viernes, 26 de julio de 2019

LAS PARADOJAS PRAGMÁTICAS




LAS PARADOJAS PRAGMÁTICAS


             Hay paradojas sintácticas y semánticas: ahora vamos a centrarnos en las paradojas pragmáticas, una de las cuales nos ha llegado a través de la formulación que le dio Clavius; Clavius, desde luego, no tuvo conciencia de moverse en el terreno de la pragmática, pero nosotros sí; esta paradoja surge cuando se dice algo y el acto de decirlo es la negación de lo que se dice. Por ejemplo: cuando dices libremente que no eres libre es porque eres libre. En la formulación de Clavius quedaría así: cuando al decir que no eres libre te comportas como un ser libre, es porque eres libre de verdad (aunque digas lo contrario); en  símbolos: (¬p → p) → p.
            La sintaxis estudia la relación que hay entre los signos (por ejemplo, “el árbol es alta” contiene un error sintáctico). La semántica estudia la relación de los signos con sus significados (como cuando decimos: “la palabra ‘quijote’ significa ‘persona idealista, justa y generosa’”). Y la pragmática estudia la relación entre los signos y sus usuarios (cuando alguien me pregunta si tengo sal y le digo que sí, la conversación, semánticamente, tiene sentido, pero pragmáticamente no; porque mi interlocutor no me estaba preguntando realmente si yo tenía sal, sino que me estaba pidiendo que se la pasara).
            La pragmática distingue tres tipos de actos: locutivos, que son locuciones (como cuando yo digo: “hoy hace sol”); inlocutivos, que no consisten en decir cosas, sino en hacer cosas con palabras (cuando yo digo “la bolsa o la vida” te estoy amenazando); y actos perlocutivos, que consisten en conseguir algo de nuestro interlocutor a través de nuestras palabras (como cuando, al decir “la bolsa o la vida”, te intimido y te asusto).

La paradoja de la inlocución.

            Pues bien, a veces lo que digo entra en contradicción con la forma en que lo digo; si digo que no soy libre y lo digo en total libertad, estoy diciendo libremente que no soy libre y niego, sólo con decirlo, lo que afirmo; las palabras significan en sí mismas lo contrario de lo que significan al decirlas; su significado semántico entra en contradicción con su significado pragmático. Si la paradoja de Russell era una paradoja de la locución, bien podremos decir que la ley de Clavius es una paradoja de la inlocución.


Paradoja de la perlocución.

            Cuando el efecto  que producimos al decir algo es la negación de lo que decimos al final, se produce la paradoja de la perlocución; en el ejemplo que nos ocupa, aparece cuando al decir que no soy libre le quito a quien me escucha la libertad de contradecirme (decir que no eres libre es entonces una forma de quitarle la libertad a quien te escucha). Hay que dar tres pasos para llegar a ello.
            Primero: no soy libre (semántica).
            Segundo: digo libremente que no soy libre (paradoja de la inlocución).
            Tercero: al decir libremente que no soy libre le quito a quien me escucha la libertad de contradecirme (paradoja de la perlocución).
            Quienes me escuchan ponen la televisión y ven lazos amarillos; van por la calle y ven lazos amarillos; pasan delante del ayuntamiento y en su fachada veo un lazo amarillo; también lo hay en el edificio de la generalitat; en la playa veo lazos amarillos; en las solapas de la chaqueta de la gente; en las de los políticos; en las de los asientos de los diputados autonómicos; veo lazos amarillos por todas partes. Los independentistas han conseguido que el medio en el que se mueven los que no son independentistas sea sólo el de la independencia, para que nadie respire fuera de su casa otra cosa que no sea independencia, hostilidad y autodeterminación; es como si obligáramos a una célula a vivir en un medio que no es el suyo para forzarla a adaptarse a ese medio como única posibilidad de supervivencia (o, de lo contrario, morir). Lo que los independentistas llaman libertad de expresión es en realidad libertad de opresión; libertad de emborrachar los sentidos de la gente hasta que nadie sea libre de pensar otra cosa que no sea lo que piensan ellos; si alguien (porque un juez se lo ordena a la policía) retira un lazo amarillo, no está despejando el horizonte para que todas las ideas tengan la libertad de expresarse, sino que, en la mente enferma de los independentistas, les están quitando a ellos la libertad de imponer a todo el mundo el pensamiento único (la independencia); porque su libertad de expresión se alimenta de quitarles a los demás la libertad de expresión.
            Eso es así porque imponer pensamientos absurdos es quitarles a los demás la posibilidad de pensar: ya que pensar es manejar ideas con una coherencia lógica, y esa coherencia se ve impedida de expresarse cuando quien nos escucha no admite otro discurso que el del absurdo; si nos obligan, por ejemplo, a admitir que 2 y 2 son 5, están violando nuestra capacidad de pensar.
            El mecanismo de la paradoja es el siguiente: digo una cosa; la desmiento en el acto mismo de decirla; y al final impongo lo que digo quitándole al acto de decirlo la realidad que tiene por encima de las palabras.  Entonces se produce una subversión del lenguaje y se imponen las palabras a la realidad. Como cuando Bellarmino le decía a Galileo que tenía que fiarse de lo que decía Aristóteles y no de lo que él mismo veía por el telescopio; si Galileo veía montañas donde Aristóteles había dicho que no las había, tenía que creer esas palabras aunque la realidad las desmintiera. La paradoja de la perlocución desemboca en la falacia de la autoridad: eso es así porque lo digo yo; como le decía Humpty Dumpty a Alicia desde el otro lado del espejo: la cuestión no es quién tiene razón, la cuestión es quién manda aquí. Aplicado a los independentistas catalanes, la cuestión no es que ellos tengan razón en lo que piensan, sino que quieren obligar a los demás a que piensen lo mismo, ajustándose a la lógica de su sinrazón. De manera similar, definimos la paranoia como un discurso perfectamente lúcido y lógico cuyo punto de partida es un pensamiento delirante. El celoso patológico busca y encuentra pruebas absolutamente coherentes para demostrar que su mujer lo engaña: cuando lo único que está haciendo su mujer, a media mañana, es tomarse un café (o una cerveza) con sus compañeros de trabajo y, a la salida, caminar juntos un rato cuando comparten un trozo del trayecto que conduce a casa.






viernes, 19 de julio de 2019

VOCABULARIO EMERGENTE: FEMINISMO




VOCABULARIO EMERGENTE


 Feminismo.

La palabra “feminismo”, así, en singular, significa búsqueda de una sociedad donde la mujer tenga los mismos derechos que el hombre; si es así yo, y muchos hombres, no tendríamos ningún problema en llamarnos feministas. El problema es que hay varios feminismos y algunos de ellos no se ajustan a esa definición; llamarse feminista sería entonces correr el riesgo de ser confundido con ellos, y en esa amalgama no saldríamos ganando ni ellas ni nosotros.
También entiendo que el feminismo es el punto de vista de la mujer, con su sensibilidad, su experiencia y su forma de ser y pensar (si es que existe en estos territorios algo que podamos decir que es propio de la mujer). En este segundo sentido ningún hombre podría ser feminista ni aunque se lo propusiera. Vaya un ejemplo como botón de muestra: un hombre en una biblioteca intenta estudiar, pero muy cerca de él hay una mujer demasiado ligera de ropa ofreciendo un cuadro muy provocativo; si el hombre dice que preferiría estar en un entorno relajado, proclive a la concentración donde no hubiera provocaciones eróticas de tipo visual, la mujer le respondería, muy posiblemente, que están atentando contra su libertad y que ella tiene el derecho de vestirse como quiera; evidentemente no se ha puesto en lugar del hombre para intentar comprender lo que le dice, y ha preferido encorsetarse en su perspectiva femenina. Aparte de que podríamos discutir si no hay ahí una extraña falta de empatía, no ya de respeto, esa concepción del feminismo reclama, en la práctica, una perspectiva de mujer que vive el mundo de una manera muy diferente a como la vive el hombre desde su perspectiva propia.
De modo que la palabra “feminismo” puede tomarse por lo menos en dos sentidos: en su sentido universal (igualdad de derechos) puede ser adoptado sin problemas por los dos sexos; y en un sentido vital, como oposición de perspectivas, una masculina y otra femenina, sólo puede ser asumido por las mujeres, por lo menos por algunas de ellas. Así que conviene, para los hombres, evitar esa palabra por los muchos equívocos que suscita, y para evitar conflictos conviene que ningún hombre se diga feminista. Asumirá sin duda el postulado general del feminismo y sólo de manera empática podría intentar mirar el mundo desde la perspectiva de una mujer; pero el que quiera hacerlo no quiere decir evidentemente que lo consiga.
En la lucha por la igualdad de derechos uno podrá llamarse humanista: de ninguna manera feminista. Y no podrá decir nunca que está comprometido con la causa feminista sino, simplemente, con la causa de las mujeres. Es la única forma que se me ocurre de evitar en el futuro conflictos que se pueden producir por una mala interpretación de las palabras: porque las palabras tienen vida propia y algún día, independientemente de nuestra voluntad, acabarán significando cosas que nosotros mismos no sospechábamos cuando empezábamos a someternos a la tiranía de su uso.




viernes, 12 de julio de 2019

UN PASEO POR LA ACADEMIA DE ARTILLERÍA



UN PASEO POR LA ACADEMIA DE ARTILLERÍA
  

            El coronel los miró desde el fondo de sus gafas.
            -Tienen ustedes un sobre cerrado encima de la mesa. Cuando lo abran encontrarán un enigma, deben encontrar la clave y descifrar su significado; para hacerlo deben utilizar la bibliografía necesaria, es un ejercicio de inteligencia pero no se alboroten: no es más que un juego; un juego del que, sin embargo, dependerá la nota que saquen para este trimestre. No es un ejercicio de matemáticas pero tendrá números. Ustedes deben juzgar: ¿literatura, historia, geografía, química, arte? Deben aprender a descubrirlo ¿Física, quizá?
            El coronel guardó silencio durante unos instantes. Un rayo de luz artificial se reflejaba en sus botones.
            -El primero que dé con ello portará el estandarte de la Fuencisla. Adelante, caballeros: podrán buscar en la biblioteca, en el museo de ciencias, en la sala de armas; tienen toda la mañana.
            Y se marchó. Los cadetes tomaron asiento y abrieron el sobre. Yo me sentaba en uno de los pupitres y cuando abrí el mío extraje un papel blanco que crepitó al desdoblarlo. Sólo dos líneas había. La primera contenía cuatro palabras:
Alfonso, Tomás, Luis, Juan.
            La segunda, una frase enigmática:
Te empuja pero tú no lo puedes tocar.
            Dejé el papel en la mesa. Sobre mi mente había caído el vacío; y era como un hueco sin bordes, un espacio dentro del espacio que me barría las ideas como barre la escoba el polvo que cubre el suelo sin que nadie se dé cuenta de cómo ha llegado. Y en esa sima sin paredes, puesto que no tenía materia, solo hueco en el hueco que contiene las cosas y la tierra y el polvo sideral y todos los astros, mi cabeza naufragó. ¿Dónde tenía que mirar? ¿Por dónde empezar? No hay un hilo del que pueda tirar en el laberinto de Ariadna. Dadme un punto de apoyo y levantaré el mundo, pero yo no sabía dónde apoyarme.
            Mi mente, sin saber cómo, se llenó de cadetes desfilando en formación. Traje caqui, gorra de plato, cordón colgando del pecho, fusil al hombro, guantes blancos, indumentaria de gala. En fila de a cuatro avanzaban por la academia vigilados por la lista de los nombres ilustres, colgados en la pared, y sobre sus cabezas un noble techo de artesonado. La puerta miraba al fondo con los ojos llenos de luz, partida por los listones de madera, coronada por un arco romano partido también por cuatro rayos: y por el suelo desparramaba su luz el sol en bandas paralelas, como cintas y fajines del cielo, con una autoridad que apremiaba a los soldados persiguiéndolos.
            Abrí los ojos. Escuché la voz silenciosa de mi mente que me hablaba sin palabras. Simplicidad. El espíritu de Occam que cortaba la complicación con una navaja. Sencillez. Caballeros, no hay que alborotarse Volví sobre el papel, miré sus nombres y me dije: Alfonso y Tomás y Luis y Juan tal vez son nombres de soldados. Haré memoria e intentaré recordar, y cuando dé con ellos buscaré dónde los han destinado: quizá eso me dé alguna pista sobre los lugares en los que tengo que buscar. En cuanto a los libros que nos han dado, misma consideración: no hay que complicarse. Tenemos una mañana y en tan poco tiempo no nos da para explorar sesudos tratados de química, balística, física y matemáticas, no nos pueden haber dado tan poco tiempo para buscar tanto. Pensemos con simplicidad: ¿cuál es el libro más sencillo de todos?
            Mi mente calló. Mi mente, en lugar de hablarme, ahora buscaba en mis anaqueles interiores. Fue como un coro donde alguien desafinaba. ¡Que se callen los barítonos! No se apagaba la voz disonante. ¡Los tenores! Seguía desafinando. Mandó callar a los bajos, contraltos y sopranos. Al final quedó sólo una voz que desafinaba: ¡eres tú! Pero en un coro que ha callado, la voz que desafinaba no desafina ya; necesitamos todas las voces para identificar, por contraste, al elemento discordante.


            Es igual. Con mi mente hice lo mismo y los fui apartando en mis anaqueles imaginarios. ¿Cuál es el más sencillo de todos? Aparté primero al que no lo era, el libro más voluminoso de las matemáticas. Luego aparté los de química y pensé en la Casa de la Química, que se extendía como una columna vertebral junto al alcázar; y pensé en Louis Proust, que allí había estado mientras hablaba con Lavoisier, en el vestíbulo de Dalton; se me vino a la mente el laboratorio de mixtos, que situaba junto a la plaza de toros, derruido ya para siempre y desmantelado en sus tejados el primer pararrayos que se construyó en España: de su esqueleto sólo quedaba la puerta, una puerta que no daba acceso a nada puesto que no tenía paredes: como ese agujero que se había abierto en mi mente como un espacio dentro del espacio; y yo, que había estado en los Andes, se me antojó que era la puerta de Tiahuanaco; y pensé en la pólvora, en los mixtos, en la fabricación de explosivos a partir de la mezcla de sustancias inflamables; luego pensé, también, en los fuegos de artificio que allí se hacían; salitre, carbón, azufre, pólvora sin humo, piroxilina, fulmicotón, nitrocelulosa; mis ojos se llenaron de cuerdas, engrudos, papeles y colas: los descarté; y se llenaron también de carnavales siniestros procedentes de la antigua fábrica de máscaras; eran máscaras antigás.
            Los descarté. Descarté a Proust, a Morla, a Pilatre, los descarté a todos. Me olvidé de la medicina, de la cirugía, la farmacia y la metalurgia que tenía sus pies puestos en la química, subiendo por las escaleras que conducían a las otras ciencias. Me olvidé de las proporciones definidas. Sólo me quedó la imagen del viejo laboratorio después del incendio; calderos, pesas, alambiques, retortas, matraces y cosas que olían a viejo. No, no iba por allí; no iba por allí el enigma, la historia era sencilla pero aquello era demasiado complicado. La ciencia.
            Apartaba de mis ojos los viejos armatostes, los gruesos volúmenes. ¿Cuál era el libro más sencillo que tenía? Un relámpago me deslumbró la mente mostrándome, sin mostrar, hasta las telarañas; mis estanterías imaginarias estaban sin formas puesto que la luz, cuando deslumbra, quita las formas y nos muestra los objetos disolviéndolos en sus perfiles. Y en aquella sombra luminosa fueron apareciendo contornos que se encendían cuando la luz se apagaba, y entonces pude leer: “Juan Luis García Hourcade”. Miré en el agujero que se hundía dentro del agujero y busqué el nombre de Juan Luis; y en un flechazo saltó mi instinto devolviéndome aquellos paseos por Segovia; paseos por la historia de la ciencia. Una voluptuosidad intelectual me recorrió el pecho, brotándome del vientre, hasta llegar al cerebro.
            Abrí mi cartera. Busqué entre mis papeles: allí lo tenía. Extraje un libro de bolsillo, delgado y menudo, y contemplé el título; y contemplé el nombre del otro autor que se mostraba al lado del de Juan Luis: Juan Manuel Moreno Yuste; sí, era ése. Lo abrí y lo primero que me saltó a los ojos fue el alcázar. El alcázar antes del incendio. El libro de Newton. Y en él una velada alusión al rey de Castilla. Alfonso X. El rey sabio, más que sabio, científico, observador del cielo más allá de las apariencias y de los libros más allá de los idiomas que no se entienden: traduciendo (que es observar entre las líneas) y calculando (que es observar entre los cielos).


            Releí las pocas páginas que había sobre él. Los Libros del Saber Astronómico. Donde los cielos aparecían vestidos de epiciclos, deferentes, ecuantes y excéntricas; ropajes imaginarios que habían sido diseñados por Ptolomeo para cubrir la desnudez de las apariencias. Las Tablas Alfonsinas. Catálogo astronómico de posiciones y efemérides, enumerando las estrellas y nombrándolas con sus coordenadas. Y entre tantos ropajes, una cita del rey Alfonso. Tan sólo una línea, cortante y lapidaria: que “de haber él asistido a la creación del mundo, algunas cosas las habría hechos diferentes”. Pero no era un reproche que le hacía a dios, sino a los astrónomos: el mundo no podía ser tan complicado como ellos lo presentaban. ¡Simplicidad! El cielo, en el fondo, era algo muy simple y no podía tener tantas esferas, arrastres, sentidos, velocidades,  excentricidades y retorcimientos. El mundo debía ser muy simple. Newton, que lo citaba por mano de su discípulo, era, cuando lo citaba, la mano de dios.
            Simplicidad. Ése era el primer misterio y yo acababa de desvelarlo. Y cuando me regodeaba reparé, súbitamente, que el depositario de la palabra tenía el nombre del primero de los nombres de la lista que me habían dado: Alfonso, Tomás, Luis y Juan. ¡Ya está! Un fogonazo me cegó la mente y recorrió, a la velocidad del rayo, todas las cosas relacionadas que dormían en los rincones de mi cerebro. Repasé, con curiosidad, las palabras del enigma que tenía que desentrañar.
Tumba a los que toca y no se le puede tocar.
            El humo. Pensé en el viejo acertijo con el que jugábamos de niños: “alto, alto como un pino y pesa menos que un comino”. ¿Qué es lo que te toca sin que tú lo puedas tocar? Tiene que ser algo que no tenga cuerpo: el humo; una sustancia proteica, materia sin forma, cuerpo invisible, presencia sin peso: reflexioné; algo que pesa menos que el aire, fondo dentro del fondo, agujero que se pierde dentro del agujero; lo pensé un poco, el vacío;  el hidrógeno: ¡el helio! ¡El helio, dios mío, tiene que ser el helio! ¿Y por qué? No lo sé. Algo debe haber en ese libro que ha despertado en mí el fulgor de esa palabra; pero no sé por qué.
            Desentrañado el secreto del rey Alfonso, tengo que centrarme en el segundo de esos nombres. Tomás. Eso era más difícil. Tomás, podría pertenecer a la Edad Media, tendría nombre de santo, Santo Tomás. La plaza de Santo Tomás se yergue junto al jardín botánico. Dejémonos guiar por esa luz, que guía al estudioso como un faro que conduce a los barcos: simplicidad. Estoy en la academia de artillería; más lejos está la plaza de Santo Tomás; y en medio se encuentra el jardín botánico. Tiene que ser un indicio, ¿cuál fue el primer jardín botánico que se construyó en España? Tiene que haber algún nexo entre estas cosas, tiene que tratarse de una señal.
            Tomás. Seguí hojeando el libro que tenía cuidadosamente anotado y me acordé de que Andrés Laguna debió impulsar, allá por los tiempos del rey Felipe, la construcción de un jardín botánico. Pero no: la primera vez que encontré el nombre de Tomás en ese libro no tenía nada que ver con Andrés Laguna. Era Tomás de Morla. Página 45. Nombre relacionado con la electricidad.
            Pensé que el mundo estaba lleno de señales que teníamos que aprender a leer, pero también había pistas falsas. Pensé también que mi mesa empezaba a llenarse de papeles, y no hay nada tan contrario a la investigación como el desorden; en el desorden todo parece complicado pero todo se vuelve sencillo en el orden: aparté aquel periódico que me había llevado por si tenía que tocar cañones con grasa y cosas sucias con la mano; y al levantarlo vi una noticia que aparecía con letras grandes: “Doble crimen en Segovia”. Me acordé de aquel suceso, hacía ya tiempo, y la curiosidad me empujó a leer: “los cadáveres de dos hombres cuya identidad responde a la siglas J.L. y T.A. fueron hallados ayer en la orilla del Eresma”. Se me suspendió la vista en el espacio, señal de que mi mente estaba en blanco: ausente, soñadora; el espacio se enturbió como si tuviera grumos; pero, en un destello de conciencia, me obligué a volver a la realidad porque no podía perder el tiempo. Aparté de mí aquel periódico y lo puse en una pila de periódicos que había en el suelo, desventrados, amarillentos, deshojados y arrugados; algunos tenían restos de grasa.


            Tomás. Un hombre que se llama Tomás, pero no era Santo Tomás. Su patrona era Santa Bárbara, Santa Bárbara fue famosa porque el día que la martirizaban a su padre lo fulminó un rayo; por eso es la patrona de los artilleros.
            -Y de los mineros.
            César me corrigió recordándome que en Asturias, en Riotinto, en Puertollano, también veneraban a Santa Bárbara. En la mina. Los picadores. Los barreneros. ¡Cómo me asustaban las explosiones de grisú! Cuando sonaba la sirena y no era la hora de salir del trabajo, el pueblo se llenaba de un temor supersticioso. Nadie sabía nada pero, yo no sabía cómo, del interior de la tierra salía un rumor que se extendía por el aire, como la pólvora seca, y llenaba todas las bocas de noticias falsas. Y entre aquellos bulos algunas llevaban también las verdades.
            Santa Bárbara. La santabárbara. La santabárbara era el depósito de municiones, el polvorín donde latían silenciosamente los aleteos de la muerte. Pero la muerte custodiaba a la vida. Porque la santabárbara era también la despensa, situada, junto a la pólvora, en el lugar más seguro del castillo: la santabárbara.
            Volví a mi libro y no tardé en descubrir que los artilleros llamaban minas a las galerías subterráneas que se excavaban siempre en las plazas a las que el enemigo atacaba. Cerca de la plaza de toros (seguí leyendo, y para eso retrocedí una página) estuvo el laboratorio de mixtos. Los mixtos eran mezclas de sustancias inflamables que servían para fabricar explosivos. Me tuve que interrumpir porque quería quitar un par de folios que me estorbaban y tuve que limpiar mi pupitre. Abrí mi cartera, que estaba en el suelo, y guardé el papel donde el coronel había consignado los términos del ejercicio: Alfonso, Tomás, Luis, Juan; y tumba a los que toca pero tú no lo puedes tocar. La cartera estaba llena de libros apretados y me costó mucho, entre ellos, encajar la hoja, de modo que la dejé sobresaliendo un poco. Al ir a cerrar me vi reflejado en el espejo; era un espejo que había pegado yo en el interior de la solapa de mi cartera, justo antes de donde estaba la hebilla del cierre; lo tenía para mirarme los dientes los días en que tomaba algunos piñones y no me gustaba que me quedaran restos en las encías; con un palillo me los aseaba, en espera de lavármelos en cuanto pudiera, y para eso necesitaba aquel espejo.
            Tomás de Morla. Lo descubrí hojeando las páginas del libro. Autor de un tratado de artillería. Por aquel entonces los alumnos cadetes tenían que copiar al dictado los pesados tratados de matemáticas y hacía falta que alguien escribiese uno; lo mismo pasaba con los tratados de artillería. Tomás de Morla. Que no era Santo Tomás. Como el siglo XIII tampoco era el siglo XVIII, aunque ambos compartían un instinto común: el amor por el saber, el deseo de ilustrarse, el culto a la razón. Benjamín Franklin sufrió la triste experiencia de ver a un amigo suyo partido por el rayo e inventó el pararrayos; Tomás de Morla, quizá empujado por un temor supersticioso, puso en la casa de mixtos el primer pararrayos de España; cerca de la plaza de toros; y hoy, que sigue estando la plaza, no está la casa de mixtos, que antes sí estaba; de la casa sólo queda la puerta, que no conduce a nada aunque bien pudiera, con auxilio de la imaginación, viajar por ella dentro del tiempo, no del espacio, y volver atrás para ver a don Tomás contemplar el largo filamento de hierro buscando las nubes, en noches de tormenta, cuando sus panzas son oscuras y Zeus se esconde entre ellas agitando la égida y lanzando el rayo.
            Fue el 19 de septiembre de 1783. Como una pasión premonitoria, protegiendo a los edificios del incendio, como si quisiera que no ardiera nunca la academia de artillería, que estaba sita entonces en el recinto del alcázar. La electricidad era entonces una fuerza misteriosa. Un temor supersticioso se amparaba de los espíritus como le pasó a Frankestein, que le dio vida a un rostro exponiendo a la pasión del rayo aquellos remiendos de cementerio cosidos como cadáveres. La electricidad, que trae muerte, también traía vida. El mismo rayo que se la arrebató al amigo de Franklin pudo insuflársela al engendro del doctor Frankestein; como si la fuerza del rayo matara a los vivos y resucitara a los muertos; por eso, quizá, se pensó en ella para curar a los enfermos; en el Real colegio de Artillería de la ciudad de Segovia, sita en el convento de San Francisco, un inquieto Alcalá Galiano utilizó una máquina electrostática para producir descargas en los cuerpos, en lo que pretendía ser un uso médico de la electricidad; que se daba a ciegas, porque nadie conocía los fundamentos teóricos de tan atrevida práctica.


            El caso es que la segunda palabra del enigma, que nos proponía a sangre y fuego nuestro severo coronel, era Tomás, y yo creía haber descubierto por qué. Era Tomás de Morla: sólo había que leer el libro de los paseos por la ciencia y verlos aparecer en orden sucesivo; en sus primeras páginas estaba el rey Alfonso, luego vino Tomás de Morla; seguramente en las siguientes aparecería un tal Luis: ésa era mi hipótesis; así tenía que ser; y yo tenía que comprobarlo.
            De momento me quedaba con el pararrayos, que se  tragaba la luz: la luz del cielo, la que se escondía en la oscuridad, durmiendo en el vientre de las nubes, no la luz del sol, que se nos ofrece a pecho descubierto; la electricidad era la luz que se levantaba sobre la oscuridad como el siglo de las luces se levanta contra el oscurantismo; la razón luchando contra la superstición, la ilustración contra la ignorancia, la derrota de la Edad Media…
            ¡Sí! ¿Cómo no se me había ocurrido? ¡El siglo XVIII! ¡El de Benjamín Franklin, el de Alcalá Galiano, el de Tomás de Morla! El Siglo de las Luces, ¿cómo no había pensado en ello? Por aquellos tiempos se creó a sociedad Económica Segoviana de Amigos del País; se fomentaba la agricultura, la industria, la enseñanza y la beneficencia; el Real colegio estudió las enfermedades del trigo, se hizo un discurso físico-anatómico destinado a los agricultores, se construyó el jardín botánico junto a la iglesia de Santo Tomás, junto a la iglesia de San Juan se hizo un centro de experimentación agronómica, se tradujo el libro de los socorros que había que dar a los enfermos pobres en una ciudad populosa, un libro que nos venía de Francia… Era el siglo de las luces y yo sentía que estaba resolviendo el enigma, algo me decía que aquel libro era la clave y que, siguiendo ordenadamente sus páginas, encontraría los dos nombres que me faltaban, que eran Luis y Juan.
            Pero habían pasado dos horas. El tiempo no se acababa aún, aunque corría demasiado rápido y yo, pobre mente romántica y soñadora, no debía dejarme llevar por mis ensueños; era preciso que la imaginación no se desbordase como se desborda un río; la fantasía, que arrastraba a la razón al país de las hipótesis escondidas entre la mística, debía dejarse arrastrar por la razón en el país de las pruebas, cuyo placer está en controlar y no en ser controlado y dejarse llevar. Me quedaban todavía un par de horas. De momento había descubierto dos cosas, o eso creía; una era la sencillez, de la mano del rey Alfonso; y otra las luces de la razón, de la mano de Tomás de Morla. Nada sucede en la naturaleza sin que haya una razón que lo explique; y entre todas las razones que explican un suceso, la verdad se encuentra con frecuencia en la más sencilla; no siempre, pero en la inmensa mayoría de los casos es así como la tenemos que buscar. Sencillez. Lógica. Ningún control es tan desgraciado como el que ejerce la fuerza, la única fuerza invencible es la que tenemos en la razón.
            Abrí mi cartera dispuesto a coger un bolígrafo de tinta roja. Entonces la solapa de mi cartera arrojó a mis ojos, a través de su espejo, unas palabras desconcertantes:
nauJ, sinL, samoT, onsoflA
            Y, cosa curiosa, aquellas palabras tenían las mayúsculas al revés: puestas al final y no al principio; J, L, T, A. Ya se disparaba mi fantasía cuando la observación la sujetó a la lógica de la experiencia, que es la lógica de lo cotidiano; la costumbre de pensar que las apariciones tenían siempre una razón de ser, que era el hábito de asociar siempre los mismos fenómenos con las mismas causas. Vi que sobresalía, apretada entre mis papeles, la hoja del coronel  por el borde en el que estaban escritas las palabras del examen:
Alfonso, Tomás, Luis, Juan.
            El espejo, rebotado en los fulgores de la hebilla, de manera caprichosa, las había transformado: no eran, pues, palabras de encantamiento sino transformaciones de simetría por efecto de las leyes estrictas de la óptica.


            Y al contemplar de nuevo aquellas palabras volví a la realidad y advertí que la que tenía que investigar ahora era “Luis”. Como un flash apareció súbitamente a mi mente el medallón de la academia, sobre una pared de piedra, con el retrato en bronce de Louis Proust. Abrí la cartera y busqué mi libro de los paseos por Segovia. Busqué en la página 45 la referencia a Tomás de Morla; también, según el criterio que estaba siguiendo, a Louis Proust en las páginas siguientes. Sin éxito. Mientras buscaba, mi mente, caprichosa, se iba a las proporciones de agua que había que echarle al arroz: dos tazas y media de agua por cada taza de arroz; se lo había visto hacer a mi madre muchas veces. ¿Que por qué me acordaba de eso? No tengo ni idea. Se me ocurrió, extrañamente, una cosa curiosa: ¿por qué en lugar de volúmenes no comparaba los pesos? ¿Por qué, en lugar de tazas, no pensaba en gramos?
            ¡Ya está! Era porque pensaba en las proporciones definidas, la ley de Proust. En la cocina, para que la comida esté buena, deben echarse siempre los ingredientes en proporciones constantes, aunque el cocinero admite variaciones, en ello estriba su creatividad: la química no. Distraídamente volví a la página donde se hablaba de Tomás de Morla y el pararrayos y advertí que, cuatro páginas más abajo, el capítulo siguiente se abría sobre el instituto Mariano Quintanilla: yo, sin embargo, tenía que buscar en el capítulo que hablaba de la Academia de Artillería, que estaba antes, no después, del del laboratorio de mixtos donde aparecía Tomás de Morla: tenía, entonces, que pasar las páginas al revés.
            Así lo hice. Todavía tuve que sortear una última dificultad, y era porque el capítulo anterior hablaba de la segunda sede de la academia, que era el convento de San Francisco, adonde se había trasladado después del incendio del alcázar. Retrocedí, pues, otro capítulo más y sin ninguna dificultad, en la página 27, lo encontré; en las páginas que hablaban del laboratorio de química, a la vera del alcázar; me ayudaron las notas que escribo siempre en los libros, subrayándolos profusamente, cuando son míos; así, en las siguientes lecturas no tengo que fijarme en todo, sino sólo en los subrayados, y me ahorro mucho tiempo: allí estaba Louis Proust; un jalón en la revolución de la alquimia que culminaría con Lavoisier; si el siglo XVIII había combatido el oscurantismo de la Edad Media con las luces propias de la razón natural, también la razón desembarazó a la alquimia de los ropajes místicos y mágicos; y, despojándola de aquel traje, la redujo a simple experimentación (sazonando la observación con el cálculo, que era uno de los ayudantes de la razón).
            Y… sí; la ley de las proporciones definidas aparecía ya en los anales de química del Real Laboratorio de Segovia, en una de sus formulaciones primeras. Pero lo más importante era… ¡Oh, dios, cómo no se me había ocurrido antes! Lo más importante era que aquel texto estaba entre dos fotos: una era del alcázar, otra del museo; del museo de la academia de artillería; y tocando el techo, de reluciente artesonado de madera, aparecía… ¡un globo! En 1784 Proust había acompañado a Pilatre de Rozier, pionero de la aerostación, en uno de sus paseos en globo: interesándose por su uso militar.


            Pero yo, que tenía que darle un sentido a la palabra “Luis” (que formaba parte del enigma), tenía que elegir entre el globo y la ley de Proust. El tiempo pasaba mientras me debatía en este dilema, miré al reloj y ya habían pasado tres horas. Miré embobado y mis ojos flotaron en la nada, flotaron… ¿Cómo? Para flotar hay que pesar menos que el aire. Entonces recordé el segundo término del misterio.
Tumba a los que toca y no se le puede tocar.
            Te empuja. Él te toca a ti, pero tú no lo tocas. Pesa menos que tú y flota por encima de ti, pero cuando se comprime te abofetea con fuerza como esas escopetas de aire comprimido que disparan perdigones. Y hay un aire que pesa menos que el aire, un gas que pesa menos que el nitrógeno y se eleva en él, el helio: sí; esa clave me decía que lo que el coronel nos pedía sobre Proust no tenía que ver con la ley de las proporciones, sino con el globo. Y ¿qué es el globo? Algo que se eleva sobre el mundo, como la luz de la razón se eleva sobre las apariencias; nadie habría dicho que los hombres pudieran flotar, porque pesan más que el aire, a menos que viajaran en un globo lleno de un aire que pesa menos que el aire: Arquímedes; también flotan en el mar los barcos de hierro, después de siglos de pensar que tenían que ser de madera, creyendo que el secreto estaba en que flotaran los materiales y no en que el fluido encerrado en ellos pesara menos que el fluido en el que flotan: el aire para los barcos; el helio para los globos.
            Creía haber dado con ello. La razón tiene que tomar altura, ser ambiciosa en sus aspiraciones, y, al mismo tiempo, ver las cosas desde lejos. Simplicidad. Razón. Altura. La sencillez nos aparta de los epiciclos, deferentes, excéntricas y ecuantes que lo revisten todo de ropajes complicados, y son disfraces que no nos dejan ver la realidad; la razón brota de la oscuridad y nos deja ver las realidades sencillas mediante los ojos, que son los órganos de la apariencia (de la cercanía), y de la imaginación y la lógica, que son los órganos de la profundidad, de lo lejano, de la razón; la altura, por último, nos da la ambición necesaria para ver las cosas en su conjunto, desde lejos, después de haber indagado en sus tripas con las luces del pensamiento; así, las luces, que acercan lo lejano penetrando en ello como penetran los ojos del águila, es el análisis; mientras que la síntesis es el globo que nos aleja del detalle para ver el contexto, y coloca las cosas en su justa realidad.
            Simplicidad, análisis y síntesis, ése era el secreto que escondían las tres primeras palabras: Alfonso, Tomás y Luis. Ahora me quedaba la cuarta. Juan.
            Veamos. En lo que va de mañana he descubierto varias cosas. Hay que escuchar a la razón que encuentra placer en controlar el país de las pruebas, y a la fantasía, que la arrastra para dejarse llevar al país de las hipótesis; y ambas se despiertan en un mundo lleno de señales que teníamos que aprender a leer, pero había que guardarse de las falsas pistas; y leer era a un mismo tiempo traducir (observar entre líneas) y calcular (observar en los cielos). Todo debe ser sencillo. En un doble movimiento de análisis, cuando te acercas a las cosas, y síntesis, cuando te alejas de ellas. Buscar señales y leerlas, traduciendo y calculando, sin dejar de acercarte y alejarte continuamente, mientras viajas entre el país de las hipótesis y el de las pruebas, sin complicarte la vida.
            Había reflexionado sobre el globo. Me levanté y fui al museo de la academia para verlo elevado sobre las mesas, tocando techo; el techo del artesonado de madera que brillaba bajo la luz. Había decidido ir al taller y, para no mancharme de grasa, cogí de nuevo el papel del periódico, un poco arrugado, que había dejado en la pila; y busqué en mi cartera un cuaderno y un bolígrafo; el espejo de la solapa me devolvió palabras de encantamiento: nauJ, siuL, samoT, onsoflA; los junté con el periódico y volví a ver a toda plana con letras grandes: “Doble crimen en Segovia”; la curiosidad me hizo mirar en el cuerpo de la noticia: “los cadáveres de dos hombres cuya identidad responde a las siglas J.L. y T.A. fueron hallados ayer en la orilla del Eresma”; y como un flash, como un resplandor de evidencia saltando bruscamente de la oscuridad de la ignorancia (iluminación súbita), vi que las siglas J.L. y T.A. eran exactamente las mismas, y en el mismo orden, que me había devuelto la solapa de mi cartera en el juego de los espejos: la inversión de las palabras “Alfonso, Tomás, Luis y Juan” con las mayúsculas puestas al final, por el capricho de los espejos.


            “¡Qué casualidad!", me dije; “las mismas siglas en el periódico que en el enigma que nos puso el coronel; y qué casualidad que estuvieran precisamente en la hoja de periódico que había cogido yo para limpiarme las manos de grasa, ahora que me disponía a ir al taller”.
            Entré en él. Había cañones de varios tamaños, de varios calibres y de varias épocas. Cilindros largos puestos sobre el suelo, y cortados lateralmente para que pudiéramos ver el grosor del metal. En una esquina había también proyectiles levantados sobre su base, con la punta mirando hacia arriba como si fueran ojivas de las catedrales; parecían balas grandes y pequeñas, la mayor de todas próxima al tamaño de un hombre. Una manivela servía para levantar un cañón antiaéreo. Me acordé de un chiste de Gila, donde un artillero había metido su cabeza en el cilindro de un cañón y no le podían sacar; “yo creo que si disparamos”, decía Gila, “a lo mejor sale”. Tenía en la mano mi cuaderno, mi hoja blanca y mi papel de periódico; en el bolsillo tenía el bolígrafo. Flotaba un olor a grasa en el taller, un olor latente, pegajoso e invisible, y digo pegajoso porque parecía que se pegaba a la nariz, aunque no tuviera cuerpo; como el aire que te toca aunque tú no lo toques.
            En la otra mano tenía mi libro; mi cartilla, mi biblia, mi guía y mi manual; el que me había guiado, ordenando sus páginas, de Alfonso a Luis pasando por Tomás; ahora tenía que encontrar el significado de la palabra “Juan” que, de momento, se me escapaba. Pero no debía perder de vista otras tres palabras: sencillez, razón, altura; las razones de peso son, curiosamente, las que pesan menos; las explicaciones inamovibles suelen ser razones ligeras, aligeradas de lastre por la sencillez como el globo suelta lastre para elevarse en el cielo. Solo había que buscar.
            Busqué. Y como de Tomás a Luis había tenido que leer el libro al revés, ahora se me ocurrió que debía seguir pasando sus páginas de atrás adelante: lo hice despacio, revisando mis apuntes, leyendo con mucho cuidado. Estaba rodeado de cañones: tenía que llegar a una página que hablara de ellos; y la encontré; en la página 16 se mostraba una cita de Antonio Eximeno: “la práctica sin ciencia ha sido siempre el mayor obstáculo para el progreso de las ciencias”. Antonio Eximeno vivió en 1764. Había sido profesor de la academia justo en el momento en que la academia se instalaba en el alcázar, y la cita corresponde a la lección inaugural de aquel mismo año.
            Me acordé de que yo mismo había llegado a la misma conclusión cuando topé con Alcalá Galiano; que había querido darle un uso médico a la electricidad y se lo estaba dando a ciegas sin conocer los fundamentos teóricos de aquellas prácticas que hacía con su máquina electrostática. Las prácticas son atrevidas cuando no las apoyan las teorías y entonces se complican; la teoría es el basamento sobre el que se apoyan las columnas, y si la teoría es sencilla la práctica también lo será; pero no todo lo sencillo sirve para acertar; para que la sencillez sea buena tiene que apoyarse en una lectura correcta de los datos, y los datos mejor leídos son las pistas mejor interpretadas: las que nos dan nuevas pistas que nuevamente habrá que interpretar, y éstas darán otras a su vez, de forma que su pensamiento sea fecundo. “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”, había dicho Gracián; pero esa máxima no puede leerse al revés, que no todo lo breve es bueno sino sólo cuando se leen acertadamente los signos.
            Y seguí leyendo a Antonio Eximeno: “el arte de la guerra debe sus progresos a las demostraciones de los matemáticos, a las observaciones de los físicos y a las luces de los filósofos”; las matemáticas les ponen lógica a las observaciones de los físicos,  los filósofos les ponen fantasía necesaria para que las hipótesis vuelen alto: traducir, calcular y crear; y aunque toda traducción es creación, traducimos poniendo más énfasis en la lógica que en la analogía. Todo surge de la cita que el libro pone en la página 16. Un paseo por la ciencia en la academia de artillería.


            Y luego pensé: “vaya, parece que he encontrado una coincidencia entre el taller que acabo de visitar y el libro que estaba leyendo”. Y me dije después: “¿y por qué fuiste al taller?” Me quedé absorto, pensando, y no tuve más remedio que reconocer: por casualidad; porque podría haber ido a otro sitio de la academia y, al mirar en el libro, seguramente también habría encontrado coincidencias. Pero el azar siempre es búsqueda a ciegas, tiene que haber como un hilo de Ariadna, una cadena que enlace, con eslabones, todas las observaciones que vamos haciendo; para no perdernos en el laberinto.
            De modo que aquel hallazgo era interesante, pero tal vez no era útil. Tenía que retomar el hilo y poder conectarlo con él, de lo contrario no me serviría para nada. Además, si ése fuera el hilo conductor, el nombre que buscaba no habría sido Juan, sino Antonio; y yo buscaba a Juan. Así que no me quedó más remedio que seguir buscando. Pero ¿cómo? Y ¿dónde? ¿Y con qué?
            Salí del taller y dejé los cañones atrás; sin saber cómo, después de recorrer el hermoso patio central del Renacimiento, llegué a la puerta de entrada. Un escudo abigarrado le quitaba sencillez al edificio. Un cañón puesto de pie en actitud de firmes flanqueaba la puerta, y al otro lado una bombarda. Pensé en los cañones antiguos que le estallaban en la cara al artillero, por lo menos una de cada dos veces que disparaba; se decía entonces que los pobres artilleros eran carne de cañón, porque disparar un cañón era poco menos que suicidarse. Avancé. Mi mente no paraba de pensar. Mi mente era el artillero del pensamiento y los primeros pensamientos eran como bombardas que en lugar de disparar les salía el tiro por la culata. Todas las hipótesis que lanzaba eran intentos fallidos y su destino era perecer. Yo no sabía qué hacer. Estaba perdido. Pasaban de las cuatro horas y el tiempo se acababa.
            Juan. Antonio Eximeno. Me había Topado con una pista falsa. Útil e interesante, sin duda, pero no para lo que estaba buscando. San Juan. ¿San Juan? ¿Por qué? Era simple casualidad: el águila de San Juan estaba en una de las banderas, allí, en la vitrina, junto a la bandera de la república y la de la división azul. ¡El águila de San Juan! ¿Tendría eso algo que ver con lo mío? Quizá el último nombre que tenía que descifrar no estaba en el libro. ¿Quizá (pensé) estaba en la propia academia, y lo estaba descubriendo por casualidad? La solución de los enigmas da muchas veces saltos inesperados.


            La boca del cañón estaba roja. Escupía fuego, arrojaba balas. Trozos de piedra, bañados en pólvora, o metal que reventaba en los cuerpos y destrozaba las carnes y los huesos y los evisceraba. ¡Qué horror!, pensé por vez primera. ¡Qué masacre! Ciencia empleada para matar, la técnica de la muerte, para atacar y para defenderte, la artillería. Juan. San Juan. Fiestas de Segovia. Fuegos artificiales: ¡ya está! El enigma que faltaba era la sorpresa; como en una batalla, el éxito se cifra en la libertad de acción, el efecto sorpresa y ser el más fuerte en el punto decisivo. Las luces de la razón te dan el control de tu búsqueda, y te mantienes libre; pero a veces la realidad te sorprende con descubrimientos inesperados, como cuando pones una red para cazar cangrejos y, contra todo pronóstico, cae en ella un pajarillo que andaba casualmente por allí; Alexander Fleming descubrió la penicilina por casualidad; la encontró por puro azar en unas muestras que ya había tirado a la basura, ¿qué habría ocurrido si no se le hubiera ocurrido tirarlas todas a la vez? Cuando el coronel leyó mi trabajo se sorprendió mucho con esta última conclusión, una ocurrencia que a él no se le había pasado por la cabeza al proponernos el enigma; pero él me sorprendió también, cuando descubrí el enigma que se escondía detrás del otro enigma, como una trampa escondida detrás de otra trampa.
            Ésta fue mi conclusión: por San Juan hay, en el pinarillo, un castillo  de fuegos artificiales; y el cielo se llena de luces y explosiones en los altos de la Piedad: como una batalla sin muertos, como un bombardeo sin bombas, como explosiones sin munición, la traca de artillería; y esto lo descubrí por casualidad, me sorprendí a mí mismo atando cabos pero lo que es más curioso: atando los cabos de mi investigación, perfectamente trabados unos con otros, con un cabo suelto       que me encontré por el camino por pura casualidad; y que encajaba perfectamente con los otros cabos que estaba atando. La sorpresa forma parte de la investigación.
            En Alfonso X está la sencillez: la navaja de Occam.
            En Tomás de Morla encontré las luces de la razón.
            En Louis Proust, altura de miras, pues la razón debe ser ambiciosa: las mejores aspiraciones son las más altas.
            Y en San Juan encontré la sorpresa: que nos guía a veces por el buen camino por casualidad.
            Sencillez, ilustración, ambición y sorpresa: tales eran los pilares de mi investigación; tal fue el sentido que les di a los cuatro nombres que nos propuso el coronel, tal fue el significado de estas cuatro apalabras. Y la cuarta trajo sorpresa con los fuegos artificiales: que eran, como decía el enigma, fuerza que te toca pero tú no la puedes tocar, aire que te tumba pero tú no lo tumbas, pólvora convertida en humo, fuego que se esfuma, potencia sin cuerpo, pólvora: pólvora de los artilleros, que es humo seco que pica en el aire.
            -Caballeros, vuelvan a sus casas; ya los iré llamando para consultar sus trabajos con ustedes. Como el juego de la pelota de los antiguos mayas, sólo puede haber un ganador y ese ganador tendrá el honor de escoltar a la virgen de la Fuencisla. Retírense. Deben descansar porque la mañana ha sido dura y larga.
            Me retiré. Aquella noche se llenó de espanto mi corazón al contemplar aquellas llamas: ardía la catedral de Notre Dame, el corazón de París estaba en llamas; no sé qué ideas se me vinieron a la cabeza, desde la geopolítica hasta la nostalgia, porque, al tiempo que la melancolía me apretaba las vísceras, el temor me mostraba en aquel incendio una premonición, una presencia pavorosa, todo un símbolo: el fin de Europa en vísperas de las elecciones europeas; el hundimiento de aquella catedral de países que trabajosamente se habían levantado durante décadas; y ahora ardía incendiado por la desconfianza, el orgullo, el temor… el nacionalismo.
            Me dolía la cabeza. Cuando me acosté pensé que en 1862 también se había incendiado el alcázar de Segovia. Se quemaron miles de libros, montones de legajos importantes, montañas de cosas: aquel incendio marcaba el fin de una época; el fin de la academia de artillería, que ardía con el alcázar. Algunos libros se pudieron salvar entre las pavesas. Después, cuando nuestros ojos dejaron de estar cegados por el resplandor, se trasladaron al convento de San Francisco, en la calle Muerte y Vida; se llevaron allí los restos del material científico del Real Colegio, se levantó la nueva biblioteca y se instaló la nueva Academia de Artillería; a partir de entonces todo fue distinto.
            Me desperté. Cuando abrí los ojos aún tenía resplandor en ellos; era, como dicen los del cine, un fundido en blanco. El cielo estaba blanco, la tierra estaba blanca, mi cama estaba blanca, no había frontera entre mi casa y la calle; era como las tormentas de nieve donde se cubre todo de algodón y un coche no puede distinguir entre la carretera y la cuneta.


            El cielo se me cayó encima. El cielo blanco se desplomó como una nube y, hecho niebla, se disipó entre los colores de un fundido encadenado. Entre los jirones blancos aparecieron jirones negros. Y aquella bruma oscura se convirtió en un pozo sin fondo lleno de azabache: por él caían del firmamento miríadas de puntos de colores, miríadas de luces brillantes, resplandores de estrellas; como un paraguas guiado por sus varillas, una nube de estrellas caía desparramándose sobre la tierra y disolviéndose sin estallar, esfumándose como bengalas; parecía la Piedad en una noche de San Juan, pero sin explosiones, sin el olor a pólvora, sin la traca, un silencio místico como el que reina en las iglesias. En un fundido de colores vi, como una estrella más gruesa, espacio en el espacio, misterio en el misterio, rey de reyes, vi al rey Alfonso: estaba sentado en su trono con su armadura azul y su capa roja, y en las manos, una esfera armilar y una espada. Sin saber por qué me vino a la mente el tiempo en que hice la mili yo también en la academia. Por las noches me tocaba hacer la guardia. Y Juan, el recluta más atrevido, o quién sabe, también el más sinvergüenza, se saltaba la tapia y se iba de fiesta; volvía al amanecer y yo le dejaba ir a su dormitorio. “Déjame pasar, Tiago”, me decía; y yo le dejaba.
            El cielo del rey Alfonso era una lluvia de estrellas. Caía, como fuegos artificiales, en forma de paraguas y no tenían ecuantes ni esferas ni epiciclos ni deferentes. No era el cielo de los astrónomos, era el cielo del rey Alfonso. El sabio. Que lo había hecho sencillo a imagen y semejanza de dios. Sencillamente.
            Y en medio del cielo cayó un cometa. Surcó el espacio negro iluminado por las luces y vino a estrellarse en el pararrayos del alcázar. Y aquella barra metálica se tragó la bola de fuego. La mandó a un cable y el cable la envió hacia la tierra donde la enterró para siempre; como los dioses primigenios. Un cometa, estrella entre estrellas, una estrella errante, sin ley, sin órbita, sin orden ni concierto: como el pobre Juan que se saltaba la valla sin que yo, que vigilaba como si fuera el rey Alfonso, le pusiera trabas en mi firmamento. Porque vino el coronel Luzón y a punto hubiera estado de ser llamado al orden si yo, actuando como fiel pararrayos, no me lo hubiera tragado hasta hundirlo en el fondo de la tierra: el coronel pasó, sin descubrir su fuga, como una bola de fuego que se pierde en el horizonte sin estrellarse contra la tierra.
Saltaron chispas después sobre mi cabeza. ¿Qué pasó? Que el globo en el que viajaba chocó contra el cielo. El cielo de Mercurio, hecho de materia aérea, éter sutilísimo, una bola cristalina: transparente porque, como un cristal, dejaba ver los astros que giraban sobre ella sin que se vieran las otras esferas a las que estaban enganchados. El cielo de Mercurio era de cristal, sí, pero estaba duro (no en vano tenía la fuerza suficiente para sujetar a su planeta); y ese cristal se llenó de chispazos que cayeron, como las estrellas de Alfonso, llenando de fuegos artificiales la superficie de la tierra. El globo en el que viajaba Juan tentó y tentó a la suerte una noche tras otra, escapándose del cuartel y aprovechándose de mí, hasta que chocó con el cielo y tocó techo; su techo era el coronel, que corrió soltando chispas cuando lo vio saltarse la pared; y a mí me mandó al calabozo por creerme dormido mientras Juan se escapaba; suerte para mí porque, si hubiera sabido que yo hacía la vista gorda, hoy no estaría estudiando en la Academia.
            Aprendí que, cuando uno ambiciona cosas, debe fijar la altura de sus aspiraciones y ascender en sus posibilidades sólo hasta que toca techo; de lo contrario sería semejante a un globo que sale de la atmósfera, abandonando el mundo de los meteoros para llegar al de los astros y chocar con el cielo; las chispas prenden el globo, que estalla en mil pedazos, precipitándose como Ícaro sobre la superficie dura del suelo.  
            Arde Troya. Luego vino la expulsión del ejército. Ardieron todas sus ilusiones cuando se quemaron sus naves, como Cortés, que fue carne de cañón y escapó al destino embarcándose para América; Juan, sin embargo, no había podido labrarse un destino en la Academia; lo impidió el coronel Luzón, que lo pilló saltando paredes en lugar de saltar las barreras de la ciencia.


            Un cielo blanco volviéndose negro. Millones de estrellas cayendo como un paraguas de fuegos artificiales. Una bola de fuego tragada por la tierra. Y una explosión del globo que, queriéndose escapar, chocaba con el cielo: la libertad tiene sus límites. La noche de San Juan era un paraguas de luces. Como una representación teórica del cielo, estrellas reflejadas en un espejo, realidad virtual: como los cañones que, marchándose de Baterías, hacían sus prácticas de tiro en simulaciones por ordenador; todavía decían los viejos que en el tiempo en que se oían sus disparos en Revenga, había caído algún obús en Matabueyes, cerca de los pinares de Valsaín. Habladurías de la gente… Vete a saber.
            Cerré mis ojos. La torre del alcázar se levantaba, altiva y orgullosa, cercada por murallas desdentadas, con ventanas que parecían ojos incandescentes lanzando su ceguera en un fundido en blanco: sobre el jardín de los antiguos torneos, despojado ya del palenque, rodeado de árboles y follaje y poblado quizá por algún pavo real. Las llamas volaban en diagonal ascendiendo hacia el cielo y proyectaban un humo denso que asfixiaba el aire, mientras los sillares se ennegrecían mordidos por sus dientes, lamidos por sus lenguas de fuego. Siglos de historia ardían con las almenas del alcázar. Los ojos de la torre oscura parecían el mirar de los fantasmas, semejante a los ojos de un gato negro que brillaran en la noche: no había nubes, el cielo había desaparecido, todo era un humo oscuro que lo tapaba todo como la nube del meteorito, que impactaba en el Yucatán, junto a la tierra de los mayas; con él desapareció la vida y apareció una vida nueva; con el incendio del alcázar, también, llegaba el fin de una época. Me desperté desvariando.
            Mis ojos estaban en llamas con las ventanas de los muros atrapados por el fuego, inyectándoles fuego a las pupilas de los ojos ciegos; y eran fantasmas arrojados de la realidad, espíritus terribles. Así me veía yo, desdoblándome en un yo que veía y otro yo al que miraba. Entonces la verdad me deslumbró. O eso creía. Me pilló por sorpresa. Se juntaron en mi mente, como si fuera sólo uno, dos nombres propios: Juan y Luzón; y mi mente, que guardaba el recuerdo del periódico, lanzó sobre mi conciencia las letras J.L.; que eran las iniciales de uno de los dos asesinados que aparecieron en Segovia; y el otro asesinado, que se llamaba T.A., coincidía, qué casualidad, con las iniciales de Tiago (que era mi nombre) y Alba (que era un recluta que habíamos tenido en el regimiento); pero Tiago, al igual que Yago, es una variante de Santiago, y ahora sí que me acuerdo de Santiago Alba, otro recluta que se escapaba por las noches con Juan; por eso mi inconsciente, sorprendiéndome de nuevo, me había traído a la conciencia el apellido Alba; de manera automática, sin saber por qué. Juan se llamaba Luján y eso molestaba al coronel, que sentía que su apellido se parecía al suyo y eso lo deshonraba; por eso le cogió rabia y lo persiguió siempre que podía. De modo que, qué casualidad, las víctimas del doble crimen de Segovia bien pudieran ser Juan Luján y Santiago Alba, dos reclutas que hacían la mili conmigo; después me fui de Segovia y volví años más tarde, esta vez como cadete; y como los quintos del regimiento ya no eran los mismos, nadie hablaba ya de los que habían muerto en aquel crimen; salvo el coronal Luzón, que había conocido aquella época, aunque tampoco hablara de ello.
            Y recordé también, de un compañero que allí había estado, las esencias del juego de la pelota. Fue en un viaje al Yucatán, a Costa Rica, a Méjico. Había aros de piedra por los que había que pasar la pelota. Una antigua forma de baloncesto. Pero el mayor éxito del que ganaba era, al mismo tiempo, su derrota, porque tenía que sacrificar su vida a los dioses y su ganancia era renuncia: ganar la gloria, perder la vida.


            Un destello diabólico debieron lanzar mis ojos. Como un cañonazo que se disparaba sobre la realidad y ponía orden, inteligencia y ambición en lo que se mostraba sin sentido. El artillero de aquella bombarda era la Sencillez: su proyectil era la Razón; el ángulo de tiro era la Altura y la precisión estaba lastrada por la Sorpresa: un toque de azar en el objetivo, la necesaria dosis de imprevisión que se alojaba en las previsiones.
            Con aquel cañón yo había lanzado un proyectil de grueso calibre. Y, sembrando razón en las intenciones aparentes, también había abierto un segundo frente detrás de la batalla y había puesto razón, de manera inesperada, en las intenciones ocultas. Había descubierto el significado de los cuatro nombres que el coronel nos había mandado descifrar. Pero también descifré los nombres de las dos víctimas del crimen del Eresma: su orgullo nos había retado pensando que ninguno lo encontraríamos, en parte porque ninguno conocíamos este segundo reto, ya que él no lo había formulado; y, ya se sabe, sólo encontramos lo que buscamos y sólo buscamos lo que conocemos, como decía emblemáticamente la policía francesa: sólo buscamos la respuesta que desconocemos cuando hay una pregunta que conocemos, y es muy difícil encontrar respuestas cuando no tenemos una pregunta a la que contestar.
            Y también lo encontré, en parte, por pura casualidad. Ésa era la sorpresa que él también se había llevado: como me la llevé yo en el preciso instante en que lo descubría. Si no hubiera querido evitar mancharme las manos de grasa no habría cogido aquel periódico; y la fatalidad quiso que aquel periódico tuviera, en su primera página, la noticia del crimen. Lo demás se desencadenó como un puro engranaje de relojería. He visto en las calles de Segovia tocar el acordeón con un muñeco que tocaba otro acordeón, sujeto con unas varillas al acordeón que tocaba la melodía; y los movimientos del músico impulsaban, mecánicamente, los de la marioneta, que imitaba los movimientos que él mismo estaba haciendo. Yo también tenía una investigación sujeta a otra investigación por varillas invisibles; y al mismo tiempo que desentrañaba la primera desentrañaba, también, la segunda. Ni yo mismo me lo pude creer. Tampoco se lo creyó el coronel, cuya presencia sentía allí, amenazadora, a mis espaldas.
            Salté a un lado y pude ver que la culata del fusil se estrellaba contra el suelo partiendo la baldosa. El recinto estaba oscuro. El coronel me había hecho pasar a aquella habitación donde todas las ventanas estaban cerradas y, cuando me había dicho que esperase un momento, se apagó la luz. Un viento de desasosiego recorrió mi interior mientras pensaba, en aquellos momentos inabarcables por el reloj, mientras duró la espera. Y no sé cómo, de repente sentí que había mis espaldas una presencia humana, con los dos brazos levantados sobre su cabeza sujetando por el cañón una tercerola cuya culata iba a abatir sobre la mía. El golpe habría sido tan fuerte que en aquel mismo instante me habría matado.
            Sentí en la oscuridad que la figura humana recuperaba el equilibrio. Una voz sentí, no más, que me decía:
            -Nadie había podido desentrañar el doble enigma; pero usted lo ha hecho.
            -Su orgullo lo pierde, coronel.
            -No. No es orgullo sino satisfacción por el trabajo bien hecho. La ciencia debe llegar a las profundidades a través de la apariencia, y la mejor manera de demostrarlo era poner un enigma aparente escondiendo un enigma oculto; todos habrían indagado en la superficie por más que sus claves ya de por sí fueran difíciles; pero usted ha sido capaz de excavar en la profundidad intuyendo que el juego no se libraba en el terreno de juego, sino más abajo.
            -¿El juego?
            -Sí, cadete, esto era un juego: el juego de la pelota.


            -Y ahora mi destino es…
            -El destino del ganador; exacto.
            -¿Ya no tendré el honor de escoltar a la virgen de la Fuencisla?
            -No. Su honor volará mucho más alto, cadete, pues la gloria que ha alcanzado con su sagacidad es inmensa; si la escolta de la virgen les pertenece a los simples mortales, usted se ha ganado por derecho propio un lugar entre los dioses: nadie puede igualar el calibre de su mérito.
-Ya. Pero éste es el juego de la pelota. Para disfrutar de este mérito seguramente debo…
-… Morir.
Oí un ruido sibilante, como de un ofidio que serpenteaba. Lentamente el sable resbaló dentro de la vaina. De repente se encendió la luz.
-¡Quieto, coronel! ¡Suelte el sable!
El coronel se quedó petrificado, acaso también porque se sentía en el Olimpo de los dioses; ya no era un ser humano lo que se alojaba en aquella figura, sino un ser que había tocado la gloria, un dios entre los dioses, un hombre que había trascendido su humanidad: una estatua.
-Su orgullo le pierde, coronel. Antes de venir a esta cita di aviso a sus superiores del resultado de mis pesquisas. Sabía que me lo iba a reconocer, coronel, sabía, con toda la modestia del mundo, que yo iba a ser merecedor de la máxima nota y que usted, esa persona íntegra y justa que conozco, me acabaría encumbrando a los altares ante los otros cadetes. Pero no podía dejar que escapara al otro tribunal: el que juzga, por encima del mérito de la inteligencia, el valor de la justicia; el verdadero valor, que hace de nosotros auténticos héroes. Usted tiene muchas virtudes,  coronel, pero tiene también un defecto: la soberbia; ése es para usted el peor de los pecados capitales.
Mientras se lo llevaban recorrí la academia queriendo respirar aire fresco, buscando la calle. En uno de sus salones me topé con una inscripción del insigne general Loygorri en 1814, que, en esencia, decía lo siguiente:
“La educación debe ser noble e ilustrada; ilustrada para despejar el entendimiento; noble para fortalecer el corazón; y no hay nobleza sin inteligencia, sino brutalidad, porque sólo la nobleza contiene el germen en el que crecen los héroes”.
Todo era blanco a mi alrededor, y sobre ese blanco un color amarillo intenso que tenía, en el corazón, resplandores de un rojo incandescente. Con el humo se iba el pasado, con las llamas se esfumaban los libros, y en el aire, de una atmósfera fantasmagórica, parecían flotar los tesoros del alcázar, como espectros. Mis ojos se llenaron de ese mismo resplandor, como un cristal que se llena de fuego en vez de reflejarlo como un espejo, y la luz intensa diluyó las formas, devoró los colores, se tragó el espacio, y solo quedó en mi horizonte un fundido en blanco. Abrí los ojos. Deslumbrado, tuve que esperar a que el fuego soñado devolviera la vista a mi habitación, en la que soñaba: estaba mi armario, mi mesa con su silla, los libros sobre la mesa, bajé los ojos y me topé con las sábanas; como un zoom sobre mis ojos contemplé el iris lleno de colores y, dentro del iris, la profundidad sin fondo, sin forma y sin color, de mis pupilas; siguió un zoom hacia atrás que me devolvió a la habitación, y, atravesando el blanco de las paredes, me llevó a la salida de la academia: allí estaba el convento de San Francisco; el espejo humeante del alcázar.