sábado, 30 de enero de 2016

La Vida Entrañable




            La semana pasada nos acercábamos a los sentimientos de la fuerza; toca ahora acercarse a los del amor. El amor es un espejo que descubrimos en los demás cuando tú, al verlos, te ves reflejado.  


LA VIDA ENTRAÑABLE

            Si la fortaleza es vida en sí misma, la piedad es vida relacionada con otra vida: lo entrañable del otro que late en mí; y en el fondo está lo más profundo, lo íntimo. Esta vida volcada en el otro es amor: que expresada con ímpetu es eros, rapto, arrebato, y expresada en su intimidad es ternura (casi dan ganas de forzar la palabras para decir: melancolía).
            Como la piedad es un sentimiento cordial, está atravesada, cómo no, por el entusiasmo; todo lo que supone el amor contiene todo lo que representa la fortaleza: y hablamos de nobleza, o grandeza, para designar a la piedad llena de vitalidad, de alegría, de fuerza.
            Pero hay una piedad desvitalizada, la que criticó Nietzsche: esa bondad volcada en destruirse a sí misma para construir al otro; no es lo mismo que por amor al otro perdamos algo de nuestro ser, a que queramos perderlo con la excusa de amar al otro; no es lo mismo el sacrificio amoroso que el egoísmo sacrificado: que es la forma más sibilina, y más vanidosa, de egoísmo.
            Se suele utilizar el término “piedad” para designar el respeto, la devoción y la entrega a los dioses; aquí lo utilizaremos como sinónimo de “compasión”. Si descomponemos la palabra significará “padecer con los demás”, lo que no significa que tengamos que sufrir con ellos sino comprender su sufrimiento; o lo que es lo mismo, ponerse en su lugar (que no es quitarle el sitio, sino intentar mirar las cosas como él las mira).
            También se utiliza como sinónimo de compasión la palabra “misericordia”. Literalmente sería dolerle a uno el corazón por el destino de los miserables, por las desgracias ajenas; pero la compasión va más allá: se trata de sentir las alegrías, no sólo las penas. No estamos, pues, ante un sentido cristiano de la compasión, sino ante un sentido vital: sería más bien lo que hoy entendemos por empatía. La compasión, para ser viva, debe incluir todo lo que contiene la fortaleza.
            Cuando la piedad pierde vigor se vuelve débil y se manifiesta con más fuerza, pero con fuerza desvitalizada; descontrolada, destructiva y hueca. La impiedad hace que las personas sean implacables, desalmadas (“sin alma”); el alma es el equilibrio que forja la fuerza que reposa sobre la coordinación de todas las fuerzas.


3.1. Amor y odio.
            La fuerza piadosa es amor; el odio es su debilidad. El amor es energía que nos impulsa a vivir el entusiasmo con los demás, pero desde el respeto; no es el entusiasmo de unas masas que gritan y actúan al unísono como cuerpo sin alma; es el entusiasmo de un alma que comunica su fuerza al cuerpo.
            Por “respeto” entendemos la aceptación de los demás. La empatía es aceptar los sentimientos ajenos para comprenderlos; el respeto es mucho más: es aceptar a los demás rechazando las circunstancias que provocan que sientan dolor, y eso es ir más lejos; es aceptarlo en su ser pero rechazar las causas que amargan su existencia.
            Hay varias formas de amor: el filial, el conyugal, el amor paterno; el amor a dios, el amor al arte, del amor al cuerpo. La filantropía o altruismo: amor a la humanidad a través de todos los seres humanos; la solidaridad o fraternidad, el corazón generoso, pero fuerte; no olvidemos que la fortaleza es esencial para que la piedad no se desvitalice.
            El odio, por el contrario, es “antipatía” (literalmente, experimentar sentimientos contra alguien): eso es desprecio, quitarles valor a las personas (el amor, por el contrario, las apreciaba). Pero desprecia a los otros quien previamente se ha estado despreciando a sí mismo; por eso siente rencor, resentimiento; echarles a los demás la culpa de tus propias culpas, atacar a quien no es tu adversario, y aunque no lo sea, hacerlo enemigo tuyo. Esa aversión es, por tanto, hostilidad, y quiere destruir al otro primeramente degenerándolo (como Circe); y por último matándolo (las sirenas). Y acaba sintiendo repugnancia hacia el otro porque lo ha hecho semejante a sí mismo.
            Hay un amor malsano que tiene menos de amor que de odio. Como amor a la tribu, sólo ama a los suyos, extendiéndoles a los demás su odio. Y como degradación del ser amado es amar la imagen que tenemos de él rechazando su realidad valiosa, como Calipso; arrancándole su libertad, que es la capacidad de hacer cosas buenas; capacidad de crecer con la fuerza que hay en su alma.

3.2. Admiración y envidia.
            La fuerza piadosa también es admiración; y su contrario es la envidia. Hay admiración en el amor: que es estima, simpatía y respeto. Ya hemos hablado de la estima: aprobación, consideración, aprecio, veneración; y todo ello supone estima de sí, pues no puede apreciar a los demás quien no se aprecia a sí mismo. La simpatía es más que una empatía humanitaria: es cordialidad de apego por el individuo concreto por el que tenemos cariño; por eso es amistad, ingrediente del amor. Ya hemos hablado del respeto.
            La envidia es, por el contrario, alegría por el daño ajeno, y eso no es alegría más que en apariencia, pues se alimenta de quitar a otros lo que a ti te falta; y te hace depender de la deuda moral que has contraído al hacerlo; la que algún día te dará mala conciencia, malestar espiritual, remordimiento. La envidia son los celos (no hay que olvidar que estos dos sentimientos se expresan en francés con la misma palabra: jalousie). Y la envidia, o sea los celos, no es más que inseguridad o falta de confianza en sí mismo; al desconfiar de ti desconfías también de los demás, y como dudas de ti, también dudas del mundo. Este sentimiento te atenaza las tripas produciendo nudos y vacíos y va, a la postre, de la mano del orgullo; de la falta de respeto.

3.3. Templanza y lujuria.
            Y, por último, la fuerza piadosa también es sabiduría; su contrario es la lujuria. Lujuria es exceso, como la vegetación de las selvas que los escritores llaman lujuriosa; y la templanza es la justa medida de cada cosa: la medida que hace falta, que no hay que confundir con el término medio; para unas cosas la justa medida está próxima a la escasez; para otras, toca en la abundancia sin acercarse al exceso; y para otras es el equilibrio. Pues bien, la templanza es una de las formas de sabiduría.
            Pues la templanza, que es equilibrio, proporciona plenitud: satisfacción. Equilibrar es poner lo que hace falta, unas veces poniendo pesos fuertes y otras alargando el brazo de la palanca; y se trata de mantener el estado de excitación, que en unos es más y en otros menos; unos necesitan hacer mucho deporte, a otros les hace falta tranquilidad; para una persona nerviosa buscar el equilibrio es descargar la adrenalina que le sobra; para una persona tranquila es vivir sin apenas adrenalina. La lujuria, en este caso, es el exceso, cada cual en su nivel de tensión, y el exceso produce hartazgo, saciedad, tanto de carencias como de sobreabundancia.

 

sábado, 23 de enero de 2016

La Fortaleza




            Hace algunos días escribí un artículo titulado “Las tripas de la sociedad”; ésta es su continuación, que continuará, a su vez, en otro texto que también será publicado en este blog.
           
 

LA FORTALEZA

            La fortaleza es la vitalidad que late en el fondo de nuestro ser. Sus manifestaciones son muy variadas, entre ellas la energía y el contacto; detengámonos un poco en ellas.
            La energía es fuerza, el ánimo que surge de nosotros; un ímpetu, un brío, la potencia que rige todos los ámbitos de nuestra capacidad; y que se manifiesta, por tanto, en las capacidades que nos son propias; en el cúmulo de facultades que poseemos, las cuales nos definen.
            El desaliento o desánimo es la falta de energía; falta de fuelle, moral baja, es la antesala de la depresión.
            La alegría es el tono vital que nos hace estar dispuestos a derrocharnos por el mundo: a prodigarnos en él.
            La tristeza es la falta de alegría: aflicción, melancolía, nostalgia, fastidio; la antesala de la depresión. El ser enérgico ser siente pletórico de fuerzas, el ser debilitado no tiene  ganas de vivir.
            Pues bien, la alegría se manifiesta de cuatro modos: como conservación, como aspiración, como satisfacción y como curiosidad.
          El instinto de conservación individual es, como diría Spinoza, esfuerzo permanente por perseverar en el ser. Lo contrario es el abandono, pulsión de muerte, debilidad por el suicidio, falta de ganas de vivir.
La curiosidad es el interés por las cosas, el afán de estar en ellas, del ocio, de la diversión: lo contrario es la ociosidad, el aburrimiento, el vacío, el tedio, la falta de interés; la falta de atracción por las cosas. La curiosidad es un imán que nos atrae hacia las cosas: obsérvese que el ocio (como inactividad creativa) no es lo mismo que la ociosidad (o inactividad vacía, pesada e inerte: el no tener nada que hacer).
            La aspiración es un deseo espiritual, tendencia trascendente, alegría de crear; son los sentimientos noéticos, artísticos, metafísicos y religiosos. Lo contrario es el pasotismo, el vacío, la abulia.
            Y la satisfacción es el triunfo; lo opuesto a la derrota. Después de la lucha sobreviene la alegría de haber luchado: el orgullo de haberse atrevido, que nada tiene que ver con la vanidad; el vanidoso (decimos también: “el orgulloso”, el prepotente, el soberbio) presume de lo que tiene, pero el individuo feliz presume de lo que es: y, más que presumir, lo asume; lo invierte en el mundo, es su capital ontológico, su forma de ser. 

 

1. La paciencia y la ira.
            La paciencia es serenidad. Falta de prisa. Pero no es derrota, no es renuncia, no es sumisión: que eso es entregarse a otro renunciando a sí mismo; esclavitud y servilismo. La verdadera paciencia surge de la fortaleza, es dueña de sí misma. La ira, falta de vitalidad, pérdida de fuerzas, y, aunque tiene fuerza suficiente para realizar muchas funciones, no las tiene, sin embargo, para controlarlas.

2. Valor y cobardía. El miedo.
            El valor (en el sentido de valiente, no de valioso) es osadía, atrevimiento; en exceso es temeridad. Pero el valor también se manifiesta en ausencia de acción; en tal caso es espera, y más concretamente esperanza; la relación que hay entre alegría y esperanza es similar a la que hay entre lucha y paciencia: las dos son formas de energía. No hay que confundir la resignación (que es renuncia) con la paciencia (que es tensión de la espera, pero desafío: reto). En todo caso el valor es también seguridad, y eso es confianza en las propias fuerzas.
            La cobardía es resignación, no atrevimiento; desesperación y no esperanza; frente a la temeridad, es pusilanimidad; y frente a confianza, inseguridad; es, como se ve, falta de fortaleza, alegría convertida en tristeza, pérdida de poder.
            Entre la cobardía y el valor está el miedo; el miedo lo tienen tanto los valientes como los cobardes. Es temor, porque no se está seguro; preocupación, porque no se está tranquilo; y como a veces no conoce su causa, es desconcierto. En todo caso es susto, espanto, pánico, angustia: la gradación va en crescendo y, cuando ha terminado claudicando, es culpa y remordimiento. Como se ve, el miedo es una forma de debilidad, de pérdida de vigor; y por lo tanto de claudicación y de entrega; o más bien tensión ante la posibilidad de claudicar.

3. Humildad y soberbia.
            La humildad consiste en disfrutar de lo que se es sin hacer aspavientos; es renuncia a la ostentación, no a la fortaleza. Su aparición pasa por dos momentos sucesivos: el autoconcepto y la autoestima. El autoconcepto consiste en conocerse a sí mismo, tener una imagen ajustada de sí; es valoración de las cosas en su justa medida, reconocimiento de méritos y errores; es, por lo tanto, aprecio, buen humor. La autoestima es amarnos como somos, tal como nos conocemos: es asertividad, dignidad, fiereza; es aceptación de lo que se es y respeto a sí mismo. Energía.
            La soberbia es falta de energía, sentimiento de ser poca cosa, vivencia de la inferioridad; la vergüenza que se siente por lo poco que se cree uno produce deseo de estimación, porque se combate sintiéndose (o creyéndose) superior; entonces se manifiesta como orgullo, vanidad, amor propio, engrandecimiento de sí mismo; hasta la megalomanía; y se convierte en desprecio y burla hacia los otros: porque uno se agranda artificialmente a costa de achicar a los demás.

4. Ambición y avaricia.
            La ambición es el deseo de ser, tener o hacer cosas. Hay una ambición cordial, muy vital y entusiasta, que es instinto de superación: conquistar cosas, conquistarse a sí mismo, aspiración, deseo de poder, desafío; Nietzsche hablaría de voluntad de poder: despliegue de energía; alegría pletórica de fuerzas en la realidad que se es.
            Y hay una ambición visceral que es pérdida de energía. También es aspiración, pero no a lo que uno puede ser, sino a lo que otros tienen: y por tanto es querer lo que otros quieren, no es querer autónomo; eso nos empobrece. Como deseo de poder, es afán de no ser menos que nadie, o por lo menos menos que nuestro rival; es desafío del adversario sin desafiarse a sí mismo. Es codicia, voluntad de tener: no de ser. Es avaricia, porque ambiciona lo que no es suyo. Y se manifiesta como donjuanismo cuando sacrifica el futuro por vivir el presente; faustinismo cuando sacrifica la vida por el saber; y faustinidad cuando busca saber y poder a costa de la vida, y vende su alma al diablo, y deja de querer lo que tiene que ser. Desafiamos a los demás porque nos sentimos desafiados, y nos creemos débiles; y sentimos como ofensa y agravio el no tener más que los demás, y anhelamos el desquite: la venganza; el sentimiento de que nos han hecho un feo; de que nos han intentado pisotear. 

 

sábado, 16 de enero de 2016

El labrador y la serpiente




EL LABRADOR Y LA SERPIENTE

 

            Un labrador cogió una serpiente aterida un día. La metió en su pecho para darle calor hasta que volvió a la vida, y entonces la serpiente le mordió; la ingrata acabó matando al que la salvó del frío.

El judío errante.
            Hay largas masas de refugiados. Gentes sin casa, sin paz, sin lugar donde dormir, hombres, mujeres y niños, jóvenes y viejos recorriendo Europa en busca de un hogar; no buscan siquiera un mundo mejor, tan sólo buscan un mundo; donde nadie  muera y se pueda respirar y encontrar refugio: un mundo donde vivir.
            Hay niños que duermen a la intemperie. Niños que pasan frío y sed, hambre; niños que mueren sin sus padres y que lamen las olas de la playa, lejos de las barcas que los vieron venir; y dejaron su casa porque huían de las bombas, dejaron su país, cuando estar en un mundo mejor era simplemente estar vivos.
            Dinamarca quiere quitarles el dinero: el que llevan encima; sus ahorros para encarar la nueva vida: aparecen Estados piratas, Hungría los patea con cámaras de periodistas, las fronteras se llenan de alambradas, las estaciones se vacían de trenes, y, en el destierro, esperan un barco que posiblemente no llegue nunca.
            Y no es que haya que abrir las casas para meter a más gente de la que cabría; es lógico que Europa esté asustada, el fantasma que la recorre tiene el corazón partido; y no será solución acoger a todos, pero nada ganaremos robándole el dinero al que lo necesita. Europa nació libre y solidaria, equitativa: si perdemos solidaridad, ya no será Europa; será como el capitán Acab, que se volvió monstruoso cuando combatía al monstruo en su delirio.
            Ya no nos acordamos de cuando errábamos por el mundo. España se desparramó por Europa llenándola de emigrantes, se desparramó por América; Polonia se desplomó en los campos de concentración, y hasta los judíos, que sufrieron exterminio, ya no se acuerdan de ello cuando exterminan a los demás; que quitarles la tierra a los otros no es el mejor camino para volver a Sefarad.

 

El capitán Acab.
            Hay entre los refugiados hijos de Satanás haciendo infiernos en el mundo; cuando encuentran un país de acogida se vuelven contra él, y matan a sus vecinos: como la serpiente que mordió al labrador cuando tenía frío.
            En el mundo han anidado las fuerzas del mal. Las águilas terribles. Hoy se disfrazan de religión, mañana se vestirán de patriotismo. Viven de la muerte, están despertando al ser violento que espera dormido en el fondo de nosotros, el monstruo que no debe despertar nunca. Lo dijo el poeta cuando el monstruo había sido vencido: “todavía es fecundo el vientre de la bestia inmunda”.
            Gentes que viven de la muerte porque no les importa morir: para matar. Se alimentan de muerte como un narcótico que enciende su locura. El leviatán vencerá cuando el hombre al que hizo daño se vuelva diabólico también, no cuando nos mate aunque pueda; sino cuando consiga que dejemos de ser lo que fuimos; cuando lo queramos matar a él, que es lo que quiere: y Europa dejará de ser Europa, la solidaridad se volverá venganza, estaremos sedientos de sangre como el loco que nos atacó: y al hacerlo nos inyectó su veneno y consiguió que nos alimentáramos de la muerte; se habrá vuelto monstruoso matando al monstruo como le pasó al capitán, cuando se heló su sangre y mató a los suyos; perderemos nuestro ser para conservar la vida.

 

El buen samaritano.
            Samaria no se llevaba bien con Galilea. Eran, por así decirlo, enemigas: rencillas de los pueblos, que juegan a pegarse cuando están cerca como si no supieran ser vecinos; Palazuelos y Tabanera, San Rafael y El Espinar, España y Cataluña.
            Un hombre de Galilea fue socorrido por otro de Samaria. Sin guardarle rencor, sin preguntar de dónde era, sin esperar nada a cambio. Nada tenían el uno contra el otro salvo la barrera de sus orígenes, porque no se conocían. Pero mucha gente vive las fobias de sus ancestros como si fueran suyas; capuletos que odian a los montescos porque sus antepasados los odiaron; franceses con ingleses, indios con europeos, chinos con japoneses, suecos y noruegos, turcos y griegos, cartagineses y romanos. Y atacaron a Romeo y a Julieta; a los que amaban a sus enemigos; atacaron a Jean Jaurès, al buen samaritano. Amar a los amigos lo hace cualquiera, pero el amor verdadero, el grande, es el que se entrega a quien nos quiere hacer daño como si no fuéramos vecinos; al que se empeña en hacernos enemigos siempre. Se puede matar el huevo de la serpiente, sí, pero también se puede salvar a la serpiente; para que no piense ya en matar, y ser, por entonces, buenos vecinos.
            Hay un mundo nuevo entre el Mediterráneo y el polo, entre los Urales y el Atlántico, y ese mundo es Europa; espíritu de solidaridad, de buen samaritano: Europa creció acogiendo pueblos, reuniendo culturas, lanzando palabras: hoy quiere desconfiar de los que huyen, matar a quien la mata, y no es que los que vienen sean todos buenos, pero como decía el mismo dios: por uno solo que sea justo salvaré a todo el mundo. Europa es una idea que nació en el corazón del tiempo, cristalizando en un lugar: la idea de amor, la de bondad, la de pasión y tolerancia, la de entender a quien no piensa, y a quien no piensa igual que ella, y escuchar antes de hablar y nunca hablar a tiros: con palabras; con palabras pelearemos, con sentido. Ser Europa es acoger a todo el mundo, a todas las culturas y los cultos, resolver las diferencias sin que el desacuerdo sea la muerte: en Europa cabe el islam, cabe el cristianismo, el judaísmo y los ateos, en Europa caben todos. Vivir en paz con los que están en guerra, como el buen samaritano, enseñar a ser vecinos.
            Pero puede reventar si hay más gente de la que cabe. El problema de Europa no es que venga el islam, sino que deje de ser la misma. Una Europa que odia es el suicidio mismo de Europa: es el fin del ideal que con tanto esfuerzo construimos.

Coda.
            Desde luego que es perverso secar el manantial. Pero más perverso es envenenar el agua y matar la sed y pasar a matar a quien bebía. 

 




sábado, 9 de enero de 2016

Sepúlveda




SEPÚLVEDA

 

            La tierra se abrió en canal y fue un bostezo de aguas juveniles que se derramaron por la herida. El bostezo de la tierra: garganta que surcó los mares de piedra, encaramada a los árboles, al abismo, sobre la savia del río Duratón. Fue un mar de profundas aguas, de superficies azules y sombrías, bañadas por una mancha de peñascos abiertos, paredes cortadas a pico, en cuyas grietas anidaban las águilas; la suavidad celeste, iluminada por una paz poblada de nubes, como un remanso de luz amable; entre sus alas volaba la libertad.
            Las hoces de Sepúlveda. El Duratón, cuajado de hierba: en sus peñascos pelados, en la estepa de sus páramos, el río dejaba sus venas: todo el ímpetu de su sangre alimentaba el fuero de aquellas gentes libres, de aquel vivir de frontera, encaramándose al tiempo, cuando Almanzor, quemando libros, la arrasaba a sangre y fuego: saqueando la biblioteca de Córdoba en su necio afán imperial.
            Extremadura: la tierra de frontera. Sepúlveda era la Extremadura de abajo. Tierra de águilas y de cielos amplios, de vientos fríos; latigazos en la cara paseando por las hoces del Duratón. Bostezo de la tierra que se rasgó al formarse el río (¡oh, sangre de la tierra que me vio nacer, Sepúlveda, pueblo libre, tierra mía!). Y tus manos se marcharon en el caos de aquellos años, ¡tiempos pretéritos y preclaros, tiempos de arroyos y torrentes, de cascadas rompientes, de atropelladas aguas! Fueron tiempos de suevos y vándalos, de francos y alanos; de godos que irrumpían en la historia arrolladora, incontenibles: los godos. Cuando el caos borró todas las savias, todas las hoces, todas las aguas que alimentaban el territorio de las águilas; cuando ser libre era cabalgar sobre la grupa de un sueño y volar. 

 

            Vasto abismo del tiempo antes del tiempo: Ginungagap. Abismo del espacio: abismo del tiempo. Semilla del pozo profundo, vértigo, sima donde la memoria se olvida. Por aquellas tierras, al correr del tiempo, cabalgó el conde Fernán González. Por el bostezo de la tierra era, y fue en la noche de los tiempos. Senda por donde la historia no habrá de volver: nunca más.
            Fue un bostezo del suelo en aras de Sepúlveda. La tierra se abrió y por el tajo manó un río. Y el agua discurría, alegre y juguetona, por un lecho transparente que se abría sobre el cielo, como un cristal diamantino de color azul. Y por los flancos bajaban dos recias murallas, acantilados de piedra que se hacían esperar, allá, tras una amplia rivera, para que jugaran los niños.
            Sepúlveda es una villa antigua levantada sobre rocas. Las murallas, prolongadas en las piedras, se entregan al río con la docilidad de un niño, con la severidad de un hombre. El río la rodea amorosamente, la abraza con sus aguas, y su lengua va lamiendo el pie de la ciudad, mansa para las gentes de paz, fiera para las gentes de guerra. Hay un puente que lo atraviesa desde la colina que mira, enfrente, a la ciudad de las siete puertas. El camino serpentea entre las rocas, sorteando pinos, sorteando riscos; donde antaño se bañaba el mar, por las conchas y caracolas prehistóricas, por los terribles dinosaurios, por las tierras sepultadas entre voces muertas. Y hay un camino que sube, sobre la cuesta de piedra, hasta una puerta pedregosa que levanta sus fauces sobre la muralla. Como si la puerta del Escamandro bajo las almenas fuera, un terrible cancerbero, la lanza en alto, parece que grita:
            -¿Quién vive?
            -Somos gente de paz.
            Gente de paz. Y de tierra. Gente de frontera. Gente criada en la guerra, al fragor de luchas y batallas, dando mandobles con una mano, enarbolando con la otra la paz de los rudos pobladores, cansados de la guerra. Con sufrimiento han llegado a ser libres. Con su tesón, gentes atraídas por un campo donde penetran terribles guerreros, quieren alzar una tierra libre; pero que sea remanso de paz en la casa hostil de Extremadura.
            No es posible vivir en paz y no someterse cuando somos pioneros. Los pioneros saben que, allí donde vayan, buscando la paz sólo les esperará la guerra. Allí se fragua su fiero espíritu de independencia. Fernán González, pionero ilustre de Castilla, entre las negras ambiciones de la casta aristocrática, también sembraba independencia. Y entre unos y otros, ambiciosos o cobardes, la vieja Castilla emergió en el sueño de una tierra áspera, no abonada para soñar.
            Y Fernán González repobló Sepúlveda.