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viernes, 3 de diciembre de 2021

EUMES

 

 

EUMES

 


            Dicen los antiguos que “planeta” quiere decir “errante”: Ulises era un planeta y buscaba el sol de Ítaca, sin encontrarlo. Más de veinte años tardó en llegar a ella. Anduvo errante sin poder librarse del infortunio, con el corazón roto de dolor[1], pareciera que su hado fuera sólo andar errante[2]: y nada hay tan malo como vagar sin rumbo, o, teniendo un rumbo en la nave, vagar con otro en el corazón. En medio de las fatigas[3] “halla placer en el recuerdo de los trabajos sufridos quien padeció muchísimo y anduvo errante largo tiempo”[4].

            Vivir perdido es vivir en el espacio, pero sin tiempo; o surcar espacios vacíos que no son tuyos; en tiempos que no has vivido y no son tu mundo. Eso nos arrebata el vigor, nos arranca la fuerza la vida errante, la carencia de cuidado[5]; y es también la fuerza del alma, pues “padeciendo la soledad de Ulises se me consume el ánimo”[6], que decía Penélope. A veces el dolor construye, como afirmaba Ulises (“mi ánimo es sufrido por lo mucho que hube de padecer”)[7]; y otras veces nos destruye, “pues los que van errantes y necesitan socorro mienten sin reparo”[8]. Parece que el viaje tiene valor pedagógico, terapéutico, es una forma de educación: pero hay que tener en el pecho bien marcado nuestro destino; sin el amor que da clarividencia el viaje no sería más que soledad, vagancia, degradación y pérdida de dignidad, y de nosotros mismos.

            Ulises vagó porque Poseidón se empeñó en perderlo, en extraviar su rumbo; pero este extravío no fue locura porque Ulises no se olvidó nunca de su destino, y vivió pensando en Ítaca: su tierra, su casa, su isla que emergía en el océano, su ideal. Ítaca era áspera, pero fértil; y aunque pequeña, abundante en trigo y vino; “nunca le faltan la lluvia ni el rocío”[9], Ítaca estaba llena de cabras, de bueyes, de bosques, de abrevaderos. Ítaca era la casa, la esposa, el hijo, era el padre, el ama (porque la madre había muerto); era el perro, el porquero, eran el boyero y la criada, ¡ay!, pero también era el cabrero. Y también, por desgracia, eran los pretendientes. Que se habían instalado allí aunque aquél no era su suelo.

            Y lo más bello estaba en lo más feo, lo más limpio en lo más sucio, lo más grande en lo más pequeño. Eumes, el porquero; la estremecedora fidelidad del perro Argos; el ama, Euriclea. Reflejos en miniatura del sol que alumbraba Ítaca (Penélope, Telémaco, el amor conyugal y el amor filial, el amor del padre, el viejo Laertes, vagando en la isla como una sombra del hades, como Argos lleno de garrapatas, como un perro): Ulises volvió y  no fue reconocido por nadie. Porque la diosa Atenea quiso hacerlo irreconocible.

 


 



[1] Homero, La Odisea, p. 173.

[2] Ibídem, p. 197.

[3] Ibídem, p. 198.

[4] Ibídem, p. 200.

[5] Ibídem, p. 275.

[6] Ibídem, p. 275.

[7] Ibídem, p. 222.

[8] Ibídem, p. 179.

[9] Ibídem, p. 171.

viernes, 9 de julio de 2021

PENSAMIENTOS

 

 

PENSAMIENTOS

 


1. La muerte.

 

            Morir es dejar de sentir. Si no sentimos lo malo no podemos sufrir. Si no sentimos lo bueno no podemos disfrutar. Y si no sentimos que nos falta lo bueno tampoco podemos sufrir por lo que hemos dejado de disfrutar. Sufrir. En ningún caso la muerte puede ser motivo para el dolor.

 

2. El alma.

 

            El alma es el origen del movimiento. La diferencia entre un ser vivo y un cadáver es que uno se mueve y el otro no. Se podrán mover las partes del cadáver como moléculas y células, pero el cuerpo, como tal cuerpo, ya nunca se moverá.

 

3. Dios.

 

            Sentimos hambre porque tenemos aparato digestivo; un átomo, que no lo tiene, nunca tendría ganas de comer. Si sentimos a dios es porque tenemos el vacío de dios; si no lo tuviéramos no lo sentiríamos, como una piedra, una planta o un murciélago no pueden tener nostalgia de dios. Pero ese vacío ¿cómo es que lo tenemos? ¿De dónde nos viene ese anhelo si no es por la inercia de vivir? Todos los seres tienden a seguir viviendo, la vida es una inercia que nos empuja a no dejar de vivir. Esa inercia que huye de la muerte busca, inventándose lo divino, vivir soñando en la inmortalidad.

 

4. El amor.  

 

            Sentimos hambre porque necesitamos que nos quieran. En ese anhelo de ser queridos por seres que necesitan que los queramos es lo que nos convierte en seres enamorados, y esa naturaleza enamorada la tenemos clavada en el alma: es el corazón.

 

5. La admiración.

 

            Nos admiramos de las cosas porque queremos que nos admiren. Necesitamos una mirada que nos diga no sólo que estamos bien hechos, sino que las cosas que hemos hecho las estamos haciendo bien. Si no nos maravillara el mundo; si no necesitáramos que nos admiraran, no podríamos decir que somos, en nuestra naturaleza, muerte, alma, aliento divino y admiración; el amor vence a la muerte y el alma, que palpita, le exige a la inteligencia que no deje de volar; de alimentar los anhelos de esos seres enamorados que no dejan de maravillarse porque tienen razón: y en la razón tienen el corazón.

 


 

 

viernes, 26 de febrero de 2021

ELEGÍAS A MI AMIGO PACO

 

ELEGÍAS A MI AMIGO PACO

            Se presenta este libro como un conjunto de ocho elegías y es una elegía dividida en ocho partes. Ya desde el título es transgresor: pues no hay nada tan poco poético como dirigírselas a Paco, y no a Fabio, y el poeta, que rompe los moldes de la poesía, renuncia a los contenidos nobles para ennoblecer, en la figura de Paco, al pueblo llano que no tiene cartas de nobleza. Invoca a la locura sin aspavientos ni estridencias, con la serenidad de un Séneca y el equilibrio de los clásicos. Este desprecio de la grandilocuencia también está en los metros, que son de arte menor, de tono mucho más popular y parece que no tan grave y sentencioso en el contenido, y desde luego nada grandilocuente en las exclamaciones; parco en palabras, con palabras que parece que reposan en los metros creados para la velocidad: hexasílabos, heptasílabos y octosílabos con algún endecasílabo entreverados; versos libres alternan con romances y décimas, huyendo del barroquismo y buscando la sencillez. Una especie de prólogo de pocas líneas recuerda el propósito de estos versos: vencer al olvido, que es nuestra segunda muerte, esa que se produce después de la muerte física; pero el autor no lo llama “introducción” sino “introito”; dándole un tono religioso como si esta elegía fuera una suerte de misa atea; y el poema, desde esta apariencia (sólo apariencia) religiosa, termina en una de las formas más obsesivas que pueda tener la religión: una letanía; los dos últimos versos insisten en su propósito:

                                    Así el olvido  no nos dé la espalda

                                   y vivo quedes en el pensamiento.

La idea que concluye en las últimas líneas es la misma que se anunciaba en las primeras; la despedida (ite misa est) es el leit-motiv al que tristemente, pero desde la serenidad, el poeta nos convocaba en el introito.

Las ocho partes que integran la elegía vienen introducidas por una cita, y así dialogamos, como quien dice sin querer, con otros poetas que son, por este orden: Alfonsina Storni, Antonio Machado, Neruda, Vallejo, Manrique, Juan Ramón, Bergamín y Miguel Hernández; de este último nos lleva el pensamiento a un poema distinto del que no hay duda de que está en su pensamiento; se me antoja que en su mente martillea (y no lo cita, como si quisiera engañarnos) García Lorca: ¿cómo, si no, darle sentido al obsesivo “una mañana de septiembre” que recuerda a un no menos obsesivo “a las cinco de la tarde”? Como una letanía igualmente obsesiva pero más altisonante y machacona. El propósito de la elegía se recuerda en la primera cita como quien no quiere la cosa: “las cosas que mueren jamás resucitan”. Ahí está. Como el mundo del Hades condenado a no ser ya; la única forma de ser que tenemos es la memoria, y eso mientras dure; estos versos son un intento de estirarla para que se alarguen más en el tiempo a sabiendas de que, de una manera inexorable, desaparecerá. 



La primera parte tiene forma de elegía. Cuatro tiras de versos como un romance dividido en cinco partes, empiezan, menos la cuarta, de la misma forma: “una mañana de septiembre”; es la llegada de la muerte; sigilosa, y por lo tanto traicionera; de sobra la conocemos, y sin embargo nos sorprende; siempre. En el segundo fragmento la tristeza resignada (que por eso no se vierte en desesperación) se expresa con un par de antítesis: nos hundimos, y nos levantamos; creemos que somos héroes pero “nos fundimos en el barro”. En el tercer fragmento uno siente un eco del exaltado Canto a Teresa que nos viene de Espronceda:

Sigan viviendo otras personas,

el cosmos gire ensimismado,

las cosas tengan su criterio

las mentes sufran su descargo,

el tiempo fluya indiferente,

tensos se ubiquen los espacios.

Pero donde uno espera ese “que haya un cadáver más ¿qué importa al mundo?” nos encontramos con serenidad en la resignación, no con un llanto desesperado:

                                   Que seguiré con mi obsesión,

que seguiré con mi descaro.

El descaro de arrancarle el recuerdo al tiempo, para que quede y que el tiempo no pueda llevárselo.

            El cuarto fragmento del romance (ese que no reproducía la anáfora en el primer verso) es un eco de Epicuro: la muerte es la ausencia de sensación, y por eso:

                                   Solo nos queda un gran desierto

extenso y duro, enorme páramo

donde se pudren los sentidos

y prescriben los abrazos.

De vez en cuando (como en estos versos) un encabalgamiento viene a romper el ritmo para que sea menos machacón; y la quimera de vencer al tiempo se recuerda una vez más, convertido

                                   en un intento pertinaz

ilógico y desesperado.

            Ilógico: por lo tanto loco. Desesperado: pero contenido. En el último fragmento del poema se habla ya de locura y se asocia con la pasión. Y en un arrebato de locura se exalta el poeta en lo que parece un eco de Unamuno cuando llama a rescatar el sepulcro del Quijote:

                                   ¡Vayamos todos juntos, venga!

                                   ¡Vayamos todos juntos, vamos

                                   a recorrer aquellas sombras

                                   que inmovilizan nuestros pasos

                                   y en un alarde de pasión,

                                   desbaratados los sudarios;

                                   perdidos en un laberinto,

                                   en los negocios, despistados.

Y nuevamente la contención del poeta sujeta las bridas de esos versos que ya estaban listos para desbocarse, arrebatados por la pasión al control de las espuelas y las bridas.

            Sigue lo que puede interpretarse como una carta a Paco; una carta que abarca las dos partes siguientes. En la segunda el poeta se dirige a él reproduciendo los encabezamientos formales de las cartas de antaño:

                                   Paco, querido amigo,

                                   ¿qué tal te encuentras por ese otro lado?

Pero el formalismo inexpresivo se disuelve en el lugar donde vive el destinatario: el “otro lado”. Dos palabras intrascendentes introduciendo, por contraste, la trascendencia, ese lugar tremendo del que se habla como si no pasara nada. Y dice como si estuviera vivo: “llámame cuando puedas”. Es un intento de resucitarlo, revivir a un muerto es hablarle como si estuviera vivo, ése es el papel tan importante que tiene la ficción. La vida sigue. La primavera viene y nosotros “te reivindicamos”, porque “mantenerte” es lo mismo que mantenernos, “y no nos mantenemos, sin embargo”. La vida es el gran teatro del mundo y nos gustaría ser Calderón, pero desgraciadamente

                                   vivimos en la ausencia

                                   y morimos pidiendo un escenario.

Muy a pesar nuestro retumban en nuestra mente, con las palabras del poeta, las palabras con las que nos congelaba Alfonsina Storni: “todo ha terminado”. Y eso nos recuerda las exaltadas palabras de una tumba que hay en el cementerio ateo de la Almudena: “¡después de la muerte no hay nada!” 



            La tercera parte prosigue nuestro poeta el contenido de su carta. Ahora insiste en que “tú no puedes haberte ido” (lo que es, más que un hallazgo de la inteligencia, un esfuerzo de la voluntad; nuevamente Unamuno: creer en dios es querer que exista). Pero Paco no está entre nosotros como un holandés errante, si vaga por el mundo no es como un alma en pena, sino “como un alma sin pena”. “Dicen que tan solo eres polvo”, pero (parece decir el poeta) no me lo creo. Las certezas de la ciencia no sirven para redimirnos, al final sólo nos redimen los sueños; pero cuando soñamos en el fondo sabemos, por más que nos empeñemos en ignorarlo, que todo es sueño:

                                                                       (…) peleamos

                                   por parecer que todo sigue igual

                                   y nos disfrazamos de fe.

La obsesión por devolver la vida al muerto es “locura”, “ceguera”, de tu memoria solo quedarán “unos pétalos secos” (las flores que se marchitan en la tumba y se deshojan) y el nombre del muerto (puro nominalismo, pensemos en Umberto Eco: de la rosa, ese símbolo de la fragilidad de la vida, sólo nos queda su nombre). Mas sobre la inteligencia se eleva la voluntad:

                                    Recuerda al menos

                                   que quise eternizarte.

¿Y qué se empeña en eternizar el poeta? ¡La amistad! Ese sentimiento (Aristóteles y no Platón) que es “comunión de los espíritus”, “concordia de las mentes”: esperanza y no arrebato.

            En la cuarta parte concluye esta epístola imaginaria. Aquí resuena Miguel Hernández: “compañero, tú no has muerto”, que se renueva invirtiendo sus términos en la tercera estrofa: “tú no has muerto, compañero”. Son cuatro décimas en las que se vierte la nostalgia en un panteísmo entrañable:

                                   Tú no  has muerto compañero,

                                   estás inserto en las cosas;

                                   en plantas, en mariposas,

                                   en el abono terrero.

                                   Eres el humus certero

                                   que alimenta los sembrados.

¿Está también el aliento de Nietzsche? Es la tierra, no es el cielo; como los pies enormes de la estatua del pastor que, a la entrada de Segovia, parece que se hunden en el suelo. El cielo sólo engaña a la vida para después enterrarla, ¡fidelidad a la vida! ¡Quién sabe si el eterno retorno devolverá estas cenizas a la vida otra vez, como este panteísmo que se reivindica! 




            La quinta parte tiene nuevamente forma de elegía. Cinco fragmentos que empiezan todos con el mismo verso: “cuando un hombre muere”. Machaconamente. De manera obsesiva. Morir joven es más que una injusticia, es un crimen; “de lesa naturaleza”; que rompe las leyes de la física y comprime la razón, que no tiene respuestas. Morir sin dar de sí es luto, sin dejar nuestro sello, ésa es la deuda de la vida: y se expresa “con su impronta”, en los camaradas que quedaron vivos. Morir joven es un olvido de la historia; por eso, jugando con las palabras, la muerte injusta “es la historia del olvido”. Morir joven es, en fin,

                                   vivir en la ausencia

                                   buscando recuerdos

                                   que quieren vivir;

y no pueden; sólo podemos recrearnos en el dolor, como si quisiéramos disfrutar de la pena.

            Las dos partes siguientes son un soliloquio. Han sido precedidas en la parte anterior por un verso de Jorge Manrique. Y la meditación grave y seria de la quinta parte se vuelve ahora desenfadada e irónica, que es la forma barroca del desengaño:

                                   A la gente le da por morirse,

                                   es una costumbre absurda,

                                   cuando no suicida.

Se puede morir de amor, de pena y hasta de risa; se puede morir de éxito, de fracaso,

                                   algunos nacen muertos

                                   y otros mueren vivos.

Hay quien quiere morir y no le dejan, otros no quieren y se mueren. Al muerto, dice el poeta con ironía, todos le dejan de hablar: ¿y qué culpa tiene? Lo peor es la vida del que queda, pues

                                   nos dejaste medio muertos

                                    en los límites de la demencia.

            Estas meditaciones concluyen con una letanía. Muerte avariciosa. Muerte sibilante. Muerte maliciosa. Muerte tenebrosa. Muerte poderosa. Muerte codiciosa. Que nos llevas al olvido, que envenena los sueños y las semillas, que hace trampas en el juego, que agota las razones, que nos seduce sin freno, paradójicamente (dice el poeta)

                                   tan solo la nada

                                   no te pertenece.

Como si la hubiéramos podido vencer rescatando a los muertos del olvido.

            La elegía concluye con unos versos de arte mayor: endecasílabos; tercetos encadenados. Si empezó con un relato concluye con otro relato. ¿Qué fue para el poeta el amigo que murió? Un fiel amigo, una conversación en libertad, un compartir los sencillos placeres de la cerveza y el vino, un recuerdo de que la naturaleza ha ocupado el espacio de dios, y una bofetada en la cara propinada por la injusticia: que nos manda a criar malvas (“ya crías plantas”) y convierte la vida en barro, y borra (¿otra vez Nietzsche?), volviéndolas nebulosas, las fronteras del bien y del mal. La muerte hace pedazos la libertad, pues nos somete a su tiranía, pero nosotros nos vengamos de ella, aunque no sea en la realidad, sino en el deseo:

                                   Así el olvido no nos dé la espalda

                                   y vivo quedes en el pensamiento.

            El deseo se convierte en realidad. No es realidad más que lo que yo quiero. Voluntad. Nietzsche. Schopenhauer. Unamuno. Y una lucha denodada por rescatar la profundidad de los versos a las sonoridades fáciles de la estrofa que los transporta. Como en San Juan de la Cruz. Estas elegías a Paco (o más bien en singular, así: esta elegía), este lamento y estos versos son un recordatorio sencillo de cómo lo sublime puede discurrir por lo sereno; y el dolor se expresa de manera sencilla con la contención de los clásicos, así, sin molestar, sin dar voces ni hacer alardes, sin gesticular ni forzar el gesto, en una palabra: sin aspavientos.

            Demos la bienvenida a José Luis Bartolomé en la república de las letras. Y a su amigo Paco. Y quédese en nuestra memoria con esta elegía.

 


viernes, 7 de agosto de 2020

EL HEDONISMO

 

 

     Hoy vamos a dar una clase de filosofía. Para ser más exactos, de ética.  

EL HEDONISMO 

            Hay una corriente ética que se conoce como hedonismo (la palabra griega “hedone” suele traducirse por “placer”): sus dos principales representantes son Aristipo (que fundó la escuela de Cirene, razón por la cual a sus discípulos se les llama cirenaicos) y Epicuro (que fundó también su propia escuela, conocida como el Jardín).

            Epicuro, como Aristipo, piensan que la felicidad consiste en el placer; pero no se ponen de acuerdo en lo que es el placer; contemplar un cuadro o un bello atardecer, escuchar una sinfonía o dar un paseo son actividades placenteras, pero también lo son beber vino, comer bien, darse un baño relajante o entregarse al erotismo. ¿Qué tipo de placeres es preferible? ¿En ambos casos se puede hablar de placer?

  • Para Aristipo hay que buscar el placer en el momento presente, y se trata por tanto de un placer sensorial.
  • Epicuro prefiere el disfrute de los momentos pasados o futuros; a veces disfrutamos más recordando un viaje que mientras viajábamos, y suele ocurrir también que soñar con la realización de nuestros proyectos nos proporciona más alegría que cuando los empezamos a realizar. Epicuro se interesa, por consiguiente, por la búsqueda del placer espiritual.

1. LOS PLACERES

(1) El cuerpo:

Aristipo y los cirenaicos admiten que hay dos sentimientos (páthe) básicos en el cuerpo: 

            El placer como movimiento suave.

            El dolor como movimiento áspero.

(2) El alma:

Epicuro, frente a los placeres del cuerpo, admite también los placeres del alma:

            El placer estable (“catastemático”) es el que sigue a la eliminación de los dolores: es una ausencia de perturbación. Éste es el fin último.

Epicuro emplea el vocablo “hedoné” para referirse a la ausencia de dolor, y éste tiene dos vertientes, igual que la medalla tiene dos caras:  

            a) Aponía es la falta de dolor en el cuerpo.

b) Ataraxía es la ausencia de perturbación espiritual.

          Podríamos resumir esta diferencia diciendo que para Aristipo la felicidad consiste en el placer, mientras que para Epicuro consiste en la ausencia de dolor; “no es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita”, dice el refrán popular.

El placer de los cirenaicos es un placer cinético puesto que se transforma en su contrario, el dolor (a toda borrachera le sigue siempre una resaca). Y el de los epicúreos es más bien un placer catastemático (es decir estático), puesto que nunca se transformará en su contrario (el placer de un paseo tranquilo nunca se convierte en perturbación o dolor).

1. El placer cinético o genético es una agitación de nuestra sensibilidad.

2. El placer catastemático (es decir “estable” o “constitutivo”) es el placer fundamental. El dolor es el límite del placer; y por tanto:

a)      No hay un estadio neutro intermedio entre placer y dolor, como el gris es el intermedio entre el blanco y el negro.

b)      No existe ese placer mixto, formado de mezcla de placer y dolor, del que hablaba Platón.

Y como el placer está enraizado en nuestra sensibilidad, no es ilimitado; la naturaleza misma ha fijado los límites del placer.  En efecto,

a)      El placer nos es connatural, propio de nuestro organismo vivo; oikeîon.

b)      El dolor es allótrion (“extraño, ajeno”).

 

2. LOS DESEOS

 El deseo es esa especie de atracción que sentimos hacia el placer. Hay cuatro clases de deseos:  

 1. Los que son naturales y necesarios (como beber cuando se tiene sed). Éstos son los que eliminan el dolor. Comer, beber, dormir, vestirse, sentir amistad, pasear, son placeres naturales y necesarios.

 2. Los que son naturales, pero no son necesarios (como la comida refinada). Éstos diversifican el placer sin eliminar el sentimiento de dolor. Vivir en una casa de lujo, vestir bellas ropas, tener colchones mullidos, cojines y alfombras, nos proporcionan placeres naturales (puesto que dormir y vestir son necesidades de la naturaleza), pero de manera innecesaria (porque la naturaleza no exige que se añada lujo a la satisfacción de esas necesidades).

 3. Los que no son ni naturales ni necesarios (como las coronas y la erección de estatuas honoríficas). Hoy diríamos que las drogas, la moda, el botellón, los tatuajes, los peircings, son placeres artificiales (es decir “no naturales”) y no necesarios.

  

3. EL TETRAFÁRMAKO

(CUÁDRUPLE REMEDIO)

         Hay obstáculos a nuestros deseos, que son dificultades para conseguir el placer. Epicuro destaca cuatro miedos que hay que vencer: a los dioses, a la muerte, al placer y al dolor.

 1. Los dioses.

             Los dioses son felices e imperecederos, por lo tanto ni tienen preocupaciones ni nos las proporcionan a nosotros. 

Este mundo funciona solo, no tiene necesidad de que ningún dios lo haga funcionar. Por lo tanto no hay que temer a los dioses ni esperar que los dioses nos salven; tendremos que salvarnos nosotros mismos.

            Tampoco hay que atribuir a los dioses acciones indignas de ellos, como los castigos de su cólera terrible; ni ellos nos necesitan a nosotros (y por tanto todo sacrificio es inútil) ni tampoco se enfadan con nosotros como creemos.

 2. La muerte.

             La muerte nada es para nosotros, porque mientras existimos la muerte no está, y cuando se presenta ya hemos dejado de existir.

            En efecto, todo bien y todo mal, tanto el placer como el sufrimiento,  residen en la sensación; pero como la muerte es ausencia de sensaciones (puesto que cuando estamos muertos no sentimos nada), entonces no nos puede hacer sufrir; por lo tanto no tenemos motivos para temerla. 

 3. El placer.

             El bien es fácil de procurar.

Donde exista placer, por el tiempo que dure, no hay ni dolor ni pena ni mezcla de ambos.

 4. El dolor. La enfermedad.

             El mal es fácil de soportar.

            El dolor del cuerpo no dura mucho, el más agudo perdura lo mínimo y el más leve no persiste muchos días.

            Y las enfermedades duraderas ofrecen al cuerpo mayor cantidad de placer que de dolor.

             Tampoco hay que temer a la fatalidad: unas cosas suceden por necesidad, otras por azar y otras dependen de nosotros.

            1. La necesidad es irresponsable. Es la fatalidad de los físicos.

            2. El azar es vacilante.

            3. Lo que está en nuestro poder es la única propiedad que tenemos. Es mejor ser sensatamente desafortunados que gozar de buena fortuna con insensatez. (Hoy diríamos que la suerte no viene sola, sino que se busca; y se busca siempre con nuestro trabajo, por eso no hay que esperar a tener suerte quedándonos con los brazos cruzados). Se trata, por supuesto, de la voluntad.

             Los placeres que valen la pena dependen de nuestra voluntad.

 

viernes, 25 de agosto de 2017

DIÁLOGOS LIBRES EN TORNO A NIETZSCHE (1)





DIÁLOGOS LIBRES EN TORNO A NIETZSCHE (1)


1.

            No se puede decir que un silencio recorriera la sala. Lo que sucedió más bien fue que la sala estaba en silencio. El silencio que reina cuando uno viene dormido, dispuesto a escuchar; cuando uno espera que se lo digan todo y no quiere preguntas, sino respuestas; así estaban los alumnos cuando iban a clase. Juan Luis ya no estaba para hacer experimentos que despertaran la participación de los alumnos. Se limitaba a exponer lo que sabía, poniendo todo el énfasis de que era capaz, haciéndolo atractivo, revistiéndolo de misterio; esperaba que la curiosidad se despertase en los alumnos con la simple escucha de lo que decía, con tal que su discurso no fuera un texto casposo, sino una apasionante aventura.
            Sin embargo los alumnos no reaccionaban. Escuchaban con la pasividad del espectador que viene al teatro para que la acción la pongan los actores, él ya ha tenido bastante con poner el dinero. Los alumnos, sin embargo, no ponían ni el dinero, porque la enseñanza era gratuita. Venían acostumbrados a que se lo dieran todo sin que ellos pusieran nada para merecerlo.
            Y así, en aquel instante, la sala permanecía en silencio. No que se hubiera quedado callada, es que no había empezado a hablar. No era silencio emocionado, no la mente enmudeciendo sobrecogida cuando la pasión del verbo nos deja sin voz. No: era el silencio del aburrimiento; de quien viene sin ganas de decir nada y sale sin nada que decir. Y no porque su clase estuviese aburrida, sino porque aquellos chicos nacieron aburridos y arrastraron la vida cargándola de angustia; de la angustia que mana de la falta de interés, de la atonía que nos llena de vacío, como se llena de aire la barriga cuando la inflamos de gaseosa; el desánimo de la nada que poblaba el corazón de aquellos jóvenes, acostumbrados a tener de todo sin luchar por nada; acostumbrados a no sentir emoción, a contemplar una obra de arte como quien ve jugar a las cartas, a aburrirse con la belleza, a ver veinte películas idénticas con los personajes y lugares cambiados, a tragarse doscientos pokemon que no sirven para nada, con sus características detalladas y bien aprendidas; luego son incapaces no ya de aprenderse la tabla periódica de los elementos, sino de distinguir entre el sujeto y el predicado.
            No sabría decir por qué, pero aquélla le parecía una generación perdida. Generación perdida es la que no tiene de nada por culpa de la guerra, pero aquella se perdía en la abundancia y nunca aprendió a valorar lo que tenía. Con una irónica paradoja lo supo decir José Luis Bartolomé:
Lo tienes todo ganado,
pero eres un perdido.
            Porque nada de lo que tienes tiene valor. El mundo para ti es un gran decorado, un escaparate donde puedes escoger de todo y nada te cuesta. En verdad era aquélla una generación perdida. Y la gente no lo reconocía. Sólo reconocemos la pérdida de lo que vemos, la pobreza de no tener nada, la ausencia de las cosas que se ven y tocan, la ausencia del cuerpo. Pero aquella generación sufría de tener de todo, y era la pobreza de tener lo que no reconocían como pobreza. Sí, aquello era una pobreza de espíritu. Habían alimentado su alma con desgana, con aburrimiento, con desinterés, y aquel sentimiento se convertía en desprecio; sus ademanes eran desdeñosos, su conducta intercambiable, y el no creer en nada había hecho de ellos unos rebeldes sin causa. Sólo creían en el dinero:
                                               Adiós, papá, adiós, papá,
                                               consíguenos un poco de dinero más. 


            Se reían con la canción de los Ronaldos. Aquel nihilismo había hecho de ellos unos seres desalmados; vivían del cuerpo, pero habían perdido el alma. Y el cuerpo, aunque ellos no lo supieran, tenía su alma también; su culto al cuerpo era vivir sin cultura corporal, entregados a la dejadez de los gimnasios, de la cosmética, de las dietas inconscientes, de los anabolizantes; del alcohol sin tino, las borracheras, las pastillas, la coca, las carreras por la noche, las peleas grabadas en el móvil, la nada. Vivían en un mundo que les habían regalado al nacer y ellos eran incapaces de apreciar; como despreciaban los viajes del instituto porque eran gratis, porque no les costaban nada; porque les abrían los ojos a la cultura y ellos sólo entendían de cultos; y sus maestros los abofeteaban con aquella otra deformación no menos perversa del culto a la cultura. Entre la vida desalmada de unos y la de los otros, los autobuses iban vacíos. Pero había que pagarlos. Y no eran ellos los que los pagaban. Ni los otros ni los unos. También los maestros estaban acostumbrados a que las cosas fueran gratis.
            Por eso no se podía decir que la sala la recorriera el silencio. Es que el silencio estaba en la sala y los alumnos habían escuchado, pero no tenían nada que decir. No tenían costumbre de pensar lo que decían, no eran productores de pensamientos sino consumidores de ideas. Juan Luis tan sólo había preguntado:
            -¿Qué quiere decir “ser bueno”?
            Y ante su insistencia, algunos empezaban a decir: “portarse bien”; “ser bien pensados”, decían otros, y otros corregían: “hacer bien las cosas”. Tuvo que intervenir el profesor:
            -Os he pedido el significado de un adjetivo, y vosotros me dais la misma palabra convertida en adverbio. “Ser bueno” y “portarse bien” contienen la misma palabra; “bien” replica el significado de “bueno”, y eso no sirve para nada; es como si me dijerais que lo blanco es la blancura.
            Entonces intervino Adriana, que tenía una lógica muy incisiva:
            -Lo importante no es el adverbio, sino el verbo. Ser bueno es obrar bien, pensar bien y trabajar bien.
            -De acuerdo, pero hay mezclados dos problemas y tenéis que ayudarme a distinguirlos. No basta con obrar, pensar y trabajar para ser bueno; para ser bueno hay que obrar, pensar y trabajar bien. Pero ¿qué significa la palabra “bien”? No me digáis que lo mismo que “bueno”, porque entonces estaremos dándole vueltas a lo mismo.
            Hubo un silencio, y esta vez sí fue de perplejidad.
            -¿Qué significa “ser bueno”? Seguramente “ser” es al mismo tiempo obrar, pensar y trabajar; pero ¿qué es ser “bueno”?
            Un silencio recorrió la sala. Ahora sí.
            -Os daré pistas –dijo Juan Luis para ayudarles a salir del atolladero-. Algo podría ser bueno si nos gusta; si nos atrae; si es deseable.
            Ahora el silencio significaba “sí”; “estamos de acuerdo”. Juan Luis los sacó ahora del conformismo. Buscó ejemplos en los que no estuvieran de acuerdo todos; buscó contraejemplos.
            -El chorizo nos gusta. La droga nos atrae. Deseamos hacer el vago. Pero no todos estamos de acuerdo en que todas esas cosas sean buenas. 


            Juan Luis recurrió al libro de Savater. Quiso zanjar así la cuestión, porque éste no era el debate que le interesaba.
            ¿Estaréis de acuerdo en que es bueno todo lo que no nos hace daño?
            El sí de la respuesta fue unánime en los alumnos.
            -Pero si yo ahora os pregunto que qué es el daño vosotros me lo relacionaréis con el dolor. Y si os pregunto por el dolor me diréis que es el sentimiento del daño. Y si os apuro un poco más, me diréis que es el sentimiento del mal. Y si queréis saber lo que es el mal, contestaréis que lo contrario del bien; y ya estamos liados otra vez; no salimos del círculo vicioso.
            Juan Luis ahora tomó carrerilla. Él tenía la sartén por el mango y los chicos ardían en deseos de saber cómo salir del atolladero.
            -Es bueno lo que produce placer. Y malo lo que produce dolor. El mal es lo contrario del bien como el dolor lo es del placer, y lo contrario del placer y el dolor es la indiferencia; a menos que penséis que la indiferencia es ya una forma de dolor. Ahora recurriremos a Savater; un placer es malo cuando te quita la posibilidad de disfrutar de los otros; la borrachera se disfruta mientras te estás emborrachando, pero luego te pierdes la fiesta, vomitas y te queda la resaca. Pero volvamos a la pregunta que os hice: ¿qué significa ser bueno?
            El silencio fue de nuevo el mensajero de la perplejidad. Pero Adriana, que sabía escarbar para buscar petróleo, dijo:
            -Bastará con que tomemos las definiciones que acabamos de hacer. Ser, según hemos dicho, es obrar, pensar y trabajar. Bueno es lo que se disfruta sin perder la capacidad de disfrutar después. Si unimos estas dos definiciones tendremos la respuesta a lo que preguntas; ser bueno será obrar, pensar y trabajar sin perder nunca la posibilidad de seguir disfrutando.
            Un suspiro de admiración recorrió las mesas donde se sentaban los alumnos. La sorpresa se notó en sus bocas abiertas. Juan Luis, acostumbrado a las piruetas dialécticas, no perdió tampoco su capacidad de sorprenderse; y le aplaudió la idea. Acto seguido pasó a comentarla.
            -Si yo trabajo bien soy un buen trabajador; un buen carpintero si hago buenas sillas, por ejemplo. Si pienso bien seré un buen pensador; en este caso un buen filósofo. Pero si obro bien seré bueno a secas. Una buena persona. Pues bien, ahora que estáis satisfechos os contaré algo que me pasó hace muchos años. Tenía yo la edad que tenéis vosotros ahora, y acababa de terminar el bachillerato. Yo era bueno en latín y en griego. Un compañero me pidió que le diera clases y se las di gratis. Y otro compañero, cuando se enteró, me dijo que yo era bueno. Añadió en seguida que no me lo decía como un cumplido. Al llamarme bueno me estaba llamando...
            -... tonto –respondió Raúl, que las cazaba al vuelo.
            -Efectivamente –concluyó Juan Luis-. Bueno también significa tonto, y tonto es el que se pierde la fiesta por estar ayudando a los demás; como la borrachera es la tontería del vino, así también la tontería es la borrachera del bien. Si es bueno lo que no te quita la posibilidad de disfrutar del resto de las cosas buenas, privarse del bien por ayudar a los demás no puede ser cosa buena; aquí entronca la filosofía de Nietzsche.
            Se paró, miró a los alumnos que estaban sentados y comprobó en sus miradas que se había despertado el interés. Prosiguió tranquilo.
            -La filosofía de Nietzsche es un alegato contra la moral: la moral entendida como forma de desvivirse por hacer el bien. Desvivirse; dejar de vivir. Si lo bueno te quita la vida no puede ser bueno. El sacrificio de sí mismo en aras de los demás es un absurdo; ¿tiene acaso más valor la vida de los demás que tu propia vida? Eso del amor cristiano, que sufre para gozar después de la muerte, no tiene sentido. La caridad que te doblega no es buena, porque no es caridad contigo. El amor al prójimo no está mal, siempre que no se asiente sobre el amor propio, sobre el desprecio de sí mismo; pues el amor propio no es esclavo del amor al prójimo como yo no soy esclavo de los demás. El amor, el bien, la vida, son buenos si no se suicidan. El sacrificio sólo tiene sentido si es en aras de un bien que se disfruta antes de morir; siempre que ese beneficio tenga más valor que los bienes que sacrificamos para llegar a él. Ahí está Nietzsche. Nietzsche no desprecia el amor, la generosidad, la solidaridad con el mundo; lo que desprecia es el sacrificio de la vida en el altar de la muerte, que vale menos; y después de esta vida ya no hay más. Dejar de vivir esta vida pensando en la otra no es soltar el pájaro de la mano por cazar los ciento que vuelan: es que no hay pájaros volando por el cielo, y el único que existe es el que tenemos en la mano. La vida es placer, sí, pero placer que requiere sacrificio: la vida es lucha; y la lucha por la vida se empeña en las cosas buenas que hay antes de morir; después habrá otras cosas, pero ya no será para nosotros; serán para otros seres que hayan empezado a vivir después. Nuestra vida existe antes de morirnos, y no podemos acceder a ninguna otra vida que no sea para seguir viviendo después; vivir nuestra vida es vivir lo que ya nos ha pasado; será nuestro eterno retorno.
 
2.
Intuición e inteligencia: lógica y razón.

            El eterno retorno... y las miradas se hundían en el ensueño. Nietzsche era el apóstol del eterno retorno, y nadie lo entendió. Porque no se expresaba bien.
            -Bueno, hay que ir con cuidado cuando se habla así. Nietzsche se expresaba muy bien, pero lo hacía con metáforas; y la metáfora, a diferencia del concepto, hace vivir las cosas que se dicen, y vivir es entender. Con el concepto se entienden las cosas sin vivirlas, y eso, valga la paradoja, es vivirlas. Con la metáfora vivimos las cosas aunque no las entendamos con la cabeza; pero las entendemos con el corazón; y con las tripas.
            -No entiendo nada –interrumpió Roberto.
            Juan Luis lo miró con el verbo interrumpido, y después hundió sus ojos en el vacío; como cuando quería buscar una idea y la perseguía por las nieblas de la conciencia.
            -¿Cómo te lo podría explicar?... Mira, imagina que tienes que explicarle el color verde a un ciego; si perdió la vista en un accidente, todavía se acordará del color; pero si nació ciego no habrá visto el verde en su vida. ¿Qué le dirías para que lo entendiera? ¿Que el verde es el color que hay entre el azul y el amarillo en el arco iris? ¿Le hablarías de su frecuencia y su longitud de onda para que lo entendiera? ¿Lo entendería si se lo explicaras así?
            Roberto abrió la boca sin contestar, como se quedan los que se quedan perplejos.
            -Si te dice Descartes que el color aparece en el arco iris cuando tu mirada, el agua y el sol forman un ángulo de 50 grados, ¿entenderías tú lo que es el arco iris? ¿Te darías por satisfecho?
            Roberto tardó un poco en contestar, y contestó sin estar seguro.
            -¿Qué te faltaría? –continuó Juan Luis-. ¿Qué necesitas saber que no te muestra la explicación del ángulo y los grados? ¿Por qué no tienes la sensación de haber comprendido?
            Roberto buscaba en su mente sin encontrar. Juan Luis le ayudó con otro ejemplo.
            -Fíjate: los electrones giran en torno al átomo en distintos niveles. Imagina que un nivel es una órbita, o un orbital, eso ahora nos da lo mismo; figúrate que cada órbita es una camino y que cada camino contiene un vehículo de dos plazas; por cada camino, por tanto, sólo puede circular un máximo de dos electrones. Si aparece un tercer electrón tiene que buscarse otro vehículo que irá por otro raíl, por otro camino, no pueden subir tres electrones en el mismo coche, no hay sitio para tanto. ¿Lo entiendes?
            -Sí, es fácil de entender: está claro.
            -Pero con esta explicación ¿entenderías del todo la realidad del electrón en el átomo?
            -Para nada.
            -¿Por qué? ¿No dices que lo has entendido?
            -Sí, he entendido que si por un camino sólo pueden circular dos, no es posible que pasen tres; pero lo que no entiendo es por qué no pueden circular más de dos.
            -Exactamente. Lo mismo pasa con el arco iris. Tú entiendes que cada color tiene su ángulo, pero ¿por qué ese ángulo precisamente? Tú entiendes que, partiendo de unas premisas, se dan obligatoriamente unas conclusiones. Pero ¿por qué hay que admitir esas premisas? ¿Por qué no pueden ser otras? ¿Siempre hay que aceptar el punto de partida? 


            -Sí, sí, estás en lo cierto. Es como si tu padre te dice “¡esta noche a las doce en casa!” Si aceptas esta imposición llegarás a determinadas consecuencias, ¿pero por qué tienes que aceptarla? ¿No puedes imponer tú otras condiciones?
-¡Pues eso es lo que os quería decir! –exclamó Juan Luis con alegría-. Una ecuación matemática, una descripción geométrica, te hacen entender las cosas desde un determinado punto de vista; pero si cambiamos el punto de vista la ecuación y el dibujo varían; habrán servido para que entendamos una perspectiva, pero no otras de las muchas perspectivas desde las que se puede enfocar el problema. Un matemático te explica las cosas desde un punto de partida que, sin querer, aceptamos. ¿Pero y si quieres entender esas mismas cosas desde una óptica diferente? ¿O independientemente del enfoque que le demos?
Juan Luis respiró. La respiración se hace presente, se insubordina, se impone, cuando uno la contiene para dejar pasar la inspiración.
-Cuando os hablo del modo de entender las cosas, os recuerdo que hay dos: uno es con la cabeza; el otro con el corazón. A la cabeza se llega con el concepto; al corazón, con la metáfora. Son dos ópticas diferentes, dos perspectivas; la cabeza entiende las cosas en el espacio, y el corazón las entiende en el tiempo. Cuando la cabeza quiere entender el tiempo lo parte en trozos y extiende cada uno en un lugar del espacio; asó lo entendía Bergson. El corazón, sin embargo, no entiende las cosas separándolas en partes, pero entiende el conjunto. Entender un conjunto sin entender las partes es intuición, entender las partes sin entender el todo es inteligencia. La intuición y la inteligencia son formas de la razón. La inteligencia comprende las cosas en sus límites, pero no entiende por qué hay límites, ni por qué hay unos límites y no otros; la intuición se salta los límites y vive lo que entiende, pero lo ve todo borroso; su entendimiento es difuso.
Ahí los chicos se perdían, y Juan Luis era consciente de ello. Pero se dejó llevar por el numen, que le estaba haciendo descubrir cosas nuevas; o perfilar cosas que intuía desde hacía tiempo, no sabría  decirlo. Pero aquél era un momento creativo en sus clases. A veces le pasaba. Explicaba cosas poniéndose en le mente de los chicos; pero al hacerlo, a veces las ideas se encadenaban solas y cobraban vida: y fluían. Su flujo era entonces creación como brota el agua de la tierra, como manan en la mente las ideas, como surge la luz desde las sombras; haciéndose manantial. Aquellos momentos tenían algo divino. Subyugaban a Juan Luis con su potencia. Llenándolo de energía, en una especie de éxtasis que une la idea con el corazón. Juan Luis se dejaba llevar por aquellos arrebatos dialécticos a pesar de que sabía que sus alumnos no lo entendían; pero había que dar a luz corazonadas e ideas y aquello requería su tiempo. Luego, cuando sentía que había terminado el parto, volvía a la realidad. Regresaba de nuevo con sus alumnos.
-Perdonadme. Sé que todo esto que acabáis de oír es ininteligible para vosotros. Rebobinemos la película y volvamos al principio. Os quería explicar por qué  Nietzsche se expresaba con imágenes mientras otros se han expresado con conceptos. Platón, el gran adversario de Nietzsche, también se expresaba con imágenes: con mitos, con metáforas, con vivencias. Curioso, ¿no? Pues bien, la metáfora surge cuando queremos entender las cosas más allá de lo que el concepto lo permite; entonces recurrimos al lenguaje poético, que nos hace sentir lo que no entendemos. Sentir, aunque sea no comprendiendo, es una forma de comprender. Se comprenden las cosas con el corazón, viviéndolas; metiéndote en ellas, no contemplándolas desde lejos. Por eso el lenguaje poético, que es más difícil de entender, parece fácil porque lo muestra todo como si fuera un juego de palabras, como si ese juego fluyera al margen de la razón, pero no es verdad. Nietzsche decía que lo suyo era irracional, pero no es cierto. La vida, que es lógica y sensibilidad, no se puede entender sólo con la lógica. Las razones del corazón podrán perecer ilógicas, pero no irracionales. Hablar es siempre expresarse con la razón; o de lo contrario no hablamos, sino que gritamos. Los seres humanos, decía Aristóteles, tienen palabra: a diferencia de los otros animales que sólo tienen voz. El ser humano es un animal que habla. Unos filósofos, como el propio Aristóteles, hablaban con la lógica de los conceptos, y sus palabras eran ordenadas, claras y precisas; y aunque fueran complicadas, se entendían bien. Otros, como Platón, hablaban con la intuición de las imágenes, y sus palabras parecían más hermosas y sencillas, pero todo era más complicado: porque no seguían un hilo claro y preciso, aunque tuvieran su orden; pero era un orden misterioso y escondido, un orden que el lector no encontraba señalizado, un orden que el lector tenía que encontrar. El lenguaje poético, que es mucho más bonito, nos permite entender muchas más cosas, pero con mucha mayor dificultad. Nietzsche no escribía como Aristóteles. Escribía como Platón.
Y Juan Luis se corrigió mentalmente cuando lo estaba diciendo. “No exactamente”, se decía a sí mismo. “No exactamente”. Pero para aquellos chicos aquellas palabras bastaban. No estaban listos para entrar en aguas de mayor profundidad.