sábado, 25 de octubre de 2014

El Mechero.




EL MECHERO


             En el campo se oía la llamada del cuervo. Un crujido silbante atravesaba el aire y se perdía, entre los árboles, por las entrañas del cielo. Llamé. La casa estaba cerrada y fría, y un hilillo de luz penetraba en las ventanas por las rendijas. Esperé un momento. El frío, congelándose en el vaho, parecía llenar la atmósfera de cristales y carámbanos. Esperé. Un aullido inquietante sonó en mis orejas. Miré alrededor y no veía a nadie. La soledad del campo, reducido a nada por la oscuridad profunda, temblaba en mi corazón, encogido y frío; por el aire transitaban las vagas esencias del miedo.
            La puerta se abrió. Y apareció un hombre envuelto en sonrisas, con la curiosidad de un niño.
            -¿Qué desea?
            Por el aire se estrellaba el crepitar de la ventisca. Pero en la casa, sobre luz cálida, jugaba el niño tumbado en una alfombra y el abuelo, con la sonrisa dulce, le alcanzaba unos coches colorados y pequeños. Un estrépito espantoso zumbó en mi espalda con ruido seco y era un golpe, un puñetazo, un bufido de hojarasca. El hombre que me hablaba esperaba una respuesta y la serenidad de sus ojos empezó a disipar mi miedo. Le pregunté por el camino que llevaba al pueblo; mientras respondía, cogió una caja de tabaco y me ofreció un cigarrillo, y me dio fuego; acercó el mechero a mis labios y aspiré hondo; en aquella profundidad sonó un suspiro.
            Su palabra me tranquilizaba. Era locuaz y las sílabas chisporroteaban en sus labios con amabilidad. Hablaba mucho. Se reía con ganas y en aquellos chistes carraspeé una carcajada. Estaba dentro. El salón, lleno de luces, era una borrachera de colores y había fiesta y colgaban guirnaldas de la ventana. Los jóvenes reían y un amigo les llenaba el vaso y lo cubría de hielo. Se acercó a mí y me dio un tubo largo (un tubo estrecho, con las entrañas frías, como el tártaro) y lo llenó de whisky. Los vapores del alcohol trenzaron en mi cabeza una sinfonía de voces, de miradas, de luces y de gestos.
            Me reía. La bebida quemaba en mi garganta y me subió a la cabeza. No soy bebedor y me encontré riendo, cantando, hablando alegre y con la gente hospitalaria, sorprendido en la casa del bosque. No sé cuánto tiempo estuve allí. Encendí un cigarro con mi mechero y lo dejé en la mesa. Reímos y brindamos hasta darme cuenta de que me había entretenido mucho. Me estaban esperando en casa. Tan sólo extravié mi camino y  tuve que despedirme, aturdido y de mala gana, para volver al monte y proseguir mi camino entre ortigas y retamas.
            Sentí el sonido del búho. Las ramas revoloteaban, agitadas por el viento, y el cuervo fugaz escupió un grito intempestivo. Oí con miedo el crepitar del aire. La noche se llenó de ruidos y al meter la mano en el bolsillo, hurgando con los dedos, advertí que faltaba el mechero. Me lo había dejado en la casa, sobre la mesa. Y volví sobre mis pasos.
            Llamé a la puerta. Llamé insistentemente y no contestaba nadie. Pregunté al vecino y no lo conocía. En aquella casa, según me dijo, no vivía nadie. Hacía años.
            -¿Nadie?
            Nadie. Un aullido hincó sus dientes en mis entrañas huecas. Lleno de espanto volví a golpear la puerta. Empujé sus goznes y se abrieron, con un crujido siniestro, y mi mano se llenó de polvo. Al abrirse los batientes rompieron una espesa telaraña (del espesor de la niebla), y un cuerpo negro, con patas, salió corriendo y me rozó la mano erizándome el pelo.
            Saqué fuerzas de flaqueza y penetré en el salón: nadie. Apreté el interruptor y no había luz. Y mis pies hicieron crujir la madera. Encendí el mechero del señor que me había invitado y a la luz tenue de la llama vi surgir, de las tinieblas, muchas sillas y una mesa cubiertas de polvo y tierra. Deslicé mis dedos sobre la mesa y mi corazón, encogido, vio la pátina como huella del tiempo, como ceniza; y al levantar mis ojos se abrieron al viento y se llenaron de miedo. Tal era el espanto que al tocarme con la mano se me clavaba la punta del vello. Mis ojos salieron de las órbitas y mi pecho, ya fuera de sí, se puso a temblar; un escalofrío me sacudió la frente, despiadado y mudo, envejecido, despavorido, inerme y quieto. Enloquecí de pronto. Porque vi brillar sobre la mesa con su piel metálica, con la mecha fría, con el vientre lleno de luz, detenido en el polvo del tiempo, ¡el mechero! 




sábado, 18 de octubre de 2014

La ciencia de la razón.





LA CIENCIA DE LA RAZÓN

   
           Veo una mancha en el cielo nocturno; parece una nube. Supongamos que me acerco a ella, bien en una nave, bien con un telescopio: ahora la veo como una mancha gruesa y alargada, algo así como una línea de banda ancha. Al acercarme más veo que esa banda nebulosa está hecha de puntos que brillan: son estrellas.
            La mancha es lo que aparece. Primero parece una nube, luego una cinta nebulosa de banda ancha, y por último una cinta de luces; cuando consigo comprenderla, ya entiendo que son estrellas: eso es lo que significan esas sucesivas apariciones para mí.
        Estoy caminando y veo unos arbustos; bueno, en realidad veo un bulto con manchas verdes que parecen hojas. Me acerco y observo que las hojas son de distintas ramas y colores. Me acerco aún más y distingo ramas retorcidas, y detrás de ellas, mirando bien, veo dos troncos: al final compruebo que se trata de dos árboles de especies diferentes rodeados y envueltos de zarzas, hongos y líquenes.
            He visto un bulto y en seguida lo he identificado como arbusto: tan acostumbrado estoy a verlo, que ya lo identifico automáticamente; luego, recapitulando, recuerdo que era un bulto con manchas verdes, y que esas manchas parecían hojas: y lo eran; su apariencia coincidía con su significado. Sus sucesivas apariencias identificadas por mí (hojas, ramas, troncos, colores) tienen sentido cuando me doy cuenta de que eran dos árboles, no uno. 


            Don Quijote veía dos polvaredas y creía que eran dos ejércitos que se iban a enfrentar. Para Sancho esas mismas polvaredas eran rebaños de ovejas. Cada uno identifica las cosas como las cosas que conoce, y por tanto dos personas con experiencias distintas encontrarán cosas diferentes en las mismas manchas. Sobre todo cuando nos apresuramos y, por impaciencia, nos empeñamos en dar sentido a unas apariencias que todavía no son más que puntos, líneas y manchas. Interpretar una apariencia, dotarla de sentido, sólo se puede hacer cuando se aprecian sus detalles y podemos identificarla claramente con algo que conocemos. Don Quijote había leído libros de caballería y veía ejércitos; Sancho había andado mucho por el campo y estaba acostumbrado a ver rebaños.


1. Aparecer, parecer y significar.

            Primero experimentamos sensaciones: vemos manchas, colores, sonidos, sabores y texturas… que son, en cierto modo, totalidades confusas. Luego, sobre estas totalidades, distinguimos formas y cantidades: líneas, círculos, relieves, secuencias de sonidos; pero también puntos, cuerpos de forma irregular, combinaciones de colores, claroscuros. Por último, cuando las acumulaciones de sensaciones y totalidades logran parecerse a algo que ya conocemos, las dotamos de sentido; así, una mancha en el cielo nos parece una nube. Pero nunca podemos estar seguros de que las cosas son realmente lo que nos parecen: una nube lejana de cerca puede aparecer como un cúmulo de estrellas; y una nube de puntos lo mismo puede ser una bandada de pájaros que un enjambre de abejas; o, quién sabe, muchos puntos apretados pueden ser una nube de langostas… o un montón de polvo y hojarasca levantado por el viento.
           Una aparición es la presencia de un objeto ante nuestros sentidos. Puede aparecernos  un bulto o una figura más o menos conformada. Y una apariencia es una interpretación posible de esa figura: esa nube se me aparece como una bandada de pájaros. Una apariencia es una identificación posible de aquello que aparece y no sabemos qué es. No es lo mismo decir “se me aparece (o, simplemente, aparece) una bandada de pájaros” que decir “este bulto se me aparece como (o, simplemente, me parece) una bandada de pájaros. De todos modos hay que distinguir entre apariencia y forma. Forma es el esquema geométrico que tienen las cosas (puntos, líneas, polígonos o volúmenes); y apariencia es el objeto evocado por esas formas, lo que representan dentro de ellas.
            Las apariciones son presencias, bultos o formas; las apariencias, posible interpretaciones de esas formas. Llamaremos identidad del objeto a las apariencias que nosotros tomamos por verdaderas; es decir a aquellas apariencias de las que estamos completamente seguros, porque sabemos que corresponden a la realidad. Identificar un objeto significa tener antes su concepto; una noción que hemos adquirido después de comprobar que las mismas apariencias corresponden día tras día a la misma realidad; y eso sucede después de tener una prolongada experiencia de las cosas, o de haber aprendido en poco tiempo la dilatada experiencia de nuestros antepasados. Por eso, cuando se nos aparecen cosas que conocemos perfectamente, las identificamos de forma instantánea; y en vez de percibir formas y cantidades, percibimos cosas ya identificadas, porque la costumbre de verlas se ha convertido en nosotros en un acto reflejo.
           

2. Pensar.  

            Llamamos pensamiento al ejercicio de la razón sobre la apariencia, la aparición y el sentido. Todas las culturas comienzan desarrollando un pensamiento extensional (astronomía y matemáticas) antes de desembocar en un pensamiento intensional (o de esencias) generador de las principales ciencias empíricas; el pensamiento extensional o existencial se centra en la aparición de las cosas en el espacio (descripción) o en el tiempo (relato); el pensamiento intensional se centra en la interpretación de las apariencias.


3. Pensamiento extensional.

            Cuando pensamos en las apariciones de manchas, bultos, cantidades y formas, reflexionamos sobre objetos que sabemos que existen, pero no sabemos lo que son; por eso lo llamamos un pensamiento extensional, ya que la existencia es lo mismo que la extensión: si algo existe es porque ocupa un lugar en el espacio, se extiende en el tiempo, está ahí, delante de nosotros. El pensamiento extensional es propio de las matemáticas, que estudian cantidades de objetos no identificados (aritmética) o formas de objetos también sin identificar (geometría).
          Pues bien: como lo primero que vemos son manchas y bultos, es decir extensiones, existencias, nuestra primera forma de pensamiento fue extensional; por eso aparecieron las matemáticas antes que la física y la biología. Las matemáticas se ocuparon de las cosas de la tierra, pero también de las del cielo: y el estudio de los puntos blancos que se movían en el espacio fue astronomía desprovista de física, puramente matemática. La matemática y la astronomía  surgieron, pues, en el albor de los tiempos, antes de que pudieran aparecer la física y la astrofísica; contar puntos y describir trayectorias es desde luego más fácil que interpretarlas; y describir las cosas que están ahí ante nosotros es mucho más fácil que decir lo que son.: que definirlas.
           

4. Pensamiento esencial.

           Cuando pensamos en las apariencias que tienen esas manchas, se trate de un objeto o de varios, lo que hacemos es intentar identificarlas, saber lo que son; lo que es un objeto es lo que llamamos su esencia, saber en qué consiste eso que estamos viendo; el pensamiento esencial, cuando se ocupa de las apariencias, es propio de las artes, y cuando se ocupa de lo que aparece, pertenece, más bien, a las ciencias de la experiencia; que son las ciencias empíricas (mientras que las matemáticas son ciencias formales).
          Cualquier aparición, cualquier apariencia y cualquier significado que demos a las cosas, tiene también, además de una función objetiva (informativa, porque nos informa de todas las cosas que nos rodean), una función subjetiva: afectiva, porque nos afecta en lo más íntimo; alguedónica: es capaz de producir en nosotros placer o dolor, tanto en el nivel de las sensaciones como en el de los sentimientos y las emociones; y de las pasiones.
           Precisamente la palabra “sentir” es ambigua: por un lado significa sensación y por otro sentimiento. Como sensación, la palabra vuelve a ser ambigua, pues significa a la vez conocimiento sensorial y sensorialidad afectiva; por ejemplo, al ver una mancha roja yo capto un color (el rojo) y una sensación de placer o de dolor según que la intensidad del color hiera mis ojos o les resulte placentero.


6. Sentido.

            En aquellos tiempos lejanos en que las gentes no sabían identificar lo que veían, lo comparaban con las cosas que ya conocían: así, si las estrellas flotaban sin caerse, es porque estaban sujetas en algún sitio, como las lámparas cuelgan de los techos para que no se caigan; y tuvieron que inventarse los cielos, como esferas transparentes y cristalinas de las que colgaban los astros.
            Del mismo modo, si las nubes se mueven es porque alguien las empuja: y los griegos se inventaron el dios Eolo. Así sucesivamente. El primitivo pensamiento esencial fue por eso mítico, caprichoso, fantasioso, reducido al pequeño mundo que constituía la experiencia de los primitivos pobladores de la tierra. No era un pensamiento irracional: simplemente, la razón no tenía una base empírica demasiado amplia donde aplicarse.


7. Pensamiento secuencial y pensamiento consecuente.

        El pensamiento extensional permite sin trabas la aplicación de la lógica; es, por lo tanto, un pensamiento consecuente. Pero el pensamiento esencial, al tener dificultades en relacionar todas las cosas que iba identificando, las más de las veces se tenía que contentar con describirlas en el espacio y en el tiempo, y tuvo que ser un pensamiento secuencial; que, o renunciaba a explicar las cosas, o las explicaba con los pocos datos que tenía; y tuvo que caer en esos errores epistemológicos que no son errores de razonamiento, sino de experiencia: nosotros lo llamamos pensamiento mítico. El mito, por lo tanto, no es una forma defectuosa de pensar, sino una razón que se aplica a una forma defectuosa de percibir, por falta de herramientas. Si la herramienta es una prolongación de la mano (como decía Aristóteles), los instrumentos de observación también son una prolongación de los sentidos: y así aparecieron después  microscopios, telescopios, espectrógrafos, que ampliaron nuestra visión de la realidad.
            La razón es una lupa: cuando se acerca busca el detalle, el análisis; y cuando se aleja se sumerge en la síntesis, que no es más que una visión de conjunto de todos los detalles que estaba analizando. Podemos analizar e integrar la realidad mediante descripciones y narraciones. Podemos hacer síntesis apoyándonos en conocimientos anteriores, subiendo del piso de los hechos al piso de las ideas: y encontramos explicaciones y consecuencias. Por último, volvemos a bajar al piso de los fenómenos y buscamos descripciones o narraciones que se ajusten a las explicaciones que hemos postulado. Estos tres momentos son, respectivamente, la observación, la hipótesis y la contrastación.
            La observación (narración u descripción), cuando es científica, empieza por una experiencia afectiva que supone un problema: de él surge la observación sistemática propiamente dicha.
           1. Razón sentida. La narración y la descripción problemáticas contienen el pathos: la razón sentida, que podemos llamar también momento vital de la razón.
          2. Razón poiética. La explicación del problema constituye la poiesis, el momento creador de la razón; en tanto que pensamiento es poiética, y como sentimiento nos aparece como poética, estética, arte. Sus dos momentos epistemológicos son la hipótesis y la predicción de consecuencias.
            3. Razón crítica. La contrastación es una crítica empírica, porque baja desde el piso de las ideas (las hipótesis) al de los fenómenos (nuevas narraciones y descripciones que queremos comparar con las hipótesis explicativas). Suele acompañarse también de una crítica formal o demostración, que se preocupa de la coherencia entre las ideas (contrastadas o por contrastar). Llamaremos logos al momento controlador de la razón, o crítica a secas.
            4. Llamamos aplicación a la hipótesis que no tiene como objetivo saber cómo son las cosas, sino cómo se pueden cambiar; para eso es necesario respetar la naturaleza de su ser. Éste es el momento práctico de la razón, que puede buscar la utilidad de las cosas (techné) o su integración con el fondo de nuestro ser (el ethos: la praxis).
            Resumiendo: hay una razón sentida (pathos), una razón creadora (poiesis), una razón crítica (logos) y una razón práctica (ethos y techné). Son, recordémoslo, cuatro caras de la razón, cuatro momentos de su ser. Como diría Anaxágoras, todo está en todo; el pathos contiene poiesis, logos, ethos y techné, pero en proporciones muy pequeñas: la más abundante es la que le da su nombre (en este caso es el pathos); y lo mismo cabe decir de las otras caras de la razón. 



             
         Lo mismo vale para la lógica con relación a la analogía. La lógica, como identidad constitutiva del logos (momento crítico de la razón), es la capacidad de conservar los niveles de realidad en los que unas cosas están encajadas en otras (de ahí la importancia del pensamiento condicional). Y la analogía, como identidad propia de la poiesis (momento creador), no se fija en las apariciones, sino en los parecidos: apariencias, que luego tendremos que identificar.
          Pues bien, todos los procesos de pensamiento son a la vez lógicos y analógicos; todos, sin excepción; pero en unos hay más cantidad de lógica (matemáticas, ciencia) y en otros más cantidad de analogía (arte, mito). Por cantidad de lógica no hay que entender densidad de razonamiento; se trata, simplemente, de mayor número de razonamientos; sin descartar que su mayor uso los haga a largo plazo más densos.


8. Para una historia del pensamiento.

            Cuando se estudian los orígenes del pensamiento, uno cree que primero surgieron las formas más primitivas del pensar, luego las más elaboradas. Echemos un vistazo. En Mesopotamia, en América, en Egipto, en Grecia, en los celtas, lo primero que apareció fue la astronomía: grandes observatorios  (zigurats, espejos, pirámides, monumentos megalíticos) tuvieron como objetivo la observación celeste; gracias a ellos se hicieron observaciones de increíble precisión; y éstas, a su vez, desarrollaron el rigor de las matemáticas. Al mismo tiempo la medicina, la biología, la física, la química, las ciencias empíricas en general, languidecían entre supersticiones propias de un pensamiento mítico.
            Ya conocemos la razón: primero se desarrolló el pensamiento extensional, centrado en apariciones de cantidades y formas; y mucho tiempo después fue posible aplicar el estudio de la lógica a las apariencias (analogías): con lo que las ciencias empíricas propias del pensamiento esencial tardaron mucho en construirse, dado que fue difícil durante muchos siglos encontrarles sentido a las cosas que estaban apareciendo al observador. Fue más fácil calcular que interpretar, aunque los cálculos fueran muchas veces de una complejidad extraordinaria.
            Los mitos están hechos de historias. Y de descripciones de personajes, lugares y tiempos. Toda descripción, y toda narración, contiene lógica, razonamientos, inferencias. La inferencia (es decir, la explotación de unas premisas para llegar a una conclusión) no es una creación de la razón posterior a los relatos míticos, como si fuera algo nuevo: porque ya estaba ahí, escondida dentro de ellos. Los mitos contienen a la razón como una muñeca rusa a otra; pero la razón está atada, limitada en sus movimientos por la experiencia defectuosa de los mitos y sus usuarios; llegará un día en que se libere, como un prisionero quitándose su corsé. La razón alimenta al mito, pero el mito la ahoga mientras se nutre de ella; el mito, dejando de ser parásito, acabará viviendo en simbiosis con la razón, y en eso consistirá el advenimiento de la filosofía.
            Recordémoslo: que algo sea analógico no quiere decir que sea ilógico; hay una lógica de la analogía. Pero se ha dicho muchas veces que ambas formas de pensar son incompatibles entre sí. Frente a este punto de vista, hay que recordar que la aparición de la filosofía no es la derrota de la analogía a manos de la lógica, sino solamente el desarrollo del pensamiento semántico o esencial; en otras palabras, la ampliación de la experiencia encontrándoles significados más atinados a las cosas; gracias al descubrimiento de técnicas de observación cada vez más precisas y más finas, se allana el camino para que vaya naciendo la filosofía.





sábado, 11 de octubre de 2014

Los héroes de Vargas LLosa.




LOS HÉROES DE VARGAS LLOSA

 
            El héroe es el que siente, piensa y hace lo que la gente no se atreve a sentir, pensar y hacer; o lo que es lo mismo, aquel cuyo ser es más auténtico que el de quienes viven limitados por la superficie de las cosas. El héroe trágico lucha contra el destino, o lo acepta; su combate está de antemano condenado al fracaso; el héroe novelesco hace de su lucha el destino mismo, haciendo que las cosas cambien si él se atreve a cambiarlas. Edipo, Prometeo, Orestes, Antígona son héroes trágicos. También lo es Jesucristo. Sin embargo Darwin, Gandhi, Don Quijote o Salvador Allende son héroes novelescos. El héroe trágico camina en el sentido de la historia, juguete del destino, haciendo realidades de necesidades inexorables, como fuerza de la lógica que nadie puede detener. Y el héroe novelesco quiere cambiar la sociedad que, enquistada en el culto a las palabras, va buscando el espíritu y no la letra de los ideales.
            Vargas Llosa es un héroe novelesco. Él no cree en el destino, sino en la libertad. El ser humano no se deja llevar por la ola, sino que la doma a lomos de una tabla hawaiana.
            Flora Tristán, como todos los agitadores utópicos, hace realidad el eslogan de mayo del 68: pedir lo imposible, lo que sin duda también asumiría Vargas Llosa; pero él, a diferencia de los utópicos, hace suya una idea de Ortega y Gasset de que sólo debe ser lo que echa sus raíces en el ser. Estaría dispuesto a ser un quijote, pero no luchando contra molinos: sino contra injusticias; no peleando contra la realidad, sino contra quienes, en nombre de la realidad, reniegan de los ideales. Hay un pragmatismo ramplón que busca justificar lo que se hace; el verdadero realismo busca, en cambio, razones para actuar, no justificaciones para los actos; busca actuar en profundidad, no maquillajes de fachada; busca, en suma, realizar los ideales emanados de la realidad, no las quimeras que no tienen anclaje; y huye de los escaparates para fijarse más bien en la trastienda. Óscar Miró Quesada, rechazando también que se ampute a la realidad de sus ideales, prefería hablar de la realidad del ideal. Porque el ideal es, en sintonía con Ortega, una posibilidad de la existencia, no una quimera incompatible con ella.
            Vargas Llosa es un quijote pegado al terreno. Un idealista de la realidad, un pesimista (que es un optimista bien informado). Como Gramsci, él preferiría adobar el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad. El estudio de la realidad pasa por dos fases: el análisis y el diagnóstico. El análisis nos muestra lo que ocurre, el diagnóstico lo que debe ocurrir; porque sólo identificando bien las causas pueden hallarse las soluciones. Vargas Llosa coincide con la izquierda en el análisis, pero no en el diagnóstico.
            Flora Tristán es explotada vergonzosamente por un marido machista. La sociedad prefiere las apariencias de la mala mujer a las evidencias del mal marido. La justicia defiende evidentemente las injusticias. Los obreros son explotados en los tiempos del capitalismo salvaje. Y las prostitutas de Londres son tratadas vejatoriamente a cambio de unas cuantas monedas. Ése es el análisis. En él coincidimos todos. Negar esas evidencias sería negar que existe el sol cuando todos lo estamos viendo.
            En cuanto al diagnóstico, hay dos posturas encontradas: unos piensan que eso se debe al sistema, otros a que el sistema falla. Para los primeros hay que cambiarlo, para los segundos hay que engrasarlo. El encargado de hacer ambas cosas es el héroe. El héroe revolucionario se ve a sí mismo como la mano del destino, convencido como está de lo ineluctables que son las leyes de la historia. Pero el héroe del sistema, lejos de ser el brazo ejecutor de nada, es un ser libre que, en su lucha por el ideal, no tiene ninguna certeza de que éste se vaya a realizar: es un héroe novelesco, un héroe libre; lejos de ser muñeco del destino acepta su circunstancia (que es inexorable) para salvarla (lo que depende de su libertad): otra vez Ortega. Vivir es necesariamente decidir. O de lo contrario no seremos res gestae sino res stantes; y, lejos de llenar el mundo con nuestras gestas, lo llenaremos con nuestro cuerpo: calentando asiento (que es lo que muchos hacen cuando van a clase); con ello ocuparemos el espacio sin llenar el mundo, nuestra vida tendrá poca calidad de ser y no seremos personas sino masa. 
 

            Roger Casement es un héroe libre (liberal, preferiría decir Vargas Llosa). Pero también es un héroe trágico. Héroe novelesco, lleva al mundo la denuncia de la explotación de los negros y de los indios, y gracias a su gesta, poniendo su vida en peligro, logra corregir los errores del capitalismo; para que el capitalismo funcione. Pero héroe trágico, lucha contra molinos y pierde la vida entregándosela generosamente a la causa de Irlanda. El éxito quijotesco en el Amazonas viene de la mano de un análisis certero de la realidad, basado en sus fidedignas observaciones sobre el terreno. Pero su desvarío quijotesco (y su fracaso) surge cuando se empeña, contra toda evidencia, en ver que Irlanda era explotada de la misma manera que lo eran los indios cuando la industria del caucho. El análisis certero conduce a una buena hipótesis: que la causa de los maltratos es la violación de las reglas del capitalismo por una empresa, y por eso el villano puede ser castigado. Pero el análisis defectuoso (basado en los libros poéticos más que en la observación empírica) lleva a una defectuosa conclusión: que Irlanda sufría a manos de los ingleses lo mismo que los indios a manos de seres inhumanos: y la revolución fracasa. Los buenos diagnósticos llevan a buenos pronósticos, y eso no ocurre con los diagnósticos equivocados. Lo malo es cuando el error no procede del conocimiento, sino de la voluntad; cuando el idealismo, por puro y noble que sea, nos hace ver cosas distintas de las que realmente estamos viendo.
            Los asesinos de Leónidas Trujillo son héroes novelescos. Personas libres. Y luchan y sufren a manos de los villanos. En sus primeros tiempos Vargas Llosa vio en el comunismo (especialmente en Cuba) un ideal quijotesco: y comulgó con él. Pero en seguida vio que detrás de esa fachada había algo más que pelea contra molinos: vio que el propio héroe se había vuelto villano; y se apartó. En una época en que eso no estaba de moda se convirtió en un auténtico héroe: es decir en un villano (los teóricos del relato saben que una de las funciones del relato se consuma con la suplantación del héroe); porque chocó contra las ideas recibidas que, inmunes al análisis, ya tenían consagrado su diagnóstico.
            Hoy día ni la misma izquierda considera ya que sea muy defendible el régimen de Fidel Castro. Con cuarenta años de retraso los hechos parecen haberle dado la razón a Vargas Llosa, pero sus detractores aún siguen sin dársela. Por lo visto él sigue pensando que hacen falta héroes para engrasar la maquinaria liberal y sobran los que, muchas veces de buen corazón, intentan dinamitarla; pero cuando un coche no funciona sería de locos no llevarlo al taller antes de tirarlo. Durante el gobierno de Fujimori él supo distinguir entre liberalismo y capitalismo; combatió el secuestro del primero, pero no la existencia del segundo. Fue una época en que, a cambio de estabilidad económica, muchos peruanos prescindieron de los derechos humanos; los veían, se decía entonces, como folklóricas originalidades europeas: en aquellos momentos, como hubiera hecho Roger Casement, Vargas Llosa los defendió sin ambages. Seguramente pensaría que el capitalismo, fuera del liberalismo, es inaceptable, tanto en lo político como en lo económico. Lo que pasa es que, al llamar neoliberalismo al capitalismo, muchos pensadores se negaron a sí mismos los elementos del análisis. Y, faltos de poder examinar la realidad, vivieron presos de un diagnóstico estereotipado.
            En las elecciones de 2011 los peruanos tuvieron que optar entre dos candidatos, para muchos, inaceptables: ésa era la circunstancia. Al aceptarla, pudieron elegir entre un capitalismo probablemente antiliberal y un socialismo aparentemente antiliberal con posibilidades de liberalizarse. ¿Qué necesidad tenía, después de recibir el premio Nóbel, de seguir descendiendo a la arena política? Lo tenía todo para ser feliz. Para vivir en paz con su familia, en una existencia dorada, lejos de los latigazos del mundanal ruido. Y sin embargo bajó a la arena. Tomó partido. Tuvo que soportar que llamaran resentimiento a lo que era compromiso con la justicia. Prefirió dar conferencias donde sabía que sería abucheado. Pero eso no lo amilanó. Porque, por encima de todo, sabía que las injusticias del capitalismo sólo se podían enmendar con las quijotadas del liberalismo: él no creía en los quijotes de la revolución. Está en su derecho. Por eso somos libres. Como los que precipitaron la caída de Leónidas Trujillo. Como el primer Roger Casement (pero no el segundo). Él nunca aplaudiría a un Lenin aunque comprendiese la bondad de muchos leninistas convencidos. Preferiría quedarse con Robin Hood, aunque tampoco compartiría la ingenuidad primitiva de los proscritos de Sherwood. Hace falta un sistema que funcione bien. Y algunos héroes que lo corrijan de vez en cuando. Pero no necesitamos, para nada, la peligrosa candidez de los héroes trágicos.







sábado, 4 de octubre de 2014

La metáfora y el ejemplo





LA METÁFORA Y EL EJEMPLO

 
            Fue primero aprender dibujando. Los alumnos aprendían de memoria los nombres de las provincias de cada región siempre en el mismo orden;  y le asociaba una figura; por ejemplo, para Galicia fue un cuadrado sin el lado izquierdo: el vértice superior izquierdo era la Coruña, el superior derecho Lugo, el inferior derecho Orense y el inferior izquierdo Pontevedra; luego, en el mapa mudo, eran capaces de situar todas las provincias que tenía cada región de manera más o menos esquemática, pero correcta. Eso lo hacía con todas las provincias. El truco era memorizarlas siempre en el mismo orden para poderles asignar una figura. Lo hizo también con los cabos y los golfos. Aprenderse los cabos y los golfos era lo mismo que dibujar la costa. Si tú aprendías ordenadamente Finisterre, Ortegal, Estaca de Bares, Peñas, Ajo y Machichaco, con el golfo de Vizcaya sabías dibujar la costa cantábrica. Aprenderse los accidentes costeros era lo mismo que aprender a dibujar el mapa de España. La memoria, puesto que había que aprender las cosas en orden, era una herramienta para construir un territorio. Y eso motivaba. Y mucho. El trabajo tedioso de aprender las cosas en orden podía hacerse salmodiando los datos, como cuando aprendemos las tablas de multiplicar; pero también poniéndoles música y escuchando día tras día la misma canción; todos sabemos que, cuando nos pone la radio todos los días las mismas canciones, al final nos las aprendemos sin darnos cuenta. Sería una forma de hacer menos pesado el aprendizaje memorístico, que tiene mucho de mecánico: aun cuando sea significativo. Esto lo aprendió en El Espinar, espoleado por la tremenda memoria del cartero del pueblo; el cartero, que guardaba más datos de la escuela de los que el mismo Juan recordaba; y volvió a descubrir la fecundidad de la memoria cuando se la pone al servicio de la inteligencia; siempre de la mano de la experiencia.
            Aprender entendiendo, mediante las metáforas didácticas: eso lo aprendió en Fresneda. Los hematíes eran camiones y transportaban oxígeno; los leucocitos eran soldados; la sangre era una red de carreteras civiles y la linfa carreteras militares; y las plaquetas, albañiles que tapaban los boquetes de las heridas. La nutrición era una combustión y la digestión fabricaba los combustibles para que el oxígeno, que respirábamos, los quemara; y la combustión, esa oxidación lenta, se producía en esas centrales térmicas que son las mitocondrias. Y el aparato locomotor es un sistema de palancas; los músculos eran la potencia y los huesos el punto de apoyo. De allí derivaba una tercera forma de aprender.
            Aprender sintiendo. Sintiendo el cuerpo. Aprender con el cuerpo. Doblabas el brazo hacia ti apretando el puño y sentías una tensión en algún sitio: ése era el bíceps. Te tumbabas para hacer flexiones y te dolían los hombros: eran los deltoides; y también te dolía el vientre: eran los abdominales. Y así, sintiendo tus movimientos y asociando cada músculo con su hueso, te aprendías el aparato locomotor. No se podían aprender por separado los músculos y los huesos de todo el cuerpo. Como se hacía en las escuelas. La anatomía superficial había que aprenderla desde el deporte. Por eso en la antigua Grecia los médicos traumatólogos eran los entrenadores deportivos. La naturaleza hay que aprenderla desde las sensaciones, no desde las representaciones; el sentido de referencia era el tacto, fuente de las imágenes que construíamos luego para la vista; aprender sintiendo; sintiendo las sensaciones y los movimientos del cuerpo. Dienes lo llamaba aprendizaje enactivo. Porque la presencia viene antes que la representación, y las representaciones que vamos construyendo sirven luego para situar nuevas presencias; como cuando aprendemos los puntos cardinales con nuestro cuerpo, colocándonos con el brazo derecho hacia donde sale el sol. 


            La memoria, que es tediosa, se puede fortalecer mediante las salmodias; o mediante las canciones; pero también mediante el ejercicio: ésta es una cuarta forma de aprender, aprender trabajando. Fue lo que hizo en Chañe y en Fresneda cuando les enseñó lo que era el FEOGA. Les enseñó lo que eran los montantes compensatorios: los entendieron, pero sólo los aprendieron realmente cuando se pusieron a hacer cálculos con ellos. Esta forma de aprender es propia de las matemáticas. El ejercicio no sólo automatiza las operaciones, sino que fija los conceptos. Porque aprender no es sólo entender, sino también memorizar. Tú puedes entender un montón de cosas y olvidarlas después: no sirve para nada. Como las tizas de colores que extiendes en un dibujo y se esfuman si no las fijas con laca, así también los conceptos que has aprendido se los lleva el viento si no los retienes en la memoria. El ejercicio, la resolución de problemas es la salmodia de la inteligencia: repites manualmente los mismos pensamientos que has entendido y por eso se te quedan. Si me lo dices lo entiendo; pero si lo hago lo sé.
            También podemos aprender sintiendo, pero esta vez no se trata de sentir con el cuerpo, sino con el alma. Lo hizo en Baba y en Fresneda a través de una historia: la historia del monstruo de Bosnia, que confundió el patriotismo con el asesinato y se pasó la vida matando inocentes (hombres, mujeres, ancianos y niños); como aquella niña a la que quería, su sobrinita del alma, la pequeña Indjana. Esperó la muerte atormentado en su delirio por las voces acusadoras de todos los inocentes a los que había matado.


            Aprender desmitificando. La historia del Cid era la de unos hombres que no tenían ningún tipo de formación profesional, y tuvieron que ganarse la vida con las armas. La guerra, y el honor, son los ropajes con los que vestimos las épocas en que nos ha faltado una escuela; una educación para enfrentarnos con éxito a la vida; y la vida es una selva en la que sólo se salva el que está preparado; si todos estuviéramos preparados no se salvarían algunos, se salvarían todos; y la selección natural dejaría paso a la jerarquía de la excelencia; porque la competencia, al ser iluminada por la cooperación, ya no sería competitividad, sino convivencia. Los equipos de fútbol tienen jugadores que cooperan para vencer al adversario sin destruirlo; y los torneos deportivos, lejos de ser selección natural, son sencillamente jerarquía de la excelencia.
            Aprender sintiendo. Eso lo aprendió en Baba, donde conoció a dos de los profesores más vagos que había visto nunca: Dedé, que era profesor de plástica, y Radón, que lo era de latín; Radón, además, era jefe de estudios; y eso le enseñó que, quizás, entre los jefes se encuentran también los más vagos. Llamar a Dedé, que era responsable de audiovisuales, y marcharse sin preocuparse por tu problema; pedirle a Radón que te ayude para resolver un problema urgente y marcharse corriendo porque acaba de sonar el timbre. Maestros que debían predicar con el ejemplo y eran ejemplo de la no predicable pereza. El monstruo de Bosnia era un relato, pero el ejemplo de Radón lo estabas viviendo tú. Radón y Herak nos enseñaban a sentir, a valorar las cosas desde la óptica del respeto, pero Herak vive en nosotros a través de su historia y Radón vive a través de la nuestra. La vida de los otros y nuestra propia vida nos proporcionan ejemplos para orientarnos en el mundo, para experimentar el sentimiento del respeto, para pensar después desde esta referencia. Y para esto había que aprender a pensar.
            Aprender a pensar. Aprender razonando. La razón piensa de dos formas: mediante la lógica y mediante la analogía; la analogía trabajó con las metáforas didácticas; ahora se trataba de manejar la lógica: de aprender sus caminos, sus trucos, sus recovecos, de dominarla, de adueñarse de ella. Juan lo hizo en Fresneda, en Chañe, en Baba. Lo remató después con el laberinto del minotauro. La razón es un hilo que nos enseña el camino para salir del laberinto, y la vida es un viaje que está lleno de laberintos. Aprendieron los razonamientos, las falacias, la forma de darles validez a los pensamientos, aprendieron a ir de lo general a lo particular y de lo particular a lo general, en un vaivén constante entre los principios y los ejemplos. Aprender a pensar era estar armado para enfrentarse con las paradojas.
            Porque la vida estaba poblada de aprendizajes paradójicos. De valores incompatibles, antitéticos. La ley te dice que hay que aprender a cooperar (y te inculcan hasta la saciedad que más vale el aprendizaje cooperativo que el competitivo); y resulta que estás estudiando para competir, pues la selectividad no es más que una competición y las oposiciones un combate en el que te impones a costa de dejar a los demás fuera de juego. Te dicen que buscan el pleno desarrollo de tu personalidad, y te preparan para trabajar, que es justamente lo contrario: el trabajo al servicio de la persona, o la persona al servicio del trabajo; trabajar para vivir, o vivir para trabajar. Descubres que la vida está llena de contradicciones. Y que la contradicción es la esencia del existir. Hasta que aceptas que, lejos de obsesionarte con resolver las paradojas, debes aceptarlas como tensiones inherentes a la vida; que vivir es, a la postre, buscar salida entre los callejones sin salida.
            Ése había sido el resumen de sus ocho años de maestro. Desde que llegó a San Rafael, pasando por Cuéllar, Aranda, Santa María; y por Baba. Aprender dibujando, entendiendo, sintiendo con el cuerpo, trabajando: era el mundo de las metáforas didácticas. Aprender sintiendo con el alma, desmitificando, viviendo, ése era el mundo del ejemplo. La metáfora reina en el mundo de la ciencia. El ejemplo reina en el mundo de la ética. Son como dos brazos articulados en torno a un eje central: aprender razonando. La metáfora nos enseña a pensar, el ejemplo nos enseña a vivir: y hay que aprender a pensar para saber vivir. Como la vida es pura paradoja, al final nos estamos preparando para el aprendizaje paradójico: que es lo que tendremos que hacer solos cuando ya nos hayamos ido de la escuela; cuando ya no tengamos la ayuda del maestro.
            Las ideas fluían en la mente de Juan Luis. Fluían con el ímpetu juvenil de los torrentes, de los recuerdos. Todavía le quedaban muchas cosas por aprender: tenía por delante muchos años como maestro. Su corazón alimentaba la cabeza, que le daba sustento; la llenaba de savia, le insuflaba la vida, la alegría, el desorden, pero el equilibrio: abajo dormían las tripas; como una amenaza latente, había que conseguir que su pálpito no se rebelara contra el corazón; al unísono de él, su impulso primario nutría los estratos salvajes de la savia, y era también fuente de vida; pero en discordia con el corazón podía estallar y destruirse, y el torrente ahogaría el valle, y se adueñaría de la cabeza para guiarla sin remisión por la desmesura, el desconcierto.
            Él era maestro. Tenía que combatir el mal, que era la subversión de la parte contra el todo. Enseñar para educar, poner la cabeza al servicio del corazón, y el corazón al servicio de las tripas: y viceversa. Educar para la paz, que la lucha es odisea por el ser, en la existencia; y el bien es entonces el desarrollo de nuestras fuerzas: de todas las fuerzas de nuestro ser, empezando por las tripas. Si las fuerzas del corazón ahogan a las tripas, ahogaremos nuestra naturaleza en la cultura. Y si son las tripas las que ahogan al corazón, viviremos en un mundo salvaje y despiadado: viviremos para morir. Pero educar es despertar la alegría que subyace tras de los goces: y enseñar es, a la postre, educar para la vida.