sábado, 26 de julio de 2014

Los cinco sentidos






LOS CINCO SENTIDOS

 
            Sale el pastor al campo y es un concierto de sensaciones. Él las vive como una arcadia; otras veces, reviven omnipresentes sus inclemencias. La sierra es un cuerpo que lo envuelve todo o con sus brazos paternos, o con sus garras despiadadas. La sierra: una presencia que se extiende desde sus picachos desparramándose en la ladera, toda verde de prados, hasta llegar al valle. Las piedras surcan el camino o el horizonte, y entre neveros o peñascos cruza en  los aires el árbol robusto, las verdes retamas, las margaritas.
            Los colores del campo. El cielo azul, de una nítida claridad, entre las nubes. Una flor sin pétalos tiene una mancha en su semiesfera amarilla, y es una abeja; de un marrón de tonos claros y pelo oscuro, como cintas anchas apenas visibles en una costra oscura: está libando el néctar. Al volver la mirada, un haz de luz enciende la sombra y es un chorro de pequeños insectos como pulgas, no sé si himenópteros o mosquitos. Así también a veces la luz chorrea en el aire, y ves en el haz mojado un sinfín de motas de polvo en el polvo que respiramos, y que creemos limpio.
            Los sonidos del campo. De pronto, un ruido asusta a los quietos matorrales y es un revuelo de hojas rascadas y lanzadas al vuelo. Entre ramas y hierba, apenas hojarasca, un milano surca el aire batiendo sus alas con el ruido sordo, diríase que hueco, en un despegue de espantada. Las aves rapaces asustan al viento para meterse en él, y es la mirada del pastor la que pasea absorta por los ecos de una naturaleza salvaje. Luego el silencio. Y viene a sorprenderte, cuando meditas en ademán recogido, un zumbido que retumba en tus orejas con el ruido de un motor vertiginoso; una hélice, un helicóptero, para perderse en el espacio azul del cielo. Zumban en las zarzas los ecos pálidos de una noche cuando dormía el día, poco antes del amanecer.
            Los olores del campo. El golpe del aire que se mete en la nariz como un cuchillo, hurgando como si la hoja estuviera fría, hundiéndose en el fragor de la cabeza. Los olores. Polvo invisible de chaparro, de romero, de retama. Efluvios de tomillo y manzanilla. Orégano y jara y hierbabuena. El olor de la humedad entre la brisa, y a lo lejos, un eco de no sé qué que se tambalea.
            El sabor del campo. El sudor que te corre por el labio sin avisar y llega a la lengua. La brizna de hierba que se te ha metido en la boca arrebatada por el viento; el sabor de la sed cuando te ha faltado el agua. Los sabores. La rama que mordisqueas mientras vagas, entre las rocas, en busca de sorpresa; en esa monotonía imprevisible con que te sorprende la naturaleza. La nariz abierta de ese nevero que se extiende ahí arriba, para olernos.
            La piel del campo. Las alas tenues de una mariposa que te roza la cara, notándolas apenas. El cuerpo del polen que anida en el pecho, cuando toca el aire que respiras, convertido en tos o en picor acre, o en asma ingrávido que quizás te ahoga como una hoja de afeitar. El zumbido del abejorro que mueve el aire para que te toque la cara, o el manantial de cuerpos diminutos que vienen, como un magma pegajoso, atraídos por el sudor de tu piel; tu propio sudor es ya la mano del campo, que te ha pulsado en los poros para hacer brotar el cansancio. El propio suelo que te toca, bajo el calzado, intentando penetrarte cuando el aire te penetra, adoptando la forma de tu piel como los efluvios del agua adoptan la de las piedras: pero el tacto de la naturaleza hace mella en ti cuando parece respetarte, como el agua modela las piedras, redondeándolas cuando parecía que apenas las envolvía con su caricia, y parecía no tocarlas.
            El campo. La tierra en verano que te atrae como un imán para no dejarte escapar, porque quiere que vivas pegado a ella. El cuerpo del pastor que adopta los recovecos del cuerpo de la sierra. Y su cuerpo, convertido en un órgano receptor, aspira por sus poros todas las esencias de la sierra. Sobre su cabeza, el cuerpo del aire tira hacia él instándole a volar, pero se lo impide la presencia de la tierra. La tierra es un destino que lo ata firmemente a los prados, sometido a los cuerpos a quienes ata, a las ovejas. El pastor ha mirado los paisajes del campo y ha escuchado sus ruidos; ha aspirado sus olores, ha sentido sus sabores, la piel ha sentido cuando le pesa. La senda le lleva entre piedra y pastos, y zarzas anegadas en agua, errante en una sierra en la que vive sedentario. Arriba, los picachos se llenarán de nieve cuando llegue el invierno. Ahora cuida las ovejas con el ocio alegre de contemplarlo todo, de disfrutar (tiene todo el tiempo para ello); mientras está trabajando. El invierno llegará con sus penas, y el otoño con sus nieblas; la lluvia que cala los huesos dejará al aire el extraño destino del pastor: disfrutar de la libertad a los cuatro vientos, y pagar por ella un duro precio: las penas, las calamidades que vienen tras la fugacidad del verano para que luego llegue la hora de sufrir. Y serán entonces nueve meses de sufrimiento.




sábado, 19 de julio de 2014

Bruno






            Toda clase es un diseño de estrategia. Hay tres claves en las que se cifra el secreto del éxito: sorpresa, libertad de acción y ser más fuerte en el punto decisivo. Hoy vamos a hablar de la segunda.



EL ARTE DE LUCHAR

1. Exordio terminológico.

            El idioma español se presta mucho al estudio de la filosofía; el to be de los ingleses y el être de los franceses se encuentra disociado en dos mitades complementarias: el ser y el estar; y aunque el verbo ser comprende una amplia gama de matices, parece posible aceptar que designa a la vida fuera del tiempo mientras que el estar la caracteriza dentro de él. Una de las acepciones más importantes del verbo ser corresponde a la esencia; el estar se referiría a la existencia. La esencia sería no sólo lo que somos, sino también lo que estamos destinados a ser; la existencia sería ese grado de desarrollo del ser que limitan un espacio y un tiempo. Por eso decía Terencio: conviértete en lo que eres; desarrolla todo lo que puedes ser. Ese desarrollo requiere esfuerzo, y es lo que los griegos llamaban areté: virtud. Quien desarrolla sus cualidades musicales después de horas de ensayo llegará a ser un virtuoso del piano; pero por mucho que ensaye, si no tiene esas cualidades, digamos innatas, sólo conseguirá tocar bien, sin más; y quien las tiene y las desperdicia por falta de práctica no puede llegar a ser un buen pianista. Tener buenas cualidades para el fútbol y no someterse a la disciplina de los entrenamientos no nos convertirá nunca en buenos jugadores. Las disposiciones innatas son los trampolines desde los que saltamos, pero saltar requiere esfuerzo y sólo se esfuerza el que tiene interés; de ahí la importancia de la motivación.
            El desarrollo de las capacidades de nuestra esencia es una lucha contra los obstáculos que se oponen a ese desarrollo; un obstáculo es la pereza, otro la falta de dinero, otro la desorientación… Quien ha desarrollado mucho la capacidad de hacer bien ciertas cosas es una persona competente, pero también hay obstáculos que se oponen al uso de nuestras competencias; si conseguimos superarlos ganaremos en competitividad. Ser competente es ser capaz de hacer cosas, ser competitivo es lograr que los demás te dejen hacerlas. Hay personas que son muy competentes y poco competitivas, y personas que siendo competitivas son poco competentes; las primeras necesitan patrocinadores; las segundas, asesores; aunque ser competitivo requiere también ese tipo de dominio que podemos llamar competencia social.
            La vida es entrenamiento para ser competente, y eficacia para obrar como tal. El entrenamiento es lucha contra las resistencias que hay dentro de nuestro ser; la eficacia y la competitividad, lucha contra las dificultades externas. Lo primero es lucha por ser, y lo segundo por existir. A lo segundo lo ha llamado Darwin lucha por la vida. Pero a veces no se lucha por vivir, sino por matar; a este último tipo de lucha lo llamamos guerra. El deporte, el arte, la ética, el aprendizaje, la religión son formas de lucha por la esencia. Pero a veces la religión no busca este objetivo y se convierte en lucha por (o lucha contra) la existencia. La lucha en sentido genérico consiste en salvar obstáculos. Si los obstáculos contra los que luchamos son la propia vida de los otros, lo llamamos guerra; si son obstáculos que ponen a prueba nuestras cualidades físicas lo llamamos deporte; si afectan a cualquier tipo de cualidades, intelectuales o físicas, lo llamamos aprendizaje; y si buscamos disfrute en la lucha misma lo llamamos juego. A nosotros nos interesa aquí el arte de la lucha; no el arte de la guerra.
            En un combate de yudo, uno de los dos luchadores ha sido inmovilizado por el otro en el suelo. En un partido de fútbol, una defensa muy adelantada impide que el adversario organice su ataque.  O un equipo ataca sin cesar, y el que defiende, bruscamente, ha conseguido armar un contraataque que ha pillado al otro desprevenido; ha conseguido sorprender por donde el otro no lo esperaba: lo ha pillado por sorpresa. O uno de los dos equipos domina durante largo rato situaciones intrascendentes, pero el otro le marca un gol en la única jugada que ha conseguido organizar con mucha paciencia: ha sido el más fuerte en el punto decisivo. Uno de los jugadores ha conseguido jaque mate; jaque mate es cuando se pone en jaque al rey y el rey no puede zafarse. O el acosado, viendo que no puede ganar, se queda con el rey solo y se las apaña para que, sin estar en jaque, el rey no se pueda mover: el rey está ahogado; el atacante no puede vencer. O consigue resistir quince jugadas seguidas con el rey solo y la partida se queda en tablas. También el profesor amenaza a todas horas con castigar y no castiga; y el alumno se le sube a las barbas.
            ¿Qué tienen en común todas esta situaciones? Que uno de los dos ha perdido su libertad de acción. Y el otro ha conseguido un efecto sorpresa; un efecto teatral. Sorpresa, libertad, eficacia; en eso se cifra todo el arte de la lucha. Sorpresa: un contraataque inesperado. Libertad: la que pierde el rey cuando está en jaque mate. Ser el más fuerte en el punto decisivo: cuando el otro me come peones y yo, con mucha paciencia, consigo comerme a la reina. Al final todo se resuelve en un golpe de efecto. Así concibe Clausiewicz toda la estrategia. Sung Tzu construyó, sobre pilares semejantes, el arte de la guerra. En la lucha siempre hay que sorprender. A veces hay que renunciar a un torneo para ganar otro; el que lo quiere todo a veces todo lo pierde. Y sabemos que si la estrategia es el arte de ganar guerras, la táctica es el de ganar batallas: pues bien, Napoleón era tan creativo en estrategia como repetitivo en táctica; eso le perdió en Waterloo.
            


2. La historia de Bruno. 

Primer episodio.
            Entraba en aquella clase por primera vez. Juan los estudiaba con curiosidad, pero no podía; no podía porque no se sabía sus nombres; no sus rostros. Pasó lista. Casi todos tenían en la cara un retrato de indisciplina. Pero ahora se aguantaban. De momento. Era un profesor nuevo y no lo conocía nadie. Lo que iba a enseñar a lo largo del curso lo resumía ahora en una frase:
            -Las cosas sirven y cuando dejan de servir se tiran y se compran otras. En cambio las personas no tienen precio; tienen dignidad.
            Oyó que un chico hablaba en voz alta. Hablaba solo.
            -Perdón, ¿cómo te llamas? –dijo Juan dirigiendo la mano hacia él.
            -¿Yo? Bruno. –Y Bruno gesticulaba como si él no hubiera molestado a nadie.
            -Profe. Profe –dijo otro, que ya se levantaba hacia él. Se le puso encima y le metía la cabeza en las narices, invadiendo su espacio privado-. ¿Qué hay que hacer para aprobar?
            Juan se apartó y, a cada paso que retrocedía, era un paso que el chico avanzaba. Para intentar pararle los pies le preguntó su nombre.
            -Luis –dijo el chico; y Juan no supo decir si esa cara era sincera o lo miraba con cinismo.
            Le puso una mano en el pecho para alejarlo un poco y de pronto oyó ruido en dos asientos de la izquierda; dos de los chicos se estaban despachando a gusto.
            -Vete a tu sitio, Luis –dijo, intentando mirar tras de su cabeza como quien mira detrás de unos árboles molestos. El corpachón de Luis se le acercaba. –Siéntate, por favor- y lo dijo poniendo distancia con la mano.
            -Pero, profe, ¿qué hay que hacer para aprobar?
            La paciencia de Juan estaba poniéndose a prueba. Su cabeza empezaba a calentarse.
            ¡Eh, vosotros! –dijo, mirando detrás del corpachón, que no se apartaba-. ¡Estaos quietos!
            Los dos le miraban. Tenían pinta de estar estudiándolo a fondo, para ver hasta dónde podían llegar. Juan hacía gala de fuertes dosis de aguante. Bruno hablaba de nuevo; ahora miraba en diagonal, al otro extremo de la clase; allí había un chico que se volvió hacia él.
            -¡Bruno! ¡Cállate, por favor!
            -Si yo no estoy hablando.
            Y lo decía con toda tranquilidad, sin inmutarse.
            -Luis, me vas a acabar enfadando, ¿te quieres sentar en tu sitio?
            Luis contestaba con una voz de Forrest Gamp.
            -¡Que te sientes!
            Ahora sí fue un grito. Se sorprendió a sí mismo: Juan no estaba acostumbrado a gritar en clase. Pero la inestabilidad de las mesas fue acrecentando un desorden que crecía como una bola de nieve; la voz de Juan subía poco a poco para hacerse oír, pero Juan se daba cuenta y, de vez en cuando, la bajaba; era difícil hablar normalmente y hacerse oír al mismo tiempo: aquello era lo más parecido a un bar y, en los bares españoles, el que quiere que lo oigan grita.

Segundo episodio.
            -Cállate, Bruno.
            Delante había tres chicas que no decían ni mú. Una de ellas decía algo a su compañero de mesa, porque estaban viendo que aquel profesor no era malo. Los dos chicos de al lado hablaban de nuevo; como Juan  no podía ocuparse de ellos, al poco rato se les unió un tercero. Bruno contestó con aires inocentes.
            -Pero si yo no hablo, profe.
            -Bruno, cállate.
            -Si es que yo no hablo.
            -Que te calles.
            -Pues yo no digo nada, no molesto.
            En la cara de Bruno se dibujaba una sonrisa. Neutra. Juan no sabía aún si interpretarlo como cinismo. Hacía esfuerzos titánicos para no gritar. Se obligaba a mantener la calma en un acto supremo de disciplina. Fue al pupitre. Sacó el cuaderno.
            -Bruno, has estrenado tú la lista de negativos.
            -Pero si yo no he hecho nada, profe.
            -Profe, ¿cuántos negativos tengo yo? –dijo Luis.
            -Ahora tienes uno –dijo Juan, y escribió en el cuaderno.
            Luis se levantó de su silla. Juan, viéndolo llegar, extendió el brazo para pararlo: antes de que rebasara los dos últimos pupitres. A su izquierda los que hablaban ya eran cuatro. Una de las chicas empezaba a hablar con su compañero. Juan sentía que la cabeza le ardía como una olla a presión.
            -¡Silencio!
            Retumbó su voz en las paredes. Juan no se reconocía a sí mismo: era su segundo fracaso. Se dirigió a la banda de los cuatro.
            -¿Cómo os llamáis?
            -Pedro.
            -Antonio.
            -Juanjo.
            -Y Diego.
            -Un negativo cada uno.
            -Profe, ¿para qué sirven los negativos?
            -Cada negativo vale un cuarto de punto. Cada cuatro negativos os bajo un punto de la nota.
            Quizá pudo aprovechar diez minutos de los cincuenta que tenía la hora. Necesitaba escribir en el encerado para hacerse entender. Les explicó lo que era una persona, y que una piedra no era persona porque ni actuaba ni pensaba ni sentía, y que un robot no era persona porque sólo sabía pensar y cuando actuaba no sentía, y que un árbol sentía sin pensar y por eso tampoco era persona, y que un animal, además de sentir, se desplazaba, pero su pensamiento no era conceptual y por eso actuaba como un autómata.



Tercer episodio.
            Juan entró en su clase ya con el miedo en el cuerpo. Pero lo mismo que el perro mete el rabo entre las patas cuando lo miras desafiante, así tampoco quería entrar él con las orejas gachas. Respiró profundamente.
            -Profe, profe, ¿puedo ir al servicio?
            -No.
            -Profe, que no me aguanto.
            -Ya habéis tenido tiempo antes de que sonara el timbre.
            -¡Si no nos han dejado!
            -Profe, profe…
            Todos encima de él. Como un alud imparable. Tuvo que levantar la voz y hacía tiempo que sabía que era para hacerse oír, no porque lo enfadaran. Bajó un brazo contundente juntando los dos dedos índice y pulgar, y dijo:
            -¡A callar! ¡A callar! Todos a sus sillas.
            Pero no se detenía la avalancha humana.
            -¿Pero es que no me habéis oído? –Los gritos ganaban en decibelios-. ¿No me vais a dejar pasar?
            -¡Pero es que no me aguanto, profe! ¡Por favor!
            -¡A callar! –Grito del trueno que bramaba en la montaña. El eco retumbaba. Como un moisés, Juan contenía el avance de la marea y los alumnos eran cada vez más avance vencido del agua. Juan cerró la puerta tras de sí.
            -Jeison, ¿te quieres sentar?
            Cogió el libro de su cartera; una cartera que soltaba hojas antes de que la pudiera abrir. Aquella clase le estaba dando la vuelta a la lógica. “Esto es el mundo al revés”, pensó Juan.
            -¡Qué es so?
            El que preguntaba era Luis.
            -El cuaderno de fusilar gente.
            - ¿Y para qué sirve?
            -Para ponerte un negativo.
            Aquel día, a duras penas, les pudo hablar del acoso. De la marginación y la violencia. Y de cómo la violencia se aprende sobre una agresividad innata. Y de cómo se podía hacer violencia no sólo con golpes, sino con palabras; el cuerpo era una voz intermedia entre la palabra y el golpe. A Juan le dio por pensar si aquello que había en clase era violencia o sólo agresividad primaria, ciega y bruta pero noble. Juan miraba los ojos infantiles de aquellos cuerpos grandes. Sobre la mesa había una cruz gamada.
      


     
Cuarto episodio.
            Biblioteca. Juan tenía guardia. Sacó su libro, puso unos folios sobre la mesa y dejó el estuche abierto con sus lápices. Había un silencio que acariciaba. Frío. El frío de octubre hasta se disfrutaba a pesar de que aquellas fechas todavía no habían puesto la calefacción.
            No había estado escribiendo ni cinco minutos. A esas horas los chicos estaban en clase y no había posibilidad lógica de que pudieran ir a la biblioteca. Se abrió la puerta. Por el marco entró un corpachón enorme que casi chocaba con la madera: era Bruno; se acercó a darle un papel y se sentó en la mesa de al lado. En el papel decía que su profesora lo había expulsado de la clase y tenía que hacer unas tareas. Matemáticas. Juan esperó. A los diez minutos firmó el papel y fue a entregárselo a su mesa. No estaba haciendo matemáticas. Tenía un cuaderno de hojas a cuadros y entretenía el tiempo en repasar los cuadros y poner, como aspas, sus diagonales rellenándolas de colores. Juan pensó en el derroche que suponía gastar así la tinta de los rotuladores.
            Se sentó junto a él. Iba por la cuarta clase con él, una hora por semana. Y a pesar de la dura batalla que era aquella clase, él tenía claro que nunca expulsaría a los alumnos. Una clase es un cuerpo a cuerpo y expulsar a uno era lo mismo que perder la batalla. Y lo mismo que abusaban de él, él sabía, como una roca, que si resistía los ataques furiosos del mar su autoridad saldría reforzada en el cuerpo a cuerpo. Ellos sabrían que una debilidad aparente esconde la fortaleza del roble. Y que la firmeza del castigo era la otra cara de la comprensión, de la amistad, del cariño. Juan sabía que poco a poco a sus alumnos se los iba ganado. Pero le estaba costando sudar tinta.
            -¿Por qué no estudias, Bruno?
            El sonido se posaba sobre la biblioteca.
            -Bruno, ¿por qué no haces los ejercicios de matemáticas?
            El silencio era relajante. La calma se oía. Sin saber cómo, Bruno, a cuento de qué, se encontraba hablando.
            -En mi país no hacemos matemáticas.
            -¿No?
            -No como éstas. Allí sólo hacemos cuentas. Es todo más fácil.
            Bruno no levantaba la vista. Ese detalle no se le escapaba a Juan. Embebido en su cuaderno, callado, ausente, sin saber cómo, dejaba escapar filamentos de alma.
            -Yo odio a mi madre. No quiero verla. Vivo con mi hermana.
            -Pero Bruno, ¿cómo puedes decir eso?
            -Yo no quiero ver a mi madre. La odio. Quiero marcharme.
            Lo dijo con una frialdad que desnudaba. Le heló el corazón. Aquella declaración parecía arrancarle, con su brutalidad, algo que Juan tenía dentro… ¿Sería verdad lo que decía Bruno? Parecía sincero, pero ¿lo sentía? ¿Tenía Bruno capacidad de sentir?



Quinto episodio.
            Los siguientes días hubo una especie de tregua con Bruno. Él lo recriminaba menos y en respuesta, Bruno parecía que no lo hostigaba tanto. Durante unos días no molestó, pero tampoco aprendía nada. Juan dedujo que no tenía capacidad de atender; por lo tanto, de aprender tampoco; sospechó también que Bruno tenía poco control sobre sus actos. Entonces el que molestaba era Luis. Y la chica. Y Pedro, Antonio, y Diego y Juanjo. Un día encontró al tutor en la sala de profesores.
            -Ese Luis, ¿parece inocente de verdad, o es un cínico?
            -La inteligencia no le da para más; su coeficiente es bajo.
            Abrió los ojos. Se le abrieron los ojos del alma. En poco tiempo había descubierto, al menos en dos chicos, que no somos malos de verdad, sino prisioneros del alma; y en ese calabozo, como le pasaba a Bruno, le habían salido telarañas.
            Pero Luis le sacaba de quicio. Y Bruno también, cuando pasó aquel periodo de gracia.
            -Cállate, Bruno.
            -Si yo no hablo.
            -Que te calles.
            -Yo estoy aquí, solo, sin meterme con nadie, y tú me molestas.
            -¿Qué te molesto yo?
            -Sí.
            -¡Que te calles!
            -No hablo.
            -¿Te callas?
            -No te metas conmigo, yo…
            Un crescendo. Fue una maraña de voces que ascendía como un crescendo. Y bramó. Al estallido inicial le siguieron otros. Bruno no gritaba, gritaba Juan; más tarde comprendería que había perdido el control, que no tenía herramientas para actuar, piedras a las que agarrarse; y tuvo que reconocerse a sí mismo, cuando pasó aquel incidente, que había perdido la batalla: había echado a Bruno de clase. En jefatura de estudios acababa de firmar una amonestación, prisionero todavía de las garras de la ira:
            -Bruno necesita mi ayuda, yo lo sé, pero con Bruno tengo a otros veinticinco alumnos y ellos también tienen derecho a que les dé clase; y Bruno, día tras día, me la está dinamitando.
            Su nombre en la lista estaba lleno de negativos; como el de Luis, como el de Pedro, Antonio, Diego, y Juanjo. A la banda de los cuatro le hacían daño los negativos, pero ellos no podían moderar su conducta: los estaba apretando la juventud y ellos, aunque lo intentaban, se controlaban poco; Bruno y Luis, sin embargo, no podían intentarlo; pero a Luis le importaban las notas y a Bruno no; a Bruno, aparentemente, le daba igual todo.
            Había quemado sus últimos cartuchos. Los negativos acumulados no servían con él, porque sumaban ya muchos puntos y es que a Bruno no le importaba; no podría recurrir con él, en adelante, a la amenaza de los negativos. Ni a las amonestaciones, ni a los gritos,  ni a los partes. Había sido expulsado varias veces y eso había ayudado a sus compañeros que se veían libres de él, pero a él no. Un día le preguntó Juan:
            -¿Por qué eres así?
             Y Bruno, en un alarde de sinceridad, le había contestado:
            -No sé. Porque he dejado de medicarme, supongo.
            Lo dijo sin levantar la vista. Sin levantar la voz. Y sin dejar de repasar con la tinta del rotulador los cuadrados de su cuaderno. Juan se sintió herido. En alguna parte de su corazón, alguna fibra sensible se rompía. Trastorno de la personalidad. ¿Déficit de atención, quizá? ¿Hiperactividad? Y el pobre Bruno odiaba a su madre. Juan estaba vuelto hacia la pizarra. Les estaba hablando de identidad sexual y de identidad de género. A su espalda se oyó, sonora, una palmada. Juan se volvió.
            -¿Quién ha sido?
            Silencio. Miró inquisitivo. Frunció el ceño. Y siguió explicando. Había hablado del acoso. Síndrome de la Tourette. Ahora tocaban los derechos humanos.



Sexto episodio.
            Navidad. Cada uno contó cómo era la navidad en su país. Llamaron a la puerta y era Bruno. Pidió permiso para pasar. Bruno, aquella hora, no tenía clase allí. Juan lo miró. Lo miró sonriendo.
            -Pasa.
            Y cuando le tocó a él contar cómo vivía su navidad, se le trababan las palabras. Juan comprendió que le costaba armar frases. Que algo interior, en su lógica, estaba descolocado. Que no era sólo el corazón que no sentía, era la lógica que no pensaba. Pensaba, sí, pero no para expresarse. Después de navidad venía a clase muy manso. Lo conocía por los pasillos, le saludaba por la calle (algo que nunca había hecho antes). Juan podía sospechar que ahora Bruno tomaba la medicación con disciplina. Pero sabía también que sentía que Juan lo estaba ayudando.
           
 
3. la libertad de acción.

            Y así pasaron los meses y los días. En lo que no dependía de él, Juan no había tenido libertad de acción. Aquel chico dependía de los médicos, de las drogas, de su ambiente, de su medio estéril, de una familia que no amaba. Pero en lo que sí dependía de él, Juan había hecho progresos: primero perdió libertad con los negativos, los partes y las expulsiones; hacia navidad le había dicho el profesor de música que aquellos chicos no reaccionaban a los gritos, sino al calor de las palabras; y entonces se armó de una paciencia infinita y dejó de gritar. Su cuerpo fue una olla a presión cada vez que se aguantaba, porque los chicos, como viento sin control, provocaban y provocaban…
            Y fue, así, cuando recuperó el control de sí mismo; y entonces se hizo con el control de la clase. Un control paciente, poniendo conatos de orden en el desorden, pero sin dejar de nadar en el inevitable desorden. Supo que, de haber reprimido a la naturaleza, habría fracasado: no se le pueden poner puertas al campo. Él aceptó el natural turbulento de aquellos chicos (que eran, en sus jóvenes años, fuertes torrentes, no remansos de paz; y Bruno y Luis lo eran también porque su naturaleza estaba hecha de rocas rotas y en ellas el agua se había atropellado). Aprendió a admitir que era impotente con esos chicos; pero que, en toda su impotencia, había cosas que podía hacer y las estaba haciendo. No eran cosas ambiciosas: modestas eran. Pero las hizo y él sabía que en sus rostros adustos, cuando los veía por la calle, había un gesto mudo de gratitud.
            Había recuperado la libertad de acción. Y había ganado.




sábado, 12 de julio de 2014

Reflexiones sobre el poder (1)





REFLEXIONES SOBRE EL PODER (1):
EL PODER Y LA VOLUNTAD




1.
Mandar no es lavar cerebros para que te obedezcan, sino lograr que te obedezcan cerebros despiertos.

            -El poder es fuerza, es violencia.
            -Muy bien, Cristal. ¿Y qué más?
            -Mandar es forzar a la gente a hacer lo que no quiere.
            -¿Y obligar a la gente a que haga lo que quiere?
            -No, es absurdo. Para hacer lo que queremos no hace falta que nos obliguen.
            -Entonces, ¿obligar a un niño a que desayune es ejercer el poder?
 -¡Claro!
            -Voy a ampliar un poco tu horizonte, Cristal. Mandar es forzar a la gente a hacer lo que quiera.
            -¡Pero eso es absurdo! –replicó ella. En su cara había una sonrisa escéptica que se prolongaba en muecas de evidencia; como si quisiera decir con el rostro que había cosas que son obvias.
            -No lo creas –sentenció Juan Luis-. Rut –dijo, mirando a una chica que estaba al fondo de la clase-. ¿Tú quieres aprobar?
            -Sí, claro –dijo ella sorprendida, obligada a responder antes de tener tiempo para reaccionar.
            -¿Pero te gusta estudiar?
            -¡Odio el estudio! Además, me distraigo con una mosca.
            -Si yo te obligo ahora a estudiar me odiarás, sin duda.
            -Bueno, ahora, lo que se dice ahora, no me apetece mucho.
            -¿Pero te apetece un poco?
            -¡No me apetece nada!
            -¿Qué dirías si yo te pongo sola en un rincón para que estudies el tema que estamos trabajando?
            Ella, sin comprender la malicia, se tomó la amenaza en serio.
            -¡Ay, no, Juan Luis, no me hagas eso!
            -Tranquilízate, era sólo un ejemplo. -Volvió la vista hacia Cristal y prosiguió con sus argumentos-. Cristal: si yo obligo a esta chica a que estudie, ¿tú crees que le estaré haciendo un favor?
            -Creo que sí –contestó ella-. La vas a obligar a hacer algo que le conviene, aunque no le apetezca.
            -¿Tú crees que siempre queremos lo que nos conviene?
            -Es evidente, Juan Luis. No digas bobadas.
            -Bueno, bueno, a veces es conveniente recordar lo evidente, porque muchas veces lo acabamos olvidando –Juan Luis pensó en Vázquez Montalbán-. Venga, entonces admitiremos que siempre buscamos lo que más nos conviene. Si yo obligo a Rut a que estudie, resultará que la estoy forzando a hacer lo que no le apetece, pero lo hago para que consiga lo que ella misma busca, que es aprobar. Mandarle que estudie es ejercer el poder sobre ella, con lo que se confirma que el poder es la fuerza. Pero, como vais viendo, el poder es otra cosa también. Si yo le digo que ande a cuatro patas ¿piensas tú que me obedecerá?
            -¡Anda, menudas bobadas dices!
            -Supongo, con tu respuesta, que no me obedecería.  
            -Pues claro que no.
            -¿Y por qué no?
            Porque le estás pidiendo cosas estúpidas.
            -¿Y si yo la amenazo con sanciones? ¿Piensas tú que me obedecería?
            -Quizá lo hiciera. Depende de las sanciones.
            -¿Y si la obligo a hacerlo con la fuerza de mis brazos?
            -Entonces no te estaría obedeciendo; tú la estarías forzando.
            -Por lo tanto, estaréis de acuerdo conmigo en que el mando no es lo mismo que la violencia. Forzar físicamente a alguien es violar sus deseos. Forzarle con amenazas es obligarle a actuar en contra de su voluntad: eso también es una forma de violación. Pero forzar a alguien mediante el entusiasmo ya no es torcer su voluntad: es darle fuerzas a la voluntad para que decida.
            Se produjo un silencio entre los alumnos. Estaban cavilando.
            -Eso es el mando –concluyó Juan Luis-. El mando, a diferencia de la violencia, es provocar la fuerza de quien debe obedecer mediante la convicción, la persuasión, ilusionándole. Quien ejerce el mando no ejerce realmente una fuerza, una fuerza coactiva; lo que ejerce es una fuerza sugestiva, que despierta en quien obedece las fuerzas que no tiene, que son fuerzas que necesita para hacer lo que quiere hacer y no hace porque lo vence la pereza.
            Las cavilaciones de aquellos chicos y chicas se unían a una mirada expectante, presas de lo que les estaba diciendo Juan Luis.
            -Mandar es obligar a los demás a sacar sus propias fuerzas. Para conseguirlo el mando debe ilusionar, pero sobre todo convencer; la ilusión no debe ser una sugestión magnética que anule la voluntad de quien obedece; el entusiasmo no debe anular la razón. Mandar no es lavar cerebros para que te obedezcan, sino lograr que te obedezcan cerebros despiertos.




2.
Mandar no es obligar sin más, sino obligar convenciendo. La autoridad no tiene nada que ver con la violencia.

            Y enlazó, en seguida, con la otra parte de su pensamiento:
            -No se puede lograr obediencia si no se convence. Y para eso es necesaria la confianza. Nadie hace caso a un profesor de historia que apenas sabe historia. Hace falta autoridad. La autoridad es la convicción en quien obedece de que quien está mandando sabe de lo que habla; y de que no le va a mandar a hacer cosas absurdas: menos aún cosas que le dañen gratuitamente. Nadie haría caso, a no ser bajo amenazas, a un general de cuya capacidad militar todos dudaran. Porque nadie cree en una persona que no sabe buscar el éxito.
            Juan Luis buscaba mentalmente las palabras.
            -Para mandar hace falta convencer, por eso dijo Unamuno a quien no demostraba capacidad de mando: vencer no es convencer. Mandar no es obligar, sino obligar convenciendo. La autoridad no tiene nada que ver con la violencia. En los dos casos tenemos fuerza: pero si en un caso viene de fuera y se queda fuera, en otro despierta desde fuera el grueso de las fuerzas que tenemos dentro.
            Se detuvo un instante, mirando al suelo, pero con la vista flotando en algún punto entre el suelo y sus ojos. Tenía la mano derecha sujetando el mentón, con el dedo índice apoyado en el bigote, el corazón en la barbilla y el pulgar presionando suavemente la mandíbula. Luego levantó los ojos a la altura de los pupitres y, posándolos ya sobre los objetos que miraba, prosiguió:
            -El poder, cuyo fundamento es la autoridad (la fuente del mando), tiene por fuerza que ser razonable; y en la razón está la justicia; una razón, paradójicamente, que es capaz de sentir. Pensad en lo que dice el comendador cuando, habiendo afrentado a Peribáñez, recibe de Peribáñez el castigo:
                                               No busques, ni hagas extremos,
                                               pues me han muerto con razón.
Pasemos por alto la conveniencia de la pena de muerte. Centrémonos simplemente en la idea de castigo. Un castigo, dice Lope, está justificado si está respaldado por la razón. Si es eficaz para reparar la afrenta, pero sobre todo si es justo. Si no viola ninguno de los sentimientos que la naturaleza ha puesto en nuestro instinto.
(Continuará)




sábado, 5 de julio de 2014

Las sombras de la caverna






 
LAS SOMBRAS DE LA CAVERNA


            Tumbado en el sofá, el niño miraba. La luz penetraba en el salón por la ventana. En la calle, algarabía de muchachos jugando. Varios amigos le habían llamado por teléfono y no había querido bajar con ellos. Su madre venía, llevando la cazuela, limpiándose las manos en el delantal. Su padre venía detrás con la ensalada. En la ventana se oía el límpido cantar de los pájaros, que se habían posado en el poyete atraídos por unas migas; las mismas migas que, arrojadas por la pereza, sesteaban con indolencia allí, al lado.
            El niño miraba la televisión. Un día y otro, y muchos días más, y todos los días de la semana, del mes, del año. Algún día apagaban la televisión para poder estar juntos mientras comían, y aquellos días, con el bocado en los dientes, el niño se había ido al ordenador, dejándolos solos. El hombre y la mujer se miraron.
            Otro día, para evitar lo ocurrido, le prohibieron el ordenador al apagar la tele. Y volvió a comer a la carrera, a marcharse con la boca llena, después de estar a la mesa durante menos de diez minutos; y se metió en su habitación para jugar con la máquina, esperando a que sus padres terminaran de comer para volver al postre; y a veces, ni el postre siquiera; prefería comer a medias con tal de volver a su mundo paralelo, el mundo de la tele, el del ordenador, el de la máquina. Un día su padre le dijo:
            -Cuando nos hayamos muerto mamá y yo te acordarás de nosotros. Y querrás acordarte también del tiempo que pasábamos recordando nuestras risas, nuestra alegría de vivir, nuestros ratos compartidos, los abrazos que nos dimos, los besos que nos dimos, las palabras de consuelo, la esperanza. ¿Y qué recordarás tú de todo aquello? Nada. Porque mientras nosotros estábamos aquí, tú estabas en la tele: allí, al otro lado; y no había en tu mundo seres de carne y hueso sino sombras de luz y electrones sin alma; no recibías los colores del mundo, sino colores enlatados dentro de una caja; tus imágenes no olían, no sentían ni suspiraban, no tenían sabor ni suavidad, y tenían sonidos eléctricos, ni te tocaban. Los mundos sin vida revoloteaban en ti, como una atmósfera llena de hielo, congelándote, aislándote del mundo que alimentaban tus sentidos, aislándose de ti como si te encerraras en una cueva, pero sin poder entrar en ella porque te quedabas atrapado en las zarzas de la entrada; como en una telaraña.
           
            La vida es lo que pasa a nuestro alrededor mientras nosotros miramos para otro lado.
            John Lennon.

            Cuando se vayan los seres que te han querido, y a los que tú has querido sin saberlo, te encontrarás solo. No hallarás fuerza en la caja eléctrica porque detrás de sus haces de luz, y de las sombras convertidas en figuras, no encontrarás un alma. Los cuerpos sin vida que mimaban la luz, sin parecerlo, nunca acariciarán tu mano. El triste corazón que hay en ti no hallará corazones al otro lado, porque al otro lado del espejo no hay vida, sino cables. Comprenderás que la vida estaba alrededor, revoloteando dentro de ti, y tú no supiste verla; porque preferías aquella pantalla inerte, aquel espejo irreal, aquella fuente de imágenes, adulterada; preferías la copia al original y ahora el original se ha muerto y la copia carece de vida, y no tienes aliento que te aliente, le has perdido la esencia al ser, la fuerza se ha alejado de la felicidad, el pálpito del mundo, y has preferido una imagen pálida, una apariencia de ser, un mundo que no palpita. Estás prisionero de las pantallas y te quieres escapar de ellas, pero el mundo real te da miedo, porque ya no está la mano amiga, esos ojos de ternura, esos brazos que querían abrazarte mientras tú te cansabas de ellos, porque preferías la tele a lo auténtico; y te encerrabas en una cárcel de sombras, como en una cueva inhóspita, y ni siquiera estabas en la cueva, preso entre las zarzas de su boca, porque la cueva no era de tu mundo; y el que era tu mundo de verdad, el que te miraba con ojos tristes, tú lo despreciabas.

            -¡Qué extraña escena describes –dijo-, y qué extraños prisioneros!
            -Iguales que nosotros –respondí-. Porque en primer lugar, ¿crees que quienes están en tal situación han visto, de sí mismos o de sus compañeros, otra visión distinta de las sombras proyectadas por el fuego, sobre la pared de la caverna que está frente a ellos?
            Platón.

            Y ahora, que no tienes el mundo auténtico, lo necesitas; lo tenías ahí, al lado, pero entonces no lo necesitabas; o eso creías tú, por lo menos. La realidad tiembla como no tiembla la pantalla; palpita, pero la pantalla no palpita. Por la vida pasa el tiempo y la pantalla no lo tiene, no tiene el tiempo que dura, es un vacío que no se acaba. Y, como Saturno, todo lo devora; la vida se lleva el tiempo, no existe tiempo en la pantalla, por eso sus sombras no mueren; y cuando muere la vida que había en el mundo queda el mundo sin vida que tú veías, congelado en la pantalla. Tú ya conoces el nombre de Saturno. Se llama Cronos.
            Prisionero en una pantalla. En unas luces de neón, que preferías a la luz del sol, sin saber que eran falsas. En unos dulces de fresa, más dulces que la fresa misma, polvos artificiales, potenciadores del sabor, más dulces que la vida, más fresa que la fresa auténtica, han sido una farsa.  Vida sin vida como cerveza sin alcohol, pasteles sin azúcar, bibliotecas sin lectores, café descafeinado. Y ese vivir falso ha sido por fuerza, para ti, un vivir malo. Porque estaba en ti, te rodeaba, te abrazaba, te envolvía con su atmósfera, te envolvía con amor, y tú mirabas para otro lado.
           
            La virtud del conocimiento, por el contrario, parece depender de algo más divino que jamás pierde su poder; y que, según adonde se vuelva, resulta útil y provechoso o, por el contrario, inútil y nocivo. ¿O no has observado, respecto de aquellos de los que se dice que son malvados pero inteligentes, con qué penetración percibe su alma miserable? ¿Con qué agudeza distingue aquello hacia lo cual se vuelve? Porque no tiene mala vista, sino que, obligada a ponerla al servicio de la maldad, cuanto mayor sea la agudeza de su mirada mayor será el daño que cometa.
            Platón.

            Y estaba pasando el mundo por tu lado.