viernes, 27 de abril de 2018

EN LA NOCHE DE LOS TIEMPOS



EN LA NOCHE DE LOS TIEMPOS


 1. Las cavernas de la mente.

            Si remontamos el tiempo como remonta las aguas el salmón, encontraremos imágenes de leyenda; mundos e historias que a nadie le es dado contemplar. El mundo son los ropajes del tiempo, y el tiempo, honda sustancia que se vierte, como los ríos, en el mar. Las aguas fluyen turbulentas en su cauce alto, y se serenan, en los tranquilos valles, próximas a morir. Las aguas no remontan nunca el río, su único destino es la mar; pero se evaporan, como emanaciones del cielo, las nubes que se precipitan en nuevas lluvias que alimentarán su nacimiento; aunque a veces la fuente se encuentra también en las entrañas de la tierra.
            Así es la historia: tiempo que corre y renacer continuo. Pero el tiempo sólo corre hacia abajo, y las nubes que renacen no son más que sus imágenes. La historia se repite, pero con actores nuevos. Mundos diferentes que pasan por los mismos avatares, pero con distintos trajes; con distintos nombres; el tiempo de sus venas recorre los mismos sitios, pero con distintas aguas. La revolución parió un tirano que se comió a su pueblo, pero fue primero en Grecia, luego en Roma, llegó a Rusia, aunque antes hubiera estado en Francia; la historia del tiempo fue siempre la misma, pero la del mundo siempre fue nueva; siempre con nuevos decorados, siempre con páginas blancas: el futuro, aunque los cauces sean los mismos, siempre está por escribir.
            Tiene el tiempo sus meandros y sus filtros, su suelo de decantaciones, su relieve labrándose en tierra, sus caminos subterráneos, sus honduras, sus cavernas. Las cavernas del tiempo son la memoria de su paso por el mundo, y son columnas en penumbra, sus lágrimas estalactitas, estalagmitas que se levantan para apoyar el techo buscándolo en la cueva sin luz. La memoria de la gente es también una caverna, labrada en su cabeza, como en los sótanos del mundo donde había labrado grutas el río del tiempo. Y son dendritas tejiendo telas de araña por doquiera, cuerpos eléctricos labrando paredes en el cerebro, laberintos de locura: cilindroejes tejiendo caminos sin fin. El cerebro conforma la mente y tiene estalactitas y estalagmitas, y columnas que sujetan el techo rocoso para que el pasado no se derrumbe. También tiene lagunas, sus cascadas espumosas, sus torrentes; y tiene ríos serenos que surcan sus valles cobrizos de parte a parte; los oídos y los ojos, el olor, la lengua y el tacto, ventanas donde se vierten los recuerdos en el mar; la memoria que no tiene ventanas se duerme en el olvido.
            Allí, en las cavernas del tiempo, late la noche. Noches negras y estrelladas, noches llenas de niebla, noches heladas, noches de lluvia. Copos que se derraman sobre un cielo algodonoso volviéndolo cálido en su belleza. Allí, latiendo en profundidades insondables, duerme el sueño más profundo en la noche de los tiempos. De allí emerge a la superficie de muy distintas maneras. Lo puede despertar un recuerdo más triste, un golpe duro, un traumatismo; o lo puede despertar el ensueño más dulce en las hermosas pasiones con las que sueña el alma; o el abrupto estado de embriaguez, el que precede al sueño, que a veces antes de soñar remueve rocas y precipita aludes. De muy diversas maneras pueden despertarse leyendas en las simas del recuerdo. De muy diversas formas surcan la luz, hurgando en la noche de los tiempos.


2. Los celtas.

            Hay un camino santo que trazaron los druidas. Un puente frío, alzado sobre lomas de acuarela, flotando entre la niebla, cargado de humedad. La costa de la muerte. Por sus piedras centenarias sube un frío de siglos que se cuela por los pies del antiguo guerrero, sandalias que se funden en la oscuridad. Son unos pantalones atados con correas que serpentean en las piernas, como metálicos reptiles. Una espada colgada en la cintura, y un collar claveteado rodeando el cuello, entre vestidos. La capa roja recoge el guerrero sobre el antebrazo, y le cae por la espalda, como una sombra legendaria de sí mismo, hasta los gemelos. El casco es una amenaza de metal en la sombra que apenas brilla.
            Los celtas. Un pueblo que se diseminaba por Europa al alba de su historia. Los celtas. Guerreros temibles enfrentados con los iberos. Los celtas. Parientes de germanos y escandinavos, de los arios y los indos, parientes de los dorios, de los hiksos. Y primos lejanos de las tribus germánicas que se desbordaron sobre el imperio romano, siglos después. Vinieron los suevos, los vándalos, los alanos. Vinieron esos bestias que no eran más brutos que los romanos que los combatieron. ¿Más cultos? ¡Quién sabe! Quizá de una racionalidad menos tecnologizada, pero llena de historias y leyendas. La brutalidad, desde luego, sólo la da la necesidad, no la densidad de su cultura.
            El conde Fernán González y los repobladores de Sepúlveda eran descendientes de los visigodos. En su memoria latían recuerdos del pasado, aunque el último suelo que pisaban fuese el de Cristo. La noche de los tiempos de los germanos vibraba en su mente, cabalgando corceles que con sus cascos arañaban la hierba, clavaban su herradura, surcaban los mares de leyendas que el cristianismo no había dejado del todo en el olvido. Y allí estaban los ríos brumosos de Europa central, los bosques umbríos del norte y los fiordos y lagos de Escandinavia. Aguas plateadas dormían bajo la bruma en la noche de los tiempos. Aguas serenas que reflejaban la luna en su espejo de metal. 


            Y allí, en aquel imaginario, en aquel inconsciente colectivo, estaba el horrendo abismo. Hielo y fuego. Y un extranjero misterioso llamando a las puertas, embozado y polvoriento, como un trotamundos. La noche del tiempo helaba como sólo hiela el cielo raso en la noche de los fríos.
            -¿Quién eres? ¿Qué buscas?
            En aquel depósito de sueños se abrió el manantial de las leyendas. Fue remontarse muy lejos, hasta donde sólo la imaginación puede responder a la esterilidad de la ciencia. Donde el tiempo no tenía ropajes, donde palpitaba desnuda la esencia, cuando no existía ni siquiera la sombra del mundo. Un caos lo bañaba todo, como niebla ocupando la nada, y de él surgió un abismo: se llamaba Ginungagap[1]. Una boca entreabierta como un fantástico bostezo[2]. Bajo él, en el caos que flotaba al sur, se formaba una lengua de fuego[3], un lugar que todavía no era mundo, una región del espacio ocupada sólo por fuego; un caos ígneo cuyas lenguas sombrías de luz eran verdaderamente un lugar extraño: el Muspel; lo habitaba el primer ser de la existencia, un ser extraño que se llamaba Surt, y tenía una espada flamígera.
            Después, al otro lado del abismo, más al norte apareció el país del frío: era Niflheim. La región helada, el mundo de las nieblas; de ella se alimentaban doce ríos que surcaban el espacio, al norte del gigantesco abismo que los separaba del fuego[4]; y del fuego brotaban también siniestras corrientes de aguas ponzoñosas[5]. Los ríos del Niflheim fueron llenando aquel gélido Ginungagap, donde sus aguas se helaron. Pero cerca del Muspel el calor hacía que se levantaran grandes chorros de vapor, que caían en forma de escarcha[6]: eran vapores que erraban por el espacio, salidos de los ríos venenosos, que se condensaron. La escarcha cayó al abismo. Y las chispas que saltaban de la región del fuego fundieron el hielo, de sus gotas nació el gigante progenitor de todos los gigantes: el inquietante Ymir. Y luego surgió el mundo. Todo empezó cuando se mezclaron los ríos helados con la ponzoña del fuego[7]; cuando se juntaron el hielo del norte con el fuego del sur[8]. Y así todo es mezcla, todo es contradicción. El mundo que surgió de allí era orden y estaba poblado por su contrario, el caos que lo originó.
            ¡Vasto abismo del tiempo antes del tiempo, Ginungagap! Era el caos un bostezo entre el cielo ígneo y la tierra por fecundar, que decían los griegos; pero los germanos decían que entre el frío del norte y el fuego del sur. El caos, la boca entreabierta, fue un crisol donde se mezclaron los elementos del universo; en ellos se miraba la tierra. La gran abertura fue una estrella original, y somos nosotros polvo de estrellas. Vasto abismo del tiempo antes del tiempo, Ginungagap. El tiempo antes de nacer era caos. Savia universal que todo lo ocupaba, sustancia elemental que todo lo contenía. Un día se derramó y desde entonces se metió en el cuerpo de los seres que nacieron, y ya no pudieron volver a la fuente original, ya no fue posible remontar el río. Y formó sus leyes, cambió sus ropas, creó sus cavernas cavando el cielo, surcando el viento y horadando el suelo. El cielo cristalizó luego en la memoria. Y la memoria surca el pasado para ver, en las noches de tormenta y de locura, el bálsamo que puede curarnos con la caricia original; en la noche helada de los tiempos; aunque no siempre la nostalgia corona con éxito la dulce empresa, dolorosa y sublime, de regresar.
  





[1] Velasco, M. Breve historia de los vikingos. Madrid, 2005: Nowtilus; p. 108.
[2] Barrera, A. “Mitologías nórdicas y germánicas”, en Muy especial: mitología de hoy y de siempre, nº 70, verano 2005, p. 56.
[3] Velasco, M. Ibídem, p. 108.
[4] Muy especial, nº 70, p. 56.
[5] Manuel Velasco, ibídem, p. 108.
[6] Las mejores leyendas mitológicas, recopiladas por José Repollés. Barcelona, 1972: Editorial Bruguera; p. 249.
[7] Muy especial, nº 70, p. 56.
[8] Velasco, M, ibídem, p. 108.

viernes, 20 de abril de 2018

LA CRISIS DE 2008





LA CRISIS DE 2008


            En el año 2001 salieron a la luz cosas que ya tenían una existencia. Latente. Dos aviones se estrellaron contra las torres gemelas. Estaban cargados de pasajeros y, por primera vez, los medios de transporte eran utilizados como bombas humanas. Antes se habían utilizado como bombas pero ahora el mismo piloto era una bomba; los vehículos se habían usado para matar, sí, pero ahora se usaban para morir matando. El suicidio iba a convertirse en arma de combate. Mucho antes había habido ya ejércitos suicidas, los más conocidos eran los del Japón; pero ahora los objetivos ya no eran militares. Lo que querían aquellos combatientes era morir matando al mayor número de personas posible. Apareció el suicida convertido en arma de destrucción masiva. Con Hitler se había buscado la destrucción de poblaciones enteras, pero el que mataba no pretendía morir; los kamikazes morían para matar, pero mataban soldados, no poblaciones indefensas; la novedad de los asesinos islámicos era que morían para matar civiles, cuantas más víctimas mejor. Se habían empeñado en patentar una nueva versión de la masacre de los inocentes. Derrumbaron, en las torres gemelas, el símbolo económico de la cultura occidental. Nueva York.
            Los locos islámicos inauguraron la era de la muerte total. Morían en esta vida para ganar el más allá. Y con ellos debía morir cualquier rasgo de existencia no islámico. El rasgo común a casi todas las religiones (sacrificar esta vida para ganar la otra) había sido criticado por Nietzsche como la cobardía de los resentidos, de los fracasados, de los débiles. A Nietzsche no le dolía que hubiera gente que fracasara después de luchar; lo que le dolía era el fracaso de la gente que no luchaba, de quienes fabrican un dios y luego se entregan a él, de quienes disfrazan su cobardía como valor porque no tienen agallas para luchar de veras. La debilidad que él condenaba no era la del enfermo que lucha por salvarse, sino la del sano que quiere morir; la debilidad de quien ha renunciado a la lucha y se inventa un combate falso con enemigos inexistentes: para tener la ilusión de vencer cuando lo único que hace, suicidándose, es demostrarle al mundo su derrota. El terrorismo islámico es la voluntad de no querer nada, voluntad disfrazada de quererlo todo, voluntad de poder: ese deseo de ser impotente es la verdadera rebelión contra Nietzsche. Nietzsche, mofándose de la compasión convertida en espectáculo, era compasivo de verdad. Ser bueno no es matar para ir al cielo, sino respetar tu deseo de vivir en la tierra. Nietzsche criticó, en las religiones, a toda la cultura occidental. Ahora, en oriente están rescatando al occidente enfermo que criticaba Nietzsche; y de nuevo se libera el virus de aquella terrible enfermedad. Dios, poderoso, quiere que el ser humano sea impotente; y el ser impotente se destruye para no poder ser nunca el reflejo de dios; dios, que nos creó desde el principio como un pálido reflejo de sí mismo, a imagen y semejanza suya. Y ahora no queremos parecernos a Nietzsche. La rebelión contra Nietzsche esconde, terrible paradoja, la última rebelión contra dios. Las religiones despiadadas son un último eco del canto del cisne de las religiones.


            Los  países islámicos son una fuerza de trabajo desparramada por el mundo: fuerza cargada de energía, pero sin materia sobre la que trabajar; sin instrumentos de trabajo, pues hasta las bombas con las que matan han sido producidas por occidente (e incluso el reloj que tiene Bin Laden en la muñeca, cuando lo graban con la Kalashnikov); fuerza sin tecnología, trabajadores sin ingenieros, sólo les queda la ideología como fuerza de combate; como no pueden luchar por la vida porque no tienen recursos, luchan contra ella; pero necesitan disfrazar de potencia esta rebelión de los impotentes. Porque, debajo de la agitación islámica, lo que hay en sus mentes es un sentimiento de frustración, un futuro hipotecado, un presente postrado, por suerte, sólo hay una llama que brilla con resplandor: la del pasado. El pasado (predicaciones, invasiones, califatos, territorios llenos de emires) es la gasolina que alimenta la llama; y la llama salta con la chispa de la necesidad mezclada con el poder: necesidad de la inmensa mayoría, desgarrada entre el hambre y la incultura; y poder que sale del petróleo, que es el arma que les permite comprar tecnología sin desarrollo. Sobre una mentalidad generalizada de postración secular crece una mentalidad coyuntural de poder ficticio; y ésta se encarna en una yihad que arrasa el mundo a sangre y fuego, pero que tiene sus días contados: porque nadie puede construir destruyendo. Lo ilustró muy bien Ortega y Gasset comparando a Napoleón con Gengis Khan: el primero espoleó la guerra para extender sobre Europa la cultura y el culto de la libertad; el segundo no extendió sobre el mundo más que la guerra; y si hoy sobreviven muchas cosas de Napoleón (entre ellas el código de leyes que lleva su nombre), de Gengis Khan no quedan, desparramadas en la historia, más que sus cenizas.
            El mundo que está sembrando la yihad no es el de la competencia, sino el de la competición; no busca desarrollarse, sino adaptarse; la agresión y la guerra sustituyen a la felicidad y la plenitud. Pero sucede que las culturas que permanecen en la historia tienen una doble raíz en sus corazones: sentido crítico para tocar tierra en la realidad, y entusiasmo para anclar el presente en la utopía; el realismo del presente debe prolongarse hacia el futuro en un horizonte de plenitud. Si no se dan esos dos ingredientes, las sociedades desaparecen; y en el islam del terror hoy no se da ninguno de ellos.
            De modo que los éxitos del islam hay que buscarlos en los fallos de occidente. Y, dentro de occidente, de Europa. Una Europa deshumanizada ha crecido (está creciendo) en las entrañas del atlantismo; junto con la Europa del humanismo y de la humanidad. En esa misma Europa todavía florece la irracionalidad en sus estertores (dos muestras terribles son las dos guerras mundiales). Pero indudablemente occidente es, hoy por hoy, la cultura de la vida: sus dos caras son como la cara y la cruz de la misma moneda; el atlantismo es su versión más primitiva, puritana y militarizada; y el europeísmo su rostro más humano: con Kant y con la epifanía de los derechos humanos.
            Occidente ha descubierto sus dos caras y ambas se completan la una a la otra: la defensa del individuo (en el liberalismo) y la defensa de la persona (en el socialismo y la socialdemocracia). Marx es un producto típicamente europeo: pero tenía rasgos despóticos, orientales; queriendo redimir a la humanidad, ha construido, sin querer, imperios terribles. Sin embargo Kant, europeo hasta la médula, es profundamente occidental sin ninguna contaminación del despotismo de oriente. Sólo Europa ha sabido construir sobre tierra lo más parecido a un paraíso; que es el Estado del bienestar, el welfare State. Los Estados Unidos, compartiendo nuestra tradición democrática, no la han llenado de contenido humanístico: su cultura es menos espiritual y más despótica; y hay, quizá, más rigidez mental donde tenía que haber más espiritualismo. Y estando profundamente hermanados (porque compartimos las libertades de occidente), hay algo que nos separa al europeísmo y al atlantismo: el amor por la humanidad en el primer caso; y en el segundo, la obcecación por el individuo.


            Este Estado del bienestar ha garantizado protección universal para los desprotegidos; y ha reconocido derechos humanos para todos. Pero los excesos del liberalismo dieron al traste con ello. Se empezó a decir que las empresas debían tener menos cargas sociales para producir más. Y el Estado, bajando los impuestos de los ricos, se quedó con menos recursos para ocuparse de los pobres. Los agujeros de la seguridad social tuvieron que ser colmatados por las obras de beneficencia; por las ONG y las asociaciones humanitarias. En oriente este vacío fue siendo ocupado por el radicalismo islámico. Los militantes crearon comedores populares y embriones de asistencia médica en los espacios abandonados por el Estado; y la caridad quedó asociada a una política agresiva; los ciudadanos, al votar por quienes les ayudaban  con la comida, votaban también a quienes les llevaban la yihad. Y así las masas se fueron radicalizando. Si occidente no hubiera desertado de la asistencia social, oriente no habría podido extender su mensaje de guerra. Esto rebotó contra occidente. El Estado Islámico contrataba con el dinero del petróleo a los musulmanes que en occidente malvivían con el paro; si en occidente no se hubiera retirado la seguridad social, la tercera y la cuarta generación de musulmanes no habría sido carne de cañón para los violentos. A esto se une que el racismo visceral que imperaba en las calles de Inglaterra o de Francia no habría despertado en muchos el impulso de volver a los orígenes; y de abrazar una cultura de la opresión después de haber estado, sin conocerla verdaderamente, en la Francia de la libertad. También en España se llegó a gritar un día, sin que la gente se sonrojase lo más mínimo, “¡que vivan las cadenas!”
            Estas cosas empezaron a pasar en Europa en las postrimerías del siglo XX. Pero en el año 2008 el sistema se colapsó. Se hundió la bolsa de Nueva York,  la riqueza cambió de manos y se hundieron también muchas empresas. El paro se disparó. Y como habían vivido en el Estado del bienestar, mejoró la asistencia sanitaria y los viejos ahora se morían más viejos; había que pagar más pensiones. Los jóvenes, en su deseo de buscar la felicidad, se extraviaron en el placer y, para huir de las privaciones, tuvieron menos hijos; había menos gente para trabajar, y por lo tanto menos cotizaciones, y el Estado se quedó con menos dinero. Siguieron oyéndose las voces de que había que bajar los impuestos para que las empresas produjeran más. Al mismo tiempo había que rescatar a los bancos, que se hundían sin liquidez. El cóctel fue explosivo: el número de parados se triplicó en España y el dinero que tenía el Estado para atenderlos siguió bajando; y como muchos de aquellos parados se habían endeudado para comprar casas en los tiempos de bonanza, se ejecutaron las hipotecas y empezaron los deshaucios. Al mismo tiempo España se endeudaba y tenía que pagar la deuda externa. El equilibrio presupuestario, al asfixiar al país, asfixió también a las comunidades autónomas, a las diputaciones, a los ayuntamientos. La única política posible era una política de recortes. Menos jueces, menos médicos, menos maestros, menos ambulancias, menos de todo. No fue por culpa de Rajoy. También lo había empezado a hacer Zapatero, que tenía un corazón inmensamente más grande. No había dinero para gastar, la realidad mandaba.


            El mismo vacío que aprovecharon los radicalismos islámicos (el de la asistencia social) lo aprovechó el nacionalismo catalán. La culpa no era de la crisis: era de España. España nos roba. Y la ideología, lenta y soterradamente supurada en las escuelas, produjo, después de cuarenta años, un inmenso lavado de cerebro. Sólo unos ojos deslumbrados por la ficción pudieron ver sometimiento donde había libertad. Los mismos espacios que repoblaba Israel con viviendas judías para que no pudieran volver los palestinos, los repobló la ideología catalana para que no pudiera volver la verdad, enterrada bajo cascotes de mentiras; entiéndase, mentiras ideológicas. Y lo peor fue que los políticos no supieron estar a la altura de las circunstancias. Todos, desde Iglesias hasta Rajoy, pasando por Sánchez y la mismísima Colau, se la pasaron defendiendo intereses mezquinos sin amplitud de miras; como si un ciclista se entretuviera mirándose las ruedas en lugar de mirar el horizonte. Enfrente, en el bloque catalanista, se extendía un movimiento populista cuya calidad democrática caía a marchas forzadas y adquiría lentamente ribetes cada vez más parecidos al fascismo. Y lo defendía una izquierda demodada y obsoleta. Quienes representaban a la clase trabajadora defendían a capa y espada, en Cataluña, los intereses de la burguesía. Valle Inclán resucitado: ¡el esperpento!
            ¿Qué nos quedaba a los españoles con la crisis? ¿Luchar? ¿Contra quién? ¿Contra el gobierno? El gobierno poco podía hacer, tanto si mandaban los unos como los otros, porque había que mantener el equilibrio presupuestario: “no se construye un paraíso social”, decía aquel loco, “sobre ruinas económicas”. Pero no se trataba de construir un paraíso; se trataba simplemente de evitar el infierno. Entonces, ¿contra quién había que luchar? ¿Contra el Estado? ¿Que se hundiera Roma para que entraran los bárbaros? Ya sabemos contra quién lucha Rajoy, contra quienes quieren que también colaboren los empresarios. Pero Iglesias ¿contra quién lucha? ¿Contra nosotros mismos? ¿Contra España? ¿No hay ninguna izquierda que quiera defender a los pobres sin cargarse a los pobres y a los ricos? ¿No hay nadie que tenga visión histórica, sentido de la responsabilidad, preocupación por el futuro? Hoy, más que nunca, hace falta escuchar el imperativo de responsabilidad. Ya lo dijo Hans Jonas: actúa de tal manera que mañana siga siendo posible la existencia de una vida humana sobre la tierra.  
            La solución no es matar ricos, como en el 36. Ni sinvergüenzas, ni ideólogos, ni aprovechados, ni fanáticos. La solución es crear utopías y ser listos. Creer que es posible un mundo mejor y para eso es necesario conservar el que hemos creado ya, aunque no sea perfecto: Europa. Aunque siga habiendo cosas que no nos gusten. Aunque a veces se nos escarapele la piel. Si para salvar a los pobres nos cargamos a Europa so pretexto de atacar a los malvados que viven en ella, es que vamos al suicidio. Atacar a España desde Venezuela es preferir el despotismo. Menospreciar la democracia que tenemos. Suele ocurrir que no vemos lo que tenemos precisamente porque lo tenemos cerca, y solamente lo podemos ver claramente desde lejos; así, no valoramos la libertad más que cuando la hemos perdido. Europa es, con todos sus defectos, la única isla de humanidad que flota en el mundo. La quiere destruir Rusia, y su arma es la división. Rusia alimenta cualquier foco de división que hay en Europa. Le ha venido bien el bréxit en Inglaterra. En Francia y Holanda no ha podido lograr que gane el Frente Nacional, lo está intentando ahora con Cataluña. ¿Qué quedará en el vacío de una Europa dividida? El nacionalismo. Las naciones europeas, espoleadas por ideologías agresivas y excluyentes, se enfrentarán entre sí y Rusia se frotará las manos. La mejor de sus visiones sería una guerra europea. También Donald Trump ha querido dividirnos, pero Estados Unidos son el atlantismo y comparten, con nosotros, la idea de occidente; por mucho que algunas voluntades en la superficie quieran cosas, no pueden evitar ser arrastrados por corrientes subterráneas; y la corriente que arrastra a Europa rema en el mismo sentido que la que arrastra a los Estados Unidos. Hubo un momento, cuando cayó el bloque soviético, que se habló de integrar a Rusia en la casa común europea. No fue posible. No era posible. Rusia no estaba madura para dar el vuelco hacia el humanismo.
            Oriente es, como lo era desde las guerras médicas, el despotismo. Y aunque Grecia se hiciera despótica cuando invadió Persia, y Roma cuando se adueñaba del Meditarráneo, el espíritu grecorromano era el de una humanidad fecundada por el cristianismo (que también en sus momentos despóticos masacró a diestro y siniestro). Toda la antigüedad, toda la Edad Media fueron campos de exterminio, pero la política flotaba sobre un terreno fértil lleno de semillas: semillas de humanidad, que venían de Grecia, del cristianismo; y cristalizaron los ideales de la Revolución francesa a pesar de la guillotina y de las guerras. Hasta llegar a Kant. Y a Andrés Laguna, que teorizaron lo mismo pero sin las guerras.


            Lo interesante del cristianismo es que viene de oriente. Es la prueba visible de que en oriente hay también semillas de humanidad. Pero todavía no cristalizan. En oriente tenemos la intransigencia islámica. La intolerancia rusa. La opresión deshumanizada que palpita en China. Y algunos brotes de demencia en Corea del norte. Sin hablar de la intolerancia religiosa en Indonesia, en Filipinas. Pero hay islotes de occidente (aunque de colores muy tenues) en la India y en Japón; por supuesto que en Australia; y en Nueva Zelanda. Al ver un mapamundi está claro que oriente se enfrenta a occidente. Quienes, desde Podemos u otras atalayas, se alinean contra occidente, se está equivocando de enemigo.
            Entonces ¿qué tenemos que hacer? Salir de la crisis sin salir de Europa. La crisis le ha quitado a Europa lo mejor que tenía: la humanidad. Hay que salir de la crisis sin dejar de ser europeos porque el mayor peligro no es el terrorismo islámico, sino que estallemos nosotros mismos desde dentro. Europa debe mantenerse unida. No debe desaparecer. Y, cuando las circunstancias lo permitan, recuperar lo más sagrado de nuestras esencias: la seguridad social; la educación gratuita; la justicia renovada, independiente y buena; la solidaridad; la persona que nos enriquece, la densidad del individuo; la humanidad y la cultura, que la cultura nos humaniza; la objetividad en la historia, el sentido crítico; la búsqueda de la plenitud, la naturaleza que nos lleva, la espiritualidad que hemos perdido; la libertad, la democracia. Todo eso está en peligro. Lo perderemos si nos suicidamos, como se pierde el islam en el suicidio. Saber bien adónde vamos, adónde queremos ir, tener amplitud de miras. No confundir la solidaridad con los pobres con la defensa de los intereses que nos fagocitan; y nuestros intereses, hoy por hoy, no están en Venezuela ni en Rusia. Si Cataluña se les entrega y acaba en sus manos, estará dando un gran paso hacia oriente y se desconocerá a sí misma. Lamentará luego haber abandonado la tierra que fue su cuna.
            No caben hoy las revoluciones marxistas. Si Marx levantara la cabeza seguro que renegaría de sí mismo. Hace falta estar ciego para no darse cuenta de su fracaso. Pero en su propio fracaso se encuentra su éxito: si falló la teoría, todavía está vivo el espíritu, la emancipación de los oprimidos; la búsqueda de la felicidad sobre la tierra y, de la mano de Nietzsche, la esperanza de que el espíritu del cielo no nos robe esta tierra que nos pertenece: la tierra donde hemos nacido; que es, en sentido propio, el espacio limitado por la cuna y la tumba, y en sentido figurado, una búsqueda de plenitud: cada tiempo tiene sus jalones en esta búsqueda, y el tiempo presente lo ha encontrado en Europa. Europa tiene que ser, en adelante, la cuna de las utopías realizables, pero realistas; ideales, pero libres; y que el ansia de un mundo nuevo no nos impida evitar los cantos de sirena, las ganas de felicidad que esconden bajo sus alas el despotismo; hay que saber mirar para no dejarse deslumbrar por las apariencias.
            Esta crisis durará lo que tenga que durar. La agresión islamista se enquistará en nosotros durante muchos años, pero no constituirá un peligro de fondo. Dentro de nosotros hay un lobo malo y un lobo bueno: hay que alimentar al lobo bueno, que el mismo país que ha engendrado a Trump ha engendrado también a Obama; de modo que América podrá tener sus diferencias con Europa, pero en el fondo son dos hijas de la misma madre. Como llamaba Laguna a la unidad de Europa frente al peligro turco, así debemos hacer nosotros frente a Rusia. Pero Laguna parece que escribió un Viaje de Turquía que quería comprender al adversario en lugar de atacarlo; ponerse en su pellejo: así nosotros también con Rusia; debemos empaparnos de la cultura rusa, apreciarla y conmovernos; despertar las semillas de bondad que duermen en ella, impregnarnos de Turgeniev; de Chejov, de Tolstoi, de Tchaikovsky; sumergirnos en sus cuadros, en sus películas, en su folklore, en sus edificios; Einsenstein y Dostoievsky; sólo el conocimiento, crítico y espiritual, realista y soñador, del espíritu ruso nos permitirá aspirar la plenitud bajo la superficie; que hay un corazón ruso debajo de la voluntad descorazonada, mucho Raskolnikov debajo de Putin. Rusia es, hoy, nuestro peligro, pero aspiramos a una casa común y será también, un día, nuestro futuro.
            Mientras tanto las ONG trabajan por la gente pobre. Hay mucha solidaridad bajo tanto egoísmo, pero no hay que permitir que el amor al prójimo nos nuble la vista: como cuando queremos tanto a un pajarillo que las ansias de ternura se agarran a la mano y, queriendo acariciarlo, lo ahogan; no, no hay que dejar que nuestro amor le lleve al prójimo la asfixia en nuestro arrebato por ayudarlo. Ada Colau se cubrió de gloria cuando defendía, como abogada, a los deshauciados; hoy, como alcaldesa de Barcelona, y sobre todo como miembro de su partido, ya no se sabe qué intereses defiende. También Sendero Luminoso mató sin piedad, y en su afán murieron pobres y ricos, queriendo ayudar a los pobres. Hoy la crisis nos plantea profundos retos. Uno de ellos es no empeñarse en defender al débil con ideologías desfasadas, obsesivas, inoperantes y suicidas: tener demasiado corazón a veces es lo mismo que ahogar abrazando. La única solución es escuchar al corazón con la cabeza; y no desesperarse si hay bolsas de pobreza que no podemos erradicar, y abusos en el mundo que no podemos arreglar, no desesperarse; hay cosas intolerables pero no es bueno perder la paciencia. Y mirar en el horizonte sin perder el rumbo, porque en él está anunciado, aunque tarde, como una redención inexorable, el destino de la humanidad. Será el lucero del alba.




viernes, 13 de abril de 2018




OCCAM Y LA CULTURA DE LA IMAGEN  


             Un signo es una realidad con significado. El significado es una intención del alma (a no ser que se trate de señales, en cuyo caso sería más bien una atención del alma). Vayamos por partes:
Una intención del alma es cuando ponemos cosas dotándolas de significado. Pulgarcito dejó piedras en el camino para marcar el camino de vuelta; para él esas piedras no eran piedras sino avisos, marcas, señales que identificaban, entre todos los caminos posibles, cuál era el que tenía que tomar para volver a casa. Un marcapáginas es una señal que ponemos en el libro para saber hasta dónde hemos llegado con nuestra lectura. Y una fotografía es una señal que hemos puesto debajo de un nombre para identificar a una persona.
            Una atención del alma es cuando atribuimos significado a las cosas, convirtiéndolas en signos cuando descubrimos relaciones lógicas entre ellas. Esos signos son causados por sus significados cuando no se parecen a ellos; el humo es causado por el fuego, el agujero es producido por la bala y la herida ha sido abierta por el bisturí. En la película de Jean-Jacques Annaud, Fray Guillermo estudia unas pisadas que hay en la nieve sobre una pendiente; las que suben son menos profundas que las que bajan: la razón es que, al bajar, el fraile iba con un peso encima, posiblemente el cadáver de otro fraile; lo dejó al fondo del terraplén y por eso al volver, sus pisadas eran menos profundas.
            Los signos intencionales sirven para comunicar; la atención a los signos, para descubrir. El investigador debe estar atento a las señales que tiene delante para poder interpretarlas. En algunos casos esas señales se parecen a lo que representan, como una foto se parece a su modelo o una estatua se parece a su personaje; en otros casos no se parecen, como el humo no se parece al fuego ni la pisada al pie; en el primer caso hablamos de imágenes; en el segundo, de huellas; tanto las huellas como las imágenes pueden servir para expresar cosas (como el pintor del Escorial firmaba con un caballo blanco, o el ciudadano se identificaba con una bandera, o aquella sociedad secreta firmaba con el dibujo de una mano negra); o para estudiarlas (como los huesos del paleontólogo o las huellas de Fray Guillermo). Hay, pues, signos para llamar y signos para entender.
            Hay otros signos que no se parecen a lo que representan pero tampoco son causados por sus significados: son las palabras. La herida es una señal que avisa de la presencia del bisturí, pero la palabra “bisturí” sirve para señalar el bisturí que estamos buscando y para hacernos preguntas acerca de él. Una chaqueta en el asiento de un cine sustituye a su dueño para indicar que la silla está ocupada: ésa es una señal entendida como mensaje lanzado por su dueño; pero un papel con la palabra “ocupado” produce también el mismo efecto. Las palabras reemplazan o sustituyen (a veces pueden suplantar) a una pluralidad e individuos; por ejemplo el término “hombre” sustituye a todos los hombres individuales. Occam decía que las palabras sustituyen a las cosas a las que se refieren (es la teoría de la suppositio; “suppositio” significa en latín “sustituir”).


            En la teoría de Occam las imágenes y huellas no producen intelección, a menos que conozcamos previamente la realidad a la que se refieren; un círculo rodeado de otros círculos es ininteligible (a menos que conozcamos lo que es un átomo, en cuyo caso lo identificaremos con un núcleo rodeado de electrones); o un montón de esferas apelotonadas como una frambuesa es imposible de identificar (a menos que sepamos que es el ojo de un insecto fotografiado con muchos aumentos). Las palabras, en cambio, sí producen intelección, o lo que es lo mismo: desarrollan nuestra inteligencia.
            La idea de Occam es muy sugerente si la trasladamos a la cultura de la imagen. Una imagen (decían los chinos) vale más que mil palabras, y era porque la escritura china es tan compleja que resultaba más fácil dibujar que escribir. Pero con Occam sabemos que una palabra vale más que mil imágenes; por lo tanto, leer una novela nos enriquece mucho más que ver una película. Si la novela habla de un coche nosotros nos tenemos que imaginar cómo es el coche, atendiendo al contexto y, muy especialmente, al lugar y la época; pero una película te lo muestra tal y como es y te ahorra, por tanto, el trabajo de imaginarlo.
            Si nos atenemos a la teoría de la evolución, veremos que el progreso ha consistido en sustituir el tacto por el olfato, el olfato por la vista y la vista por el oído. Los mamíferos primitivos tenían un lóbulo olfatorio muy desarrollado, pero los insectos tenían antenas como los gatos pelos en el bigote; nuestro lóbulo olfatorio se ha atrofiado bajo la masa encefálica en la que se han desarrollado, como flores en primavera, el lóbulo occipital (que controla las imágenes) y el lóbulo temporal (que controla el habla con las áreas de Broca y de Wernicke). Evolucionar es, por consiguiente, pasar del contacto al olor, del olor a la imagen y de la imagen al sonido; un animal que habla es más perfecto que un animal que ve; y leer es siempre más interesante que mirar una pantalla. Cuando los seres antropomorfos se hicieron arborícolas necesitaron dominar las tres direcciones del espacio para no caerse, y desarrollaron una visión estereoscópica; pero cuando el cambio climático destruyó la selva necesitaron dominar no sólo la realidad presente, sino también sus posibilidades; y desarrollaron una forma de comunicación infinitamente más potente que la imagen: el lenguaje. Sin embargo hoy la tecnología está sustituyendo otra vez los sonidos por imágenes, arrastrándonos a una involución que es una evolución al revés, y estamos andando hacia atrás como los cangrejos. Es más, la imagen se ha convertido en soporte de videojuegos, y más que entender una historia nos interesa ahora demostrar nuestra destreza manual apretando botones. En otras palabras: de la inteligencia abstracta (con los conceptos) retrocedemos a la inteligencia concreta (con las imágenes) y ésta sirve de trampolín para proyectarnos hacia la inteligencia sensomotriz: que es la que tienen los niños de menos de un año.


            O sea que la cultura de la imagen nos está atontando. Cierto, también podemos crear poesía con las imágenes, pero eso nos obliga a proyectarlas hacia el concepto, y necesitamos símiles, metáforas, metonimias, sinécdoques, hipérboles, ironías y mucha interacción, la mayoría de las veces compleja, entre la imagen y el sonido; pero eso a nuestros jóvenes no les interesa, y en cuanto ven más de dos secuencias del Potemkin nos mandan parar porque “eso ya raya”; prefieren unas secuencias de Torrente, que produce encefalogramas planos.
            En resumen: en Occam (siglo XIV) encontramos herramientas para hacer una buena crítica de la sociedad en la que estamos; porque las huellas y las imágenes nos enriquecen si van asociadas al lenguaje, sea éste de imágenes, sonidos o palabras; pero las imágenes solas, al margen del entendimiento, sólo pueden atrofiar la mente de los jóvenes; y éste es un producto desastroso del progreso, que debería desaparecer, si queremos, fecundando las imágenes con palabras. Para eso, desde luego, hay que echarle voluntad al asunto. Y estar dispuestos a ponerle esfuerzo al consumo pasivo de imágenes para mantener vivo nuestro esqueleto cerebral; sin asustarse de tener que rayarse un poco cuando eso nos obligue a pensar, tan pronto como empezamos a enriquecernos, con nuestras mentes demasiado cómodas y atrofiadas.




viernes, 6 de abril de 2018

DIVAGACIONES SOBRE LA FE



Breviario de filosofía.



DIVAGACIONES SOBRE LA FE
(VER PARA CREER)



  1. Credo quia absurdum.

            Creo porque es absurdo: así decía Tertuliano. Nada más absurdo que la virginidad de María; que una mujer dé a luz sin haber tenido contacto con ningún hombre no tiene sentido porque, por definición, la especie humana se reproduce sexualmente. Habrá quien diga que dios la fecundó con el espíritu para que naciera Jesús. También ha habido pueblos que creían en el poder fecundador de los espíritus mientras relegaban la unión sexual a mera forma de placer, despojándola de cualquier influencia en la reproducción: así lo plantea Jean-Marie Auel en El clan del oso cavernario. El fondo de la cuestión es reconocer que sólo podemos creer lo que es absurdo; las cosas que se entienden se descubren investigando, no hace falta creerlas.
            También era absurdo afirmar que existía la energía negativa; por eso sólo se tomaban, de las ecuaciones de Maxwell, las soluciones positivas; las que tenían signo negativo se ignoraban. Hasta que se le ocurrió a Dirac que las soluciones negativas podían tener sentido físico: lo cual parecía absurdo, y lo trataron de loco; pero se descubrió que la energía negativa también existe y le dieron el premio Nóbel de física; acababa de descubrir la antimateria.
            Dirac, como Tertuliano, propuso creer en algo que parecía absurdo, pero había una diferencia: que el absurdo de la concepción sin espermatozoides se resolvía mediante intervención divina y había que creer en algo sobrenatural; mientras que el absurdo de la antimateria se resolvía dentro de los límites de la naturaleza, ampliando sus leyes. Además, se pudo comprobar experimentalmente la existencia de la antimateria, mientras que no se ha comprobado nunca que los espíritus fecunden los cuerpos. Una hipótesis científica es un absurdo provisional que acabará teniendo sentido lógico o empírico; una creencia religiosa es un absurdo que no tendrá sentido nunca. La fe del científico es, pues, un salto en el vacío, pero la orilla desde la que saltas no te deja ver, desde la bruma, la orilla a la que llegas; y crees que esa orilla existe, pero no lo puedes demostrar y por eso te arriesgas: calculando y observando lograrás demostrarlo algún día. Pero el absurdo de Tertuliano no se aclara nunca: creer absurdos sobrenaturales es lanzarte desde una orilla como si hubiera enfrente otra orilla, pero ni la hay ni hay ningún banco de niebla que te la oculte.
            Los absurdos científicos son, además de provisionales, definibles. Son ideas locas que no engendramos para permanecer en la locura, sino para salir de ella. Pero los absurdos religiosos son locuras permanentes de las que no se sale nunca. Es verdad que cada cual puede ser feliz abrazando sus propias locuras, siempre que no se las imponga a nadie ni cimente sobre ellas persecuciones y cazas de brujas. También hay absurdos ideológicos, cosas que todavía no existen pero existirán algún día: son las utopías; y, como los elementos de Mendeleiev que no existen en la naturaleza de nuestro planeta, pero en algún sitio se descubrirán poco a poco: así también las utopías podrán un día realizarse a menos que se conviertan en quimeras.
            Muchos misterios hay en la vida. Muchos enigmas que la naturaleza tiene que resolver, utilizando a los científicos como detectives. De la misma manera si a nadie se le ocurren posibilidades utópicas, la sociedad no mejorará nunca: pero hay que vigilar que las utopías no sean quimeras sobre las que se construyan sociedades terribles; como las locuras del científico, deben estar atentas a que haya orillas en la niebla donde sólo vemos el vacío de un abismo. Un absurdo es algo inexplicable con la ciencia que tenemos ahora, pero perfectamente explicable con la ciencia que vendrá después. Hay que huir de esos otros absurdos, demasiado peligrosos, que no se explican nunca; sobre ellos pueden levantarse sociedades opresoras y crueles; y no nos dejan disfrutar del absurdo vigorizante, apasionante y lúcido, que llena de sustancia las limitaciones de la vida.


2. La razón y la fe.

            Durante mucho tiempo se han observado huesos que no correspondían a ningún animal de los que existen. En China se han interpretado los dinosaurios como dragones. Mucha gente ha creído que eran huesos de animales desaparecidos, han entendido que sólo de esa manera los podrían explicar.
            Pero otros han supuesto que tales animales desaparecidos eran nuestros antepasados. En la clasificación de los animales, tal y como la vemos en Linneo, se comprueba que las ramas muy próximas se parecen mucho entre sí: ¿por qué no pensar que proceden de un antepasado común? Esos antepasados han desaparecido y de ellos sólo quedan algunos huesos.
            Así, pues, los huesos de animales desaparecidos pueden interpretarse de dos formas: o como animales actuales que se han extinguido (al lince ibérico podría pasarle eso) o como animales pasados de los que procedemos nosotros (como el homo erectus); el primer punto de vista corresponde al fijismo; el segundo se conoce como evolución.
            ¿Cómo explicar la evolución? Lamarck dijo que si las jirafas estiran el cuello sus descendientes nacerán con el cuello más largo. Hoy nadie lo cree, porque sería como afirmar que si yo estudio filosofía mis descendientes nacerán con una vasta cultura filosófica; o si fortalezco mis músculos en el gimnasio mis hijos nacerán con músculos fuertes como los míos; sería estupendo que si quiero tener ingenieros entre mi descendencia bastara con que yo estudiara ingeniería. La idea, desde luego, es atractiva, pero nada realista: es muy fantasiosa.
            Darwin pensó, por el contrario, que en la naturaleza a veces nacen individuos extraños: unos nacen con seis dedos, otros con dos cuerpos unidos por la cintura, otros con los dedos palmeados, unas mariposas blancas de repente tienen entre su descendencia alguna mariposa negra… Pero no todos perduran. Sobreviven solamente las formas que encajan mejor con su medio; por ejemplo, si el bosque está cerca de una fábrica y los árboles están ennegrecidos por el humo, las mariposas negras no se verán cuando se posan en los troncos y no se las comerán los depredadores; como pasará, en cambio, con las mariposas blancas; es como si la naturaleza seleccionase algunas variedades y no otras que estuvieran menos adaptadas.
            Yo no he visto la selección natural por ninguna parte, pero he supuesto que existiría basándome en la observación de los hechos: y me conviene creer en ella, porque gracias a ella entiendo todo lo demás; diremos que la selección natural es una hipótesis, y de ella deducimos conclusiones que nos permiten predecir fenómenos nuevos; por ejemplo, si descubro una flor con un cáliz estrecho y profundo, puedo adivinar que existirán en ese mismo lugar insectos con una larga trompa o pájaros con picos largos y estrechos; fue lo que predijo Darwin al ver esas flores, y buscó esos animales y los encontró; el entender la relación que había entre esas flores y esos animales le hizo creer que esos animales existirían.
            Esto lo sintetizó San Agustín con dos expresiones famosas: creer para entender y entender para creer.
            Intellige ut credas: entiende para creer. Si comprendo cómo y porqué evolucionan las especies, entonces si veo una flor de cáliz estrecho tendré que creer que existen animales capaces de acceder a su néctar, y al final los encontraré.
            Mendeleiev creyó que los elementos estaban ordenados por números y pesos atómicos, y su famosa tabla ayudó a entender numerosos fenómenos químicos; el comprenderlos le hizo creer a su vez que existirían los elementos de su tabla que aún no se habían encontrado: se empezaron a buscar y se acabaron encontrando. Creemos para entender, y gracias a que entendemos nos abrimos de nuevo a la fe. Las creencias de partida son las hipótesis; las de llegada, las predicciones; todas las ciencias deben crear hipótesis iniciales para predecir fenómenos que luego tendremos que buscar; y en algunos casos, encontrar. Si creo que existen los átomos, podré entender las reacciones químicas y éstas, a su vez, nos harán creer en cosas que aún no habíamos visto. El caso más curioso es el de la física cuántica, que nos hace creer (porque lo exige el entendimiento, porque lo exige el cálculo, porque lo exige la matemática) en fenómenos incompatibles con la experiencia; fenómenos increíbles como la superposición, que consiste en admitir que una misma partícula puede estar en dos sitios a la vez.


3. Lo insólito y lo absurdo.

            Credo quia absurdum. Tengo que creer que existen cosas absurdas para que avance la historia. Pero “absurdo” se puede entender en dos sentidos: como algo contrario a la experiencia (es absurdo pensar que la tierra da vueltas alrededor del sol) o como algo contrario a la lógica (es absurdo pensar que existen círculos cuadrados); el primer absurdo es aceptable (y, más que absurdo, lo podríamos llamar insólito, extraño, misterioso); el segundo, no, (sería absurdo en sentido propio: lo inconcebible, lo que no tiene ni pies ni cabeza). La virginidad de una madre es algo insólito, pero no inconcebible. Y la ciencia es una inmensidad de islas emergiendo en un mar de cosas insólitas, no en un océano de imposibles. Es como si el mundo fuera un océano de posibilidades insólitas rodeado de tierras imposibles y del fondo de ese océano emergieran a la superficie miríadas de realidades.
            El mundo es un universo de seres animados o no. Entre esos seres hay una inteligencia agarrada a unos sentidos y a un cuerpo: esa inteligencia soy yo. Las cosas que me rodean y me envuelven se escinden en dos grandes bloques: por un lado está lo que conozco, lo que conforma mi experiencia; y por otro las cosas que no conozco aún, que son el terreno de lo insólito, lo exótico, lo extraño y misterioso: lo desconocido; pero más allá está lo que no se puede conocer, lo que, a fuer de absurdo, nos parece inconcebible. Entre lo insólito y lo absurdo están los límites de la realidad; de mi realidad. Que una partícula esté en dos sitios a la vez nos parece increíble, pero lo increíble ¿es aquí absurdo o solamente extraño? ¿Puede una partícula contravenir las leyes de la lógica y formar, al mismo tiempo, parte de la realidad? Quizá es como el objeto que proyecta dos imágenes en dos espejos, y en ello no hay nada imposible que nos saque de los límites de la realidad.
            Pues bien, cuando en mi experiencia aparece un hecho insólito tengo que creer que hay algo (una hipótesis) que me ayuda a comprenderlo, a integrarlo en mi experiencia, a ensanchar los límites de mi realidad; por ejemplo si veo flotar en el aire un globo tripulado por seres humanos, debo creer que está lleno de algo que pesa menos que el aire; y entonces entiendo que flota porque el globo es tan grande que el peso de sus tripulantes, unido al peso de ese gas ligero, es inferior al peso del aire que el enorme volumen del globo está desalojando.
            Comprender ese hecho me ayuda a creer también en otras cosas; por ejemplo, que si lo sumerjo en el agua tapándolo para que no se escape, ese gas también flotará. Así, si me dicen que si hunden ese globo en el agua y me preguntan qué creo que pasará contestaré sin pensármelo mucho. Comprender lo insólito gracias a mi creencia en la hipótesis del gas ligero me ayuda a creer que también flotará dentro del agua: ver para creer; creer para ver.
            Pero eso supone que tengo un criterio para distinguir lo que puedo creer de lo que no. En el evangelio se dice: “guardaos de los falsos profetas”. Dios en persona nos dice que no debemos creérnoslo todo con los ojos cerrados; incluso creer en él sería cuestionable si lo dice un profeta falso para apartarnos de él. Curiosa paradoja: si nos hacen creer en dios para apartarnos de él la única forma de acercarnos a él sería no creer en él; no creer en la palabra “dios” cuyo significado nos enseñan los profetas falsos; creer en quien habla sería requisito indispensable para creer lo que dice; el mismo dios nos dice que hay que pensar y dudar para identificar a quienes hablan en nombre de dios enseñándonos cosas incompatibles con la naturaleza divina.
            ¿Creer en absurdos, como decía Tertuliano? No: el evangelio lo rechaza; pero sí creer que más allá de nuestra experiencia hay hechos insólitos y estar siempre abiertos a todo, y dispuestos a admitirlos; ellos nos abren a mundos de creencias que pueden ensanchar nuestro conocimiento; pero no aceptar como verdaderas cosas contrarias a la lógica: y para ello debemos cuidarnos de no confundir lo extraño con lo absurdo, que, como nos pasó con las contradicciones, podemos pensar equivocadamente que no es sensato contradecirse cuando lo insensato es negar que nuestro aparato sensorial pueda llenar de contradicciones nuestra experiencia; y que no sólo confundimos las cosas insólitas con las absurdas, sino que el mismo absurdo puede ser necesario muchas veces para interpretar lo insólito.
            Pero la lógica sería un invariable manteniéndose idéntico por detrás de los cambios. Como la velocidad de la luz que resplandece, en el seno de la relatividad, como pilar que la sostiene, incombustible, intocable, invariable y absoluto. Y posiblemente eterno.