos los arrancamos para sobrevivir, nos estaremos matando en el acto mismo en que sobrevivimos: pues no podemos arrancarlos de nosotros in arrancarnos a nosotros mismos de nuestro cuerpo: sería un suicidio. Es como si para quitarnos el dolor de la herida del brazo nos cortáramos el brazo herido; o como si para curarnos de una enfermedad nos hiciéramos una lobotomía: estaríamos vivos, pero ya no seríamos los mismos.
            El modelo de la tarjeta magnética tiene sus limitaciones. Cada tarjeta contiene una doble memoria: la del banco y la del usuario; la de la especie y la del individuo. La de la especie contiene nuestra naturaleza, la del individuo, nuestra historia. Las dos siguen mecanismos diversos: la de la especie se aloja en las células y la del individuo en el cerebro; son dos softwares diferentes, pero conectados entre sí; la naturaleza se conserva y la historia cambia; pero también hay cambios que afectan a la naturaleza y que disparan la evolución: esos cambios son, para Dawkins, fortuitos (intencionados para Lamarck); el problema es que las informaciones de nuestro cerebro puedan afectar a las que hay en el núcleo de nuestras células; que la historia del individuo pueda comunicarse con la de la especie; y que la filogénesis, que ha mejorado nuestra ontogénesis, pueda ser mejorada también por nuestra historia; que no todos los cambios evolutivos se debieran al azar.
            No sólo los errores de programación genética intervendrían en la evolución de las especies; también tendrían algo que decir la epigénesis y la historia del individuo; es como si volvieran, respectivamente, Aristóteles y Lamarck (que un día salieron por la puerta del teatro y se cuelan, ahora, por sus ventanas); vuelven a la escena de la obra en la que tenían algo que decir. Vienen dispuestos a ello y ya no se quieren callar. 


 




[i] Álvaro Hernández Álvarez. Bases teóricas de una nueva teoría de la evolución, manuscrito de 7 páginas.

domingo, 17 de julio de 2016

Herak



HERAK

 

1. Skopje.

            Por la carretera avanza un camión con su danza monótona. Es un camino asfaltado que surca los campos, abriéndolos en canal, junto a las colinas. Al fondo se yerguen los Balcanes: altos peñascos, toscas montañas, ásperas siluetas. La sierra surca la lejanía, entre asustada y vigilante. El camión, llegando al puente, se ha detenido. Han bajado varios hombres que sacuden con sus botas la piel terrosa del suelo; botas de cuero, pantalones verdosos, indumentaria militar. Han abierto la puerta y por ella bajan gentes cansadas, la cerviz vencida, el dorso encorvado, el gesto impreciso, la mirada asustada. Los empujan al puente con sus fusiles. Con las culatas los han inclinado sobre la baranda. Uno por uno les disparan en la nuca. Uno por uno caen al río. Las aguas azules, mansas y tranquilas, se han ido tiñendo de rojo. Al paso de la corriente se extienden regueros de sangre y los cuerpos (bultos pesados) se han enredado en los cañaverales; o contornean los cantos rodados, fluyendo río abajo, como bultos extraños buscando el lecho de otro río; piedras humanas, bocas segadas, vidas sin mar.
            Muy lejos de allí hay campos de trigo. Y lejos, más lejos aún, montes encrespados como olas de un mar bravío. Skopje. Al pie del tiempo, la ciudad rinde tributo. Hay una niña de ojos azules y cabellos rubios; su pelo sedoso desciende, con la suavidad de la nieve, por sus gráciles hombros infantiles. Tiene siete años. Está corriendo y su madre, con una voz dulce, la llama con ternura.
            -¡Indijana! ¡Vamos a comer!
            La niña la mira y sigue correteando. Su vocecita entona suaves canciones infantiles hechas para bailar y entonces se ve que su carrera no es carrera, sino danza; una danza melosa, rítmica y juguetona, que riega inocencia por aquellos campos que aún no se han teñido de sangre. Macedonia. Cientos de años atrás, el rey Filipo mandó sus ejércitos sobre Grecia. Ahora era un remanso de paz. Sesteando entre montañas enloquecidas por la guerra, lejos de Belgrado y Sarajevo, el juego infantil aún era posible en los Balcanes.

 

2. Herak.
 
            Caen copos en Vogosca y son las doce. Vogosca es una pequeña ciudad situada a las afueras de Sarajevo. Sus habitantes son serbios. Como una mancha de dolor plantada en casa, las autoridades también son serbias; de esos serbios que echan a los musulmanes y a los croatas; no de los que se han casado con croatas y musulmanes. Sarajevo se extiende frente a ellos, y su población bosnia aún palpita con el rescoldo de pueblos y razas mezclados; un rescoldo pálido que corre peligro de extinguirse; un calor soterrado que está a punto de pasar de ascua a ceniza. Todavía se respiraba el aliento de los cercanos juegos de invierno. Todo estaba blanco, y en las montañas centelleaban bajo el sol (un sol vivo y fulgente) las rápidas pistas de esquí, los vertiginosos saltos, los trampolines; las pistas de patinaje y los trineos; recónditos caminos de esquí nórdico, pendientes rápidas, curvas heladas. En los juegos olímpicos convivían olímpicamente los deportes de invierno; y en la ciudad olímpica se hermanaban, pacíficamente, las razas más variopintas y los países más pintorescos.
            Ahora no conviven en ella gentes de la misma raza. Musulmanes, serbios y croatas, todos eslavos, han perdido la costumbre de saludarse. Empezaron ametrallando de noche las casas donde vivían matrimonios mixtos; el hombre se tuvo que quedar en Serbia y la mujer se marchó a Croacia, ¿pero dónde se marchaban los hijos? ¿Qué sería de aquellos que no procedían de la misma etnia, porque su sangre estaba mezclada? Los serbios son ortodoxos. Los croatas son católicos. Pero todos son eslavos. Y todos son cristianos. ¿Por qué, entonces, aquel maldito afán por separarlos? ¿Qué oscuros instintos se habían metido en el corazón de los mandos?
            Ahora la ciudad está cercada por el campo. Los campesinos serbios, de una semblanza elemental, se han enfrentado a la cultura que duerme en la biblioteca de Sarajevo: la están bombardeando. Todo lo quieren destruir quienes se alimentan de relatos orales, canciones y danzas vivas, quienes se alimentan del corazón y erizan la piel de las emociones. Sarajevo, de sabiduría congelada en libros, va al concierto y al museo y discute las evidencias de las tradiciones. La cultura viva se alimenta de repetirse. La que murió en los libros revive todos los días en sus lectores: de ahí surgió la tolerancia, de allá vinieron la cerrazón y el fanatismo. La cultura viva alimenta el corazón más que la cabeza; desgraciadamente, la cabeza se nutre de cuestionar a la cultura viva; no podían entenderse; no pudo ser.
            Los serbios pasean su ignorancia por los campos de Tito. Los serbios pasean sus historias por las noches sin luna. Las viejas canciones, plantadas en las entrañas del corazón, no paran de resbalar por las descorazonadas entrañas. De ahí surgen los voluntarios. De ahí mana la discordia. De ahí brota la envidia. Tito, en su inocencia, quiso unir quizá con mano de hierro los jirones sueltos de la familia eslava. Yugoslavia, la tierra de los eslavos del sur, fue, más que una realidad, un experimento. La codicia de Milosevic y el talento maquiavélico de Karadzic (el psiquiatra loco) condujeron la mano implacable de Mladic: y entre todos dinamitaron el experimento de convivencia entre los pueblos. Mientras tanto Plavsic, la serbia Liliana, enseñaba biología en la universidad: y desde su cátedra demostraba, convencida, la superioridad biológica de los serbios. En el mismo caldo de cultivo crecieron los caudillos de Croacia. Y los musulmanes, que compartían con los serbios los campos de Bosnia, tuvieron que aceptar la ayuda de los afganos. Entonces las mezquitas dejaron de ser cultura para ser culto. Entonces las oraciones se transformaron en dardos. Los musulmanes de Bosnia, de un islam pacífico, tuvieron que convivir con el islam sangriento de los talibanes fanáticos. Nadie los ayudaba y ellos acudieron. Estaban desarmados.
            Cerca de Vogosca hay una pequeña granja. Los cerdos hozan en la porquería y gruñen con sus voces roncas. Sus gruñidos no son bailes, en sus voces no hay palabras. Su sentir es grave, su corazón no tiene entrañas. Radomir es un viejo granjero de piel curtida, frente cuarteada, barba sin afeitar. Tiene una colilla colgando del labio inferior, pastoso y seco, y de vez en cuando le da una calada. Ahora la coge con las puntas de sus dedos, le arranca la ceniza con el dedo meñique (que tiene larga la uña), y le está dando la última calada. La ha tirado al suelo y la pisa, aplastándola contra la suciedad, con la punta del pie retorciéndose mientras la aplasta.
            Les ha enseñado a luchar contra los cerdos. El joven Herak lo mira con ojos atentos desde la atalaya de sus veintiún años. Con sus sesenta y seis, el viejo es fornido; recio. Ha cogido un cerdo por las orejas y le está sujetando la cabeza; en la otra mano tiene un cuchillo y le rebana el cuello.
            Herak ha aprendido. Está con otros jóvenes que también se esmeran. Tiene un cuchillo de caza y su hoja mide once centímetros. Con la diligencia de un alumno aplicado, pone empeño en agradar al viejo mientras está matando otro cerdo. Las alabanzas del viejo le suenen a música celestial. Ésta es la lección del viejo voluntario. Los voluntarios jóvenes, con la lección aprendida, se disponen a matar musulmanes. A degollarlos. Días más tarde les cortó las cabezas a tres soldados bosnios.

 

3. Las correrías.

            He ahí al joven. Su cara alargada mira por los ojos hundidos, y su mirada fija se escapa en la oscuridad, a través de su cara fría. No mira, fija sus pupilas; y se clavan en el alma como escarpias, como dardos, como agujas, como balas. ¿A cuánta gente habrás matado? Pobre Herak. Tus ojos no beben la luz del mundo, sino que expulsan rayos; y son rayos de ira y desamparo, no son rayos de luz. Tu mirada es la mirada de un animal herido. En el fondo no sabes por qué estás aquí. Eres un voluntario nacionalista. Un cruzado de la causa. Un combatiente serbio.
            El campo brilla en las afueras de Vogosca. Es una nieve cálida, una manta espesa que cubre los campos de algodón. Bajo ella, la paja dura; la tierra fría; la hierba fresca. Hay un pueblo tendido entre los árboles, bajo las piedras, ante la mirada triste de colinas y de rocas; sobre él, y sobre el cielo azul de miles de almas hambrientas, se extiende la montaña de Sarajevo. Es áspera, torcida, triste. Sus brazos envuelven la ciudad y se estrechan, como una tenaza, sobre la piel desesperada de sus habitantes. Es un cerco implacable, una batalla medieval. Entre sus piedras no hay ramas, sino cardos; no hay rosas, sino espinas; hay viento de cañones apuntando desde la lupa de los cardos; cientos de fusiles creciendo como estacas, cientos de espadas apuntando a los civiles, cientos de agujas plantadas en el campo. Cañones. Las fuerzas serbias han desplegado la artillería. Con su mirada vacía, sus cañones redondos, apuntando, son miradas ciegas cargándose de balas.
            Como los ojos de Herak. Tales dos piezas de artillería, esos ojos no miran, disparan. No tienen alma que se riega sobre el mundo, sino balas que se clavan; no absorben la luz, sino que la apagan; no ven lo que tienen delante porque lo atraviesan, lo matan; y la luz que sale de esos ojos no ilumina, quema. No dan vida en la mirada tierna porque matan, sin expresar sensibilidad alguna; porque los ojos, cuando miran, reaniman, y aquellos ojos destruyen los suspiros por donde mana su bondad: se quedan fríos. Disparan sin acariciar. Aquellos ojos no contemplan a otros ojos dejándoles entrar en su casa, sino que la horadan y la allanan. Son ojos sin alegría. No se llenan de otros ojos. No se alegran, no palpitan. Son los ojos de Herak, soldado.
            Herak camina por el campo de Vogosca. Hay unos hombres armados. Hay un tumulto de cuerpos, brazos y piernas reprocediendo. Hay fusiles apuntando, miradas de acero; bocas ahogándose a gritos, pechos conteniéndose en suspiros, hombres que protegen a sus niños, niños que seaferran a sus madres, madres mirando a sus maridos; y un grito en el cielo, acurrucado en el silencio, de hombres que van a disparar. Es una unidad serbia; se llama “grupo especial de investigación”. Herak lo vio todo: él lo vio. Más de cien personas apretadas, como ganado. El campo, a las afueras de Vogosca (como los ojos, hechos para buscar, que acaban matando); así siembran la muerte los  que tienen que inveqtigar. Decenas de balas silbaron. Las armas escupieron casquillos. Decenas de cuerpos se desplomaron y Herak estaba allí. Él lo vio. Estaba armado.
            También vio arder el horno de la fábrica de acero. Treinta hombres ardían. Treinta hombres ametrallados. Fue en el pueblo de Donja Bica,(al norte de Vogosca), murieron porque no eran serranos; porque su credo era musulmán; porque no rezaban como cristianos. Porque no eran de los suyos, sino de los otros, y los otros estaban de más en esa tierra. Treinta hombres, treinta vidas segadas: Herak estaba; él lo vio.
            Y vio agarrarse a una niña del brazo de su abuela. La vio esconderse tras ella, cuando los serbios los sacaron, Herak lo vio: él estaba. Pero tenía entonces una metralleta. Estaba con los combatientes serbios y era una mañana soleada. Miró sonriendo a sus compañeros armados. Sacaron afuera a toda la familia, diez cuerpos que temblaron, diez seres atemorizados, Herak estaba: él lo vio. Los empujaron a punta de pistola, las gargantas gemían y la niña lloraba, los mandaron ponerse frente a la pared y dispararon. Herak no vio a la niña porque estaba de espaldas. Pero la veía aferrarse a su abuela, los tenían a menos de diez pasos, y se reían los tres soldados. Herak no lo veía con sus ojos ciegos. Porque Herak estaba, pero no miraba. Él disparó.
            Vació su cargador sobre aquella familia. Los habían descubierto agachados en el sótano de su casa (en Ahatovici, cerca de Sarajevo). Cuatro niños. Cuatro hombres. Dos ancianos. Se acordaba de los sesenta hombres musulmanes. Él los vio, tirados en el suelo, a las afueras de Vogosca; en la montaña de Zuc. Las fuerzas bosnias intentaron penetrar en la montaña. Los serbios los utilizaron como escudos humanos, y ahora estaban allí, sembrando el suelo, desparramados por la tierra, en aquella tierra donde se moría y se mataba; la tierra que unos codiciaban y otros atacaban, su tierra querida, la tierra que los vio nacer: su tierra del alma. Ahora estaban desparramados como bultos. Sesenta seres que vibraban, sesenta seres que gozaban, sesenta hombres que reían y lloraban; sesenta almas llenas de ilusiones, sesenta hijos, sesenta padres, sesenta gritos desgarrados: ahora eran solo sesenta cuerpos; sesenta muñones de marioneta, sesenta cadáveres. Herak estaba allí: él lo vio.
            ¿Cuántas cosas vio en sus correrías? ¡Cuánta aventura, cuántas hazañas! ¡Cuánto heroísmo rampante sembrando desolación! Les dijeron que Ahatovci tenía que ser territorio serbio. Que tenían que limpiarlo de musulmanes: y allí fueron los gloriosos nacionalistas, preñados de idealismo, armados de valor. Allí combatieron contra crueles enemigos. Viejos, mujeres y niños; terribles ejércitos de niñas agarradas a sus abuelas, hombres cautivos,  gente desarmada; fueron musulmanes sin fusiles, apenas con el trillo y el arado, salvajes invasores, fuerzas que amenazaban a los serbios, sembradores del terror. Por eso se ofrecieron voluntarios. Inocentes que vivían bajo la amenaza (porque los serbios tenían que protegerse), los jóvenes nacionalistas, los combatientes serbios, los salvadores de la patria. Por defenderla les daban siete dólares al mes. Por segar los campos, matando gente, por colgarse los fusiles para barrer.
            A aquello lo llamaban limpieza étnica. Limpiaban los campos echando a la gente, como si la gente los ensuciara con su presencia; exterminaban a los pueblos porque estaban donde no debían estar; se barría a la gente como se barren las calles, tirando los papeles a la basura, amontonando la basura en los camiones, vaciando los camiones en estercoleros: siniestros campos de cadáveres, cuerpos arrancados a su tierra, tierra que había sido limpiada. Herak estaba y él lo hizo. Él lo vio. Ahora por las noches se acuerda de aquella niña. La ve enredándose en su abuela, acurrucada entre sus piernas, con la mirada atemorizada justo antes de disparar: y entonces se acuerda de Indijana; su sobrina, de siete años recién cumplidos, que está lejos de aquel infierno; lejos de limpiezas y matanzas, lejos de aquella pesadilla, lejos de las noches de barbarie; lejos de tanto héroe suelto, de tantos soldados valientes, lejos de Herak: Indijana.

 

4. Osmán.

            Herak ha caído en manos del enemigo. Iban a Ilidza, en las afueras de Sarajevo, y se equivocaron de camino. Cayeron en manos de una unidad del ejército bosnio e inmediatamente contó sus hazañas: del que más se acordaba era del pobre Osmán. Tenía un aspecto pálido y los ojos hundidos, y tanto se había mordido las uñas que en algunos dedos se las había comido. No dormía. Por la noche le asaltaban los fantasmas de toda la gente a la que había matado. Como tropel silencioso, rodeaban su cabeza y se le hundían en la mente los terribles jirones del recuerdo. Un ejército de furias pálidas y sin voz merodeaba sin herir la maltrecha luz de su conciencia; y quienes le herían no eran las víctimas, era su conciencia. Su conciencia era un cuchillo que le arrancaba el corazón de las entrañas: las entrañas del alma, que no dolían como las del cuerpo; a falta de dolerle la carne le dolía el ser: y era un dolor que no anulaba la voluntad, pero lo atormentaba.
            Herak se despertaba. Dormía a sobresaltos y despertaba, empapado en sudor. Luego se volvía a dormir. Y se volvía a despertar. En aquel soñar intermitente lo abrazaba el insomnio, se incorporaba, se secaba el sudor de la frente, se desesperaba, empezaba a fumar. Así un día tras otro, todas las noches, la mirada pálida, la cerviz vencida. Diez días y diez noches pasó atormentado por la imagen de los tres hombres a quienes había cortado el cuello. Lo que más le dolía era Osmán. Ha soñado muchas veces con Osmán, que le decía: “por favor, no me mates; tengo esposa y dos hijos muy pequeños: no me mates”.

 

5. Indjiana.

            Rostro pálido, uñas resecas, ojos hundidos. Herak se acuerda de Fátima. De cómo la violaron a punta de pistola y la llevaron en coche hasta la montaña de Zug. El comandante les dijo que había que violar a las mujeres musulmanas. Que podían hacer lo que quisieran con ellas, que no hacía falta que las trajeran: ellos entendieron que las podían matar. Fátima murió en la montaña de Zug, una noche tenebrosa, con una bala en la cabeza, disparada por la espalda.
            Dieciséis kilómetros al norte de Sarajevo, ése era el teatro de sus correrías: el territorio que tenían asignado a Herak. Él y sus tres amigos hicieron estragos entre la gente. Cuando empezó todo, Herak trabajaba en una fábrica, empujando una carretilla. Pero huyó de Sarajevo y se unió a las fuerzas serbias; su madre era croata y su hermana, Ljubinka, estaba casada con un musulmán; un taxista que se unió a las fuerzas bosnias. Todos se quedaron en Sarajevo, con otros cincuenta mil serbios. Menos él.
            ¿Por qué? ¿Por qué se volvió contra ellos, por qué? En Pofalici, su pueblo, siempre se había llevado bien con los musulmanes. Se había divertido con ellos, lo habían invitado a sus fiestas y los Herak los habían invitado por navidad. Pero algo se retuerce en la mente de las personas y lo cambia todo. Vemos el mundo distinto a como es y lo tratamos como lo vemos. Luego, cuando hemos elegido el mundo ficticio, los comandantes siguen contándonos ficciones y lo cambiamos todo más y más. Nos hacen vivir en una burbuja, nos lavan el cerebro; y ya no podemos ver a las personas, vemos sólo los fantasmas de nuestra imaginación. Le dijeron a Herak que iban a declarar una república islámica, y él lo creyó. Lo creyó porque estaba predispuesto a creerlo: por eso se unió a los radicales serbios, se echó en brazos de sus mentiras, los eligió porque sus engaños lo seducían, y eligió dejándose llevar por la imaginación. Pudo elegir la palabra y eligió los gritos, y resbaló por una cuesta que ya no pudo controlar. Pudo elegir la palabra y eligió los tiros, y disfrutó la gran aventura de combatir. Pudo elegir la verdad de sus hermanos bosnios, pero la verdad no tiene historia y él quería una historia que contar. Sus amigos musulmanes eran buenos, pero prefirió las mentiras; y se transformaron en monstruos de los que los serbios se tenían que defender.
            Su padre era soldador. Se alegró cuando lo cazaron. ¡Qué triste es para un padre condenar a su hijo, qué triste que lo vea morir! ¡Y qué duro que un padre a su hijo le desee la muerte! ¡Que no lo reconozca en ese monstruo en que se ha convertido, qué triste, qué desolación! Imposible describir lo que pasa en sus entrañas. Y que ése no es el hijo de su alma, es otro, se lo han cambiado, está envejeciendo. ¡Cuántas veces ha pegado Herak a su padre, cuántas se ha emborrachado, ese espíritu, ese fantasma, esa sombra de lo que era antes, ese empedernido bebedor! El viejo Herak, por amor a su hijo, quería que muriera; era preferible perderlo para que no murieran más inocentes, no regar de sangre los campos de Bosnia con aquel hijo fuera de control.
            ¿Quién era Herak? Ya no era él mismo. Era un monstruo que tenía dentro, un ser extraño, no era él. Por eso se revolvía entre sueños y se mordía las uñas. Por eso tenía la cara demacrada. Por eso venían en tropel los asesinados, las mujeres y los niños inocentes, los hijos de Osmán, la mirada de Fátima, la niña enroscada a su abuela; y los sesenta cadáveres de escudos humanos, y los treinta hombres incinerados en Donja Bioca, y los ciento veinte ametrallados. Tantas mitradas inocentes buscando sus ojos, que le ardían... ¡Cuántos inocentes poblando su delirio! ¡Cuántos huérfanos, cuántos estragos! ¡Cuántas desgracias causadas por su mano, cuántas miserias, cuánto dolor en las entrañas, cuánto remordimiento, cuánto lamento que ya no tiene vuelta! Ahora, según el código criminal yugoslavo, le espera el pelotón de fusilamiento.
            Herak tiene los ojos entornados: que no miran al suelo, miran más allá. Lo transportan en el espacio, en el tiempo. Están en los campos nevados. En los troncos húmedos, en la baba de los hongos, en las ramas que se parten por el peso de la nieve; en el rayo de sol que abraza el aire, en ese leve calor que acaricia el llanto (bajo el canto ausente de los pájaros), entre la brisa que se mece alrededor. Skopje. Hay una niña que corre hacia sus brazos, y el corazón Herak se estremece con locura: su sobrina, la pequeña Indijana, que viene a traer paz a su corazón; la quería más que a nadie en el mundo... Pero detrás, en su infinita dulzura, hay una sombra que le está nublando el aire: es otra niña, otro rostro hermoso de ojos azules y pelo rubio, que está abrazada y no lo abraza a él; porque abraza a su abuela que la abraza a ella, que está llorando junto al paredón.