viernes, 26 de mayo de 2017

LA VIDA COMO ENTROPÍA






LA VIDA COMO ENTROPÍA


            Juan Luis explicaba a sus alumnos de letras el concepto de entropía. Cogió el borrador y lo tiró al suelo. “¿Veis?”, dijo; “el borrador cae cuando yo lo suelto, pero no puede subir a mi mano cuando está en el suelo. La energía potencial va de arriba abajo, no de abajo arriba. ¿Y qué pasa cuando el borrador está en el suelo? Que ya no puede bajar más. Ahí se queda. Los objetos tienden a buscar el sitio donde su energía potencial es más débil”.
            De repente le asaltó una idea. Fue un flash que iluminó su mente en el transcurso de su pensamiento. Se le ocurrió que eso era precisamente la pereza: la búsqueda de una situación en la que gastamos el mínimo de energía. Al perezoso no le falta energía, no, sino que no quiere gastarla. No quiere... ¿o no puede? ¿A qué llamamos querer? Se le ocurrió que cuando nos dejamos llevar por lo que nos atrae dejamos que el mundo nos mueva sin oponer resistencia: eso es el deseo; y si nos atrae el mundo es porque nuestra naturaleza nos empuja espontáneamente hacia él. Pero la voluntad es otra cosa. La voluntad es resistirse a perder nuestra energía potencial. Es no dejarse caer adonde ya no nos podamos levantar. El deseo es victoria de la entropía. La voluntad, resistencia; negativa a rendirse. El deseo es la pereza.
            El esfuerzo frente a la pereza es la energía luchando contra la entropía; contra la fuerza inexorable que la arrastra a su perdición. La vida, como un islote a la deriva entre la inercia, es voluntad combatiendo el deseo. Pero para ser vida no tiene más remedio que alimentar el deseo, pues que los placeres son una parte sustancial de nuestra vida; y como la dinámica de los placeres nos destruye, la dinámica de la vida es (se acordó de Bichat) resistencia frente a la destrucción: resistencia, en fin, frente a la muerte. De modo que el impulso de la vida crea la voluntad para no sucumbir a la inercia destructora de los placeres. Vivir es gozar, por supuesto, pero también trabajar para que mañana podamos seguir gozando. La voluntad, que es esfuerzo (y sacrificio), no puede combatir al deseo porque el deseo es el punto de arranque de la vida.
            ¿Qué es la vida? Un frenesí (que diría Calderón). Un instinto que nos arrastra irremediablemente a su propia conservación. Pero es absurdo que exista una pasión de perdurar si está vacía. ¿Qué es lo que quiere conservarse cuando vivimos? Juan Luis concluyó de la forma más natural del mundo: el placer. La vida es el instinto de conservación del placer. Instinto de placer, que es deseo; e instinto de que no se acabe el placer, que es voluntad. La vida tiene un impulso de arranque (el deseo) y un impulso de destino (la voluntad).
            Y entonces se le iluminaron los ojos. Los estoicos habían denigrado los placeres para entronizar la voluntad. La razón era el instrumento de la voluntad en el mundo. Pero ahora Juan Luis lo veía todo claro: la razón, como instrumento de la voluntad, sólo tenía sentido si era también instrumento de los placeres. ¡Eso es! ¿Cómo no había caído en ello? La vida no era lucha por la vida (además de ser un círculo vicioso, esa idea siempre le pareció absurda: la vida no podía ser una pasión inútil). Ni era tampoco voluntad de poder, como pretendía Nietzsche. Tenía que ser antes que nada voluntad de querer.
            Ahora encajaba todo. El mundo como voluntad, que decía Schopenhauer, no distinguía entre voluntad y deseo y por eso corría hacia su ruina. La naturaleza viva es instinto: eso es lo que realmente decía Schopenhauer cuando hablaba de la voluntad. Ese instinto para él era el deseo. Y el deseo, con su pasión desenfrenada de desear más, al final nos hacía desgraciados. Por eso había que conseguir sustraerse al deseo. Pero lo que nos queda entonces es una vida sin placeres, sin alicientes, sin sentido. Schopenhauer se equivocaba. La vida (él no lo pudo ver correctamente) no es instinto de placer, sino instinto de perduración del placer: por lo tanto, instinto que se gobierna a sí mismo: desde la razón; no instinto combatido por la razón desde fuera. Schopenhauer por un lado, y los estoicos por el otro, habían errado el tiro. 


            Y ahora, mirando a los chicos en su pupitre, creía comprender muchas cosas. La vida no se identifica con el mínimo esfuerzo. Este principio es un ingrediente de la vida, pero no la resume toda. A todos se nos debe reconocer el derecho a la pereza (recordaba en esta expresión una canción de Moustaki). Gozar, disfrutar, divertirse, era sentirse perezoso y revolcarse en la ociosidad; y en ese revolcarse abandonándose al no pensar, en ese hozar por los márgenes del pensamiento, en ese sentir sin necesidad de pensar, estaba la relajación: el masaje de la vida, el gusto de estar en el mundo, la comodidad de ser. Es innegable que si tú piensas y te preocupas cuando estás teniendo un orgasmo dejas de tenerlo. El mayo francés, y Reich, y Freud, habían puesto el dedo en la llaga: es necesario disfrutar de la vida. Pero el siglo XX se había extraviado confundiendo la vida con el placer. Ni Aristipo con la aceptación de los placeres, ni Epicuro con el placer de la renuncia, habían dado con la solución. Séneca también había meado fuera del orinal renunciando a los placeres. Como había errado Schopenhauer, y el cristianismo, y Buda. Nietzsche, en el universo de Juan Luis, ocupaba un lugar aparte con su extraña aceptación del dolor. Pero ahora, de repente, lo entendía todo. El dolor sólo tiene sentido si es el sacrificio de la razón en defensa del placer; y en su odisea, la gesta del sacrificio hace emerger la voluntad como un islote después del estallido de un volcán, en el océano. En el propio sufrir se crea el drama, y la tragedia eleva de manera fantástica el valor de la vida. El enano que disfruta se convierte en un gigante que lucha. La idílica arcadia reviste dimensiones épicas, y entonces el lirismo potencia la sensibilidad llevando el placer a los niveles máximos. No sólo el dolor es sacrificio necesario, no; el dolor enriquece el placer llenándolo de tesoros. Quizá el paraíso de los cristianos sea un mundo donde el placer, siendo lírico, no necesita ya de la épica y el dramatismo. Si eso fuera posible, sería magnífico. Pero a falta de ese ideal vivimos la realidad como una existencia épica de cuyo envoltorio se van liberando los sentimientos.
            Y estaban allí, sentados en sus pupitres. Sus alumnos arrancados al sueño, en la primera hora de la mañana. Comprendía que los estudios eran, para ellos, un sacrificio difícil; quienes no eran capaces de sacrificio los vivían como una caída en la rutina, en el aburrimiento. Él era profesor y sabía que tenía que motivarlos. Pero cuanto más enseñaba más se daba cuenta de que el meollo de la motivación estaba dentro de cada uno. Explicando las cosas con humor hacía las clases agradables, y no todas: unas porque no era posible, otras porque no le salían. Pero pasárselo bien en clase no servía de nada si luego no se estudiaba. La amenidad era, desde luego, un recurso didáctico, un recurso útil, porque a veces hacía comprender cosas áridas y abstrusas; la amenidad, por supuesto, no sirve si no se construye desde la autoridad y la competencia. Pero era, también, un importante recurso pedagógico; educativo. Hacer las clases amenas era una forma de mostrar que las dificultades no tienen por qué ser aburridas. Eso ayudaba a encarar la vida con ganas, con optimismo. Era importante evitar que los alumnos fueran abúlicos. Y también que fueran esclavos de un hedonismo inconsciente. Disfrutar sin sacrificarse era un modo de vida desgraciado, pero perderle el gusto al placer todavía lo era más.
            Si convertimos las clases en meros sitios agradables, estaremos convirtiendo la educación en espectáculo. El profesor no es un animador de guitarra y castañuelas. El profesor no es un payaso. Es un mago que trata de hacer agradable lo desagradable. Pero eso, que es el lado lúdico y estético de la enseñanza, no deja a la postre de ser enseñanza: y enfrente tiene que haber aprendizaje. El esfuerzo del profesor por enseñar no es muy útil si el alumno no se esfuerza por aprender. La motivación, como metodología, despertará en el alumno el deseo de motivarse: las ganas de vencer los obstáculos, el deseo de superarse, el espíritu de sacrificio. Algunos profesores, que enseñan mal, se pasan la vida diciendo que sus alumnos son vagos y maleducados. Otros, preocupados por enseñar bien, se olvidan de que las clases no son nada si la explicación no compite con el estudio. El profesor, sí, debe esforzarse por enseñar: pero no para que los alumnos aprendan sin estudio, sino que, como un reloj que nos arranca sin piedad de los profundos sueños, se remueva en el sopor de la pereza la energía del alumno; y despierten, derrotadas las inercias que sirven de freno a la vida,  las ilusiones perdidas y las ganas de saber. La pereza es el sueño del esfuerzo. Y el esfuerzo el empuje que nos devuelve los placeres; cuando la pereza es alegría.
            Hay una pereza que se muere y otra que se vive. La vida contiene pereza entre sus ingredientes. Pero la pereza se centra en el placer para hacernos felices, y el placer, mal que pese a muchos, requiere, para poderse vivir, de buenas dosis de sacrificio.




viernes, 19 de mayo de 2017

EL HAMBRE






EL HAMBRE

 
            Los ojos del alma buscan dentro y la mirada se vuelve atrás. El espacio es la superficie de la lejanía. Su profundidad es el tiempo. Cuando miramos dentro con los ojos del espíritu, nos duele la nostalgia que nos vela, nos gritan las cosas del corazón. Fue en el año 1928. Allí empezó todo. Sus ojos, entornados, miran destellos en la lumbre en lo más crudo del invierno. Era un veinticinco de febrero. La memoria ya no recuerda esas cosas que se pierden en la noche, pero allí nació ella. Seguramente era un invierno crudo, bañado por las avefrías, y la nieve se depositaba en los altos de San Millán. Vendavales algodonosos seguramente cubrían los duros tiempos de la historia de Elvira.
            San Millán. En los bajos, junto a la iglesia, estaban las piedras humildes de la pobre casa. Una cama. El dormitorio de los padres tenía apenas espacio para una cama; hasta la mesilla tuvieron que poner de lado porque no cabía. Había al lado otra alcoba con una cama en otro espacio exiguo. Allí dormían la niña Elvira con su hermana Paca. Poco a poco, aproximadamente a razón de una por año, fueron naciendo las otras hermanas. En aquella cama dormían cuatro: dos con la almohada en la cabecera, otras dos con la almohada en los pies. Sopas. Gachas y caldos, a veces con un hueso; a veces garbanzos; sin carne. Alguna vez, de pascuas a ramos, la fortuna quería que algún trocito de carne descansara en el plato; pocas veces, muy pocas. Los estómagos de las niñas se acostumbraron a las patadas del hambre, pero al hambre uno no se acostumbra nunca. Algunas veces hervían las peladuras de patatas para comérselas, o se las freían. Algunas veces por la mañana había leche: algunas veces. Era leche de las ovejas que pasaban por allí, cuando la compraba su madre y las ordeñaban allí mismo, a la puerta de la casa. Otras veces no había leche y tenían que contentarse con el trocito de chusco que se habían guardado de la noche anterior, engañando al hambre; durmiendo al hambre en sus sueños para, por la mañana, poder tener algo que comer.
            Hambre, mucha hambre. Hambre en una niña de ocho años. Una niña que trabajaba en casa del tío Juanito guardando a los niños. Una niña de ocho años guardando a otros niños que tenían dos. Solos. El tío Juanito, que era maestro armero, trabajaba en la academia de artillería. Su mujer también estaba fuera de casa. Uno se pregunta cómo no ocurrió ningún accidente, como no hubo ninguna desgracia. Las veces que estaban sus tíos en casa, Elvira se quedaba embelesada viendo coser a su tía. Por eso su tía le dijo un día a su madre:
            -Josefa, tienes que meter a Elvira en un taller, para que aprenda la costura. Cuando nos ve coser a nosotras se queda boquiabierta.
            Allí Elvira se ganaba unas perrillas, doce pesetas, quizá; ella las llevaba a casa y se las daba a su madre. Pero luego fueron a la escuela, ella y su hermana Paca. Había unas mesas cuadradas con cuatro niños, una a cada lado. Elvira se sentaba al fondo y no entendía. Dice que no se enteraba de nada y no valía para las letras. No le gustaban. La maestra explicaba y ponía cuentas en la pizarra, pero ella no las sabía hacer. Copiaba mal las cosas y luego las hacía mal. 


            Y llegó aquel desgraciado año de 1936. España estaba en guerra. Aquel día su madre bañaba a su hermanito, un precioso bebé de pocos meses. Siempre lo bañaba en la artesa. En la artesa que no servía para hacer chorizos, porque sólo la usaban para bañar al niño. De repente apareció el pájaro negro. En un sobresalto cayó el niño en la artesa y la madre tuvo un momento de desconcierto, pero la pobre mujer reaccionó en seguida y lo recogió. Buscó la puerta y salió corriendo despavorida.
            -¡El pájaro negro! ¡El pájaro negro!
            El avión lanzaba bombas mientras la gente huía. Una bomba cayó junto a la catedral, en la casa del panadero: lo mató; lo mató a él y a uno de sus hijos. Otro día, mientras su padre iba a llevar un volquete de ladrillos, apareció también el pájaro negro. El caballo se espantó y a Ángel le costó mucho controlarlo: estaba desbocado; a punto estuvo de morir en el suelo o cogido entre las bombas. Tenían una perra muy bonita, una perra toda blanca, con lunares negros. Un día fueron a pasear con ella por el Tejadilla y apareció el pájaro negro. La pobre perra, corriendo espantada, como su dueña, se metió en una cueva y ya no volvió a salir de allí. No supieron si se perdió en la cueva o si encontró a otro animal o se murió del susto. La perra se llamaba Chuli. A la pobre Chuli, desde aquel día, ya no la vieron.
            El hambre. Fueron los años del hambre y el estraperlo, porque a todo el mundo le racionaban la comida. Cada uno tenía derecho a un chusco de pan; de él comían cada día la mitad, y guardaban un trocito para el desayuno. Y tenía cada uno derecho a cuarto de litro de aceite y cuarto de kilo de azúcar. Cada semana. Como eran ocho, se juntaban con dos litros y dos kilos, pero no tenían pan; y no tenían harina. Entonces iban a los pueblos a cambiar azúcar y aceite por harina y pan. Iban a Santa María, a Orejana, a Martín Muñoz de las Posadas. Iban con su madre las dos hermanas mayores, cargadas de provisiones, en botellas, en cajas, en talegos. Recorrían los treinta kilómetros de ida y los recorrían de nuevo de vuelta. Y el día se hacía largo porque la medida del día era el cansancio. A veces, cargadas con la mercancía que les pesaba como rayos, llegaban a casa y podían comer. Otras veces veían llegar a la guardia civil por el camino y tenían que tirarlo todo para que no se lo quitaran; luego volvían a recogerlo, bajando por el terraplén. El estraperlo estaba prohibido.
            Más tarde lo recordaría todo entre bromas y risas, pero en aquellos momentos, devoradas por el hambre, aquellos paseos eran una cosa muy seria. El cansancio. El sudor. Las largas caminatas de cincuenta kilómetros al día. Los pies que se hacían callos, los músculos que se vencían, la abnegación, el esfuerzo: el hambre.
            Ángel ya no iba con su carreta al Espinar. Ahora trabajaba en una fábrica de ladrillos, de argamasa, de cemento. Llevaba cargamentos con su carro a las obras, de calle en calle, de barrio en barrio, por toda Segovia. Él tenía su hogaza de pan y de ella comía a diario: porque trabajaba. Su mujer, sus hijas, por no ser hombres, no encontraban empleo; pero trabajaban por lo menos tanto como él: los sesenta kilómetros para cambiar aceite eran testigos de ello. En una jornada interminable, asustadas, sudorosas y exhaustas, volvían a casa sin tener mucho que comer. Ángel sin embargo, después de acabada la jornada, se iba a la taberna. ¡Oh, cuántas calamidades las de aquellas niñas! ¡Las de los niños que no tienen con qué jugar! Su hermano mientras tanto, recorriendo las calles de Segovia con un saquillo, recogía papeles. Para ganarse unas perras... 


             Ángel, después, trabajó curtiendo pieles. Era detrás de la iglesia de Santo Tomás, junto a unos jardines, entre unas casas pequeñas de pueblo; mucho después se llenaría todo de edificios de varios pisos. La calle se llamaba Curtidores. Llevaban pieles de cordero, de conejo, de cerdo, de choto. Las limpiaban y las ponían a secar, y más tarde las curtían. Tenían conejos. Recordaba Elvira que un día, andando el tiempo, llevaron a curtir unas pieles blancas de conejo y con ellas le cosió un abrigo precioso a la hija de su hermana Paca. Tenía unos tirabuzones rubios y era guapísima, cariñosa; con aquel abrigo estaba radiante.
             Elvira aprendió el oficio. Ocurrió un día, acabada la guerra; tendría entonces unos doce años. Su madre vio un letrero en una tienda que pedía aprendizas para coser, y se acordó de lo que le había dicho años atrás la mujer del tío Juanito. Fueron al taller y en él se quedó la niña: aprendiendo. Había una máquina de coser donde hacía sus trabajos la costurera. Dos o tres aprendizas hilvanaban, sobrehilaban, hacían pespuntes: allí estuvo unos años hasta que fue mocita; entró de aprendiza y salió de oficiala. Recordaba que su maestra vino un día para hacerle un traje de boda a su hermana. La chica a quien tocó hacerlo fue ella misma: Elvira. Y cuando se lo fue a entregar, tan bonito como era, le dijo su antigua maestra al verlo:
            -¿Ves, Elvira? Todos no podemos valer para lo mismo. No valías para el estudio, pero mira qué bien sabes coser.
            (Pero unos tenían vestidos y otros apenas si cobraban por hacerlos).
            Trabajó, mientras era aprendiza y jovencilla, por la propinilla del domingo. No le daban más. A veces, cuando tenía que entregar un traje, le daban otra propina y eso era lo que llevaba a casa.
            Y fueron pasando los años y fueron cambiando los tiempos. Se acordaba de la artesa y del banco de matanza; en él dormían las visitas, cuando venían del pueblo y se quedaban durante unos días. En aquel comedor, partido por un tabique, cortaba la paja el abuelo. Dormía en un cuartito que tenía allí, en aquella misma calle, una pared más abajo. Empezaron a respirar cuando se mudaron al barrio de San José. La nueva casa era pequeña, pero más pequeña había sido la  de San Millán.
            Y aquellos años supuraron esencia resinosa de nostalgia. Una esencia del alma, pegajosa y dulzona, que se adhiere al sentimiento como se adhiere la lapa a la roca. Años que quedaron lejos, y que fueron tiempo, y ahora su profundidad se nos hace vida a las horas encaramadas en la vejez: la mirada fija. Las profundas lejanías del alma cobran, cuando se miran de cerca, un espesor. No son superficies planas por donde resbala el cerebro, ni son vestigios muertos por donde escurre la vida: al contrario, están más palpitantes que nunca. Intendencia. Allá por el pinarillo, por el valle del Clamores, allá por Sancti Spiritu. Intendencia. Las hambrientas chiquillas que iban a pedir lo que les había sobrado a los soldados, con una cazuela para llenarla de comida. A veces, si también había sobrado, les daban una hogaza. ¡Y qué rica estaba la miga! La alegría sube al alma pasando por el estómago. El alimento viene al espíritu cuando antes se lo damos al cuerpo. El hambre. La huella triste del paraíso perdido, la infancia hambrienta; los duros tiempos que no la dejaron jugar. La miseria. Y nada puede igualar la tristeza de la alegre inocencia de los niños.






sábado, 13 de mayo de 2017

KANT (y 3): POLÍTICA Y RELIGIÓN






KANT (y 3): POLÍTICA Y RELIGIÓN


            Ingrid. Cuerpo de mi alma y alma de mis venas. Sustancia de mi sustancia, tesoro mío. Ardor de mi carne y sopor de mis besos. Sueño de mis sueños, carne de mi vida. Dolor de mi pecho y cuerpo de alegría. Montaña y valle, sol y nube, sombra y luz, mirada escapada del desierto. Agua cristalina en un riachuelo que recorre mi vida y riega mi existencia, como la manzana deja su frescura en mi paladar y el paladar la lleva al cerebro, y en el cerebro se expande, lo inunda todo, riega las alegrías que habían nublado las penas y me despierta en la sonrisa, la alegría de vivir, el rocío en las hojas, el verde del valle. Ingrid: bálsamo y manantial que vibra en mis manos, ¡oh, Ingrid!, suspiros del corazón, sangre de mis venas.
            Juan Luis volvía entre los árboles, pinar abajo, con el tiempo cumplido, incrustado en el reloj del instituto. Pensar había sido liberarse, y en la liberación había llegado al amor, porque el amor, como un sol de Platón, había guiado su pensamiento. Descubría en su pensamiento un don que la vida le podía dar: alegría; porque pensar con alegría era a la vez un regalo que brotaba del pensamiento generoso y una generosidad que llevas a tu mente cuando te dispones a pensar. Sólo nos salva del tedio del mundo el pensar generoso. Del tedio. Y de la desesperación.
            Todo tiene sentido. Sentía en sus venas, insuflado por su aparente atonía, el apasionamiento de Kant. Kant: un hombre metódico, disciplinado, rígido, maniático, serio, incapaz de reír: pura apariencia; detrás de ese fenómeno estaba el númeno kantiano; y era un hombre capaz de sentir, y sus vibraciones destilaban sutiles vapores atrapado en la hondura de un manantial de vida, conmovido y trémulo, sostenido en contemplación apasionada, transido entre lo bello y lo sublime, extasiado en la realidad del sentir.
            Así era Kant. Así lo sentía. Vibrante detrás de su semblante hierático, romántico en la fachada de su rigidez. Y le anegó en un vuelco interno una emoción algo así como la convulsión de un llanto sin lágrimas, que sacude su diafragma y deja en su garganta como un nudo para anudar las lágrimas que quieren salir. Lo admiraba. Juan admiraba a Kant. Y pensaba en el obrero que firmaba con el empresario un contrato libre sin que el empresario se aprovechara de su situación de indigencia, de la penuria de su familia, de su necesidad de comer. No, no estaba prohibido utilizar su fuerza de trabajo. No era contrario al imperativo categórico. Libremente, el obrero firma la cesión de su fuerza de trabajo: nunca de su libertad; el contrato kantiano no era para nada el contrato de Hobbes buscando desesperadamente un leviatán. Y el empresario, admitiendo el don de la fuerza de trabajo, le entrega al obrero un salario que le sirve para vivir bien: no simplemente para sobrevivir, o malvivir apenas, sino para llevar la buena vida que con tanta insistencia nos reclamaba Aristóteles. El contrato de trabajo nunca será lucha o relación de fuerzas, pues sería inmoral; nunca puede ser una rendición, sino un acuerdo.
             Y ese uso respetuoso era el que también encontraba en el amor; y aunque el amor era una relación libre, no era para nada un contrato: era una entrega que liberaba, una entrega feliz porque obrar bien siempre nos hace felices, pero también porque al entregarnos obtenemos el premio que necesitamos y sin exigirlo; porque el amor, además de libertad, es generosidad. Es más que respeto: por eso no es un contrato. En la moneda del amor hay una cara con impulso de entrega (tal es la tentación) y otra con entrega generosa del otro (tal es su consecuencia). En el amor hay premio, no castigo. Pero en la vida ética no. 


Juan estaba ahora en clase. Estaba de nuevo con sus alumnos. Retomaban la conversación donde la habían dejado dos días antes, y Juan la iniciaba con la tercera de aquellas grandes preguntas de Kant.
            -¿Qué puedo esperar?
            Evidentemente no esperó respuesta alguna. Una pregunta como aquélla, en el aire, sin referirse a ningún tema concreto y, desde luego, fuera de contexto, no podía ser sino interrogación retórica.
            -Vayamos por partes. Referida  a la primera pregunta, puedo esperar saber de matemáticas y física, pero no de metafísica. Referida a la segunda, puedo esperar alguna luz sobre el modo de comportarme (esa luz es el imperativo categórico). Pero ¿y después? ¿Qué otras cosas podemos esperar? ¿Qué otros deseos podemos tener?
            -Ir al fútbol esta tarde –dijo Julián. Babiana dijo:
            -Salir a pasear.
            -Ser feliz y tener mucho dinero –dijo Cristina.
            -Estar de vacaciones –volvió a decir Julián.
            -Está bien –dijo Juan Luis-. Ninguna de esas cosas es contraria al imperativo categórico. Pero son deseos. Todo deseo tiene sus consecuencias. Recordad: si como demasiada carne, acabaré con exceso de ácido úrico. Pero a Kant no le importan las consecuencias: una acción es buena o mala en sí misma, si se ajusta o no al imperativo categórico, sin tener en cuenta nuestros deseos; Kant desconfía mucho de nuestros deseos, ya lo habéis visto. Y sin embargo la esperanza tiene que ver con los deseos. Si vosotros esperáis algo, es que lo estáis deseando; de lo contrario esperáis (deseáis) que no se produzca. Qué puedo esperar es lo mismo que decir que puedo desear. Qué me cabe esperar. Qué cabe en mi ser, cuál es el deseo que está de acuerdo con mi naturaleza. Yo puedo desear convertirme en león, pero no puedo esperar que ese deseo se realice. Si Kant se hace esa pregunta es porque piensa que hay algún deseo legítimo: ¿sabéis cuáles?
            Todos callaban; alguno (quizá Julián) porque se lo estaban pensando, otros porque esperaban a que pensara Juan. Y Juan pensó. Le pagaban por ello, claro; pero es que, además, le gustaba; y se lo sabía: o él lo creía así.
            -Aristóteles pensaba que la virtud nos da la felicidad; ser virtuoso es lo mismo que ser feliz. Pero Kant ha dicho que nuestro deber es obrar justamente, aunque eso no nos haga felices. La experiencia muestra, además, que en este mundo les va bien a los sinvergüenzas; la gente justa es desgraciada, maltratada injustamente, perseguida, insultada, expuesta a la burla e ignorada, cuando no vilipendiada.
            Juan levantó la vista buscando su complicidad.
            -¿No?
            El árbol se erguía tras la ventana. Su copa, meciéndose con suavidad, se sostenía sobre el recio tronco (blanda y flexible como la hierba, resistente y dura como el carbón). A Juan le gustaba mirarlo. Aquel árbol era como un miembro de la familia, un testigo mudo de la tarea de educar, y su presencia lo relajaba infundiendo paz en su cuerpo; su ánimo desfallecía en aquellos momentos de debilidad.
            -Los deseos son caprichosos y guían las voluntades como el aire guía a la rama. Pero la ley que gobierna a la voluntad no puede cambiar según nuestro capricho, tiene que ser firme para poder servir de guía. La ley no puede depender del deseo, porque la ley del deseo es, precisamente, la violación de la ley.


            Su mirada volvió al árbol que le inspiraba confianza; su mente se relajó.
            -Intentemos comprender por qué Kant razona de esta manera. Resulta que la ley moral debe ser inflexible si queremos ser felices. Pero si buscamos la felicidad puede que la conquistemos a costa de la ley moral. La única manera de lograrlo es que la ley moral se respete sin esperar ningún premio a cambio; o sea, respetarla a ciegas; no dejándose llevar por los deseos.
            Juan buscó otra vez el árbol, pero se encontró con el rostro de Helga; Helga se había levantado para cerrar la ventana y que no les siguiera rozando aquella brisa de aire frío.
            -Y ahora –prosiguió-, resulta que a quienes cumplen con su deber les caen todas las tortas juntas. Si quieres recibir tortas no tienes más que ser justo.
            Juan descansó un momento mientras buscaba las ideas.
            -Ahí tenéis a Milosevic: el carnicero de los Balcanes; no hay quien le eche el guante; enseñoreándose, encima, de burlarnos a todos. Y Pinochet. Como antes le pasó a Franco. Javier de la Rosa fue condenado por ladrón de guante blanco, y Mario Conde, y Roldán, estamos de acuerdo; pero para un sinvergüenza que condenan hay otros cien que escapan a la justicia.
            Juan pensó en Jaime. Egoísta, sinvergüenza, sin escrúpulos; parecía que todo su afán era medrar. Todavía se acordaba de cuando le reventaba las tutorías sembrando derrotismo; y cuando desveló como un cotilla las intimidades de sus compañeros, el día que como delegado asistió a aquella evaluación.
            -Ahí tenéis al Dioni: el vigilante que custodiaba un furgón blindado y se fugó con el dinero; ahora es más famoso que el pupas, con todo el mundo pidiéndole entrevistas para salir en la televisión. Y el público, encantado. Deseando ver a un sinvergüenza encumbrado, convertido en un villano simpático al que muchos quieren imitar.
            Y Julio. Convertido en líder, respetado por todos. Molestando a punta de músculo su superioridad sobre los demás. Este mundo es el de los listos (pensaba Juan); de los listos, que son los fuertes, porque hoy ser listo no es ser inteligente, sino sinvergüenza. Los listos son los que abusan de los más pequeños; y de los débiles.
            -No sé si habéis oído hablar de Papillon: fue un ladrón que acabó en la cárcel, pero escribió sus memorias y fue la admiración de todos. Hasta le hicieron una película.
            Y Radón. Radón, el que les faltaba al respeto a los alumnos. El que ponía castigos colectivos haciendo que pagaran justos por pecadores. El que lo insultaba a él cuando él no estaba, calumniándolo ante de todos. El que trataba de acosarlo cuando se le enfrentaba en el claustro de profesores, haciendo del ataque por la espalda la venganza por atreverse a criticar su gestión. El mismo que, habiendo sancionado a un montón de alumnos, se atrevía a anunciar que el suyo era un instituto sin conflictos. Radón. El que había hecho de la enseñanza un oficio triste, un arma para triunfar, un terreno de batalla para escalar puestos. Ahí lo tenían: de jefe de estudios.
            -En fin, ¿para qué seguir hablando? La gente malvada, la gente sin escrúpulos, se ha convertido en espejo donde nos miramos todos: queremos ser como ellos, queremos triunfar. Buscamos el éxito a toda costa, aunque sea a costa de la honradez. Mientras tanto a la gente honrada la dan de lado. Ser bueno se ha convertido en sinónimo de tonto, y hasta el pobre Machado, cuando se reconocía como una persona buena, tenía que aclarar que sólo “en el buen sentido de la palabra”. Porque si ser bueno era ser tonto, entonces ser malvado era ser listo: y el mundo estaba lleno de gente que se pasaba de lista; que se pasaba tres pueblos (por no decir siete). Y hemos cambiado el sentido de las palabras. Si el malo pasa por listo, ya no nos extrañará que se le tenga por bueno. “¡Qué bueno es este tío!”, decimos; “¡ha pasado de ser un don nadie a ser el amo”. Y si el malo es el bueno, ya no nos extrañará que el bueno sea el tonto y el listo el sinvergüenza; ahora el bueno es el triunfador, el que consigue ganar, aunque no se lo merezca; y el que tiene mérito, si no se lo reconocen, pasará por inútil, y por necio. De modo que les damos los honores a los que triunfan y triunfan los que no son buenos; mientras tanto a la gente buena se la ignora en el mejor de los casos, y en el peor se la persigue. Esta inversión de los valores la veremos con Nietzsche, pero aquí se trata más bien de Orwell. Algún día veremos cómo tergiversaban las cosas. “La paz es la guerra”, llegaría a decir; “la libertad es la esclavitud”; “la debilidad es la fuerza”. ¿No os suena esto a música conocida? ¿Cuáles son los alumnos buenos? Los obedientes, los que se someten; y se someten los que se vuelven débiles, los que no se atreven a enfrentarse al despotismo: a esos les damos los diplomas, los parabienes, los reconocimientos, con tal que reconozcan como justo el despotismo que sus maestros ejercen sobre ellos. Y nosotros, los maestros, los doblegamos a la fuerza, sometemos su voluntad de resistencia, los volvemos inútiles, incapaces de vivir, acobardados, sin atreverse a pensar, diciendo sí a todo, amansados, dóciles; y a la violencia que ejercemos sobre ellos la llamamos disciplina, la ensalzamos como buena, valiosa, y decimos que hay que ser muy bueno para vencer el ímpetu de su naturaleza salvaje, que hay que ser fuertes para no ceder a su fuerza, y hay que quererlos mucho para forzar su disciplina y obligarlos a la obediencia. A un profesor así lo llamamos bueno, a la fuerza la llamamos autoridad, a la humillación la llamamos educación, a la violen la llamamos amor. Sí, ya lo decía Orwell: “la paz es la guerra”. Y nos quedamos tan contentos. 
 

             Juan se quedó un momento callado mirando al vacío. Las palabras fluían ahora solas, impulsadas por la inspiración. Y un silencio religioso ponía gravedad en el aula, estremeciendo los asientos.
            -El mundo de Orwell quedó reflejado en una novela: “1984”; algún día tendremos tiempo de estudiarla. Ese mundo es una gran mentira, una enorme aberración, una farsa: contra esa farsa se rebelará Nietzsche, exigiendo enderezar lo que la perversión de nuestra cultura ha retorcido; lo que hemos acabado desnaturalizando. Nietzsche reclamará que vuelva la vida a la cultura; tanto hemos falseado las cosas que habría que reclamar que volviéramos a lo auténtico. Para eso tendrán que caer todas las máscaras. Tanto nos hemos creído dioses que acabamos olvidando que sólo somos humanos: demasiado humanos.
            Juan se pasó la mano por el pelo y se rascó la cabeza. Después se lo alisó acariciándoselo todo, desde la frente hasta la nuca.
            -Volvamos a Kant. En el mundo están las cosas al revés, porque la gente buena es la que sufre y quienes disfrutan son los malvados. Y eso, dice Kant, es absurdo. Demasiado absurdo para no rebelarnos. Pero Kant, que desconfía de nuestros deseos cuando busca una ley universal para la ética, los respeta como derechos sagrados. El ser humano tiene derecho a ser feliz; y tiene el deber de ser bueno. Pero no es justo que la gente buena sea desgraciada. Es como si Kant reconociera que el derecho a la felicidad fuera inalienable.
            Juan los miró serio.
            -Si en esta vida la gente justa no puede hallar la felicidad, tiene que haber otra en donde ésta sea posible. Otra vida: o sea que nuestra alma tiene que ser inmortal, perdurar después de la muerte. Ser feliz siendo justo: o lo que es lo mismo, debe existir dios como garantía de la felicidad; única forma de salvar a este mundo del absurdo en el que se halla. Pero la existencia de dios no se puede demostrar, ni tampoco la inmortalidad del alma: ya lo hemos visto en la crítica de la razón pura. Sin embargo son necesarias. Dios y el alma, inaceptables para la razón pura, son necesarios para la razón práctica: y deben ser postulados, afirmados sin demostración, para evitar que la razón nos lleve al absurdo; a la sinrazón. Dios y el alma deben existir para evitar que la razón se destruya a sí misma. De modo que lo que Kant ha tirado por la puerta (ha dicho algún crítico), ahora lo debe dejar entrar por la ventana.
            “Decididamente, tengo que traerme una botella de agua”, pensó Juan; “hablo mucho y se me reseca la garganta”. Julián, emocionado, abrió el blanco de los ojos en un gesto admirativo. Y cuando iba a preguntar algo Juan terminó su razonamiento.
            -“¿Qué puedo esperar?” Tal era la tercera pregunta de Kant. Puedo esperar que dios exista y que haya una vida después de la muerte; una vida en donde todos podamos ser felices. Ésa es la respuesta. De modo que Kant, que ha sido criticado por no tener en cuenta los anhelos del ser humano, ahora se nos presenta como una persona sensible, horrorizada por la injusticia, preocupada por la felicidad. Kant, el ser inflexible, inhumano y riguroso, aparece aquí dotado de un gran corazón: está lleno de humanidad y, a pesar de toda su flema, es un romántico.
            Se acarició la boca con el dedo índice deslizándose entre los labios; sujetándose el mentón entre el pulgar y el resto de los dedos de la mano. 


            -Kant nació, vivió y murió en la ciudad de Königsberg (antiguamente perteneciente a Prusia, hoy en Polonia: se llama Kaliningrado). Era metódico hasta la exageración, excesivamente riguroso en sus horarios. Salía a pasear siempre a las cinco; hasta tal punto que sus vecinos, cuando lo veían por la calle, decían: “son las cinco”. Pues bien, una persona de costumbres inflexibles se asusta de los imprevistos: por eso quiere controlarlo todo. Pero la vida es por naturaleza incontrolable, y el miedo de Kant le impidió disfrutar de la vida, aceptando que quizá lo más bonito sea lo que escapa a la razón; como harían Bergson y Unamuno, por poner un par de ejemplos.
            Julián se dejó transportar por su propia pregunta.
            -Lo que acabas de decir es extraordinariamente bonito. Se me ponen los pelos de punta con la lucha interior del pobre Kant: su necesidad de encontrar una razón para todo y el reconocimiento de que por encima de la razón está la felicidad; o sea, el deseo: el anhelo más profundo del ser humano. Se me antoja una lucha titánica en la que su pensamiento hizo un trágico esfuerzo: admitir que, adonde no llega la razón, tiene que llegar el sentimiento.
            -Totalmente de acuerdo. Kant no dio ese paso, pero intuyó que habría que darlo.
            Los comentarios de Julián llenaron de sentido aquella clase sobre Kant; la llenaron de belleza, de misterio, y anularon la banalidad de aquellas chicas que acompañaron el debate con ideas hueras y palabras prosaicas. El árbol, mientras tanto, se mecía en el patio y Juan lo miró; y aquellas hojas, no sabía por qué, sembraron calor en su pecho. Juan prosiguió, todavía transportado a una tierra de nadie por el apasionado fulgor de sus palabras; un fulgor tan vehemente como razonado y paciente.
            -Es indudable que la libertad existe. Pero cuesta esfuerzo. Decía Quevedo que:
Libertad ha engendrado
en mi pereza la pobreza.
Kant pensaría lo mismo. La libertad es esforzada, y por lo tanto valiente. Pues bien, si recordáis, actuar libremente es obrar como si nuestras decisiones no nos afectaran, como si no nos dejáramos llevar por nuestros intereses: recordad al juez que tenía que juzgar a su propio hijo como si no lo fuera.
            -Sí –dijo Babiana.
            -Pues bien: aquel que toma decisiones sin tener en cuenta sus intereses es un yo puro. Me encuentro una cartera con dos mil euros. Esa cartera pertenece a alguien que seguramente acaba de cobrar su sueldo, y lo necesita tanto como yo. Si me olvido de mis deudas y devuelvo la cartera, actúo como un yo puro.
            -Eso no lo hace nadie –dijo Babiana.
            -¡Y que lo digas! –coreó Cristina.
            -Si, por el contrario, me quedo con esa cartera para pagar mis deudas, actúo como un yo empírico. Como una persona cuyas necesidades y pasiones influyen en sus decisiones, impidiéndole ser justa.
            -¿Tú qué eres, un yo empírico o un yo puro? –dijo Cristina a Babiana.
            -¡Adivina! –contestó Babiana.
            -A veces actuamos de una forma y a veces de otra –comentó Julián-. No somos siempre la misma persona. Vete a saber por qué. 


            -Somos volubles –dijo Helga.
            -Y que lo digas –prosiguió Juan Luis-. Prosigamos. Nuestra historia arrancaba con una pregunta: ¿qué puedo esperar? En la vida eterna, la felicidad. Pero en esta vida también podemos esperar otras cosas: por ejemplo, que desaparezcan las guerras. A Kant se le ocurrió la idea de una paz perpetua. Para conseguirla habría que crear un gobierno que estuviese por encima de todos los gobiernos; un gobierno de todas las naciones reunidas, algo así como la O.N.U. Daos cuenta de la genialidad; con ciento y pico de años de distancia Kant supo anticipar lo que serían las naciones unidas.
            Juan sonrió.
            -Algunos historiadores dicen que los europeos somos kantianos porque todo lo queremos arreglar con el diálogo; y que los norteamericanos son hobbesianos porque tienen el sentimiento de que las palabras sobran: de que la única acción eficaz es  la guerra. O sea, que los europeos son de Venus y los americanos de Marte: la diosa del amor y el dios de la guerra, respectivamente; lo que es toda una metáfora.
            Al llegar a este punto Helga sonrió; le parecía poética esa manera de expresarse, tan poética como idealista.
            -¡Qué forma tienes de hablar! –dijo-. Parece sacada de una poesía.
            -Yo, no –respondió Juan-; los americanos. Ellos son de Marte y nosotros de Venus.
            -¿No te parece un poco esquemático? –preguntó Babiana.
            -Desde luego; pero, aparte de que eso no lo digo yo (lo dicen ellos), los esquemas sirven para  aclarar las cosas. Un esquema no es más que el esqueleto de un discurso. Mucha gente que escucha lo que otros dicen es incapaz de identificar las líneas maestras, que son las grandes ideas, las ideas principales que sirven de columna vertebral y de costillas al texto; son como los huesos que sostienen el discurso, como esqueletos o andamios que guían el sentido de las palabras y orientan nuestra atención. Decir que los americanos son de Marte y los europeos de Venus es una simplificación, pero nosotros necesitamos entender las ideas simples para comprender luego las otras. Un esquema es un boceto de lo que hemos dicho o vamos a decir; y, como hace el pintor, sobre ese boceto pinta detalles que le hubiera resultado difícil poner si no hubiera tenido el boceto. Es como cuando levantamos un edificio, primero ponemos los cimientos, luego los pilares y las vigas y, por último, lo rellenamos todo con ladrillos, después ponemos los muebles y los decorados.
            -Creo que te estás enredando.
            -Yo creo que no. En selectividad tenéis que comentar textos, y un comentario empieza descubriendo los pilares y las vigas para buscar luego los cimientos; si las palabras no se entienden, buscamos en la época para extraer del contexto lo que necesitamos (hay que saber buscarlo). Sólo entonces podremos empezar a perdernos en los detalles, porque las vigas van dirigiendo nuestro pensamiento hacia unas palabras y no hacia otras, descartando el relleno y centrándonos en las adecuadas; es decir, que las líneas maestras nos sirven de guía para ordenar el resto de las ideas; nos orientan para entender el texto en sus recovecos, para sacar el sentido que duerme en sus escondrijos. 


            Los chicos callaron. La sensación de haber sido entendido le dio una profunda calma. Y en esa calma se solazó su mirada, llevándola a la ventana, e instintivamente contempló el árbol.
            -¿Sabéis? –reanudó después de un momento. El amor y la guerra son hijos de la sociedad; Marte y Venus, por tanto, son hermanos. Kant dio una definición muy acertada de lo que significa vivir en sociedad. Habló de la insociable sociabilidad humana.
            Los retó con la mirada. Sabía que aquella paradoja prendería en sus mentes y esperó las reacciones. Pero, sorprendidos unos y otros, se entregaron a la pereza del pensamiento; pusieron su curiosidad en manos de él.
            -No es difícil. Sentimos necesidad de los demás cuando estamos solos. Y, cuando estamos rodeados de gente, a veces necesitamos estar solos. Vivimos como el péndulo. Que nos movemos, alternativamente, de la soledad a la compañía. Es la única manera que tenemos de vivir.
            Se pasó una mano por el pelo y la detuvo encima de la frente, sobre la que se apoyó para meditar bien.
            -¿Cuántos años tienes, Helga?
            -¿Yo? –Helga se sorprendió, pillada por sorpresa. Y sin que Juan le respondiese contestó-: dieciocho.
            -¿Eres mayor de edad?
Ella miraba, perpleja.
            -¿Por qué?
            -¿Por qué va a ser? Porque tengo dieciocho años.
            -¿Y qué tienen los dieciocho años para hacerte mayor de edad?
            -Pues… no sé… Nunca me lo he preguntado.
            -Babi, ¿tienes tú dieciocho años?
            -No, yo tengo diecisiete.
-Por lo tanto eres menor de edad.
            Babi sonreía, entre desconcertada e insolente.
            -…sí.
            Se encogió de hombros. O más bien, encogió el hombro derecho inclinando la mejilla sobre él mientras esbozaba una sonrisa.
            -Mirad –explicó Juan-. La edad no es un atributo de madurez. Hay países que sólo la reconocen a los veintiuno, y países que te dejan conducir a los dieciséis. Pero un chaval de quince años puede tener más juicio que un hombre de cincuenta. Nosotros decimos que al hacernos mayores empezamos a tener uso de razón. Ahora bien, podemos ser mayores de edad y seguir pensando como chiquillos. Hay quien habla del complejo de Peter Pan, que es lo que les pasa a los chicos que se niegan a crecer, y les gustaría estar jugando toda la vida. Para nosotros hacerse mayor significa dejar de jugar; y en ese contexto ¿quién quiere hacerse mayor? ¡Como si ser niños sólo fuera divertirse! ¡Como si no fuera divertido ser mayor! ¡Como si la mayoría de edad fuera volverse grises y aburridos, perder las ilusiones y no sentir ya ganas de vivir!
Calló un momento. Y mientras callaban sentía que todos los alumnos estaban de acuerdo con él.
-No sé si habéis leído Momo. Es una novela de Michael Ende. Momo es una niña que debe enfrentarse a los hombres grises: la única que, además de hablar, sabe escuchar; la única que conserva la alegría y la vuelve contagiosa; la que vive en el tiempo en lugar de dejar pasar el tiempo, la que gasta el tiempo en lugar de ahorrarlo, la que quiere a los demás y no los abandona mientras piensa en ganar dinero. 

 
Volvió a hacer un silencio para marcar la pausa.
-Eso es Momo. Para la gente que ha crecido (la gente seria), Momo es una niña. No la tomarán en serio. Creen que hacerse mayor es ser importante, y ser importante es olvidarse de vivir. Pero Momo no quiere ser importante. Momo quiere ser feliz. Momo quiere crecer sin abandonar la ilusión y la alegría. Porque ¿queréis saber una cosa? Momo es adulta. No es una niña. Momo sabe pensar, y piensa que vivir es soñar y desvivirse: hacer realidad los sueños. Los hombres grises, en cambio, creen que crecer es dejar de soñar. Hacer realidad los sueños de otros. O mejor aún: trabajar para otros que también han dejado de soñar. No pensar lo que quieres: hacer lo que te dicen que hagas. Aquí es donde viene Kant.
            Helga y Julián se quedaron sorprendidos. Cristina, con su silencio, decía también que quería entender.
-Obedecer es dejar de pensar: cumplir los pensamientos de otro. Kant pensaba que ser menor de edad es no tener entendimiento. Y es verdad. Pero decía también que hay otra forma de ser menor de edad, y es no querer usar el entendimiento que ya se tiene; y la condena. El niño pequeño no tiene la culpa de su falta de entendimiento, pues aún no ha crecido lo bastante. Pero el adulto que es capaz de pensar y no quiere, ése sí que es culpable: no se atreve; es perezso o cobarde, o ambas cosas a la vez. Helga, ¿te gusta leer?
-Un poco.
-¿Qué es lo que lees?
-Me gustan las novelas... También me gustan los libros de autoayuda: libros que te dicen cómo tienes que ser.
-¿Vas a misa?
-Sí.
-¿Vas a confesarte?
-Sí: soy católica.
-¿Por qué?
-¿Que por qué soy católica?
-No: por qué te confiesas.
-Porque es mi obligación.
-¿Quién te obliga?
-La Iglesia.
-¿Y por qué le haces caso?
-Porque creo en dios.
-¿Y dios te pide que te confieses con un cura?
-Claro.
-¿Y tu conciencia? ¿No basta con tu conciencia? ¿Necesitas depender de la conciencia del cura?
-Tampoco te pongas así. Las cosas no son tan extremas como te parecen.
-Bueno, dejémoslo... Ah, sí, otra cosa! ¿Qué haces cuando quieres adelgazar?
-Voy al médico.
-¿Al médico?
-Sí, al médico. Bueno, no un médico cualquiera: un nutricionista; alguien que entiende del asunto, un endocrino; yo no me pongo en manos de cualquiera. 


-Ya. Kant hablaba de lo complicado que es pensar: es más fácil que piensen por ti; así no tendrás que tomar decisiones, bastará con obedecer a quien manda; y si la cosa no marcha tú no serás nunca responsable, la culpa será siempre de otro. Del que piensa; del que te manda lo que tienes que pensar y hacer. Porque, o nos da pereza o no nos atrevemos. Lee, y el libro pensará por ti. Hazle caso al cura, y el cura pensará por ti. Vete al médico, y el médico pensará por ti. –Helga gesticulaba intentando hablar, pero Juan no la dejaba; seguía hablando sin dejarla justificarse-. Necesitamos muletas, porque estamos cojos. Y no nos damos cuenta de que estamos cojos porque tenemos muletas. Los libros, los curas y los médicos son nuestras muletas. Nuestros tutores. Ellos hacen nuestro trabajo para que podamos vivir en la pereza. ¿Pero sabéis lo que hacen los tutores? Nos engañan. No nos dejan andar sin muletas. Y luego nos asustan, avisándonos de lo peligroso que es atreverse a andar solos. Así dependeremos siempre de ellos. Y no quieren que sepamos caminar. ¿Sabéis cómo se aprende a caminar?
-Tú dirás.
-Tropezando. Pero ellos no nos dejan tropezar: dicen que para que no nos caigamos; en realidad es para que no aprendamos. Porque si nos caemos y nos hacemos daño, eso nos servirá de escarmiento.
Helga protestó de nuevo y explicó que ni el médico ni el libro eran para ella unas muletas. Él le contestó que ya no sabía; pero estaba exagerando (siempre con medida) porque exagerando se entienden las cosas mejor; era una técnica para motivar al alumno.
-Pues bien -prosiguió-, resulta que a trabajar se aprende trabajando; y a caminar se aprende caminando. Nuestra reforma educativa (la L.O.G.S.E.) lo dice bien claro: hay que aprender de nuestros errores. Si nos equivocamos acabaremos aprendiendo; y si no hemos aprendido será porque no nos hemos atrevido a errar. Nos falta valor. O nos sobra pereza. ¿Sabéis cómo llamaba Kant al valor de pensar por sí solo?
-¿Cómo? –preguntó Cristina.
-Ilustración. “¡Sapere aude!”, decía Kant: “atrévete a saber”. Es una frase de Horacio, y en Kant esa frase se convirtió en el lema de la Ilustración.
Juan Luis sacó un paquete de pañuelos y se limpió la nariz. No se atrevió a sonarse, porque siempre temía que se le quedase alguna hebra entre los pelos; y le daba vergüenza ir así por todas partes, sin tener un espejo con el que poderlo corregir. Pero sentía humedad cayendo sobre el labio y tenía que enjugarla; eran cosas que pasaban cuando hacía frío; también cuando venían las alergias, en primavera; pero en primavera era más aparatoso.
-Dos cosas hacen falta para que haya ilustración –prosiguió-: ante todo libertad; y luego esfuerzo. Libertad: si hay censura no se puede hacer un uso público de la razón. Kant aprovechó para reclamar a los reyes que se hicieran ilustrados. La majestad, decía, se destruye cuando se empeña en controlar las opiniones de los súbditos; cuanto más liberal es el gobierno, más majestuoso. Si volvemos la frase por pasiva se vuelve más dura; pues viene a decirnos que, cuanto más despótico, más despreciable (menos majestuoso); o lo que es lo mismo: la tiranía no se merece el respeto de nadie.
Juan constató, una vez más, que no tomaban apuntes. Tan solo Julián escribía en su cuaderno de vez en cuando. Muy de vez en cuando. Sin desgastarse mucho, ¿eh?, que eso cansa. 


-De modo que es necesaria la libertad, dice Kant. Pero también el esfuerzo. Sólo se sale de la barbarie gracias al esfuerzo. El esfuerzo es el triunfo sobre la pereza. El valor es el triunfo de la libertad. Hay perezosos que son libres, y eso los arruina. Y perezosos que son cobardes, y eso los deprime. Quien esconde su miedo en la falta de libertad vive en un sueño ilusorio; pues llega a creerse que, si fuera libre, sería valiente. También la pereza es escuda en la opresión. “¡Si a mí me dejaran!”, dicen muchos; “si a mí me dejaran, cuántas cosas haría; pero no me dejan”.
Juan volvió a secarse la nariz, que parecía gotearle de nuevo; como antes, volvió a dejar el pañuelo en su bolsillo.
-Kant dice que la naturaleza humana es el progreso. Dejar de pensar sería renunciar a progresar, y eso sería antinatural: por eso es necesaria la ilustración. Ilustración, recordémoslo, es utilizar el propio entendimiento sin la guía de nadie, sobre todo (dice Kant) en materia de religión.
Otra vez se sacó el pañuelo. Los cristales, delante del árbol que había tras la ventana, estaban empañados.
-Hay que distinguir con Kant entre un uso público y un uso privado de la razón. Cuando digo lo que se espera de mí en razón de mi cargo, hago un uso privado: el profesor que explica a Kant en lugar de criticarlo, el militar que obedece las órdenes, aunque no las comparta; el cura ateo (tal un San Manuel Bueno) que habla de dios porque es cura, porque se lo exige su oficio, aunque no crea en él. Y aunque haya miles de fieles escuchando seguirá siendo un uso privado de la razón. Es la iglesia y la iglesia es un lugar privado, el lugar de los creyentes; no el de los agnósticos y los ateos.
-Perdona, Juan –dijo Cristina-: ¿dices que la iglesia es un lugar privado?
-No lo digo yo. Lo dice Kant.
-El cristianismo es el credo de la mayoría de los españoles.
-Y no sólo el cristianismo, sino una de sus corrientes: la católica; no, por ejemplo, los ortodoxos ni los protestantes.
-¿Y cómo puede ser privada una iglesia si es el lugar donde se reúnen todos?
-No todos, Cristina. No sé ni siquiera si son casi todos, no conozco las estadísticas; pero se trata de la mayoría.
-¿Entonces?
-Entonces lo que no es de  todos,  no es de todos; es sólo de una parte, aunque sea una parte muy numerosa.
-¡Me parece que exageras! –Cristina hizo un gesto de protesta, abriendo algo los brazos.
-Mira, supón que voy a hacer una peña del Real Madrid. Supón que pongo un anuncio y se apuntan casi todos. Supón que pongo unos locales enormes en cada pueblo ce España. Esos locales no serán públicos porque no son de todos: son sólo de mi peña, de la peña del Real Madrid; ni del Hércules, ni del Barça, ni del Atlético de Bilbao. Serán unos locales privados. Aunque vaya mucha gente. Esos locales serán de muchos, si me apuras de la mayoría; pero no serán de todos.
Cristina movía la cabeza hacia abajo y hacia arriba, obligada por la razón a mostrarse conforme.
-Pero si el profesor habla de Kant en un lugar público y no habla como profesor, sino como ciudadano; si el militar habla del ejército y el sacerdote de la Iglesia en esas mismas circunstancias: entonces estarán haciendo un uso público de la razón; entonces ya no estará limitada su libertad por las obligaciones de su cargo; entonces su pensamiento será libre, razonable y diáfano.
Como tenía por costumbre, Juan hizo un silencio para marcar una pausa; un cambio de tercio, un punto y aparte. 


-Si hablamos de las luces es para enfrentarlas al oscurantismo. Las luces del siglo XVIII. Es oscurantismo de la Edad Media: por lo menos en su primera parte. Kant es precavido y dice que su época no es una época ilustrada, sino una época de ilustración. Empieza a salir de la superstición, de la ignorancia, del oscurantismo, pero todavía no ha llegado a ser ilustrada. Está liberándose gracias a la razón, pero todavía no se ha liberado del todo. Pues bien, la ilustración no es un proceso rápido. No se logra con revoluciones, sino con un esfuerzo continuo y un continuo progreso. Una revolución cambiará un sistema político, pero nunca cambiará las mentes; persistirán los prejuicios, y aparecerán prejuicios nuevos; pero no podrá cambiar los modos de pensar. Miró Quesada, que es un filósofo kantiano, lo resumió en pocas palabras: con una revolución podrán cambiar las estructuras pero no las vigencias; las vigencias sólo cambian con un progreso continuo y gradual.
Carraspeó un poquito; le picaba algo la garganta.
-Lo que le interesa a Kant no es un cambio de estructuras, sino un cambio de mentalidad; tomar conciencia de que hay que obedecer menos y empezar a pensar; le preocupa, en suma, la libertad espiritual. Para lograrlo hacen falta espacios públicos para la razón, lo que Kant llama libertad civil. Pero ésta no es un requisito para la libertad espiritual, al contrario: cuanto más se libera el espíritu más se van liberando los espacios para pensar. El espíritu se abre camino, arrastrando consigo la libertad civil: viceversa. En la España de los sesenta se pensaba libremente antes de que se reconociera la libertad de opinión; se editaban libros atrevidos antes de que existiera la ley de prensa; se daban conciertos y recitales de protesta antes de que existiera la libertad de reunión. El pensamiento fue creando zonas de libertad, y esas zonas potenciaban un pensamiento que más libre, y éste multiplicaba cada día las zonas de libertad: hasta que ya la policía, y la censura, no tuvieron más remedio que reconocer en las leyes lo que ya se practicaba en la calle, a pesar de las restricciones que el poder le había impuesto a la libertad.
Estaba a punto de sonar el timbre. Juan, por su lado, estaba a punto de concluir. Se decía a sí mismo, mientras hablaba, que aquella clase (como otras muchas) era un continuo monólogo. Que no era un diálogo con los alumnos. No podía serlo, porque él debía transmitirles sus conocimientos y sólo podía hacerlo mediante el monólogo (salpicado, eso sí, de conatos de diálogo). Por otra parte los alumnos tampoco estaban muy participativos. Y Juan, que no paraba de hilvanar ideas en su cabeza, tampoco estaba para que participaran; hay momentos en que se opta entre centrarse en las ideas o en la dinámica del grupo; y otros momentos en que, por distinta dinámica, la génesis de las ideas es inseparable de la participación.
-Hemos llegado al final –dijo por fin-. Habréis observado que Kant, desde la razón pura, tanto especulativa como práctica, va preparando el terreno para la libertad, asociada con la cultura. El texto que acabamos de comentar es una respuesta a la pregunta: “¿Qué es la Ilustración?” Es el texto que está en el temario; para la prueba de selectividad. Habéis escuchado sus ideas durante algunos de días. Habéis tenido tiempo de familiarizaros con él. Lo que él ha querido decirnos está en las últimas líneas de este texto: y es que el ser humano, que en su tiempo era poco más que una máquina, debe llegar a ser persona, conquistando sus derechos. Que logre, y ésta es la enseñanza de Kant, sembrar el respeto por el mundo porque en él está la semilla de su dignidad.