sábado, 30 de mayo de 2015

Vladimir de Alfonso Santisteban






VLADIMIR, DE ALFONSO SANTISTEVAN
 

              Tengo en las manos un libro de Alfonso Santistevan que es casi un clásico de los tiempos modernos. Es una obra que leí hace ya algunos años y me pareció tan interesante que tuve que llenarla de anotaciones; ahora la he vuelto a leer para disfrutar simplemente del placer del texto. Su título es Vladimir.
            Estamos en presencia de una obra en donde el personaje (¿quizá también el propio autor?) ajusta cuentas  con el pasado; mirando al futuro y desde la atalaya de su presente. El problema es que el presente no es una atalaya: no ve las cosas desde lejos, ni desde arriba, sino desde dentro; su mirada está situada en el corazón de las mismas cosas y por eso cuanto más las siente, menos las ve. Lo dice la protagonista buscando las fotografías que mejor pueden resumir su vida: “las fotos más importantes son las que quedan acá. (Se toca el lugar del corazón). ¿O acá? (Se toca la frente)”. Hay que alejarse de los árboles para poder ver el bosque. Sobre estas premisas Brecht construyó una teoría de la distanciación. Sin embargo Vladimir no es un drama brechtiano; apela al sentimiento, apuesta por el corazón antes que por la cabeza; pero el espectador tampoco se identifica con el personaje hasta el extremo de perder la cabeza: Vladimir no es una telenovela; lo suyo es buscar, con el personaje, qué ha pasado en la maraña de hilos que entretejen el pasado. Y ahí está su dimensión trágica: “buscar, no encontrar”.
            También flota sobre los personajes, como un destino, el fantasma de la Idea; la sombra de Hegel, sobre la praxis de Marx, esa atmósfera densa en la que respiraba la generación de los setenta; ser joven y vivir en esa época era poco menos que vivir predestinado a ser marxista. Pero hay, frente a este ambiente trágico, una búsqueda desesperada de futuro; y en esa búsqueda los personajes quieren ser libres; esa apuesta por las propias fuerzas para vencer a las fuerzas que se han adueñado de nosotros (las fuerzas de la época, las de la historia, las prisiones de la idea) hace que esta obra, antes que una tragedia, sea un drama; los personajes no saben qué será de ellos, pero sí saben que, sea lo que sea, van a ser ellos los que decidan; no decidirá la época que les ha tocado vivir.
            ¿Quién es el protagonista, quién el antagonista? Como un Hermes bifronte, el protagonista es un continuo de madre e hijo que, lejos de ser dos figuras complementarias, son dos apariencias de la misma figura. La síntesis de estos dos personajes nos da un personaje único que lucha contra el destino, que es el verdadero antagonista; y el destino es la Revolución por la que viven y de la que viven; pero también la realidad alienante en la que viven; al igual que el protagonista, también el antagonista es un Hermes bifronte: el Ché Guevara y el viejo Ancieta (el casero) encarnan, como las dos caras de una moneda, la presencia antagónica de la realidad. Camucha y los gringos son las prolongaciones del viejo Ancieta; las canciones de lucha, el propio nombre del protagonista, son las prolongaciones del Ché; que es la prolongación, a su vez, del padre de Vladimir. El protagonista vive el desgarramiento entre dos mundos: uno constituye el lugar donde se está, otro lo que se quiere ser; el drama consiste en que no se quiere estar allí pero tampoco se quiere ser lo que se quiso ser un día; el futuro en que se creía se ha roto, y con él se rompe toda la vida de la persona (pues aquello por lo que se lucha también es aquello en lo que se está); y con la vida se rompe, también, la misma persona: como unas zapatillas viejas.
            Flota sobre esta obra como una atmosfera derrotista, una suerte de pesimismo existencialista; en algún momento he pensado en Alfonso Sastre: Ana Kleiber. Pero hay una diferencia y esa diferencia es de talla: los personajes aquí podrán estar desesperados, pero en ningún momento piensan en el suicidio; hay, en el corazón mismo de la tormenta, una fuerza desesperada por resistir, y es mucho más que un instinto de supervivencia: es un instinto de superación, pasión por derrotar al fracaso, por liberarse de los fantasmas del pasado (pero también de los del presente), y empeño por encontrarse consigo mismo. Cuatro temas podrían articular el espíritu de la obra: la realidad rota, el caos, la fe y el desengaño; el cuerpo lo constituyen un prólogo y un acto único; único acto en el que se pueden identificar las transiciones entre escenas: que están implícitas quizá para facilitar, con la desaparición de la macropuntuación propia del teatro clásico, la desaparición de los decorados hasta dejarlo todo en espacios conectados entre sí, como por ósmosis; como si el espacio y el tiempo fuesen presencias mínimas por las que transita, con la fluidez del diálogo, un presente hecho de sucesiones yuxtapuestas. El resultado es un canto escenográfico a la sencillez máxima, sobrecogedora: porque en ese cuerpo desnudo se visten y desvisten, con su complejidad enrevesada, los ropajes del alma.
 

1. La realidad rota.
            “Ya se me cagó la taba. Estos gringos de mierda hacen las zapatillas para que se rompan y uno se joda”. Inmediatamente surge el símil que lo vertebra todo: “¿qué pasa si te rompes como mi zapatilla?” El tambor roto; cuando su madre le reprocha que se vaya a llevar un tambor roto porque no sirve, Vladimir le contesta: “por eso me gusta. Porque está roto y no sirve”. Y también se rompen los platos. “Quedará el hombre”, dice el Ché; “o tal vez algún día él también se rompa”; entonces rompe el plato y Vladimir recoge los pedazos. “¿No te has dado cuenta de que hay un montón de gente rota?”, le dice a su amigo Lucho; y Lucho, que sólo ve la superficie de las cosas, se cree que le habla de los pobres: “estás loco. Nadie se rompe, cuñao. Y si se rompen es porque son cojudos de nacimiento, los hicieron mal de fábrica”. Vladimir había rechazado antes cualquier determinismo biológico, cualquier tipo de darwinismo social: “no sólo los pobres, loco. La gente, la gente en general se rompe. A algunos se lo notas en los zapatos rotos, o en la ropa. Pero también en la cara. Están rotos”. Dos metáforas aparecen después en las indicaciones escénicas. En una aparece la mamá “bastante descompuesta”; en otra está “recomponiéndose”; el primero es un estado anímico, el segundo un estado físico: ¿puede la cara ser el espejo del alma? Lucho le toma una foto; la madre, entonces, “se recompone” (para salir bien) en el momento mismo en que su hijo contempla los pedazos rotos que ha juntado: hermosa metáfora; los trozos juntos recomponen el plato, pero no los unen; el reflejo de la coquetería recompone nuestro cuerpo desordenado, pero quedan las grietas del artificio; y ¿cómo se recomponen los trozos del alma? ¿Qué pasa con sus grietas, sus cicatrices? La inutilidad de todas las vanidades queda patente cuando se descubre que la cámara no tiene carrete. ¿Cuál es el carrete (al autor dice: “el rollo”) donde se retratan las cosas del alma?
            La obra habría podido titularse Las zapatillas rotas. En las páginas 14 y 15 se muestra un simbolismo que calza perfectamente con la condición de clase que tienen las personas: el proletariado (las zapatillas); la burguesía (los zapatos negros); y, como un hacha de guerra, la revolución (las botas del Ché). Estas premisas arrastran gradualmente los argumentos de la obra (que manan confusamente del corazón y de la cabeza) hasta su culminación, a través de cascadas de conclusiones sucesivas.
 

2. El caos.
            “Mañana este caos se habrá acabado. Comenzaremos una nueva vida”, dice la madre de Vladimir; al mismo tiempo lo tranquiliza frente a cualquier incertidumbre: “pero será para mejor”. Claro, toda peripecia puede ir a mejor o a peor, ya lo decía Aristóteles. Sin embargo aquí hay una contradicción entre la palabra y el pensamiento, o más bien entre la palabra y el sentimiento: el sentimiento de temor; la madre teme que la situación empeore y conjura sus miedos con la palabra, como si decir las cosas fuera lo mismo que realizarlas. Por eso remacha con mucho énfasis: “el fin del caos”; en una silepsis que hace referencia al caos de la casa donde están embalando las cosas para emprender un largo viaje, pero también al caos de sus vidas. Y lo único que puede vencer al caos es el amor: madre e hijo se abrazan en un sentimiento de piedad indescriptible, que conmueve al espectador; no, esto no es distanciación; no es Brecht; recuerda más a la identificación de Aristóteles (del espectador con su personaje, pero también de la madre con su hijo).
            Hay, aquí, un claro divorcio entre la revolución y la que algún día fue revolucionaria (todavía lo es). “Sólo la victoria merece pasar a la posteridad”, dice el Ché; pero para ella lo importante no es la victoria, sino la lucha; no es la meta, sino el camino; sólo así se esfuma el caos, y entonces todo tiene sentido; no es un fracaso no haber llegado a la meta, sino no haber empezado a caminar. El éxito personal de su madre es su fracaso social: ha triunfado porque ha fracasado; ha sido siempre ella misma porque no se ha vendido al sistema. El Ché, en cambio, algún día no necesitará mapas (le bastará con la Idea), pero hoy los necesita; como creía aquel otro Vladimir que algún día desaparecería el Estado, pero que de momento había que reforzarlo: dictadura del proletariado. Frente a todos aquellos que sólo piensan en la meta, late en el hijo y en la madre  un fondo verdaderamente cristiano: “yo soy el camino”, dice Jesús; evidentemente también es la meta, pero mientras estamos en el camino ya  será como si hubiéramos llegado. En la odisea de la madre de Vladimir todo el reto está en descubrir que la revolución no es el nacimiento de la vida, sino que la vida está ya en el camino que conduce a ella; por eso el fracaso de la doctrina no supone el fracaso de la vida; no se ha conquistado la idea, pero se ha vivido el ideal; se trataba simplemente de ser quijotes, no bachilleres ni curas ni barberos; de ser Vladimir y ser su madre, no de ser Camucha ni el viejo Ancieta. Por eso la madre grita desesperada, como intentando convencerse a sí misma: “no hemos fracasado, no hemos fracasado, no hemos fracasado”.
            El revolucionario, ante un mundo injusto, se forja una identidad que se rebela; pero un día se rompe, como una máscara, y sólo queda el caos; para salir del caos hay que buscar el sentido de las cosas. “¿Por qué me llamo Vladimir?” Entonces descubre que, al igual que él es hijo de la revolución de su madre, su madre es hija de las telenovelas de su abuela. “¿Tú has oído hablar de El derecho de nacer? (…) ¿Cómo se llamaba la protagonista? María Elena”. Entonces comprende el hijo. “¿Y por eso te pusieron María Elena?”
            El único fracaso de la madre ha sido ponerle a su hijo el nombre de sus ideales; condenarlo a vivir con los mismos ideales que ella, como si él no pudiera tener los suyos. Cuando se rompe el nombre de Vladimir aparece el caos detrás del orden. El mundo de la madre se ha desmoronado, pero cuando se desmorona el mundo del hijo habría que preguntar: ¿quién es el verdadero protagonista? Y el mundo está en su nombre. Contenido.
            Entonces aparece la figura de Lucho: Lucho, el amigo de Vladimir, del que todavía no hemos hablado. Lucho no ha encontrado aún el sentido de su vida, y lo que es peor: nunca lo ha buscado; se ha aturdido en el alcohol, en el dinero, en las mujeres, y las que creía verdaderas conquistas eran de pega; porque le acaban cobrando sus servicios y eran mujeres de pago. Lucho se rompe. “Necesito que me digas cómo hay que hacer para no romperse”, le dice a su padre. “Yo quiero ser feliz, papá. No quiero romperme”. En esas palabras hay un eco de Calígula: los hombres se mueren y no son felices; y eso es absurdo. Como una derrota en la búsqueda de sentido, sobrevuela sobre estas páginas la presencia de Camus.
 

3. La fe.
            Es el nihilismo. Diríase más bien que la fe es el cemento del ideal, y la razón el cemento de la idea; pero hasta los matemáticos reconocen que en el principio de todas las cadenas deductivas hay postulados, axiomas, ideas que se admiten sin demostrar, en otras palabras: creencias. En el principio de todo está la fe, y cuando la fe falta, todo se desmorona. El caos es la antesala del nihilismo, ¿o es al revés? ¿Aparece el caos cuando hemos dejado de creer?
            El caos surge cuando ya no creemos en lo que fuimos; hemos dejado de serlo y no hemos empezado a ser otra cosa todavía. El caos. El caos es la existencia de las cosas que ya no tienen ser; tener que estar donde no se tiene que estar; “los gringos son una mierda pero estaremos mejor allá”. Marx, o más bien Hegel, tiene una palabra para ello: alienación. Frente a la vida alienada, la vida auténtica. Hemos dejado de ser auténticos. Llevar una existencia alienada (en “gringolandia”) es como llevar unos zapatos que no calzan en nuestros pies; pero perder una vida auténtica es un estar sin ser: ausencia. Ausencia es la canción del Ché Guevara: que es hermosa porque habla de un ser que ha dejado de estar. Pero el Ché de la canción no es el de la realidad: el Ché real también está ausente; ha dejado de creer en la revolución por la que luchaba, y “todo tiende a la ausencia”; es como San Manuel Bueno, ese cura de Unamuno que tenía que predicar a dios sin creer en él; un revolucionario sin revolución es como un cura ateo.
            Y sólo nos quedan los sueños. El sueño imposible son los desvaríos de don Quijote. Si soñar es hacer “que los sueños se hagan realidad” y hemos dejado de creer en el sueño, ya sólo queda soñar que los sueños nunca pueden ser reales, y saberlo: “conocer Disneylandia”, dice la madre; final feliz, pero final ficticio, alejado de la realidad: alienante, falso, inauténtico. Hemos pasado al sueño apolíneo (soñar sin luchar) desde el sueño dionisiaco (la lucha del sueño); hemos pasado del compromiso a la renuncia, de lo complejo a lo fácil: nuestra existencia se ha vaciado de esencia; y el recuerdo de lo que fue plenitud se trueca ahora en ausencia.
Es curiosa la identificación que el autor hace entre creer y querer; una identificación unamuniana; “quiero creer que te quiero”, dice el padre; “que nos queremos tanto como antes”; y así, la fe es lo mismo que la voluntad; creer en un ideal no es lo miso que creer en Disneylandia; la fe robusta, voluntariosa, devuelve el sentido a la vida, y ya no se trata de sobrevivir, sino de vivir; sobrevivir es existir renunciando a ser, y vivir es penetrar con el ser en la existencia; lo primero es fracasar, lo segundo realizarse.
            Vuelve la fe. La fe es hermosa, pero también dura; y a veces también creer es joder. Pero también es miedo. ¿De qué? “De este vestido que no soy yo, de este mundo que no es el que soñé”. ¿Por qué? “Tengo miedo de que me sigan”, dice la madre. El verbo no se ha hecho carne, el sueño no se ha hecho realidad; y todo lo que nos rodea es “pequeñez”, “mediocridad”. Es como si estuviéramos atrapados en un recinto del que no podemos salir, como imaginó Buñuel en El ángel exterminador. No se trataba de sobrevivir, sino de llevar una vida plena; no se trataba de ir a ninguna parte (por ejemplo a la revolución), sino de ir simplemente al centro de sí mismo; al centro de la vida.
            “Saber es poder”, decía Bacon. “Creer es querer”, nos dice Santistevan; y Unamuno. Y lo completa Nietzsche: no se trata de creer en evasiones, sino en compromisos; y no comprometerse con la idea sino con el ideal. El ideal es hermoso. Pero lo hermoso es duro, porque la realidad de la que surge es dura. “Son tiempos duros”, dice el hombre; “y también hermosos”, responde la mujer. “Celebramos este tiempo hermoso y cruel”. Eso decían cuando todavía estaban juntos; ahora, que se han separado, dice la madre a su hijo: “vamos a resistir”; pero para que no nos rompamos nosotros; no para que no se rompa la revolución.
            Vladimir sueña con participar en un concurso de fotografía, pero para eso necesita doscientos soles que no tiene; y si cree que va a ganar ganará. “Imaginemos un mundo sin miedo, deseémoslo (…) Hay que inventar (…) todo eso en lo que siempre hemos creído (…) Tenemos que seguir creyendo”, pero “después de una profunda autocrítica”. Hay que dejar la infancia sin dejar de ser niño, ser idealista, ser como don Quijote, pensar que nuestros sueños forman parte de la realidad, pedir imposibles. Pero ¿y si nunca hemos salido del reino de nunca jamás? ¿Y si “hemos ensayado toda la vida una obra heroica y al final nos toca hacer esta telenovela?” ¿Y si creíamos que estábamos resistiendo y en realidad no hacíamos más que huir? Huir con los sueños, que sustituían a la realidad sin prolongarla. Acaso lo que tenía que ser, lo que queríamos que fuera, no echaba sus raíces en las posibilidades del ser; como quería Ortega.
            Años más tarde Mario Vargas Llosa haría una novela en torno a dos paraísos: ¿Vivir el momento o sacrificarlo por el futuro? ¿Gauguin o Flora Tristán? Vargas Llosa concluye que la utopía de la quimera es una misión inútil, un sacrificio inútil, una pasión inútil (ecos de Sartre); Alfonso Santistevan concluye, por el contrario, que agotarse en el presente no tiene sentido; y sí lo tiene, en cambio, buscarle el sentido a una vida que ya lo ha perdido. Vargas Llosa hace un canto al realismo (con toda la ternura que le merece una luchadora que ha sacrificado el presente en aras del futuro). Alfonso Santistevan rompe una lanza por la utopía (aunque se estén desmoronando los ideales utópicos). Uno siente la necesidad de recordar que Francisco Miró Quesada cree inmoral sacrificar a una generación por las generaciones futuras; el mismo derecho que tienen las generaciones futuras a vivir, lo tienen las generaciones que se sacrifican, o a lasque sacrifican, por ellas; no tenemos derecho a destruir este mundo para crear otro, a ser nerones quemando Roma; el mundo nuevo debe nacer de las entrañas del presente, no de sus cenizas.
 

 4. El desengaño.
            El desengaño se produce cuando descubrimos que hemos estado viviendo en el engaño. Lucho descubre que las chicas a las que conquistaba eran prostitutas: la madre, como el Ché, descubre que la idea era falsa, que Hegel y Marx se equivocaban, como la paloma de Alberti. Pero el desengaño de Lucho se ahoga en vino y preservativos y el de la madre engendra ilusiones sobre un fondo desilusionado; para Lucho no hay salida; para la madre de Vladimir, sí; lo oscuro del horizonte es sólo apariencia; detrás de las sombras emergerá nuevamente el día; casi le dan ganas a uno de decir, parafraseando a Mariátegui, que Lucho es el alma crepuscular y Vladimir el alma matutina, como su madre; sólo que el alma matutina ya no es la Revolución (con mayúsculas).
            Aparentemente los dos fracasos se hunden en el mismo agujero negro. El placer vacío, como la utopía quimérica, se hunden en el mismo recinto cerrado (Sartre), en el mismo lugar maldito del ángel exterminador (Buñuel): “íbamos a construir algo hermoso y resulta que marchamos y marchamos sobre el mismo sitio hasta hacer este hueco del que no podemos salir”; ese hueco está enterrando a Lucho, pero no entierra a la madre de Vladimir sino a la revolución; por eso desaparece ese yo colectivo y sólo queda mi yo individual: “nosotros se acabó (…) Estamos en el reino del yo frente al espejo”. Por eso no hay nada nuevo en la nueva vida; esa vida nueva “es la misma vida de siempre”, sólo que hemos aprendido. A golpes, pero hemos aprendido la alegría”. ¿Un eco, quizá, de Nietzsche, del eterno retorno? “La alegría de mirarte a los ojos y saber que estás aquí, muy dentro de mi. Y que yo estoy muy dentro de ti. Amor.
            De modo que se puede viajar al centro de la Revolución (el Ché); al centro del placer (Lucho); o al centro de sí mismo (Vladimir; su mama). Sólo en los dos primeros está el peligro de romperse, de salir derrotado, de fracasar. El placer te hace partir; la Revolución te hace morir; el corazón te ayuda a quedarte. Huir. Fracasar. Encontrarse. Las telenovelas. La épica. El teatro. Disneylandia. La Revolución. El espejo.

Conclusión.
            Alfonso Santistevan ajusta cuentas con su época. Hurga en su entraña intentando sacar la paja del grano, como una trilla; no renuncia a lo hermoso de una vida con ideales pero aparta las ilusiones vanas que corrían el riesgo de volvernos ilusos. Hay ecos brechtianos en esta obra donde Brecht está ausente; la razón, como diría Hume, es aquí el vehículo del sentimiento, y por tanto el sentimiento, lejos de nublarnos las ideas, nos ayuda a aclararlas; pero es un sentimiento tranquilo, sin teatralidades, sin aspavientos, no hay aquí arranques exagerados de cólera, exabruptos ni gritos; la atmósfera, pesimista, no está cargada de derrotismo; y late, subterránea, detrás del drama existencialista, siempre la presencia de una luz. Las canciones de Brecht servían para poner distancia, pero aquí nos ayudan a aproximarnos al corazón de los personajes; no es Brecht, pero tampoco Aristóteles; no hay tragedias, no hay catarsis, sólo un corazón pensante que nos acerca, lentamente, a la comprensión. El sentido no puede surgir de la ausencia de sentimientos… Seríamos máquinas, exactas, pero muertas, si sólo nos dejáramos llevar por la razón, de la mano de Brecht.
            Santistevan ha entrado ya en la literatura peruana; es uno de esos autores con los que será difícil no contar.




sábado, 23 de mayo de 2015

Kant




            Newton pensaba que el tiempo estaba ahí, jugando, corriendo delante de nosotros; nosotros podíamos verlo; pero Kant intuyó que el tiempo no se ve sino que se siente, porque no lo tenemos ahí delante sino que juega continuamente dentro de nuestra cabeza.

 

 KANT


            Miró al cielo, entregado en la mirada. El cielo cuajado de estrellas, el brillo de algodón en la vía láctea, la profunda negrura de la noche. El espacio inmenso: tan inmenso que el vacío de la mente comparado con él es polvo. Miró al firmamento y le pareció un agujero; un enorme pozo sin paredes, sima sin fondo donde hundirse, sin grietas donde agarrarse, sin nada: una enorme nada. Una masa de vacío en el horizonte, profundidades abisales, universo, eco del alma, eternidad. Espacio sin horizonte, vista, sentimiento, lugar sin asidero, espacio sin tiempo, preludio sin fin.
             Quiso volver en sí, pero la huella de la eternidad lo anonadaba. Sintió los vientos del destino agarrarse al vacío, las fuerzas más salvajes regresar del infinito: de los bordes donde está todo, de los bordes donde no hay nada. Quiso pensar y su mente se aturdió; la arrastraron los espacios siderales envueltos en silencio, penetrados de silencio, ahogados en silencio, desterrados de la luz: profundísimas tinieblas.
            La luz. Un fogonazo que lo ciega todo. Un resplandor convertido en sima, desplomarse el reverso de las sombras, tinieblas de tinieblas, eco. Sentía el vértigo de lo que no tenía límites, él, que necesitaba agarrarse a las cosas, la inmensidad donde no poder agarrarse. La luz, presencia del infinito. Las tinieblas, hundimiento en el instante.
            Volvió en sí. En torno suyo giraban los rostros, los cuerpos, las ropas, las manos, los besos, los vinos, los vasos: los vapores del tiempo, fundidos en abismos sin fondo, en una misma borrachera. La ebriedad les borra las paredes a las cosas y te agarras a ellas pero no las encuentras, por eso te hundes en sus entrañas; nadas en su humedad y por eso flotas; te sientes ingrávido, sin cuerpo, sin peso, sin masa: todo es sinfonía de cuerpos mezclados, caos de sensaciones, amasijos del alma, amasijos de cuerpos, amasijos de ser: sintiendo, cantando, gimiendo, llorando.
            Carlos se divirtió hasta perder la noción del tiempo. Se derramó todo en el mundo que se derramaba, y él, que se alimentaba de mundo, sintió diez minutos desaparecer en un instante. Pero Alba se aburrió y el tiempo se le hizo eterno; los minutos, elásticos, se estiraban. Kant, desde una silla, pareció elevarse sobre la fiesta fundiendo el tedio del ser con los vapores del vino: y el tiempo, que era sensación y sentimiento, se estiraba en la vida hueca y era profundidad concentrada en el instante, si era vida llena.
            ¿Qué es felicidad? Tiempos extensos de densidad instantánea, sustancia infinita que tensa la vida, mil años en uno: sentir el abismo hincharte el corazón, dejarse penetrar por el tiempo; mil sensaciones en una. El enamorado vive una emoción que le traspasa, una vida en un segundo, calzando un trozo de tiempo en los pies del infinito: ésa es la plenitud, goce que ensordece los sentidos, sentir expansivo en que se pierde la razón.
            Sentir mil cosas en una es lo sagrado, plenitud que ciega, instante divino. La alegría del deportista cuando gana, estallido que se rompe en el ser que se desborda, las fuerzas reunidas que disparan nuestros brazos, la voz del vino, el rapto del cuerpo, brutal entusiasmo, reír por llorar.
            Mas no, que el rapto del alma es emotivo y el del cuerpo emocional. Fuerza desbordada en sentimiento, fuerza desplegada en acción. Amar es sentimiento que estalla concentrando el tiempo, que mete una canción en un verso, una vida en un instante, vivir mil años en uno. Pero el éxtasis del cuerpo, la euforia del triunfo, es soltar en relámpago la tensión de los partidos, uno a uno, minuto a minuto, tragarla cuando pierdes y soltarla en orgasmo cuando puedes ganar: liberación de fuerzas que te aplastan, instante divino, explosión de alegría, pérdida de la razón, un entusiasmo que sube sin prisiones, sin límites, impulso infinito en un tiempo mortal.
            Es el tiempo kantiano que se estira si te aburres, que se encoge al divertirte y huye. Al ser que se ríe le gustaría detener el tiempo, al que llora le gustaría dejarlo correr.     Y él, que ora soñaba, ora pensaba y ora dejaba soñar sus pensamientos, sintió el fulgor del tiempo. Mucho espacio y poco tiempo es velocidad, mucho tiempo en poco espacio es lentitud; pero cuando lo llenamos todo de espacio sobreviene el vértigo, cuando lo llenamos todo de tiempo sobreviene la eternidad: la lenta e interminable respiración de la lentitud.
            Ése es el tiempo de Einstein. Y él, que ora soñaba, ora pensaba, ora hacía soñar el pensamiento, lo pobló con el tiempo de Kant. Fue un humo que se expandía ante sus ojos, envolvía sus sentidos y los aturdía. Pensó en llenar la eternidad de Einstein con la fugacidad del tiempo kantiano: sería el paraíso; y si lo llenáramos con tiempo dilatado de Kant, sería el infierno: Dios, que miraba desde el cielo, sonreía. El pobre mortal que soñaba, asustado de sus propios pensamientos, estaba temblando: ¿habría descubierto el infierno, enredado entre sus sueños, cuando caminaba en pos de la felicidad?



sábado, 16 de mayo de 2015

Descartes





DESCARTES


DUDAR DE LOS SENTIDOS.

            -Helga, ¿qué piensas de mí?
            -¿Yo? ¿Qué quieres que piense?
            -¿Quién soy yo?
            -Pues eres el profesor de filosofía.
            -¿Y cómo lo sabes?
            -Porque estás aquí, en clase.
            -¿En clase? ¿Qué es una clase?
            -Un lugar donde se viene a aprender.
            -¿Y tú estás en clase?
            -Sí.
            -¿Cómo lo sabes?
            Silencio entre sus compañeras. Estaban expectantes. Dudando entre si intervenir o callarse, vaya bobadas que decía.
            -¿Cómo lo voy a saber? Porque estoy aquí, contigo, y con Elena, con Cristina, con Consuelo.
            -¿Quiénes son Elena, Cristina y Consuelo?
            -Son compañeras mías.
            -¿Ellas están aquí?
            -Sí.
            -¿Por qué estás tan segura?
            -¡Porque las veo!
            -También ven los místicos a la virgen María.
            -¿Crees en apariciones?
            -Yo no digo eso. Yo sólo digo que hay gente que afirma haberla visto. Y está muy segura de ello.
            -Y esa gente ¿en qué crees tú que se basará para decirlo?
-En sus ojos. Ellos dicen lo que ven sus ojos.
-No: ellos dicen lo que piensa su cabeza. Te lo explicaré con un ejemplo. Sabes, sin duda, que los principales ejércitos tienen satélites espía. Imagínate uno de esos satélites. Está husmeando en territorio enemigo. De repente ve un recinto cuadrado en el que hay largos rectángulos colocados en paralelo. Lo fotografía. Al ver la foto, el general dice: “hemos fotografiado una base enemiga. Esos barracones son los cuarteles”. Señala luego a un cuadrado lleno de objetos terminados en punta. “Y eso son tanques. Un inmenso patio lleno de tanques”.
            Se quedó mirándolas, y vio que escuchaban en silencio.
           -No podemos decir que el general haya visto tanques. Ha visto puntos, y está suponiendo que esos puntos son tanques. Lo que hay ahí ¿es realmente lo que ha visto? ¿Cómo sabemos que sus ojos han visto la realidad?
            Consuelo estaba inquieta, hablaba muchas veces sin pensar. Pero aquella vez no se atrevía. Estaba esperando que le diesen la solución del enigma.
           -Os voy a poner otro ejemplo. En la guerra del golfo los satélites norteamericanos fotografiaron zonas donde se veían claramente grandes concentraciones de tanques. Los bombardearon. ¿Hicieron bien?
             -¡Claro! –contestó Cristina-. Para eso los espiaban.
            -Pero resultaron ser tanques de plástico. Muñecos hinchables. Una empresa italiana se los había vendido a Sadam Husein y desde el cielo parecían de verdad.
            -¡Atiza, costipao!


EL GENIO MALIGNO.

            -Y otros satélites espías tenían cámaras que proyectaron sobre el cielo la imagen de la virgen María. La población enemiga, que mayoritariamente era atea, la vio. Y no pudieron negar aquella evidencia. El truco estaba destinado a minar la moral del enemigo.
            -¡Anda ya! –exclamó Consuelo alargando la mano impulsada por su sorpresa.
           -Unas veces vemos puntos y los identificamos como tanques; otras veces vemos tanques y no son de verdad. Y otras vemos a una virgen que ni siquiera es falsa porque ni siquiera es cuerpo: es una imagen. A veces vemos cuerpos y los interpretamos por deducción; o por comparación con otros cuerpos que hemos visto antes. Otras veces interpretamos como cuerpo algo cuya identidad no admite dudas: pero aquella identidad no corresponde a un cuerpo que podamos tocar, sino a un cuerpo que sólo se puede ver; a una imagen.
             -¡Pero es que pones unos ejemplos!
            -Reales. Unos ejemplos sacados de la realidad. Y vosotros que me veis, ¿cómo sabéis que existo? ¿Por qué os fiáis de vuestros ojos? ¿Cómo sabéis que estáis en clase?
            -Mira, Juan –dijo Helga-, sabemos que estás porque te podemos tocar. Y te oímos. –Helga golpeó repetidas veces el suelo con el pie, tocó la ventana, limpió el vaho con sus dedos y se quedó mirando al patio-. Mira, por allí pasa Radón. Y allí está Begoña. Esto lo veo porque es cierto.


REALIDAD Y FICCIÓN. LA VIGILIA Y EL SUEÑO.


             -Lo ves porque es cierto. ¿O es cierto porque lo ves?
            -Mira, deja de liar que tú lo único que haces es volver loca a la gente. ¿Cómo vas a hacerme dudar de que ahora estoy aquí? ¿Cómo quieres que dude de que lo que he pisado no es el suelo, y de que esto que acabo de tocar no es la ventana?
            -Puedes estar borracha.
            -¿Qué?
            -Los borrachos sufren deformaciones en la percepción. Un conductor bebido no calcula bien las distancias, tiene confundidos los tiempos de reacción; a lo mejor cuando va a pisar el freno ya se ha chocado con el coche que tenía enfrente. Y también pueden sufrir alucinaciones. Ver cosas que no existen. No te estoy hablando del delirium tremens, aunque si nos centramos en ellos, las serpientes y bichos que se suben por las paredes a él le parecen reales. ¿Cómo podemos distinguir claramente entre la realidad y la ficción? ¿Cómo sabemos que no estamos bajo los efectos de un narcótico que nos hace ver cosas irreales?
            -¡Mira cómo te pones, Juan Luis! –exclamó vehementemente Consuelo-. ¿Cómo vas a dudar de lo evidente? ¡Anda, anda, no digas tonterías!
            -Vosotros me diréis. Con los sueños pasa lo mismo. ¿Quién no ha tenido un sueño tan claro que no le pareciera realidad? Y cuando se ha despertado ¿no os ha parecido mentira que estuvierais dormidos?
            .¡Sí, sí, a mí me ha pasado! –expuso Helga.
            -¡Y a mí! –exclamó Consuelo.
            -Nos ha pasado a todos –concluyó Cristina-. Todos hemos tenido alguna vez sueños de esa intensidad.
            -Ya lo veis –confirmó Juan Luis-. Y mientras no tengamos claro cómo podemos distinguir la vigilia del sueño no podremos estar seguros de que lo que vivimos lo vivimos en la realidad. Es más, hasta podremos darle más crédito a la mentira, porque nos parece más real que la realidad misma. -Buscó en su mente sin encontrar lo que buscaba-. No recuerdo el título de esa película. Es una película de ciencia ficción, con Arnold Swartzenegger de protagonista. A ver. Él está en una habitación y le presentan a su mujer. Se abrazan, creo, y empiezan a hablar y a recordar los años que han vivido juntos. Él está completamente convencido de la autenticidad de sus recuerdos. Y luego se descubre que esos recuerdos están en un chip que le han implantado en la cabeza. Que sus recuerdos son falsos. Que él nunca ha vivido las cosas que está recordando.
            -Es verdad –dijo Helga-. Yo he visto esa película. Se llama...
            -¡Ay, lo tengo en la punta de la lengua! –gritó Consuelo.
            -A ver, enséñamela –terció Cristina.


OTRA VEZ EL GENIO MALIGNO.

            -No importa el título –dijo Juan  Luis-. Da igual que no la recordéis. Lo que importa es que comprendáis el ejemplo. ¿Y si hay en el mundo un extraño espíritu que nos quiere engañar? ¿Un espíritu que logra convencernos de que lo que es mentira lo tenemos por verdad? Ese espíritu puede ser perfectamente un chip.
            Juan Luis tosió ahogado por el polvo de la tiza. Había trazado un esquema en el encerado. Varios globos con líneas y flechas que los unían entre sí.
            -Ése es el pensamiento de Descartes-. Señaló con el dedo, situando uno a uno los tramos del esquema a medida que avanzaba en su explicación-. Percibimos con los sentidos. Vemos, oímos, olemos, gustamos. Hoy sabemos que el tacto es una amalgama de sentidos distintos (la temperatura, la rugosidad de las superficies, el dolor). También sabemos que ésos son los sentidos externos, y hoy se sabe que hay también sentidos internos, interoceptores y propioceptores: el kinésico, por ejemplo, que nos da la percepción del equilibrio. Pues bien, nada de lo que nuestros sentidos nos dicen es una certeza. Podemos confundir las sensaciones de lo que percibimos con sensaciones del sueño, o sensaciones producidas por sustancias alucinantes, y hasta pueden ser producto de un chip. Hasta la razón nos puede engañar. ¿No os habéis equivocado nunca haciendo cuentas?
            -¡Sí, sí...!


EQUIVOCARSE HASTA CALCULANDO.


            -¿Y pensando? A veces razonamos correctamente pero nos saltamos, por distracción, algún detalle, y nuestro razonamiento mutilado nos llevará a conclusiones falsas. Lo más frecuente es un error manejando el ordenador; nos equivocamos y por más que miremos no conseguimos encontrar dónde nos hemos equivocado; no podemos descubrir la causas de nuestro error. Siempre pasa que lo tenemos que dejar, por aburrimiento, y al día siguiente, con la mente despejada, volvemos a encender el ordenador y al toque lo vemos a la primera. Nuestro razonamiento es claro, evidente, luminoso, sólo se vuelve turbio cuando nos cansamos; pero muchas veces pensamos sin saber que tenemos la mente cansada; no está siempre claro cuándo tenemos la mente despejada, cuándo vamos a razonar correctamente.
            Juan Luis se sacudió las manos, y flotó en el aire un fugaz remolino de polvo. Una nube de tiza que poco a poco se disipó.
            -Fijaos bien cómo razonaba Descartes: si mis sentidos me engañan, yo soy el engañado por las ilusiones de mis sentidos; si me equivoco por usar mal la razón, yo soy quien se equivoca; si no soy capaz de distinguir entre la vigilia y el sueño, yo soy el soñador; y si hay en el mundo algún espíritu empeñado en confundirme, yo soy quien está confuso. Yo pienso que me alucino, me equivoco, sueño y me engaño; y al pensar esas cosas estoy seguro de que me pasan, porque no es posible que no exista algo que piensa. Si yo pienso, existo, y ahí está la primera idea que tengo con seguridad. La primera evidencia de mi vida. Existo porque no se puede pensar sin existir. Si me engaño, quizá no esté yo en el mundo si no me doy cuenta de mi error; pero desde luego sí lo estoy en cuanto pienso que me estoy engañando, porque la razón encuentra en el engaño mi parte de realidad. Si me engaño, existo: eso ya lo decía San Agustín.
            Juan Luis las miró de frente. 
            -¿Lo recordáis?