sábado, 25 de febrero de 2017

El Valle de los Dinosaurios



 EL VALLE DE LOS DINOSAURIOS


 

            El pico de la Atalaya estaba ante ellos, con su perfil característico. Miraron al cielo. Era mediodía y el sol estaba en el cenit, con la sombra cayendo bajo los objetos, y era imposible saber hacia adónde evolucionaría la sombra a lo largo del día; así que, al azar, dejaron el coche al lado de aquel árbol. Estaban en el cementerio, ante cuyas paredes crecían unos cipreses jóvenes, apenas más altos que dos hombres puestos uno encima del otro.
            Sacaron la mochila del maletero y se frotaron el cuerpo con protector solar: cara y cuello, brazos y piernas, porque llevaban pantalones cortos. Al que echó Ignacio con más cuidado fue a Fernando, que tenía la piel clara y era pequeño todavía. Se calaron unas gorras y bajaron por un camino, hasta una valla que se adentraba en el campo: allí había una puerta hecha con dos somieres a modo de batientes, que pudieron abrir sin ninguna dificultad.
            En seguida dejaron el camino. Les parecía que se desviaba del pico y cortaron campo a través. Se toparon con una alambrada de espino. La recorrieron durante un rato y no hallaron ninguna puerta. Iñigo, que se había separado de ellos, les dijo, estudiando el terreno:
            -¡Por aquí! Hay una piedra.
            Retrocedieron y la piedra no lo era de verdad. Tenía forma prismática, larga, más o menos irregular, y se levantaba junto a la valla como un pilar de metro y medio de altura. Intentaron encaramarse a ella para saltar al otro lado, pero la alambrada de espino dificultaba la maniobra. Entonces Ignacio descubrió que se podía tirar hacia arriba de uno de sus cables con la mano, y presionar de otro hacia abajo con los pies, y por la abertura se podía atravesar a gatas. Le dijeron a Fernando que pasara el primero, pero no se atrevía; entonces pasó Íñigo, con su corpachón agilizado por el deporte, y pasó sin ninguna dificultad: eran las virtudes del pankration. Después pasó Fernando, y a pesar de su cuerpo de niño hubo que guiarlo con la mano para que no se arañase con los espinos en la espalda. Ignacio también necesitó ayuda. En seguida estaban al otro lado de la valla.
            Avanzaron. Había un redil vacío con las puertas abiertas. Siguieron caminando por un suelo de matojos, salpicado de hierbajos y cardos, maleza, zarzas, espino. Frente a ellos se alzaba una hilera de árboles y arbustos cuyo color verde fuerte contrastaba con el del suelo, de un verde calcinado.
            -Mira, un río –dijo Ignacio.
            -¿Dónde? –preguntó Iñigo.
            -Detrás de esos árboles. Donde hay vegetación hay agua, y el agua que se extiende a lo largo sólo puede ser un río.
            -Interesante deducción. No se me había ocurrido.
            Fernando se entretenía cogiendo piedras, arrancando matas, levantando ramas del suelo. De vez en cuando se quejaba por los pinchos de los cardos. Avanzaron un poco más y, asomándose a los árboles, descubrieron el riachuelo. Era pequeño, pero tenía la suficiente anchura para no poder pasar de un salto. Fernando sobre todo. Así que ojeraron su curso, sinuoso, pero sin meandros, y escogieron un trozo que parecía más estrecho. Avanzaron hasta allí. Luego cogieron unos pedruscos y los tiraron al cauce, que no debía tener más de veinte centímetros de altura, para formar un camino a través del agua para llegar a la otra orilla. 

 

            El primero en pasar fue Ignacio. Tuvo que apartar primero unas zarzas pisándolas con el pie, para poder llegar a la orilla. Bajó un pequeño terraplén accidentado, con una tierra húmeda, porosa, hecha terrones en algunos tramos. Pisó cada piedra afianzándose bien antes de pasar a la siguiente, y en seguida estuvo en la otra orilla. Luego entre los dos ayudaron a pasar a Fernando, que pisó el agua en el otro borde, mojándose un poco, por encima de la suela, la zapatilla. Por último pasó Iñigo.
            Siguieron avanzando por una estepa calcinada. A veces aquel verde amarillento parecía, más que hierba, paja. De repente Iñigo, que iba más avanzado, exclamó:
            -¡Oh! –lo dijo arrastrando la “o” durante un momento-. ¡Mira!
            Huesos. Cuando llegaron hasta él vieron huesos. Huesos esparcidos en círculo, a lo largo de unos quince metros de diámetro. Huesos mondos y lirondos, completamente blancos, separados y dispersos. Observaron un cráneo de vaca, con sus cuernos desnudos, blanqueándose al sol; y aquella visión decoró inmediatamente en su imaginario el entorno de un desierto. Arizona. Pero no tuvieron el reflejo de encontrar crótalos. Ni siquiera en esos momentos en que, fugazmente, uno pierde la noción del lugar donde se encuentra.
            Ignacio dio la vuelta a aquel cráneo con el pie: y aparecieron sus dientes.
            -Fíjate, Fernando: ¿ves sus dientes?
            -Sí –dijo Fernando sin dejar de mirar.
            -¿Observas las dos hileras de muelas a ambos lados? –Fernando asentía con la cabeza-. ¿Te das cuenta de que no tiene incisivos? ¿Ni colmillos?
            A la curiosidad del niño, Ignacio respondió, prosiguiendo su explicación.
            -Es porque las vacas comen hierba. La arrancan con esos pocos dientes que tienen delante, y luego la mastican. Como no comen carne, no tienen necesidad de colmillos.
            Fernando seguía la explicación sin quitarle ojo al cráneo. Iñigo, entonces, prosiguió.
            -¿Y esas líneas? ¿Veis esos dibujos que hay en las muelas?
            -Sí.
            -Es por las hierbas, que las van puliendo año tras año a fuerza de usarlas.
            Lo contemplaron un buen rato, en silencio. Luego Ignacio volvió a girar el cráneo con el pie para volver a colocarlo con los cuernos para arriba.
            -¡Qué pena! –dijo-. No he traído la cámara de fotos. Estaba pensando en cogerla, pero al decir mamá que cogiéramos la crema protectora y las gorras me olvidé. ¡Ay, qué pena! ¡Qué fotos más bonitas hubiéramos hecho!
            -¡Ay, papá! –dijo Íñigo-. Con el móvil.
            Los tres posaron y se hicieron una foto junto al cráneo de la vaca. Parecía un lugar exótico, como si hubiesen cambiado, no sólo de lugar, sino de país. De repente Ignacio percibió un detalle. Giró nuevamente el cráneo con su pie y dijo:
            -Mirad. ¿Veis en la parte de abajo, donde se inserta la primera vértebra del cuello? –Íñigo y Fernando asintieron, en silencio-. Fijaos en los bordes: tienen restos de carne, y está seca por el sol.
            Observaron un momento. Y cuando ya iban a andar comentó Íñigo:
            -¡Ay, mira: rastros de sangre!
            Afinaron la vista y los vieron. A lo largo del cuerno pelado había como una pintura borrada, tirando a rosa pálido, que efectivamente correspondía a sangre derramada.
            -Se la habrán comido los buitres –dijo Iñigo. 

 

            Avanzaron hasta lo que parecía ser media cadera, bajo la cual yacía un hueso alargado, pero corto; muy grueso, con los extremos abultados.
            -Es un fémur –dijo Iñigo.
            Ignacio le dio la vuelta con el pie.
            -Mira el hueso donde se inserta el fémur con la cadera –prosiguió Iñigo. Empujó Ignacio el fémur con el pie para separarlo de la cadera, y no pudo-. ¡Anda! –exclamó Iñigo-. Todavía lo tiene pegado por un extremo. Con lo que parecen ser restos secos de algún ligamento.
            Fernando no dejaba de mirar. Escuchaba en silencio. Iñigo, como arrebatado por un impulso de alegría, se maravillaba abriendo los brazos sin separarlos mucho del cuerpo, y apretando los puños.
            -¡Qué historia más bonita se puede imaginar con esto!
            Ignacio sonrió, contento. Siempre nos alegra la felicidad de los otros; sobre todo cuando viene acompañada de ilusión, en una expansión espontánea, y cuando quien la experimenta es alguien tan querido como un hijo.
            Ignacio miró un poco más allá: la otra mitad de la cadera. La arrastró con el pie y la hizo coincidir con la primera.
            -Es una hembra, papá –concluyó Iñigo-. Por varios motivos: primero, porque por estos campos no hay toros sino vacas; segundo, porque la separación de sus extremos deja espacio suficiente para que pase el bebé por el vientre durante el parto; y tercero...
            -Mira, Iñigo –interrumpió Fernando-. Más huesos.
            Iñigo levantó la vista y recorrió el terreno con la mirada. Luego lo recorrió andando. “Una costilla”, y avanzaba un poco más. “Varias vértebras”: estaban separadas por centímetros, otras por varios metros.
            -Un omóplato –dijo Ignacio, llamando la atención. Se dirigió a Fernando, que estaba a su lado y miraba: -¿Sabes lo que es el omóplato?
            -Sí –dijo Fernando, señalándose detrás del hombro.
            -La paletilla.
            -Sí, la paletilla.
            -¡Papá! –llamó Iñigo, que se había separado unos metros-. Plumas. Plumas grandes. Plumas de buitre. Se han comido a la vaca partiéndola en trozos, y cada uno se ha ido aparte con el suyo; seguramente se han peleado entre ellos por la pitanza.
            Era bonito hacer deducciones. Algunas, seguramente,  equivocadas. Iñigo tenía la impresión de ser un paleontólogo. Echaba a volar su fantasía. Se veía en un yacimiento prehistórico, rescatando huesos, separando la tierra con el pincel, con el cepillo de dientes, e identificándolos poco a poco. Había encontrado un dinosaurio.
            Avanzaron un poco más e Iñigo puso la punta de la bota sobre un cilindro rojo, hueco, de plástico.
            -Un cartucho.
            -Estamos en un coto de caza.
            -¿Seguro? ¿Entonces pueden estar pegando tiros por ahí? ¿Y pueden darnos?
            -No creo que haya cazadores en este momento, pero está dentro de lo posible.
            -Yo pienso otra cosa. Los buitres son carroñeros, de modo que no son ellos los que han matado a la vaca. Seguramente se ha herido y su dueño, para que la vaca no sufra, le ha disparado. Entonces han llegado los buitres.
            -Es posible –dijo su padre.
            -Es bonito inventar historias –prosiguió Iñigo, sonriendo-. Se pueden sacar historias mirando el campo. Empezar a sacar conclusiones a partir de lo que estás viendo. 

 

            -Es un método estupendo para inventar historias –concluyó su padre-. Basta con salir al campo y observar.
            Siguieron andando. Atrás quedaba el círculo sin hierba donde estaban esparcidos los huesos. Caminaron un rato, pisando las hierbas de la estepa, y ya Fernando se empezaba a quejar. Dio un grito y mostró la pierna. Iñigo e Ignacio volvieron hacia él: tenía varios pinchazos en la pierna; pequeños puntos de sangre que no había empezado a correr.
            -Los cardos. Ten cuidado, que los cardos pinchan. Tienes que mirar dónde pones los pies.
            -He pisado ahí, junto a aquel agujero. Y he visto algo moverse, salir corriendo.
            -Una culebra –dijo Iñigo.
            “O una víbora”, pensó Ignacio, preocupado. Temía que si fuese una víbora tuvieran que volver sobre sus pasos, camino del hospital.
            -Mira –dijo Iñigo-. Esas dos puntas podrían ser de los colmillos de una serpiente.
-Culebra -le corrigió Ignacio.
 -¿No sabes que la culebra es una clase de serpiente?
-Pero aquí se las llama culebras, no serpientes.
Ignacio se tranquilizó al ver los pinchazos. Estaban muy separados, de modo que eran de zarzas; probablemente de cardos. Siguieron caminando. Encontraron un muro de piedras, de esos que pone la gente del campo para limitar las dehesas. No mediría más de un metro, y lo saltaron sin dificultad; el que más disfrutó ahora fue Ignacio, que se imaginaba escalando montañas al subir y saltar por unas piedras que se movían; pues el muro se había hecho juntando piedras, sin argamasa.
Avanzaron más y llegaron hasta otra valla. Pero esta vez estaba hecha por varas metálicas clavadas a tramos irregulares, y unidas por dos cables de alambrada por la parte de abajo. De modo que pudieron atravesar levantando los pies, sin necesidad de saltar.
Al otro lado se extendía el campo libre: la naturaleza. Estaban llegando al pie del pico de la Atalaya. Tenía una forma característica porque había en la cima una torre metálica cuajada de semiesferas, o parábolas. Aquellas antenas que coronaban el pico eran testigo silencioso de las soledades del campo. Al levantar la vista vieron el cielo lleno de planeadores. Evolucionaban lentamente, y describían círculos amplios, como silenciosos buitres artificiales siguiendo las corrientes de aire. De vez en cuando oían el ruido de un avión. Los aviones se veían grandes, porque detrás de la sierra estaba Barajas, y podían distinguir claramente sus barrigas: “éste es un bimotor, seguramente viene de Galicia, por allí, del noroeste; y este otro un cuatrimotor, un avión grande: seguro que es un vuelo transatlántico”.
Vieron un rebaño de vacas pastando. Fernando ya estaba cansado. Su hermano le dijo:
-¿Por dónde ves el avión?
-Por allí –decía Fernando, señalando a la derecha.
-¿Y el ruido, por dónde lo oyes?      
-Por allí –y Fernando señalaba a la izquierda. 
-¿Sabes por qué?
-Porque primero lo vemos y luego lo oímos, como el rayo y el trueno.
-Exacto. La luz vieja más rápido que el sonido: por eso la vemos antes.
Ignacio respiró.
-A 300 000 kilómetros por segundo. Y el sonido, a 340 metros por segundo. Fíjate si viaja más de prisa.
-¡Hala! 

 

-Cuando cuentas uno, el rayo de luz ya ha dado la vuelta a la tierra, pero el sonido no ha tenido tiempo de llegar desde casa hasta la casa de la abuela.
-Jopé.
-¿Qué hacemos? ¿Atravesamos por donde están las vacas, o damos un rodeo?
-Podemos rodear por allí –dijo Iñigo.
Se pusieron a caminar por donde él dijo, teniendo a la vista unas rocas donde podían sentarse a descansar. Estaban sudando. El sol aplanaba. Ignacio se daba cuenta de lo bien que habían hecho en ponerse el protector solar. Y en ponerse la gorra, y las gafas oscuras. Se hacía pesado caminar. Sin embargo, apenas habían llegado al pie del pico.
Ignacio aprovechó para enseñar a Fernando.
-Mira, Fernando, la montaña tiene tres partes: pie, falda y cima.
-Pie, ladera y cima –le corrigió Fernando.
-Eso es. Exacto.
-La falda y la ladera son lo mismo –explicó Iñigo. Y miraba con cariño a su hermanito.
Se sentaron a descansar. Fernando se secó las gotas de sudor pasándose el antebrazo por la frente. Estaba cansado. Ya no podía más.
-Mirad lo que se ve arriba –explicó Ignacio-. Esas piedras son la primera punta de la Atalaya; detrás está la cima, junto a las antenas. Si os parece llegamos hasta las piedras y otro día llegaremos a la cima.
Fernando decía que no con la cabeza. Iñigo estaba de acuerdo. Coincidía con su padre en que había que obligar a Fernando sin forzarle, respetando sus límites; porque Fernando, como era gruñón, tenía tendencia a quejarse antes de estar realmente cansado. Y claro que estaba cansado, pero todavía podía seguir un poco. Un último esfuerzo antes de sacar los bocadillos.
Ante ellos estaban las vacas. Unas pastaban mansamente, mordiendo el campo con indolencia, en ademán perezoso, sin moverse apenas. Otras, un poco más abajo, descansaban en un trozo de tierra sin hierba, porque seguramente, días atrás, se la habían comido. “Mira, un toro”, decía Iñigo señalando a un animal negro, sin tetas. “No”, le decía su padre; “por aquí no hay toros”. “Pero pueden ser terneros que pastan con sus madres”. Ignacio vaciló ante esta observación, creyéndola probable. Le explicó que había una clase de vacas, creía que se llamaban moruchas, que tenían las tetas tan pequeñas que sólo tenían los pezones entre las patas; y no se veían. Iñigo observó largo rato entre las patas, mirando atentamente. “Creo que son moruchas”, dijo al fin.
Habían sacado las botellas de agua y bebían a ratos: el agua, protegida en la mochila, todavía se guardaba fresca.
-Mira: ya empieza a verse el pantano; a la izquierda, el cementerio, y detrás, la Granja. Allí arriba, ¿lo veis?, está Siete Picos, y a la derecha Matabueyes; un poco más a la derecha se adivina la Mujer Muerta. Mirad ahora a vuestra izquierda, a la izquierda de siete Picos: Peñalara.
-¡Mira! Todavía más a la izquierda está el Reventón –exclamó Iñigo-. Allí es donde he ido con Perico. Mira, el cortafuegos. Desde allí, en lo alto, se ve una panorámica magnífica de todo el valle.
Calló para contemplar en silencio todo aquel paisaje mientras lo reconocía. Parecía que aspiraba cada tramo por los ojos, por la piel. Exclamó, de repente:
-Y eso que hay más allá, ¿no es el chorro?
Ignacio agudizó la vista para comprobarlo. 

 

-Sí. Sólo que ahora está seco. Se ve la roca horadada por el agua, formando antes de la cascada un cauce pétreo. Allí hemos estado con mamá. Cuando tú tenías pocos años más de los que ahora tiene Fernando.
Fernando descansaba, sudoroso. Se diría que estaba contrariado. Contrariado, pero contento.
-No, mira: hay un hilillo de agua corriendo por la piedra.
Iñigo señaló hacia el Chorro, pero su padre no lo veía. “No me he traído mis gafas”. Y sin gafas, en la lejanía se borraban los detalles. Las únicas gafas que tenía puestas eran las de sol.
Emprendieron la subida. Les quedarían veinte minutos, tenían las rocas donde se iban a sentar casi al alcance de la mano. Convenciendo a Fernando, que ya no hacía más que quejarse, llegaron hasta allí. Fue Iñigo el que se adelantó primero. Más abajo estaban Ignacio y Fernando. De pronto se oyó una voz.
            -¡Mirad la piedra!
Ignacio la vio venir y agarró a Fernando de la mano. Lo atrajo hacia sí como medida de precaución. La piedra (un pedrusco del tamaño de dos puños) rodaba monte abajo, impulsada por el pie de Iñigo. Rodaba hacia un lado, pero la pendiente había desviado su trayectoria hacia donde ellos estaban. Y pasó a unos diez metros, rodando sin parar, y la vieron llegar al fondo sin detenerse ante nada, porque la ladera desnuda no le interponía obstáculos.
Llegaron a las rocas. Caminaron entre ellas y se encaramaron a la más grande: una roca larga, plana, con sitio para los tres; se sentaron en fila. Con las piernas colgando contemplaron absortos toda la panorámica del valle.
-Mirad al fondo: Palazuelos; y más allá, Segovia. Enfrente ya se contempla entera la silueta de la Mujer Muerta. Entre ella y Siete Picos, Matabueyes, ¿recordáis? Dicen que hace años los de baterías instalaban los cañones más allá, junto a Revenga; desde allí hacían las prácticas de tiro y dicen que algunos obuses llegaron a caer aquí, en Matabueyes. –Ignacio señalaba con la mano. 
-¡Hala!
Masticaban los bocadillos con la fruición propia de quien ha hecho un gran esfuerzo. Con la satisfacción de quien sabe que se lo ha ganado a pulso. Iñigo miró hacia la Granja.
-¿Veis La Granja?
-Sí –dijeron los dos, al unísono.
-¿Veis el palacio?
-Sí.
-Pues allí, por detrás, hemos subido bordeando la pared con nuestro profesor de geología. Hemos llegado hasta arriba, ¿veis? Allí, entre las rocas, hay un circo glaciar. La lengua de hielo bajaba por allí. ¡Qué bonito! ¡Y pensar que esas cosas formaban el paisaje de esta sierra, en el pasado!
Ignacio escuchaba con curiosidad. Fernando reparaba su cansancio. Iñigo proseguía:
-Pero aquí hemos visto cosas de uno de los cenos.
-Mioceno, plioceno, oligoceno, holoceno.
-Pleistoceno.
Masticaban y cada bocado lo devoraban con placer. ¿A qué plegamiento correspondían esas montañas? ¿Erciniano, alpino? Miraba las piedras, observaba la sierra, para saberlo. ¿Redondeada, puntiaguda? Tomó un buen trago de la botella, que ya se había calentado y estaba convertida en caldo. La dejó a un lado, vacía, y en poco tiempo el sol calentó el plástico y formó en su interior un vaho espeso que la hizo opaca.
-¿Esto es una cordillera o una sierra? –inquirió Iñigo. 

 

-Una sierra. Mira, desde el Reventón hasta Revenga, y más allá: todo eso es la sierra de Guadarrama. La silueta que ves allá al fondo, en aquel gris lejano, es la sierra de Gredos, en Ávila. Y más acá, desde más allá del Reventón, está Somosierra, allá por tierras de Soria. Esas tres sierras forman la cordillera Central.
Iñigo escuchó con satisfacción, aprendiendo y respirando. El pantano, abajo, ahora se veía entero. Se podía seguir con la vista la curva hueca del dique de cemento, con la carretera que pasaba arriba, como una arteria. Al otro lado estaba el edificio que había servido de escuela durante muchos años. Cerca de él se adivinaba el trozo de orilla donde solían ir a bañarse.
Al terminar de comer descansaron un rato. Y antes de emprender el descenso, Iñigo e Ignacio exploraron lo que había más allá de las rocas, por curiosidad. Las atravesaron y vieron que arriba, muy cerca, estaba la cima del pico de la Atalaya. La antena se erguía como una atalaya, un puesto de observación. Quedaría cerca de media hora para llegar hasta allí. Y a pesar de que Fernando protestaba porque quería seguir el camino, no le dejaron. El propio Fernando lo comprobó cuando salió unos metros y se cansó en seguida.
Bajaron cogiendo piedras y tirándolas por la pendiente. Unas veces las cogían del suelo, y otras las arrancaban de las rocas que estaban partidas: al sacarlas dejaban debajo un mundo de insectos secos, que no se movían si los tocaban; eran caparazones vacíos de animales muertos por las arañas; hurgaban con la vista y en efecto, siempre encontraban la telaraña.
Al principio las piedras rodaban muy poco, porque las detenían los continuos accidentes de aquel terreno pedregoso. Pero cuando salieron de las rocas ya las piedras llegaban hasta abajo. Y hacían concursos llevándose las manos a la cabeza, para ver cuál de las piedras bajaba más; unas veces ganaba Iñigo, y otras Fernando.
A media ladera echaron a correr, clavando los talones y guardando el equilibrio, y en un abrir y cerrar de ojos habían llegado al pie del cerro. Luego pasaron junto a las vacas, saltaron las vallas, cruzaron el río, reconociendo todo el camino que habían andado. Ignacio propuso seguir por un cauce seco, lleno de matojos, e Iñigo le dijo:
-Has tenido una buena idea, papá.
Fernando se reía porque, antes de que lo dijese su padre, lo había dicho Iñigo y su padre no se había enterado. Iñigo hizo gala de explorador atento reconociendo el camino con detalle. Se había fijado en una piedra en especial, en el abrevadero de las vacas, en un trozo de muro, en un tramo del río; punto por punto iban recorriendo casi el mismo camino que recorrieron al venir. Al llegar al círculo de los huesos Ignacio pasó junto a lo que parecía ser el corcho hueco de un tronco; lo movió con el pie, se volvió hacia Iñigo y le dijo:
-Mira, Iñigo, la piel de la vaca.
-¿Cómo?
-Míralo –y removía con el pie, comprobando que era un envoltorio duro y seco, como un cuero, más que curtido, secado al sol. Lo giró sosteniéndolo un rato con la bota y le dijo:
-Míralo, todavía tiene pelos de la piel
Era verdad. En una parte de aquel pellejo todavía había un trozo de vello aterciopelado.
Cuando faltaba poco para llegar miró Ignacio al cielo. Ahora el sol estaba bajando, y por su  posición dedujo que el coche no estaba aparcado donde iba a dar la sombra, sino justamente del lado desprotegido, donde estaba el aire calcinado. Iñigo lo comprobó observando la sombra del cementerio. Y aunque cuando subieron al coche casi quemaba, abrieron las ventanas y el aire de la carretera se metía por ellas y los bañaba como una corriente fresca, reparadora. Cuando llegaron a casa estaban tan cansados que no se tenían en pie. Pero la alegría del territorio explorado les había llenado de vida el alma. Habían estado en el valle de los dinosaurios. 

 



 


sábado, 18 de febrero de 2017

La partes de la filosofía



LAS PARTES DE LA FILOSOFÍA

 
 
1. Las ocho formas de vida.

            La existencia puede asegurarse en este mundo o en trasmundos invisibles situados en el más allá.
            El yo inmanente está en el mundo y en él lucha por existir. Busca su existencia en este mundo, a diferencia del yo trascendente; la trascendencia es dios.
            La esencia se juega en el arte, que es búsqueda de plenitud.
            Sólo en la ética convergen esencia plena y existencia plena, haciendo de la vida una auténtica obra de arte.
            La historia es inmanencia. Todas las demás formas de vida son trascendentes.
            El punto de partida de esta ontología está constituido por el estudio de ocho formas fundamentales de vida. Son las siguientes:
1. Inmanencia: estoy dentro del mundo y veo el mundo, pero no me veo a mí.
2. Autoconciencia: mi mente sale parcialmente del mundo, y desde fuera se ve a sí misma luchando dentro.
3. Ética: estoy como autoconciencia dentro del mundo, y me identifico en otros como yo que también están en el mundo.
4. Arte: salgo enteramente del mundo y vivo en otros que sí están en el mundo.
5. Juego: el sentimiento de los otros en mí flota en la novedad generada por la repetición.
6. Humor: la novedad mana de la repetición sin sentir a los otros en ese estar fuera del mundo en que estoy yo.
7. Ciencia: mi mente sale totalmente del mundo, y desde fuera ve el mundo sin sentirlo: como un juego de sombras.
8. Técnica: esta separación entre yo y el mundo es el teatro de iteraciones que no producen novedad.

 

2. Las partes de la filosofía.

            La autoconciencia es antropología cuando es estudiada por la filosofía. El estudio del mundo como inmanencia no autoconsciente es cosmología. El estudio de estas dos regiones del ser abarca cuatro bloques temáticos generadores de sendas disciplinas: nosología (noosfera), ontología (cosmosfera), ontopatía (erosfera) y fenomenología (cronosfera o historia del ser). De este entramado se derivan las partes de la filosofía. Son las siguientes:
            1. Nosología. Se ocupa del conocimiento, e incluye tanto al conocimiento físico como metafísico (hay continuidad entre filosofía y ciencia). Se divide en:
                        a) Fainología. Estudia la percepción. Abarca territorios que han sido abordados por Husserl bajo el término “fenomenología”; ésta no debe confundirse con la historia de las apariciones del ser como parece significar el término en Hegel: para esto último reservaré el término “cronofanía” o, simplemente, “fenomenología”. La fainología se ocupa del conocimiento sensible; pero, a diferencia de Platón, lo concibe como íntimamente ligado a la inteligencia de las cosas. Percibir es volcar las sensaciones en moldes gestaltistas y conceptuales; estos últimos resultan de nuestra experiencia y nuestro aprendizaje.
                        b) Epistemología. Estudia el conocimiento intelectual y abstracto; y lo hace tanto desconectado del mundo sensible (ciencias formales) como conectado con él (ciencias empíricas): en este último caso no se confunde con la fainología, porque explora conceptos nuevos en vez de limitarse a reproducir los existentes.
            2. Ontología. Es el estudio del ser, incluido el ser humano, pero reducido a sus componentes no humanizados. Hay tres ontologías (o tres partes de la ontología) dependiendo de las tres regiones a las que se aplica:
                        a) El conocimiento ordinario (impropiamente llamado “sentido común”): son las teorías elaboradas a partir de la percepción, y podemos hablar de ontología fainológica.
                        b) La ciencia: abarca las teorías elaboradas reflexionando no sólo sobre las cosas que percibimos, sino también sobre la aplicación a las mismas cosas de los conceptos producidos por el desarrollo autónomo de la razón. Todas las teorías científicas en todas las ramas del saber tendrían cabida aquí; la ontología científica es más un puente entre filosofía y ciencia que una rama de la filosofía. Es el mundo de las ontologías regionales.
                        c) La metafísica: es la parte de la ontología que se ocupa de las regiones últimas del ser, comunes a todas las ciencias; sus campos emblemáticos son las relaciones entre el ser y el tiempo o el ser y la nada (teniendo en cuenta que el ser se estudia aquí independientemente de toda consideración fainológica).
            3. Ontopatía. Estudia la naturaleza sintiente de las cosas, el pathos del ser. Si la ontología estudia los aspectos no humanizados del ser, eso quiere decir que en último extremo podría confundirse con la lógica; pero una lógica paraconsistente capaz de captar el tiempo, lo que no consiguen las lógicas bivalentes al uso. La física y la química son modelos de esa lógica (¿de esas lógicas?) que se constituyen interpretando las variables de diversas maneras. Pero la lógica ontológica contempla el ser como representación, esto es como formas que aparecen a nuestra razón. La patiología lo contempla como presencia, desde dentro: buscando lo que el ser siente. Prolongación natural de la patiología sería la ontopatía, que se preocupa de sentir el ser. La biología y la psicología serían modelos patiológicos de la lógica ontológica, y la poesía y la mística lo serían de la ontopatía. En correlación con la lógica ontológica se levantaría una gramática ontológica, que incorporaría intuiciones interesantes de Octavio paz (véase El mono gramático). La patiología se puede escindir en dos grandes apartados:
                        a) La hilopatía. Estudia la naturaleza sintiente de la materia no humanizada, mineral, vegetal o animal, por lo menos de los animales inferiores. Algunos autores han postulado una protomentalidad de la materia.
                        b) La patiología humana (humanipatía). Se ocupa de las formas de sentir en la naturaleza humana, ocupando un territorio fronterizo con la psicología de la que, sin embargo, se aparta; ésta se ocupa, en efecto, de las representaciones del sentir, mientras que a la patiología humana le interesan sus presencias.
            La ontopatía es esa forma de conocimiento que consiste en sentir el ser más que razonar sobre él (intuición frente a inteligencia): aquí tienen cabida intentos como la razón poética de María Zambrano. Ahora bien, hay una línea muy delgada entre la ontopatía y la mística (y el arte en general); esta última quiere sólo sentir el ser, mientras que la primera quiere conocer sintiendo. En efecto, pensar es razonar y sentir: tales son los dos modos de conocimiento que hay.
            4. Fenomenología. Entendida como una historia del ser, en relación con una historia del tiempo (cronofanía), abarca:
                        a) Una filosofía de la naturaleza (entendida como ontología de la historia de la naturaleza). La dialéctica de la naturaleza intentada por Engels no cuajó ni siquiera como embrión de este proyecto.
                        b) Una filosofía de la sociedad (como ontología de la historia social). Su modelo es la hegeliana fenomenología del espíritu

 

            Obsérvese que ontología y ontopatía son dos formas de conocimiento del ser: una por la razón; la otra por el sentimiento. Hay una ontología y una ontopatía de la vida, que es a un tiempo sentimiento (erótica) y lucha (agonística). Esta presencia da lugar a tres campos de estudio:
            A. Teletaxia. Lucha por la existencia. En su fase inmanente es hemerótica y filosofía de la historia; en su fase trascendente es patética.
                        a) Hemerótica. Se ocupa de la vida cotidiana, algo que podríamos llamar la erótica de los días.
                        b) Filosofía de la historia. Sería lo que podríamos llamar ontología social, y se ocupa de las condiciones de posibilidad del saber en función del sentir y viceversa. Frente a la erótica de los días, es aquí erótica de los tiempos. La lucha por la vida tiene muchas líneas fronterizas; la religión, por ejemplo, no es lo mismo como lucha por el poder que como experiencia de la intensidad; en el primer caso es objeto de la filosofía de la historia; en el segundo, lo es de la patética en la mística.
                        c) Patética. Se ocupa de la lucha trágica, que es ante todo la lucha contra el destino. Aspectos de la humanipatía religiosa pueden caber en este apartado. Como erótica del destino es tragedia; y como erótica de la eternidad es la mística.
            B. Televida. Lucha por la esencia. Es trascendencia liberada de las contingencias de este mundo, pues aquí no peligra la vida ni peligran tampoco nuestras formas de instalación en este mundo. Abarca estas dos disciplinas filosóficas:
                        a) Filosofía del ocio. Trata de la vida como lucha en el juego, en el deporte, pero no en la lucha por la vida: en el juego se busca menos la victoria que la superación (aunque el juego tiene efectos teletáxicos que desprecian la superación buscando la victoria). Pero también encontramos aquí la erótica del descanso. El juego, competitivo o cooperativo, es diversión ligada a la lucha; el descanso es diversión que no requiere esfuerzo.
                        b) Estética. Se diferencia de la patiología en que su objeto de estudio es el sentimiento distanciado.
            C. Ética. Estudia las interacciones entre lógica ontológica y patiología humana, insertando la necesidad ontológica en el sentir; rechaza, por consiguiente, que pueda hablarse de manera generalizada de falacia naturalista.