viernes, 29 de enero de 2021

LA TRAMPA DE LAS METÁFORAS

 

LA TRAMPA DE LAS METÁFORAS



            La semana pasada publiqué un artículo sobre Miguel Hernández. Su objetivo era comparar sus metáforas con las que Nietzsche había utilizado en su obra magna, Así habló Zaratustra. El bestiario de ambos autores tiene puntos en común, pero diverge también en algunos aspectos. El artículo de esta semana intenta explicar, en cada uno de esos autores, el simbolismo de los animales.

 

1. Nietzsche.

 

            El camello representa la sumisión; el espíritu que tiene miedo a la libertad y prefiere someterse a lo que le digan que piense o que haga. Contrariamente a las apariencias, es muy cómodo ser esclavo. Pero se puede ser esclavo de dos maneras: o perdiendo la libertad después de haber luchado o entregándola sin lucha; en el primer caso se trata de gente deseosa de ser libre, y en el segundo de gente que prefiere no tener responsabilidades; los negros que fueron arrancados de África para trabajar en las plantaciones son gente libre, sometida por otra gente que tiene más armas que ellos; y los capataces que les dan latigazos en las plantaciones suelen ser negros al servicio de los negreros, han comprado la libertad de moverse sirviendo a los amos que esclavizan a los otros negros. Llamaremos esclavos vencidos a los primeros y esclavos vendidos a los segundos.

            Los soldados derrotados en las batallas, los cautivos atormentados y deportados, los autóctonos encadenados por los colonos, los leones cazados en lucha agónica, los niños maltratados por sus padres, los obreros explotados en la revolución industrial, los ciudadanos chantajeados por las maffias, los seres libres que no pueden con la ley del más fuerte, los estudiantes que luchan contra el fracaso aunque suspendan los exámenes: todos esos son los esclavos vencidos.

            Quienes se rinden sin luchar en las batallas, quienes se venden al amo para ser cautivos ricos antes que pobres y libres, quienes traicionan a los amigos para obtener un beneficio, quienes se dejan cazar para no meterse en líos, quienes obedecen a sus padres cuando les mandan hacer cosas indignas, quienes (como los asesinos de Viriato o como Judas) traicionan a sus amigos por unas cuantas monedas, quienes resisten al chantaje y pierden la partida, quienes pisan al débil para servir al fuerte, quienes se rinden al fracaso y renuncian a seguir, sólo porque han suspendido un examen, y quienes, en fin, prefieren ser mayores en casa de sus padres antes que salir al mundo para ganarse la vida, quienes viven a costa de otros y se someten antes que tomar las riendas y salir adelante: ésos son los esclavos vendidos


            Nietzsche utiliza la figura del camello para representar a los esclavos vendidos. A todos aquellos que prefieren depender de la pereza antes que liberarse son su esfuerzo. A quienes están más cómodos chateando que conversando, copiando en el examen antes que estudiando, viendo la televisión antes que leyendo un libro, viendo una mala película antes que una buena, a quienes prefieren acosar a un amigo débil antes que enfrentarse al fuerte, a quienes prefieren pensar como los demás antes que  tener criterio propio y a quienes, en fin, prefieren ser veleta que mueve el viento antes que torre que se le resiste: a todos esos Nietzsche los llama camellos. El camello es el que dobla el espinazo y se inclina, servil, a que le pongan encima las cargas más pesadas, que él puede con todas; que resulta más fácil, aunque cueste más, cargar con lo que nos mandan que mandarse a uno mismo, ser capitán de nuestra alma, como decía William Henley, ser dueño de nuestro propio destino. Muchos prefieren seguir los caminos trillados antes que abrirse camino: abrir trocha, como se dice, y vencer al follaje con el machete; o, como decía Antonio Machado, hacer camino al andar.

            El león representa el espíritu indomable, infatigable y libre. Puede ser indómito cuando nadie le vence; pero, cuando no ha podido alzarse con la victoria, nunca será un arrastrado sino solamente un esclavo vencido: que perder una batalla no es perder la dignidad, sino solamente dar un paso atrás antes de saltar de nuevo; coger impulso. Nadal ha perdido algunas batallas pero ha ganado muchas; y ha sido tan indómito en las derrotas como generoso en el triunfo. Rafa Nadal es un león esforzado, un corazón agónico, un espíritu libre. El león representa para Nietzsche, más que la libertad, la liberación: la vida que se enfrenta a la muerte con valentía, el brío que no se rinde ante las adversidades y lucha, el espíritu que no baja la guardia y, como sucede en tiempos de pandemia, acepta al coronavirus como única forma de combatirlo: los negacionistas no son unos leones, sino unos camellos; son, como el avestruz, gentes que piensan que enterrando la cabeza para no ver el peligro desaparece, con la cabeza, el peligro.

            Pero Nietzsche nos advierte de un problema: que el león está tan empeñado en luchar que no sabe qué hacer con la victoria cuando la consigue. Hay locos que, como Nerón, quieren destruir el viejo mundo para construir un mundo nuevo y una vez que lo han destruido ya no saben qué hacer; han empleado sus energías en luchar y quemar y cuando han conquistado la libertad no saben usarla; por eso dice Nietzsche que el león es un señor, sí, pero un señor en su propio desierto; está solo y no tiene mundo en el que mandar, en el que ser su propio señor sin que nadie mande en él, pero sin que él tenga tampoco necesidad de mandar en nadie: eso sólo lo puede hacer un espíritu inocente que vea al mundo como un juego, que sepa crear, una mente limpia, enérgica, generosa y fuerte y al mismo tiempo delicada; que sepa amar sin odiar, corazón que diga sí a la vida y la convierta en obra de arte: un niño.

            Por eso Nietzsche nos dice que el espíritu fue primero un camello, rendido y traidor, y después fue un león liberándose de sus cadenas antes de convertirse al final, con la fuerza de la inocencia, en un niño.

 


2. Miguel Hernández.

 

            El gran poeta español tiene un poema en el que pinta el espíritu indómito y libre a través de la figura de los animales: se llama “Vientos del pueblo”. En un principio se ve que el buey incorpora el simbolismo del camello: 

 

Los bueyes doblan la frente

impotentemente mansa;

delante de los castigos

los leones la levantan.

 

            Está claro que para hablar del espíritu libre utiliza al león: la sintonía con Nietzsche es absoluta. Esto le da pie para sentenciar:

 

No soy de un pueblo de bueyes,

sino de un pueblo que embargan

yacimientos de leones,

desfiladeros de águilas

y cordilleras de toros

con el orgullo en el asta.

 

            Ahora la libertad se encarna en el león, el águila y el toro. Sólo que el águila, además de ser un animal libre, es un animal rapaz; y la rapacidad es un rasgo moral que asocia la libertad del vuelo (enseñoreándose majestuosamente de los desfiladeros) con la avaricia, la codicia, la ambición desmedida, y el robo. Hay aquí un desliz semántico por el que el poeta, sin darse cuenta, ensalza a un pueblo libre y sin escrúpulos. El águila también es un símbolo en Nietzsche. Y la serpiente, que representa la astucia. Y si en un principio nos sentíamos identificados con las palabras de Miguel Hernández, ahora sentimos que no es eso, no es eso. El significado se ha deslizado hacia asociaciones caprichosas que dicen cosas contrarias a las que queremos decir. Si seguimos leyendo el poema aparecerán otras cosas extrañas.

 

Nunca medraron los bueyes

en los páramos de España.

¿Quién habló de echar un yugo

sobre el cuello de esta raza?

 

            Hasta ahí, todo bien: el buey ara los campos en parejas uncidas por un yugo; en la medida en que está asociado al yugo, el buey representa la esclavitud del camello y se opone a su versión libre de yugos: al toro. Pero resulta que el toro es un animal esclavo destinado por su dueño a morir en la plaza en agonía trágica; el toro representa, pues, una versión del camello transida de patetismo, que si se manifiesta como buey aparece asociado a los yugos (es decir, a las cadenas) y si se manifiesta como toro, a las picas, estoques y banderillas (es decir a la muerte). Apelar al toro bravo es reivindicar la esclavitud hecha tragedia. España tiene forma de toro y su destino es glosado así por Rafael Alberti: “a aquel país se lo venían diciendo desde hace tanto tiempo… Tienes forma de toro, de piel de toro  abierto, tenido sobre el mar”. Miguel Hernández prosigue con su alegoría:

 

Crepúsculo de los bueyes,

está despuntando el alba.

Los bueyes mueren vestidos

De humildad y olor de cuadra;

las águilas, los leones

y los toros de arrogancia,

y detrás de ellos, el cielo

ni se enturbia ni se acaba.

La agonía de los bueyes

tiene pequeña la cara,

la del animal varón

toda la creación agranda.

 


            La cualidad propia del buey es la humildad; la del toro, la arrogancia. Al asociar humildad con esclavitud el poeta identifica libertad con arrogancia y previamente había dicho que España era el “crepúsculo de los bueyes”, cuando acaba diciendo lo contrario de lo que quiere decir: las metáforas lo han traicionado. Quería decir que prefiere la libertad a la esclavitud y dice, por el contrario, que prefiere la arrogancia a la humildad; siendo la arrogancia un vicio, como sabemos (la soberbia: un pecado capital) y la humildad una virtud, la virtud de no creerse más que los demás, la virtud de no ser arrogante; pero como resulta que a veces llamamos humildes a los que no se atreven (es decir a los cobardes) y arrogantes a los valientes, el buey, en tanto que humilde, puede parecer un esclavo vendido cuando es en realidad un esclavo vencido: lo mismo que el toro; la alegoría del poeta se derrumba como un castillo de naipes.

            Pero hay más. El poeta identifica a las águilas, los leones y los toros (que representan la fuerza y la valentía) con el animal varón; con lo que se supone que el buey (es decir la sumisión y la cobardía) pasa a ocupar el campo semántico referido a la mujer: la que sufre, la que llora, la que aguanta, la que esgrime, contrariamente a la lucha, la virtud de la mansedumbre (entendida ésta como claudicación) y la paciencia. Un sesgo sexista en línea con buena parte de la literatura, en este caso española; no olvidemos lo que se le dice a Boabdil cuando pierde Granada a manos de los Reyes Católicos: “no llores como mujer lo que no has sabido defender como hombre”. Está claro: la naturaleza del hombre es ser valiente; la de la mujer, ser cobarde. Esto no lo piensa, pero lo dice, Miguel Hernández; el poeta se halla cogido en su propia trampa.

            Matiza, claro; pero no puede evitar contradecirse. Admira las lágrimas  entre los andaluces, pero son torrenciales; rechaza la cuadra donde viven los bueyes, pero representan la paz mientras que los leones y los toros encarnan la guerra; ensalza la braveza de los asturianos, la piedra blindada de la que están hechos los vascos, el relámpago de los andaluces, la firmeza de los catalanes, la casta de los aragoneses, la dinamita de los murcianos: todos ellos valores varoniles, fuertes, valientes y libres.

            Pero también ensalza la alegría de los valencianos, el alma, la tierra y las alas de los castellanos, las guitarras de los andaluces, y las lágrimas; el centeno (la labranza) de los extremeños, y la lluvia, la calma de los gallegos, cualidades femeninas en lo que tienen de sensibilidad y delicadeza, pero se pueden volver masculinas si las asociamos con la fuerza: las alas de los castellanos se vuelven fuertes en el águila, las lágrimas, ya lo hemos visto, pueden ser torrenciales, la alegría puede ser eufórica, la calma de los gallegos puede llegar a ser firmeza… Pero hay una cualidad que le falta a la mujer: la fuerza; como si ser sensible fuera lo mismo que no ser fuerte. Aunque Miguel Hernández, atrapado en la trampa de sus metáforas, la ensalza en otro de sus poemas: “Rosario la dinamitera”.

            Pero lo que no admite el poeta es la esclavitud:

 

Yugos os quieren poner

gentes de la hierba mala,

yugos que habéis de dejar

rotos sobre sus espaldas.

 

            Y aquí está el simbolismo del  buey: el yugo. Sin embargo hay un doble campo semántico asociado al buey: el del yugo, claro está, que representa la  mansedumbre entendida como cobardía, el vivir arrastrado; pero también está el de la humildad, el de la cuadra, el de la vida pacífica y sin violencias, sin claudicaciones; y está en el alma de los castellanos, “airosos como las alas”: que no son las alas del águila (cualquiera diría que del buitre), sino del ruiseñor:

 

que hay ruiseñores que cantan

encima de los fusiles

y en medio de las batallas.

 

            No lo dice Miguel Hernández, pero así lo entendemos nosotros: el ruiseñor vendrá después del águila, como en Nietzsche al león le sucedía el niño; en los dos casos a la guerra le seguirá la paz, al no a la esclavitud le seguirá el sí a la vida, y la creación, y la libertad del artista, reinarán después de que reinara el león, en su desierto, solo. Miguel Hernández está diciendo lo mismo que Nietzsche: sólo le han traicionado las metáforas.

 


 

 

viernes, 22 de enero de 2021

NIETZSCHE Y MIGUEL HERNÁNDEZ

 

 

NIETZSCHE Y MIGUEL HERNÁNDEZ 



1.

            El buey es un animal pacífico. Pero es un toro castrado. El buey no es amor, sino mansedumbre; y ser manso es obedecer con resignación a quien nos ha privado de naturaleza. No es vivir en paz con todos y derrochar cordialidad en quien nos rodea, sino un cobarde quiero y no puedo, o más bien un querer renegado: como el de la zorra, que despreciaba por impotencia las uvas que quería. La presencia del buey es la impotente mansedumbre.

            El toro no es impotente porque no está castrado. Podrá ser pacífico, pero no es manso. El toro es el crepúsculo de los bueyes, y muere con la cabeza muy alta; no lleva con estoicismo el yugo que le ata, sino que lo rompe en las espaldas de cuantos se lo han puesto. El toro no entiende de yugos. Prefiere la muerte. La agonía de los bueyes no tiene grandeza, pero la de los toros agranda el mundo: lo amplía, lo dignifica, lo vuelve bello y sublime. Impresionante. Los toros son águilas dominando desfiladeros; son leones que levantan, ante los castigos, la misma frente que los bueyes doblaban. Son el huracán inaccesible al yugo; el rayo libre, el relámpago poderoso; alegría, braveza, dinamita, piedra blindada; calma penetrada en la firmeza, alma, corazón, la recia fiereza del indomable.

            Camello llamaba Nietzsche al buey de Miguel Hernández. Fiera domada castrando sus fuerzas naturales, en lo que el toro, sin castrar, conservaba toda su casta. Su fortaleza se agota cargando cosas pesadas, arrodillándose para recibirlas, paciencia mansa que no es esperanza sino renuncia. Y ese que confunde la renuncia con la paciencia es el mismo que ama a quien le desprecia.

            El león de Nietzsche es el toro. La fuerza de la naturaleza embistiendo contra el castrador de toros, forjador de mansedumbres, creador de bueyes. Pero el toro, vencido por el dragón, no se pliega a la esclavitud: prefiere la muerte. Es la tragedia de ser obligado a caminar por una senda que él no ha elegido; y en su lucha contra el destino, indomable ante la adversidad, perece trágicamente. El toro es un visceral rechazo al yugo. Pero no es destrucción y salvajismo. No es barbarie destructora. No es un asesino. El toro prefiere la muerte cuando no le dejan vivir, pero no vive de la muerte ajena. Quiere conquistar la libertad y ser señor en su propio desierto, pero aún no sabe que puede serlo de sí mismo. Y si busca un señor, es porque quiere que sea el último; lo busca para vencerlo, porque ya no habrá más señores después.

            El gran dragón es su último señor. El último yugo. El dragón es deber y está cubierto de escamas brillantes. En todas las escamas hay escrito: “tú debes”. Las escamas, como miles de magnéticas miradas, lo arrojan titilando a las cien mil esquinas de la tierra. Y no es menos jaula la prisión por ser una jaula dorada. Relámpagos arroja perforando el mundo con un único mensaje proyectado en sus mil caras. Parece un espejo que rompemos cuando no nos queremos ver, y en sus mil trozos centellea, omnipresente, la imagen que no queríamos; al destruirla la hemos multiplicado: como la hidra de mil cabezas. La bestia de carga, el buey, el camello, la humillación, la renuncia, se han multiplicado por obra del espejo mágico; el brillo de los bajos valores, que es el dragón donde se mira el yugo. 



            Pero el toro grita su rebeldía; su recia pasión indomable: la exhibe. No puede dominar por fuera porque aún no ha logrado hacerlo dentro, siendo poderoso y vivo, haciéndose señor de sí mismo. El poder del toro se pierde en romper el poder del gran dragón. Sólo sabe cantar ante la muerte, y no ha descubierto que hay ruiseñores que cantan en medio de las batallas; porque ha confundido el no dejarse castrar con ser varón; también hay hombres que no están castrados. Y eso, que no supieron ver ni Nietzsche ni Miguel Hernández, reaparece en el niño inocente de Nietzsche y Heráclito. El niño se ha olvidado de todo y no quiere pelear contra la voluntad del gran dragón; simplemente, quiere su voluntad; se tiene a sí mismo y conquista el mundo sin saberlo: creando. El niño es un nacer de nuevo, un comienzo, un juego; es una rueda que se mueve sin necesidad de que la mueva nadie. Es la vida que se alimenta, no es buey, no es yugo, no es toro; ni vaca que alimente a los demás sin alimentarse a sí misma. Es un santo comenzar, un ruiseñor cantando, una guitarra, un chorro de alegría, un niño: ya no hay dolor donde había lágrimas.

            Bueyes, toros, niños hay entre los alumnos. También hay dragones y vacas. La vaca es entrega en aras de la vida, valor para perder la vida cuando queremos darla, como lo era el toro para perderla defendiéndola. El toro es fuerza masculina, y determinación, y rebeldía. En la fuerza de la vaca hay un aliento femenino y una determinación para la vida. Sólo el buey no es masculino ni femenino. Dos formas de heroísmo asomadas a dos formas de tragedia; entre ellas, la cobardía, renuncia estéril,  no es heroica ni tampoco es trágica, porque su ser es farsa. Y el niño: hijo de la generosidad y la fiereza, de lo femenino y masculino; poderosa cordialidad renegada de la impotente mansedumbre. Poderosa como el león, el toro, el águila; y cordial como la vaca, el cordero, el ruiseñor. Como la vida misma.

 


2.

            El espíritu esclavo es sumiso como el buey. En toro se transforma cuando se rebela; en vaca si protege la vida de su prole (también creada con el toro); en niño si la vive. Se rebela contra el dragón y muere toro, a menos que el dragón lo amanse y regrese al buey. El círculo empieza de nuevo. O se quiebra, en la noche trágica, cuando se siembra la muerte.

            El buey es toro al que le han echado un yugo al cuello. Y el yugo, cuando el furor del toro renace en las venas de buey manso, se vuelve pena; cadena y grilletes que le aprietan el cuello, con pinchos agudos; espada y látigo que mortifican sus carnes, azote que doblega su voluntad en el cuerpo, tormento y castigo, y armamento resentido, sangre. Venganza que estalla arrojando chorros de crueldad. La bestia es el alma de la increíble cadena, como el dragón lo era del yugo despiadado.

            Yugo y buey, amo y esclavo. Cadena y toro: verdugo y reo; reo en que han convertido al rebelde, reo para el verdugo. El toro es un rebelde que niega la esclavitud, y era el verdugo negador de vida pues se había declarado en rebeldía. La rebelión del toro combate la rebelión del yugo, que sobre la vida ha arrojado pesadas cadenas; por eso el toro y la bestia son dos diablos, dos rebeldes; uno se ha levantado contra la vida; el otro contra la muerte. La vaca, luchando por su hijo mientras lucha el toro por ellos, saca leche de su sangre y por su corazón agoniza con tal de alimentar al ternero. Obstinación de la vida en salir adelante contra el yugo. Contra la muerte.

            El santo Job es un criado de dios como lo es Maruja para la casa: los dos, resignados, aceptaron mansamente su yugo. Y el toro, Hércules esforzado y poderoso, huracán arrancado, instinto vivo, fue un volcán de vida extendiendo la lava sobre la nieve; quemando la muerte con sus bríos, fundiendo el hielo para sentir la vida, abriendo la hierba para crecer las flores, portadoras de semilla, las violetas, las campanillas, las amapolas. Hércules en lucha contra la adversidad, manando el aliento de su propio esfuerzo, la simiente viva que atraviesa el viento: y rasga el cielo como la luz del relámpago, rompiendo bóvedas con furia incontenible, exhalando centellas desde lo más recóndito de su corazón despierto.

            Todos los rebeldes vivos llenaron el mundo con la riqueza que tenían dentro: sólo lo vaciaron los rebeldes muertos; los diablos envidiosos, que palidecen ante el fulgor de los diabólicos vientos. Fue Cristo, rebelándose contra la envidia, ¡qué pena que fuera por obediencia ciega! Jesús, hercúleo luchador de Palestina, fue toro; y buey porque luchó ¡qué pena!, para negarse obedeciendo. También Marx apeló a la rebelión del pueblo; y Estalin puso buey a ese toro, entronizando en los altares al partido (nuevo dios al que había que jurar obediencia). Y Fausto, que de pasión vivía, sucumbió a la esclavitud de la pasión por el conocimiento; cuando descubrió que había pasado al lado de la vida quiso sacudirse el yugo, y lo hizo pasando de buey a niño sin llegar a ser toro; porque obedeció a un diablo a quien vendió su alma, su ánimo, sus bríos, su voluntad; se sometió a él a cambio de disfrutar una libertad tan efímera como ficticia. Y vivió a cambio de morir, renunciando a la vida. 



            Quienes, como Fausto, quieren sin lucha llegar a niño, viven sin pasar de buey a toro: se traicionan a sí mismos; se traicionan cuando creen que se están conquistando. Y no hay manera de recobrar muchas veces el tiempo perdido: Juan Luis recordaba; Juan Luis miraba, en el color vítreo de la ventanilla, el rápido fluir de los árboles. Su mente se fue atrás, al partido de baloncesto, cuando jugaba una manada de niños. Recordaba perfectamente que todos querían vencer. Todos querían hacer canasta y se quitaban la pelota entre ellos. Rompiendo el juego, sin importarles la victoria colectiva; robándose el balón en lugar de robárselo al adversario, pues a ninguno importaba que ganase el equipo si la gloria de marcar se la llevaba el compañero. Eran como tiburones que se comían en el vientre de su madre. Como retoños despiadados. Como hermanos mortíferos.

            También se acordaba Juan Luis de las urracas: las que ponen los huevos en nido ajeno; las que tienen hijos para que otros se los cuiden. Las que se aprovechan del prójimo. Los parásitos. ¡Cuántas veces el espíritu quiere, sin lucha, gozar de las mieles del triunfo! ¡Saborear los triunfos sin esfuerzo! El espíritu entonces no llega a niño, pues no fue toro; ni vaca que se esforzara por cuidar la vida, no tuvo amor, no quiso nido. Y fue tiburón o urraca que arrancó los triunfos a costa de males, propios o ajenos. Fue un espíritu destructor recreándose en la muerte, buey de su parasitismo, lobo que luchaba contra el lobo, como el ser humano había sido lobo en el imaginario de Londres. Pues la urraca o el tiburón acaban, a la postre, siendo dragón y yugo; espíritu sin alma que vive enfermo del dolor, cadena y bestia.

            Así apenaban a Juan Luis aquellos pensamientos. Fue viendo los árboles desfilar ante sus ojos, las casas, los valles, los prados, las montañas. El tren lo llevaba subido en un traqueteo de ensueño y por él se colaban sus años de infancia; sus ansias, sus ilusiones, sus padres sentados junto a él, su hermano, su hermana, su belleza interior resuelta en colores. Ahora pasaba sobre un puente de hierro y abajo, al fondo, desfilaba un valle de hierba tan verde que parecía majada; en el horizonte, muy cerca, ascendían las rocas por el cielo buscando el abrazo de la mujer muerta. Y era feliz con aquellos recuerdos. Era feliz en su nido, el toro impregnado en su padre y en su madre, y ambos impregnados de leche, de vaca, de fuente, de valle, de río. Las estacas de la valla que cortaba el prado silbaban al son del traqueteo metálico de las vías. Su corazón, henchido, estaba tan lleno que parecía que iba a explotar. Se expandía en el cielo, tan ancho era el horizonte que tenía dentro. Entonces, pensando en el toro de Miguel y en el espíritu de Nietzsche, se sentía inmensamente feliz. Se daba las gracias por haber trabajado, luchando a brazo partido, por ganarse la vida; en esas estaba cual domador del destino. Se alegró mirándose en el cristal y se las dio al toro que era, a la vaca que en él vivía, contento y cantando por haber conseguido vivir: por ser un niño.

 


 

 

viernes, 15 de enero de 2021

ELEGÍA

 

 

ELEGÍA



                                       Aún me aprieta el corazón, partido

                                    de tanta mísera luz, que sueña;

                                    y así, cegado entre sus dedos blancos,

                                                mirar quisiera.

 

                                       Hay una niebla que me envuelve todo,

                                    mísera, triste, renegado y frío;

                                    y álgidas sombras el pasado muerto

                                                trajeron de ella.

 

                                       Murió. Me fui de Grazalema ahíto

                                    de vino malo, de veneno: muerto.

                                    Vinieron luego los recuerdos trágicos

                                                del nacimiento.

 

                                       Se oyeron voces en aquel cortijo,

                                    disparos, vientos dando a luz María;

                                    moría al par que lo rompieron todo

                                                los migueletes.

 

                                       ¡Cómo salté sobre el caballo bayo!

                                    Como un relámpago abrasado y muerto.

                                    ¡De allí arranqué sobre la grupa en llamas

                                                al niño vivo!

 

                                       Llevé al pequeño entre mis brazos rudos,

                                    cogí a la madre que ya estaba muerta,

                                    al niño puse en la fajita triste

                                                que lo envolviera.

 

                                       ¡Qué duro fue, qué tempestad terrible!

                                    ¡Qué sufrimiento! En el pueblo fue, en

                                    Torre Alhaquime: donde vino al mundo

                                                mi fiel María.

 

                                       ¡Aún recuerdo en Grazalema el viento,

                                    viento terrible que sonaba un día,

                                    lúcido aliento que envolvió la noche,

                                                la serranía!

 

                                       La iglesia estaba contemplando a un niño:

                                    era hijo mío; y yo estaba enhiesto;

                                    fue bautizado sin que allí vinieran

                                                los migueletes.

 

                                       ¡Cómo resuenan en el cerebro mío!

                                    ¡Cómo machaca el pertinaz martillo!

                                    ¡Parece que alguien maltratar quisiera

                                                la nostalgia mía!

 


                                       ¡Ay, cuánto estuvieron las tristezas llenas,

                                    cuánta desgracia, pero cuánta pena!

                                    Aún resuenan mis entrañas rotas

                                                en Grazalema.

 

                                       ¡Adiós, campiñas, pueblos blancos, llenos

                                    de tanto trágico suceso, muertos!

                                    ¡Cádiz! ¡Nostálgico camino abierto

                                                en las marismas!

 

                                       ¡Oh, Cádiz, Cádiz, desterrado lejos,

                                    mar que se asusta con la brisa fría.

                                    Cádiz del alma, Grazalema, ¡hijo,

                                                mi amor, María!

 

                                       ¡Cómo recuerdo los momentos ciegos,

                                    momentos tristes que seré vencido!

                                    Seré enterrado en la que fue parroquia

                                                de mi Alameda.

 

                                       ¿Quién se detiene a visitar la iglesia?

                                    Casi a la entrada pisará una losa,

                                    bajo esa losa dormirán los restos

                                                del bandolero.

 

                                       Sólo le muestra lealtad, cariño,

                                    ése que viene, su caballo bayo;

                                    le sigue al paso, las colgantes bridas

                                                apenas vivas.

 

                                       Yo soy aquél que manejó la brida

                                    del noble bruto que lloró en silencio:

                                    él me acompaña y mi cadáver oye

                                                tantos relinchos.

 


                                       Me acuerdo de ella. Que murió en el pueblo,

                                    el pueblo fue, en Grazalema. ¡Viento!

                                    ¡Montaña, furia, huracanes, mares!

                                                ¡La serranía!

 

                                       ¡Aún me aprieta el corazón perdido

                                    de tanta luz que soñarán mis sueños:

                                    y así, cegado con la sombra eterna,

                                                será la vida!

 

                                       Hay una niebla que lo envuelve todo,

                                    míseros, tristes huracanes, fríos,

                                    y álgidas sombras del pasado incierto

                                                vendrán con ella.

 

                                       Murió. Me fui de aquella tierra envuelto

                                    en aires trágicos y ¡oh!, terribles.

                                    Quieran los mares que la vida nunca

                                                se vuelva negra.

 

                                       Yo fui un árbol que nació torcido,

                                    o quién sabe, se torció muy pronto;

                                    yo fui la víctima que hizo víctimas,

                                                un bandolero.

 

                                       ¡Oh, Cádiz, Cádiz, desterrado lejos,

                                    mar que se asusta con la brisa fría!

                                    Seré enterrado en la que fue parroquia

                                                de la Alameda.

 

                                       Quien se detenga a visitar la iglesia

                                    verá la entrada y pisará una losa;

                                    bajo esa losa dormirán los restos

                                                del bandolero.



 

 

 

viernes, 8 de enero de 2021

LA VERDAD SOSPECHOSA

 

 

LA VERDAD SOSPECHOSA

 


            ¿Hasta dónde es sensato fiarse de lo que oímos? Antes de dar respuesta a esta pregunta vamos a estudiar el significado de las palabras con que se formula.

            “Hasta” marca un límite.

“Sensatez” se opone a “irreflexión” como “cordura” a “locura”, y “cordura” viene de “cordis”, que significa “corazón”; ser sensato es tener juicio, estar en su sano juicio, saber y querer razonar, pensar desde el corazón (porque cuando las personas están de acuerdo parece que sus corazones laten al unísono, acompasados, acordes o concordantes, al contrario que la “discordia”; de “cor, cordis”, palabra latina que significa “corazón”, también viene “recordar”, que se refiere al conocimiento o experiencia del pasado que regresa de las profundidades de la mente, es decir del corazón, del alma; de esa misma palabra viene “coraje”, que designa al mismo tiempo el esfuerzo, el valor y la ira; y “cordial” significa “afectuoso”).

“Fiarse” significa confiar, creer, dar crédito, que es lo mismo que dar por buenas (por verdaderas, por ciertas) las cosas que oímos.

            Y “oír” significa captar o recibir sonidos, sea de manera intencionada (que es lo que significa “escuchar”) o espontánea.

            Volvamos ahora a nuestra pregunta. ¿Hasta dónde es sensato fiarse de lo que oímos? ¿Cuál es el límite para aceptar como ciertas las cosas? Hay que distinguir entre los ignorantes (que aceptan a ciegas lo que les parece verosímil aunque sea insensato), los incondicionales (que creen lo que dicen quienes son tenidos por ellos por sensatos o, aunque no lo sean, creen a las personas cuyos deseos aparentes comparten) y los sensatos (que necesitan pruebas y razones para creer). Vayamos por partes y razonemos a partir de un ejemplo.

            En las elecciones de 2020 en los Estados Unidos de América se ha proclamado oficialmente a Joe Biden como presidente electo. El candidato saliente, Donald Trump, no acepta ese resultado porque, según él, esas elecciones han sido un fraude. Inmediatamente se plantea la pregunta: ¿a quién creer? ¿Hasta dónde es más sensato creer en la validez de las elecciones que en el fraude?

            Supongamos que la mitad del país cree que ha habido fraude y la otra mitad no. De entre quienes lo creen, hay que descartar a los ignorantes, que se fían sólo de las apariencias y por tanto su testimonio no tiene ningún valor. Descartaremos también a los incondicionales que, sólo por serlo, aceptan cualquier cosa que el presidente les diga sin cuestionar nada por ser él. Quedan los críticos; la mitad de su propio partido (el partido republicano) le da la espalda a Trump por considerar que sus argumentos no se sostienen. Sólo le sostienen en un apoyo con garantías quienes dudan porque tienen motivos para dudar: fijémonos en éstos. 



            Creen que han votado por Biden muchos ciudadanos que no tenían derecho a votar. Que mucha gente haya votado en masa por correos es interpretado por ellos como un fraude organizado a gran escala; suponiendo que votar por correos sea fraudulento. Ellos argumentan que muchos de esos votos han llegado fuera de plazo, a lo que se les responde que el sello de correos estaba puesto en el sobre dentro del plazo convenido en el momento en que se enviaron, aunque la llegada de tales cartas se produjera pasada la fecha límite. Se suele admitir que lo importante es la fecha de salida, no la de llegada, y en todo caso se trata de una formalidad anecdótica, no de una falsedad producida por votantes que no estuvieran censados o ya hubieran fallecido. La explicación de tal cantidad de votos emitida por correo es que, en situación de pandemia, amenazados por el coronavirus, muchos prefirieron no ir a los colegios electorales por miedo a infectarse.

            Dejemos ahora de lado las cuestiones de legitimidad. Centrémonos en el criterio del consenso. Casi toda la prensa escrita, incluida la prensa conservadora, tradicionalmente favorable a Trump, le ha dado la espalda. Y todas las denuncias por fraude presentadas por el presidente perdedor (unas cincuenta) han sido desestimadas. En el tribunal supremo, donde hay una mayoría absoluta favorable al presidente perdedor, tampoco le han dado la razón. Rechazando la opinión de la prensa, los jueces y los políticos, incluida la mitad de su propio partido, sólo sostienen al presidente los tweets presidenciales… que manda él mismo; o sea, que él se sostiene a sí mismo. Concluyendo: estamos ante una situación en la que una persona pretende tener razón frente a todas las demás; si, como decía Aristóteles, es más fácil que se equivoque una persona que no muchas, lo más probable es que al presidente no le asista la razón, sea porque se equivoca o sea porque quiere imponerse a todos mediante mentiras.

            Acudamos ahora al criterio de autoridad. El intento de conseguir que las autoridades no voten al candidato ganador, es decir al que ha recibido mayor número de sufragios, ha fracasado; las autoridades presionadas por Trump no han cedido; pero si hubieran cedido tampoco habrían sido válidas, como no vale el testimonio de quien niega que ha habido un terremoto después de haberlo presenciado con sus propios ojos; decir lo contrario de lo que se ve es mentir y viola el principio de correspondencia, pero aquí no se trata de eso: se trata de si la gente se lo va a creer o no; desgraciadamente, lo que la gente cree no es la verdad que parece mentira, sino la mentira que se disfraza de verdad.

            Decía Berkeley que lo que existe es lo que percibimos; pero los esquizofrénicos y paranoicos perciben cosas que no existen y Berkeley, intuyendo el problema, cambió de criterio y dijo: lo que existe es lo que es percibido por los demás; de modo que si veo monstruos que los otros no ven seguro que esos monstruos no existen, pero si yo, que los percibo, soy percibido por los demás, entonces será verdad que yo existo. Si los votos fraudulentos que denuncia Trump no son vistos por nadie, será que no existen; quienes han sido testigos de ello han visto votos, pero no han visto fraude (lo que no impide que a veces haya habido errores irrelevantes). Este criterio, no obstante, no es definitivo porque se ha dado el caso de que mucha gente viera cosas en el aire que resultaron no ser más que imágenes holográficas.

            Recapitulemos. Ni el criterio de coherencia (y legitimidad), ni el de consenso, ni el de autoridad, ni el de experiencia parecen avalar las denuncias de fraude. Pero supongamos que, a pesar de todo, nos equivocamos. Como don Quijote que, rindiéndose ante la evidencia de que lo que tenían delante no eran gigantes sino molinos, todavía le decía a Sancho para no rendirse que hay un mago que nos hace ver a todos molinos donde hay gigantes; y bien que puede ser, pero entonces sólo una persona conocería la verdad y no podría convencer al mundo entero de que se equivoca; como tampoco podría convencer a nadie de que esa luz es roja el único vidente sano en un mundo de daltónicos. ¿No podría suceder que, creyendo nosotros conocer la verdad, estuviéramos engañados y sólo una persona en el mundo entero la conocería y nosotros la declaráramos unánimemente como falsa? Puede ocurrir, pero es poco probable; es tan poco probable que su grado de verdad infinitamente pequeño sería equivalente a considerarlo como falso. Aunque sí: si todos veían en el mundo antiguo que el sol giraba alrededor de la tierra sólo Aristarco, que decía la verdad, pasaba por embustero ante todos. 



            Pero  hay una diferencia. Aristarco podía demostrar de forma coherente que tenía razón, y lo demostraba invocando la experiencia que hemos tenido todos de que, cuando nos subimos a un vehículo giratorio, vemos girar el mundo cuando los únicos que giramos en realidad somos nosotros. A Aristarco le asistían la coherencia, la experiencia y el consenso, pero no la autoridad (la autoridad la tenía Aristóteles, que se equivocaba diciendo lo contrario). Sus adversarios, entre ellos Aristóteles, lo negaban imponiendo el consenso, la experiencia y la autoridad. Si descartamos lo que ambos tienen en común, ¿qué le queda a Aristarco? La coherencia. ¿Y qué le queda a Aristóteles? La autoridad. Entre la autoridad y la coherencia ya sabemos que la ciencia prefiere coherencia: luego Aristarco tenía razón.

            Trump, sin embargo, no puede imponerse mediante el consenso porque ni siquiera lo apoya buena parte de sus partidarios. Tampoco puede esgrimir la coherencia de lo que dice, porque ésta se ha sometido cincuenta veces a juicio y las cincuenta ha sido derrotada. En cuanto a la experiencia, se reparte entre una multitud de observadores en cada colegio electoral y no la podemos ratificar al cien por cien. Sólo le queda la autoridad. Frente a ella, Biden esgrime coherencias y consensos y, como Aristóteles frente a Aristarco, Trump también sale derrotado.

Conclusión: es altamente improbable que a Trump le asista la razón; también podría ocurrir lo contrario, pero las posibilidades son tan escasas que podríamos considerarlas inexistentes; sobre todo después de haber visto su molesta tendencia a persistir en el error, a favorecer sólo a los suyos, a oponer la ira a las razones y a demostrar falta de compasión o, lo que es lo mismo, de empatía. Porque no se trata sólo de pensar; se trata de pensar desde el corazón y ahí es donde la razón se transforma en cordura.