viernes, 29 de noviembre de 2019

ESFUERZO



ESFUERZO



I.                    

            Sacrificarse es renunciar a una cosa a cambio de otra. Yo puedo dejar de divertirme hoy para aprobar el examen de mañana; quedarme sin tiempo de ocio para costear los estudios de mi hijo; no escatimar esfuerzos para conseguir un objetivo; echar el resto para ganar un partido; sacar fuerzas de flaqueza cuando me invade el desánimo; empeñarme en conseguir lo que me propongo cuando he dejado de creer en ello; sacar toda las fuerzas que hay en mí cuando he empezado a sentirme débil; renunciar a una parte de mi sueldo para pagar, con mis impuestos, la ayuda de quienes están en situación de necesidad; sacrificarse es elegir entre dos bienes buscando el que más vale, el que más urge y el que más falta; en la vida, como en el deporte, como en la ética, como en el arte, hay que tener espíritu de sacrificio.
            Pero sacrificarse no es renunciar. No es eso sólo. Es renunciar a algo por otra cosa que vale más. Entre estudiar hoy para aprobar mañana y divertirme hoy renunciando al futuro, yo tengo que elegir lo mejor. Lo mejor no es siempre sacrificar el presente a cambio del futuro. Ni prescindir de él en aras del pasado. Si no he vivido por pensar en el día de mañana, cuando llegue ese día me daré cuenta de que ya no puedo disfrutar porque he perdido el tiempo; me habré ganado el futuro perdiendo el presente, y el presente son los ladrillos del albañil, y sin ladrillos no podremos construir ninguna casa: sin presente no podemos ganar ningún futuro. Encerrarse en una biblioteca para ser el mejor de los profesionales es construir prosperidad con el vacío, ganar el cielo y perder la capacidad de disfrutarlo, conquistar el mundo sacrificando el placer de disfrutar de tu conquista.
            Hay quien pierde la vida (y la vida es el presente) renunciando a todo con tal de vivir en el pasado. Pensar que en lo que fue está la sustancia de lo que es sin ver tampoco que en lo que es está la sustancia de lo que será. No vivir por revivir es llenar tu vida con lo que ya se ha muerto, y es como un coche sin gasolina, muy bello por fuera, pero vacío por dentro. Se puede sacrificar el presente en el altar del pasado. También o sacrificamos algunas veces en el altar del porvenir. Y sacrificamos el futuro, muchas veces, adorando el momento presente, y en aras del presente sacrificamos otras veces lo que fue nuestro pasado. No es bueno adorar unas cosas para justificar que no hemos sabido cultivar otras más valiosas que se nos escapan de las manos. No hay que confundir el cultivo con el culto (un campesino no se queda inactivo adorando su arado, sino que lo pone a trabajar la tierra, arando). Cuando fracasamos, levantamos un ídolo y le rendimos culto para olvidar que hemos fracasado. El culto a la vida no es más que amor a la vida y no tiene más sustancia que vivir. Pero cuando no hemos sabido vivir disfrutamos del culto, lo que no es más que derrota; y le intentamos dar a la vida, como si con eso pudiéramos revivirla, esa apariencia de vida hueca, descorazonada y fría, que vemos en el culto a la muerte. Para vivir no hace falta buscar la muerte porque la muerte viene sola; morir por vivir, a no ser que llenemos la vida y que la muerte no tenga remedio, no es vivir de veras.


            La vida no es sacrificio, pero está llena de él. La vida es, por encima de todo, goce: de nada sirve el sacrificio si no es para gozar. Disfruto del aprobado de mañana cuando he sacrificado hoy mi ocio, pero no debo aplazar ese placer hasta pasado mañana: a menos que pasado mañana me espere otro sacrificio en aras de algo más importante; pero no he de pasarme a vida aplazando siempre el placer, porque un placer siempre aplazado no es vivir, sino vender mi alma al diablo.
            He sacrificado mi placer para costear los estudios de mi hijo: sí, pero sólo el placer que se paga. Si no he podido ir al baile, al concierto, al cine o al teatro, por lo menos he podido salir a pasear, y respirar aire limpio caminando los domingos por el campo, y escuchar en la radio los conciertos que no me he podido pagar, y sacar de la biblioteca las historias que no he podido disfrutar en el cine, que en un país libre, por muy pobre que sea, siempre hay bibliotecas que nos salen gratis.
            Toda mi vida he querido comprarme un huertecito, adquirir un coche, ser el dueño de mi casa, hacer una canción, pintar un cuadro, escribir un libro. Me he esforzado todo lo que he podido y poco a poco lo estoy consiguiendo. Pero no a costa de vivir el día a día, no a costa de tomar una cerveza o subir al monte, no a costa de echar una partida de cartas, no a costa de hablar con el vecino, no a costa de disfrutar de la compañía de quienes tengo a mi lado. Esforzarme por un objetivo es como hacer una carrera y llegar a la meta: que el presente que vivo en cada instante siempre es punto de apoyo para proyectarme hacia la meta que estoy buscando; y los puntos en los que me apoyo son el presente renovado que se construye y se refuerza alimentando con sueños y alegrías, con fantasías y placeres de carne y hueso, construyendo el futuro con la sustancia del presente que se apoya en mi pasado.


II.

            Sacrificar es renunciar a una cosa a cambio de otra.
            Conquistar el mundo no sirve de nada si no puedes disfrutar de tu conquista.

            El rico se pasa la vida amasando fortunas; pero ser dichoso es, mucho más que ser rico, disfrutar de la fortuna que ha amasado aunque sea pequeña; porque nunca ha dejado de gozar mientras la amasa. ¿De qué le sirve el oro cuando no puede comer el rey Midas?

            La vida es el presente.

            Pedro está ahorrando para tener un piso, ¿cuándo podrá gastar el dinero? Mañana. ¿Cuándo se irá de viaje, cuándo pisará el teatro, cuándo entrará en el cine? Mañana. ¿Cuándo dejará por fin de vivir con estrecheces? Mañana. Y así pasan los días como pasan los segundos, estériles y rutinarios, uno tras otro; y cuando llega el momento de vivir ya no será tiempo porque la vida se habrá ido. El hoy que convertimos en mañana. 


            Hay quien pierde la vida renunciando a todo con tal de vivir; otros renuncian con tal de vivir en el pasado.
            La vida no es sacrificio pero está llena de él. La vida es sobre todo goce; de nada sirve el sacrificio si no es para gozar.

            Sufrir por gozar es ilusión; sufrir por sufrir es tontería. Castigamos al reo para que le duela como le ha dolido a la víctima a la que pegó, y no hacemos nada. Unos lo llaman ley del talión. Otros socialización del sufrimiento. Otros, simplemente, venganza. Sufrir por sufrir es masoquismo. Disfrutar del sufrimiento ajeno es ser sádicos. Pero ni el sádico ni el masoquista disfrutan nunca de verdad: disfrutar es, por encima de todas las apariencias, no admitir más sufrimiento que el estrictamente necesario para gozar; como quitarte un diente para hacer que desaparezca este persistente dolor de muelas.

Un placer siempre aplazado no es vivir, sino vender mi alma e hipotecarla.
            El presente que vivo en cada instante siempre es punto de apoyo para proyectarme hacia la meta que estoy buscando.

            Juego a las cartas y me divierto. Mañana también, y al día siguiente; y al otro. Y entre juego y juego no hay nada. Es un tiempo congelado hecho de instantes que no se siguen unos a otros, sino que son idénticos: y por eso, siendo tiempo están parados. Es el vacío la perpetua diversión que no sirve para nada: para nada más que para repetirse sin sentido; el hueco, la nada, la vacuidad del eterno retorno.
            Juego a las cartas y me divierto. Después viene el tiempo del trabajo. Y luego otra vez el tiempo del juego. Y es también una extensión de instantes contiguos que no se suceden entre sí, un nuevo vacío del eterno retorno.
            Juego a las cartas y me divierto. Y luego reanudo lo que estaba haciendo (era sólo un alto en el camino: para descansar). Hasta que lo termino. Y en cada instante encuentro el goce de terminar lo que empecé antes y de empezar lo que viene luego, el tiempo que le da continuidad. El instante ya no es un vacío dentro del tiempo, sino un deposito que está lleno. El tiempo vacío es una sucesión de instantes vacíos, y por tanto detenido; el tiempo detenido es un tren que no avanza, que está parado, que sigue a la muerte en el mismo sitio donde nació, sin haberse movido de él, sin haber hecho nada. El vacío de la nada existencial, de haber vivido estando muerto, el vacío de ser, el hastío, la nada. Pero el tiempo lleno está vivo porque se mueve llenando de vida cada uno de sus instantes; y ese estar lleno no es saciedad y hastío, sino plenitud. El tiempo que avanza buscando el camino de la eternidad es el tiempo feliz: por eso vive cuando le llega la muerte; y no es vacío de no haber llegado a ser; no es el camino que no ha buscado la felicidad; no es la nada

            No hay sacrificio sin motivación.

            Yo renuncio a gozar sólo si tengo la promesa de gozar más que si no renuncio. Si a mí me animan a trabajar mi capacidad de sacrificio será mayor que si me obligan (que la promesa de un premio tiene más energía vital que la amenaza de un castigo). Si me amenazan trabajaré, pero estaré apagado, oscuro y gris, desanimado y triste; en cambio si me mueve el ánimo estaré feliz, aunque tenga que desgastar la misma cantidad de energía.


            Sacrificarse es sufrir, y sufrir es resignarse; pero uno no se resigna por abandono sino para conquistarse.

            Quiero ir de vacaciones y el viaje cuesta caro. Pero alguien se ha puesto malo en mi familia y la curación cuesta cara también: cuesta, más o menos, lo mismo que el viaje que me estaba comprando; debo elegir; elegir entre el viaje y el hospital; las dos cosas son buenas, pero una vale más que la otra aunque ambas tengan el mismo precio; curar es más caro (es decir más querido para mí), pero viajar… Desde hace mucho tiempo tenía ganas de viajar, ¿qué hago?
            Hay que renunciar. Hay que resignarse. Hay que elegir. No hay más remedio que sacrificar y elijo, entre cosas del mismo precio, la que más vale. Soy feliz porque he elegido la mejor, pero sufro porque me he quedado sin la otra: que la que me apetecía tanto. Una cosa tengo clara: que no me he resignado a dejar de vivir sino a vivir mejor; pues vale más el cariño que el paisaje, tener el corazón atado que el cuerpo libre, que amar es tener la libertad atada a un corazón libre siendo libre tu corazón también, y viajar sin corazón, por muy libre que seas, es la mayor prisión que puede haber en el mundo.
  






sábado, 23 de noviembre de 2019

EL ARTE (2): LA ELABORACIÓN EN EL ARTE



EL ARTE (2) 
LA ELABORACIÓN EN EL ARTE


1. La técnica.

            El ejercicio aristónico es como un parto, es un esfuerzo del artista por sacar a la luz todo lo que tiene dormido en las cavernas del espíritu; es una lucha contra la resistencia de la materia; lucha por vencer las rigideces de lo inanimado, de la inercia, y transformar en potencial expresivo la falta de flexibilidad de la naturaleza mineral. El pintor trabaja con los colores, a los que debe domar; debe aprender a mezclarlos para atrapar matices que no se encuentran en estado puro en la naturaleza. Debe dominar, con la técnica del claroscuro, el arte del encuadre, el valor expresivo de las líneas según las direcciones del espacio, la creación de volúmenes en la superficie, el escorzo. Sólo cuando ha derrotado las limitaciones de la materia el artista puede proyectar el espíritu en sus infinitas posibilidades, y transformarla; convertir en sustancia maleable, y por tanto expresiva, las durezas inexpresivas de la materia mineral.
            El músico trabaja con sonidos. Y con silencios. Su arte es hacer hablar al ruido, convertirlo en un medio de expresión, transformarlo en música. Su esencia está hecha también de tiempo, a diferencia de la pintura, que está hecha de espacio. Una misma secuencia sonora expresa cosas diferentes según se distribuya el tiempo entre las notas. Puede haber sonidos breves y silencios largos. O al revés. Tras notas pueden ser lamento descriptivo o convertirse en un trino. Hay que domar el ritmo contenido en el compás, y reservarse unos sonidos y usar otros según la escala que estemos manejando, y luego domar la materia para sacar de ella los sonidos que queremos; fabricar instrumentos; y construir claves en el pentagrama para tocar con unos instrumentos y con otros. Una vez que maneja con maestría los materiales sonoros, el músico puede convertir en expresión las energías inexpresivas y dejar fluir, entre ellas, la inspiración, la fantasía de su espíritu que se desliza entre las notas, penetrándolas a todas, para hacerlas hablar y decir con ellas lo que quiere.
            El escritor trabaja con palabras. Tiene que aprender a domar sus sonoridades, a manejar sus significados, para que la rima no sea ripio ni los conceptos yuxtaposiciones inexpresivas y mecánicas. Tiene que conseguir que en cada sílaba, y en cada pausa, suene el pulso de la sangre, el latido de la respiración, la tensión de las venas, la presión de los ojos, el aleteo del vientre, el pálpito de las sienes, la relajación de la cara, o, según lo que esté escribiendo, la fuerza de la mandíbula mientras aprieta los dientes. El escritor no se deja mandar por las palabras, por sus sonidos y sus ritmos, sus silencios y sus significados; el poeta no escribe una rima porque se lo mandan las palabras, sino al revés: ordena a las palabras que se amolden a la rima que está buscando, que expresen los sentimientos que tiene dentro de su alma, y que buscan expresarse, y que no pueden salir si no convierte a la palabra en su vehículo, domándola y respetándola, obligándola y mimándola al mismo tiempo. El poeta, el dramaturgo, el novelista, no elige las palabras que se imponen a él en detrimento del sentimiento que quiere expresar, sino al revés: es el sentimiento el que se impone a las palabras, y si no valen unas se buscan otras, pero la creación brota como un flujo del escritor que ha sido atrapado por la musa, y lo exprime, soltando de sí un aliento que lamina las palabras como el agua arranca la arena del cauce, y por eso las palabras, tierra y arena erosionada del río, brotan por sí solas sin que apenas el poeta tenga necesidad de buscarlas. 


            El bailarín trabaja con el cuerpo. Y sus músculos, pesos que se oponen al movimiento, deben convertirse en velas que el viento arrastra arrastrando con ellas los barcos en los que están plantadas; o como alas que baten el aire a veces y a veces se dejan llevar por la corriente, venciendo su resistencia o entregándose a ella, pues el baile es victoria y derrota al mismo tiempo, atleta que obedece a las olas para vencerlas en su tabla hawaiana, y es una obediencia rectora, una obediencia creadora, una obediencia que manda. Pero el bailarín no flota en el aire por sí solo, primero ha de vencer la resistencia de sus músculos; y transformarlos, de cuerpos pesados que se oponen al movimiento (inercias que lo lastran como piedras en las piernas), en catapultas que lo impulsan a la velocidad del rayo, o en la lentitud de la alondra que parece, más que volar, que flota. Vemos un bailarín y parece aire que fluye dentro del aire como una corriente dentro de otra. Lo vemos de cerca y vemos sus músculos tensados, sus nervios de acero, toda una maquinaria que tensa su anatomía como el arco y la ballesta, como la catapulta, dispuesta para lanzarla. El baile es libertad, pero para ser libre hay que dominar el cuerpo y eso requiere una técnica ciclópea, dolorosa, tenaz, constante y espartana; también el escritor debe, para volar en libertad, someterse a disciplina y domar las palabras; el músico no puede saltarse las reglas si no las aprende primero, si no se pliega a ellas, si no es humilde antes de que venga la arrogancia; ni puede el arquitecto plasmar en la materia las creaciones de su espíritu si no conoce primero la resistencia de los materiales: para burlarla después y construir esas catedrales aéreas cuyas ojivas, ligeras, están hechas con materiales pesados y parece que desafiaran la ley de la gravedad.
            Sí: el arte es técnica. Ningún artista puede expresar lo que tiene dentro si no domina las técnicas expresivas, si no conoce los materiales con los que tiene que trabajar. Donde hay arte hay ciencia, lo que no quiere decir que sólo con conocer tu ciencia ya seas artista. Donde hay arte hay esfuerzo, pero tampoco basta con el esfuerzo para ser artista: hay dibujantes que han aprendido todas las técnicas de la academia y saben hacer dibujos académicos, pero sin alma. El arte requiere dominio de la técnica, sí, pero además requiere un escalofrío interior, una suerte de respiración recóndita, un misterioso suspiro del alma. El alma que respira es inspiración: soplo que viene de dentro como si un espíritu le hablara al oído, el poeta inspirado escribe como si escuchara una voz interior, o más bien, como si en su propio interior hubiese voces que se atropellaran luchando denodadamente por salir. El arte es, a un tiempo, inspiración y técnica. Técnica: cuando los Beatles saltaron a la fama lo primero que hicieron fue aprender música, porque se dieron cuenta de que con sus limitaciones sonoras no podían subir un peldaño más allá de su fama. Inspiración: cualquiera no puede aprender a escribir en un taller literario si no siente en sus entrañas el aliento de la creación. Una técnica no inspirada está vacía, y una inspiración no adiestrada está ciega; de nada sirve saber expresarse si no se tiene nada que expresar, y poco puede quien tiene mucho que decir y no sabe expresarlo; el técnico puede hacer cosas bonitas, pero sin alma; el artista, si no está preparado, puede fluir en el verso, pero fluiría mejor si supiera escribir, y su poesía alcanzaría entonces cotas más altas. Ya decía Bécquer que el genio poético debe saber atar a un mismo yugo la razón y la inspiración, y Edgar Allan Poe, cuando escribió “El cuervo”, contó de qué manera el genio creativo requirió de un control técnico, de una laboriosa preparación, antes de poder plasmarlo con palabras.


2. El boceto.     

            El pintor debe sentir la llamada de la musa. Debe conocer la técnica de la pintura. Pero también debe tener una idea de cómo es el cuadro que quiere pintar, qué composición quiere hacer, cómo quiere distribuir la luz, qué cosas quiere expresar y a partir de qué recursos; en suma, debe hacer un boceto antes de pintar el cuadro; o tres, o veinte, los que sean. Picasso hizo muchos estudios antes de tener claro cómo quería pintar el Guernica. En el boceto el pintor va estudiando cómo perfila el cuadro definitivo y va desarrollando la idea inicial, añadiéndole detalles a la visión de conjunto; a través del cuadro la primera visión nebulosa va saliendo a la luz, emergiendo lentamente entre la  bruma, definiéndose poco a poco, perfilándose cada vez más.
            Un edificio no se puede construir sin andamio. Un boceto funciona como un andamio. El arquitecto hace los planos de la casa, el músico analiza, antes de crearla, la música que tiene en su mente, para poderla alumbrar, y el escritor (poeta, dramaturgo, novelista) suele diseñar un plan de trabajo para que no queden cabos sueltos. La elaboración tiene dos fases: primero, hay un boceto que marca las líneas maestras de lo que vamos a construir, dividiéndolo, a ser posible, en partes (escenas, capítulos, estrofas, dejando en cada una de ellas los ganchos por medio de los cuales se va a conectar con las otras); y luego se construye, una por una, cada parte, cada capítulo, cada escena, y en esta segunda elaboración aflora, con todo su dramatismo (el dramatismo de la inspiración, que lucha contra los obstáculos), el aliento del poeta. Un flujo que nos lleva puede construir unas páginas hermosas; pero para que sea hermosa toda la obra hay que construir una estructura, quizá más compleja cuanto más simple sea lo que queremos escribir, y que sirva de cauce para que se derramen ordenadamente todos los flujos que nos mande la inspiración, y se repartan por la obra procurando recorrerla toda, como los canales de riego deben repartirse, sin olvidarse de ninguno, por todos los lugares de la huerta.


viernes, 15 de noviembre de 2019

VOCABULARIO EMERGENTE: MUJER



VOCABULARIO EMERGENTE


Mujer.

Machismo, feminismo, hembrismo, patriarcado, homosexualidad, bisexualidad, transexualidad, sexo, género… Palabras que necesitan ser definidas para saber lo que significan. Pero cuando no se definen y su significado flota en la vaguedad, se crea una confusión que convierte las palabras en verborrea y el verbo en signo sin significado; se ha creado una mitología del feminismo; una escolástica feminista que controlan seguramente algunos apóstoles que lo predican, pero no, desde luego, algunos de sus discípulos; sobre todo los que tienen trece años.
He salido de una clase de primero de secundaria y los alumnos han llevado la conversación al terreno de la homosexualidad; se trataba de una clase de ética. Después de exponer que una anatomía masculina podía tener fisiología femenina (dependiendo de sus hormonas), se ha planteado que hay quien tiene órganos masculinos pero tendencias femeninas, y a eso lo llamamos homosexualidad; y que la homosexualidad se tiene, pero no se elige; y que, por lo tanto, puede haber distintas orientaciones sexuales sin que eso signifique que uno pueda elegir libremente su sexo; la moda de la homosexualidad, o de la bisexualidad, nada tiene que ver con la naturaleza homosexual; y que ese tipo de modas son éticamente cuestionables, no así las realidades naturales (tal vez también sociales, pero independientes de nuestra voluntad) que corresponden a ese hecho.
Eso determina confusiones propias de una auténtica diarrea mental. Al decir que una mujer es un ser humano provisto de genitales femeninos, una chica pide la palabra y corrige: “no, es mujer quien se siente mujer”; y yo, entonces, le digo que eso no vale, porque no se puede meter lo definido en la definición si no queremos caer en un círculo vicioso; de lo contrario acabaríamos diciendo que sentirse mujer es ser mujer, sin que en ningún momento digamos claramente cuál es el significado de la palabra “mujer”.
Esa postura la adoptaron varios de los chicos y chicas que estaban en clase. Otra chica me preguntó si yo no estaba confundiendo homosexualidad con transexualidad, a lo que contesté que no: transexual es quien se cambia de sexo. “No”, me replicó, “se puede ser transexual sin cambiarse de sexo”, y entonces no tuve más remedio que rendirme: “explícamelo tú”, dije, “en este punto reconozco mi ignorancia; tú pareces tener más conocimientos que yo”. Pero cuando volvió con aquello de que era mujer quien se sentía mujer y que eso no era homosexualidad, sino transexualidad, se me pinchó el globo. Otra chica dijo que en la forma de comportarse hay hombres que manifiestan ser mujeres, y yo le pregunté si no estaba confundiendo el género con el sexo; por ejemplo, ser niño y jugar con muñecas no lo convierte a uno en niña. Lo rechazó de plano, pero no supo explicar la diferencia que hay entre orientación sexual y estereotipo, mezclando cuestiones biológicas y sociales a tontas y a locas.


Luego miré en el diccionario y descubrí que una persona que se siente mujer teniendo un fenotipo masculino es transexual, aunque no se cambie de sexo. Comprobé, también, que la real academia entendía por homosexualidad la “inclinación erótica hacia individuos del mismo sexo”. Hay que suponer que quien se siente transexual tiene tendencias homosexuales, porque sentirse de otro sexo presupone sentirse atraído por el propio sexo. Eso no nos aclara, sin embargo, lo que es una mujer; sentirse mujer no es lo mismo que serlo, a menos que tenga un fenotipo femenino; como tampoco es Napoleón quien se siente Napoleón por mucho que lo afirmen algunas mentes alienadas.
Para zanjar la cuestión propongo buscar la palabra en el diccionario; y aparece que, según la real academia de la lengua, la palabra “mujer” significa “persona adulta de sexo femenino”; queda claro entonces que toda persona que tenga sexo masculino no es mujer. Entonces habla un chico y nos dice: “para mí es mujer todo el que se siente mujer”. Hay que recordar entonces que el diccionario recoge lo que millones de personas se han puesto de acuerdo en que significan las palabras; él se pone al margen de la sociedad diciendo que entiende que ser mujer es otra cosa; le digo que tiene todo el derecho del mundo a cambiar el significado de las palabras, pero con la condición de que me diga lo que es una mujer sin caer en un círculo vicioso.
La conversación la interrumpe, y menos mal, el sonido del timbre, porque estaba girando en círculo sin salir del atolladero al que nos habían conducido las trampas de las palabras. Trampas puestas por quienes quieren crear un vocabulario que refleje ideologías y no realidades; y, sí, seguro que habrá unos cuantos que manejen más o menos bien esa terminología, pero al margen de ese posible núcleo de nitidez hay un halo de confusión en el que se mueven montones de personas estirando los significados como chicles. Lo que hay detrás de ellos es dogmatismo, imposición, no libertad de pensamiento (que es sometimiento a la realidad); hablar al margen de la realidad es someterse a una ideología, cuando la única sumisión posible es la que les debemos a los hechos.
Si estamos de acuerdo en que la mujer arrastra una postración social de siglos y hasta milenios; si estamos de acuerdo en que sus derechos deben ser reivindicados; si coincidimos en que no se debe castigar la realidad cuando no coincide con ideologías dominantes; y si, además, admitimos que una de las fuentes de dominación es el propio lenguaje, entonces una de las mejores armas de liberación es el lenguaje. Pero si, frente a la ortodoxia de un signo, encontramos otra ortodoxia de signo contrario (empeñada en forzar las palabras para violentar la voluntad de quienes buscan claridad y no nuevas tinieblas), entonces el machismo reaccionará, sin ser derrotado, frente a las ingenuas caricaturas del feminismo. Una mujer es una mujer, dígalo Agamenón o su porquero.




viernes, 8 de noviembre de 2019

LA AVARICIA COMO ADICCIÓN



LA AVARICIA COMO ADICCIÓN


             La avaricia rompe el saco. A veces queremos más cosas de las que podemos conseguir, y quererlas todas es la mejor forma de no obtener ninguna; por ejemplo si estoy en una mina de oro y sólo tengo mis bolsillos para llevarme el mineral, tengo dos opciones: o me llevo sólo lo que cabe en los bolsillos o los lleno hasta que se rompan, y entonces me quedaré sin bolsillos para llevarme nada. Quien quiere más de lo que puede puede menos de lo que tiene.

Deseo.

            Querer cosas que no tenemos es de lo más sano que hay en la vida. Si no tengo comida y quiero comer, lo normal es buscarla: entonces el deseo se identifica con la necesidad; si, por el contrario, deseo cosas que no necesito estoy buscando placeres superfluos, y todo lo superfluo suele ser nocivo (pues tan pernicioso como el defecto es el exceso); morir de hambre no es menos malo que morir de obesidad.

Aspiración.

            Cuando lo que deseamos es más bien espiritual, a los deseos los llamamos aspiraciones. Querer bien es aspirar a una vida mejor. Desear cosas cuerdas y justas es tener ambición, y ser ambicioso, tener aspiraciones, no sólo no es malo sino que es un signo de vida, de fuerza, de salud. Pero cuando queremos más cosas de las razonables caemos en la codicia, y cuando, además de codiciar las cosas, no nos preocupa hacer daño a los demás por quitarles lo que queremos, lo llamamos avaricia; la codicia es exceso en el deseo y la avaricia es un deseo injusto que con frecuencia conduce al robo. La ambición, cuando no es avariciosa ni codiciosa, es sana.

Ambición.

            Vamos a hacer una pequeña recapitulación terminológica. Querer es desear o ambicionar; lo lamamos deseo cuando busca satisfacciones inmediatas, y cuando es capaz de esperar la llegada del placer esforzándose por conseguirlo y merecerlo, lo llamamos ambición.

Gana.

            Hay un segundo sentido en que usamos ambas palabras: cuando buscan cosas exageradas o injustas constituyen esa enfermedad del deseo que llamamos gana: no en el sentido de tener gana de algo (que es lo mismo que tener apetito o sentir necesidad), sino de darle a uno la (real) gana, salirle a uno de las narices (o de las pelotas); ese deseo en sentido estricto es una forma irracional de querer; diríamos que al querer sano o llamamos apetito y al querer enfermo lo llamamos capricho o gana; esta última forma de querer, cuando no tiene límites, es la codicia, y cuando es injusto la llamamos avaricia; a la avaricia y la codicia también las llamamos ambición


            Pero ambicionar una cosa, cuando esa cosa es buena, también es aspirar a ella; la aspiración es, como hemos visto, un deseo sano, que sabe esperar y que trabaja por conseguirse; eso era lo que queríamos decir cuando lo llamábamos deseo “espiritual”.
            El querer inmediato es el deseo, el apetito, la gana, que cuando está enfermo lo llamamos capricho (avaricia, codicia) y cuando es sano coincide con la necesidad.
            El querer diferido es la ambición en sentido amplio, que cuando está enferma la llamamos, en sentido estricto, ambición, y cuando es sana la llamamos aspiración; también podemos aspirar a cosas que no merecemos, y esta forma de ambición también se confunde con la codicia y la avaricia.
            Las mismas palabras  se usan en sentido distinto, tanto positiva como negativamente. Veámoslo con algunos ejemplos:
            Cuando llevo tiempo sin comer se me despierta el apetito, y eso es lo mismo que tener ganas: siento muchos deseos de comer y es que tengo hambre; quiero y busco la comida que necesito, sentir deseos es lo mismo que sentir (o padecer) necesidad.
            Cuando ya he comido y veo pasteles en el escaparate se me despiertan las ganas de comer, pero ese deseo, ese apetito, ahora ya no es necesario porque tengo el estómago lleno: es un capricho, sí, y si me aprieta de manera incontrolada, casi adictiva, se convierte en codicia, y si no me importa robárselo al tendero con tal de llevármelo a la boca seré avaricioso.

Del deseo a la obsesión.

            Cuando ambiciono cosas que no tengo (un vestido, un coche, una casa) aspiro a hacerme con ellas, de modo que ese tipo de ambición, en principi,o no es malo; lo malo es obsesionarse uno con ellas, que es esa enfermedad que llamamos codicia: y me vuelvo avaricioso. 
            Si, por el contrario, ambiciono alcanzar cualidades que no tengo (generosidad, sensibilidad, empatía, eficiencia), ya no aspiro a tener mejores cosas, sino a  ser mejor persona; ésa es la ambición que deberíamos tener todos. La ambición nos despierta el ánimo, nos hace ver posibilidades, es un deseo de ser más, no de tener más, y es el motor de la plenitud, que es la vida sana.
            De modo que no es malo querer, desear, apetecer, ambicionar, aspirar, tener ganas; lo malo es sentirlo en exceso y obsesionarse con ello, que eso ya es adicción y dependencia, pérdida de libertad, y someterse a pasiones incontrolables; que las pasiones suelen ser indomables cuando la persona que las padece, atrapada en ellas como si estuviera en una cárcel, está domada: y no es libre. Es el caso del drogadicto, del ludópata, del obseso, del envidioso, del glotón, del ninfómano; y de quien sólo piensa en amasar fortunas sin saber en qué gastarlas, y hasta sufre por no gastar: el avaro.


El ahorro como avaricia.

            Molière dejó una pintura patética del avaro. Y Balzac: papá Goriot lo tenía todo y no gastaba nada, y su hija, que era rica, llevaba una existencia miserable. Stephan Zweig, y Dostoieski, dejaron retratos estremecedores del ludópata: cegados por la pasión del juego, y de la ganancia, arruinaron sus vidas cuando la obsesión de la ruleta borró los mejores sentimientos de sus vidas, los llevó a incumplir sus promesas más nobles, a olvidar sus aspiraciones y compromisos, incapaces de decidir, dejándose llevar por el juego como quien se siente arrastrado por las olas, como un autómata.

La avaricia rompe el saco.

            La codicia es una ambición sin límites. Iñaki Urdangarín tenía un brillante futuro como deportista, su familia no sufría privaciones, se casó con la hija del rey, su porvenir era boyante… pero la ambición le pudo; el deseo de tener cada vez más lo llevó a negocios turbios, perdió su posición, sus títulos nobiliarios, se le cerraron las puertas de la familia real, su esposa también se distanció, pidiendo el divorcio: acabó siendo un apestado. La ambición desmedida, ese deseo de tener más y más, le hizo perder lo que tenía y acabó en la cárcel, fracasado.
            James Maddoz tenía suficiente dinero para vivir en el lujo pero jugó sucio, hundió la bolsa, lo condenaron a la cárcel y acabó suicidándose. La ambición desmedida es una psicodependencia: uno queda atrapado en una pasión, con las manos atadas, y acaba perdiendo el control de sí mismo.                                                                                                                                                                                                                                                           

EL SACO DE LOS VIENTOS

            Eolo era el dios que controlaba todos los vientos; de él dependía que fueran fuertes o suaves, cortos o duraderos, rápidos o lentos. Un día Eolo quiso ayudar a Ulises a volver a Ítaca, donde lo esperaban su mujer y su hijo. Ulises no podía poner rumbo a su tierra porque lo perseguía Poseidón, que estaba enfadado con él y le reservaba su cólera destructiva. Eolo no dio a Ulises los vientos favorables, pero sí accedió a darle todos los vientos adversos; se los dio metidos en un saco para que nunca le pudieran atacar, y desde aquel día Ulises no se separaba del saco, asiéndolo fuertemente para que los vientos estuvieran siempre bien atados.
            Pero los compañeros de Ulises miraban aquel saco con envidia. Se pensaban que estaba lleno de tesoros y que Ulises no los quería compartir con ellos. Y un día que Ulises se quedó dormido, se lo arrebataron y lo abrieron, buscando en su interior los tesoros que les pintaba su insaciable imaginación; pero, lejos de ver tesoros, lo que salió del saco fueron unos vientos terribles que los azotaron sin piedad e hicieron zozobrar la nave. Tres días duró la tormenta, y fue terrible. Cuando volvió la calma se hallaron perdidos en el mar, muy lejos ya de su amada Ítaca. La codicia los había alejado del hogar, que tardarían muchos años en volver a encontrar, y en el camino murieron todos menos Ulises.
          La codicia rompió el saco. El saco de los vientos, donde se encerraba la adversidad y terminaba la aventura de volver a Ítaca.




viernes, 1 de noviembre de 2019

LA MADRE





LA MADRE


            El hogar, la lumbre. El hogar es la lumbre que nos calienta. Allí donde hay un fuego que crepita, donde cuelga la marmita sostenida por un gancho, bajo las luces fantasmagóricas en las noches de invierno, allí está nuestro hogar. El pecho es una casa y en uno de sus rincones hay una hoguera dulce, acogedora y cálida: es el corazón; el corazón, lumbre que convierte las casas en hogares. Una casa con un hogar que la llena en uno de sus rincones es el lugar donde vive el cuerpo. Y una casa con una madre que la llena en todos sus rincones es el lugar donde vive el alma. Como los fuegos que se apagan muchas veces por la falta de leña, así también, por falta de fuerzas, se apaga la luz de la madre. Y del padre. Y de los abuelos. Y de las abuelas. Ese día tendremos que aprender a vivir convirtiéndonos en madres; convirtiéndonos en padres; y es entonces, como en una carrera de relevos, cuando se enciende la llama que habrá de alumbrar a los demás, estando nosotros en el centro.
            Dicen que el pecado original se transmite gratuitamente de padres a hijos: habría que verlo. Lo que sí me creo es que de padres a hijos se transmite, como de antorcha en antorcha, el calor de la llama; y la llama olímpica no se apagará jamás aunque se encienda en otros pebeteros. Madre no hay más que una y es la misma que transmite el calor en todas las casas a través de todas las madres. Y cuando esa madre falta, resulta que nosotros sin querer, sin apenas darnos cuenta, nos estamos convirtiendo también en madres. El fuego no se apaga nunca, el calor no morirá jamás, y el rincón del pecho que el corazón habita crepitará con dulzura, y es entonces el corazón de todas las madres. Las madres velan por sus hijos, ¿pero quién vela por ellas cuando les toca el turno de perder a sus madres?
            Dar el calor a los demás, qué bonito; calor de las entrañas, calor entrañable. Pero qué triste es quedarse sin madre. Nos vienen a la mente los recuerdos de infancia cuando el sol derramaba su luz y la convertía en color entre las hojas de la parra; cuando jugábamos alegres por el campo y volvíamos a casa y la madre esperaba con el bocadillo en la mano, si era por  la tarde; o esperaba con la cena si era por la noche; y luego, un poco mayores ya (pero todavía niños), alzábamos el botijo o el porrón o apretábamos la bota y bebíamos el agua fresca y transparente y el vino cálido, refulgente y rojo. Los perros que ladran en el campo. Por el cielo, extendiéndose en las bodas, el piar de los pájaros. Los cantos del suelo con los que tropezábamos y nos hacíamos sangre en las rodillas. El sudor de los niños que corrían, despreocupados, mientras se oían las novelas de la tarde. Chiquillos correteando después de la siesta. O en un balcón, el rayo, en días de tormenta, empapándonos del agua que nos alimenta mientras nos cala en la ropa; y luego, cuando escampa, salimos otra vez para pisotear la hierba y salpicar los charcos. Siempre volvíamos, más sucios que limpios, y siempre estaba en la casa esperándonos la madre. O la madre de la madre, porque el padre, y el padre del padre y todos los padres de todas las madres, siempre estaban fuera ganando el pan con la frente, sudando y trabajando; aunque también trabajaban las madres que sudaban. Pero dentro, dentro de casa, allí donde nosotros íbamos, estaba siempre la abuela; la madre; y nos daban pan con chorizo o pan con chocolate. Y su presencia cálida le daba a la casa un fulgor que lo hacía todo diferente. Entre caliente y cálido. Cálido para el corazón, caliente para el pecho; que tiritaba siempre cuando se juntaba el frío con la lluvia y se helaban todas las superficies de todos los charcos.      
Y hoy la madre se acaba de morir. El corazón se ha quedado solo, solo con nuestra infancia aunque ahora, rodeados de niños, también estemos nosotros muy bien acompañados. Pero ahora corretean ellos, no nosotros. En algún lugar se quedó el viento, el agua de la lluvia, los trotes de los niños, el salpicar de los charcos, las palizas que nos dábamos. Todo eso estaba en la madre, la madre que era nuestro recuerdo, hoy ya triste y arrugado, y la madre éramos nosotros de niños, eran nuestros juegos, era nuestra infancia; ahora se ha muerto y ha muerto con ella, también, ese pedazo de nosotros; por eso nos sentimos, aunque siga habiendo niños y hogar y calor y pisar de charcos y trotar en la hierba y murmullo de gritos en el campo, nos sentimos solos porque se ha ido, con la infancia, el guardián del reino donde fuimos príncipes hace muchos años; se ha ido la reina y ahora nos quedamos huérfanos aunque seamos príncipes: la madre.
A mi amiga Agustina, en quien crepita sereno, en el momento de la partida, el corazón marchito de una madre.