viernes, 29 de junio de 2018

DE LA DEMOCRACIA ASAMBLEARIA





DE LA DEMOCRACIA ASAMBLEARIA  
  

            Tendría yo al filo de los veinte años. Estaba en la universidad. En una de esas huelgas de primavera que suelen estallar todos los años y que tuvo por objeto una reforma educativa, nos convocaron a todos en un anfiteatro; el anfiteatro estaba de bote en bote y arriba, en los pasillos, por los lados, hasta el último hueco estaba abarrotado. En la tribuna estaban los líderes de las entidades convocantes. Empezaron a hablar. Primero fueron las quejas contra la reforma. Gritos. Luego hablaron del ministro. Abucheos. Una voz gritó desde el centro de la sala:
            ¡Ay, Haby, si tu madre hubiera conocido la píldora!”
René Haby era el ministro de educación. Aplausos. Pataleos. Luego gritó en la tribuna, desencajado, el del pelo más largo:
-¡Yo ya estoy harto de venir a la universidad! ¡Harto de recibir esta educación burguesa! ¡Yo quiero que haya por fin una educación para el pueblo!
Un estruendo hizo retumbar la facultad hasta los cimientos.
-¡Hemos ido a la Renault! ¡Mañana va a venir un obrero a la manifestación! ¡Con nosotros!
Aplausos, aplausos hasta reventar. Con un obrero y doscientos estudiantes ya estaba sellada la alianza entre los intelectuales y la clase obrera. Francia, 1975. Era el tiempo en que Sartre iba a arengar a los obreros a la fábrica de automóviles, buque insignia de la industria francesa. Junto a la Dassault. Yo, con muchas ganas de aprender, y de luchar contra las injusticias, escuchaba con atención. No salía de mi perplejidad: iban a buscar a un obrero como quien busca un objeto valiosísimo de las poblaciones polinesias. Un obrero convertido en la clase obrera (cualquier lógico te diría que eso es una aberración; nominalismo puro). Entonces supe que el único hijo de obrero era yo; los demás eran hijos de papá que no habían visto un obrero en su vida; y ahora estaban jugando a la revolución; en los pocos años que median entre la escuela y la vida laboral.
-¡Acabaremos con la sociedad capitalista! –gritaba uno.
-¡Socavaremos los cimientos de este mundo corrupto! –gritaba otro.
-¡Has cavado bien, pequeño topo! –gritaba Hegel.
-Un fantasma recorre Europa –gritaba Marx.
-Vais al cine, ¿y qué veis? –gritaba el del pelo largo-. ¡Escenas de la vida conyugal! –se contestaba solo-. De Ingmar Bergman. ¿Y qué importan a mí los fantasmas de la burguesía?  
Claro, la revolución era incompatible con el psicoanálisis.
-¡Tiendas! ¡Publicidad! ¡Productos de lujo! ¡Sociedad de consumo! ¡Compañeros, recordemos lo que decía Adorno! ¡Estamos cosificados por la sociedad de masas! ¡Somos un tornillo del motor, una pieza de la maquinaria, un engranaje de la fábrica! ¡Tenemos que reivindicar, con Moustaki, el derecho a la pereza! ¡Basta ya de trabajar como autómatas! ¡Cogito, ergo automaticus sum! ¡Que suba la imaginación al poder, como decían los del 68! ¡Vivan los trabajadores de la cultura! ¡Viva la revolución! ¡Viva la clase obrera!
-¡Estáis de acuerdo? -gritó otro desde la tribuna a voz en cuello; le respondió una salva de gritos y pataleos. Se cantaron pareados. Se corearon consignas.
-¡Síííí! –Unanimidad en la sala. Yo no hablaba a nadie. Yo sólo quería escuchar, había venido a enterarme de los motivos de la huelga, pero aquello era una asamblea: no un debate.
Siguieron intervenciones donde cada uno contaba sus penas. Nadie hablaba: gritaba; y cada grito era coreado por una salva de aplausos; evidentemente, si alguien hubiera gritado cosas contrarias a las consignas nadie le habría hecho eco; lo habrían abucheado. Yo miraba a mi alrededor y vi que algunos no hablaban; pero hasta ellos, al cabo de un rato, acabaron salmodiando, alborotando y gritando. Ni una sola objeción, ni un análisis; sólo clamar con voces desgarradas los sufrimientos de esos jóvenes pisoteados por el sistema, los estertores de esa sociedad que acababa haciendo aguas, las convulsiones del viejo mundo que rabiaba con alaridos de parto:
-¡Esto tiene que estallar! ¡Viva la revolución!


Joven guardia. La internacional. A las barricadas. Gritos, aplausos, pataleos; ni la música se podía oír, sólo el tumulto; ni llegaban las ideas para pensar, sólo palabras; y las palabras eran pastillas para gritar, voces para estallar, no vehículos de reflexión: se agotaban en la garganta sin llegar al cerebro, porque las notas de la música las tapaban los gritos y al final no había ni significados, ni palabras, ni música: sólo ruido.
Salieron todos del anfiteatro en confuso montón. Las puertas se atascaban como si aquello fuera una jauría: cuerpo contra cuerpo, golpes contra la pared, una masa enfebrecida, comulgando con la rebelión, convencida de que con aquello iban a cambiar el mundo. Mi perplejidad iba en aumento. Yo había ido a una asamblea y me encontré con un espectáculo. Había ido a entender, y a conocer, pero durante aquella reunión apenas si se sobrevoló, muy de pasada, el texto de la reforma educativa, ya no para discutirlo, sino para vilipendiarlo; el texto era como un libro maldito y cualquier cosa que saliera de él despertaba, como un reflejo simultáneo y automático, los anatemas furibundos que se habían aprendido: las descalificaciones sin argumentar. Las condenas, los insultos. No se había hablado de nada. Solo se habían soltado iras, como en el mundo de Orwell se empleaba el día de la ira, para limpiarse por dentro y liberarse de las malas energías que llevamos reprimidas.
Después supe que aquello había sido un simulacro de asamblea. Otras asambleas a las que también asistí, con ser menos patéticas, no eran menos inoperantes; más proclives a los gritos que a las palabras; receptivas a las consignas más que a las razones; a las creencias más que a las opiniones. Cada uno recitaba allí su credo; sus dogmas, la fe que había mamado desde que se hizo militante. Y pocos estaban dispuestos a escuchar la fe del otro. Aquellas otras asambleas no servían para contrastar discrepancias, sino para confirmar unanimidades. Y lo mismo daba que fueran doscientos o que fueran veinte. Un compañero se sentó cerca del coordinador de la reunión un día que había que decidir algo. El coordinador puso un papel sobre la mesa, boca abajo. En un momento inesperado, al gesticular con el brazo, el papel se dio la vuelta: mi compañero leyó lo que estaba escrito; se siguió debatiendo durante una hora y media y al final se votó: y la resolución que se tomó fue, ¡oh, milagro!, la misma que había escrito en su papel el coordinador que nos había convocado.
Reuniones que se convocan para que los reunidos decidan, libremente, lo que ya ha decidido el jefe: sin darse cuenta de que habían sido llevados a ello por su hábil dialéctica. Asambleas donde las masas votan lo que propone el líder; y muy poca gente lo cuestiona. Asambleas variadas de todo tipo y pelaje: asambleas multitudinarias, como la del anfiteatro; asambleas donde solamente sabe de lo que habla quien toma la palabra, como la de la junta de accionistas de un banco o la del ágora ateniense; asambleas con menos gente, como un consejo escolar, un claustro de profesores o una junta de delegados; y asambleas con poca gente, como una comisión pedagógica o una reunión de seminario o un grupo de trabajo.
Parece, en primer lugar, que las cosas funcionan mejor cuando hay poca gente. Se oye hablar menos a las tripas que al cerebro. Además, no hay que gritar para hacerse oír: lo que ocurre cuando hay grandes espacios y se usan micrófonos que en vez de amplificar la voz, la distorsionan. Las asambleas muy numerosas son proclives a que haya vagos y revoltosos: como el ágora de Atenas. Los grupos pequeños sustituyen los discursos por el diálogo, la gente habla para hacerse entender, no para hacerse oír. Las grandes asambleas no reúnen los requisitos que buscaba Habermas para las verdaderas conversaciones. No despojan a las palabras de esa comunicación paralela que son los gritos, los gestos, los tonos, las miradas abyectas, las descalificaciones, los insultos que se ven sin darse uno cuenta, porque no se dicen: porque, más que lo que se comunica con las palabras, sentimos más o menos inconscientemente lo que metacomunicamos con las miradas y los gestos (como decían Paul Watzlavic y George Bateson). Las asambleas numerosas son prolíficas en metacomunciación, y parcas en comunicación. Y las de poca gente sólo valen si las tripas no acompañan, con los gestos, lo que dice nuestro cerebro con las palabras.
Y todos tienen derecho a hablar en las asambleas que presumen de pedigrí democrático: pero no todos tienen las mismas oportunidades de hablar. Quien está en la tribuna toma la palabra y no la suelta. Aparte de que, hablando desde la tribuna, se envuelven las palabras de una autoridad que no tienen cuando se dicen desde el público. Y en los grupos pequeños a veces hay gente que no para de hablar, mientras que el resto no habla nunca: si no hay un moderador que reparta los tiempos, el debate se convertirá en un monólogo, y lo que salga de él no reflejará el pensar y sentir de todos sino el sentir y pensar de uno; y no se comprometerán todos a cumplirlo.
Yo soy partidario de los debates, no de las asambleas. Y si por asamblea entendemos una reunión de masas, entonces soy contrario a la democracia asamblearia, que es, porque están todos, una democracia directa; y precisamente porque están todos es el lugar donde nunca está nadie. A veces hay que delegar para que las cosas funcionen. Y si todos quieren hablar, deberán hacerlo en condiciones que faciliten el diálogo por encima del discurso. Y cuando se delega hace falta confianza, y si se desconfía hay que vigilar a quien nos representa; pero hay que extender la confianza lo más que se pueda. Y si votamos con el corazón, procurar que esté buenamente equilibrado con la cabeza. Hay que llenar de diálogo los espacios silenciados por los discursos de las asambleas: porque deben hablar todos, pero no todos a la vez, ni juntos ni a gritos. Hablar para que se pueda oír: no oír a los pocos que hablan.
Año más tarde me volví a encontrar con el joven del pelo largo. El que gritaba más, el que más consignas coreaba, el que quería buscar a un obrero para pasearlo por la manifestación de los estudiantes. Tenía el pelo corto. Tenía traje y corbata, unos zapatos negros que brillaban y una voz encantadora y melosa de marketing. Aquel revolucionario de acequia llevaba en la mano una maleta diplomática.




viernes, 22 de junio de 2018

HACIA UN ROMANTICISMO BIEN ENTENDIDO



HACIA UN ROMANTICISMO BIEN ENTENDIDO


            El corazón no es lo contrario de la razón; no es su enemigo; por tanto, se puede sentir sin dejar de pensar; una vida emocionante no es una renuncia a pensar con la cabeza; ni con el corazón.
            Tener razón es ordenar los sentimientos; de ninguna manera olvidarse de sentir. La razón es la forma que damos a lo que sentimos; el sentimiento es la materia de la razón; pensar sin sentir es como tener un vaso de agua sin agua: los robots son vasos vacíos; la inteligencia artificial es el manejo hueco de la razón.
            Vivir es organizar los sentimientos; eso significa que sin sentimientos no se puede vivir. Siento que quiero el dinero de Juan pero también siento que quiero a Juan; los sentimientos se imponen unos a otros porque no todos tienen la misma fuerza; y la razón busca razones en las cosas para gozar (entonces es razón cordial), no para vencer y dominar (porque entonces es razón técnica, razón estratégica, razón instrumental).
            La razón decide: el sentimiento también. Una decisión sentimental, o emotiva, es un impulso; una decisión razonada es el resultado de una reflexión. Si decido impulsivamente ir a emborracharme gozaré sólo un rato, y el resto del tiempo ve lo voy a pasar mal; pero si tomo una decisión razonada sabré que todos los malos momentos por los que me decida estarán orientados a gozar; por ejemplo, puedo decidir abstenerme de comer dulces para vivir bien (cuando se me ha diagnosticado un problema de diabetes).
            La razón es orden. Eso no significa que el sentimiento sea desorden, como piensan los románticos extraviados, y hasta el propio Nietzsche, cuando afirman que el sentimiento es lo contrario de la razón. Lo contrario de la razón es el caos. El sentimiento no es un caos y por eso sentir no es incompatible con pensar. Sentir es identificarse con las cosas, y lo contrario es la distancia, que no es razón, sino falta de sensibilidad. La razón necesita poner distancia con las cosas para ordenarlas, pero en sí misma no es distancia; la distancia es un instrumento de la razón.


            Veamos ahora de cuántas maneras podemos acercarnos al mundo; de cuántas maneras podemos vivir:
            1. Razonando sin sentir. Es la lógica pura y descarnada, la maquinaria del pensar, que a veces nos hace comportarnos como máquinas: es orden en la distancia, propio de los ordenadores, los robots, los androides… la inteligencia artificial; también es propio de las personas que actúan como máquinas; y de las personas que carecen de determinados sentimientos, como los psicópatas: aquellos que padecen de personalidad antisocial.
            2. Razonando y sintiendo. Es la cordialidad, o para decirlo de manera más explícita: es la razón cordial. El corazón no se separa nunca de la razón (o de lo contrario se convierte en tripas). Sentir es estar cerca de las personas y las cosas; cada sentimiento es una forma de vivir la cercanía de las cosas, desde las cercanías más tenues hasta las proximidades más íntimas: lo íntimo es lo entrañable, está allí donde las tripas dejan de ser vísceras y se convierten en entrañas; lo entrañable no es lo mismo que lo visceral. Éste es el romanticismo auténtico: el que no confunde la profundidad de los sentimientos con el desorden de la razón.
            3. Sintiendo sin razonar. Es patología. Si la cordialidad genera ontología cuando se acerca más a la razón y patiología cuando está más próxima del sentir (pero siempre con el auxilio de la lógica), la patología es un fallo de la vida, por lo menos en alguno de sus componentes. Es un sentir desordenado, porque los sentimientos menos importantes adquieren más importancia que los que importan más: como Homer Simpson, que valora más una cerveza y un eructo que una muestra de amor. Sucede, sin embargo, que a veces a Homer Simpson se le escapa una vena sensible: lo que indica que tiene sentimientos, pero están sin cultivar; como un diamante en bruto que no ha sido tallado todavía. Cuando el sentimiento desordenado (o, lo que es lo mismo, un sentir arbitrario) procede de la naturaleza, podemos hablar de la patología; cuando es obra de la educación (o de la falta de ella) lo llamaremos incultura. La persona inculta valora más a Torrente que a Eisenstein, aprecia más la cerveza que la pintura, el arte Kistch (o la apariencia de belleza) más que la belleza, y el dinero más que la felicidad. Los afectos incultos o enfermos pueden ser curados: en unos casos bastará con la educación; en otros hará falta una terapia; y en otros, los dos.
            4. Sin pensar y sin sentir. Es la naturaleza inorgánica. Una piedra ni piensa ni siente. Algunos animales están en este caso, sobre todo los inferiores (las células, las algas, las esponjas, los seres sin cerebro, los que no tienen conciencia y hacen las cosas por instinto). El instinto no piensa, pero está ordenado por un pensamiento previo… ¿De dios? ¿O de la naturaleza que se expande en la evolución? La vida instintiva es un cúmulo de razones que no son del individuo, sino de la especie; y que se muestran actuando no ya desde el sistema nervioso, sino del código genético. Entre los animales con cierto grado de conciencia aparece ya un principio de orden en el sentir no distanciado: pues sienten dolor cuando les matan a sus crías, aunque no lo sientan cuando ellos matan a las crías de los demás. Hay, también, estados psíquicos que llevan al ser humano a actuar sin pensar y sin sentir: de manera maquinal (pero sin ser máquinas). No es lo mismo ser una máquina (como les pasaba a los seres que razonaban sin sentir) que actuar de manera maquinal (que es lo que hacen los seres que viven sin sentir y sin pensar).
            La vida no es un caos. Tampoco es solamente un orden lógico. Se vive cuando, al tiempo que la razón no te quita las posibilidades de sentir, las emociones no te quitan las facultades del pensar. Y hay, desde la célula y la esponja hasta el homínido más inteligente, una panoplia de muchas formas de vivir.




sábado, 16 de junio de 2018

POESÍA





PIENSO

   Oigo. Me encuentro solo.
Quieto, guardo la resaca
de querer pensarlo todo.
No hay nadie. Mi destino
se pierde en la existencia
difusa de los destinos.
Y leo y pienso y quiero
una respuesta a la duda:
pero nunca la consigo.
Entre las letras del libro
pierdo esencias que no encuentro.
Pienso. Pero, oculto el lobo
de la psiquis que me come,
quedo sin él. Pienso sólo.


SE HA ROTO

   Cuando un hombre y una mujer se han dejado
se quedan solos.
Cuando un hombre y una mujer se encuentran
sólo hay miedo.
Cuando ya un hombre y una mujer no andan juntos
es que se ha roto
una vez más una estrella en el firmamento.
Es que ya el firmamento mismo se ha roto.
Cuando un hombre y una mujer se quedan solos.



A LOS POETAS ELEGIDOS

   Si escucháis por la noche en el otoño
esa brisa que os devuelve la esperanza.
Si escucháis… ¿A qué miraros? Hay
en el cielo gris de la pereza
mil suspiros entregados a la nada.


NADA

Escuchad los ruidos de la noche
cuando no dice nada.
Escuchad los ecos de las nubes
cuando están lloviendo.
Escuchad los ruidos del silencio
cuando está llorando.
Nada queda ya en la noche.
Yo, que de puro pobre, me he hecho viejo.



viernes, 8 de junio de 2018

EL FLUJO DE LA PASIÓN




EL FLUJO DE LA PASIÓN


1. Deseo.

            El deseo es la atracción por el placer. Ese afán puede ser de dos clases, según que se oriente hacia el cuerpo visible o hacia el alma invisible.

(1) Deseo del cuerpo. “Cuando el alma se sirve del cuerpo para captar cualquier objeto (…) mediante los sentidos (…) ella se siente atraída por él hacia lo cambiante”; entonces “se pierde (…) como si estuviera ebria”.
            (2) Deseo del alma. “Pero cuando examina las cosas por sí misma se inclina hacia las cosas puras, eternas, inmortales, inmutables (…) deja de extraviarse (…) y este estado del alma es lo que llamamos pensamiento.

            El deseo pensante se opone, pues, al deseo sensorial como la orientación es al extravío. Por otra parte, los deseos pueden ser o intensos, o débiles y tranquilos (esto es, de baja intensidad). Pues bien:

a)      Los deseos intensos que proceden del cuerpo (de “las partes del hombre que producen vergüenza”) no obedecen a la razón, e intentan dominarlo todo de manera autónoma.
b)      Los deseos intensos que proceden del alma, liberados de “ese sepulcro que llamamos cuerpo” en el que estamos encarcelados como la ostra en su concha”, producen visiones felices que contemplamos en su puro resplandor. La belleza es “la más manifiesta y la más amable de todas”, resplandeciente entre todas ellas; pero “al llegar a este mundo la aprehendemos por medio (…) de nuestros sentidos”. En efecto “lo divino es bello sabio, bueno” y con él “crecen (…) las alas del alma”.

El deseo corporal produce cólera, y es como si le quitase al corazón la capacidad de controlarse; en efecto, “el buen caballo (…) empapa de sudor a toda el alma” y el otro, el malo, que representa la concupiscencia, prorrumpe en injurias colérico, haciendo mil reproches al auriga y a su compañero de tiro”.


2. Amor.

            Recordemos que, para Platón, “el amor es una especie de deseo”. También lo define como el estado de quien “posee la belleza” como “único médico de sus mayores sufrimientos”. En otro momento habla también de la “amorosa locura”, con lo que el amor es una especie de locura.
            Sabemos también que el amor no es un deseo corporal, sino un deseo celestial, puesto que parece consistir en un “recuerdo” o “añoranza de las cosas de antaño”, entendiendo por antaño las visiones que teníamos en otro mundo, “y al llegar a este mundo “las “aprehendemos por medio de (…) nuestros sentidos”; el estado que produce en nosotros la reminiscencia de la belleza lo llamamos amor y felicidad o placer celestial, pues “felices eran las visiones que (…) contemplábamos en su puro resplandor (…) sin” el “cuerpo”. Esa forma de placer consiste más, como ya hemos visto, en “un sentimiento de veneración” que en una forma de consumir el objeto amado; comer un buen plato es consumir la comida y destruirla mientras la disfrutamos; en cambio al admirar o venerar un cuadro no lo consumimos mientras lo estamos amando; no es lo mismo poseer la belleza que poseer un objeto bello. Pero amar es ser poseído más que poseer; “poseído por un dios”. En otro momento habla Platón de un genio. “Todo lo que es genio, está entre lo divino y lo mortal”, porque el genio “interpreta y transmite a los dioses las cosas humanas y a los hombres las cosas divinas”; así, el “hombre sabio (…) es un hombre genial”. “Estos genios (…) son muchos (…) y uno de ellos es el amor. En otro lugar habla Platón de endiosamiento: ese estado que llamamos entusiasmo y que literalmente podríamos llamar llenarse de dios o llenarse de dioses; o de genio: “eudaimonía”, que en griego significa “felicidad”.
            Ese estado genera en nosotros una corriente irresistible a la que llamamos “flujo de pasión”. El cual incluye una buena dosis de ceguera, porque el enamorado “no puede dar razón de su estado” y se ve a sí mismo reflejado en el amado “como en un espejo”. Por eso estar enamorado es estar loco, y que “el amor es una especie de locura”, pero no producida por “enfermedades humanas”, sino por “la divinidad”. Recordemos que hay cuatro formas de locura divina:
(1)   La inspiración profética (propia de Apolo).
(2)   La inspiración mística (propia de Dionysos).
(3)   La inspiración poética (propia de las Musas).
(4)   La locura amorosa (propia de Afrodita y Eros).
La locura de amor es una forma de pérdida de control: podemos suponer que Platón no la aprecia tanto como a la razón, que es control y conciencia. “Los enamorados reconocen que están más locos que cuerdos, y que saben que no están en su sano juicio, pero que no pueden dominarse”.
Por otra parte el Amor, como la filosofía, “se encuentra en el término medio entre la sabiduría y la ignorancia”, dado que el sabio no necesita saber (porque ya sabe) y el ignorante no sabe que lo necesita (porque no sabe que no sabe, y al no creer que le falte nada “no siente deseo de lo que no cree necesitar”). Por eso “es necesario que el amor sea filósofo”, al ser hijo de Poro (el recurso) y Penía (la pobreza).


A. ¿Cómo se aprende a amar?
Hay un “método de abordar las cuestiones eróticas”; o, como recuerda Antonio Rodríguez Huéscar, “una vía (…) para llegar a la contemplación de lo bello”, un “camino recto”, pero para encontrarlo hace falta “una ‘iniciación’, pues las cosas superiores del amor son un ‘misterio’. Constituye esta iniciación un ascenso erótico” a través de cuatro grados. Sigamos a Platón:
1º. “Empezar por las cosas bellas de este mundo teniendo como fin esa belleza en cuestión y, valiéndose de ellas como de escalas, ir ascendiendo constantemente, yendo de un solo cuerpo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos”. Desembocamos, pues, en un “amor a la belleza corpórea en general” (dice Rodríguez Huéscar).
2º. Ascendemos “de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta”. Llegamos, pues (dice rodríguez Huéscar), “al amor a la belleza de las almas, es decir a la belleza moral”.
3º. “Y de las normas de conducta a las bellas ciencias”. O sea, “amor a los conocimientos”; aquí “el amor se desprende ya de la servidumbre de los seres humanos concretos”.
4º. “Hasta terminar, partiendo de éstas [las bellas ciencias], en esa ciencia (…) de la belleza absoluta” y conseguimos contemplar la belleza en sí”. Es (dice Rodríguez Huéscar) “como una revelación de algo ‘maravilloso’ (thaumastón), a lo cual se ordenan como a su fin todos los grados anteriores”.
Resumiendo: empezamos, “desde la juventud”, a dirigirnos “hacia los cuerpos bellos” hasta enamorarnos “de un solo cuerpo y engendrar en él bellos discursos; comprender luego que la belleza que reside en cualquier cuerpo es hermana de la que reside en (…) otro”, o sea: “hacerse enamorado de todos los cuerpos bellos y sosegar ese vehemente apego a uno sólo”. Después “tener por más valiosa la belleza de las almas que la de los cuerpos” y “contemplar la belleza que hay en las normas de conducta y en las leyes”: ahora sabemos que “la belleza del cuerpo es de escasa importancia”. Pasando por las ciencias para que el iniciador consiga que el iniciado vea la belleza de éstas, quien ha sido “educado en las cuestiones amorosas en este orden”, llegado “al grado supremo de su iniciación en el amor, adquirirá de repente la visión de algo que por naturaleza es admirablemente bello”.
Una objeción muy importante podemos hacer a esta teoría tan atractiva: si la puerta de acceso a la belleza son los cuerpos bellos, ¿ignoraremos esa belleza interior, muchas veces la más excelsa de todas, que hay en los cuerpos feos (por ejemplo en el de Sócrates)? ¿No nos condenaremos a ignorar las que pueden ser las mejores manifestaciones de belleza, que a veces duermen en unos cuerpos horribles? Pensemos en Marianela, en el jorobado de Notre Dame, en los quemados y los heridos y en tantos y tantos casos. Platón dice, con toda razón, que “la belleza del cuerpo es algo de escasa importancia”, pero la belleza del cuerpo es la única puerta de acceso que él mismo ha establecido para la belleza del alma; y aunque anima a que “si alguien es discreto de alma, aunque tenga lozanía, baste ella para amarle”, ¿cómo vamos a entrar en la casa si tenemos la puerta cerrada? ¿Cómo podríamos llegar al núcleo de los átomos si éstos no fueran receptivos en su capa de valencia?



B. ¿Cómo aparece el entusiasmo amoroso? El flujo de la pasión.
1º. “El que acaba de ser iniciado, el que contempló muchas de las realidades de entonces” (en la otra vida), “cuando divisa un rostro divino que es una buena imitación de la Belleza, o bien la hermosura de un cuerpo, siente en primer lugar un escalofrío, y es invadido por uno de sus espantos de antaño. Luego, al contemplarlo, lo reverencia como a una divinidad”.
2º. “A continuación del escalofrío, se opera en él un cambio que le produce un sudor y un acaloramiento inusitado. Pues se calienta al recibir por medio de los ojos la emanación de la belleza”.
3ª. Después “la caña del ala se hincha y se pone a crecer desde su raíz por debajo (…) del ala; pues toda ella era antaño alada (…) y esos síntomas que muestran los que están echando los dientes cuando éstos están a punto de salir, ese prurito y esa irritación en torno a las encías, los ofrece exactamente iguales el alma que está empezando a echar las alas”.
4º. “Siempre que pone su vista en la belleza del amado, al recoger de él unas particulas que vienen a ella en forma de corriente –y por eso precisamente se les da el nombre de ‘flujo de la pasión’-, se reanima y calienta, se alivia en sus penas y se alegra”.
“Pero, cuando queda separada y se seca, secándose con ella los agujeros de salida por donde surge el plumaje, se cierran e impiden el paso a los brotes de las alas. Quedan éstos encerrados juntamente con el ‘flujo de pasión’, brincan como un pulso febril, y golpea cada uno el orificio que tiene frente a sí (…)”.
De esa manera, “aguijoneada el alma (…), se excita como picada del tábano y sufre, en tanto que, al acordarse de aquel bello mancebo, de nuevo se regocija (…) se angustia (…) y (…) se pone rabiosa, y en este frenesí ni puede dormir de noche ni quedarse quieta (…) de día, impulsándole su añoranza a correr adonde cree que ha de ver a quien posee la belleza”. (…)
“Y cuando lo ha visto, y ha canalizado hacia sí el ‘flujo de pasión’, abre lo que entonces estaba obstruido, recobra el aliento, cesa en sus picaduras y dolores, y recoge en ese momento el fruto de un placer  que es el más dulce de todos”.
Platón describe aquí el arrebato amoroso. Que produce un entusiasmo, un estar fuera de sí, una atracción irresistible que escapa al control de la razón y es como si nos hubieran raptado de sus manos; cuando ese rapto se agota en el cuerpo la pasión amorosa consume el cuerpo en vez de venerarlo como digno portador de la bondad, la verdad y la belleza; en cambio cuando lo que se arrebata es el alma es como si la raptaran del cuerpo, y es un rapto sublime que, aunque también escapa a la razón, vuela ahora hacia las cosas maravillosas. El éxtasis corporal, esa desconexión suspendida en el tiempo que es, por ejemplo, el orgasmo, es esa dolencia de amor que no se cura sino “con la presencia y la figura”. Pero San Juan de la Cruz también supo captar el segundo tipo de arrebato: “apártalos, amado, que voy de vuelo”.

            C. ¿De quién nos enamoramos?
            De aquellos que concuerdan con nuestro modo de ser, dice Platón. Así, pues:
a) Quienes se identifican con Zeus buscan como amados a quienes tienen un alma, “amante de la sabiduría” o “dotada para el mando”, que también haya pertenecido al cortejo de Zeus. Al encontrar a alguien así “se enamoran de él (…) para descubrir por sí mismos la naturaleza de su propio dios”; alcanzándolo con el recuerdo y poseídos por él, de él toman sus costumbres”. Y al imputarle estos efectos a su amado, “lo aman todavía más. Y derramando sobre el alma del amado el cántaro que llenan, como las bacantes, en la fuente de Zeus, lo hacen en el mayor grado posible semejantes a su propio dios”.
b) “Cuantos seguían a Hera buscan a un hombre con dotes de rey”.
c) Y, en fin, quienes pertenecían a Apolo y a los demás dioses”:
* Buscan que su amado sea así por naturaleza.
* Y cuando lo tienen, con su propia imitación de la divinidad, con sus consejos persuasivos, y con su dirección, conducen a sus amados al tipo de ocupación” que está acorde con la “manera de ser que son propios de aquel dios”.




viernes, 1 de junio de 2018

DE LA PROPAGANDA





DE LA PROPAGANDA   


             Lo que se dice es verdad cuando concuerda con lo que se hace (por ejemplo, cuando cumplimos una promesa); también lo es cuando concuerda con lo que pasa (a eso se le llama informar); también algo es verdad cuando, sin poderlo comprobar directamente, encaja con la lógica de los hechos, es decir, con otras cosas que ya se han dicho o se han hecho anteriormente (que la policía española entre a saco en Cataluña no encaja con el interés de España por dar una buena imagen internacional ante la deriva catalana); también es verdadero lo que funciona (un reloj en la pared, por ejemplo, no es un reloj, sino un decorado, si no sirve para dar la hora); por último, habría que decir, para ir terminando, que algo es verdad si lo que denotan las palabras no es contradictorio con lo que connotan, ya sea verbalmente, ya con los lenguajes paraverbales (es decir, con el tono o el gesto: Alfredo Amestoy decía con la imagen –unas monjas utilizando en la España de los años 60 una ordeñadora eléctrica que muy pocos ganaderos tenían entonces- lo contrario de lo que las monjas decían con las palabras –a saber, que ellas eran pobres-; y lo hacía en una superposición de mensajes donde la palabra se desdecía en la imagen).
            Los hechos son evidentes cuando concuerdan con lo que pasa; pero a veces los hechos son sustituidos por signos saboteados por los publicistas, y la verdad real se transforma en realidad aparente que ya no concuerda con lo real: Manuel Vázquez Montalbán lo llama la “no-verdad”, y lo escenifica en unas palabras que él mismo atribuye a la madre de Groucho Marx: “pusieron el este al oeste y el norte en el sur. Tampoco estaba en su sitio el centro del cielo, ni el de la tierra. Nos calzaron con zapatos que andaban al revés y nos colocaron en caminos que jamás saldrían del laberinto. Metieron aceite en los acueductos y lágrimas en los oleoductos. Llovía de la tierra hacia las nubes y al respirar morías asfixiado. Era imposible ver el futuro más allá de la cortina de banderas y recuperar la confianza humana”.
            Los hechos llegan a falsearse de tal manera que no tenemos evidencia de la no-verdad, es decir del engaño: evidencia de la ficción de lo evidente. El creador de esas evidencias cuya falsedad no captamos es, según Vázquez Montalbán, el intelectual prostituido. La persona sometida a ideología cree ciegamente en los valores eternos que le son inculcados; tiende a “justificar la última moralidad de lo que hace por la evidencia de lo que ya está hecho”, como dice Pepe Carvalho; niega que se pueda hacer a los demás lo que a uno no le gustaría que le hicieran “salvo si lo haces en interés de la mayoría” (para lo cual es preciso inventarse mayorías inexistentes); y Vázquez Montalbán pone en boca del imaginario señor Phuta las siguientes palabras: “he creado un nuevo estilo de empresario: comercializo mercancía progresista y ayudo a transformar el mundo”, o sea: “cambiar para que nada cambie”. Si la realidad está deformada por los espejos que nos la muestran (uno de esos espejos es la televisión), la única escapatoria es “que se rompan los espejos donde os trucan la imagen” y recuperar “el habla frente al televisor”. 


            Pero Vázquez Montalbán imagina también un extraño personaje al que llama “Bacterioon”. Se trata de una sustancia bactericida pulverizada en el aire cuyo efecto más evidente es la destrucción. “Bacterioon es la sustancia del relativismo y de la duda de la propia duda”, que en el fondo no es más que el miedo al cambio resistiendo al asalto de la razón y constituido en “retaguardia de la no-verdad”; lo más curioso es que, según Vázquez Montalbán, este ente nebuloso es una sustancia “manipulada por un cerebro fanático antihistórico” que de momento “se disfraza de escepticismo, pero pronto sacará su pistola”. Todos aquellos que, desde la derecha o la izquierda, combatan las ficciones propagandísticas de la no-verdad, no son más que agentes de Bacterioon. Ya decía Platón que había que evitar que los jóvenes manejaran la dialéctica, porque la emplean en destruirlo todo mediante una crítica nefasta y raramente la usan para construir nada. Lenin también hablaba de la enfermedad infantil del comunismo, que es el izquierdismo. El problema es que Platón acierta con el diagnóstico, pero no con el tratamiento: pues el remedio contra la razón que se destruye a sí misma no es precisamente la censura, sino más razón y más dialéctica (de lo contrario no nos esperará a la vuelta de la esquina más dialéctica que la de los puños y las pistolas).
            También es verdad lo que se dice cuando concuerda con la lógica de los hechos y de las palabras. No es vedad que las especies evolucionen mejorándose si lo decimos  desde  Darwin, para el cual no existe una evolución lineal, sino ramificada; esa afirmación es incompatible con la teoría y no se pueden admitir simultáneamente las dos; una de las dos está equivocada. Tampoco se puede admitir que la España de 2017 sea un Estado fascista y decirlo desde una televisión (TV3) intervenida por el Estado (cuando una de las características del famoso fascismo es precisamente la censura informativa); o en Cataluña hay libertad de expresión o el Estado español es fascista, pero las dos cosas no se pueden sostener a la vez.
            Pintar en un mismo cuadro cosas incoherentes es como hacer un collage: juntar y pegar trozos de papel que no tienen nada en común, para crear, con mentiras fragmentarias, una verdad en el conjunto; verdad que, al no poder sostenerse sobre sus patas, es también una mentira. Lo que falta es el nexo natural de los fragmentos; lo que sobra, el nexo artificial que le ha puesto la propaganda. Estos collages se caracterizan por una ausencia de sintaxis, como cuando juntamos un caballo y un cuerno para formar un unicornio; y así, yo digo que voy a la capital sin especificar que voy a la de Castilla-La Mancha y los demás me buscarán en Madrid, no en Toledo; o Mao aplaude “a los que aplauden, mientras a su alrededor le abanican con el libro de sus propios pensamientos”; lo propio del populismo es ensalzar al pueblo al que se pisotea aplaudiéndole su ignorancia mientras el pueblo, manipulado, aplaude a quien le está engañando. Al desaparecer las conexiones reales de las cosas se ha formado una amalgama, y sobre esa amalgama crea el publicista conexiones inexistentes para vendernos el producto: transformando la lógica en amalgama, la realidad en collage y la verdad en no-verdad, nadamos en un “archipiélago de signos” donde brilla, como decía Octavio Paz, “el resplandor de lo vacío”.


            La propaganda repite lo que es tan evidente que no hace falta decirlo, convirtiendo la lógica en absurdo (Ionesco tuvo la idea del teatro del absurdo cuando descubrió, aprendiendo francés con el método Assimil, que el techo está arriba y el suelo está abajo). Otras veces repite cosas incompatibles que es evidente que son absurdas, y sin embargo las aprendemos como verdades (como cuando el gran hermano dice en 1974 que “la guerra es la paz”, o el policía le enseña a su prisionero que “2+2=5). Y otras conjugan cosas inconexas que el consumidor repetirá como si estuvieran conectadas (Manuel Vázquez Montalbán las parodia en la siguiente amalgama de consignas publicitarias y patrióticas: “la Virgen del  Pilar dice que no quiere ser francesa. Consuma productos españoles. España es la Patria mía y la patria de mi raza, mira hacia el Nuevo Mundo y al Viejo vuelve la espalda. Las vacas del pueblo ya se han escapao. Asturias patria querida. Vino, sol, Historia… ¿Quién compra?”). Parodiando esos collages Vázquez Montalbán muestra los ingredientes de su identidad catalana: “amb la sang dels castellans ens farem tinta vermella” y “tots som pops, tots som pops, la victòria ens crida a tots”; ingredientes que, como no podía ser menos, cristalizan en el “Club de fútbol Barcelona”. Y se inventa el “novellage”, un estilo de novela enteramente formado por collages con un triple objetivo: el primero, como “un nuevo género literario” para ilustrar literariamente las papelinas de fish and chips de todo el imperio británico”; el segundo, crear un “estilo subnormal” que reproduzca, en una suerte de escritura demente, el sabotaje de los signos perpetrado por la propaganda; y el tercero, que ese estilo sea una vacuna que nos cure de la idiotez inyectando la idiotez misma en dosis críticas.
            Lo que se dice es verdad cuando concuerda con lo que se hace. Para eso quien tiene poder de hablar crea una estructura que le permita dominar mediante la palabra: Vázquez Montalbán la llama “el Sistema”, y la caracteriza como una estructura de instituciones, leyes y doctrinas ordenada racionalmente por la burguesía. A la burguesía la caracteriza como una vieja dama que se niega a envejecer. Y así, el Sistema, sustancia viscosa que imprime carácter a cuanto roza, como Bacterioon, transforma el conflicto en competición; en vez de luchar a muerte con el proletariado, la burguesía juega con él, engañándolo para recuperarlo para el sistema; “allí estaba en apariencia planteado un partido de rugby, con el bolchevismo y la III Internacional”, pero en realidad se jugaba al fútbol con el capitalismo y la cultura de masas. La razón, en el Sistema, ha sido el espejo fiel de la burguesía, pero ella, que ha envejecido y, como la madrastra de Blancanieves, le niega sus vejeces al espejo, cambia de espejo. Ahora truca las respuestas y sólo quiere la mentira, multiplicando “sus afeites para la piel marchita”.
            El resultado es el Supersistema. En el Supersistema se transforma la verdad en no-verdad (la lectura de la prensa diaria nos hace cruzar la frontera de la no-verdad); la lógica se transforma en absurdo, se desconecta y produce amalgama (y, al imponer una normalidad ajena a la lógica, se refugia en una lógica subnormal; de esta manera aparece el intelectual subnormal, peón de la cultura de masas, cuya misión es conectar cosas inconexas sin la menor verosimilitud), y de este modo la noticia se transforma en mito, y el más útil de los mitos es el del final feliz, que se transmite “a través de una red de antenas, radios, periódicos, televisión, anuncios que martillean continuamente las noticias”; así, en el imaginario colectivo del mundo albertzale, cuando se lograra un cambio en el marco legal I(es decir, cuando se lograra la independencia), bruscamente y por arte de magia desaparecerán todos los males de los vascos. La edad de oro injertada en el futuro desde el pasado.
            La información manipulada se convierte en propaganda. También el lenguaje manipulado. La propaganda hace que existen las cosas nombradas, aunque no existan de verdad; y así, bastará con que se nombre una cosa para que exista, y ser será desde entonces ser nombrado: el verbo hecho carne y el dictador, que es quien maneja el lenguaje, será el sustituto de dios, pues sólo podrá existir lo que está en su voluntad.