sábado, 28 de enero de 2017

¿Es necesaria la policía?



¿ES NECESARIA LA POLICÍA?

 

            ¡Tantas veces he visto a la gente soñar! Soñar despierta. ¡Si no hubiera ejércitos ni policías! ¡Ni países ni banderas! ¡Ni políticos ni banqueros! ¡Si no hubiese fronteras! La tierra sería nuestra casa común, todos podrían disfrutar de ella, viviríamos felices y en paz, el mundo sería un vergel, no habría enemistad entre nosotros. John Lennon, cuando se atrevía a imaginar, veía un mundo en el que no habría ni cielo ni religiones. Georges Moustaki pensaba en ese jardín al que llamábamos la tierra. Los hippies tenían un ideal común: vivir en una casa adosada a la colina, cuyos habitantes han tirado la llave; para que venga todo el que quiera venir, al que recibiremos ssiempre con las manos abiertas.
      Las casas del Cuzco no tenían puertas ni ventanas: pero tenían el hueco de las ventanas y las puertas; un hueco siempre abierto, para que entraran los funcionarios cuando quisieran. Y el mundo de Orwell, el mundo del gran hermano, entraba dentro de las casas con cámaras y pantallas, rompiendo la intimidad de la gente, abriendo las puertas con los ojos, como si no hubiera ventanas ni puertas. Dejad vuestra ropa en la calle: veréis cómo al día siguiente se la llevan. Dejad la casa abierta cuando os vais: veréis cómo roban lo que teníais dentro. Dejad la calle sin vigilancia: veréis que la anarquía no es felicidad, sino caos.
      Un coche se aparcó en doble fila. El que estaba aparcado junto a la acera tocó el klaxon para que lo apartara. Porque no podía salir. Pero su dueño, muy enfadado, se encaró con insolencia; “¿eres policía?”, le dijo; “¿no? Pues te callas”. Un joven muy generoso y progre, un poco anarquista también, entra en un comercio y roba lo que puede; y si no hay cámaras vigilando, roba hasta hartarse. Otra mujer sale de la tienda con botellas de aceite bajo el abrigo. Y nadie piensa si el dueño del comercio vive bien o está lleno de deudas. Todos se justifican diciendo: los vendedores son unos ladrones. Y acuden a protegerse bajo el paraguas de las coartadas que les convienen: “el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón”. Y nos quedamos tan tranquilos. 

 

      Dad a un pobre una fortuna y se volverá miserable. Dad dinero a un explotado y se volverá explotador. Dad poder a un impotente y se volverá tirano. Dejad de controlar a los que mandan y mandarán sin límites. Dejad el mundo sin vigilancia y se pelearán las hienas. Que todos somos generosos mientras tenemos las manos atadas. Y cuando se desatan, nos volvemos implacables y egoístas. Es como si, al tener las manos atadas, estuviera libre nuestra nobleza; y cuando nos liberan las manos nuestra propia libertad externa ahogara a la libertad de dentro: la del instinto generoso y noble que tenemos todos. O lo que es lo mismo: el poder sobre el mundo nos acaba quitando el poder sobre nosotros mismos. La humanidad de nuestro corazón se libera sólo cuando tenemos las manos encadenadas; cuando vivimos sumidos en la impotencia; y en cuanto se rompen las cadenas del mundo, el poder encadena a nuestra libertad, como si poder y querer fueran dos novios separados: como si sólo pudieran estar juntos cuando está libre uno y el otro está atado; la libertad de poder es la cadena del corazón.
Hay gente, sí, capaz de amar y de poder al mismo tiempo: pero sólo después de un largo viaje interior en el que se ha encontrado consigo mismo; es la gente autorrealizada, que decía Maslow; pero la mayoría vive en la frustración, y la gente frustrada hace lo que puede aunque no sea lo que quiere. La gente feliz tiene el corazón libre, libre de las ataduras del poder; hace lo que quiere y se abstiene de realizar lo que rechaza su corazón libre, aunque sus manos puedan hacerlo. Sin embargo, la gente desgraciada no sabe sujetar su poder con su corazón, y sucede justo lo contrario. El corazón lo tienen atrapado, y es su poder el que lo atrapa entre sus garras. Sucede que en el mundo hay mucha gente desgraciada y poca gente feliz; y mientras esto suceda, harán falta policías; fuerzas que sujeten por fuera lo que tu corazón no puede sujetar por dentro; la policía sustituye a la falta de poder que tenemos sobre nosotros; necesitaremos señores que nos manden mientras no sepamos mandar en nosotros, ser señores de nosotros mismos.
      ¿El poder corrompe? ¿O es el corazón el que está corrompido? La primera idea está simbolizada en el anillo de Tolkien: ése que nos hace poderosos pero nos consume por dentro; como Gollum, que acabó consumido por la pasión, por la sed de poder; como si el hecho de poder dominar el mundo nos acabara dominando con su bajo instinto. El anillo de Tolkien no es otra cosa que el anillo de nibelungo, que encontramos en Wagner, el cual es una recreación inspirada de una vieja leyenda germánica: el oro del Rhin.
      El poder del anillo es la muerte de la libertad a manos de la libertad de la muerte; como si el poder fuese la cadena del querer; como si liberando nuestras fuerzas encadenáramos nuestro corazón; o como si la fuerza de hacer fuese el calabozo donde yace la fuerza del querer. Hay dos fuerzas en nosotros: la del cuerpo y la de la mente; la de la inercia y la de la voluntad; la fuerza ciega y la fuerza que ve. La fuerza ciega es pura pasión. La fuerza que ve está hecha de acción (el pensamiento) y de pasión (el corazón), y ambas se resuelven en una palabra latina que rescató San Agustín: “diligere”; “diligere” significa amar con conocimiento de causa. La mente es principio desencadenador de la acción, mientras que el cuerpo es fuerza desencadenada: o por la mente o por los reflejos provocados; y así, todo se resume en dos palabras; reflexión o reflejo; actividad o inercia; libertad o programa; apasionamiento o pasión; acción apasionada o pasividad; naturaleza libre o naturaleza gobernada.
      El mundo se mueve, pues, entre dos extremos: o automatismo o autonomía. El autómata se mueve según una ley de la que no es dueño: o porque le viene de fuera (y es el mundo el que manda en él) o porque le viene de dentro (y es esclavo de su propio programa); o veleta que se mueve a merced del viento, o muñeco al que mueve un diablillo que tiene dentro, y que él no es capaz de controlar; el autómata, en sentido estricto, es este muñeco programado, el primero sería más bien un  automóvil: una máquina que tiene dentro el movimiento pero que sólo se mueve si hay un conductor que lo arranca. Las pasiones nos hacen actuar como automóviles: cuando las sirenas nos llaman no nos podemos resistir a su llamada, y vamos, inexorablemente, adonde ellas nos llevan. Y los instintos nos hacen ser como autómatas: como seres que, inexorablemente, actúan como están programados para actuar; a veces nuestros automatismos son buenos; y otras nos llevan a la destrucción, como si fueran nuestro propio caballo de Troya.
      La voluntad hace de nosotros seres autónomos: que son capaces de regular sus movimientos (es decir, de dirigirlos o modificarlos) según sus intereses o las necesidades del momento. La autonomía es un vehículo que tiene dos pilotos: el corazón, que le da el impulso para arrancar, y la razón, que dirige o conduce su movimiento. Pero son dos pilotos intercambiables, pues a veces el corazón corrige el rumbo del pensamiento y a veces es el pensamiento el que desencadena o frena los impulsos del corazón. 

 

      Somos a un tiempo automóviles, autómatas y seres autónomos. Como automóviles, nos guía el que nos manda (y a veces somos veletas dirigidas por el viento). Como autómatas, somos instintos programados incapaces de adaptarse al terreno: los instintos surgieron de las realidades del tiempo, y si los tiempos cambian los instintos, anacrónicos, no tienen reflejos para responder al cambio. Y como seres autónomos somos voluntad. Nos mueve la fuerza de la voluntad, la fuerza del instinto o la fuerza de los elementos.
      La pasión es el instinto que nos lleva; y el mundo que nos arrastra; la pasión es dejarse llevar por ellos. Pero la voluntad es el instinto humano por excelencia: al que llamamos piedad, bondad, misericordia o generosidad, o solidaridad o amor, como queramos; es la empatía entendida como espejo, como un espejo en el que sentimos como sienten los demás, o por lo menos lo intentamos; porque nuestro rasgo más humano es ponernos en lugar del otro; en lugar del otro sin quitarle su sitio. El pensamiento, como piloto de la voluntad, conduce las tentaciones y los instintos reflejándolos en el espejo del prójimo, y dirigiéndolos, por la razón que reconoce el camino y se adapta a él, o cambiándolo cuando pueden hacer caminos nuevos. Las pasiones proceden del corazón, pero cuando no se filtran por el espejo piadoso que tenemos en él se quedan en las tripas; no son lo mismo las pasiones entrañables que las viscerales; las cordiales que las violentas.
      Cuando conquista su autonomía el ser humano es feliz, y su voluntad es siempre voluntad de poder: quiere las cosas y al mismo tiempo quiere poder hacerlas, y su vida es una aventura para poder hacer lo que su corazón quiere.
      Pero el automóvil o el autómata viven un conflicto entre querer y poder: pues su corazón quiere las cosas cuando no puede hacerlas, y cuando puede ya las ha dejado de querer. Las pasiones no empáticas, no entrañables, son el gobierno de las tripas: que quieren lo que pueden en lugar de poder lo que quieren; y, al dejar de estar gobernados por su corazón, ponen su inteligencia al servicio de las tripas: y caen entonces bajo el poder del anillo.
      Si todos fuéramos autónomos no harían falta policías, ni soldados y, si me apuras, ni políticos siquiera; actuaríamos movidos por el corazón, que fijaría las metas; y la inteligencia, dialogando con el corazón, fijaría el rumbo, decidiendo el camino. El poder no nos gobernaría, al contrario: estaría gobernado por el querer, por el corazón, por los instintos humanos; y al hacernos poderosos, liberando nuestra capacidad de acción, seríamos siempre bondadosos, pues habríamos liberado nuestra capacidad de amar; y seríamos nosotros los que gobernaríamos el anillo, porque el poder del querer sería inmensamente más fuerte que el poder solo. El poder no puede gobernarse a sí mismo y cuando no hay corazón que lo gobierne, nuestra voluntad se transforma en fuerza bruta: y el poder se convierte en nuestro caballo de Troya.
      De modo que, en la autonomía, el aumento del poder no disminuye el querer del corazón trasladándolo a las tripas; pues ese querer es un poder mucho más fuerte que el poder hacer; el poder del corazón es mucho mayor que el de las tripas; mayor, por lo tanto, que el poder hacer, que el poder del cuerpo, de los músculos; a este último lo llamamos simplemente facultad; o conjunto de facultades; al primero lo podríamos llamar la fuerza, así, a secas: la fuerza del jedi; y el último sería el lado escuro de la fuerza: la de los sith. Poder de los órganos. Poder del corazón. Poder de las tripas. 

 

            Resumiendo: en la gente feliz la liberación del poder aumenta la liberación del querer; y en la gente desgraciada el poder se alimenta del querer, encadenándolo para liberarse, parasitándolo y consumiéndolo; y lo parasita, en beneficio de las tripas, en el segundo; hablaremos, respectivamente, de simbiosis vocacional y parasitismo vocacional. La vocación es la naturaleza del ser humano. Lo que está llamado a ser.
      Un mundo en simbiosis no necesita policías. Un mundo parásito, visceral y vampírico, sí. ¿Y habría necesidad de jueces? Sí. Porque el juez es el que quiere verlo todo, el que se sienta frente al escenario mientras que el personaje sólo ve una parte de la acción: la que le afecta; y aunque seamos objetivos, los árboles no nos dejan ver el bosque. En un encuentro deportivo el jugador no siempre ve lo que hace el que tiene al lado si no le pone la zancadilla y no lo toca: por eso hace falta un juez, un observador con asistentes que vean por donde no ve él, un árbitro. Si hay simbiosis entre los jugadores, el árbitro no debería ser policía: sólo juez; y podría analizar el juego y repartir sanciones, pero no sacar tarjetas ni expulsar a nadie. Desgraciadamente sí tiene que serlo. Porque en el terreno de juego no hay simbiosis, sino parasitismo social.
            Estamos regidos por el poder del anillo. Hacemos faltas para que no nos metan goles. Nos saltamos las reglas cuando no hay policías: el conductor no respeta el semáforo, el jugador no respeta las reglas del juego, el político se salta el reglamento, el inversor no quiere reglas y a eso lo llama liberalismo. El empresario, buscando su interés, llama interés público al capitalismo salvaje. El político se vende al empresario abusando de su poder, y acepta sobornos, permisos y comisiones. Y el deportista compra al árbitro, amaña partidos, o lesiona al adversario para ganar. ¿Podríamos imaginar un deporte sin reglamento? ¿No? Pues la política es un deporte; y los liberales quieren reducir el reglamento a un número mínimo de leyes; y llegado ese punto, hacerlo desaparecer: eso, que sería el ideal del liberal, sería también su canto del cisne, su muerte; su triunfo sería su desaparición.
            La política. La economía. El deporte. La psicología. La sociedad. Todos esos mundos viven bajo el poder del anillo. La gente no acepta razones si no se las impone un policía; y aquel coche que está mal aparcado, si le pide que se aparte la persona a la que está molestando, lo insultará como un villano por no ser policía; porque su dueño no le hace caso a nadie si no está armado; porque confunde el miedo con la autoridad. El estudiante copia como un bellaco si el profesor no lo vigila; y en lugar de pasar la hora aprovechando el tiempo, tiene que perderlo vigilando a los estudiantes, siempre dispuestos a copiar; lo triste del caso es que algunos de esos mismos estudiantes salen luego a la calle, manifestándose en contra de la policía, en contra del ejército, gritando que no son necesarios, y que si desaparecieran de la escena la sociedad funcionaría mucho mejor. Y si un comercio cerrase dejándose la puerta abierta no nos quepa duda de que no faltaría gente que entraría en él a robar. Y si en un colegio no vigilaran los que mandan los fuertes abusarían de los débiles, y en el patio siempre estrían los mayores, que echarían siempre a los pequeños y no les dejarían jugar.
            ¿Hace falta la policía? Sí. ¿Y el ejército? También. Cuando se desmembró Yugoslavia Bosnia se desarmó en un gesto de buena voluntad para con sus vecinos; y en seguida fue acosada a dentelladas por serbios y croatas, que esperaban agazapados tras de sus fronteras. “Si vis pacem, para bellum”: así pensaban los romanos. Si quieres la paz, prepárate para la guerra. Es triste, pero la experiencia dice que es así. Porque las armas se pueden volver fácilmente contra ti. Las armas dan poder, y el poder es el anillo, y el anillo te consume porque siempre te acaba dominando, porque cuanto más poder tienes, más desgraciado eres; pero la sed de poder y la soberbia son una fuerza que ya no puedes resistir. Los Estados Unidos armaron a Saddam Husein para combatir a Irán, y Saddam acabó usando las armas contra ellos; financiaron a Bin Laden para pelear contra Rusia, y ése fue el comienzo de su perdición. 

 

            Por eso la fuerza armada, que es necesaria, deber ser controlada para que no perezca en manos de sí misma, y ese control lo debe ejercer el poder político; controlado, a su vez, por el parlamento, por los jueces, toda la sociedad debe tener contrapesos para evitar que pese demasiado el poder del anillo. La compra de armas, cuando es libre, escapa fácilmente a ese control, y por eso, más que regularla, hay que suprimirla; porque si alguien tiene un arma tiende a usarla, y eso sucede también en el ejército, en la policía, el poder de las cosas acaba fácilmente con el poder de la voluntad.
            Entonces ¿siempre tiene que haber policía y ejército? Acaso no. Pero eso tiene que ser en una sociedad autorrealizada: una sociedad donde pueda controlarse el poder del anillo, donde la empatía esté gobernando en el corazón de todos, donde el afán por el triunfo no viva a costa de romper el bien y liberar el mal. ¿Una sociedad así sería posible? Pensemos que sí. Querámoslo. Soñémoslo. Pero habría que construirla desde la escuela, cuando no manden los programas sobre el tiempo ni las leyes vivan a costa de la motivación. Una escuela obligatoria donde los chicos quieran ir a estudiar, y para eso tendría que haber conciencia en las familias, y para eso las familias no tendrían que vivir en el paro y la precariedad; y donde comprar un libro fuera más importante que comprar un móvil, y la merienda no fuera sustituida por patatas fritas llenas de grasa, y donde los chicos respetaran sus horas de sueño, y el ocio no viviera a costa de la salud; unas familias, en fin, donde los padres supieran hablar con sus hijos, y donde la escuela no fuera un aparcamiento de niños hasta que llegara la hora de comer. Y unos maestros que no fueran simplemente mercenarios de la enseñanza; que consideraran a los chicos como algo más que tornillos; y que no fueran maestros sólo para cobrar el sueldo, sino que tuvieran en su sueldo la vocación de enseñar. Una escuela, en fin, cuyo principal enemigo no fuesen las autoridades académicas, preocupadas por ganar diplomas más que por ganarse a los niños. Si conseguimos que eso funcione caminaremos hacia un mundo más humano, feliz y autorrealizado, y no harán falta policías: porque la fuerza del anillo habrá sido sustituida, de una vez por todas, por la fuerza de la voluntad.

 




sábado, 21 de enero de 2017

Los mundos de Aristóteles




LOS MUNDOS DE ARISTÓTELES      

 

            No supo en qué momento empezó a flotar entre los sueños. Sólo sabía que el cielo era profundo, y que en su abismo las estrellas flotaban como burbujas de luz, en la negrura. Se mecía en el espacio como una pompa de jabón, y veía el cielo como un mar inmenso que se perdía sobre él en los fondos abisales. Abajo, tras las cortinas radiantes, allí, en la ionosfera, estaban los rayos magnéticos, las sábanas volantes de la aurora boreal, como una bandera ondeando al viento en ondas congeladas; estaba la capa de ozono, el mar azul de nubes etéreas y gaseosas: y el aire, montañas de aire, un mar de oxígeno y nitrógeno sobre el que venían flotando, como níveas sombras de extraños habitantes, las nubes; las nubes que surcaban el mar como flores de algodón. Abajo estaban las cumbres, nevadas y sin oxígeno, y luego las otras cumbres, más bajas, envueltas en granizo, lluvia, relámpagos, rocío, vendavales y truenos; y toda la furia de los elementos (aire, agua, fuego), desencadenada sobre la tierra, azotaba los montes y valles, arrasaba mares y ríos, destrozaba cosechas, caminos, asolaba campos y ciudades. Desde el cielo contemplaba la tierra, que se abría a sus pies con una profundidad hacia abajo; y veía sobre su cabeza otra profundidad que crecía hacia arriba, y en ella los elementos no caían en línea recta sino que giraban, sobre sí mismos, como el iris de los ojos en unos abismos circulares.
            Pero alzó su brazo y tocó una superficie lisa, limpia y esférica, como un velo. Alzó las cejas y se abrieron sus ojos, estupefactos, incrédulos, nadando en la perplejidad: había creído que sobre su cabeza había un espacio profundo y descubría que, en realidad, era una superficie cristalina. Consiguió perforar aquella superficie y llegó a otra región donde no soplaban vientos ni mareas; donde todo estaba en calma y no había truenos ni rayos, ni caía la lluvia ni el granizo, y no había aire. Era una masa límpida, transparente, una atmósfera en reposo donde el aire no se movía; y lo que él creía aire era un océano de éter; éter, materia sutil sumamente delicada, flotante, que se extendía por todo el espacio y lo llenaba. Arriba tocó otra esfera transparente como la primera, y si la de abajo transportaba a la luna, ésta transportaba al sol, inmerso en su cristal que lo rodeaba con su abrazo, tal una bombilla que estuviera enganchada al cielo como un spot.
            Siguió perforando esferas y subiendo hacia la profundidad del cielo; y arriba, extasiado, vio las luces de los planetas en sus respectivas esferas, todos hechos de éter, blancos, perfectos, pulidos como bolas de billar. No veía los cielos porque eran transparentes; y se fundían unos en otros dándose profundidad, ahondándose unos en otros, dando espesor al cielo cuando el cielo no tenía la profundidad del espacio, sino la superficie de un montón de planos superpuestos, como espejos que se transparentan unos en otros y suman sus cuerpos en un abismo cristalino; donde los astros se hundían en profundidades especulares que no eran profundidad sino superficies que se tocan, espacios tangentes entre sí. 

 

            Y el abismo mayor de todos era una esfera negra, que por ser negra parecía profunda, y estaba cubierta de estrellas: como luminarias salidas de los fondos abisales, como miles de bombillas enganchadas en un techo inmenso, que lucían de noche y se apagaban de día. El piélago de estrellas, la inmensidad profunda donde flotaban las estrellas en niveles diferentes, no era más que una superficie negra; su admiración se truncaba porque donde había visto profundidades abisales no había espesor: era todo una lámina.
            Rasgó su velo y salió del cielo de Aristóteles. Llegó a un sitio donde no había esferas ni planetas, ni estrellas ni seres, ni éter ni sustancias. Era un lugar vacío sin luces ni sombras, sin cuerpos ni espacios, pero con una presencia extraña, inmensa, estática, quietud enorme fuente de movimiento, el alma del mundo, invisible persona. Era el pensamiento; el pensamiento que flotaba sobre el mundo, lo cubría con su aliento y lo envolvía todo. El pensamiento que se pensaba. Una mente inmensa, profundísima, insondable, una fuerza infinita, fuente de ser, donde mana todo. El piélago de ser, la fuente de la verdad, la mente, el alma, el fondo donde Anaxágoras había situado al motor del mundo. Juan se imaginaba a los magos que mueven objetos con la mente, que concentran el pensamiento como una fuente de energía, penetrando en el mundo y transformando las cosas, y que retuerce los cuchillos, desplaza los platos y dobla las cucharas. Así, así aquella presencia invisible, que no era materia ni espacio, movía al mundo. Su masa informe, como un cielo proteico, era una nube sin tentáculos, y con aquellos tentáculos inexistentes movía a las estrellas: hacía girar la esfera negra, de un negro profundo, que le daba profundidad al cielo desde su superficie estrellada. Y el cielo de las estrellas fijas arrastraba al de los planetas, como si tuvieran engranajes que se engancharan entre sí, pero sin tenerlos: por simple rozamiento se arrastraban unas esferas a otras, transmitiéndose el movimiento que del pensamiento les venía, desplegando una energía colosal que debía producir en su desgaste un calor inmenso; pero no lo producían porque aquellos cuerpos no contenían en su seno la furia de los elementos, sino una sustancia delicada, sutil, inerte y cristalina: el éter. 

 

            Cuando la última esfera giraba por el peso de las anteriores (como si el universo fuera una cebolla cuyas capas giraran rozándose), en el cielo aparecía la luz blanca de la luna. Bajo ella el espacio tenía otra naturaleza, otra estructura. El espacio sublunar se movía en línea recta, no en círculos. La sustancia que lo poblaba estaba formada de elementos cambiantes que nacían y se corrompían (aire, fuego, agua, tierra): no de un éter que fuera eterno. Y los movimientos imperfectos que había bajo la luna llenaban el espacio de accidentes y meteoros. Tormenta y nieves, huracanes, vendavales que asolaban la tierra como el ataque de los cíclopes. La tierra, mundo de confusión, era dolor y miedo y yacía bajo los cielos como un corazón palpitante bajo una piel de apariencia quieta; que no sufría porque era pensamiento y niebla.
            Juan miraba hacia arriba. Se había acordado de un día que surcó los mares de la tierra en compañía de Ingrid. Los dos iban de la mano, se hablaban, se querían y su mirada, oteando el paisaje, se sabía leal a sí misma. Una verja. Alzar la abrazadera de alambre, abatir el palo de hierro que contenía a la red, parar, volver a levantar el palo y volverlo a abrazar con el alambre. Tierra. Campos de encinas y jaras, espliego, escaramujo, espinos y zarzas. Unos huesos de gamo despedazados por las alimañas: la piel todavía fresca, replegada como una lona hueso abajo para comer la carne que contenía: y aquellos restos, aún recientes, en los jirones de carne y en la sangre seca conservaban huellas de la vida. Dos patas sin comer, tersas y algodonosas, aún yacían enteras sin que hubieran clavado en ellas sus dentelladas las alimañas.
            Más adelante una pared. Una pared de piedra cuyo borde superior, de cemento, parecía sellar aquellos cantos, como queriéndolos contener en un recinto amurallado. Juan subió con Ingrid, escalando con cuidado las piedras que sobresalían, y saltaron al otro lado. El otro lado estaba lleno de encinas; encinas hermosas, amplias, que se elevaban como árboles protectores en su serena majestad. Campos de jaras, muchas jaras. Y un campo que bordeaba la pared y se apartaba de ella, entre matorrales y rediles, para volver a ella a intervalos regulares. Ingrid y Juan lo siguieron con sus pasos; el aire cargado de oxígeno llenaba sus pulmones y el cielo limpio, lleno de energía, liberaba el alma limpiando su cuerpo de impurezas: llenándolo de fuerzas. Su pecho se ensanchaba respirando por los poros la plenitud de la vida.
            Ramas retorcidas. Trozos de árboles durmiendo en el suelo, con serenidad envidiable, sobre la protección de la tierra. Ramas rotas por el rayo, tronchadas por el viento, o simplemente viejas. Un olor a espliego, a tomillo. Zarzas sin moras, resecas y vanas. Ramas de espinos. Rosales sin rosas, aún es pronto aunque sea primavera: pero sus ramas revueltas, enredadas en sí mismas, están llenas de espinas; dispuestas a defender a aquellas rosas que aún no han nacido. Huesos. Una enorme cadera, blanqueada por el sol, seguramente de una vaca. Vértebras huecas, espinosas, con su hueco redondo por donde un día pasó la médula. Un coxis. Costillas dispersas, blancas y anchas, al verlas se adivinaría casi el grosor de la panza.
            -Una pelvis –dijo Juan, removiéndola con el pie, y el hueso sonaba hueco-. Ileón, isquión, pubis… ¿Dónde están? –Juan quería identificar, sin éxito, los huesos cuyos nombres le habían enseñado en la escuela. 

 

            Ingrid contempló una rama retorcida. Parecía hecha de huesos adosados unos a otros, como fascículos frágiles, huecos y sarmentosos. Ramas abigarradas como cadáveres del sufrimiento, ahora tranquilas, si en un tiempo atormentadas. A Ingrid le parecieron huesos de la tierra, de un color pardo, sucio y seco. Huesos enterrados por la lluvia y desenterrados por el viento, grises, pero incoloros: secos. Parecían cáscaras de ramas como parecen los escarabajos cáscaras de insectos, vacías y duras, secadas por el sol.
            El campo es una piel de árboles y arbustos, hierba y tierra. Sobre ella se van acumulando los lentos, tranquilos cadáveres del tiempo: huesos blanqueados que tranquilizan el alma, porque ya perdieron las huellas de la agonía (como los del pobre corzo que acababan de ver); ramas rotas, secas y caídas, blanqueadas y huecas, que parecen el esqueleto de las plantas, cuando un tiempo tuvieron vida. Y las jaras. El tomillo. Las mariposas que vuelan entre las zarzas con sus alas amarillas. Juan miró ladera arriba, y observó que el camino no se desprendía del muro de piedra. Lo coronaban unos picachos que se extendían sobre su cerviz, y a Juan le parecieron parapetos.
            -Mira, creo que son trincheras. ¿Qué tal si subimos a verlas?
            -¿Estás seguro?
            -No. Por eso vamos a subir, para comprobarlo.
            Juan contempló a Ingrid.
            -¿Quieres?
            -Vamos.
            La quería.
            Descansaron a la sombra de una encina. Era majestuosa, más grande que las otras. Sus brazos, amplios y abiertos, soportaban un follaje que proyectaba sobre ellos una sombra enorme; y había piedras para sentarse.
            -La sombra del ciprés es alargada.
            -Miguel Delibes.
            Ingrid, mirándola con una paz interior, dijo:
            -La redonda sombra de la encina.
            Se sentaron. Descansaron del camino. Al aflojar el esfuerzo sintieron bajo las mochilas la espalda mojada. Sentían los brazos ligeros, las piernas cansadas. Frente a ellos, una cerca que parecía un redil. Ingrid sacó la cámara. Se apretó contra él y alargó el brazo para hacer una foto. Disparó. Esperó un rato y contempló su obra. Quedó satisfecha.
            -¡Qué bonita! –dijo.
            Todavía hicieron algunas más y después prosiguieron el camino. Frente a ellos, las rocas. A un lado la Mujer Muerta. A su espalda, la catedral de Segovia. Y en medio una llanura inmensa que se perdía en el horizonte, con la fábrica de chorizos al fondo, y una carretera que surcaba el suelo, como una arteria diminuta, desde Segovia a Madrid.
            Subieron entre las zarzas y sortearon los espinos. En media hora habían llegado arriba.
            -No son trincheras –concluyó Juan.
            -Una esperanza perdida –dijo Ingrid.
            -Más bien una hipótesis refutada –la miró sonriendo. Ingrid estaba haciendo sus estudios y se peleaba con el método científico.
            Encontraron un árbol que crecía bajo una roca. El tronco, torcido, emergía del suelo como si la roca lo hubiese aplastado, y daba la impresión de que en el combate entre un ser vivo y un ser inerte había ganado la vida; porque el árbol crecía bajo el peso de la roca, derrotándola y rompiendo.
            Allá arriba se sentaron y entonces Ingrid pidió su bocadillo de salmón. Juan ya se lo había comido. El pico de la Atalaya, silenciosamente, los miraba. Otearon el horizonte y escrutaron cada detalle. Un camino polvoriento por el que iban pasando las bicicletas. Una llanura esteparia. Árboles salpicando el paisaje, aquí y allá. Un arroyo que brillaba bajo el sol. La línea incierta del horizonte. El azul del cielo. Sintieron la alegría de contemplar el mundo. La tierra y el cielo se extendían ante ellos, desde allí arriba, y la potencia de su vista, dominando el horizonte, les producía un placer enorme; un placer que no experimentaban abajo, donde, oculto casi todo a la mirada, ellos no dominaban el horizonte porque el horizonte los ataba; los limitaba, los envolvía. Estar arriba es ensanchar el mundo, respirar hondo, abrir los pulmones, sentir placer. Y ser feliz.
            Bajaron. Siguieron haciendo fotos entre las piedras. Sobre las rocas. De repente Juan descubrió una piedra que al principio parecía naturaleza, pero resultó ser muro cilíndrico, hecho de piedras, y en su interior había huecos: troneras para disparar sin ser visto.
            -¡Mira! ¡La trinchera!
Sí: por allí pasaba el frente. Muchos años atrás, cuando la guerra había separado a las familias sobre la sierra de Guadarrama, el cielo estaba limpio. Un azul casi sin nubes lo inundaba. Y un sol primaveral, casi de invierno, cortaba el frío pero picaba. La piel resplandeció, tocada por el sol, sin llegar a tostarse; les cayó erisipela. 

 

            Cuando llegaron abajo Juan pensó en los dos mundos. El mundo de arriba, perdido entre rocas y cielo, y el de abajo, sujeto por la tierra y la hierba. Arriba las rocas estaban peladas, y sus aristas, como reliquias del suelo, parecían huesos. Abajo la tierra estaba húmeda, alimentada por las fuentes del Eresma, y había charcos; charcos que brillaban al sol, como espejos, cuando se contemplaban desde arriba. Arriba estaba el cielo surcado por aviones, por las águilas, por milanos con sus alas abiertas, planeando. Abajo estaban los árboles, la alegre paz de la quietud: pero escondidas en algún sitio, aunque no las escrutara la vista, estaban las alimañas. El cielo se extendía, perfecto y límpido, como la piel del monte, sobre las cumbres. Y abajo la tierra, irregular, sinuosa y torcida, yacía como la piel del árbol; de zarzas, de matas y de rosas, de las hierbas y las moras. El mundo de arriba se abría a la profundidad de los cielos; y el mundo de abajo, como una superficie imperfecta, se hacía profundo bajo la tierra.
            Se acordó de los mundos de Aristóteles. Sólo se preguntaba si, más allá del cielo, habría un pensamiento que lo moviese todo; una energía que, desde su fuerza descomunal, se derramara en caricias sobra la tierra dorando los cielos y regando el campo. La mente de dios abrazándolo todo, el ojo del mundo. La fuerza de amor que traspasaba el pecho; a Juan suspirando por Ingrid, a Ingrid recostándose en el pecho de Juan. Sentían el calor el uno del otro, y así también el mundo sentiría, protectora, el abrazo de dios, la mente divina. El alma del mundo.

 



sábado, 14 de enero de 2017

Víctor Raúl Haya de la Torre: El Espacio-Tiempo Histórico




VÍCTOR RAUL HAYA DE LA TORRE:
EL ESPACIO-TIEMPO HISTÓRICO

 


1. Culturas arrastradas por otras culturas.

Cuenta Ortega en las Meditaciones del Quijote que Parry, “en su viaje polar, avanzó un día entero en dirección norte, haciendo galopar valientemente los perros de su trineo. A la noche verificó las observaciones para determinar la altura a la que se hallaba, y, con gran sorpresa, notó que se encontraba mucho más al sur que de mañana. Durante todo el día habíase afanado hacia el norte corriendo sobre un inmenso témpano al que una corriente oceánica arrastraba hacia el sur”[1].
La cultura quechua, al afirmarse, camina sobre un témpano orientado en sentido diferente: es la cultura circumeuropea, que aparece así como elemento rector de lo autóctono. Es lo que ocurre en Lima. En la cordillera de los Andes puede ocurrir, al contrario, que sea Europa la que cabalgue a lomos de lo autóctono. Las viejas calles del Cuzco reposan sus paredes de ladrillo sobre las piedras fuertes y bien talladas de los antiguos peruanos; lo que no deja de ser una metáfora. Es como la superestructura marxista reposando sobre una base sólida; pero a veces esa base no tiene solidez, y flota sobre una base que a su vez flota sobre otra… como corrientes sucesivas que se influyen mutuamente.
¿Cuál es el elemento rector, cuál el regido? ¿Cuál es la corriente más fuerte que arrastra a la otra?
Las culturas son como témpanos que llevan a otras culturas por sus caminos. Si este transporte es compatible, habrá vertebración; en caso contrario hablaremos de articulación externa y despotismo: en el Perú se dan importantes factores de vertebración en lo profundo, aunque en la superficie cotidiana parezca primar, más que el etnocentrismo, el racismo. El Perú como doctrina es un jalón en la revelación de esas corrientes subterráneas. Otro parece serlo la tesis del continuo cultural andino. Y otro es la interesante visión del Perú que aflora en algunas páginas de Jorge Basadre.
A semejanza de la tectónica de placas que se mueve bajo los Andes, esta síntesis se puede configurar con sobresaltos.


2. El espacio-tiempo histórico.

Ahora bien, introducir un elemento avanzado en un complejo que no lo está tanto podría suponer darle a una cultura mayor velocidad de la que admite su naturaleza. Una cultura es para Víctor Raúl Haya de la Torre un espacio-tiempo histórico[2]. Si esto es así, las culturas, al entrar en contacto, alteran sus dinamismos propios y sus velocidades, desnaturalizándose. Dicho de otro modo: en este relativismo no cabe el mestizaje. A menos que postulemos, no sé si contra Haya de la Torre, distintos grados de adaptación en las distintas culturas. Porque toda cultura es, no lo olvidemos, respuesta adaptativa a los retos que nos impone el medio.

 

2.1. Exposición y crítica.

            Se ha dicho que en el mundo la cantidad de espacio-tiempo permanece constante: si tenemos poco espacio, nos queda mucho tiempo; si tenemos poco tiempo, nos queda más espacio; y si esa cantidad la llenamos sólo con espacio, ya no tendríamos tiempo. Sería la eternidad, porque estaríamos fuera de él. Análogamente, si tenemos cien euros y nos los gastamos todos, estaremos llenos de mercancías pero no nos quedará dinero; si ahorramos, tendremos mucho dinero y poca mercancía; así sucesivamente.
            Si viajamos en un cohete a una velocidad cercana a la de la luz, tendremos mucho espacio y poco tiempo; o lo que es lo mismo, habremos tardado muy poco en recorrer una gran distancia; o lo que es lo mismo, el tiempo correrá despacio para nosotros y envejeceremos poco. En la tierra, mientras tanto, envejecerán más rápido porque irán más lentos (recorrerán poco espacio en mucho tiempo). Si en la nave ha transcurrido un año, en ese mismo lapso en la tierra habrán pasado cincuenta.
            La nave y la tierra son dos espacio-tiempos, uno más rápido, otro más lento. Al aumentar la velocidad hacemos más cosas en menos tiempo, pero no vivimos más rápido. A escala humana, si gastamos mucha energía en poco tiempo nos gastamos más de prisa y morimos antes; como el consumidor de coca, que gasta más fuerzas y acorta su vida, vaciándola de resistencia. Si consumimos más fuerzas en menos tiempo acortamos nuestra vida; el consumidor de coca, que consigue trabajar más comiendo menos, puede morir a los cuarenta años. La cantidad de vida-tiempo que nos dan al nacer es fija. Como la de espacio-tiempo. O la de mercancía-dinero.
            Una cultura, en opinión de Haya de la Torre, es un espacio-tiempo. Pero no un espacio-tiempo a secas, sino un espacio-tiempo histórico. Esto quiere decir, aunque él no lo diga, que la referencia absoluta en esta relatividad no es la velocidad de la luz, sino la velocidad de la historia. Esto es relatividad, no relativismo; y por ahí entra en quiebra el pensamiento de Haya de la Torre.
            Porque ¿cuál es la velocidad de la historia? Alguien nos lo tendrá que decir. Veamos el pensamiento de Haya de la Torre.

Tesis nº 1. Su punto de partida está en Hegel: la realidad se genera en la conciencia. Su idea central es que no hay una cadena única de la historia, sino varias con puntos de contacto entre sí, pero sin grados evolutivos; “un mismo tiempo histórico (grado y ritmo de evolución, de cultura, de organización, de psicología) no es aplicable a todos los espacios”[3]; lo que hay son espacios-tiempo históricos, espacios modelados por un tiempo propio, no importado ni, quizá, exportable. 
Comentario. Cada espacio tiene su propio tiempo; el espacio es dinámico. Pero aquí no se trata del espacio que recorre la nave, sino del que hay dentro de ella. El espacio de la tierra envejece antes que el espacio de la nave. ¿Por qué? Porque recorre en más tiempo menor cantidad de espacio exterior. A mayor espacio exterior recorrido en menos tiempo, mayor duración del espacio interior; y viceversa. Del mismo modo una cultura lenta (es decir, un espacio interior sumergido en mayor cantidad de tiempo porque su tiempo exterior está sumergido en mayor cantidad de  espacio) viaja en un medio rápido. Análogamente la vida es construcción de un orden a costa de generar fuera el caos; la vida es extracción de entropía para sembrarla en el medio ambiente: es el segundo principio de la termodinámica.
Una cultura vertiginosa (nuestra cultura, anglosajona y circumeuropea) envejece pronto porque se gasta antes; porque consume más tiempo en menos espacio. Es como si fuéramos devoradores de tiempo. Las culturas lentas (por ejemplo, las de los indios del Amazonas) devoran menos tiempo y por eso duran más.
Pero diez años duran lo mismo en Nueva York que en el Amazonas. Sólo que en Nueva York circula vida vieja y en el amazonas vida joven. Aquí no se trata de tiempo físico: sino de tiempo psicológico. Las culturas, entendidas como siembra de tiempo psicológico, no se pueden plantar en cualquier espacio. El Amazonas es un espacio de tiempo lento; Nueva York un espacio de ritmo rápido. Porque cada espacio genera su propio campo de fuerzas y la velocidad de atracción (la fuerza) es mayor cuanto mayor sea la densidad de la masa. Culturas muy densas (como la circumeuropea anglosajona) generan mayores fuerzas y consumen más tiempo en menos espacio; así, en tan sólo cincuenta años se han producido en el siglo XX más revoluciones científicas y tecnológicas que en toda la historia junta del homo sapiens.
Pero aquí surgen dos dificultades. Primera, que el tiempo de la historia se acelera como si fuera un movimiento uniformemente acelerado; y segunda, que el tiempo de la tierra y el de la nave no se juntan, mientras que sí dice haya de la Torre que las distintas cadenas de la historia tienen algún punto de contacto.
La primera objeción echa por tierra la idea de que cada tiempo histórico tiene su propio ritmo; como si el tiempo de la historia fuese uniforme y no uniformemente acelerado. 

 

La segunda objeción echa por los suelos la pretensión de Haya de la Torre de que su teoría se base en Einstein; en consecuencia, no está haciendo relatividad, sino relativismo.
El espacio-tiempo incaico tendría un ritmo diferente del de los españoles. Ambos ritmos entraron en contacto. Como, según Haya de la Torre, el espacio de los incas sólo tenía gravedad para su propio tiempo, habría que colegir que el tiempo de los españoles no podría adaptarse a él; con lo que, o bien se imponía el tiempo de los españoles, o bien el tiempo incaico. No habría lugar para el mestizaje.
Se impuso el tiempo de los españoles. Pero eso no impide que, contrariamente a lo que pensaba Haya de la Torre, se puedan rescatar de entre las ruinas tempos que permitan una síntesis entre las dos culturas. Así lo suponía Víctor Andrés Belaúnde; aunque para él España tenía que poner el protagonismo y el decorado lo ponía el elemento incaico.

Tesis nº 2. Haya de la Torre utiliza la misma terminología que Einstein. Nos habla de “sistema de coordenadas”, “campos gravitacionales”, “sucesos”, “intervalos”... Habla también de la “equivalencia social de energía, masa y velocidad o ritmo histórico”, pero ¿cuál es esa equivalencia? Acaso la velocidad sea la aceleración de la historia, del progreso técnico, científico y artístico; quizá la masa sea la población, pero ¿cuál es la energía social? ¿La lucha de clases? ¿El mito? ¿La ambición?
Comentario. Haya de la Torre le da a su teoría una apariencia científica. Adopta la terminología de Einstein. Pero cuando Einstein plantea la equivalencia de masa y energía, lo hace con una fórmula: ¿dónde está la fórmula de Haya para que la “equivalencia social de energía, masa y velocidad o ritmo histórico” sea operativa? Y si le falta operatividad, las tesis de Haya sobre la historia serán todo lo más una hermosa metáfora, pero no serán ciencia; ciencia social, se entiende.

Tesis nº 3. La filosofía mira y enjuicia las cosas desde un punto de observación inmóvil: Europa. Al desplazarse a América cambia el punto de observación, pero el observador sigue fijo; inmovilizado en su perspectiva europea.
Comentario. Si el observador europeo se desplaza a América, debería cambiar de perspectiva al cambiar el punto de observación. El observador debería ser arrastrado por el espacio-.tiempo que observa, y sin embargo ocurre lo contrario: es él quien arrastra al espacio que observa con su propio espacio-tiempo; como el témpano que lleva a otro témpano, como las culturas arrastradas por otras culturas. Lo que se plantea aquí es el viejo problema de la comprensión en las ciencias sociales, la dualidad etic-emic. Haya no descubre nada nuevo, pero lo pretende poniendo nuevos ropajes a problemas viejos. Más que de Einstein, de quien se trata es de Heisenberg. Porque la movilidad del punto de vista tiene en Einstein consecuencias más profundas que las que aquí se apuntan (véase el comentario a la tesis nº 1).

Tesis nº 4. Definición de conceptos.
a) Espacio geográfico: tiempo objetivo (tiempo económico de las condiciones objetivas de vida); se define por dos factores:
·         Las características físicas de cada región habitable del planeta.
·         La distancia entre regiones.
b) Espacio histórico: tiempo subjetivo; combinación de geografía y mentalidad (más o menos inconsciente). Haya de la Torre habla de “alma, conciencia, espíritu de un pueblo”; de “relación telúrica del ser humano con la tierra”[4].
c) Cultura: síntesis de espacios objetivos y subjetivos; campo gravitatorio para otras culturas de su entorno.
Comentario. Aquí no se habla ya de la velocidad interna, o ritmo particular de una cultura; sino de la velocidad relativa de una cultura con relación a otra. Es como si un 4/4 se superpusiera fundiéndose con un 2/4. Y, más que tiempos generados por la velocidad de los espacios interiores (naves espaciales, superficie terrestre) en el espacio exterior, Haya de la Torre concibe espacios organizados por grupos humanos que los dotan de ritmo; sin decir de dónde viene la velocidad que genera esos ritmos.
La teoría queda, así, como una extensión de Unamuno; o una avanzadilla de los tiempos largos y cortos de Braudel (las respiraciones, largas o lentas, de la historia); de ninguna manera como la teoría de Einstein aplicada a la historia. La teoría queda como una bonita metáfora: pero para este viaje no eran menester tales alforjas. 



 

2.2. Recapitulación (y conclusión). 

La duración del tiempo es el número de cosas que pasan en él. El tiempo se contrae cuando pasan menos cosas, y es lo que pasa en el interior de la nave; pero, para la tierra, el tiempo de la nave es un tiempo a cámara lenta; la lentitud es una impresión que tiene el observador exterior, no el que vive dentro del tiempo que se está observando. Y cuando un tiempo se está observando a sí mismo se puede sentir rapidez o lentitud dependiendo del agrado que produce: es el tiempo kantiano. La lentitud, pues, observada desde fuera, es una diferencia de ritmo; observada desde dentro, es un sentimiento; “que el tiempo se detenga”, dicen los enamorados.
Después de la criba a que hemos sometido a Haya de la Torre podemos rescatar parte de su pensamiento, modificándolo en las siguientes tesis:
1.      El tiempo histórico no es un tiempo de Einstein: es un tiempo kantiano. Es una sensación o sentimiento, no una observación desde un tiempo externo.
2.      El tiempo histórico es un ritmo: una velocidad psicológica, interna.
3.      Una cultura no es un ritmo, sino una sucesión de ritmos ordenados en crescendo, en diminuendo o con regulaciones variables de intensidad; las cuales pueden irse acelerando o frenando a su vez según los momentos.
4.      La causa de las sucesiones rítmicas en una cultura es la naturaleza de su movimiento: que puede ser uniforme o uniformemente variado, inercial o no.
5.      La causa del movimiento histórico son los campos gravitacionales internos.
6.      Dos culturas que entran en contacto producen campos gravitacionales externos.
7.      Un ritmo no es una cultura, sino un corte sincrónico en una cultura; la duración de un mismo ritmo puede ser caracterizada como un periodo. Haya de la Torre, al identificar cultura y ritmo, confunde una cultura con un periodo. Así, la cultura circumeuropea tiene hoy un ritmo trepidante, pero hace mil años respiraba con un ritmo muchísimo más pausado.


[1] Ortega y Gasset (1914), Meditaciones del Quijote, Madrid, Revista de Occidente, 1975; p. 89.
[2] Haya de la Torre, Víctor Raúl (1935-1946), Espacio-tiempo histórico, Lima, Ed. Monterrico, 1986, pp. 15, 19 y 24; las pp. IV, XII, 6 y 9 aportan información complementaria.
[3] Haya de la Torre, V. R. Espacio-tiempo histórico. Lima, Ed. Monterrico, 1986; p. 17.

[4] Víctor Raúl Haya de la Torre (1935-1946), Espacio-tiempo histórico, Lima, Ed. Monterrico, 1986¸pp. 7, 22.