viernes, 28 de agosto de 2020

¿ESTÁN VIVOS LOS VIRUS?

 

¿ESTÁN VIVOS LOS VIRUS?

  


1. Planteamiento del problema.

             Los biólogos no se ponen de acuerdo sobre lo que son los virus. Para unos, están hechos de materia viva; para otros, no. Las funciones básicas de la vida son nutrición, relación y reproducción. El lugar más pequeño donde se desarrollan esas funciones es la célula. Pero los virus no son capaces de reproducirse solos, por lo tanto no son células; y según la teoría celular, tampoco son seres vivos.

            Los virus son ácidos nucleicos rodeados de proteínas; son, pues, material genético (ADN o ARN) protegidos por una cubierta proteica a la que llamamos cápside; y cuando se encuentran en libertad, es decir solos, fuera de las células a las que infectan, los cubre una segunda capa, esta vez de grasa, que los protege y aísla: la misma bicapa lipídica que forma la membrana de las células; la envoltura vírica. La forma de los virus es variada; algunos son poliedros casi perfectos, y por ejemplo el VIH es un icosaedro; otros son helicoides. Pero hay seres todavía más simples que los virus; por ejemplo los priones, que están hechos de una sola proteína; o los viroides, que contienen sólo una cadena de ADN.

            Los virus necesitan nucleótidos y otras biomoléculas para poderse reproducir; por eso necesitan meterse dentro de una célula, para obligarla, con sus materiales celulares, a producir materiales víricos; es como construirse una casa con los ladrillos de otro; yo tengo cemento, yeso, agua y herramientas, pero me faltan ladrillos: entonces se los quito a otro para construir mi propio edificio; y, no contento con meterme en su casa, lo obligo a trabajar para mí; en vez de dejarle hacer las cosas que él necesita lo obligo a hacer las cosas que necesito yo; en una palabra: lo esclavizo; para decirlo en términos biológicos: lo infecto.

            Los virus son parásitos (o sea piratas) porque son débiles; porque lo necesitan; tienen una maquinaria reproductiva que necesita, para funcionar, ácidos nucleicos, nucleótidos y otras moléculas, pero ellos sólo tienen nucleótidos: ¿de dónde sacan lo que les falta? Se lo quitan a las células. Es como si yo tuviera un coche con todo lo necesario menos la caja de cambios; la tendría que sacar de algún sitio.

            Por lo tanto los virus son malos por necesidad. Al decir “malos” no podemos darle a ese término ninguna connotación moral, sino que les hacen cosas malas a sus huéspedes, lo que no significa necesariamente que tengan intención de hacer el mal; tienen necesidades que sólo pueden satisfacer haciendo daño a los demás y por eso son parásitos. Las células, en cambio, tienen todo lo que necesitan y por eso no hacen daño, no atacan, no infectan, pueden permitirse el lujo de colaborar entre ellas para hacer cosas mejores de las que hacen; para perfeccionar el fruto de su acción. 



            En otro lugar he propuesto una teoría para intentar explicar el mundo. No es una teoría científica, porque no se apoya en experimentos; es una teoría filosófica. Pero si tiene fuerza explicativa debería ser capaz de resolver problemas como el de los virus: para ello habría que definir la vida de otra manera. Nitezsche y Schopenahuer lo hicieron. Para el segundo, la vida, y en general el mundo, eran voluntad (pero esto no nos sirve, porque si ano aclaramos lo que entendemos por voluntad no podremos distinguir la materia viva de la inerte); para Nietzsche la vida era voluntad de poder, algo así como un espíritu de superación; Aristóteles afirmaba que la diferencia entre los seres vivos y los muertos era que los primeros tenían alma, con lo que el alma se convertía en fuente de movimiento, y por lo tanto en fuerza que los producía. Hay biólogos que aseguran que, más allá de la bioquímica, la vida está hecha de fuerza vital. El problema es que no aclaran lo que es esa fuerza, ni por qué surge, ni de dónde proviene; es una especie de deus ex machina que, como el monolito de 2001, se mete dentro de las cosas y las anima.

            Vamos a suponer que la bioquímica es necesaria para la vida. Necesaria, pero no suficiente. Así como hace falta que haya nubes para que llueva pero eso solo no basta, así también para que haya vida son necesarias moléculas orgánicas pero se necesita algo más. Una proteína, por sí misma, no sería vida (un prión); una cadena de ARN (es decir un viroide) tampoco; ni la proteína asociada con el ARN (un virus); es decir, no serían vida sólo por contener moléculas orgánicas. ¿Qué les hace falta a las biomoléculas para que estén vivas? Ese plus que necesitan ¿lo tienen los priones, los viroides y los virus? Si lo tienen, serían seres vivos. Si no lo tienen, no lo serían. Según la teoría celular, los virus no serían seres vivos porque son estructuras algunas de las cuales no pueden cumplir su función. Pero según la hipótesis que estamos planteando aquí lo serían sólo si contienen ese plus que les hace falta para vivir; porque hay seres que no funcionan solos y se asocian con otros para funcionar; por eso hay simbiosis, saprofitismo y parasitismo. Antiguamente se pensaba que la materia estaba viva porque se metía dentro de ella el fuído vital, el pneuma que se encuentra en el aire; lo decía Hipócrates y lo rubricaban los estoicos.

            Veamos. Una necesidad es una estructura lógica de complementariedad donde uno tiene lo que le falta a otro. Los átomos tienen una capa externa donde debe haber ocho electrones: ni uno más, ni uno menos. Si hay un átomo que sólo tiene seis (como el oxígeno) y otro que tiene sólo dos (el hidrógeno tiene uno), se unen dos hidrógenos con un oxígeno y entre ambos crean una nube electrónica de ocho unidades; al hacerlo, dan origen al agua. También el virus tiene una estructura de ácidos nucleicos y nucleótidos en la que faltan los nucleótidos: los toman de las células y ya está; entre ambos completan la estructura; pero al hacerlo, el virus mata a la célula; los átomos, sin embargo, cuando se unen no se matan el uno al otro: se ayudan, se completan, se equilibran.

            Las fuerzas de la naturaleza inorgánica son tendencias. El hidrógeno tiende a unirse con el oxígeno, el cloro con el sodio (porque tienen electronegatividades opuestas) y los metales tienden a juntar todos sus electrones en una nube que los rodea. La tendencia se caracteriza por la repetición, y la repetición se manifiesta en la causalidad: las mismas causas producen los mismos efectos, y siempre que un imán se acerque al hierro acabará atrayéndolo; necesariamente; es un fenómeno que se repite siempre.  

            La primera forma que adopta la necesidad en la naturaleza, la más elemental y simple, es la tendencia; es decir las estructuras repetitivas, la causalidad. La necesidad es una estructura incompleta de carácter complementario. Las tendencias, por ser repetitivas, no tienen historia, o, si la tienen, esa historia no tiene sentido: o son reversibles o no tienen destino, y hay una flecha del tiempo que no sabe adónde va; si tiene alguna guía, esa guía, sin duda, es el azar. Podemos contar la historia de una planta y hasta la de un virus: ¿qué significado tendría  que contásemos la historia de un electrón?


            La necesidad, a la que hemos calificado de complementariedad incompleta, cuando, por efecto de la repetición, se convierte en causalidad, es la primera forma de espontaneidad, de automatismo o inercia que existe: la llamamos anataxia, porque es el momento del contacto; un contacto hecho presencia o planteado, en la tendencia, como posibilidad; un contacto programado.

            Pero la necesidad sube escalones para manifestarse en niveles más complejos que la causalidad: el escalón que está por encima de ella es la finalidad; la finalidad está hecha como esas gradas de los estadios cuyos escalones altos se descomponen, en algunos tramos, en peldaños menos altos; el escalón de la finalidad se descompone en dos niveles, y asciende por uno para llegar al otro; el primer nivel es la teleonomía; el segundo, la teleología. La teleonomía es la finalidad que obliga a avanzar a muchos seres sin haberla buscado; es como estar obligados a buscar una meta impuesta, como las arañas, que fabrican su tela sin querer, movidas por su propia naturaleza, o como las plantas, que hacen la fotosíntesis sin saber por qué. La teleología es la finalidad buscada con la conciencia, como el perro, que sabe lo que hace cuando busca comida.

            Está claro que los virus sufren esa forma de impulso que llamamos tendencia. Pero también son seres teleonómicos, porque buscan las biomoléculas que les faltan, aunque no van, sino que se dejan ir; no van a buscarlas porque no tienen conciencia de lo que hacen, se dejan llevar. Pero ¿cuál es la fuerza que los lleva? No puede ser la tendencia, porque la tendencia no tiene finalidad: la mueve una causa, un motivo, tal vez un motor, pero no un destino, no una meta a la que quiera llegar. Diríamos, sí, que el objeto del átomo es conseguir el octeto, rellenar su última capa con ocho electrones, pero eso no es verdaderamente finalidad: es complementariedad, porque es repetitiva, continuamente idéntica a sí misma, y nunca puede cambiar: por eso podríamos decir que es como si no estuviera dentro del tiempo.

La finalidad es otra cosa: es búsqueda; no es ser expulsado de una realidad incompleta hasta que el azar la complete, sino ser atraído por una meta; al principio es una atracción ciega, como si tirara de nosotros un imán: es la teleonomía; y luego (teleleología) esa atracción se convierte en búsqueda, en intención, en conciencia.

La necesidad se manifiesta, pues, sucesivamente en contacto y tendencia (los átomos), atracción (los tropismos de las plantas) y búsqueda (cuando el gato se pone a cazar). A la fuerza que nos atrae podríamos llamarla instinto; y al gato que caza, además del instinto, lo mueve la conciencia: que no consiste sólo en saber, sino en un saber que nos empuja, que nos lleva, que nos arrastra.

La tendencia es la fuerza del contacto; el instinto, la fuerza de atracción (pero no, claro, de los imanes, porque en los imanes sólo es una manifestación atómica de la tendencia); y la conciencia, la fuerza de buscar. Atracción y búsqueda. Tendencia, instinto y conciencia.

La conciencia y el instinto conforman la lucha por la existencia. Es el mundo de Darwin, el mundo de la adaptación. También lo guía el azar, pero es el mundo del tiempo, no de la repetición; además el azar es el modo como el tiempo despliega la lógica en el mundo, buscando para cada cosa que se presente su ocasión. El problema de existir es el problema de la evolución. Los seres que quieren existir se resisten a la muerte, están guiados por un instinto de supervivencia. Podríamos emplear la metáfora del erotismo, platónicamente entendido como un instinto que busca su media naranja, como si hubiéramos sido partidos en dos y anduviéramos por el mundo en busca de nuestra otra mitad. Si empleamos esa metáfora, podríamos decir que el erotismo es un instinto (una necesidad de completarse, pero en el tiempo; una exigencia de llenar lo que nos falta, de ocupar nuestro vacío hasta satisfacerlo, una exigencia de plenitud); el erotismo, pues, es un instinto que busca su ocasión y a eso lo llamamos vida. El erotismo es esa fuerza vital que aparece como deseo, y, cuando encuentra obstáculos para satisfacerlo, lucha. El deseo y la lucha son las dos caras del instinto, las dos formas que tiene el contenido del instinto (su naturaleza o esencia) de venir a la existencia, de manifestarse en ella, de volcar nuestro ser. 



Pues bien, a partir de la anataxia, que es el mundo de la causalidad, surge, con la finalidad, el mundo de la teletaxia, que es la anataxia volcada en los moldes del tiempo: eso es mucho más que la repetición; el tiempo cambia pero la repetición nos conserva idénticos: es, dentro de la naturaleza, el mundo de la historia, la historia de una lucha, la lucha por la vida. Luego los seres vivos toman conciencia de sí mismos y es la aparición del ser humano: al que muy bien podríamos llamar autoconciencia. A la teletaxia humana la podríamos llamar lucha humana por la existencia, que es el momento culminante de la evolución. Cuando ya la humanidad va capturando sus ocasiones en el mundo, se asienta en ellas y puede preocuparse sobre todo por desarrollar su propia esencia, y eso ya no es lucha por existir, sino lucha por ser, o lo que es lo mismo: lucha por consistir, por desarrollar, en contra del mundo, su propia naturaleza. Sin olvidar la necesidad de adaptación que tiene, porque siempre habrá problemas que resolver con nuestro entorno, podremos preocuparnos por nuestro desarrollo, que es completar nuestra naturaleza inacabada, encontrar nuestra media naranja, recobrar lo que hemos perdido, y es la escalera que nos lleva a la plenitud. Ahora se trata de mejorar nuestra naturaleza, nuestro ser, y el instinto, más que un deseo de encontrar sitio en el mundo, es un impulso al desarrollo, un deseo de llegar a ser, de encontrarse a sí mismo: a eso lo llamamos televida. Lo que empezó siendo instinto de conservación acabó siendo, lo era desde el principio pero de forma larvada, un entusiasmo sentido como instinto de plenitud; y quien dice instinto dice impulso, claro está, porque el uno contiene al otro.

Los virus, como tienen átomos y moléculas, tienen tendencias y los mueven las fuerzas de la causalidad. Pero sus moléculas tienen finalidades teleonómicas y no pueden ser solamente materia inorgánica; el material genético sirve para reproducirse, las proteínas sirven a los ácidos nucleicos, y las grasas sirven de cubierta de protección: es indudable, pues, que los virus tienen teleonomía. Y como la teleonomía es esa fuerza de atracción a la que llamamos instinto, los virus tienen como mínimo instinto de supervivencia. Es el que los impulsa a infectar las células para arrebatarles el material que necesitan, aunque sea a costa de destruirlas.

El instinto de supervivencia es el impulso de adaptación al mundo; y adaptarse quiere decir en este caso dejarse llevar hasta las células que tienen los materiales que los virus necesitan para vivir; no llega a ser una búsqueda, porque los virus no tienen conciencia, pero es mucho más que una tendencia; es esa forma de finalidad en la que se sienten atraídos por la meta aunque no sepan buscarla; no hay intención, no puede haber búsqueda porque no hay conciencia: es teleonomía.

Esa fuerza que hay entre la tendencia y la conciencia es el instinto en su forma más elemental y primitiva. El instinto de supervivencia no está contenido en ninguna estructura cerebral porque no la tiene; el virus no tiene información ambiental pero sí genética. La única información ambiental le viene de la tendencia, y de las presencias celulares que lo atraen a más o menos distancia de él. La vida, aquí, ya no sería definida por la nutrición, la relación y la reproducción, sino por el instinto; y hay una escala de instintos desde los más primitivos hasta los más elaborados; los más primitivos de todos estarían, quizá, en esa zona de nadie en donde sería difícil distinguirlos de las tendencias; que la estructura reproductora estuviera incompleta no sería óbice para que el organismo no tuviera vida; como no lo es el que el alga o el hongo no puedan vivir por separado, sino asociándose en el liquen. La vida aparecería cuando la causalidad se integra en la finalidad, cuando el instinto emerge sobre la tendencia, y esto, seguramente, es lo que hacen los virus: por lo tanto, los virus son seres vivos.

 


2. Sintetizando.

 

            La fuerza de contacto se desglosa en tendencia y atracción.

Tendencia es cuando un átomo con cinco electrones en su capa de valencia se inclina por la unión con otros átomos; átomos que le proporcionen los tres electrones que le faltan para completar el octeto; de modo que el octeto es la plenitud, puesto que un octeto lleno proporciona a los átomos el equilibrio de los gases nobles; y ese equilibrio se consigue con la unión de los iones. Tendencia es lo mismo que inclinación. La tienen los cuerpos que están demasiado alejados entre sí.

Atracción es la fuerza que empuja a los cuerpos a unirse unos con otros. Esta fuerza tira de nosotros desde fuera (como cuando un átomo nos arrastra hacia su órbita) y nos empuja al mismo tiempo desde dentro (pues ese átomo atraído por otro no le respondería si desde dentro no lo moviera la estructura que se completa con él). También nos puede empujar desde fuera, y es entonces un movimiento forzado; la unión de una atracción y un empuje complementario coordinado produce un movimiento natural; si por el contrario un átomo es sometido a la atracción de otro y al mismo tiempo al empuje de un tercero, el movimiento resultante será el que tiene mayor fuerza, y si vence el empuje exterior podemos hablar de movimiento forzado.  Resumiendo:

Atracción  es la fuerza que tira de nosotros desde fuera.

Empuje interior es la fuerza que nos orienta hacia otra fuerza que nos atrae.

Empuje exterior es la fuerza que nos orienta hacia fuerzas que no nos atraen.

Las inclinaciones de los cuerpos se convierten en atracciones cuando se acercan tanto los unos de los otros, que sus inclinaciones complementarias entran en contacto y generan un campo de fuerzas; o lo que es lo mismo, producen movimiento.

            La tendencia y la teleonomía son ambas atracción de formas complementarias que están separadas y, porque se completan, tienden a unirse; pero mientras que en la tendencia esa unión se da fuera del tiempo y es siempre idéntica, en la teleonomía el resultado puede variar porque se dan fuera de él. La unión de oxígeno e hidrógeno dará siempre agua, mientras que el ojo verá cosas distintas según el lugar y el tiempo desde el que mire. La tendencia es causalidad porque lo que atrae a un átomo hacia otro es la imagen especular que el otro tiene de él, y su unión dará el mismo resultado por mucho que se repita; podemos decir, entonces, que la atracción causal es una finalidad con resultado predeterminado (las mismas causas producen los mismos efectos); pero a la teleonomía la llamamos finalidad porque el resultado de lo que el ojo ve y de lo que el mundo muestra es distinta cada vez que el ojo mira.

 

            La teleonomía se manifiesta al menos a través de tres estadios sucesivos: la atracción, la sensibilidad y el instinto.

            La atracción es la necesidad de completarse en el tiempo. Estamos hablando aquí de una atracción teleonómica, no de una atracción causal. La atracción del ciervo macho por la hembra produce duelos entre machos en los que no se sabe de antemano cuál será el vencedor (si el duelo se hubiera producido media hora antes tal vez el que ha ganado hubiera resultado perdedor); y cuando se aparean el macho y la hembra nacerán crías diferentes en cada unión, según la forma en que se han combinado los genes (leyes de Mendel). En la atracción teleonómica podemos decir que la necesidad se ha transformado en azar. Podemos dudar de que los tropismos de las plantas sean fenómenos causales o atracciones teleonómicas.



            La sensibilidad es la aparición de placer o dolor en esta necesidad. El oxígeno no sufre cuando está buscando los electrones que le faltan, pero el gato en celo, si no encuentra a la gata, sí. El orgasmo es una descarga de placer durante la reproducción y el hambre es un sentimiento de dolor cuando uno no come. Los tropismos vegetales no parece que sean atracciones placenteras o dolorosas, serían atracciones teleonómicas sin sensibilidad.

            El instinto es la memoria de las distintas necesidades en nuestro cerebro. El instinto sexual empuja a los animales a buscarse, utilizando estrategias de seducción; y a veces, como en la mantis, el instinto empuja a la hembra a comerse al macho después de realizada la cópula. Un instinto es una atracción sensible almacenada en la memoria de la especie.

 

            Cuanto hemos visto nos mueve a considerar que los virus poseen una complementariedad lógica que, físicamente, es una tendencia, pero también una estructura teleonómica; y dentro de la teleonomía, serían atracciones donde la necesidad se ha convertido en azar, pero no parece sensato atribuirles sensibilidad ni mucho menos instinto. Lo mismo podemos decir de las células, con una salvedad: puede que las células tengan sensibilidad pero no instintos (porque no tienen cerebro); las células serían, pues, más perfectas que los virus, y si las células son seres vivos, ¿dónde empieza la fuerza vital? ¿Empieza con las atracciones aleatorias? Entonces los virus serían seres vivos. ¿Empiezan, por el contrario, con la sensibilidad? En este caso sería imposible atribuirles vida.

            Parece que la fuerza vital no empieza con la causalidad, sino con la teleonomía; y habría varios grados de intensidad, sutileza y organización en la naturaleza de esa fuerza; Habría fuerzas vitales atractivas, sensibles e instintivas; y corresponderían a tres tipos distintos de formas de vida, desde el más primitivo al más elaborado y evolucionado.

 

3. Conclusión.

 

            Desde aquí podemos postular, como conclusión, que los virus son materia viva; y lo son porque, además de moléculas orgánicas, poseen necesidades que van más allá de los impulsos: son atracciones; sus movimientos no son sólo automáticos, además se despliegan en el tiempo. A las fuerzas que se despliegan en el tiempo las llamamos fuerzas vitales: luego los virus están vivos. Si esas fuerzas vitales contuvieran sensibilidad serían capaces de experimentar alguna forma de placer y dolor (más que placer, sería el bienestar del equilibrio; más que dolor, el malestar de no estar donde se debería estar); pero, aunque no la tengan, estarían movidos por una energía de conservación que sería más que el impulso de los átomos, pero menos que el instinto; y no lo podríamos llamar instinto porque los virus no tienen un encéfalo donde almacenar la memoria de esos impulsos (los instintos son pautas fijas de acción almacenadas en el encéfalo).

            Se hace necesario, entonces, distinguir una forma de impulso que va más allá de la tendencia causal; frente a la tendencia a la conservación (propia de la materia inorgánica) estaría el impulso de conservación, que sería más que una tendencia, pero menos que un instinto; el instinto de conservación lo tendrían sólo los animales con algún tipo de capacidad cerebral, por pequeña que ésta fuera; el mundo vegetal tendría también, al igual que los virus, impulso de conservación, no instinto (pues es sabido que los vegetales no tienen encéfalo).

            Así, pues, los virus son seres vivos que se caracterizan por estos tres rasgos:

 

(1)   Experimentan atracciones teleonómicas (la fuerza de atracción es repetición mineral invertida en el tiempo de la vida).

 

(2)   Es posible que esa fuerza contuviera algún tipo de sensibilidad primitiva, entre el equilibrio insensible de la materia orgánica y el placer y el dolor del mundo animal, y la podríamos llamar bienestar protosensible (o, simplemente, protosensibilidad).

 

(3)   Y estarían dotados, además, de impulso de conservación.

 

Esa forma de vitalidad caracterizada por la atracción, la protosensibilidad y el impulso de conservación sería ya una fuerza vital: atractiva y protosensible, pero no instintiva. La sensibilidad básica del placer y el dolor, sobre todo en su forma primitiva, está situada en cada una de las partes del organismo, no en un órgano central (que sería el encéfalo); también en el resto de los animales el placer y el dolor se encuentra diseminado por todo el cuerpo: en la piel, en los huesos, en las vísceras y en el resto de los órganos. Sólo hay una diferencia: que los receptores alguedónicos son células nerviosas y habría que suponer que hay una forma de sensibilidad que pudiera experimentarse en ausencia de neuronas: por lo tanto, en ausencia de células; y, como sabemos, los virus no sólo no contienen células, sino que ellos mismos no llegan a ser células.

Las tesis (1) y (3) no presentan, posiblemente, mayores dificultades; el problema estaría en la tesis número (2), porque nos obligaría a encontrar evidencias científicas de que puede haber sensaciones sin neuronas; y las neuronas, como todos sabemos, son, de momento, los centros generadores de la sensación.

 


 

 

 

 

viernes, 21 de agosto de 2020

VERDI SOBRE LOS PASOS DE MACHADO

  

VERDI SOBRE LOS PASOS DE MACHADO 

            Unos días más tarde reanudó esta conversación que había sido interrumpida por el timbre; y lo hizo con un poema de Antonio Machado.

   Al olmo viejo hendido por el rayo

y en su mitad podrido,

con las lluvias de abril y el sol de mayo,

algunas hojas verdes le han salido.

            -¿Qué dice? Está describiendo el viejo árbol. Lo pinta en el Duero, cuyas orillas tanto ha cantado el corazón del poeta; lo pinta con un ejército de hormigas trepando por sus ramas secas; cubierto de telarañas en su hueco corazón, abierto el pecho al abismo de sus entrañas huecas; cubierto de musgo en su corteza blanca, el tronco carcomido; lo pinta desolado, solitario y desierto, sin los pájaros que anidan en su regazo con sus hermosos trinos. Lo derribará el hacha, el carpintero lo convertirá en yugo; arderá en la hoguera de alguna mísera caseta; lo arrancará la tormenta, lo tronchará el vendaval; lo arrancará el río, atravesando los valles, y lo empujará hacia el mar. Pero le han salido brotes verdes en su retorcida corteza, en el corazón abierto, en el pecho herido; y eso ha hecho temblar el corazón del poeta.

   Mi corazón espera

también, hacia la luz y hacia la vida,

otro milagro de la primavera.

            Levantó la vista con el libro todavía abierto. Volvió a mirar a los chicos, que miraban, unos con brotes verdes en los ojos, otros con la mirada seca, el pecho mudo, el corazón vacío.

            -Ya hemos visto lo que nos dice el poeta. Pero ahora nos preguntamos: ¿qué es lo que nos quiere decir? Para responder a esta pregunta tenemos que saber lo que hace. Y lo que hace es estremecerse con las palabras. No escribe describiendo simplemente las cosas que ve, como lo haría un científico; escribe poniendo sentimiento en ellas, de modo que cada una le haga vibrar; y el lector vibra, al leer, como vibraba el poeta en el momento en que lo escribía. No es un científico, es un poeta; en sus palabras no hay que buscar la verdad, sino la belleza. La verdad pudo ser sólo un punto de partida. ¿Vio realmente este olmo cuando se puso a escribir sobre él? Probablemente sí, pero no lo sabemos; pudo ser una idea que se había ocurrido; o un olmo antiguo, que le vino a la memoria a instancias del corazón. Vete a saber… Pero lo que importa no es si vio de verdad este olmo; lo que importa es si se acercó a él con la belleza en la mano; si consiguió estremecer con sus palabras cuando la visión del árbol a él mismo lo estremecía.

            -Desde luego –contestó Ilse; y su voz parecía tímida.

            -¿Cómo lo consigue? ¿Qué hace con las palabras? Las distribuye armoniosamente, como si fueran manchas de color, y su pluma es el pincel que va ordenándolas en un cuadro; las cosas, hechas sustantivos, se llenan de adjetivos porque tienen luz, color, relieve, sonido, y oímos el silencio como una manta invisible extendida por el campo. Describe los más mínimos detalles capaces de despertar el sentimiento: el rayo, el musgo, el polvo, el tronco carcomido, los pájaros que no están y las hormigas y arañas que sí están; no describe el árbol con la sequedad del científico, limitándose a presentar las cosas tal y como son; lo describe convirtiéndolo en portavoz de sus sentimientos, despertando la melancolía en el crescendo de su evocación. Y luego, con la imaginación, anticipa lo que será de él cuando pase el tiempo; en lo que quedará convertido el tronco seco del árbol. ¿Y para qué lo hace? 

             Guardó silencio esperando a que los alumnos contestaran. Pero los alumnos (algunos de ellos) aguardaban suspendidos en una nube a que fuese él mismo quien lo hiciera.

            -Para que sintamos en el tronco la presencia de la muerte –prosiguió-. Y en medio de ella, como un milagro, apareen unas hojas con las lluvias de abril. Esas hojas son el refugio de la esperanza. En las situaciones difíciles, cuando parece que todo está perdido, no hay que desesperar. Siempre hay brotes verdes.

            Sus palabras fueron interrumpidas por un suspiro.

            -¿Qué hace el poeta? Describe un árbol. ¿Qué quiere hacer? Despertar la esperanza. ¿Y cómo lo hace? Creando emoción y belleza. El crítico, cuando tiene ante los ojos este poema, ya ha contestado a estas preguntas. La primera, desde luego, era la primera: ¿qué dice? El crítico ha comparado lo que dice el autor con lo que ocurre en la realidad: y no ha podido responder; no sabe si el olmo del que habla ha existido de  verdad; no se trata, pues, de juicios de hecho. Si la verdad aristotélica no nos interesa ¿qué es entonces lo que nos interesa aquí? La esperanza. Y la belleza. Se trata, por lo tanto, de juicios de valor. ¿Y qué valores son los que aquí aparecen? No se trata de valores morales, no; Machado no nos dice, como en las fábulas, lo que debemos hacer. Ni nos habla tampoco de lo que es conveniente, no son valores pragmáticos los que afloran aquí, ni técnicos tampoco; tampoco nos dice cómo hay que hacer las cosas, como si fuera una receta o un manual de instrucciones. No. Aquí nos habla de la esperanza; y de la belleza; son valores vitales.

            Carraspeó quedamente.

            -Estamos analizando un poema, y al hacerlo nos hemos convertido en críticos. Hemos descubierto que había que relacionar lo que dice el poeta con lo que quiere decir, y para eso hemos tenido que observar cómo lo dice. Dice (habla) del olmo y en el fondo quiere hablar de la esperanza; lo dice con imágenes, con epítetos, más que con referencias. Y ahora nos preguntamos: ¿por qué habla del olmo para hablar de la esperanza? ¿No será que la referencia está en la esperanza y no en el tronco? ¿Será verdad que está necesitado de esperanza? Y si la necesita, es porque está sufriendo. ¿Por qué sufre Antonio Machado? Busquemos en su biografía. Veamos lo que le ocurría hacia la época misma en que compuso el poema. Buscamos y encontramos. Leonor. Leonor era una chica joven que se casó con el poeta. Y el poeta la quería, la adoraba. Tenía apenas dieciocho años cuando se casó con ella. Y enfermó de tuberculosis. Los médicos eran muy pesimistas con respecto a su salud, y el poeta estaba desesperado. Necesitaba esperanza. Necesitaba creer. Y ahora comprendemos verdaderamente el poema.

   Mi corazón espera.

            Esperaba estremecido el corazón de Machado:

otro milagro de la primavera.

            Sonaron, dentro de la clase, algunos aplausos. Después sonaron otros y el sonido de las palmas fue en crescendo. Juan acalló los ruidos bajando repetidamente los brazos, meciéndolos en el aire, con las palmas hacia abajo.

            -¡Silencio! –lo dijo como un grito amortiguado por su propio susurro-. ¡Chst! ¡Silencio! ¡Están dando clase en las aulas de al lado! ¡No debemos molestar!

            Y por su pecho corría una nebulosa de placer, sorprendido él mismo y repentinamente halagado. La sorpresa de haber llegado al corazón de los chicos. Lo inundó de plenitud. Por su barriga le subió un cosquilleo.

             Se sobrepuso el deber al placer, la suspensión de la conciencia al deseo de que no les llamaran la atención; y lo hizo recurriendo a otro ejemplo que rompía, posiblemente, con el instante mágico.

            -¿Conocéis a Giuseppe Verdi? –Juan sabía que no-. Verdi era un compositor italiano. Entre sus óperas más famosas está “Nabucco”, que es la palabra italiana para decir “Nabucodonosor”. En ella relata la cautividad de Babilonia. El pueblo hebreo camina al destierro, perdida la esperanza, abandonando sus casas y el país donde creció, y el pensamiento se llena de tristeza con la evocación emocionada de la patria: este episodio se retrata en un fragmento que lleva por título “Va pensiero”.

            Juan había llevado un radiocassette y lo tenía sobre la mesa. Pulsó un botón y sonó un lamento. Las sillas de los alumnos enmudecieron de repente. La magia de Machado resurgió en las voces del pueblo desterrado, se extendió por todo el espacio y ocupó los corazones, rezumando por las ventanas. Las palabras de Juan, explicando la atmósfera del coro, prendió la llama del sentimiento y los chicos se mecían de manera casi imperceptible al son de las voces soñolientas. Acabó el coro. Y la magia, como jirones de una nube retenida en el cielo, permaneció flotando. Y Juan aprovechó ese momento de duende para rematar la faena.

            -¿Qué dice Verdi? Cuenta la cautividad del pueblo hebreo. ¿Ocurrieron realmente aquellos hechos? Sí; era una verdad histórica. Pero ¿qué hace Verdi con las palabras, como las dice? Despertando el sentimiento. Y ¿qué quiere conseguir, qué pretende hacer?

            Aquí Juan hizo un silencio poético sujetando la emoción. Lo hizo sujetar un rato, no demasiado, como el que está encendiendo fuego para que prenda la llama. Y cuando lo hubo conseguido reanudó el hilo de su explicación, el hilo de su pensamiento.         

-Le pasó algo parecido a lo que le había pasado a Machado. La verdad de Verdi no era interesante por lo que le pasó al pueblo judío sino por lo que le estaba pasando al pueblo italiano. Italia estaba invadida por los austriacos. Y cuando la gente escuchaba en la ópera el “Va pensiero” se levantaba al unísono reflejando, en su identificación con el pueblo judío, su rebeldía contra el yugo austriaco. El “Va pensiero” se convirtió en una canción de protesta, en una canción patriótica. Y la verdad de los personajes se convirtió en la voz del público, la voz del autor, y la cautividad de Babilonia se convirtió en un lamento de la cautividad que estaba padeciendo por aquel entonces el pueblo italiano.

            Un silencio estremecedor paralizó los corazones. Los alumnos se sintieron, por un momento, los hebreos que caminaban apesadumbrados hacia Babilonia. Y Juan demostró así que, en contra de lo que ellos mismos creían, cuando se explica bien a los jóvenes de entonces, analfabetos de la música, también les gustaba la ópera.

            Juan dejó durar las emociones que habían estado suspendidas, flotando en el aire, hasta que fueron disolviendo sus últimos ecos. Poco a poco volvió la realidad a la clase. Todavía resonaban en el silencio, como cantos de sirena, las voces yertas de la poesía. Sólo que no eran cantos de sirena. Eran los cantos que, en vez de matar, resucitaban; los cantos que llenaban el espacio de placer,  cargando las baterías de la vida y alimentando las fuerzas que impulsaban el desarrollo; el hechizo, la magia de la que no había que huir, sino que salvaba; los hermosos cantos que nunca encontraríamos en Homero.

viernes, 14 de agosto de 2020

LA RESISTENCIA DEL PERDEDOR

 

 

LA RESISTENCIA DEL PERDEDOR

            Hoy me he puesto a pensar en Fernando Fernán Gómez. Porque representa lo más genuino del carácter español. A don Quijote empapado hasta el cuero por todas las tormentas. A Sancho cayéndole los chuzos de punta. A todos los gatos que arañan, salvajes, la cara de don Quijote. A todos los gañanes que mantean, despiadados, el cuerpo de Sancho. Todos los molinos le azotan en la cara, todos los cardos se le clavan en el caballo, todos los pellejos lo esperan en todas partes para mofarse de su locura, pero también de su valor: don Quijote. Y todos los zurrones donde lleva un trozo de queso le desaparecen, todos los malditos que se mofan de su grandeza se empequeñecen, todos los espíritus secos le dan escarnio en una ínsula para aniquilarlo, y ante su figura de gigante son ellos los que desaparecen: Sancho. Don Quijote y Sancho y Fernando Fernán Gómez son lo más genuino que tiene el carácter español: sufrir el ataque de todas las adversidades; es la figura del perdedor. Perder la suerte antes que dejar que gane la maldad.

            Y he pensado también en Miguel Delibes. La voz que muestra las cosas en su desnudez, trágicas sin hacer aspaviento, cómicas sin cebarse en la burla. Una voz que va perdiendo toda su fuerza. Que dice, bajo las rachas del infortunio, el dolor de perder a la compañera muerta. Que sufre todos los vendavales sin sucumbir. Don Quijote encerrado en la jaula del león, desarmado, pero valiente. Sancho soportando las burlas de los gañanes. Dulcinea intentando vivir en el mundo sin dejar de ser un sueño. Don Quijote preparándose para el combate en la venta, preparándose para el amor en la cueva, dispuesto a todo a pesar de los gigantes. Sancho ayudándole siempre y creyendo en su bondad como un niño, subiéndose a los sueños en la grupa de Clavileño, recibiendo bofetadas y creyendo siempre que el mundo es bueno, a cada bofetada.

            La voz rota de Miguel Delibes es la voz de ellos. La que sigue ahí a pesar de los contratiempos, la que no se arredra a pesar de los tortazos, la que no desaparece aunque se le desplome el aguacero, la voz del estoico: que seguirá estando ahí pase lo que pase sin quitarse de en medio: la voz quebrada de Delibes es españolísima hasta el tuétano porque representa lo que nunca ha de faltarle aun cuando todo se lo quiten: resistencia; imperturbabilidad; sed de vino pero sin ahogarse en vino; ganas de verter la sangre del vino en el pellejo; ansia de vivir, ganas de mirar en el horizonte aunque esté ciego, el espíritu de España, si no se cifra en ganar, se cifra al menos en resistir. Resistir a la muerte, no a los ataques que te matan. Poco importa ser un perdedor si su espíritu es resistencia. España pierde todos los combates como Fernando Fernán Gómez, como don Quijote y como Sancho; pero nunca se deja vencer, no se rinde nunca, es Fernando Fernán Gómez y Miguel Delibes y es un hidalgo y un campesino. España, espíritu que pierde sin rendirse, sigue adelante contra viento y marea. España siempre, contra todos sus demonios, el espíritu del perdedor. Que gana todas las batallas porque resiste. Que sabe que no quiere sufrir en la vida, pero sufre, si hace falta, con tal de luchar por la vida, si viene el dolor, y lo tenemos que vencer; y lo vencemos.

 

viernes, 7 de agosto de 2020

EL HEDONISMO

 

 

     Hoy vamos a dar una clase de filosofía. Para ser más exactos, de ética.  

EL HEDONISMO 

            Hay una corriente ética que se conoce como hedonismo (la palabra griega “hedone” suele traducirse por “placer”): sus dos principales representantes son Aristipo (que fundó la escuela de Cirene, razón por la cual a sus discípulos se les llama cirenaicos) y Epicuro (que fundó también su propia escuela, conocida como el Jardín).

            Epicuro, como Aristipo, piensan que la felicidad consiste en el placer; pero no se ponen de acuerdo en lo que es el placer; contemplar un cuadro o un bello atardecer, escuchar una sinfonía o dar un paseo son actividades placenteras, pero también lo son beber vino, comer bien, darse un baño relajante o entregarse al erotismo. ¿Qué tipo de placeres es preferible? ¿En ambos casos se puede hablar de placer?

  • Para Aristipo hay que buscar el placer en el momento presente, y se trata por tanto de un placer sensorial.
  • Epicuro prefiere el disfrute de los momentos pasados o futuros; a veces disfrutamos más recordando un viaje que mientras viajábamos, y suele ocurrir también que soñar con la realización de nuestros proyectos nos proporciona más alegría que cuando los empezamos a realizar. Epicuro se interesa, por consiguiente, por la búsqueda del placer espiritual.

1. LOS PLACERES

(1) El cuerpo:

Aristipo y los cirenaicos admiten que hay dos sentimientos (páthe) básicos en el cuerpo: 

            El placer como movimiento suave.

            El dolor como movimiento áspero.

(2) El alma:

Epicuro, frente a los placeres del cuerpo, admite también los placeres del alma:

            El placer estable (“catastemático”) es el que sigue a la eliminación de los dolores: es una ausencia de perturbación. Éste es el fin último.

Epicuro emplea el vocablo “hedoné” para referirse a la ausencia de dolor, y éste tiene dos vertientes, igual que la medalla tiene dos caras:  

            a) Aponía es la falta de dolor en el cuerpo.

b) Ataraxía es la ausencia de perturbación espiritual.

          Podríamos resumir esta diferencia diciendo que para Aristipo la felicidad consiste en el placer, mientras que para Epicuro consiste en la ausencia de dolor; “no es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita”, dice el refrán popular.

El placer de los cirenaicos es un placer cinético puesto que se transforma en su contrario, el dolor (a toda borrachera le sigue siempre una resaca). Y el de los epicúreos es más bien un placer catastemático (es decir estático), puesto que nunca se transformará en su contrario (el placer de un paseo tranquilo nunca se convierte en perturbación o dolor).

1. El placer cinético o genético es una agitación de nuestra sensibilidad.

2. El placer catastemático (es decir “estable” o “constitutivo”) es el placer fundamental. El dolor es el límite del placer; y por tanto:

a)      No hay un estadio neutro intermedio entre placer y dolor, como el gris es el intermedio entre el blanco y el negro.

b)      No existe ese placer mixto, formado de mezcla de placer y dolor, del que hablaba Platón.

Y como el placer está enraizado en nuestra sensibilidad, no es ilimitado; la naturaleza misma ha fijado los límites del placer.  En efecto,

a)      El placer nos es connatural, propio de nuestro organismo vivo; oikeîon.

b)      El dolor es allótrion (“extraño, ajeno”).

 

2. LOS DESEOS

 El deseo es esa especie de atracción que sentimos hacia el placer. Hay cuatro clases de deseos:  

 1. Los que son naturales y necesarios (como beber cuando se tiene sed). Éstos son los que eliminan el dolor. Comer, beber, dormir, vestirse, sentir amistad, pasear, son placeres naturales y necesarios.

 2. Los que son naturales, pero no son necesarios (como la comida refinada). Éstos diversifican el placer sin eliminar el sentimiento de dolor. Vivir en una casa de lujo, vestir bellas ropas, tener colchones mullidos, cojines y alfombras, nos proporcionan placeres naturales (puesto que dormir y vestir son necesidades de la naturaleza), pero de manera innecesaria (porque la naturaleza no exige que se añada lujo a la satisfacción de esas necesidades).

 3. Los que no son ni naturales ni necesarios (como las coronas y la erección de estatuas honoríficas). Hoy diríamos que las drogas, la moda, el botellón, los tatuajes, los peircings, son placeres artificiales (es decir “no naturales”) y no necesarios.

  

3. EL TETRAFÁRMAKO

(CUÁDRUPLE REMEDIO)

         Hay obstáculos a nuestros deseos, que son dificultades para conseguir el placer. Epicuro destaca cuatro miedos que hay que vencer: a los dioses, a la muerte, al placer y al dolor.

 1. Los dioses.

             Los dioses son felices e imperecederos, por lo tanto ni tienen preocupaciones ni nos las proporcionan a nosotros. 

Este mundo funciona solo, no tiene necesidad de que ningún dios lo haga funcionar. Por lo tanto no hay que temer a los dioses ni esperar que los dioses nos salven; tendremos que salvarnos nosotros mismos.

            Tampoco hay que atribuir a los dioses acciones indignas de ellos, como los castigos de su cólera terrible; ni ellos nos necesitan a nosotros (y por tanto todo sacrificio es inútil) ni tampoco se enfadan con nosotros como creemos.

 2. La muerte.

             La muerte nada es para nosotros, porque mientras existimos la muerte no está, y cuando se presenta ya hemos dejado de existir.

            En efecto, todo bien y todo mal, tanto el placer como el sufrimiento,  residen en la sensación; pero como la muerte es ausencia de sensaciones (puesto que cuando estamos muertos no sentimos nada), entonces no nos puede hacer sufrir; por lo tanto no tenemos motivos para temerla. 

 3. El placer.

             El bien es fácil de procurar.

Donde exista placer, por el tiempo que dure, no hay ni dolor ni pena ni mezcla de ambos.

 4. El dolor. La enfermedad.

             El mal es fácil de soportar.

            El dolor del cuerpo no dura mucho, el más agudo perdura lo mínimo y el más leve no persiste muchos días.

            Y las enfermedades duraderas ofrecen al cuerpo mayor cantidad de placer que de dolor.

             Tampoco hay que temer a la fatalidad: unas cosas suceden por necesidad, otras por azar y otras dependen de nosotros.

            1. La necesidad es irresponsable. Es la fatalidad de los físicos.

            2. El azar es vacilante.

            3. Lo que está en nuestro poder es la única propiedad que tenemos. Es mejor ser sensatamente desafortunados que gozar de buena fortuna con insensatez. (Hoy diríamos que la suerte no viene sola, sino que se busca; y se busca siempre con nuestro trabajo, por eso no hay que esperar a tener suerte quedándonos con los brazos cruzados). Se trata, por supuesto, de la voluntad.

             Los placeres que valen la pena dependen de nuestra voluntad.