sábado, 28 de junio de 2014

Transhumancia





            Segovia es una tierra donde no caben los rebaños. Los pastos se secan en invierno y los cubre la nieve, con un manto frío, estéril y hermoso, que esconde la vida bajo sus pies. No hay comida para las ovejas en invierno. Los pastores parten en busca de otros pastos, fuera de la tierra que los vio nacer (dura y seca como el hielo), y la tierra los expulsa con una precisión implacable: a Extremadura.
Trashumancia. Vuelven a casa cuando verdean las espigas y apenas pasan tres meses se vuelven a marchar: con el verano. Invisibles ondas que peinan el mar mesetario. Año tras año, como una respiración lenta, el pulso de Castilla vuelve a cambiar. El pulso de la estepa. Viento pequeño de historias pequeñas que nadie escribirá nunca; y las casas humildes, de mujeres y niños, otean la sierra que se traga a los hombres para gestarlos en invierno; y vuelven cuando brota la tierra, renaciendo año tras año, como  un parto secular. 


TRASHUMANCIA (1)
JUNIO

            Ya llegan los pastores de Extremadura. Ya llegan. La sed era agobiante y el vino, caldeándose en la bota, parecía una purga; y no le hacían ascos los pastores por beber caldo, tal era el ansia que tenían de beber. Allá por las llanuras de Alcudia, por las campiñas de Toledo, un sol de justicia anunciaba la primavera. Volvían por ferrocarril y había que coger un furgón para las caballerías y otro para los pastores; y el mayoral, con mano previsora, encargaba las jaulas para embarcar el ganado. Otras veces volvían a pie. Las duras jornadas, las piedras de plomo sobre la cañada, el sudor y el polvo, envolvían las abarcas que se hundían en la tierra.
            Llegaban los pastores a mediados de mayo. A primeros de mes habían tenido que esquilar las ovejas y allá lejos, en el valle de Alcudia, había venido la cuadrilla de esquiladores de Pozoblanco. Vinieron a la llamada del mayoral. Cuarenta hombres que se encargaban de la cocina, del transporte, de anotar la cantidad de ovejas que iban esquilando... Otros recogían los vellones. Los había que hacían del esquileo un arte, y a ésos les pedían que dibujaran cordones con la tijeras, y hojas y flores, y letras y caras... Miles de motivos labraban la lana de las ovejas cuando el cincel era la mano diestra sobre las tijeras.
            La cuadrilla. Aniceto miraba con ojo atento todo lo que pasaba, velando, como mayoral, por el bienestar de su ejército: un ejército de ovejas y pastores, centauros del desierto entre la polvareda, o entre los hierbajos de la tierra. ¡Cómo recordaba al tío Cuervo! Aquel famoso contador de ovejas, de aritmética infalible, pero analfabeto. ¡Y cómo evitaban las peleas! El hombre se irrita a veces, lo excita el calor, la pesadez, la sed de hembra; y el mayoral les recordaba la costumbre de descontar ocho días de sueldo si se peleaban.
            Aniceto era mayoral y lo fue durante muchos años. Ya no sabía si en San Cristóbal o en Orejana, donde acabó viviendo o donde nació a la vida: dice una voz popular que el hombre es un animal que nace en cualquier parte y muere en el pueblo de su mujer. Orejana. Su madre: la tía Segunda, hermana de Josefa, la madre de Elvira. Pedraza. Viento y sol en un austero sol de Castilla, o sol ardiente arrasando, sin una sola mota de aire. El mayoral. El mayoral guiaba a los pastores y al ganado, caminando por el valle de Alcudia, olvidando el Guadiana, y Toledo; el Tajo, la Mancha, las tierras áridas del sur de Castilla, hasta Segovia.
            Y llegaron. Repartieron el rebaño en retazos. Todos ardían en deseo y el ansia los volvía impacientes por llegar a sus casas: entonces vino el sorteo. Se repartía el orden de llegada de cada pastor. El primero que bajaba al pueblo llevaba las caballerías de los que se quedaban en la sierra. ¡Qué alegría, qué revuelo, qué alborozo cuando llegaban a casa! ¡Y qué poco duraba! El pastor trashumante no para, siempre de aquí para allí, siempre caminando... Siempre. Era escaso el disfrutar de familiares y amigos. ¡Hay tanto que caminar y los días son tan cortos!
            Los miércoles se hacía el relevo y entonces bajaba el que estaba en la sierra. El relevo llevaba el apaño de comida para toda la semana, y la comida para los perros, y la sal de las ovejas. ¡Cómo lo pedían los animales con sus berreos! El pastor extendía la sal en piedras grandes, lisas, y después las llevaba al corral para que no bebieran agua hasta el día siguiente.
            Los pastores... ¡Ya llegan los pastores de Extremadura! ¡Ya vienen! Las mujeres, llenas de alborozo, se despiden del invierno sin el hombre. Y los niños, ansiosos de ver a sus padres, los aclaman con la vista. Dura es la vida del labrador, dura la de los pastores. Dura la de la mujer, que se queda en el pueblo a hacer las labores del campo como los hombres; las de la casa. Muy esclavos son los días de la gente pobre, que tiene sus sentimientos anegados en cansancio; sus amores sin caricias, el respeto que ama en frío, la emoción que se endurece, la reciedad de sus arrugas, sus ilusiones. Pero ahora vienen los pastores de la sierra. Viene el padre, el amigo, viene el hombre. Viene la vida que se ha detenido nueve meses. El aliento de Proserpina les trae vientos de compañía, la soledad perdida, el frescor del agua del arroyo y las paredes de la casa... Comer caliente y la ensalada fría. Decir adiós al chorizo, al queso, a las bellotas, algún arroz con patatas y algún extraordinario suelto. Los hombres vienen de Extremadura, los nómadas adustos y cansados... Los pastores. 




sábado, 21 de junio de 2014

Sin señora de la limpieza






            Toda clase es un diseño de estrategia. Hay tres claves en las que se cifra el secreto del éxito: sorpresa, libertad de acción y ser más fuerte en el punto decisivo. Hoy vamos a hablar de la primera.



 
SIN SEÑORA DE LA LIMPIEZA

            Y fue precisamente Maia quien lo llamó.
            -Juan.
            -Dime.
            Los papeles siguen ahí. Dijiste que avisarías para que los limpiasen, pero ahora hay más que ayer. Mira –dijo, señalando con el brazo al fondo de la clase.
            Era verdad. El día anterior habían vaciado la papelera en el rincón, y en aquella esquina el suelo se había llenado de papeles. Había de todo: folios arrugados, envoltorios de bocadillo, bolsas de patatas fritas, virutas de lápiz... Al principio ocupaban el rincón del fondo, en la esquina opuesta a donde se encontraba la ventana. Pero hoy se había desparramado todo. Los papeles se extendían a lo largo de la pared y habían llegado a la ventana. Ya no se podía uno ir al patio sin pisar suciedad, y tenía que ir apartando basura con los pies y eso daba trabajo. Además, el suelo estaba cubierto de barro que habían dejado anónimos pies en día de lluvia; fragmentos de barro reseco, manchas que afeaban el suelo, incluso alguien había tirado un envoltorio con media chocolatina dentro; un envoltorio que, si se pisaba sin querer (y eso pasaba todos los días) extendía su mancha por las baldosas como los dedos de un pintor.
            Juan se explicó:
            -Ya lo dije en dirección, y la respuesta que se me ha dado es que no pueden hacer nada mientras no venga la señora de la limpieza. Que lo limpiéis vosotros. La que estaba encargada de hacerlo se ha puesto enferma, y las otras señoras tienen que ocuparse del otro edificio. De todas formas, algo tendréis que ver vosotros. Hay otra clase que está en vuestra misma situación y no tiene el suelo como la vuestra.
            -¡Que no! –gruñeron varias voces a la vez-. ¡Que nos quieren echar la culpa a nosotros! –consiguió oírse la voz de Mónica-. Nosotros no hemos sido. Ha venido gente de otras clases y lo ha hecho mientras nosotros no estábamos –se impuso la voz de Felipe-. ¡Y un día fue en los desdobles! –intentó decir Cristal. Pero su voz no se oía y de nuevo Maia consiguió imponer su vozarrón de trueno-. ¡Sí! ¡Es verdad! ¡Ayer volvimos del desdoble de plástica y nos lo encontramos hecho un asco! La papelera volcada se extendió por toda la clase, y tiraron dos abrigos al suelo. Mira: el suelo está manchado de tiza pisada; han sido ellos. 


             -Bueno, bueno, no os alteréis tanto –interrumpió Juan intentando calmar la situación-. De todos modos lo habéis hecho entre todos. Uno empezó y los otros han seguido. Seguramente se ha extendido en los desdobles, pero el problema no ha empezado fuera: ha empezado dentro. Todos estáis implicados. Aunque no queráis reconocerlo, tenéis una responsabilidad compartida.
             -Es que mira, Juan Luis, el suelo está hecho un asco. No se puede pisar. Tenemos que pasar por encima de la basura para llegar a la percha. Mira, mira cómo están los abrigos; montados unos en otros, veinte abrigos para cinco perchas. Cuando se cae uno al suelo nos da asco.
            -Bueno, bueno, chicos, no es para tanto. Al fin y al cabo sólo son papeles. No hay grasa, ni restos de comida con aceite, ni barro húmedo; sólo media barrita de chocolate, y aun así apenas mancha, porque está prácticamente metida dentro del envoltorio.
            -¿A ti te gustaría que estuviera así tu casa? –bramó Maia.
            -Mi casa nunca está así porque la cuido. Si llego antes la limpio, y si no soy yo quien llega antes la limpia mi mujer. ¿Por qué no hacéis vosotros lo mismo?
            -Yo limpio en mi casa –dijo-, pero ésta no es mi casa y no tengo por qué limpiarla.
            -Pues aguantad mierda. Sarna con gusto no pica.
            -¡Quienes tienen obligación de limpiarla son las señoras de la limpieza!  
-¿Y si no han venido?
            -¡Que vengan!
            -¿Y si no pueden? Tú cuando te pones enfermo no vienes a clase, ¿verdad?
            -¡Pues que traigan a alguien para que haga su trabajo mientras se cura! ¡Pero que no lo dejen así!
            Juan sonrió, entre pícaro e irónico. Le costó trabajo devolver el orden a la clase. Tocó palmas y no le hicieron caso, levantó la voz y tampoco, se puso a explicar y aquello era un guirigay. Recurrió al humor y escribió en el borde más alto del encerado: “¿os podéis callar?”; pero lo escribió con una letra tan pequeña que todos se callaron, aguzando la vista con plena concentración para poderlo leer: objetivo conseguido. Aprovechando aquel fugaz silencio, antes de que pasase la sorpresa y se reanudase el guirigay, introdujo una cuña interesante e intentó conseguir (sin demasiado éxito) que todos atendiesen sus explicaciones. No pudo evitar que machacones murmullos salpicasen intermitentemente su discurso.
            Juan tenía siempre presente, cuando daba una clase, lo que quería conseguir con los alumnos. En su mente estaba el esquema de las cuatro fases; conocer, criticar, respetar, decidir. Pero ya hacía tiempo que sabía que no conocemos solamente con la cabeza: también conocemos con el corazón. Es más, su tarea de profesor no consistía sólo en conseguir que los alumnos conocieran cosas nuevas, sino también en hacerles reconocer en el mundo las cosas que ya sabían. No les tenía que enseñar que la suciedad entorpece la convivencia, bastaba con que se acordasen de ello cada vez que pasaban, es más: era preciso que lo vivieran, que lo sintieran en sus propias carnes. Del mismo modo que entendemos lo que nos enseñan, nos concienciamos de lo que vivimos. Una cosa es comprender que el desorden molesta, otra cosa es sentirlo; aceptamos las cosas que comprendemos, pero las que sentimos como agresiones no las aceptamos: queremos cambiarlas; para ponernos a buscar tenemos que transformar la necesidad de cambio en deseo, y el deseo en voluntad. 


            -Vamos a ver, chicos: ¿sabéis si es bueno el tabaco?
            -¡Nooo! –respondieron varios al unísono. Luego alguien completó: -Es malo.
            -¿Por qué es malo, José?
            José se sintió sorprendido en su recogimiento, agredido en su timidez. Estaba siempre atento pero muchas veces no entendía nada. Tenía la mirada inocente del niño bueno, con ganas de colaborar pero con complejo de torpe.
            -Pues... –Vaciló un momento, como buscando. Chasqueó un poco los labios como llamando a las ideas a su mente, las palabras a su boca-. Te hace daño en el pulmón. Produce cáncer. -Lo dijo con convencimiento, pero sin seguridad.
            -¡Exactamente! –le animó Juan Luis con su reconocimiento-. ¿Deja la gente de fumar cuando sabe que el tabaco le hace daño?
            Evidentemente, todos dijeron que no.
            -¡Claro! Porque lo saben, pero no lo sienten. Lo saben con la cabeza, pero no lo saben con el corazón; o con las tripas. También sabíais que los papeles fuera de la papelera son molestos, pero ahora lo sentís en carne propia; ahora lo sabéis mejor, será más difícil que se os olvide, vuestro saber tiene ahora más fuerza, ¿verdad?
            Hubo un silencio de aprobación entre los alumnos. Un silencio que no pudo acallar el rumor de algunos grupitos que, de vez en cuando, se montaban sus pequeñas tertulias en sus asientos.
            -Entonces parece que las cosas que aprendemos con la cabeza se nos olvidan pronto: las que se nos quedan en la memoria son las que aprendemos con el corazón; o con las tripas. A ver, muchachos, en el primer trimestre hemos dado un repaso a lo más importante de la historia de la ética. ¿Esto no os recuerda nada?
            El silencio esta vez no era de aprobación, sino de ignorancia. De apuro.
            -Haced memoria. Es algo que hemos machacado mucho.
            Por su puesto, tenía que ser Cristal:
            -A San Agustín.
            -¿A qué te refieres, Cristal? Refréscanos la memoria.
            -Sócrates decía que con saber lo que era bueno ya bastaba para desearlo, y San Agustín precisó que la reacción no era tan automática. Según él no basta con conocer el bien para ser bueno; además hay que quererlo.
            -Justo. El fumador sabe que el cigarro no le hace bien, pero no quiere dejarlo. ¿A qué crees que se debe esa negativa, esmeralda?
            -Quizá, aunque le gustaría dejarlo, no puede.
            -Hum... Le faltaría, entonces, fuerza de  voluntad.
            -Eso es.
            -Tenemos, entonces, que el sentimiento es una forma más perfecta de saber que el entendimiento. Entender es saber desde lejos; sentir es saber de cerca. Pero sentir que una cosa no nos conviene no es suficiente. También tenemos que sentir en nosotros la fuerza para dejarla. Muchas veces sentimos que nos molestan algunas cosas, y que nos gustaría cambiarlas, pero también sentimos que hacer esos cambios nos cuesta trabajo; no nos sentimos con fuerza suficiente para acometer esa empresa. 


            Media clase escuchaba con atención; la otra mitad atendía a medias. Algunos mocosos no tenían suficiente fuerza de concentración para seguir el hilo del discurso, y hablaban en voz baja entre ellos, y se gastaban bromas.
            -A veces –prosiguió Juan Luis- sucede que a la gente le gustaría hacer unas cosas pero no las hace. Hay momentos en que a la mayoría de los ciudadanos les gustaría cambiar de presidente, pero luego votan al mismo. Quieren una cosa pero eligen otra.
            En su mente estaba el esquema de las cuatro fases: conocer, criticar, respetar, decidir. Sabía que el conocimiento debía ser comprensivo, y a menudo para entender las cosas no basta que nos las expliquen, también necesitamos que nos las critiquen; y si podemos criticarlas nosotros, mejor. El concepto de comprensividad muchas veces no se entiende bien cuando decimos lo que es; hace falta decir lo que no es, y entonces lo entendemos mejor; cuando lo oponemos a la selectividad, el concepto de comprensividad se vuelve diáfano. Fue Descartes quien dijo que no bastaba con la claridad: también hacía falta distinción para comprender bien las cosas.
            Pero conocemos realmente las cosas sólo cuando empezamos a sentirlas. Cuando las hacemos nuestras y las interiorizamos no ya en el pensamiento, que establece entre ellas y nosotros una distancia; las tenemos que interiorizar en el corazón, que nos une fuertemente a ellas. Sentimos si las cosas nos convienen; cuando no nos convienen, sentimos deseo de cambiarlas; pero no siempre que deseamos algo sentimos en nosotros la fuerza de buscarlo. Entre el deseo y la voluntad está la fuerza de nuestro carácter; está la vida. Veía en Nietzsche a quien mejor supo marcar la diferencia entre esas dos formas de querer; entre el gusto y la decisión; entre soñar y luchar; porque aunque la lucha se prepara en los laberintos del sueño, si uno no consigue salir de ellos se enreda entre sirenas y no alcanza la libertad.
            ¿Cómo se traspasa esa barrera? ¿Cómo se consigue que la fantasía sea el motor de la acción, y no su freno? La fantasía es necesaria, lo reconocía el propio Nietzsche; el superhombre es quien alcanza la voluntad de poder, pero es también el hombre creador. Estaba claro.
            Algunos maestros ponen a los alumnos a pintar murales sobre el respeto a la naturaleza, a nuestros mayores, a la sociedad. Otros aplican el estímulo-respuesta para castigar la falta de respeto. Otros recurren a las canciones, a las actividades simbólicas –asistir a un pleno del ayuntamiento-, plantar árboles. Muchos se esfuerzan en que los alumnos se lo estudien de memoria, o razonando, y les mandan hacer ejercicios, comentarios, redacciones... Juan sentía que ninguna de aquellas estrategias era eficaz. Estaban condenadas al fracaso. La teoría, las redacciones y los ejercicios hacían trabajar el entendimiento, no el corazón; y el cambio ético requiere un conocimiento intelectual, claro que sí, pero deber se r completado con un conocimiento cordial; de lo contrario (glosando a Kant) podríamos decir que el entendimiento que no siente está vacío, pero el sentimiento que no entiende está ciego.
-Mirad -dijo, intentando comunicar a los chicos una parte de sus pensamientos-, yo sé que por mucho que os explique las cosas, al final vais a hacer lo que os parezca. Y si os castigo haréis lo que quiero mientras esté delante, pero tan pronto me dé la vuelta volveréis a las andadas. Por otra parte, plantando arbolitos y haciendo murales no aprenderéis a respetar la naturaleza. De eso estoy seguro. El cambio tiene que salir de dentro de vosotros. Fuera, lo que yo pueda hacer (en clase o fuera de ella) contará bien poco. Acaso mi ejemplo os llame la atención, os haga reflexionar, y hasta es posible que os marque. Pero el cambio es lento, muy lento, y para mí es difícil saber si voy o no por buen camino.
Tras estas palabras de desánimo reanudó.
-Saber cómo son las cosas, daros cuenta de lo que os rodea, es tener conciencia del mundo; cuando uno duerme y se desmaya está inconsciente. Pero aquí hablamos de otra cosa. No se trata de darse cuenta de las cosas, sino de darse cuenta de lo que tenemos que hacer: a eso lo llamamos conciencia moral. Para eso necesitamos sentirlas (esa comunicación con ellas tiene algo de místico). Y luego sentirnos en ellas, sentir cuando nos hacen daño, sentir cuándo debemos cambiarlas. Podemos tener conciencia de las cosas y no tener conciencia moral. ¿Lo entendéis?
Sí. Lo entendían. Les tuvo que explicar un poco más la diferencia, pero al final lo entendieron. Y a punto de tocar el timbre, cuando miró que faltaba apenas un minuto en el reloj, sonrió mientras decía:
-¡Ah!, por cierto: la señora de la limpieza no está enferma; era un truco mío para que sintierais lo molesta que es la falta de limpieza. Lo habéis notado, ¿verdad? 






sábado, 14 de junio de 2014

El filósofo, el científico y el poeta.




EL FILÓSOFO, EL CIENTÍFICO Y EL POETA


            Caminar es avanzar por el terreno. Para eso hace falta ajustar los pies al suelo que se pisa: un terreno llano requiere zapatillas; otro pedregoso, botas; para andar por terreno pantanoso hacen falta katiuscas; y hasta hay lugares en los que se puede andar descalzo. Para andar bien hay que mirar el terreno donde estamos y los pies y zapatos que tenemos.
            Conocer es caminar con los sentidos. El mundo es el terreno, nuestros sentidos son los pies. A veces andamos por las piedras y nos basta para verlas con nuestros ojos desnudos, con nuestros oídos, con nuestras manos; pero otras veces queremos ver granos de polvo, pequeños insectos, manchas de polen: y necesitamos una lupa; otras, cuando queremos ver el cielo, los astros están tan lejos que necesitamos un telescopio. Los ojos y los oídos son nuestros pies y la lupa y el telescopio los zapatos que nos ponemos para usarlos. El mundo es un enorme paisaje, y cada sitio necesita unos zapatos para caminar; con los pies; o con los sentidos.
            Para conocer hace falta que se ajuste el mundo a los ojos con que lo miramos. Los problemas del conocimiento se llaman problemas epistemológicos. Dependen de dos factores: el suelo que pisamos (técnicamente hablando esto es una cuestión ontológica: cómo es el objeto que tenemos delante, cómo es el mundo que queremos conocer); y los pies con los que andamos (que serían el sujeto que quiere conocer el mundo: es una cuestión epistemológica, cómo son los ojos con los que queremos ver). Al ajuste entre el sujeto y el objeto, entre el que conoce y lo que quiere conocer, lo llamamos método; recordemos que “método” en griego quiere decir “camino”; camino en el que se está. El modo de alcanzar una cosa, el método para conocerla, es el camino que nos une a ella; para alcanzar una cima es preciso construir un camino a través de la montaña; conocer es ir creando caminos, por eso dice Machado: “caminante, no hay camino; se hace camino al andar”.
            Los problemas del método son de dos tipos: ontológicos y epistemológicos.
            Ontológicos. ¿Qué parte del mundo queremos conocer? ¿El suelo? ¿El subsuelo? ¿El centro de la tierra? ¿Los músculos? ¿Las células? ¿Las costumbres de los animales? ¿Los volcanes? ¿El cielo? ¿El tiempo? ¿El espacio? ¿Las galaxias? ¿Los límites del universo? ¿La luz? ¿El alma? ¿Los límites del conocimiento? ¿Dios? ¿La materia? ¿Los bosones? ¿Las cuerdas? Cada trozo de mundo es un tipo de terreno, y cada terreno pide sus propios zapatos. No podemos conocer las células a simple vista, ni el firmamento con microscopio. Cada trozo de mundo, cada región del espacio, va marcando el órgano con el que lo podemos conocer. Podemos oír el maullar de un gato, pero no los ultrasonidos de los murciélagos. El propio mundo nos va planteando problemas epistemológicos.
            Epistemológicos. ¿Cómo podemos conocer? Es fácil observar la anatomía de un animal, pero ¿cómo contemplamos la anatomía del alma? Podemos medir la caída de un cuerpo, pero ¿cómo medimos el tiempo de las galaxias? ¿Cómo contemplar un tiempo relativista? Podemos medir velocidades a nuestra escala, pero ¿cómo medimos velocidades mayores que la luz? ¿Existen? ¿Puede alguien conocer la posición y la velocidad de un electrón? ¿Puede un sistema matemático demostrar su propia consistencia?
            El conocimiento, pues, depende de dos factores: uno es el trozo de mundo que queremos conocer; otro son nuestras posibilidades de conocerlo. Supongamos que quiero conocer el alma humana: ¿estoy capacitado para conocerla? Supongamos que quiero conocer el galvanismo: ¿tengo recursos para acceder a él? Supongamos que quiero conocer el universo cuántico: ¿hasta dónde llegan los límites de mi conocimiento? Aquellas regiones del mundo adonde no alcanzan mis posibilidades no son accesibles a la ciencia; el científico que se adentra en ellas sólo puede trabajar como filósofo; el filósofo es un científico que busca en los mundos que no se pueden conocer y avanza a ciegas, tanteando, incapaz de hacer experimentos; y como a su mundo, por mucho que se le ilumine, nunca le llegará la luz (como unas profundidades abisales donde la luz que le arrojamos desde la superficie se extingue a los pocos metros de ella), el filósofo se verá obligado a abandonar la claridad de los conceptos. Un concepto es una luz que arrojamos sobre las cosas. Como esas luces se extinguen muy cerca de la superficie, necesitamos otras luces más potentes: son las metáforas. Pero las metáforas no llegan al fondo de la realidad. Eso sí, se acercan más a ellas. Platón, Nietzsche, San Juan de la Cruz, los poetas ven mucho más lejos en lo profundo; pero su saber es menos preciso; son capaces de ver más lejos, pero el corazón de lo que miran les sigue apareciendo oscuro. Por eso dice Miró Quesada que para ver la superficie es mejor la filosofía rigurosa, pero la filosofía literaria es la única que puede ver en lo profundo; sentir el corazón de las cosas, si no se puede penetrar más adentro. 


            El filósofo se distingue del científico en que no hace experimentos. Y no porque no quiera, sino porque no puede. En un mar profundo el científico mira desde su barca, o va buceando, o, en regiones no demasiado hondas, mete buzos y batiscafos. Pero el filósofo quiere mirar más hondo aunque no vea y se pone las gafas de las metáforas, porque no ve con las gafas del concepto. Un concepto es un pensamiento que actúa incluyendo unas cosas en otras, estableciendo subordinaciones, clasificándolas. Y una metáfora es un pensamiento que establece similitudes, sugerencias, analogías. Si no podemos ver las cosas, tenemos que imaginarlas. 
            Sí. Y aquí vienen los científicos atrapados en positivismo rancio tachándonos a los filósofos de ilusos. De científicos fracasados, de pensadores sin rigor. Cierto: imaginar las cosas no es retratarlas, pero es también una forma de conocerlas. Una hipótesis científica va mucho más allá de los datos: es una posibilidad imaginada, un salto en el vacío; el científico también llega a la hipótesis haciendo un esfuerzo de imaginación; ¿cómo, si no, llegó Dirac, a partir de las ecuaciones de Maxwell, a forjar el concepto de antimateria? La antimateria no estaba en los números, no estaba en los datos; fue un salto poético que se le ocurrió al científico para explicar el enigma que habían planteado los cálculos, y que estaba enterrado entre los números. Y Kekulé trabajó también mucho para hallar la estructura del benceno, pero los cálculos no se la dieron; se la dieron las llamas entrelazadas de la lumbre cuando dormitaba, y el fuego avivó su fantasía. Ahora bien, sin los cálculos él nunca habría visto la molécula del benceno en las formas caprichosas que dibujaban en el aire las lenguas de fuego. Los cálculos fueron el trampolín desde el que saltó; sin los cálculos, su fantasía no habría saltado; y si saltaba, nunca habría llegado tan lejos.
            Una hipótesis científica es una metáfora que puede ser contrastada, tocando suelo empírico. Una hipótesis filosófica es una metáfora que no se contrasta: no porque el filósofo no quiera, sino porque no puede. En los dos casos se trata de un salto en el vacío. En los dos casos se salta desde el muelle de los datos, de los cálculos, de la experiencia, del suelo de los hechos, pero sólo el científico cae de nuevo sobre el suelo; como un gato, el científico, por más piruetas que haga, cae siempre sobre sus cuatro patas. El filósofo, sin embargo, se queda en el aire sin llegar nunca al suelo; eso le pasa al metafísico, y al poeta; pero también al científico que estudia zonas de la realidad difíciles o imposibles de conocer; por ejemplo, los científicos que estudian las supercuerdas. La diferencia sólo está en el suelo empírico donde cogen carrerilla para saltar: el científico filosófico maneja todos los cálculos y los datos que puede; el filósofo mucho menos (muchas veces porque no conoce el lenguaje científico); y el poeta suele saltar desde el trampolín de una sola experiencia. 


            El científico filosófico, el filósofo y el poeta comparten algunos rasgos: en primer lugar, los tres se interesan por realidades inaccesibles; en segundo lugar, los tres saltan en el vacío; en tercer lugar, es muy posible que ninguno de los tres pueda aterrizar en el suelo. Pero hay una tercera especie de investigadores: los charlatanes; son aquellos que investigan zonas accesibles al conocimiento como si fueran inaccesibles; que utilizan metáforas pudiendo utilizar conceptos; que hacen filosofía literaria cuando podrían hacerla con rigor; y permanecen en la vaguedad pudiendo ser precisos. Esta especie es peligrosa: pues se escuda en la metáfora para camuflar su ignorancia sin reconocerla, haciendo pasar por estudio lo que sólo son desvaríos. Son muy difíciles de reconocer, porque las metáforas serias no se distinguen de las banales. La mayor profundidad puede pasar por banalidad cuando se expresa en metáforas; y viceversa.
            La lógica es el estudio del logos, del pensamiento, de la palabra. Cuando va del todo a la parte la llamamos deductiva; cuando va de la parte al todo, inductiva; y cuando va de un todo a otro todo o de una parte a otra parte, es analogía. La analogía es una parte de la lógica, al revés de lo que pretende el positivismo. La diferencia está en el grado de seguridad de sus enunciados: la deducción es totalmente segura, la inducción lo es poco y la analogía lo es menos. Pero las tres son parte de la lógica y son formas de razonamiento. Quienes crean que la analogía no es una forma de razonar negarán, por supuesto, que el pensamiento mítico sea racional; y no hay nada más contrario a las evidencias, porque el pensamiento mítico tiene analogías, inducciones y deducciones de tono más bien poético, es decir: las más de las veces, pensamiento más literario que riguroso; no tan superficial como profundo; aunque también se han colado los charlatanes entre los poetas.
            Pensar es relacionar cosas. Esas relaciones pueden ser inducciones, deducciones o analogías. Pensamos sobre las cosas que vemos, sacando, más allá de lo explícito, conclusiones que no vemos. Y pensamos también sobre imaginaciones, inducciones o  deducciones, extrayendo conclusiones nuevas. Como el avión, dos son los momentos claves de su vuelo: el despegue y el aterrizaje. El despegue: cómo, a partir de lo que observamos, forjamos ideas nuevas. El aterrizaje: cómo, a partir de estas ideas, podemos observar sus consecuencias.
            La razón es la capacidad de pensar lo que se observa y de observar lo que se piensa. Cuando estudiamos este proceso y codificamos sus pasos lo llamamos método racional; si lo aplicamos a esa parcela del mundo que podemos conocer, lo llamamos método científico (en su doble vertiente axiomática e hipotético-deductiva); y si lo aplicamos a parcelas del mundo difíciles o imposibles de conocer, lo llamaremos método filosófico; el primero produce filosofía rigurosa, es decir ciencia; y el segundo produce filosofía literaria, esto es, metafísica; los buenos metafísicos son los filósofos, los poetas y los científicos filosóficos; junto a ellos viven, como cizaña, los charlatanes.
            Una parte del mundo se puede oler, mirar, comer, oír y tocar; de su estudio sale la ciencia. Y hay otra parte que ni se ve, ni se toca, ni se siente ni se oye: para conocerla no sirve la ciencia; es necesaria la filosofía. El movimiento de los cuerpos, la vida de las células, la unión de los átomos, la psicología de grupo son el mundo de la ciencia. La posición de un electrón, la forma de las supercuerdas, la existencia de dios, la inmortalidad del alma, la libertad, el amor, la belleza, son cosa de la filosofía. Ningún científico podrá estudiar el alma; pero sus manifestaciones las estudian los científicos de la mente: los psicólogos.
            De modo que hay partes de la realidad inaccesibles a la ciencia. De las que no lo son, unas veces las contrastamos y otras no. Esto último lo hacen los filósofos; los científicos hacen lo primero. Hay, pues, dos criterios que caracterizan a la ciencia: el primero se refiere a los fenómenos, las apariencias del mundo, sus manifestaciones; la ciencia sólo puede hablar de fenómenos; y el segundo se refiere al método, en el que la ciencia incluye la contrastación y la filosofía no. Y hay, en la ciencia, quien renuncia a utilizar el método científico pretextando que algunas ciencias son ocultas.
            No. La ciencia sólo estudia fenómenos. Para las realidades inobservables ya está la filosofía. Hay científicos que ahondan tanto en los fenómenos que llegan hasta donde no se pueden observar. Einstein, Heisenberg, Dirac empezaron siendo científicos; pero en el punto de llegada ¿no se convirtieron en filósofos? Hay carreras y caminos que nos transforman mientras los transitamos; al empezar a investigar yo me dedicaba a la ciencia, pero al terminar mi recorrido, sin apenas darme cuenta, estoy haciendo filosofía. 

 


sábado, 7 de junio de 2014

Vargas Llosa y la política




VARGAS LLOSA Y LA POLÍTICA

 
            La diferencia entre Sócrates y los sofistas es que el primero quería estar en paz con su conciencia y a los últimos les bastaba con el éxito. Pensaba Kant que las dos cosas suelen estar separadas y que la gente buena sólo cosecha infelicidad y fracaso. Vargas Llosa, sin embargo, nos recuerda que las dos cosas son compatibles entre sí; que se puede ser honesto y triunfador al mismo tiempo; y que, aunque eso no ocurra a menudo, hay por lo menos un ejemplo de que esa combinación se ha dado: él mismo.
            Se puede defender la libertad de mercado y condenar las ideologías de la izquierda, y eso es un factor de éxito en el mundo en que vivimos; pero él se mete en la piel de una luchadora y sufre con ella desde el paraíso en la otra esquina: lo que le sirve para denunciar, de paso, los excesos del capitalismo que él mismo profesa (que no puede ser por ello un capitalismo salvaje); recordándonos que el liberalismo, para serlo, tiene que ser también político (puesto que una economía liberal dentro de una dictadura militar es lisa y llanamente una contradicción en los términos). Las páginas de Flora Tristán le inspiran una profunda ternura desde la distancia del realismo, desde cuya óptica siente pena por unas ilusiones que él identifica como pensamiento iluso, aunque sea también un pensamiento sincero.
            Vargas Llosa se apartó de los gobiernos de izquierda que se olvidaron de la razón para enquistarse en la adulación, en el autoritarismo: porque perdieron la honestidad cuando encontraron el éxito. Pero no escribe una novela sobre Fidel Castro. La escribe sobre Leonidas Trujillo, como si sintiera placer en hurgar en las pústulas de la derecha para curarse de ellas; también Kant, racionalista convencido, se puso a criticar la razón para poder salvarla. Sólo se puede enmendar aquello que se critica, porque la falta de crítica (y con ello la imposibilidad de regeneración) es lo que echa en falta Vargas Llosa en los regímenes salidos del marxismo. Su ferocidad al atacar los males de la derecha es implacable, como su lucidez al hacer sus disecciones; y también su determinación para corregir el rumbo. Siendo Margaret Thatcher una de sus principales referencias políticas, no le dolieron prendas al censurarla cuando salió ella en defensa de Pinochet, a la sazón bajo arresto domiciliario. Y siendo para él Fujimori el paradigma de la depravación, ningún peruano arrimado al régimen lo defendió tanto como él (como individuo, que no como político), reivindicando su derecho a ser mandatario del Perú aunque hubiera nacido en Japón o en la Cochinchina; porque lo único importante es que durante toda su vida vivió en Perú y fue peruano; y porque, para Vargas Llosa, el cosmopolitismo es la solución y no el nacionalismo. Por eso rechaza también el indigenismo y las aspiraciones de restauración del pasado andino.  
 

             Sin embargo pocos como él han sabido comprender el alma del indio. La intrahistoria de los Andes alcanza altísimas pulsaciones en las páginas inspiradas de Lituma, volcando su ternura en la comprensión de una mentalidad que rechaza; dando a entender que, por debajo de las estructuras mentales que nos constriñen, vibra hasta la médula el corazón de la gente que siente; una gente que es víctima, siempre, de sus propias miserias y las de su mundo.
            La depravación del alma humana, Vargas Llosa la denuncia desde sus filas. No se trata de comprender al adversario para mejor derrotarlo: aquí se trata simplemente de comprenderlo; para querer con él, sentir con él, vibrar con él, amar con él y compadecerlo: él ama a las víctimas de Trujillo más que a los triunfadores de Santo Domingo; quiere a la revolucionaria que sufre más que al burgués que la maltrata; y comprende las travesuras de la niña mala, enternecido con ella (que vive presa de sus demonios, incapaz de obrar arrinconando sus pasiones), a pesar de que es ella la que hace sufrir al pobre traductor, perdidamente enamorado de ella. Si la cabeza de Vargas Llosa es cosmopolita, su corazón también lo es; su capacidad para introducirse en los corazones, para ver las cosas desde ellos, olvidando su propia perspectiva y asomándose a la atalaya de los demás puntos de vista, es extraordinaria. Las aberraciones encontrarán en su pluma un arma para la denuncia, el último botón de muestra es el sueño del celta. 


            Si volvemos al punto de partida encontraremos a Sócrates de nuevo. Se trataba de triunfar o de estar en paz consigo mismo. Vargas Llosa es afortunado porque ha conseguido ambas cosas a la vez. Pero sus detractores lo acusan de ser un escritor al servicio de la derecha. Si, desde una óptica elemental, identificamos la izquierda como la perspectiva de los pobres y la derecha como la de los ricos, ¿qué es Vargas Llosa? Su cabeza le dice que no debe hacer caso al corazón, y, aunque le duela el sufrimiento de Flora Tristán, la libertad no está en sus sueños revolucionarios, sino en la lógica inexorable de los hechos. Pero su corazón le recuerda que, como hiciera Kant con la razón, el mejor liberal es el que critica el liberalismo. Yo creo que en ese horizonte se encuentra Vargas Llosa. Él sabe, como advirtiera Winston Churchill, que la democracia no es el mejor de los regímenes posibles, sino el menos malo de los existentes. Con Aristóteles y contra Platón, Vargas Llosa tiene los pies en tierra pero va mucho más lejos que Aristóteles al declararse nominalista. No existen las ideas abstractas, sólo los individuos: por eso es tan crítico con las ideologías. Sólo queda pedirle que siga siendo crítico con el liberalismo porque no deja de ser una ideología más; y, como él no se cansa de repetir, lo que vale la pena es la lucha por la libertad de los individuos, no la de los pueblos. Aunque este asunto, por su complejidad, necesite algún otro capítulo aparte.
            Si, pues, la razón hace de él un escritor de derechas, el corazón lo arrima mucho a la izquierda. Quizá por ello Carlos Cano dijo un día en televisión que Vargas Llosa era un hombre de izquierdas; y Vargas Llosa, sonriendo, contestaba que aquello se lo dictaba su corazón, no su cabeza; sonreía desde la distancia de la razón, no desde la lejanía del sentimiento. Es la de Vargas Llosa una razón cordial como diría Adela Cortina. Su compatriota Miró Quesada teorizó sobre el socialismo desde la derecha, desde una perspectiva humanista y situacional; y, buscando a dios con todas sus fuerzas, tuvo que renunciar a él y profesó un ateísmo nostálgico; ateísmo porque dios no existe, nostálgico porque le gustaría que existiera. También Vargas Llosa es quizá un socialista nostálgico. O un liberal humanista, que es lo mismo. Quizá piensa también que el socialismo no existe, pero le gustaría que existiera.