viernes, 26 de febrero de 2021

ELEGÍAS A MI AMIGO PACO

 

ELEGÍAS A MI AMIGO PACO

            Se presenta este libro como un conjunto de ocho elegías y es una elegía dividida en ocho partes. Ya desde el título es transgresor: pues no hay nada tan poco poético como dirigírselas a Paco, y no a Fabio, y el poeta, que rompe los moldes de la poesía, renuncia a los contenidos nobles para ennoblecer, en la figura de Paco, al pueblo llano que no tiene cartas de nobleza. Invoca a la locura sin aspavientos ni estridencias, con la serenidad de un Séneca y el equilibrio de los clásicos. Este desprecio de la grandilocuencia también está en los metros, que son de arte menor, de tono mucho más popular y parece que no tan grave y sentencioso en el contenido, y desde luego nada grandilocuente en las exclamaciones; parco en palabras, con palabras que parece que reposan en los metros creados para la velocidad: hexasílabos, heptasílabos y octosílabos con algún endecasílabo entreverados; versos libres alternan con romances y décimas, huyendo del barroquismo y buscando la sencillez. Una especie de prólogo de pocas líneas recuerda el propósito de estos versos: vencer al olvido, que es nuestra segunda muerte, esa que se produce después de la muerte física; pero el autor no lo llama “introducción” sino “introito”; dándole un tono religioso como si esta elegía fuera una suerte de misa atea; y el poema, desde esta apariencia (sólo apariencia) religiosa, termina en una de las formas más obsesivas que pueda tener la religión: una letanía; los dos últimos versos insisten en su propósito:

                                    Así el olvido  no nos dé la espalda

                                   y vivo quedes en el pensamiento.

La idea que concluye en las últimas líneas es la misma que se anunciaba en las primeras; la despedida (ite misa est) es el leit-motiv al que tristemente, pero desde la serenidad, el poeta nos convocaba en el introito.

Las ocho partes que integran la elegía vienen introducidas por una cita, y así dialogamos, como quien dice sin querer, con otros poetas que son, por este orden: Alfonsina Storni, Antonio Machado, Neruda, Vallejo, Manrique, Juan Ramón, Bergamín y Miguel Hernández; de este último nos lleva el pensamiento a un poema distinto del que no hay duda de que está en su pensamiento; se me antoja que en su mente martillea (y no lo cita, como si quisiera engañarnos) García Lorca: ¿cómo, si no, darle sentido al obsesivo “una mañana de septiembre” que recuerda a un no menos obsesivo “a las cinco de la tarde”? Como una letanía igualmente obsesiva pero más altisonante y machacona. El propósito de la elegía se recuerda en la primera cita como quien no quiere la cosa: “las cosas que mueren jamás resucitan”. Ahí está. Como el mundo del Hades condenado a no ser ya; la única forma de ser que tenemos es la memoria, y eso mientras dure; estos versos son un intento de estirarla para que se alarguen más en el tiempo a sabiendas de que, de una manera inexorable, desaparecerá. 



La primera parte tiene forma de elegía. Cuatro tiras de versos como un romance dividido en cinco partes, empiezan, menos la cuarta, de la misma forma: “una mañana de septiembre”; es la llegada de la muerte; sigilosa, y por lo tanto traicionera; de sobra la conocemos, y sin embargo nos sorprende; siempre. En el segundo fragmento la tristeza resignada (que por eso no se vierte en desesperación) se expresa con un par de antítesis: nos hundimos, y nos levantamos; creemos que somos héroes pero “nos fundimos en el barro”. En el tercer fragmento uno siente un eco del exaltado Canto a Teresa que nos viene de Espronceda:

Sigan viviendo otras personas,

el cosmos gire ensimismado,

las cosas tengan su criterio

las mentes sufran su descargo,

el tiempo fluya indiferente,

tensos se ubiquen los espacios.

Pero donde uno espera ese “que haya un cadáver más ¿qué importa al mundo?” nos encontramos con serenidad en la resignación, no con un llanto desesperado:

                                   Que seguiré con mi obsesión,

que seguiré con mi descaro.

El descaro de arrancarle el recuerdo al tiempo, para que quede y que el tiempo no pueda llevárselo.

            El cuarto fragmento del romance (ese que no reproducía la anáfora en el primer verso) es un eco de Epicuro: la muerte es la ausencia de sensación, y por eso:

                                   Solo nos queda un gran desierto

extenso y duro, enorme páramo

donde se pudren los sentidos

y prescriben los abrazos.

De vez en cuando (como en estos versos) un encabalgamiento viene a romper el ritmo para que sea menos machacón; y la quimera de vencer al tiempo se recuerda una vez más, convertido

                                   en un intento pertinaz

ilógico y desesperado.

            Ilógico: por lo tanto loco. Desesperado: pero contenido. En el último fragmento del poema se habla ya de locura y se asocia con la pasión. Y en un arrebato de locura se exalta el poeta en lo que parece un eco de Unamuno cuando llama a rescatar el sepulcro del Quijote:

                                   ¡Vayamos todos juntos, venga!

                                   ¡Vayamos todos juntos, vamos

                                   a recorrer aquellas sombras

                                   que inmovilizan nuestros pasos

                                   y en un alarde de pasión,

                                   desbaratados los sudarios;

                                   perdidos en un laberinto,

                                   en los negocios, despistados.

Y nuevamente la contención del poeta sujeta las bridas de esos versos que ya estaban listos para desbocarse, arrebatados por la pasión al control de las espuelas y las bridas.

            Sigue lo que puede interpretarse como una carta a Paco; una carta que abarca las dos partes siguientes. En la segunda el poeta se dirige a él reproduciendo los encabezamientos formales de las cartas de antaño:

                                   Paco, querido amigo,

                                   ¿qué tal te encuentras por ese otro lado?

Pero el formalismo inexpresivo se disuelve en el lugar donde vive el destinatario: el “otro lado”. Dos palabras intrascendentes introduciendo, por contraste, la trascendencia, ese lugar tremendo del que se habla como si no pasara nada. Y dice como si estuviera vivo: “llámame cuando puedas”. Es un intento de resucitarlo, revivir a un muerto es hablarle como si estuviera vivo, ése es el papel tan importante que tiene la ficción. La vida sigue. La primavera viene y nosotros “te reivindicamos”, porque “mantenerte” es lo mismo que mantenernos, “y no nos mantenemos, sin embargo”. La vida es el gran teatro del mundo y nos gustaría ser Calderón, pero desgraciadamente

                                   vivimos en la ausencia

                                   y morimos pidiendo un escenario.

Muy a pesar nuestro retumban en nuestra mente, con las palabras del poeta, las palabras con las que nos congelaba Alfonsina Storni: “todo ha terminado”. Y eso nos recuerda las exaltadas palabras de una tumba que hay en el cementerio ateo de la Almudena: “¡después de la muerte no hay nada!” 



            La tercera parte prosigue nuestro poeta el contenido de su carta. Ahora insiste en que “tú no puedes haberte ido” (lo que es, más que un hallazgo de la inteligencia, un esfuerzo de la voluntad; nuevamente Unamuno: creer en dios es querer que exista). Pero Paco no está entre nosotros como un holandés errante, si vaga por el mundo no es como un alma en pena, sino “como un alma sin pena”. “Dicen que tan solo eres polvo”, pero (parece decir el poeta) no me lo creo. Las certezas de la ciencia no sirven para redimirnos, al final sólo nos redimen los sueños; pero cuando soñamos en el fondo sabemos, por más que nos empeñemos en ignorarlo, que todo es sueño:

                                                                       (…) peleamos

                                   por parecer que todo sigue igual

                                   y nos disfrazamos de fe.

La obsesión por devolver la vida al muerto es “locura”, “ceguera”, de tu memoria solo quedarán “unos pétalos secos” (las flores que se marchitan en la tumba y se deshojan) y el nombre del muerto (puro nominalismo, pensemos en Umberto Eco: de la rosa, ese símbolo de la fragilidad de la vida, sólo nos queda su nombre). Mas sobre la inteligencia se eleva la voluntad:

                                    Recuerda al menos

                                   que quise eternizarte.

¿Y qué se empeña en eternizar el poeta? ¡La amistad! Ese sentimiento (Aristóteles y no Platón) que es “comunión de los espíritus”, “concordia de las mentes”: esperanza y no arrebato.

            En la cuarta parte concluye esta epístola imaginaria. Aquí resuena Miguel Hernández: “compañero, tú no has muerto”, que se renueva invirtiendo sus términos en la tercera estrofa: “tú no has muerto, compañero”. Son cuatro décimas en las que se vierte la nostalgia en un panteísmo entrañable:

                                   Tú no  has muerto compañero,

                                   estás inserto en las cosas;

                                   en plantas, en mariposas,

                                   en el abono terrero.

                                   Eres el humus certero

                                   que alimenta los sembrados.

¿Está también el aliento de Nietzsche? Es la tierra, no es el cielo; como los pies enormes de la estatua del pastor que, a la entrada de Segovia, parece que se hunden en el suelo. El cielo sólo engaña a la vida para después enterrarla, ¡fidelidad a la vida! ¡Quién sabe si el eterno retorno devolverá estas cenizas a la vida otra vez, como este panteísmo que se reivindica! 




            La quinta parte tiene nuevamente forma de elegía. Cinco fragmentos que empiezan todos con el mismo verso: “cuando un hombre muere”. Machaconamente. De manera obsesiva. Morir joven es más que una injusticia, es un crimen; “de lesa naturaleza”; que rompe las leyes de la física y comprime la razón, que no tiene respuestas. Morir sin dar de sí es luto, sin dejar nuestro sello, ésa es la deuda de la vida: y se expresa “con su impronta”, en los camaradas que quedaron vivos. Morir joven es un olvido de la historia; por eso, jugando con las palabras, la muerte injusta “es la historia del olvido”. Morir joven es, en fin,

                                   vivir en la ausencia

                                   buscando recuerdos

                                   que quieren vivir;

y no pueden; sólo podemos recrearnos en el dolor, como si quisiéramos disfrutar de la pena.

            Las dos partes siguientes son un soliloquio. Han sido precedidas en la parte anterior por un verso de Jorge Manrique. Y la meditación grave y seria de la quinta parte se vuelve ahora desenfadada e irónica, que es la forma barroca del desengaño:

                                   A la gente le da por morirse,

                                   es una costumbre absurda,

                                   cuando no suicida.

Se puede morir de amor, de pena y hasta de risa; se puede morir de éxito, de fracaso,

                                   algunos nacen muertos

                                   y otros mueren vivos.

Hay quien quiere morir y no le dejan, otros no quieren y se mueren. Al muerto, dice el poeta con ironía, todos le dejan de hablar: ¿y qué culpa tiene? Lo peor es la vida del que queda, pues

                                   nos dejaste medio muertos

                                    en los límites de la demencia.

            Estas meditaciones concluyen con una letanía. Muerte avariciosa. Muerte sibilante. Muerte maliciosa. Muerte tenebrosa. Muerte poderosa. Muerte codiciosa. Que nos llevas al olvido, que envenena los sueños y las semillas, que hace trampas en el juego, que agota las razones, que nos seduce sin freno, paradójicamente (dice el poeta)

                                   tan solo la nada

                                   no te pertenece.

Como si la hubiéramos podido vencer rescatando a los muertos del olvido.

            La elegía concluye con unos versos de arte mayor: endecasílabos; tercetos encadenados. Si empezó con un relato concluye con otro relato. ¿Qué fue para el poeta el amigo que murió? Un fiel amigo, una conversación en libertad, un compartir los sencillos placeres de la cerveza y el vino, un recuerdo de que la naturaleza ha ocupado el espacio de dios, y una bofetada en la cara propinada por la injusticia: que nos manda a criar malvas (“ya crías plantas”) y convierte la vida en barro, y borra (¿otra vez Nietzsche?), volviéndolas nebulosas, las fronteras del bien y del mal. La muerte hace pedazos la libertad, pues nos somete a su tiranía, pero nosotros nos vengamos de ella, aunque no sea en la realidad, sino en el deseo:

                                   Así el olvido no nos dé la espalda

                                   y vivo quedes en el pensamiento.

            El deseo se convierte en realidad. No es realidad más que lo que yo quiero. Voluntad. Nietzsche. Schopenhauer. Unamuno. Y una lucha denodada por rescatar la profundidad de los versos a las sonoridades fáciles de la estrofa que los transporta. Como en San Juan de la Cruz. Estas elegías a Paco (o más bien en singular, así: esta elegía), este lamento y estos versos son un recordatorio sencillo de cómo lo sublime puede discurrir por lo sereno; y el dolor se expresa de manera sencilla con la contención de los clásicos, así, sin molestar, sin dar voces ni hacer alardes, sin gesticular ni forzar el gesto, en una palabra: sin aspavientos.

            Demos la bienvenida a José Luis Bartolomé en la república de las letras. Y a su amigo Paco. Y quédese en nuestra memoria con esta elegía.

 


viernes, 19 de febrero de 2021

 Breviario de filosofía.

 

MATEMÁTICAS

  


            Al igual que la filosofía, la religión y el saber popular, las matemáticas tampoco contrastan sus ideas; las cuales son en su mayoría deducciones, aunque también exista la inducción matemática y los matemáticos razonen por analogía. Tal vez podríamos afirmar que, dentro del método hipotético-racional, no sólo omiten el cuarto paso (la contrastación), sino también el primero (la observación desde la experiencia); de modo que las fases dos y tres (la hipótesis y sus consecuencias) se quedan como un ejercicio del pensamiento al margen de la realidad; si comparamos la hipótesis y sus predicciones con un cuerpo, y la observación y la contrastación con patas que lo sostienen en el suelo, resultará que las matemáticas son un cuerpo de pensamientos que flotan en el aire, sin ningún contacto con la realidad física. Lo curioso es que las cosas que descubren los matemáticos están en la realidad, como las curvas descubiertas por análisis, los fractales y la serie de Fibonacci. Hay curvas que, por raras que parezcan, corresponden a fenómenos físicos, como las curvas de flujo plano con torbellinos se materializan en fluidos con su vórtex. Los fractales, por ejemplo aquellos que son más que una línea pero menos que una superficie, corresponden a las playas, donde no existe una línea clara que marque la separación entre el agua y la arena. Y la serie de Fibonacci se manifiesta en caracolas de moluscos en forma de hélice y en la disposición de los pétalos en la flor o de las hojas alrededor del tallo.

            ¿Cómo es posible que las matemáticas, que no se basan en el estudio de la realidad física, descubran estructuras que se manifiesten en esa misma realidad? ¿Casualidad? ¿O es que todas las hipótesis que podamos construir en el aire ya existen en la realidad de todos los días? ¿Será que el pensamiento y la naturaleza están conectados, de tal manera que no podemos pensar en nada que no exista ya en la naturaleza aunque nosotros no lo sepamos?

            Las matemáticas contienen formas de inferencia que son los esquemas de pensamiento que utilizamos todos: su estudio es la lógica. Pero también contiene cosas que existen en la realidad, aunque su existencia sea abstracta: esos contenidos son formas del espacio (geometría, topología) y del tiempo (aritmética, álgebra); otras, como la geometría analítica, son mixtas.

            Ha habido matemáticos (como Russell) que creyeron que en la matemática no hay más que lógica; otros (como Hilbert) postularon, por el contrario, que la matemática es mucho más que lógica y que la lógica es sólo una parte de las matemáticas. Sea como fuere, las lógicas clásicas y no clásicas y la teoría de conjuntos (los clásicos y los borrosos), aunque los descubramos en filosofía (la mayoría de las veces sin comprenderlos), se desmenuzan de verdad estudiando matemáticas.

            El método conclusivo, aplicado a las ciencias empíricas, lo hemos llamado método hipotético-racional; tiene dos patas agarradas al suelo; cuando le falta una de ellas (la contrastación) se queda cojo y entonces se convierte en filosofía; pero si le quitamos la otra (la exploración de la realidad), flota sobre el mundo diciendo cosas que parece que no tienen que ver con él: y convertimos la ciencia y la filosofía en matemáticas. A menos que la realidad que explora no sea ni la del mundo exterior ni la del interior, pero no deje, sin embargo, de ser realidad; en lugar de ver, oír, oler y tocar objetos, y de sentir alegría o tristeza y placer o dolor y experimentar en el recuerdo realidades que no están presentes; en lugar de todo eso, acaso la realidad que estudian las matemáticas sean las formas de la experiencia, interna y externa, al margen de las sensaciones; al margen de las percepciones y del placer y el dolor; los contenidos de las matemáticas son las formas comunes a esas sensaciones, originariamente relacionadas con la vista y el equilibrio: líneas, contornos, tamaños, ordenados todos por los tres canales que tenemos en el laberinto, las tres dimensiones del espacio, que son la base de la geometría euclidiana. Nosotros vemos las cosas en relieve, pero en el mundo hay cosas que tienen profundidad y cosas planas; por eso hasta las cosas planas, como una hoja de papel, tienen espesor; y si miramos con atención por sus bordes, primero a simple vista, luego con lupas de distintos aumentos y al final con un microscopio, descubriremos que esa superficie tiene también profundidad, pero una profundidad delgada. 


            La mayoría de las reacciones químicas que se producen en nuestro cuerpo son irreversibles; es decir que los reactivos se convierten en productos, pero no puede suceder al revés; la gasolina quemada por el motor de un coche sale convertida en humo sucio por el tubo de escape; pero no podemos volver a meter ese humo por el mismo tubo para que el depósito se vuelva a llenar de gasolina. Esa experiencia de que muchas de las cosas que suceden no pueden repetirse, como si la vida fuera una cinta cinematográfica que proyectamos al revés para ver subir desde el suelo los objetos que, cuando la cinta es visionada al derecho, caen al suelo: esa experiencia nosotros la llamamos tiempo; el tiempo no se ve, pero vemos las cosas que son arrastradas por él; es como si el tiempo fuese un río que sólo fluye de la montaña al mar, de arriba abajo, y nunca al revés; nosotros estamos sentados en la hierba pero si nos caemos al río, el río nos lleva muy lejos de donde estábamos sentados; y no volveremos atrás porque, aunque vayamos a contracorriente en una lancha con motor, cuando regresemos al mismo sitio ya no somos como éramos antes; podemos viajar en el espacio pero no en el tiempo, el tiempo es como un espacio en movimiento, si nosotros nos movemos en el espacio el tiempo se mueve en nosotros: no somos nosotros los que nos movemos en el tiempo.

            Pues bien: el paso del tiempo son las gotas de agua o los granos de arena que van cayendo en un reloj de arena, en una clepsidra; es una experiencia discontinua que tenemos del tiempo.

            Pero también hay experiencias continuas del tiempo; la que se tiene, por ejemplo, en un reloj de sol: la sombra se va moviendo en la superficie de manera gradual, sin dar saltos, sin que la podamos contar como contamos las gotas de agua o los granos de arena. Los relojes eléctricos y mecánicos, tanto analógicos como digitales, nos dan también una visión discontinua del tiempo: podemos contar sus tic-tacs como contamos los latidos del corazón en sístole y diástole; o como contamos nuestra respiración en inspiraciones y espiraciones.

            Contar gotas de arena, gotas de agua, tic-tacs, sístoles y diástoles o inspiraciones y espiraciones es hacer aritmética; cada gota o grano que contamos es una unidad; y tenemos la sucesión de los números enteros: que los llamamos naturales cuando los contamos desde cero en adelante, no desde cero para atrás; los números negativos son un artificio para contar, hacia atrás, el tiempo que ya ha pasado, no el tiempo que está pasando.

            Pero si queremos poner en relación el reloj de arena con el reloj solar estaremos poniendo en correspondencia el tiempo discontinuo con el continuo, para ver cuántos granos caen mientras la sombra se desplaza entre dos marcas que hayamos hecho en la superficie del reloj solar; dos marcas colocadas, generalmente, a la distancia de una hora. Pues bien, al relacionar cantidades discretas (unidades de granos de arena) y cantidades continuas (superficies acotadas por donde se desplazan las sombras), la aritmética y la geometría se funden en geometría analítica: y aparece el concepto de infinitésimo, de diferencial y de asíntota. 


            La geometría también se puede medir en el tiempo: cuando convertimos una línea en una sucesión de puntos pegados entre sí que, cuando los miramos con una lupa, descubrimos que no están pegados y que entre punto y punto también podemos poner muchos puntos; y así sucesivamente. También podemos hacer eso con el tiempo: entre dos puntos de la línea del tiempo (esto es, entre dos instantes), caben, si los miramos con detenimiento, muchos instantes sucesivos, y entre instante e instante hay intervalos o lapsos más pequeños. Newton utilizaba los instantes y con su física se pueden calcular velocidades instantáneas; Einstein, sin embargo, les negaba realidad a los instantes, como si no existieran.

            Sea como fuere podemos decir, en primera aproximación (aunque luego afinemos mucho más), que la aritmética es el estudio del tiempo mientras que la geometría lo es del espacio. Los objetos que constituyen el objeto de la matemática (unidades, intervalos puntos, líneas, superficies, volúmenes y desplazamientos) son objetos sacados de la experiencia; extraídos de ella o más bien abstraídos, separados del color, el tacto, el gusto, el sabor, el placer o el dolor como cuando separamos un prisma de una caja: arrancándolo de ella, o más bien copiándolo en el espacio mental como reflejo de la figura arquetípica que esa misma caja copió en el espacio físico de otro espacio ideal que existía fuera del tiempo. Admitir estas cosas sería profesar un platonismo matemático.

            De modo que la matemática es mucho más que lógica. Las proposiciones lógicas que representamos mediante las letras p, q, r… están vacías; no tienen contenido; una letra puede referirse a cualquier cosa, depende de cómo la interpretemos y según qué universos del discurso. Las variables, ya sean proposiciones o predicados, conjuntos o relaciones, son como cajas que todavía no hemos llenado con nada. Pero las constantes lógicas sí tienen contenido: una disyunción es una elección entre dos mundos alternativos, una conyunción es una existencia conjunta en el mismo mundo, un condicional es una dependencia y una negación es una inversión (negar conyunciones es afirmar disyunciones, que son sus contrarias).

            Si la lógica utiliza variables vacías con constantes dotadas de contenido, la matemática tiene a la vez variables y constantes dotadas de significado, y por lo tanto de contenido; una “x” en una función puede tomar cualquier valor pero no está vacía, y su contenido pueden ser números naturales o complejos, según sea su dominio de definición. Ahora bien los contenidos de la matemática no se pueden ver en la naturaleza, como les sucede a los de la física; no forman parte ni de la experiencia exterior ni de la interior (esto último sería historia, ciencia, arte o psicología). No: los contenidos de la matemática son anteriores a toda experiencia, son contenidos a priori. A priori, pero los captamos, al principio, vertidos en la experiencia. El niño percibe líneas y cubos en los bloques lógicos y las regletas de colores, pero no sabe que los percibe, no se da cuenta de ello, todavía no los sabe nombrar; a medida que crece los irá captando cada vez mejor, irá separando sus formas de los objetos, los irá abstrayendo y les dará nombres, y entonces empezará a operar con objetos matemáticos, no ya con objetos físicos. Es decir que los objetos matemáticos se conocen a través de la experiencia pero no proceden de la experiencia; son a la vez a posteriori y a priori, empíricos y al mismo tiempo innatos. Pero no está claro (esto sería un kantismo sin Kant, platonismo más bien) que haya objetos a priori que sean también sintéticos; objetos cuyo significado no se pueda descubrir por análisis. Aunque este extremo hay que discutirlo más despacio; porque estudiar el concepto de línea es descubrir lo que ya sabíamos pero no recordábamos; no descubrir, como supone Kant, cosas que no supiéramos antes; el concepto de juicio sintético como ampliación de mi conocimiento corresponde a los descubrimientos matemáticos, pero esto no significa que mi experiencia sea sintética; descubrir una propiedad de la línea no es poner en ella algo que no contuviera ya, sino ver algo que estaba allí aunque aún no la viéramos, como descubrir una veta de hierro en una roca es dejarla al descubierto con pico y pala porque esa veta no afloraba a la superficie: al ponerla al descubierto nosotros no la ponemos allí, nosotros no la construimos, no la creamos; sólo la descubrimos, porque allí estaba antes de que llegáramos nosotros. Analizar es poner a la vista propiedades que estaban ocultas, no poner en los objetos propiedades que esos objetos no tuvieran ya. Descubrir es ampliar nuestro conocimiento, analizar los objetos y ver con la lupa lo que no veíamos a simple vista. Hay lupas de vidrio para ver los objetos de la experiencia, pero para ver los objetos innatos tenemos también lupas mentales. 


            Lo que Hume llamaba relaciones de ideas Kant lo llama proposiciones analíticas, y lo que Hume llamaba cuestiones de hecho Kant lo llama proposiciones sintéticas. Descubrimos la verdad de las cuestiones de hecho comprobando si lo que decimos corresponde a lo que existe en la realidad, como para saber si llueve tenemos que salir a la calle o mirar por la ventana; y descubrimos si las relaciones de ideas son verdad estudiando si son coherentes o absurdas, tautológicas o indeterminadas; coherentes (llueve si hay nubes); absurdas (el viento movió las velas del barco un día que estaba la mar en calma); tautológicas (hablar de círculos equivale a mencionar radios equidistantes del centro); e indeterminadas (si estudio aprobaré). La verdad por correspondencia o adecuación corresponde a las proposiciones sintéticas. La verdad por coherencia, a las proposiciones analíticas.

            “Pedro tiene un jersey rojo” es una proposición sintética. Sintética porque por mucho que analice el concepto de “Pedro” nunca descubriré en él jerseys rojos; a menos que descubra que tiene predilección por el rojo y que los jerseys sean su prenda preferida para vestir: si es así, analizando a Pedro descubriré que ponerse jerseys rojos forma parte de su personalidad. Es lo que hacen los detectives. Y la policía. Aquí la proposición es analítica.

            Pero si se ha puesto el primer jersey que ha visto en su armario está vistiendo de rojo por pura casualidad, y por mucho que estudie su psicología nunca descubriré que vestir de rojo forme parte de él; es un hecho circunstancial. En este último caso la proposición es sintética.

            En ambos casos descubrir que Pedro viste de rojo amplía mi conocimiento. Pero en el primero lo que al principio se me presenta como sintético resultará, en un estudio más profundo, analítico; en el segundo caso no pasará de sintético.

            Dicho de otro modo: no podemos definir lo sintético como aquello que amplía mi conocimiento, sino como el descubrimiento de fenómenos que se añaden (sea forzándolos, o bien fortuitamente) a la naturaleza de otros fenómenos, pero sin formar parte de ella.

            Porque descubrir las cosas analizándolas también es ampliar nuestro conocimiento; y no son proposiciones sintéticas. Unas veces analizando el lenguaje: la hipertensión es alta; el miocardio es el músculo del corazón; la artrosis es deformación articulatoria. Otras, analizando los fenómenos: la sangre contiene glóbulos rojos (no hay sangre que no los contenga); el cerebro contiene neuronas (descubrirlas es analizar el cerebro, como, entre otros, hizo Cajal); el agua se puede disociar por electrólisis (la posibilidad de la electrólisis estaba ya en la naturaleza del agua, aunque no lo supiéramos, porque el agua es un compuesto); o el rayo procede de la actividad eléctrica de una atmósfera cargada. 


            En estos casos descubrir es analizar; y no parece que Kant se haya fijado mucho en esta forma, no sintética, de ampliar nuestro conocimiento.

            Sea como fuere, y volviendo a las matemáticas, podemos postular (Hegel ya lo había hecho) que todo lo que existe tiene una razón de ser; y que cada vez que descubrimos algo nuevo ampliamos nuestro conocimiento del sujeto con predicados nuevos; pero añadir predicados a un sujeto no es ponerlos en él, sino descubrirlos, porque siempre habían estado allí; estudiar, investigar, descubrir es sumar predicados a nuestro conocimiento; pero la realidad tiene los mismos predicados antes y después de nuestros descubrimientos, porque cuando descubrimos cosas cambiamos nuestros conocimiento de las cosas, no cambiamos las cosas mismas.

            Volviendo a donde estábamos, recordemos que nuestros conocimientos pueden ser empíricos o innatos; los primeros son propios de las ciencias naturales y sociales; los segundos proceden de la lógica si tienen contenidos a priori (las constantes lógicas) aplicados a variables vacías; y de la matemática, si las constantes lógicas se aplican a variables que contienen trozos de espacio y tiempo separados de la experiencia espacio-temporal de los objetos

            Y volviendo otra vez sobre nuestros pasos, recordemos que la matemática consiste en hipótesis y deducciones sin conexión con la experiencia ni al principio ni al final de los razonamientos; hemos visto que de las cuatro fases del método conclusivo, vertidas en el método hipotético-racional, a la matemática le falta la primera (observación) y la última (contrastación); y consiste sólo en pensamientos flotantes sobre la realidad.

            El procedimiento más usado por los matemáticos es la deducción. Una deducción es un pensamiento que va de lo general a lo particular (si todos los seres humanos son mortales y si Sócrates es un ser humano, entonces Sócrates es mortal). Pero también la podemos definir como un pensamiento seguro, infalible, correcto y válido.

            Hay varias formas de hacer deducciones, pero todas tienen en común que numeran uno a uno todos sus pasos para no perder nuca el hilo. Deducimos cuando aplicamos el teorema de la deducción, cuando hacemos demostraciones por el absurdo, cuando hacemos pruebas pos casos… Vamos a ver, como botones de muestra, unas deducciones.

            Teorema de la deducción. Se basa en que si una cosa lleva a otra y si sucede la primera, tendremos que aceptar que también sucederá la segunda. Veámoslo con un ejemplo:

(1)   Si llueve y hace frio soplará el viento.

(2)   Y si sopla el viento volarán las hojas.

(3)   ¿Se deduce de ahí que si llueve y hace frío volarán las hojas?

(4)   Supongamos que, efectivamente, llueve y hace frío.

(5)   Entonces soplará el viento, como hemos visto en el paso número (1).

(6)   Y volarán las hojas: que es lo que se ha dicho en la línea número (3),

(7)   Por lo tanto era verdad (línea (3)) que cuando llueve y hace frio vuelan las hojas; eso era lo que queríamos demostrar.

            Reducción al absurdo. Se basa en que si negamos lo que queremos demostrar y llegamos a conclusiones absurdas, ésa es la mejor prueba de que no lo podemos negar. Afirmemos, por ejemplo, que siempre que llueve hay nubes y que ahora no hay nubes: ¿significa eso que no llueve? ¿Qué pasaría si lloviera? Demostremos que, si lloviera, nos acabaríamos contradiciendo y, por lo tanto, diciendo tonterías.

(1)   Si llueve es porque hay nubes.

(2)   Y resulta que hoy no hay nubes.

(3)   ¿Se deduce de ahí que no llueve?

(4)   Supongamos que lloviera: ¿qué pasaría entonces?

(5)   Que habría nubes.

(6)   Pero en la línea (2) hemos admitido que no las hay.

(7)   Estamos admitiendo a la vez que hay nubes y que no las hay: líneas (5) y (2).

(8)   Por lo tanto no podemos afirmar que llueve: no llueve, contrariamente a lo que suponíamos en la línea (4).

Veamos otro ejemplo de reducción al absurdo. Se trata ahora del siguiente problema: ¿podemos decir que √2 es un número irracional? Recordemos que si al negarlo llegamos a una contradicción, es que no podemos negarlo. (Contradecirse es decir a la vez una cosa y su contraria, como que está nublado pero no hay nubes). Veamos un ejemplo:

(1)   ¿Es √2 un número irracional? Supongamos que no; por lo tanto √2 es un número racional.

(2)   Entonces es el resultado de dividir dos números que a su vez sólo se pueden dividir por 1.

√2 = a/b, con m.c.d. (a, b) = 1.

(3)   Si elevamos al cuadrado cualquier igualdad el resultado no varía. Veamos un ejemplo:

4/2 = 2

(4/2)2 = 22

16/4 = 4

4 = 4

                  Apliquemos esta operación a nuestro número √2 = a/b:

                        (√2)2 = a2 /b2

                        2 = a2 / b2

(4)   Despejando obtenemos que 2b2 = a2

(5)   O lo que es igual: 2b = a.

(6)   Por lo tanto a es un número par, dado que es el doble de b, y el doble de cualquier número siempre es par.

(7)   Y un número par se puede dividir entre dos; por lo tanto, su máximo común divisor ya no es 1, sino 2.

m.c.d. (a, b) ≠ 1

(8)   Pero en nuestro paso número (3) habíamos afirmado que m.c.d. (a, b) = 1: hemos llegado, pues, a una contradicción; en (2) y en (7) estamos afirmando una cosa y su contraria.

(9)   Por lo tanto no podemos negar que √2 sea un número irracional, como habíamos hecho al principio, en el paso número (1); √2 es, pues, irracional; lo acabamos de demostrar por reducción al absurdo.

También se utiliza la inducción en matemáticas. Podemos definir la inducción como un pensamiento que va de lo particular a lo general (después de ver muchos cuervos negros llego a la conclusión de que todos los cuervos son negros). Pero no podemos construir un conjunto completo con una de sus partes, no podemos pasar legítimamente de muchos a todos: es como si quisiéramos construir un edificio solamente con unos pocos ladrillos; yo he visto muchos cuervos y todos eran negros, pero no puedo asegurar que no haya cuervos blancos que no han pasado nunca delante de mí: por eso la inducción es un razonamiento probable, y no tiene la seguridad que tienen las deducciones. 


Eso pasa con las inducciones que hacen las ciencias naturales; la inducción matemática es otra cosa: la inducción matemática es tan segura como las deducciones y lo vamos a ver en seguida con un ejemplo.

Inducción matemática. Por el principio de inducción matemática podemos subir tan alto como queramos por una escalera, si demostramos que podemos subir el primer peldaño (el “caso base”) y que desde cada peldaño podemos subir al siguiente (paso inductivo).

Se habla de recurrencia cuando cualquier cosa que digamos de un número depende de números anteriores; es lo propio de las inducciones matemáticas.

Primer ejemplo: si tenemos alineadas un montón de fichas de dominó y empujamos la primera, ésta no sólo empujará a la segunda, sino que la segunda empujará a la tercera y ésta a su vez a la siguiente hasta que caigan todas.

También tiene esta estructura la paradoja del montón: si tengo un montón de un millón de granos de arena y quito un grano y luego otro y otro y otro… cuando sólo me quede un grano seguiré teniendo un montón, por pequeño que sea.

La matemática utiliza, por consiguiente, inducciones y deducciones con una seguridad infalible; llegamos a decir cuando algo es infalible que tiene una seguridad matemática, que sus posibilidades de acierto poseen la eficacia de un automatismo ciego. “Esto es matemático”, “es automático”, dice la gente de la calle; cuando haces esto, “automáticamente” sucede esto otro: como en las deducciones. Y si las matemáticas se utilizan en las ciencias empíricas (física, química, biología, sociología e incluso lingüística) tenemos la impresión de que no pueden fallar.

¿Y si las matemáticas fallaran? ¿Y si su edificio se tambaleara? ¿Qué sucedería si nos subiéramos a un edificio de hormigón y, por las razones que fueran, sus paredes y sus cimientos se tambalearan? Inesperadamente a las matemáticas les ha sucedido eso. Siempre ha habido paradojas que han puesto a prueba la solidez de sus razonamientos. Pero en los albores del siglo XX un joven filósofo llamado Bertrand Russell descubrió una paradoja inquietante.

Paradoja de Russell.

(1)   Llamemos M a todos los conjuntos que no son elementos de sí mismos, como por ejemplo: un catálogo (los catálogos son libros que hablan de los otros libros de la biblioteca, pero no se mencionan a sí mismos); un barbero (el barbero es el que afeita a los que no se afeitan), y así sucesivamente. En matemáticas el símbolo “” significa “no contenerse a sí mismo”, “no ser miembro de sí mismo”, y el símbolo “|” significa el pronombre relativo “que”. Entonces podríamos escribir:

M = {x | x x}

que se lee así: “M es el conjunto de todos los conjuntos que no se contienen a sí mismos”; M contiene catálogos, barberos, etc.

(2)   Sabemos que x no es elemento de sí mismo, o lo que es lo mismo: no se contiene a sí mismo como elemento. ¿Le pasa lo mismo a M?

(3)   Si M se contiene tendríamos, por la definición (1), que:

M M

      O sea que si se contiene  (M ϵ M) no se contiene (M M).

(4)   Y si no se contiene tendríamos, por esa misma definición, que:

M ϵ M

      Es decir que si no se contiene (M M) entonces se contiene (M ϵ M). 

(5)   En ambos casos se llega a una contradicción. Ilustrémoslo con el ejemplo del barbero (la paradoja de Russell pasa a llamarse entonces paradoja del barbero), que dice así: en un pueblo sólo hay un barbero que afeita a los que no se afeitan; ¿quién lo afeita a él? ¿Se afeita él solo? Entonces en virtud de la definición no sería barbero, porque el barbero sólo afeita a los que no se afeitan; y si fuera barbero no se afeitaría, en virtud de su propia definición; de tal manera que tenemos que acabar concluyendo que si se afeita no se afeita y si no se afeita, se afeita.

Se han hecho varios intentos de resolver este problema: todos sin éxito. Finalmente Kurt Gödel demostró que esa solución no existe; la conclusión del teorema de Gödel es que la paradoja de Russell no tiene solución; y que las matemáticas, que son los pilares de la ciencia, de momento parece que se sostienen pero no sabemos si algún día se caerán. Tenemos la convicción moral de que eso no sucederá nunca, pero nadie lo puede demostrar. La ciencia se apoya sobre unas bases (la matemática) de fortaleza descomunal, y aunque estemos casi seguros de que no se va a romper, nada ni nadie nos garantiza que no haya fuerzas más fuertes que ella; es improbable, prácticamente imposible, pero siempre nos quedará la duda. 


Esto es lo que podemos decir de la lógica de las matemáticas; de la herramienta, esencialmente deductiva, que utiliza; la deducción es para el matemático lo que el cincel es para el escultor y la cámara para el fotógrafo o el cineasta. Pero las matemáticas también tienen su método. Como ya hemos visto que consisten en pensamiento desligado de la realidad y flotan, en cierto modo, sobre ella, en matemáticas no puede haber más que hipótesis y deducciones, como querían Aristóteles, Parménides y Descartes. Sólo que las hipótesis son conjeturas a las que los matemáticos llaman postulados. Y están construidos de tal manera que con sólo unos pocos podemos construir edificios enormes: por eso se llaman axiomas; fue lo que hizo Euclides, que con unos pocos axiomas fue deduciendo en forma de teoremas todos los conocimientos matemáticos de su tiempo; axioma quiere decir que no se puede deducir de nada, y por lo tanto es indemostrable; teorema, que se deduce a partir de los axiomas o de otros teoremas deducidos antes.

Es el método axiomático. Sirve para ordenar perfectamente el edificio del saber haciendo que unas verdades dependan de otras, o estén dentro de ellas, como unas cajas en otras y hasta se incluyan muchas dentro de algunas como si fueran un juego de muñecas rusas.

Vamos a exponer uno de los primeros sistemas axiomáticos que se conocen: el de Parménides. No está formalizado, de modo que no se expresa con símbolos abstractos sino con palabras del lenguaje cotidiano. Consta de dos axiomas y unos cuantos teoremas (aunque Parménides no utiliza las palabras “teorema” y “axioma”); veámoslo rápidamente.

Axioma 1: el ser es.

Axioma 2: el no-ser no es.

Pregunta 1: ¿se mueve el ser?

Respuesta:

(1)   Si el ser se moviera iría hacia el no-ser (hipótesis).

(2)   Pero el no-ser no existe (axioma 2).

(3)   Luego el ser no se mueve (teorema 1).

Pregunta 2: ¿el ser tiene partes?

Respuesta:

(1)   Si las tuviera estarían separadas por el no-ser (hipótesis).

(2)   Pero el no-ser no existe (por el axioma 2).

(3)   Luego el ser es atómico, no puede dividirse (teorema 2).

Pregunta 3: ¿hay un ser o varios?

Respuesta:

(1)   Si hubiera varios seres estarían separados por el no-ser (hipótesis).

(2)   Pero el no-ser no existe (por el axioma 2).

(3)   Luego sólo hay un ser, no varios (teorema 3).

Y así sucesivamente.

Hemos descubierto, sólo con el pensamiento, tres cosas: que sólo hay un ser, que no tiene partes y que está inmóvil. ¿Qué la experiencia nos dice que hay muchos seres divisibles y casi todos se mueven? Peor para la experiencia. La experiencia nos muestra cosas y el razonamiento nos demuestra que son falsas; mostrar es más que demostrar, la verdad por correspondencia palidece ante la verdad por coherencia, y no pueden existir, aunque nosotros las veamos, cosas que son contradictorias. ¿Existen roedores que no tengan incisivos? Imposible. Pero yo los he visto. Pues te engañas. Tienes que aprender a dudar de lo que ves, si lo que ves son cosas absurdas. 


Un sistema axiomático es, así, una forma de ordenar nuestros conocimientos. En la Grecia clásica había muchos teoremas matemáticos sueltos; pero Euclides los hizo depender unos de otros, creando estanterías mentales y colocando cada uno en el estante adecuado. Si queremos buscar el Canto general en una biblioteca tendremos que dejar de lado el apartado de ciencias, artes y otros para centrarnos en el de literatura; dentro de él miraremos en la poesía, y dejaremos de lado el teatro o la novela; dentro de la poesía habrá varias clasificaciones posibles, puede ser por autores, por países, por épocas, siempre por orden alfabético; y pueden estar por autor o por título; finalmente en la C encontraremos Canto general o en la N buscaremos a Neruda.

Un sistema axiomático es algo parecido: una clasificación para ordenar las leyes científicas y así poder encontrarlas sin esfuerzo. Pero es algo más: es algo así como un árbol genealógico donde se ven brotar unas ramas de otras. Uno busca la rama primitiva de la que surgieron todas las demás (Tales la puso en el agua, Anaximandro en el ápeiron, Heráclito en el fuego). Pero pronto nos damos cuenta de que esa rama no existe, y en la noche de los tiempos el origen está en varias ramas: Empédocles las buscó en los seis elementos, Anaxágoras en las semillas y Leucipo en los átomos. Mas no basta con encontrar las raíces de las cosas, también tenemos que encontrar cómo hacer las operaciones de las que puedan salir el resto de las leyes; y lo mismo que en un árbol hay varias raíces que se unifican en el tronco para dispersarse luego en las ramas, así también Euclides tomó como raíces los tres principios de Aristóteles (identidad, no-contradicción y tercio excluso) para unirlos a otras raíces propias de la geometría (axiomas y definiciones) y extraer de ellos, o conducir con ellos, hasta los lugares donde van apareciendo los teoremas. Y cuando ya en el tronco no caben tantas ramas ni en las ramas tantas hojas, el árbol vierte sus semillas y nace en el suelo un árbol nuevo; o varios; y así, de la geometría de Euclides fueron naciendo geometrías no euclídeas, como las de Lobatchevsky y Riemann. Del mismo modo, del árbol de Newton nacieron después el de Einstein y el de Planck.

De modo que un sistema axiomático es algo así como una casa con muchas habitaciones, un árbol con muchas ramas, un principio generador o un árbol genealógico. Funciona como un traje. Toda persona realza sus atractivos con el traje que se pone, y toda ciencia realza sus teorías vistiéndolas y calzándolas con sistemas axiomáticos; y así como cenicienta tenía los zapatos más pequeños de todos, así también los sistemas más elegantes son los que tienen el número más pequeño de axiomas. 


Pero eso no es todo. Una teoría axiomatizada no sólo está más presentable, sino que además es más fácil de estudiar; porque si conocemos las ramas grandes, y sobre todo si conocemos las raíces, será más fácil conocer, o hacer germinar de su propia sustancia, las ramas más pequeñas; los axiomas, y los teoremas que se deducen de ellos, son como botones o yemas de los que van creciendo ramas, hojas y flores; hasta que el árbol se vuelve frondoso.

Cuando la física empezó a crecer lo hizo por gemaciones y biparticiones más o menos dispersas: fueron Galileo, Copérnico, Descartes, Tycho Brahé y Kepler. Pero llegó un momento en que había demasiadas leyes sueltas y Newton las quiso atar a un mismo tronco para formar un árbol con muchas ramas: forjó una teoría y la axiomatizó (lo mismo que Homero creó la Ilíada uniendo leyendas dispersas). El árbol de la física (que era entonces sobre todo mecánica de sólidos) creció a partir de tres raíces: el principio de inercia, el de la fuerza y el de la acción y reacción. Pero tales principios, junto con el tronco y las ramas, no fueron un diagrama de flujo por el que se vertieron las leyes más conocidas, sino una organización de crecimiento que hizo más fácil la aparición de leyes aún desconocidas (puesto que las leyes primigenias generaban nuevos teoremas que eran capaces de depositar, en las ramas, yemas de las que brotarían teoremas nuevos). Una teoría axiomática no es un corsé que impide crecer al árbol, sino una fuerza ordenada que facilita su crecimiento; no es una muralla cerrada que impide la expansión de la ciudad, sino una muro con muchas puertas que, a la vez que la protege, la deja abrirse y crecer hacia afuera.

Recapitulando: las matemáticas son la estructura de crecimiento que sostiene nuestras ideas como un esqueleto; la musculatura que le da fuerza para crecer como ese esqueleto; y ese esqueleto es más que la vara que les sirve de tutor a las plantas para que se agarren y crezcan; es la médula que circula para darles vida, y crece a la par de los músculos, haciendo proliferar sus poleas, muelles y palancas. Las matemáticas, además de sostén de las teorías, son trajes que las embellecen y fuerzas que las hacen crecer: esos son los sistemas axiomáticos.

Tales sistemas crecen por deducción; las deducciones son formas implícitas que se abren al exterior, y, más que estructuras “enrolladas” que se “desenrollan” como las hojas cuando se abren, formas implícitas que se expresan: y que vierten fuera lo que vierten dentro (como movimiento que va de lo general a lo particular, comparables a un mismo genotipo que siembra en cada lugar fenotipos nuevos).

Pero las matemáticas, que parecen seguras y, más que seguras, infalibles, tropezaron un día con los números irracionales y se dieron un batacazo: fue su gran crisis y la tuvo que sufrir Pitágoras. Mucho más tarde tuvieron una segunda crisis y tampoco han salido de ella. Fue con la paradoja de Russell. Con el teorema de Gödel viven en un universo en el que impera su estructura sólida, flexible con su plasticidad mucho más que con la dureza del acero. Pero es un barco con algunos flancos débiles que algún día se pueden convertir en boquetes; y esperamos que ese deterioro no llegue a producirse nunca por debajo de su línea de flotación. 



 

 

viernes, 12 de febrero de 2021

 

 

ESTÉTICA DE LA SUCIEDAD

 


            He visto los perros colgados en los árboles y el olor de los arenques, las sardinas de Cuba y los albañales de las aguas sucias. El olor a muerto, el olor a orín, los muladares, el olor de los guarros y el olor a estiércol. Las arañas. Las arañas y las cucarachas me parecen feas; desagradables, sucias; como los filamentos de las telarañas formando algodones grises en la suciedad de los árboles; porque dentro de ellos, si metes la mano, te puede picar la araña, allí está el peligro. He visto los mosquitos, los piojos, las moscas y los grillos; las cucarachas son sucias porque las pisas y se derraman, vertiendo el jugo de su cuerpo asqueroso. El olor a corral y a cuadra, el olor de los burros y las mulas, ver las boñigas y olerlas. El barro entre las casas, en el cerro; el lodazal. Todas esas cosas son sucias como el petróleo, la pizarra o el carbón de Puertollano; están en el mundo idílico de los campos que nos cuentan los cuentos, pero los cuentos nunca nos hablan de la suciedad del campo aunque está en ellos; los cuentos sólo nos hablan de las cosas hermosas, limpias, de lo atractivo: nunca de lo que nos repugna. ¿Pasará lo mismo, pero al revés, con el carbón del Pueblo? ¿No hay un mundo idílico en Puertollano? ¿No hay una belleza escondida en lo sucio?

            Y no sólo hay suciedad en la naturaleza. También la hay en nuestra historia, y en nuestras leyendas, en nuestros cuentos. La bodega en la que se esconde el sosiego puede ser también lugar de borrachos. La escuela de cagones. El papel de estraza en la tienda, que siempre es un papel sucio. El papel de los periódicos huele a petróleo, y hasta hay un papel de dibujar que se llama, ironía de las cosas, papel guarro. Con la goma borramos el lápiz y con el secante quitamos los borrones, o más bien no los borramos, los secamos; quitamos la suciedad de la tinta que emborrona el papel y aunque siga siendo fea (a veces nos gusta) deja de estar sucia porque ya no puede mancharnos; cuando manchar es poner la tinta del papel en la mano, que es contagiarse. Como el chocolate que, por muy rico que esté, no deja de ser sucio porque nos mancha las manos; porque nos llena de sustancia como la tinta del papel, cuando no estaba seca, nos las mojaba. También estaban sucios los zíngaros que pasaban por el pueblo y el perro, y el mono, la pandereta, y el oso. Sucios son los churros, que nos llenan las manos de grasa; las manos y los morros. Pero el tamiz del tiempo vuelve lo sucio limpio y hermoso y los zíngaros, en la repulsión que nos producen, pasan a rodearse de aromas de leyenda, la suciedad del pasado la sentimos limpia y no deja, sin embargo, de estar sucia. ¿También le podría pasar a Puertollano?

            He visto los pollitos, los pastores, tiernas estampas que me parecen bellas. Pero los pastores tienen suciedad en las manos, polvo en el pelo y barro en los zajones; les huelen los pies. He sentido el viento, las hojas de otoño y los árboles floridos: y me parecen bellos. Y he comido algarrobas y espigas y pan con quesito y estaban ricos; el buen sabor es la belleza del gusto, esa belleza que no tenemos en el carbón de Puertollano. Ni en el petróleo. ¿O sí? Bellos son los tebeos, las historias, las leyendas; y Goliath,  y Crispín, y el capitán Trueno; aunque Doble Ron sea un borracho y esté sucio el doctor Salasso. Vulcano, el tártaro, las brujas, el infierno, el porquero Eumes, todos son bellos como la pulcritud de un via crucis; sin embargo son sucios. Son leyendas, son historias bellas, bellas porque las vemos lejos, aunque de cerca sean feas. ¿Acaso también, para encontrar la belleza de Puertollano, haya que marcharse del pueblo? ¿Verlo de lejos, en el tren, o cribarlo con la distancia del recuerdo? 

            Hay cosas feas en la naturaleza. Que son feas sin ser sucias, como por ejemplo la cigarra; porque tiene las alas de un gris blancuzco y desagrada la estridencia de su canto; y sin embargo, gusta. Feos son los grillos, los escorpiones, los cardos, los matojos, el sudor de la tierra, los charcos, el polvo, el barro; fea es la estepa, que es una tierra seca, estéril, llena de caminos pedregosos, polvorientos y bellos; y sin embargo ahora que los describo los estoy haciendo bellos; fea es la polvareda, feos los hierbajos, feo el rostro escuálido de don Quijote; los terraplenes, los gorgojos, la maleza, fea es la naranja con azúcar que no le gustaba a mi hermana. Y hay cosas que a la vez son feas y bellas como el resplandor, la lluvia, los rayos y los truenos; y cosas que, siendo hermosas, también son limpias: como la placa donde mi madre hacía la comida, la lumbre que se escapaba de la chimenea, que en el aire formaba hilos de humo, nubes grises, borrones de niebla; y, siendo humo,  no era feo como el de la fábrica, la locomotora, el carbón de las minas; porque la lumbre que encendía mi madre la encendía con carbón y siempre tenía a su lado la badila, el recogedor. El brasero que soplaba hasta las brasas, la ceniza que lo cubría como si fuera estufa, todo era limpio y bello aunque se ensuciaran las manos. ¿No podría ser igualmente bello el carbón de Puertollano? Como el color de la vida, que en el pueblo es en blanco y negro. Nosotros llevábamos ropa de colores pero los policías vestían de gris, y el gris y el color resultan, cuando se funden en la memoria, un cuadro bello.

            Como también es bella la libertad: que en Puertollano tenía un corsé, el corsé de la disciplina, que no dejaba mandar y sólo la obediencia era posible; el temor, el rumor, el rumor que sale del temor y multiplica el miedo, que se multiplica, a su vez, con el miedo lejano de la guerra; los terrores de la guerra se incrustaron en la memoria y ahora mismo nos han paralizado; y han entronizado la injusticia y han convertido al español en un perdedor.

El miedo está en la casa de baños. En la casa terrible de los golpes y los palos. Donde vino a bañarse el general Narváez y mucho más tarde, cuando Puertollano dejó de ser balneario, se convirtió en comisaría. Las palizas, los correazos, la bofetada de mi padre, los puños y las balas: los rumores. Donde no hubo libertad se agazapó la violencia y con violencia destruyeron el poder creador de la palabra; en la palabra atormentaban el corazón de la gente, machacaron la justicia, que crece en las manos del diálogo al que también destruyeron; todo lo que era bello lo hicieron feo y el color de nuestras ropas se fue volviendo gris; y por eso en Puertollano la vida era en blanco y negro; blanca como la cal, como la leche en polvo, y negra como el carbón. Lo bello es feo.