viernes, 25 de agosto de 2017

DIÁLOGOS LIBRES EN TORNO A NIETZSCHE (1)





DIÁLOGOS LIBRES EN TORNO A NIETZSCHE (1)


1.

            No se puede decir que un silencio recorriera la sala. Lo que sucedió más bien fue que la sala estaba en silencio. El silencio que reina cuando uno viene dormido, dispuesto a escuchar; cuando uno espera que se lo digan todo y no quiere preguntas, sino respuestas; así estaban los alumnos cuando iban a clase. Juan Luis ya no estaba para hacer experimentos que despertaran la participación de los alumnos. Se limitaba a exponer lo que sabía, poniendo todo el énfasis de que era capaz, haciéndolo atractivo, revistiéndolo de misterio; esperaba que la curiosidad se despertase en los alumnos con la simple escucha de lo que decía, con tal que su discurso no fuera un texto casposo, sino una apasionante aventura.
            Sin embargo los alumnos no reaccionaban. Escuchaban con la pasividad del espectador que viene al teatro para que la acción la pongan los actores, él ya ha tenido bastante con poner el dinero. Los alumnos, sin embargo, no ponían ni el dinero, porque la enseñanza era gratuita. Venían acostumbrados a que se lo dieran todo sin que ellos pusieran nada para merecerlo.
            Y así, en aquel instante, la sala permanecía en silencio. No que se hubiera quedado callada, es que no había empezado a hablar. No era silencio emocionado, no la mente enmudeciendo sobrecogida cuando la pasión del verbo nos deja sin voz. No: era el silencio del aburrimiento; de quien viene sin ganas de decir nada y sale sin nada que decir. Y no porque su clase estuviese aburrida, sino porque aquellos chicos nacieron aburridos y arrastraron la vida cargándola de angustia; de la angustia que mana de la falta de interés, de la atonía que nos llena de vacío, como se llena de aire la barriga cuando la inflamos de gaseosa; el desánimo de la nada que poblaba el corazón de aquellos jóvenes, acostumbrados a tener de todo sin luchar por nada; acostumbrados a no sentir emoción, a contemplar una obra de arte como quien ve jugar a las cartas, a aburrirse con la belleza, a ver veinte películas idénticas con los personajes y lugares cambiados, a tragarse doscientos pokemon que no sirven para nada, con sus características detalladas y bien aprendidas; luego son incapaces no ya de aprenderse la tabla periódica de los elementos, sino de distinguir entre el sujeto y el predicado.
            No sabría decir por qué, pero aquélla le parecía una generación perdida. Generación perdida es la que no tiene de nada por culpa de la guerra, pero aquella se perdía en la abundancia y nunca aprendió a valorar lo que tenía. Con una irónica paradoja lo supo decir José Luis Bartolomé:
Lo tienes todo ganado,
pero eres un perdido.
            Porque nada de lo que tienes tiene valor. El mundo para ti es un gran decorado, un escaparate donde puedes escoger de todo y nada te cuesta. En verdad era aquélla una generación perdida. Y la gente no lo reconocía. Sólo reconocemos la pérdida de lo que vemos, la pobreza de no tener nada, la ausencia de las cosas que se ven y tocan, la ausencia del cuerpo. Pero aquella generación sufría de tener de todo, y era la pobreza de tener lo que no reconocían como pobreza. Sí, aquello era una pobreza de espíritu. Habían alimentado su alma con desgana, con aburrimiento, con desinterés, y aquel sentimiento se convertía en desprecio; sus ademanes eran desdeñosos, su conducta intercambiable, y el no creer en nada había hecho de ellos unos rebeldes sin causa. Sólo creían en el dinero:
                                               Adiós, papá, adiós, papá,
                                               consíguenos un poco de dinero más. 


            Se reían con la canción de los Ronaldos. Aquel nihilismo había hecho de ellos unos seres desalmados; vivían del cuerpo, pero habían perdido el alma. Y el cuerpo, aunque ellos no lo supieran, tenía su alma también; su culto al cuerpo era vivir sin cultura corporal, entregados a la dejadez de los gimnasios, de la cosmética, de las dietas inconscientes, de los anabolizantes; del alcohol sin tino, las borracheras, las pastillas, la coca, las carreras por la noche, las peleas grabadas en el móvil, la nada. Vivían en un mundo que les habían regalado al nacer y ellos eran incapaces de apreciar; como despreciaban los viajes del instituto porque eran gratis, porque no les costaban nada; porque les abrían los ojos a la cultura y ellos sólo entendían de cultos; y sus maestros los abofeteaban con aquella otra deformación no menos perversa del culto a la cultura. Entre la vida desalmada de unos y la de los otros, los autobuses iban vacíos. Pero había que pagarlos. Y no eran ellos los que los pagaban. Ni los otros ni los unos. También los maestros estaban acostumbrados a que las cosas fueran gratis.
            Por eso no se podía decir que la sala la recorriera el silencio. Es que el silencio estaba en la sala y los alumnos habían escuchado, pero no tenían nada que decir. No tenían costumbre de pensar lo que decían, no eran productores de pensamientos sino consumidores de ideas. Juan Luis tan sólo había preguntado:
            -¿Qué quiere decir “ser bueno”?
            Y ante su insistencia, algunos empezaban a decir: “portarse bien”; “ser bien pensados”, decían otros, y otros corregían: “hacer bien las cosas”. Tuvo que intervenir el profesor:
            -Os he pedido el significado de un adjetivo, y vosotros me dais la misma palabra convertida en adverbio. “Ser bueno” y “portarse bien” contienen la misma palabra; “bien” replica el significado de “bueno”, y eso no sirve para nada; es como si me dijerais que lo blanco es la blancura.
            Entonces intervino Adriana, que tenía una lógica muy incisiva:
            -Lo importante no es el adverbio, sino el verbo. Ser bueno es obrar bien, pensar bien y trabajar bien.
            -De acuerdo, pero hay mezclados dos problemas y tenéis que ayudarme a distinguirlos. No basta con obrar, pensar y trabajar para ser bueno; para ser bueno hay que obrar, pensar y trabajar bien. Pero ¿qué significa la palabra “bien”? No me digáis que lo mismo que “bueno”, porque entonces estaremos dándole vueltas a lo mismo.
            Hubo un silencio, y esta vez sí fue de perplejidad.
            -¿Qué significa “ser bueno”? Seguramente “ser” es al mismo tiempo obrar, pensar y trabajar; pero ¿qué es ser “bueno”?
            Un silencio recorrió la sala. Ahora sí.
            -Os daré pistas –dijo Juan Luis para ayudarles a salir del atolladero-. Algo podría ser bueno si nos gusta; si nos atrae; si es deseable.
            Ahora el silencio significaba “sí”; “estamos de acuerdo”. Juan Luis los sacó ahora del conformismo. Buscó ejemplos en los que no estuvieran de acuerdo todos; buscó contraejemplos.
            -El chorizo nos gusta. La droga nos atrae. Deseamos hacer el vago. Pero no todos estamos de acuerdo en que todas esas cosas sean buenas. 


            Juan Luis recurrió al libro de Savater. Quiso zanjar así la cuestión, porque éste no era el debate que le interesaba.
            ¿Estaréis de acuerdo en que es bueno todo lo que no nos hace daño?
            El sí de la respuesta fue unánime en los alumnos.
            -Pero si yo ahora os pregunto que qué es el daño vosotros me lo relacionaréis con el dolor. Y si os pregunto por el dolor me diréis que es el sentimiento del daño. Y si os apuro un poco más, me diréis que es el sentimiento del mal. Y si queréis saber lo que es el mal, contestaréis que lo contrario del bien; y ya estamos liados otra vez; no salimos del círculo vicioso.
            Juan Luis ahora tomó carrerilla. Él tenía la sartén por el mango y los chicos ardían en deseos de saber cómo salir del atolladero.
            -Es bueno lo que produce placer. Y malo lo que produce dolor. El mal es lo contrario del bien como el dolor lo es del placer, y lo contrario del placer y el dolor es la indiferencia; a menos que penséis que la indiferencia es ya una forma de dolor. Ahora recurriremos a Savater; un placer es malo cuando te quita la posibilidad de disfrutar de los otros; la borrachera se disfruta mientras te estás emborrachando, pero luego te pierdes la fiesta, vomitas y te queda la resaca. Pero volvamos a la pregunta que os hice: ¿qué significa ser bueno?
            El silencio fue de nuevo el mensajero de la perplejidad. Pero Adriana, que sabía escarbar para buscar petróleo, dijo:
            -Bastará con que tomemos las definiciones que acabamos de hacer. Ser, según hemos dicho, es obrar, pensar y trabajar. Bueno es lo que se disfruta sin perder la capacidad de disfrutar después. Si unimos estas dos definiciones tendremos la respuesta a lo que preguntas; ser bueno será obrar, pensar y trabajar sin perder nunca la posibilidad de seguir disfrutando.
            Un suspiro de admiración recorrió las mesas donde se sentaban los alumnos. La sorpresa se notó en sus bocas abiertas. Juan Luis, acostumbrado a las piruetas dialécticas, no perdió tampoco su capacidad de sorprenderse; y le aplaudió la idea. Acto seguido pasó a comentarla.
            -Si yo trabajo bien soy un buen trabajador; un buen carpintero si hago buenas sillas, por ejemplo. Si pienso bien seré un buen pensador; en este caso un buen filósofo. Pero si obro bien seré bueno a secas. Una buena persona. Pues bien, ahora que estáis satisfechos os contaré algo que me pasó hace muchos años. Tenía yo la edad que tenéis vosotros ahora, y acababa de terminar el bachillerato. Yo era bueno en latín y en griego. Un compañero me pidió que le diera clases y se las di gratis. Y otro compañero, cuando se enteró, me dijo que yo era bueno. Añadió en seguida que no me lo decía como un cumplido. Al llamarme bueno me estaba llamando...
            -... tonto –respondió Raúl, que las cazaba al vuelo.
            -Efectivamente –concluyó Juan Luis-. Bueno también significa tonto, y tonto es el que se pierde la fiesta por estar ayudando a los demás; como la borrachera es la tontería del vino, así también la tontería es la borrachera del bien. Si es bueno lo que no te quita la posibilidad de disfrutar del resto de las cosas buenas, privarse del bien por ayudar a los demás no puede ser cosa buena; aquí entronca la filosofía de Nietzsche.
            Se paró, miró a los alumnos que estaban sentados y comprobó en sus miradas que se había despertado el interés. Prosiguió tranquilo.
            -La filosofía de Nietzsche es un alegato contra la moral: la moral entendida como forma de desvivirse por hacer el bien. Desvivirse; dejar de vivir. Si lo bueno te quita la vida no puede ser bueno. El sacrificio de sí mismo en aras de los demás es un absurdo; ¿tiene acaso más valor la vida de los demás que tu propia vida? Eso del amor cristiano, que sufre para gozar después de la muerte, no tiene sentido. La caridad que te doblega no es buena, porque no es caridad contigo. El amor al prójimo no está mal, siempre que no se asiente sobre el amor propio, sobre el desprecio de sí mismo; pues el amor propio no es esclavo del amor al prójimo como yo no soy esclavo de los demás. El amor, el bien, la vida, son buenos si no se suicidan. El sacrificio sólo tiene sentido si es en aras de un bien que se disfruta antes de morir; siempre que ese beneficio tenga más valor que los bienes que sacrificamos para llegar a él. Ahí está Nietzsche. Nietzsche no desprecia el amor, la generosidad, la solidaridad con el mundo; lo que desprecia es el sacrificio de la vida en el altar de la muerte, que vale menos; y después de esta vida ya no hay más. Dejar de vivir esta vida pensando en la otra no es soltar el pájaro de la mano por cazar los ciento que vuelan: es que no hay pájaros volando por el cielo, y el único que existe es el que tenemos en la mano. La vida es placer, sí, pero placer que requiere sacrificio: la vida es lucha; y la lucha por la vida se empeña en las cosas buenas que hay antes de morir; después habrá otras cosas, pero ya no será para nosotros; serán para otros seres que hayan empezado a vivir después. Nuestra vida existe antes de morirnos, y no podemos acceder a ninguna otra vida que no sea para seguir viviendo después; vivir nuestra vida es vivir lo que ya nos ha pasado; será nuestro eterno retorno.
 
2.
Intuición e inteligencia: lógica y razón.

            El eterno retorno... y las miradas se hundían en el ensueño. Nietzsche era el apóstol del eterno retorno, y nadie lo entendió. Porque no se expresaba bien.
            -Bueno, hay que ir con cuidado cuando se habla así. Nietzsche se expresaba muy bien, pero lo hacía con metáforas; y la metáfora, a diferencia del concepto, hace vivir las cosas que se dicen, y vivir es entender. Con el concepto se entienden las cosas sin vivirlas, y eso, valga la paradoja, es vivirlas. Con la metáfora vivimos las cosas aunque no las entendamos con la cabeza; pero las entendemos con el corazón; y con las tripas.
            -No entiendo nada –interrumpió Roberto.
            Juan Luis lo miró con el verbo interrumpido, y después hundió sus ojos en el vacío; como cuando quería buscar una idea y la perseguía por las nieblas de la conciencia.
            -¿Cómo te lo podría explicar?... Mira, imagina que tienes que explicarle el color verde a un ciego; si perdió la vista en un accidente, todavía se acordará del color; pero si nació ciego no habrá visto el verde en su vida. ¿Qué le dirías para que lo entendiera? ¿Que el verde es el color que hay entre el azul y el amarillo en el arco iris? ¿Le hablarías de su frecuencia y su longitud de onda para que lo entendiera? ¿Lo entendería si se lo explicaras así?
            Roberto abrió la boca sin contestar, como se quedan los que se quedan perplejos.
            -Si te dice Descartes que el color aparece en el arco iris cuando tu mirada, el agua y el sol forman un ángulo de 50 grados, ¿entenderías tú lo que es el arco iris? ¿Te darías por satisfecho?
            Roberto tardó un poco en contestar, y contestó sin estar seguro.
            -¿Qué te faltaría? –continuó Juan Luis-. ¿Qué necesitas saber que no te muestra la explicación del ángulo y los grados? ¿Por qué no tienes la sensación de haber comprendido?
            Roberto buscaba en su mente sin encontrar. Juan Luis le ayudó con otro ejemplo.
            -Fíjate: los electrones giran en torno al átomo en distintos niveles. Imagina que un nivel es una órbita, o un orbital, eso ahora nos da lo mismo; figúrate que cada órbita es una camino y que cada camino contiene un vehículo de dos plazas; por cada camino, por tanto, sólo puede circular un máximo de dos electrones. Si aparece un tercer electrón tiene que buscarse otro vehículo que irá por otro raíl, por otro camino, no pueden subir tres electrones en el mismo coche, no hay sitio para tanto. ¿Lo entiendes?
            -Sí, es fácil de entender: está claro.
            -Pero con esta explicación ¿entenderías del todo la realidad del electrón en el átomo?
            -Para nada.
            -¿Por qué? ¿No dices que lo has entendido?
            -Sí, he entendido que si por un camino sólo pueden circular dos, no es posible que pasen tres; pero lo que no entiendo es por qué no pueden circular más de dos.
            -Exactamente. Lo mismo pasa con el arco iris. Tú entiendes que cada color tiene su ángulo, pero ¿por qué ese ángulo precisamente? Tú entiendes que, partiendo de unas premisas, se dan obligatoriamente unas conclusiones. Pero ¿por qué hay que admitir esas premisas? ¿Por qué no pueden ser otras? ¿Siempre hay que aceptar el punto de partida? 


            -Sí, sí, estás en lo cierto. Es como si tu padre te dice “¡esta noche a las doce en casa!” Si aceptas esta imposición llegarás a determinadas consecuencias, ¿pero por qué tienes que aceptarla? ¿No puedes imponer tú otras condiciones?
-¡Pues eso es lo que os quería decir! –exclamó Juan Luis con alegría-. Una ecuación matemática, una descripción geométrica, te hacen entender las cosas desde un determinado punto de vista; pero si cambiamos el punto de vista la ecuación y el dibujo varían; habrán servido para que entendamos una perspectiva, pero no otras de las muchas perspectivas desde las que se puede enfocar el problema. Un matemático te explica las cosas desde un punto de partida que, sin querer, aceptamos. ¿Pero y si quieres entender esas mismas cosas desde una óptica diferente? ¿O independientemente del enfoque que le demos?
Juan Luis respiró. La respiración se hace presente, se insubordina, se impone, cuando uno la contiene para dejar pasar la inspiración.
-Cuando os hablo del modo de entender las cosas, os recuerdo que hay dos: uno es con la cabeza; el otro con el corazón. A la cabeza se llega con el concepto; al corazón, con la metáfora. Son dos ópticas diferentes, dos perspectivas; la cabeza entiende las cosas en el espacio, y el corazón las entiende en el tiempo. Cuando la cabeza quiere entender el tiempo lo parte en trozos y extiende cada uno en un lugar del espacio; asó lo entendía Bergson. El corazón, sin embargo, no entiende las cosas separándolas en partes, pero entiende el conjunto. Entender un conjunto sin entender las partes es intuición, entender las partes sin entender el todo es inteligencia. La intuición y la inteligencia son formas de la razón. La inteligencia comprende las cosas en sus límites, pero no entiende por qué hay límites, ni por qué hay unos límites y no otros; la intuición se salta los límites y vive lo que entiende, pero lo ve todo borroso; su entendimiento es difuso.
Ahí los chicos se perdían, y Juan Luis era consciente de ello. Pero se dejó llevar por el numen, que le estaba haciendo descubrir cosas nuevas; o perfilar cosas que intuía desde hacía tiempo, no sabría  decirlo. Pero aquél era un momento creativo en sus clases. A veces le pasaba. Explicaba cosas poniéndose en le mente de los chicos; pero al hacerlo, a veces las ideas se encadenaban solas y cobraban vida: y fluían. Su flujo era entonces creación como brota el agua de la tierra, como manan en la mente las ideas, como surge la luz desde las sombras; haciéndose manantial. Aquellos momentos tenían algo divino. Subyugaban a Juan Luis con su potencia. Llenándolo de energía, en una especie de éxtasis que une la idea con el corazón. Juan Luis se dejaba llevar por aquellos arrebatos dialécticos a pesar de que sabía que sus alumnos no lo entendían; pero había que dar a luz corazonadas e ideas y aquello requería su tiempo. Luego, cuando sentía que había terminado el parto, volvía a la realidad. Regresaba de nuevo con sus alumnos.
-Perdonadme. Sé que todo esto que acabáis de oír es ininteligible para vosotros. Rebobinemos la película y volvamos al principio. Os quería explicar por qué  Nietzsche se expresaba con imágenes mientras otros se han expresado con conceptos. Platón, el gran adversario de Nietzsche, también se expresaba con imágenes: con mitos, con metáforas, con vivencias. Curioso, ¿no? Pues bien, la metáfora surge cuando queremos entender las cosas más allá de lo que el concepto lo permite; entonces recurrimos al lenguaje poético, que nos hace sentir lo que no entendemos. Sentir, aunque sea no comprendiendo, es una forma de comprender. Se comprenden las cosas con el corazón, viviéndolas; metiéndote en ellas, no contemplándolas desde lejos. Por eso el lenguaje poético, que es más difícil de entender, parece fácil porque lo muestra todo como si fuera un juego de palabras, como si ese juego fluyera al margen de la razón, pero no es verdad. Nietzsche decía que lo suyo era irracional, pero no es cierto. La vida, que es lógica y sensibilidad, no se puede entender sólo con la lógica. Las razones del corazón podrán perecer ilógicas, pero no irracionales. Hablar es siempre expresarse con la razón; o de lo contrario no hablamos, sino que gritamos. Los seres humanos, decía Aristóteles, tienen palabra: a diferencia de los otros animales que sólo tienen voz. El ser humano es un animal que habla. Unos filósofos, como el propio Aristóteles, hablaban con la lógica de los conceptos, y sus palabras eran ordenadas, claras y precisas; y aunque fueran complicadas, se entendían bien. Otros, como Platón, hablaban con la intuición de las imágenes, y sus palabras parecían más hermosas y sencillas, pero todo era más complicado: porque no seguían un hilo claro y preciso, aunque tuvieran su orden; pero era un orden misterioso y escondido, un orden que el lector no encontraba señalizado, un orden que el lector tenía que encontrar. El lenguaje poético, que es mucho más bonito, nos permite entender muchas más cosas, pero con mucha mayor dificultad. Nietzsche no escribía como Aristóteles. Escribía como Platón.
Y Juan Luis se corrigió mentalmente cuando lo estaba diciendo. “No exactamente”, se decía a sí mismo. “No exactamente”. Pero para aquellos chicos aquellas palabras bastaban. No estaban listos para entrar en aguas de mayor profundidad.



viernes, 18 de agosto de 2017

EL ANILLO DEL NIBELUNGO




EL ANILLO DEL NIBELUNGO

 
            Os voy a contar una historia que quizá no conozcáis. O quizá sí. Se trata de la leyenda del oro del Rhin: ¿la conocéis?
            Las cabezas se movieron hacia uno y otro lado.
            -El tesoro de los nibelungos; ¿os suena?
            Las cabezas siguieron negando.
            -El señor de los anillos.
            Ahí ya muchos dijeron: “¡sííí...!” Y es que aquella generación había oído hablar de Tolkien, pero no del cantar de los nibelungos.
            -Veréis. Hay un río en Alemania que discurre entre bosques y montañas: es el Rhin. Hoy, a su paso por Frankfort, está contaminado y las fábricas han hecho mella en sus aguas. Pero antes no era así. Antes estaba rodeado de árboles, hierba, hongos, helechos y musgo; y los árboles se inclinaban en la orilla para besar sus aguas; y sus aguas eran cristalinas.
            “En el Rhin vivía un pueblo de enanos que se llamaban los nibelungos. Su rey, Alberico, era el hombre más rico de la tierra; y cuantas más riquezas atesoraba, más riquezas quería; Alberico estaba obsesionado por el oro del Rhin. El oro yacía en el fondo del río, bañado por sus aguas. El lecho del Rhin escondía un fabuloso tesoro.
            “Tres ninfas había en el fondo del río. Tres ninfas lo guardaban. Nada opusieron cuando Alberico se llevó el oro. Sólo le advirtieron que el oro daba poder, pero a costa de arrebatarles el amor. Alberico, borracho de codicia, eligió el poder. Y cuando salió del río le pidió a Mime que le hiciera dos cosas: un yelmo que lo volviera invisible y un anillo que lo hiciera poderoso. Mime era su hermano. Los nibelungos vivían en cavernas trabajando los metales, y Mime sabía trabajar muy bien el oro; de sus manos salieron el yelmo y el anillo.
            “Pero el dios Wotan le arrebató todos sus tesoros y Alberico, despechado, lanzó una maldición. Desde entonces el oro le trae al mundo la destrucción, y el anillo es el heraldo del dolor. Wotan les dio el tesoro a dos gigantes para saldar una deuda: Fafner y Fasolt; y los gigantes, que siempre estaban de acuerdo, empezaron a pelearse. Fafner mató a Fasolt y Wotan aprovechó la pelea para apoderarse del anillo; pero lo dejó en el bosque, en una gruta, custodiado por Fafner, y a Fafner lo convirtió en dragón. 
 
   
         “Mime codiciaba el tesoro y esperaba su oportunidad. Su oportunidad llegó cuando murió Sigmundo. Sólo Sigmundo había podido arrancar del tronco de un fresno la espada que en él había clavado Wotan: y aquella espada fabulosa se rompió durante el combate. Su esposa, Siglinda, al morir Sigmundo, murió también: pero antes se encontró con Mime y le entregó al pequeño Sigfrido, su hijo; y le dio los dos trozos de la espada de su padre.
            “Sigfrido creció y Mime ambicionaba el anillo. Sus ojos pérfidos lanzaban destellos de codicia. Se afanaba en unir los dos trozos de la espada para que Sifgrido matara al dragón, pero no lo conseguía; y fue Sigfrido el que, al hacerse joven, consiguió forjar la espada de nuevo. Sigfrido mató a Fafnir y luego a Mime, advertido de su codicia por el canto de los pájaros: para él fue entonces aquel enorme tesoro. Pero se quedó con el yelmo que volvía invisible y con el anillo que hacía realidad todos los deseos. El anillo se lo dio a Brunilda cuando se casó con ella, y por eso él conoció el amor; pero para ella ya sólo quedaba la muerte.
            “Sigfrido se había bañado en la sangre del dragón, que lo volvió invulnerable; pero le cayó en la espalda una hoja de tilo, y aquel fue el único lugar de su cuerpo que siguió siendo vulnerable; Hagen, el hijo de Alberico, le clavó allí su lanza y lo mató. Y se echó sobre él para arrebatarle el anillo.
            “Todo ardió en un cataclismo infernal. Todo se consumió y fue la maldición del anillo. Sin saber cómo, ni de dónde, las aguas del Rhin volvieron para sepultar el tesoro que nunca se les debió quitar. El anillo quedó convertido en ceniza. El anillo del nibelungo. Sólo trajo destrucción y muerte, porque liberó al deseo de la fuente que lo protegía, que era el amor. Los deseos, desorientados, se quedaron perdidos, y fueron entregados a una libertad de la que ya no pudieron disfrutar nunca.
            Sintió los rostros transfigurados, como si tuvieran que volver de un paraíso; y era que la historia les había gustado. Juan, entonces, les sacó su moraleja, que era lo que pretendía inculcarles con aquella historia.
            -En el mundo –dijo- hay muchos tesoros. Mucho oro del Rhin, mucho anillo del nibelungo. O quizá mejor; es el mismo anillo que rueda de sitio en sitio, y a quien se lo encuentra le trae el poder y la desgracia. Los tesoros del mundo son tentaciones para nuestros sentidos, pero bajo las apariencias está el anillo escondido. Hay que estar alerta ante los tesoros del mundo. 


            -Pero entonces ¿no tenemos derecho a ambicionar riquezas? –objetó Cristal con vehemencia.
            -Sí, por supuesto. Todos tenemos derecho a hacernos ricos. Todos tenemos derecho a prosperar. Pero tened cuidado, porque las riquezas, cuando nos sobran, nos empujan a buscar cosas que no necesitamos; cosas que nos perjudican. Gabino fue un pastor analfabeto al que le tocó la lotería: dejó de trabajar; se emborrachó de lujo y dinero y estropeó su vida. Urtain fue campeón de boxeo y no supo gobernar su riqueza: acabó ahogado en deudas, y las deudas acabaron con su vida: se suicidó. Es peligroso tener más de lo que podemos gastar, porque entonces (parece una paradoja) la riqueza nos empobrece.
            -¿No es bueno ser rico? –le apremió Darío.
            -Sí que lo es, siempre y cuando tengamos otro tesoro: que es nuestra riqueza personal, manada del amor. Los tesoros del mundo nos dan poder, y nuestros íntimos tesoros nos dan amor. La libertad, si sólo es poder, causa nuestra desgracia; sólo somos felices cuando la libertad ama, cuando el poder está guiado por el sentimiento. Eso ya lo decía Platón, pero de Platón hablaremos otro día.
            Juan Luis meditó un momento antes de acabar la clase. Y al hacerlo se quedó mirando con el rostro a sus alumnos, pero con los ojos miraba al suelo; y como recordando instintivamente que para concentrarse hay que callar, se apoyó con el pulgar en la barbilla tapando los labios con el dedo índice. Los alumnos, mientras tanto, extendieron su murmullo, y aquel murmullo no le impedía meditar. Al cabo de un rato (que quizás fuera medio minuto) la mente de Juan volvió de donde estaba.
            -Veréis. Hay varias formas de sentirnos afectados por las cosas. Las emociones son afectos muy fuertes, pero duran muy poco. Los sentimientos son todo lo contrario: son delicados, pero duran mucho. Las pasiones son fuertes como las emociones y duran tanto como los sentimientos. Sin amor, nuestras pasiones son obsesiones. No está mal ser feliz cuando somos ricos, pero no hay que obsesionarse con el dinero.
            Por la noche todavía le daban vueltas estas cosas. Le martilleaba la idea del amor y la codicia. Le rondaba la maldición del anillo. Y cuando acabó de cenar, después de estar un rato con Doris e Ingrid, las dejó viendo la televisión y se volvió a su cuarto; se preguntó por qué no podemos fiarnos de la riqueza; por qué es tan peligroso ser rico. Por su cabeza, como una nube, flotaban sombras de barrigas hinchadas que anunciaban la tormenta; y eran la presencia siniestra de una pasión, de un tesoro: el tesoro de los nibelungos.



viernes, 11 de agosto de 2017

EL ODIO







EL ODIO 



             El odio. El odio se extiende como la pólvora e inunda los campos, los ríos y los valles. Se cuela por las ventanas, por los rincones de la casa, anida entre serpientes y se instala en los corazones. El odio es la rabia contenida durante muchos años, el hambre, la dureza de una vida miserable, la ceguera por los niños muertos, los bríos de la juventud, el deseo de impartir justicia, la impaciencia injusta, la venganza. El odio es el desprecio del señor, el gesto altivo, la explotación del amo; el odio es la mirada implacable que no se enternece ante los vaqueros de cinco años, ante los niños que pasan hambre, ante los que viven la nostalgia entre los lobos, los niños que no pueden ir a la escuela. El odio y la venganza son dos jinetes temibles que escaparon del Apocalipsis. La impotencia de quien no puede dirigir su vida y se siente incapaz de cambiar la de los otros. Sólo la fortaleza puede acallar las voces del odio. La firmeza que forja la casta en el carácter, no en la cuna ni en la sangre. Y Casto tenía una altura moral que le hizo elevarse sobre las pasiones mezquinas de la gente; su pasión, ligada a la defensa de la libertad, estaba contenida en el fuero de Sepúlveda, en la igualdad paseando entre las casas, en la independencia de Fernán González. Pero cuando la libertad forjada en la casta libera también un odio secular, no hay otra salida más que la guerra.
            La dureza de la vida llevó a algunos hombres a organizar la casa del pueblo en Chozas de la Sierra. Y un día, después de comer, vio Mariano a mucha gente que iba con camionetas por la carretera de Miraflores. Había coches llenos con un montón de personas montadas en los laterales. Y una voz, ahogada entre el griterío, dicen que decía:
-¡Aprovechaos, cabrones, que poco os va a durar!
            Era el diecisiete de julio de mil novecientos treinta y seis. Y era aquella vieja rivalidad entre Chozas y Colmenar Viejo la que, un día, de pronto, ocupó el frontispicio de la escena. El odio se enseñoreó de muchas tierras y muchos corazones. Chozas era un pueblo de derechas. En Colmenar, la izquierda estaba radicalizada. Iban muchos de Colmenar buscando a las autoridades de Chozas para darles el paseo; querían matarlos y dejarlos tirados en la cuneta, pero los socialistas de Chozas no lo consintieron; pusieron control en el cruce de las carreteras de Manzanares, Guadalix, Colmenar y Miraflores, y allí hacían guardia, por turno, jóvenes y viejos, que no dejaban pasar a nadie que no estuviese acreditado.
            Fueron a Chozas muchos de Colmenar para prender fuego a la iglesia, pero los de Chozas no los dejaron. Tuvieron que retirar los santos y prenderles fuego, y tuvieron que hacerlo para que lo vieran los extremistas, que ardían en deseos de arrear con todo y hacer tabla rasa del pasado. La iglesia hubiese ardido por los cuatro costados si aquel puñado de vecinos no hubiera hecho aquella escenificación para poderlos aplacar. ¡Cuántas veces llegaron las juventudes anarquistas de Colmenar, cargadas de botellas de gasolina, para arrasarlo todo! Los dirigentes de Chozas tuvieron que escenificar un sacrificio para conjurar los malos espíritus, y en el altar de los vientos de venganza ardieron los santos, se destruyeron los altares y transformaron la iglesia en cuerpo de intendencia. Aquellos hombres de la U.G.T. que tomaron las riendas del pueblo eran inexpertas en política, pero salvaron al pueblo. 


            También exigieron que les entregaran al cura, pero lo escondieron; y cuando ya no pudieron seguir ocultándolo le dieron un traje, un sombrero y un salvoconducto, y lo pusieron en el autobús para Madrid; allí se las arreglaría como pudiera. Al secretario del ayuntamiento, que fue cesado por la U.G.T., también lo buscaban los de Colmenar. Muchas veces, asustado, iba con Casto al ayuntamiento y daba rienda suelta al miedo que le atenazaba:
            -¡Que vienen y me matan!
            A lo que Casto respondía:
            -Cierre usted la puerta y aquí no entrará nadie.
            Al empezar la guerra Casto fue tesorero. Después pasó a secretario y terminó haciendo de todo; era secretario y presidente de abastos. Quiso en un principio ir voluntario al frente. Y ya iba a casa, con el fusil al hombro, a despedirse de su familia cuando su hija Victoria lo convenció para que se quedase: entonces le ordenaron estar en el pueblo a la cabeza de la organización, porque allí hacía tanta falta como en el frente. Cuando, sintiéndose perseguido, el secretario buscaba cobijo en él, muchas veces le ofreció dinero y una casa que tenía, con una huerta muy frondosa, de fresón y árboles frutales. Casto, de conducta intachable, lo rechazó. Entonces le llevó una botella de coñac y una caja de puros, pero él no bebía ni fumaba y, además, andaba mal del estómago. No, Casto no aceptaba nada de lo que no era suyo.
            Aquel día no estaba Casto de servicio. Al atardecer, al amparo de las sombras, aprovecharon los de Colmenar para llevarse a Saturnino y a Jerónimo. Y en la cañada de Manzanares, junto al prado de Herrero, les aplicaron la ley de fuga. Los pobres hombres corrieron en desbandada sorteando los disparos. Jerónimo cayó muerto. Pero Saturnino corrió en zig-zag y se salvó, aunque quedó herido. Nada se supo de él y se pensó que había escapado a la sierra, camino de Segovia, donde había triunfado Franco. Pero Saturnino Vertólez (Nino, como le llamaban) se presentó a un criado suyo que estaba en la finca de Los Cerrillos, con las vacas, y le pidió un frasco de veneno del que usaban para las pezuñas; el criado se lo dijo a Casto y éste se movilizó con sus compañeros para impedir que ingiriera el veneno. Le hicieron una cura de urgencia y no pudieron hacer más, porque a ellos mismos los estaban acusando de fascistas. Nino Vertólez desapareció y no se supo más de él. La culpa de su muerte recayó sobre la casa del pueblo.
            Vicentillo dirigió Acción Católica después de la muerte de Jerónimo. Hubo que denunciarlo para poderlo salvar, a sabiendas de que no cumpliría la pena por ser menor: otra de esas escenografías que aplacaban las iras de Colmenar; pero luego, al acabar la guerra, la ira lo trastocaría todo para denunciarlos a ellos. Y la gente salvada era como la serpiente aterida de frío, que picó de muerte al buen hombre que le dio cobijo en el momento mismo en que empezaba a entrar en calor. 
 

            Llegó un hombre a casa de Casto preguntando por él. Era allá por el mes de agosto. El calor era sofocante y en la sierra se ocultaba el sol, cortado por la cuchilla del horizonte y salpicando el cielo, dejando en él un rastro ensangrentado. Lloraba como una magdalena cuando decía:
            -¡A mi padre lo quieren matar! ¡Marcelina, dígales que lo salven! Está escondido fuera de casa, pero ya no podemos llevarle de comer porque nos siguen. El pobre tiene que dormir en lo alto de las encinas.
            Aquello pertenecía a otra jurisdicción. Pero Casto, valiéndose de los amigos, hizo que los llevaran a Chozas en el camión de abastos. Tuvieron que ir desde el monte de Viñuelas, que era donde trabajaba aquel hombre amenazado de muerte como administrador, y Casto le pidió al secretario que le alquilara la casa del río que le había ofrecido tiempo atrás; pero el secretario no quiso cobrar el alquiler a la familia del hombre que dormía en las encinas, y éste se salvó de una muerte segura.
            Y le acusaban de fascista por ayudar a escapar a los fascistas: eso era lo que decían, al menos. En Chozas se roturaron fincas de ganado bravo, se cogía trigo en cantidad suficiente para comer, sembrar y vender, se cogían patatas, judías, garbanzos, melones, almortas... Había vacas y leche. En el pueblo sólo escaseaba el aceite, pero se iban a la Mancha, a Jaén y a Puertollano, y lo cambiaban por trigo; el aceite lo repartían gratis por arrobas, ya que lo consideraban fruto del pueblo. Y repartían camiones cargados de naranjas que traían de Valencia. En muchos lugares de España se pasaba hambre, pero en Chozas, en guerra, nadie pudo decir que la sufriera.
            Mucho era el trabajo que eso le exigía al sindicato. Las gentes como Casto apenas tenían tiempo para su casa, ¡y el pobre Mariano aprendió las tablas de multiplicar! Las aprendió porque ya no existía el miedo a su padre. Se asombró un día comprobando que se las sabía. Su madre le tomó la lección y supo decirlas de todas las maneras, salteadas y de carrerilla, al derecho y al revés. Por aquel tiempo era cuando más iba a la escuela (aunque a veces faltaba a ella, porque tenía que trabajar para compensar en casa la falta de su padre). Eso era entre primavera y otoño. El invierno, con su aliento, era su aliado: el frío, la escarcha, los tejados de hielo, las ventiscas: el invierno era temporada de no trabajar fuera, de estar cerca de casa, de ir a la escuela. Y unas veces era con maestros de la estirpe que a su bienhechor traidora mata, y otras con lo que en su mente eran “buenos republicanos”. Don Benito era uno de estos maestros. No discriminaba a los niños ni hacía diferencias entre los chicos del pueblo y sus propios sobrinos, y así cuajaba en él su lenta identificación con los principios del fuero de Sepúlveda. Mas no todo había de ser jardín de rosas, que aparecieron un día, entre los torvos remolinos y el pensar aterido de las nieves, como pálidas figuras, los piratas de la sierra.



2.

            Los piratas iban a matar el ganado bravo que había en las fincas, para que pudieran ser roturadas. Decían que era para llevar carne al frente, y quizá al amparo de esa excusa –pensaba él- alguno hiciera negocio. La F.A.I., como una mano invisible, se enseñoreaba de los campos. También pedían prestado a las tiendas y luego iban los comerciantes al sindicato, sin que Casto pudiera atender sus quejas. Y como el miedo guarda las viñas, los pastores llevaron las ovejas a la sierra. Casto tenía las suyas en el hueco de San Blas, y desde allí las llevó a Peñalrayo; de allí a la sierra pasó un mes Mariano, con once años, alejado de su familia y reconociéndose de nuevo en el regazo de la nostalgia. Allí estuvo con los mayores del pueblo. Pero Casto tenía mucho trabajo en abastos y no podía tener las ovejas en condiciones; y cuando las vendió, con idea de volverlas a comprar cuando acabara la guerra, un cascabeleo alegre sonó en el corazón de Mariano. Para él era un infierno y prefería ir a trabajar antes que ir con las ovejas: aunque donde de verdad recayó fue en la escuela, y en aquel tiempo aprendió buena parte de lo que supo después cuando dejó de ser niño.
            Su primo Dionisio iba a Chozas con frecuencia. En Puertollano tenían cabras, pero no podían vender la leche y por eso la intercambiaban en Madrid; siempre que podían visitaban a la familia que tenían en Chozas. Pero Dionisio era falangista: ¿qué sentiría al ver a Casto en plena efervescencia socialista?
            Había pasado un año desde el inicio de la guerra. El ganado, abandonado en el campo, era un ejército de aves sin nido. El gobierno de la república autorizó a explotar el ganado a quien pudiera hacerse cargo de él, con la condición de devolvérselo a sus dueños cuando aparecieran, ya acabada la guerra. Casto se hizo cargo de cincuenta ovejas. Y Mariano, que tanto había huido de las propias, se encontró con que ahora tenía que cuidar de las ajenas. Iba por las cañadas y las dejaba pastar en una finca del sindicato: se llamaba el cerro de la Parra, o también de la Manigua; por las noches las guardaba en un casillón que había detrás de la casa del tío Cirilo de Manzanares. Por el hueco de San Blas estaba la Esperadilla, donde la guardia civil dio muerte al bandolero; allí lo esperaron -de ahí su nombre- después de un chivatazo: ya no se oyó hablar más del Tuerto Pirón. Y en aquellos parajes, donde guardaba sus ovejas el niño pastor, fue como una premonición que exhalaba de la hierba sin que él se diera cuenta de su presencia. El hijo de Vertólez se hizo mayor de edad y tuvo que cumplir dos meses de condena por ser presidente de Acción Católica. Casto no pudo evitarlo por mucho que se lo pidieron sus padres, pues el asunto estaba en manos judiciales y nada podían hacer, ante los jueces, las gentes del sindicato. Y el rencor tejió en los corazones barrotes más duros que los de la cárcel, cuando la ira contenida se transformaba lentamente en venganza. Las cárceles del alma son implacables y mal puede flotar entre ellas un corazón en un mar de ira, que al punto se lo tragan remolinos frenéticos hacia el abismo de la desolación. Y así el resentimiento, haciendo mella en un corazón injusto, musitaba lentamente su venganza.
            -Deja a Casto. Ha podido evitar que Vicentito fuese a la cárcel, y no ha querido. Pero pronto cambiarán las tornas y ya verás cómo las pagará todas juntas. ¡Me las pagará!
            La sombra de la Esperadilla se erguía sobre Mariano como un presentimiento, pero él no sabía que tenía tan cerca la sombra de Judas; la serpiente que muerde la mano que la sacó del frío, las turbas turbias que esperaban la venganza todas juntas; el linchamiento. Nada sospechaba él, que compartía con todos el deseo de que acabara la guerra, hasta qué punto había  crecido en el pueblo el deseo de venganza. Y la guerra acabó un día. Lo supo porque, cuando volvía a casa con las ovejas después de la puesta del sol, vio una bandera blanca en lo alto del hotel de don Alfonso; junto a ella había una bandera bicolor. Y entonces se acordó de su niñez, en la escuela de el Arenal, donde había conocido dos banderas: primero fue la bicolor, y después la tricolor. Y se acordaba también de aquel cantar que decía:
                                   La República se ha muerto,
La han llevado a enterrar;
Le han echado poca tierra
Y ha vuelto a resucitar. 

 
            ¡Cuántos recuerdos se le vinieron a la cabeza en un momento! Más tarde, cuando su uso de razón estuviese más asentado, sabría que si para que volviera la bandera tricolor era necesaria otra guerra, él preferiría la bicolor. ¡Pero qué recuerdos tan entrañables le brotaban en los pensamientos republicanos! Al irse a Chozas había vuelto la mirada hacia el monte diciendo:
            -Adiós, Valdenaverre, ¡ojalá no te vuelva a ver!
            Y ahora veía que faltaba la bandera de la república y pensaba:
            -¿Cuándo la volveré a ver?
            La guerra había terminado. Ahora oía sobre su cabeza el ruido de unos aviones y al levantar la vista vio que eran unos júnquers alemanes. Pensó, aliviado, que ya había pasado la pesadilla y se quedó mudo, atónito, cuando apenas cinco minutos después empezaron a bombardear. ¿Por qué, si la guerra había terminado? ¿Qué sentido tenía todo aquello? ¿Por qué? El uno de abril de 1939 iba Mariano a comer a casa. Su padre llegó al momento, se sentó con la cabeza baja y dijo:
            -Al pasar por la plaza me han salido al paso dos soldados. Me han encañonado con sus fusiles y me han dicho: “¿dónde va usted?” “A casa”, les he dicho: “a comer”. Entonces ellos me han dicho que no me moviera de mi casa.
            “Ya no hay nada que hacer. Todo está terminado”. Esas fueron sus últimas palabras. Aquel día, ya intranquilo, temeroso, se ovillaban en su garganta y le costaba mucho tragar saliva. Ahora sí que no sabía nadie lo que podría ocurrir. Mientras tanto la radio severa, monótona, lanzaba a los oídos su terrible letanía: “en el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.

3.

            Pero bien se ve que no es fácil la vida de un corazón en un mar de ira. El uno de abril de 1939 era una tarde apacible. Estaban con las ovejas. Casto, cabizbajo, miraba a su hijo y empezó a hablarle con el corazón en la mano:
            -Mariano, hijo: ¿qué quieres que hagamos? ¿Vendemos la casa y nos vamos a Puertollano? ¿Compramos cabras? O una huerta, como la del tío Laureano. Si quieres compramos una huerta, vendemos la leche y la verdura y de eso vivimos. Lo que tú quieras.
            ¿Qué temores asaltarían su cabeza para empezar a hablar así? ¿Qué oscuros auspicios, qué extraños presentimientos? El chico nada podía decir. Se le saltaban las lágrimas porque su padre nunca le había hablado de aquella manera, y al final le dijo:
            -A mí me gusta más una huerta.
            -Pues una huerta compraremos.
            Llevaron las ovejas al casillón donde las guardaban por la noche. Y no había entrado aún la mitad de los animales cuando llegaron un oficial y dos soldados. Estaban armados hasta los dientes y les acompañaba un hombre del pueblo; un desagradecido que, como Judas a Jesucristo, le señaló ante los militares y dijeron:
            -Señor Casto, venga usted con nosotros al ayuntamiento; tienen que hacerle algunas preguntas. 


            Aquel era el temor que atenazaba el corazón de su padre. Con un vuelco, le pareció que al tragar saliva se le iba por la garganta toda la sustancia de su vida. Pensaba en sus hijos. En su mujer. En los soldados, que materializaban recónditos demonios que él se negaba a aceptar. Todo su ser se encontraba paralizado cuando los miró. Y, como temiendo, sin reconocerlo apenas, alguna cuchillada del destino, sintió frío cuando se derrumbaba el mundo sobre su alma. Sacaba fuerzas de flaqueza cuando les contestó:
            -Déjenme ir a casa por una manta.
            -No hace falta –repetía Judas, con el corazón negro mientras se le iluminaba la cara por el sol. Bien sabía Casto que aquél era uno de los que él había salvado. De dónde le venía la inquina por la venganza, no lo sabía-. Sólo es para hacerle unas preguntas. En seguida vuelve a su casa.
            Nunca más volvió. Cuando, aquella noche, le preguntó su madre si se lo habían llevado detenido, Mariano le contó lo de la manta. Y sí que dio vueltas la manta como un extraño juguete del destino. Aquella noche mandaron al alguacil a su casa para buscar una; y al día siguiente también le dijeron a su madre que se llevase ropa, que querían hacerle unas preguntas a ella también. Planeaba un espíritu siniestro sobre la casa de Marcelina, a la que tuvieron veinticuatro horas detenida. Hasta que Macario, el hijo del tío Enrique, el del estanco, que era jefe de Falange, llegó y les dijo:
            -¿Por qué retenéis aquí a esta mujer? Dejadla que se vaya a casa con sus hijos, que esta mujer no ha hecho nada.
            Y se esfumó el espíritu del miedo, el hijo de la guerra, el fantasma del hambre, el cuarto jinete del Apocalipsis. Pero al mismo tiempo se extendía la ira, se cubría el pueblo de miedo, reinaba la venganza. Manolo, el hijo del Mangurrín, fue adonde estaba Mariano y, sin decirle nada, levantó el brazo estirando la mano. Mariano no sabía lo que era eso; la sencillez del pueblo, agobiado por el trabajo y por la privación, no le había dejado tiempo para aprender esas cosas.
            Un día fue a Miraflores a ver a su padre. Habían improvisado una cárcel en una casa en obras. Esperaron un poco y al final salió. Estaba sin afeitar. Mariano, que nunca lo había visto así, tuvo la sensación de ver a un presidiario. El chico estaba tan emocionado que no pudo contener las lágrimas; y no comprendía por qué su padre tenía la cara alegre y le sonreía como si estuviera contento. ¿Estaba tranquilo porque ignoraba lo que le iba a pasar? ¿Acaso la satisfacción de haber sido bueno con todos convivía en él con la ignorancia del inocente, que creía que si a tantos había salvado a él no lo podría condenar nadie? ¿O era una alegría fingida, pensada para quitar de su hijo esa pena que él sintió que tenía cuando le vio llegar? ¡Y qué pena se le pondría a él, en la soledad de su alma, viendo nubes sombrías que amenazaban con arrebatarle a su hijo bienamado! ¿Cuándo, cuándo podría volverlo a ver? El secretario, mientras tanto, le decía:
            -No tengas miedo por tu padre, que no le va a pasar nada. Si lo juzgan, a lo mejor le echan cinco o seis años por política; pero luego, con indultos y rendimientos de penas, no va a estar ni uno siquiera.
            Y fueron días de persecuciones y registros. Días de llamar a la puerta, de sacar la ropa de la cómoda y dejarla tirada en el suelo. Días de guardarla y volverla a sacar, hasta que su madre dejó de guardarla. Días de desorden y de abandono, días de orfandad y desolación, de indefensión y de miedo, cuando los duros nubarrones hasta pudieron hacerles olvidar el hambre. Todo empezó cuando le pidieron a Mariano lo que él y su padre habían escondido en el casillón. Él, en su inocencia, desenterró una piel que habían guardado allí.
            -No. No es esto lo que tu padre me ha dicho que habéis escondido aquí. Es otra cosa.
            Y le hicieron cavar con una azada toda la planta del casillón. De norte a sur, de oeste a este. Después le llevaron al estercolero que tenían en el patio de su casa, que les servía para echar la basura de los animales. Le hicieron cavar una y otra vez hasta el cansancio, y cuanto más se cansaba más le decían:
            -¡Anda, rojillo, que bien puedes! 


            Lo que buscaban era una pistola. Un día se la encontró su tía mientras cogía hierba para los conejos. Se la llevó a un hombre que decía que un amigo se la iba a arreglar, y lo que hizo fue denunciarlo por tenerla en casa. Y fueron días de venganza, donde los corazones se ahogaban en un mar de ira. Días de ajuste de cuentas, de buscar castigos y revanchas, de remover el pueblo buscando pruebas. O fabricándolas. Días poco propicios para la infancia perdida, para las madres sin maridos, para los hijos sin padres: y para los padres privados de sus hijos. De Miraflores se los llevaron a Cerezo de Arriba, y de allí salieron los que no tuvieron expediente. Con Casto iban el tío Lucio, el tío Julián, el Mangurrín, Antonio, Sandalio, y tanta gente que había estado en el frente sólo por haber hecho la mili en la zona republicana. Los detuvieron. Fue el día uno de abril, cuando encerraron a todos los que habían sido dirigentes. Aquella noche parecía que el pueblo iba a explotar, tal era la algarabía de cohetes y de luces que habían preparado. Y una de aquellas noches los del frente salieron a orinar: se escaparon, volvieron a sus casas y nunca nadie los molestó. Pero Casto siguió en la cárcel. Casto, aunque fue bueno, había sido político. Casto estaba expedientado. Bueno, sí que tuvo algún pecadillo: por ejemplo, ser severo con sus hijos; pero eso eran cosas de aquellos tiempos.
            De Cerezo los llevaron a Colmenar. Era un viejo convento (el convento de San Francisco), que habían habilitado como cárcel porque todo estaba lleno de presos. Allí iba Mariano con su madre desde Chozas a llevarle la comida; otras veces iba con su hermana Victoria. Y le dolía el alma cada vez que despuntaba el alba y pensaba que tenían que ir andando hasta Colmenar Viejo. Todos los días, hacia las diez de la mañana, sacaban a los presos a un patio y desde una verja los podían ver.
            ¡Qué ironías tiene el destino! ¡La gente que llevaba comida a los presos era la que se estaba muriendo de hambre! ¡Qué ironías! No les valió de nada el dinero que habían sacado de la venta de las ovejas. Era dinero de la república, y Franco decretó que no valía nada. Se quedaron en la calle, sin trabajo y sin dinero. Malvendieron una cerda, y unos cochinillos que su padre tenía preparados para destete. También se llevaron dos o tres cabras que tenían para la leche de cada día; se las quitaron porque decían que las habían robado; que no eran suyas. Y los dejaron sin nada que comer, sin trabajo, sin dinero, sin padre: sin nada. Desamparados. Y cuando recordaron que su padre les había prometido que, de mayores, Mariano iría de botones al café que la prima tenía en Puertollano, su madre les dijo:
            -Pues sí, Mariano, vete allí; te darán de comer y cobrarás un sueldo. Y que vaya también Marcelo. Yo me quedaré con Victoria y con Lorenzo, y con Casto, que es un niño: ellos todavía son pequeños. Así nos defenderemos mejor.
            Y otra vez la soledad. Otra vez la nostalgia. Como cuando salieron de Orejana, dejando los montes de Valdenavarre, en busca de un mundo donde vivir. Ahora se iban de Chozas en busca de un mundo mejor, o quizá más bien de un mundo menos malo. Cada vez que uno se va, postrado ante lo desconocido, se arranca la tristeza soñando en un mundo nuevo. Es lo que nos hace continuar: los sueños. La esperanza de otra vida  cuando en aquélla no había esperanzas. ¡Qué diferencia de cuando salieron de Valdenarravarre! Entonces salieron ilusionados, ahora abatidos. La sombra de Almanzor, amenazante, se proyectaba sobre el corazón indómito de su padre. Un hombre de Sepúlveda, de espíritu libre e independiente por donde cabalgaba Fernán González.
            Y ahora se iban, por un horizonte desconocido, vomitados por la tierra donde habían querido vivir. Una tierra que se había vuelto inhóspita, soterrada, maldita, un lugar donde no había sitio; un ganado que no sería suyo, unas ramas que no darían leña, una casa donde pasarían frío, un lugar donde habría indiferencia. La vida era un erial. Y el sol, cuando se ponía, en sus sangrientas ascuas les escamoteaba el horizonte.
Y hace falta un horizonte para vivir.