viernes, 17 de enero de 2020

PICO Y OJITOS



PICO


            El cuerpo, libre de la voluntad, sólo se expresa. La voluntad dice las cosas o las calla, y el cuerpo se muestra siempre sin callar. A veces queremos hacer cosas pero el cuerpo se mueve al compás de lo que sentimos y la conciencia, que maneja el mundo, no es capaz de vivir sus vibraciones: las que se filtran en nosotros. Un pájaro. Esas vibraciones pueden ser un pájaro que pía, tierno, diminuto, indefenso. Un cuerpecito apenas plumas, una bolita un poco torpe, de patitas frágiles como paja, como patas de araña, como alambre. Su pico cerrado parece que no vive pero luego se abre, y es una boca de par en par, como pidiendo la comida de sus padres. Pero no tienen padres. Están solos.
            Bruno terminaba su fiesta aquella noche. En el suelo, dos pájaros, apenas bolitas, piaban. Bruno los cogió, agachándose, y los sintió trotar como cosquillitas en la palma de la mano. Su corazón se encogió y de sus labios escapó una sonrisa; de esas sonrisas que no quieren expresar nada, porque sólo son expansiones de dentro. Iria, de pie, miraba; y los ojos de Iria se llenaban de luz como chispitas. Los pajarillos piaban, piaban y piaban sin parar, piaban. Iria tendió su dedo bajo las patas y el más vivaz, aleteando por instinto, se subió a ella. Iria lo miró con ojos anegados y el embeleso, espontáneamente, se trocó en sonrisa. Iria le hablaba con esos ojos empañados por la emoción y le dijo:
            -Chiquitín, no paras de hablar, menudo piquito tienes; tienes un pico de oro.
            -Pico. Lo llamaremos Pico –dijo Bruno.
            -¿Y éste? –repuso Iria mirando al otro.
            El otro pájaro era una bolita que apenas se movía. Parecía más frágil, como si tuviese algo, como si la debilidad de su cuerpo le impidiese prolongar en movimiento lo que sentía. Lo más desamparado nos produce mayor ternura. Tenía los ojos cerrados y Bruno, acariciándolo con su mano, lo levantó hasta sus ojos.
            -¿En qué estás pensando, chiquitín? Dime algo.
            Nada decía. Los pájaros no dicen nada porque no saben ocultar la realidad, ni plantar palabras bonitas aunque no sean nuestras, ni poner la cara que gusta aunque no mane del ser; los pájaros son, y su ser se desparrama en piar, en acurrucar, en moverse; sus saltos, sus mimos y sus trinos vienen de dentro sin pasar por el filtro de la inteligencia; y, simplemente, siendo, muestran su ser, su ser se muestra en ellos sin que se les ocurra en ningún momento tener nada que mostrar. El pajarillo nada miraba, nada pensaba, nada decía; sus ojillos estaban ciegos.
            -Ojitos. Te voy a llamar Ojitos. Ojitos, vente conmigo.
            Como si entendiera, sus ojos se abrieron al cielo; y Bruno se lo llevó a la cara y lo acarició en un arrebato de infinita dulzura. Bajó la mano y abrió los dedos: y Ojitos se quedó inmóvil esperando que lo acunaran, moviéndose en ella.
            Buscaron una caja para Pico y Ojitos. Encontraron una caja grande donde los pusieron, y la cubrieron con la tapa y en la tapa hicieron muchos agujeros.
            -Se han caído del nido, y cuando se caen ya no los quieren sus padres. Los vamos a cuidar hasta que se hagan mayores y aprendan a volar; entonces los soltaremos.
            Fue un botellazo el que derribó el nido, lanzado por unos gamberros.
            -¿Por qué lloras? –decía Laura a su hijo.


            Y el hijo lloraba desconsoladamente. Laura lo abrazó, conmovida. El niño lloraba y sus lágrimas, que corrían abundantes, regaron su cara. Su frente arrugada, sus mejillas rojas, sus ojos anegados y copiosos le regaban la cara de arriba abajo, surcando su nariz, cuyas aletas temblaban; sus lágrimas entraban en su boca, que las hallaba saladas; y se perdían en su cuello sin que sus manos tuvieran la fuerza de enjugarlas. Las enjugó su madre, que no podía evitar, aunque lo intentase, que se le empañaran sus ojos.
            -Hijo mío, ¿qué te ocurre?
            Y lo abrazaba. Con toda la pena de su cuerpo, lo abrazaba. Con el sufrir de lo auténtico, que de pura transparencia no tiembla ni juega ni hace aspavientos ni fuerza el gesto.
            Bruno había llegado con su caja. Eran las ocho de la mañana y no había dormido. Vio a Javi, que jugaba en la calle, acostumbrado a levantarse pronto, aunque era sábado y no había colegio. Se la enseñó. Abrió la caja y vio a los dos pajaritos piando en su interior: Pico piaba mucho; Ojitos piaba menos. Javi, como peluches, quiso cogerlos con la mano y acariciarlos queriéndolos sentir, suaves y tiernos. Una oleada de ternura lo envolvió sin poderlo evitar, una expansión de fragilidad lo inundó todo (fue un instante), y en ese instante (duraría segundos, cinco tal vez) su corazón flotaba en el reino de las cosas que no tienen peso. Luego volvió a la realidad. Miró a las crías y ahora los veía como seres que tenía delante: no como seres fundidos en su ser cuando no había sujeto ni objeto.
            -Les vamos a dar de comer –dijo Bruno-. Los vamos a criar, para que se hagan mayores y sean libres. Pero ahora me voy a acostar, tengo mucho sueño. Javi, ¿quieres guardarlos mientras yo me despierto?
            A Javi se le abrió una gran sonrisa y se expandió el alma.
            -¿Y dónde los guardaremos? –dijo.
            Los guardaremos en el pajar. Allí hay calor y los polluelos pueden estar a gusto. ¿Quieres?
            Javi lo miraba con ojos encendidos.
            -¡Sí!
            -Cuando me despierte les compraremos comida y jugaremos un poco con ellos.
            Y jugaron todo el día con los pajarillos. Los tenían en la mano, estiraban el dedo y se subían a él, y levantaban el dedo y Pico se soltaba y echaba a volar. Era un vuelo torpe, incipiente, que cogía poca altura y se detenía en el borde del armario, donde se agarraban sus patas movidas por el instinto; otras veces no conseguía llegar y caía al suelo. Dos veces se cayó detrás de la televisión, que estaba encajada entre armarios; y Javi tiraba del cajón de abajo y metía la mano en su hueco, y allí estaba Piquito. Luego se hicieron fotos. Bruno, que estaba con el torso desnudo porque hacía calor, se los puso a cada uno en un hombro. Lo cogieron en el hueco de la mano, donde él picoteaba, y hasta la abuela, que miraba con una sonrisa en los ojos, tenía el rostro encendido y sonreía cuando Bruno le ponía los pájaros en la mano: y allí se quedaron quietecitos, piando con un trotecillo alegre, Pico y Ojitos. Iria, todo corazón y pecho femenino, se desvivía en sus afanes de acariciarlos y de darles el calor que les faltaba; de cuidar a los animalitos.


            Luego se los llevaron al campo. Bruno, Iria y Javi; y Ojitos, y Pico. En el campo trastearon levantando el vuelo, más que Ojitos, Pico; y se echaban a trotar por los aires buscando el sol y respirando, reencontrándose con la naturaleza, buscando nido, sintiéndose libres como el viento. Pico aprendía a pasos agigantados. Su cuerpo irradiaba salud, y sin embargo era diminuto (parecía tan frágil…). Ojitos, más tranquilo, prefería mirar agarrado al dedo de Javi, al brazo de Bruno, a la espalda, al cuello, al pecho de Iria. El corazón se les encogía temiendo que Ojitos estuviera enfermo; luego supieron que era porque era más pequeño; tenía que aprender todavía… Su hermano, mientras tanto, volaba y dominaba el universo. Todo el aire era libertad, todas las ramas cobijo, toda la tierra era aliento. Y volaba y volaba, alegre como unas castañuelas, flotando en expansiones de espacio, las mismas expansiones que le salían dentro. Libre como el viento, pero protegido por la tierra donde caía; que la tierra nos da cobijo y es nuestra madriguera, nuestro nido, nuestra casa, y sólo cuando hay casa puede haber libertad. La condición de ser libre es que pueda recogerse uno en el hogar donde vive.
            Mas ¡ay! que tanta alegría acaba volviendo celoso al destino. Aquella felicidad duró apenas dos días. Bruno y Javi les prepararon una cajita de cristal con agujeros para que respiraran; su suelo lo llenaron de tierra, con paja moldearon un nido y lo pusieron en uno de sus rincones; en otro pusieron una tapita con comida, y en el otro, con agua. No sabían qué darles de comer. Les cortaron pulpa de ciruela y la aplastaron y Pico la comía: Ojitos, la regurgitaba. Después les compraron pipas y las pelaron y machacaron e hicieron una masa que parecía que comían a gusto. Por último fueron a una tienda de animales: allí les dieron unos polvos amarillos que había que mezclar con agua y dárselos con una jeringuilla; las más de las veces tenían que abrirles el pico pero a veces parecía que, movidos por reflejos, lo abrían ellos. Así empezó a comer Ojitos.


            Pasaron la noche. Bruno los sacó a la calle, pero después le pareció que tendrían frío; entonces los llevó a su habitación y los metió en su caja de cartón, con agujeros, para que se abrigasen, y los tapó con papel de periódico. Al día siguiente Pico seguía revoloteando y, a pasos agigantados, aprendía: aprendía a volar, a correr, a valerse por el mundo, a hacerse joven, a dominar los ríos. Aprendía jugando y velando en los peligros, Bruno lo protegía; que siempre está el maestro cuidando del discípulo cuando jugaba a irse solo si no era mayor para defenderse.
            Mas ¡ay!, que la felicidad es frágil y el ensueño no dura. Y el sino de la envidia nos persigue cuando nos ve demasiado felices y, cuando menos lo esperamos, acecha. Y aquella mañana los persiguió taimadamente, sin que ellos lo pudieran esquivar, y sacó su mano helada, enfrió el aire y tropezó el ala en pleno vuelo: allí se torció el destino. El pajarillo, volando tan alegre como unas castañuelas, chocó con el pecho de Bruno y cayó al suelo; pero antes de caer pudo remontar el vuelo y, enseñoreándose en el aire, alegre de nuevo, dio un par de volteretas planeando aún torpe, pero creyéndose  experto; y cayó con tan mala fortuna que fue a parar bajo el pie de Javi; y Javi, que no se lo esperaba, incapaz de cambiar el paso, cuando vio al pájaro ya estaba poniendo el pie en el suelo, lo aplastó dolorosamente y en la tierra crujieron sus tristes huesos. Y Javi, cuando vio lo que acababa de hacer, sintió un vuelco en el corazón y le paró de latir, aterrorizado. Su cuerpo se paró, su rostro se puso lívido, y una nube helada empezó a adueñarse de su pecho, congelando el aire, derrumbando el amor, parando latidos. El amor por aquel pájaro (pues no acababa de conocerlo y ya lo quería) se trocó en una pena que invadió sus entrañas removiéndolas desde dentro como remueve, en la carne, la espina que se clava en una herida. El mundo se vino abajo en el corazón de Javi cuando el corazón de aquel pájaro, aplastados sus tristes huesos, moría. Luego fueron a enterrarlo y ya no fue nada como era antes; pues Pico había dejado de piar y sus alas no revoloteaban juguetonas, y sus ansias de aprender, truncadas por el destino, sucumbieron en los peligros de la vida.
            -¡Oh, ya sé por qué sufres, hijo mío! ¡No sufras tanto, mi tesoro! ¡No llores así, mi bien! ¡Que me arrancas el alma, con tus sufrimientos, y no quiero!
            Y la madre se acurrucaba en el niño. Sus manos, acariciando las mejillas, enjugaban sus lágrimas. Su cuerpo tiritaba y no era capaz de infundir sosiego en el otro cuerpo que temblaba. Y así madre e hijo, consolándose sus cuerpos como si fueran nido el uno del otro, se sentían diminutos pajarillos que se abrazaban, indefensos, a las pajas enlazadas donde se acurrucaban con su madre que les daba calor y comida. Y una mano cruel, lanzando una botella al aire, vaciaba el nido y caían los dos pájaros, precipitándose, indefensos, al suelo. Ya no hubo hogar para Pico y Ojitos. Todo fue porque una mano se disparó desde una garganta borracha: por divertirse.
            Y la madre consolaba a su hijo. Laura consolaba a Javi, inconsolable. Y Javi no paraba de decir:
            -¡Por mi culpa ha sido, por mi culpa: yo lo he matado!
            Y la madre, con la pena atravesándole el alma, buscaba algo que decir, pero no podía.
            -No ha sido culpa tuya, no te mortifiques. Tú no pisaste a Pico, Pico cayó bajo tus pies, no pudiste hacer nada. Accidentes como ése los hay todos los días. Todo es la pura fatalidad, tú pasabas, pero no has sido. ¡No llores, no llores, hijo mío!



OJITOS

            Después de la muerte de su hermano, Bruno y Javi cuidaron de Ojitos. Se desvivieron por él dándole de comer, y lo sacaron al balcón. Creyeron que allí tomaría el sol, que le daría el aire, que pasaría un rato agradable con el airecito que corría. Comieron. Y cuando a las cuatro fueron a buscar la jaula el pobre Ojitos se moría.
            No se puede decir lo que sufrieron. No se pueden describir los sentimientos. Bruno y Javi se hundieron, e Iria, cogiendo alimento con la jeringuilla, le abría la boca y se lo metía. Pero ojitos no reaccionaba. Ojitos desfallecía. Su cuerpecito temblaba y sus plumas, aún bordadas de plumón, estaban inmóviles. Tiritaba. Desesperados, no sabían qué hacer: Bruno calentándolo con la mano, Javi llorando, Iria insistiendo con la jeringuilla. Fue cuando Laura sugirió, ya a la desesperada:
            -Llevadlo a la habitación. Encended la lámpara de la mesa y dadle calor con ella.
            Así lo hicieron. Metieron al pájaro en la jaula y doblaron la lámpara sobre la jaula. El pajarillo, indefenso, tiritaba. Parecía una agonía, pero era un velatorio, los chicos esperaban. Y el tiempo se les hacía eterno. No parecía que el pobre Ojitos pudiese volver a la vida. No parecía capaz de despertar de nuevo. Su cuerpo diminuto, aplastado sobre el nido, con las patas dobladas y el pico vencido, desfallecía. Laura se había ido al comedor porque no podía verlo. Su corazón estaba roto. Y algo muy triste en su pecho se partía. Ella que parecía seria. Ella que no compartía ternuras con el pajarillo. En realidad aparentaba frialdad porque estaba sufriendo. ¡No quiero verlo, no quiero verlo! Su frente intuía un triste presentimiento. Y su alma vencida, repleta de pasión, disimulaba.
            De repente se oyó un grito por el pasillo.
            -¡Ojitos revive! ¡Ojitos revive!
            Laura salió corriendo hacia la habitación, disparada como una flecha. Y vio a Ojitos piando, piando sin parar, con energía. Suspiraron todos y sus pechos se sintieron aliviados, como si se les hubiera quitado un peso de encima. Bruno llegó a decir:
            -A lo mejor está triste porque no ha visto a su hermano. A lo mejor es calor de hogar lo que le falta, y no sólo calor de cuerpo; por eso está ausente.
            Y todos presintieron que era la pena del hermano ido. Pero como un milagro, cuando nadie lo esperaba ya, Ojitos volvió a la vida. Piaba y piaba y su vocecita llenaba la habitación con un cascabeleo infantil: la vida. Bruno cogió la jeringuilla y se la dio al pajarillo, y el pajarillo comía. Le pareció que la comida podía estar estropeada y la cambió; tiró el líquido al lavabo y enjuagó el vasito, cogió el paquete de polvo amarillo, echó un poco, lo volvió a mezclar con agua y se lo dio con la jeringuilla. El pájaro no abría la boca y Bruno lo cogió en su mano, le abrió el pico y le echó una gota: Ojitos movía el pico como chupando, y parecía que se relamía. Así lo hizo varias veces.
            -¿Dónde tiene el buche? –dijo Javi.
            -Aquí. -Bruno le enseñó, bajo el cuello, la parte del pecho que parecía una quilla.
            -Es que el señor ha dicho que cuando lo tienen hinchado es porque están llenos.
            Ojitos no paraba de jugar. Piaba y le encantaba que le tendiesen un dedo para agarrarse a él con sus patas. Le gustaba que lo sacaran de la jaula, picoteaba la mano con cosquillitas, y a veces (quizá cuando la otra mano se acercaba) levantaba el cuello y abría la boca de par en par: parecía como si quisiera que sus padres echaran en ella la comida. Luego lo devolvían a la jaula y Ojitos permanecía en el centro del nido. Otras veces se encaramaba a su borde, y se erguía estirando patas y cuello, como un gallo. Ya no tenía hambre. Bruno hizo otro intento, pero ya no quiso más.
            -Debe tener una semana –le había dicho el señor de los pájaros-. Dentro de diez días le ponéis dos tapitas, una con esta masa amarilla y otra con un poco de alpiste; cuando él mismo lo pida, no antes: no lo forcéis.
            Bruno sabía ahora lo que quería decir. Siendo cría, el pajarillo no abría la boca para comer, había que abrírsela. Pero de vez en cuando le venía el instinto y abría el pico, y entonces buscaba la jeringuilla y tragaba, parecía que con gusto, la gota de comida que le caía. A medida que su ser se fortificaba, desarrollándose, comería poco a poco sin pasividad, hasta que ya la comida no fuese algo que le llevaban sino algo que pedía. Ojitos piaba y piaba, y su chillido era una vocecita aguda, niña, tenue. Javi tenía esa vocecita clavada en el recuerdo. 


            Estaban en el comedor. Cada diez minutos, a veces cinco, iban a ver al pajarito. Y el pajarito, en la habitación, piaba y piaba, lleno de vida. Pero se hizo de noche y pensaron que quería dormir.
            -Le hemos puesto una lámpara –había dicho Bruno.
            -Eso es. Calor es lo que necesita.
            Le había respondido el hombre de los pájaros. Y Bruno, desconcertado (la ignorancia de los pájaros lo tenía a ciegas), volvió a preguntar.
            -Le hemos tenido con la lámpara toda la tarde. Ahora se la quitaremos, para que duerma.
            -No, no, es al contrario: por la noche refresca un poco; por eso hay que dejarle la bombilla. De día se la podéis quitar.
            Pero Ojitos piaba y no se dormía. Bruno pensaba que la luz no le dejaba dormir. Una de las veces que fueron lo encontraron inflado, posado en el borde del nido, durmiendo; eso les parecía. Pero al llegar Ojitos se despertó. Entonces se volvieron a marchar para dejarle tranquilo; pero Ojitos piaba y piaba sin poder conciliar el sueño. Entonces le apagaron la luz. A los pocos minutos dijo Javi:
            -¿Vamos a ver si duerme?
            Bruno le dijo:
            -Sí; pero trae tu linterna, porque en la habitación ya no hay luz.
            Así lo hicieron; y fueron a la habitación. A la luz de la tenue linterna, casi en penumbra, Ojitos dormía. Se volvieron a marchar. No volvieron a transcurrir tres minutos cuando Bruno volvió de nuevo. Cogió la linterna de Javi, la encendió por el pasillo, y en la habitación, con el alma en vilo, alumbró la jaula; lo que vio le heló la sangre en las venas: Ojitos yacía en un rincón de la jaula, en la diametral del nido, sobre la tapita donde habían puesto algo de comida, tumbado y patas arriba. Desesperado, fue al comedor donde estaban Javi y Laura y, mirándoles con abandono, sin aspavientos, sin dramatismo, dejó caer en una frase un universo patético.
            -Ojitos ha muerto.
            -¡No…! 


            Quedaron paralizados. Laura se acercó, apresurada pero sin correr, a ver la jaula del animalito. Javi se quedó de piedra; su rostro mudo fue como el mármol, pero pronto su mejilla se sonrojó de nuevo. A sus ojos, sufrientes, asomaban lágrimas que apenas los llegaban a coronar, por el borde, sin derramarse en sus mejillas; su vista se empañaba. La misma tristeza, el mismo día, volvió dos veces desde que la mañana se llevó a Pico. Ojitos había muerto. Sus patas, levantadas, eran la tétrica morada de un cadáver. Pero Javi todavía se resistía a creerlo. Sobre todo a admitirlo.
            -¿Pero siempre que tienen las patas para arriba es porque están muertos?
            -Sí.
            -¿Y no puede ser que estén dormidos? ¿Nunca duermen con las patas para arriba?
            -No. Ojitos está muerto.
            Las lágrimas pugnaban por aflorar a los ojos de Javi. Bruno, doliente, le puso la mano en el hombro.
            -Hay que aceptarlo, Javi. Quizá cuando le hemos quitado la lámpara se ha muerto de frío. O quizá ya estaba moribundo cuando estaba puesta la lámpara, y el calor que le dimos no ha hecho más que prolongar su agonía: no lo sabemos. Hemos venido dos veces y creíamos que estaba dormido; a lo mejor se estaba muriendo. ¿Cómo íbamos a saberlo?
            Laura, que sentía el remordimiento rondando el espíritu de Javi, pudo desarmarlo antes de que llegara.
            -No es culpa nuestra, Javi. Nosotros no sabemos de pájaros. No sabemos interpretar sus gestos, sus movimientos, no conocemos sus necesidades. Ese señor nos ha dado unos cuantos consejos, pero no han sido suficientes. Para criar pájaros hay que conocer mucho de ellos. Mira, Javi: cuando nace un niño demasiado pronto lo ponen en la incubadora, que es como una jaula con una bombilla para darle calor; pero la vida es tan frágil que pende de un hilo, y es muy difícil evitar que se muera. Hasta plantar un árbol es difícil: tú plantas la mata y no puedes esperar a que crezca, porque se te muere; hay que darle muchos cuidados y aun así el árbol se seca; la vida es tan frágil… Es muy difícil cuidar a los pequeñines, porque son los más desprotegidos. 


            Javi la miraba, con unos ojos como los de Ojitos, triste, muy triste. Pero en ellos había consuelo. Su madre había logrado borrar de su corazón todo sentimiento de culpa. Pero le quedaba la pena: esa pena inmensa que te deja el vacío de los seres que has querido con tanto corazón.
            -Yo no quiero tener más animales; se sufre mucho cuando se mueren.
            Laura agarró a su hijo por los hombros y lo apretó contra sí. Por la noche, mientras le leía el cuento, Javi no se dormía. Tenía sueño pero el recuerdo de Ojitos no le dejaba de rondar. Entonces su madre le leyó otro capítulo. Y otro  y otro. Y Javi cerraba los ojos y parecía que estaba dormido, pero cuando se levantaba su madre los abría de nuevo.
            -¿Sabes, mamá? Oigo como un ruido a lo lejos; un ruido que se repite.
            -La alarma de un coche –contestó su madre-. A veces se disparan y tardan en apagarlas.
            -No, no es eso. Son dos ruiditos que se repiten sin parar: es el piar de Ojitos, que no me lo puedo quitar de aquí -señaló con la mano a la frente-; lo tengo clavado en mi cabeza, lo oigo siempre, parece como si estuviera vivo: lo tengo aquí, aquí, es la voz de Ojitos, mamá.
            A Laura se le empañaron los ojos. “No pienses más en él”, dijo. “Ojitos no sufre ya. Ahora debes descansar, hijo, busca el sueño. Piensa en el cielo, hijito. Duerme en paz”.
            Ojitos también descansaba en su triste sueño. Pero el sueño de Ojitos mañana no tendría su despertar.



1 comentario:

  1. Hermosa, tietna,ejemplar la historia que me lleva a la infancia, cuántos animales queridos perdí, trataba de salvarlos, pero se iban al cielo de Platero.Rescato:
    A Laura se le empañaron los ojos. “No pienses más en él”, dijo. “Ojitos no sufre ya. Ahora debes descansar, hijo, busca el sueño. Piensa en el cielo, hijito. Duerme en paz”.
    Ojitos también descansaba en su triste sueño. Pero el sueño de Ojitos mañana no tendría su despertar."

    ResponderEliminar