viernes, 26 de noviembre de 2021

MÁS ALLÁ DEL ARTE DE CONSUMO: LAS BELLAS ARTES

 

 

MÁS ALLÁ DEL ARTE DE CONSUMO:

LAS BELLAS ARTES

 


            El arte es una creación artificial. Toda creación es artificial pero no necesariamente artificio, que lo artificioso no es arte; a lo que es artificioso lo llamamos engendro, no creación, y un engendro es el producto de una técnica más o menos sofisticada para producir objetos. No es lo mismo lo ingenioso, que es producto del ingenio, del ingeniero, que lo artístico, que es producto de la inspiración, del artista.

            Creamos cuando producimos algo nuevo, cuando engendramos cosas insólitas y novedosas a partir de viejos materiales; cuando ordenamos cosas conocidas para dar a luz cosas que desconocíamos. En la creación hay un saber hacer y unas destrezas (la técnica), y un saber qué hacer (la meta, la intención, el objetivo); saber qué hacer y cómo hacerlo; o descubrir el cómo (la técnica aplicada a los materiales, el diseño) para realizar (o materializar) una idea que tenemos. Muchas veces esa idea puede ser vaga; sabemos qué problema queremos resolver pero no sabemos qué invento necesitamos para resolverlo. Inventar algo quizá no sea sólo ingeniarnos para realizar una idea, sino sobre todo buscar también cuál es la idea que queremos realizar; tal vez lo hallemos por un toque de inspiración, por un destello de ingenio o tal vez, por qué no, simplemente por azar.

            Cuando las creaciones son fruto del ingenio pertenecen a la industria. Cuando son fruto de un destello lo llamamos arte. El inventor puede ser un ingeniero si encuentra lo que busca guiado claramente por el problema que quiere resolver; pero si no sabe lo que busca pero sí qué quiere hacer, porque el problema que pide solución no tiene en sí mismo las claves de su solución, entonces el inventor es un artista. El inventor se ve guiado por la necesidad, y por la utilidad, y puede ser ingeniero (si lo guía su ingenio) o artista (si lo guía el genio, el latido, el destello, la inspiración); un ingeniero puede ser ingenioso o genial.

            Pero cuando hablamos del arte como ideal no nos estamos refiriendo a satisfacer necesidades, ni a buscar objetos que nos pueden resultar útiles, sino a crear cosas que nos dejen satisfechos de haberlas creado, a encontrar emoción en la tarea, a dejarse llevar por un impulso apasionado y, a fin de cuentas, por la felicidad. El artista puede ser ingenioso para resolver problemas que le plantea la técnica, pero esa misma técnica está al servicio del genio, del latido, del impulso creador, del objeto que trasciende por encima de la realidad. Un artista no nos hace más fácil la existencia sino que nos lleva más adentro en el ser de las cosas; no busca una existencia más fácil sino la misteriosa esencia de la realidad.

            El pintor tiene un sueño en la mente y para llevarlo al lienzo se enfrenta con problemas técnicos que debe resolver; y cuando inventa el instrumento que le resuelve esas dificultades (por ejemplo la técnica del claroscuro, el descubrimiento de la perspectiva, la mezcla de colores para producir un nuevo color que aún no conoce nadie y que no le han enseñado en el taller); cuando resuelve, pues, esos escollos, esa técnica que acaba de inventar no es más que un instrumento para desarrollar la idea que tiene en la cabeza; el sueño nebuloso, la intuición más o menos vaga, la forma que pugna por salir. Y lo mismo le pasa al músico, al poeta, al escritor de relatos, al escultor, al arquitecto, al actor, al director de teatro o de cine, a quien tiene que diseñar el curso de una danza o a quien tiene que escribir un guión. 



            La palabra “arte” (“ars” en latín) significa lo mismo que en griego “techné”. Pero el arte es la entrega a la inspiración mientras que la ingeniería es la inspiración puesta al servicio de la utilidad; que viene de la necesidad. Cuando se pone al servicio del entretenimiento, del placer y del espíritu que se satisface lo llamamos juego. Y lo llamamos deporte si tanto el genio como el ingenio los ponemos al servicio del espíritu de superación.

            En griego, “poiesis” significa “producir”. Tanto el arte, como la ingeniería, como el juego como el deporte producen cosas. Sin embargo, no siempre podemos distinguir estas actividades productivas. El juego busca placer y el deporte superación, pero solemos disfrutar cuando nos superamos y nos solemos superar cuando sólo queremos disfrutar; como en una partida de ajedrez, un partido de rugby o saltando a la comba. Podemos plantear una hipótesis: si hay más superación que goce lo llamamos deporte, en caso contrario lo llamaríamos juego. Así, aunque la superación y el placer siempre estén mezclados, sabremos que el parchís y la oca son juegos mientras que el fútbol y el atletismo son deportes; y una misma actividad, como la comba, puede ser juego si nos esforzamos por ganar pasándolo bien o deporte si la utilizamos sólo para entretener.

            En las llamadas bellas artes siempre hay un esfuerzo creador. Lo hace el autor cuando escribe, esculpe o compone, pero también el espectador cuando lee, observa o escucha; leer una novela o un poema es recrearlo, volverlo a crear; y escuchar música es interpretar (y muchas veces interpretamos cosas distintas de las que buscaba el autor), dando sentido a lo que estamos escuchando, leyendo… contemplando. Pero cuando nos entregamos al goce de la obra de arte de manera pasiva somos espectadores inertes, consumimos arte sin poner esfuerzo en disfrutar; la calidad se mide por el esfuerzo en el goce y disfrutar leyendo folletines no puede tener la misma calidad que disfrutar leyendo a Dostoievski, Cervantes o Calderón. A mayor esfuerzo en la contemplación de la obra de arte, más creación y menos consumo; y más intensidad en el placer; y más bienestar cuanto más delicada, más alegría y más satisfacción.

            Hemos visto que el alma inspirada busca vivir la existencia si pone la inspiración al servicio del placer; o busca vivir en el fondo de las cosas, empeñada en sentir la esencia como cuando olemos en el aroma la esencia del café; desnudando la realidad de todos sus ropajes; disfrutándola en cueros, pura, como la poesía de Juan Ramón. Los culebrones de la televisión nos gustan y nos hacen disfrutar siguiendo las peripecias de sus personajes como si viviéramos con ellos, día tras día, y hasta nos hacen compañía si nos encontramos solos. Vivir con los personajes. Sentir con ellos, pensar con ellos y hasta aconsejarles lo que tienen que hacer. Integrarlos en nuestra existencia, quererlos como se quiere a los familiares y a los amigos, es más: convirtiéndolos en nuestros amigos y familiares. Por eso mucha gente disfruta con el culebrón. El culebrón le da amigos y vecinos, seres queridos y gente malvada para poder odiar; y se desahoga matando en la pantalla porque en el mundo real no se puede matar; o queriendo a ese personaje del que te has enamorado porque en el mundo real no te has podido enamorar; o te has enamorado con menos intensidad que en esa pantalla donde miras lo que en el mundo muchas veces no has podido ver.

            Ese es el arte para la existencia. El que nos crea una vida nueva para vivir en ella y, metiéndonos dentro de la novela, abandonamos por un tiempo ese mundo real donde no vivíamos con tanta intensidad. 



            Y luego está el arte para la esencia. La obra de arte, no ya el arte como entretenimiento. El arte de consumo nos ayuda a pasar el tiempo cuando en la vida real no nos pasaba nada interesante y el tiempo, vacío, pasaba lánguido, monótono; para matar ese aburrimiento necesitábamos matar el tiempo que pasa sin sustancia y se alarga, desesperadamente, en el hastío de un vacío que parece eterno. Para matar el tiempo vacío ha nacido el arte de consumo. El que no te hace pensar mucho pero te divierte, el arte para el gran público.  

Pero el arte de calidad (y por qué no decirlo: el de verdad) hace justamente lo contrario: llena de sentido el vacío que hay en nuestras vidas y lo eleva por encima de ellas; o quién sabe, tal vez penetra en ellas por debajo, hasta adentro, hasta trascender; nos proyecta hacia espacios de plenitud, nosotros que no necesitamos buscar amigos porque ya los tenemos o porque no nos hacen falta; y buscamos el éxtasis que nos endulza la vida más que la miel; vivimos, entonces, más allá de nuestra existencia, buscando el fondo que tiene dentro (su esencia), igual que el aroma del café nos lleva a éxtasis más profundos que si estuviéramos aspirando un sorbo de café; o como cuando unas formas insinuadas a través de la ropa nos embriagan más que los cuerpos sin ropa: porque en ellos se esconde el hastío, el vacío de consumir, sin ese estar ebrio que nos quita el sentido, borrachos de erotismo; cuando lo erótico se ha ido porque hemos quitado la ropa que cubría los cuerpos y, cubriéndolos, mostraba su desnudez.

Si: el arte es un salto dentro de la esencia. En la esencia de las cosas nos emborrachamos de belleza, de lo hondo, de lo más íntimo, lo que nos arranca de la existencia y nos lleva más allá: al ser; donde la vida se hunde dentro de sí misma perdiendo la conciencia, en el abismo, en el arrebato, en el vuelo que nos lleva, lejos de la monotonía y el aburrimiento; donde por un momento somos capaces de vislumbrar misterios que permanecen ocultos al común de los mortales.

Ése es el arte. No el entretenimiento, el arte, el arte de verdad. Escuchad la novena sinfonía de Beethoven. La patética de Tchaikovsky, buscad en las Pasiones de Bach, en las tragedias de Shakespeare, los libros de Luis Landero, algunas de las cosas de Calderón. En el Partenón de Atenas. La Sagrada Familia, la catedral de Chartres, la capilla Sixtina, la piedad de Miguel Ángel, buscad en Turner, Velázquez, Delacroix… Buscad en el arte. En el arte que ha nacido para darle intensidad a la vida. No para entretenerla. Para gozar contemplando el sentido y no el sinsentido con que gozan quienes no han aprendido a entrar en él. El arte: el que nos abre las puertas de la esencia, el que pone esencia en nuestra vida para que siempre sea esencial nuestro vivir. El arte. La vida plena, la puerta que nos salva… La única llave capaz de abrirla es el esfuerzo. El esfuerzo: motor que eleva el placer a la máxima potencia, no la droga ni el vino ni el dinero fácil, ni las promesas falsas, el arte; el que, con la ética, se ha convertido en viento que sopla y ya es el eje fundamental de nuestro existir.

 


 

viernes, 19 de noviembre de 2021

EL MUNDO DE HOMERO

 

 

EL MUNDO DE HOMERO

VIRTUDES…

 


            No sirve entonces ser astuto en el valor. En el valor hay que ser prudente, como Telémaco[1]. La prudencia (valor templado en la cabeza o cabeza templada en el corazón) no la tuvo Ulises. Ulises se creyó que bastaba con tener razón para ser justo, y la razón fue mala cuando quedó sembrada entre las tripas. Mientras tanto ¿qué hacia Penélope? Esperar: discreta Penélope[2]. Penélope, belleza y juicio[3]; el buen juicio, que al de Ulises lo perdió la vehemencia, y perdió el sentimiento a fuerza de sentir tanto. Penélope, virtuosísima[4], intachable esposa. Conservó la memoria de Ulises y ella perdurará constantemente en nuestra memoria. Lo bueno, lo que vale la pena recordar; la gente buena, será recordada por los siglos de los siglos.

            En el pecho nos gobierna el ánimo; bueno o malo, el ánimo agita el sentimiento en nuestro pecho[5]; y las cosas que resultan feas para los otros pueden ser gratas para mí, por haberme dado la naturaleza esa inclinación; “que no todos hallamos deleite en las mismas acciones”[6]. A unos les gusta el campo, a otros los remos; a unos la casa, a otros la pluma: cada cual tiene sus vocaciones, cada cual tiene sus fuerzas. Pero hay quienes tienen el ánimo excitado y aturdido el entendimiento y no todo es bueno en esos gustos; puede ocurrir que el ánimo esté deformado, y tenemos mal gusto. El vino, el vino vuelve loco nuestro ánimo[7]; el vino puede perturbar el entendimiento[8].

            De entre las cosas que ocurren, unas se recuerdan en nuestro mundo, otras se recuerdan en todos los mundos. Unas se transmiten a través de nuestro pueblo; otras atraviesan el alma de todos los pueblos. Unas son el alma de mi tierra, otras son el alma de la humanidad entera: sólo estas últimas son las virtudes; los vicios yacen escondidos entre ellas en las primeras. La virtud es un esfuerzo por hacernos mejores; pero algunos prefieren más que ser buenas personas, ser buenos guerreros. No se lo podemos reprochar a Ulises: ésa fue su época, y Ulises fue un sarmiento crecido entre las uvas de su tiempo.

            Hospitalidad. Amor. Inteligencia. Astucia. Mando. Fuerza. El ideal de la paz. Tales fueron las virtudes de los tiempos de Homero; que no sabemos si fueron también las virtudes de Ulises. El tiempo es una casa donde vivimos. Podemos mirar el mundo desde nuestra casa, y entonces lo que sucede como ha sucedido siempre es razonable. Pero también podemos mirar las cosas desde fuera de nuestra casa; y desde fuera de las otras casas que se levantan fuera de la mía. Estén cerca o estén lejos; podemos contemplar el mundo desde fuera de todas las épocas y de todos los lugares; es decir, desde ninguna parte; entonces nos parecerá razonable lo que sucede siempre, aunque no sea lo que siempre sucede en nuestra casa. Vivir es estar a caballo entre dos tiempos: el nuestro y el de la eternidad; el nuestro nos da las razones donde hemos crecido; el otro nos da las razones que lo eran antes de nacer. Por eso la vida es un viaje. Vivir es vagar y vagar es estar perdido; unas veces buscamos sin rumbo, otras veces erramos sin rumbo. Y cuando salimos de casa nos sentimos perdidos. Aunque a veces sentirse perdido es la primera señal de que estamos en el camino. La vida es una cuerda perdida entre la soledad y la pereza. 



            Pues las virtudes son las virtudes del mundo que hay fuera de las casas: algunas veces las rodea; otras las penetra. Virtudes de los tiempos homéricos. La hospitalidad. “Tan mal procede con el huésped quien le incita a que se vaya cuando no quiere irse, como el que lo detiene si le cumple partir”[9]. Palabras de Menelao. Antínoo. Los pretendientes quisieron quedarse pero Ulises los estaba echando. ¿Era Ulises poco hospitalario? Hospitalarios eran los feacios. Que, cuando Ulises quiso marcharse, lo acompañaron en uno de sus barcos.

            No. La hospitalidad era una costumbre de la casa de Ulises. Pero se levanta sobre una costumbre que comparten todas las casas. Que el huésped respete a su anfitrión; que si no están esos cimientos universales no podremos construir el edificio; que las virtudes de una época se construyen sobre las que atraviesan todas las épocas, sobre las virtudes de la humanidad.

            Inteligencia: “viendo la paja conoceréis la mies”[10]; veréis en las apariencias lo que late escondido en lo profundo; la inteligencia, unas veces, sirve para convencer; otras es el cemento del engaño. Y ahí se convierte en astucia. Ulises, astuto, engañó al cíclope que los avasallaba; y salió del antro donde los daban por muertos[11]. Pero también mató a inocentes engañándolos con su astucia: niños murieron en Troya junto a los combatientes; y también murieron mujeres y ancianos: atrapados en el caballo de Ulises, pérfido, injusto, desolador, y malvado. Sin embargo el saqueo estaba bien visto. Era una costumbre de su tiempo, y Ulises, al abrir una orgía de sangre, sólo pudo ser un héroe de su tiempo. Y se perdió la ocasión de ser el héroe de todos los tiempos.

            Mandar. Esclavizar. El jefe no es el guía de su pueblo, sino el que lo alimenta para esclavizarlo. “No toleraré que permanezca ocioso quien coma de lo mío”[12]: así vive Telémaco; y en sus palabras late el espíritu de la época y el de todos los tiempos. Como habla desde su época, dice: si quieres comer, obedece; y si hablara fuera de ella diría: si quieres vivir, trabaja: ése es el espíritu de todos los tiempos. Está en la fábula de Esopo. Un labrador dijo a sus hijos en su lecho de muerte: buscad debajo de la tierra, en ella hay un tesoro; los hijos cavaron todo el campo y no lo encontraron, pero aquel año la tierra dio sus mejores frutos; la fábula enseñaba que el trabajo es un tesoro; pero el trabajo es libre, y no se condena a la esclavitud dando la libertad en precio, a cambio de comida, para que obedezcas a quien no sabe mandar.

            Fuerza. La fuerza mana de la inteligencia, nunca contra ella; de lo contrario será violencia, furia, crueldad. La verdadera fuerza no se deja atrapar por la ira (Ulises cayó prisionero de ella). Fuerza del ánimo: los bríos. Fuerza del brazo: el vigor. Así lo dice Telémaco cuando habla con su padre: pues que “dicen que tu consejo es en todas cosas el mas excelente”, nosotros seguiremos tu consejo; “y no han de faltarnos bríos en cuanto lo permitan nuestras fuerzas”[13]. Así lo decía también don Quijote: “sus fueros, sus bríos; sus premáticas, su voluntad”; no hay leyes que no procedan de la fuerza, y no hay fuerza sana si no procede de la voluntad. De la voluntad, no del capricho, ni de la ira; ni de la mediocridad. Penélope nos recuerda que somos de vida corta; y mientras al cruel lo insultan después de muerto, al intachable le dan una fama que alarga su vida después de morir[14]; y si nuestra vida se ha de acabar un día, sólo la del bueno perdurará siempre en nuestra memoria; y hasta traspasará la barrera de nuestro tiempo; y seguirá vivo más allá de nuestro mundo, en los tiempos de los tiempos. Porque no será el héroe de la guerra, sino de la paz. “Ámense los unos a los otros”[15], dice Zeus; y que se olviden todas las matanzas; pero Zeus presupone que algunas matanzas son necesarias; Ulises era necesario en la sociedad de Homero. Nosotros no lo necesitamos hoy. Ulises se convirtió en un magnífico héroe para los griegos, pero perdió la oportunidad de convertirse en el mejor héroe de todos los tiempos.

 


…Y VICIOS

 

            La inteligencia nos sirve para despertar el ánimo, para inervar la fuerza, para cimentar el amor; no para dirigir la astucia en contra de nosotros. En Ítaca los pretendientes, soberbios, pronunciaban buenas palabras “revolviendo en su espíritu cosas malas”[16]; cuando el espíritu no es el reflejo de las palabras: dos caras, una distinta de la otra; hipocresía; para maquinar contra Telémaco “la muerte y el destino”[17]: lo mismo que contra los otros hacía su padre. ¡Oh, Ulises, fecundo en ardides! Cuando tu astucia maquina contra los otros eres sabio, pero cuando te lo hacen los otros a ti son crueles: y vas a jugar siempre con un doble rasero; bueno lo que te favorece, aunque a otros perjudique; malo lo que te perjudica, aunque beneficie a todos.

            Lo contrario de la soberbia es la timidez. Pero “al que está necesitado”, dice Homero, “no le conviene ser vergonzoso”[18]; y hay quien, “obligado por la necesidad”, cantaba ante los pretendientes: como el aedo Femio[19]; el mismo que, defendiéndose ante Ulises, decía:

            -No he entrado yo en esta casa de propio impulso, ni obligado por la penuria; me han forzado a que venga[20].

            Timidez, dignidad, soberbia: la fuerza o la penuria nos arrancan la timidez, el impulso nos lleva entre la dignidad y la soberbia; la pérdida de la dignidad nos lleva a la soberbia, y la ira es el vestíbulo por donde se va; de ahí que Homero nos recomiende paciencia. Hay que contener la cólera en el corazón[21], conservar la fuerza, pero sin perder la inteligencia: la única que puede convencer al ánimo[22]; evitar que el ánimo sea cruel, “más duro que una piedra”[23].

            Ser duro es no sentir, sentir es ablandar el ánimo. La envidia. La envidia es una sensibilidad ciega para lo que no sea nuestro. Arneo. Iro. El mendigo que intentó echar a Ulises de su propia casa, sin saberlo.

            -En este umbral hay sitio para los dos –dijo Ulises- y no hay por qué envidiar las cosas del otro[24].

            Y sin embargo las envidiaba. Quería todo el sitio para sí y no compartirlo con ningún mendigo. Pensar en sí, sin importarle el mundo; pensar en hoy, sin importar mañana; aquel mendigo era verdaderamente pobre; miserable; pobre de comida, y de espacio y tiempo. “¡Rústicos necios que no pensáis más que en lo del día!”[25] Sólo os preocupa lo inmediato, lo importante os deja fríos; no tenéis ideales, ilusiones, ni futuro; sólo os importa el momento, la comida; matáis de hambre vuestro espíritu preocupados sólo de alimentar vuestro cuerpo; os habéis vendido por un plato de lentejas. 



            Ahora se han caído las máscaras, estamos presenciando el ocaso de los ídolos. Penélope era injusta, Ulises cruel. No eran nobles en la fortuna, sino en el infortunio. Ulises era colérico, Penélope despreciativa. Ulises se desnudó de sus andrajos. Tensó el arco, disparó la flecha. La flecha pasó por el ojo de las segures. Y Penélope musitaba:

            -No voy a casarme contigo. No sería razonable.

            Momentos antes se había comprometido a casarse con quien lo hiciera. Y al ver que uno de ellos no era un príncipe, al punto precisó: contigo no. Porque no importaba que fuera bueno, lo importante era que, aunque malvado, fuera hijo de un rey, un príncipe. Penélope no miraba desde lejos para ver el bosque. Miraba desde dentro y sólo veía árboles. Y si lo razonable necesariamente era lo justo, allí, ante todo, tenía que ser la tradición y la costumbre; aunque no fuera lo justo; aunque valiera más un plebeyo que un noble. En la óptica de la nobleza era Penélope un espíritu mediocre: que prefería las cosas de su tiempo, hasta tal punto su tiempo la impregnaba; y su amor por la humanidad palidecía un poco, porque nos cuesta más mirar desde la óptica de todos los tiempos; la tradición es, para el espíritu, el mundo de las preocupaciones del día; la preocupación que vale está en el mundo de la humanidad entera; de las ilusiones puras; de los ideales.

            Todo es fruto de la dedicación. Del esfuerzo. Quien es “ducho en malas obras no querrá aplicarse al trabajo, antes irá mendigando”[26] ; mendigando para su vientre; su vientre insaciable.

 


 



[1] Homero, La Odisea, p. 196.

[2] Ibídem, p. 214.

[3] Ibídem, p. 237.

[4] Ibídem, p. 308.

[5] Ibídem, p. 227.

[6] Ibídem, p. 182.

[7] Ibídem, p. 241.

[8] Ibídem, p. 246.

[9] Ibídem, p. 191.

[10] Ibídem, p. 181.

[11] Ibídem, p. 259.

[12] Ibídem, p. 243.

[13] Ibídem, p. 296.

[14] Ibídem, p. 251.

[15] Ibídem, p. 315.

[16] Ibídem, p. 217.

[17] Ibídem, p. 264.

[18] Ibídem, p. 224.

[19] Idídem, p. 288.

[20] Ibídem, p. 289.

[21] Ibídem, p. 221.

[22] Ibídem, . 298.

[23] Ibídem, p. 295.

[24] Ibídem, pp. 231-232.

[25] Ibídem, p. 271.

[26] Ibídem, p. 221.

viernes, 12 de noviembre de 2021

IMPRESIONES DE VIAJE

 

 

IMPRESIONES DE VIAJE

(UN DÍA EN PUERTOLLANO)



La gente ya no lee en el metro. Hace años te la podías encontrar en los vagones con un libro abierto, leían lo que duraba el trayecto, media hora, una hora quizás, y se enfrascaban en ese mundo de literatura que estaba lejos; muy lejos de este mundo, monótono y gris, donde ahora mismo van en metro a trabajar; pero ya no. En el vagón y medio que abarca mi vista sólo hay móviles; y la gente se hunde en las pantallas, con su mirada magnética, hipnotizada por luces y letras demasiado fugaces para llegar a meterse en ellas; para tener el tiempo de disfrutar.

Ahora estoy en el tren. Desde que bajé del metro me he perdido en los pasillos y ya he llegado al lugar donde estaba el andén. Me he comido un bocadillo, me he tomado un refresco y estoy sentado ante la gente, camino de Puertollano; y mi asiento avanza sin moverse porque lo mueven las ruedas, en un espacio que no pasa porque ya no siente pasar el tiempo.

Soy un niño en la ventana. Miro por los cristales como miraba antes, más dormido que despierto, en ese sueño en el que teje sus hilos el soñar. Ya han pasado las figuras achatarradas de Madrid. Los hierros retorcidos, los metales oxidados, las vigas inútiles que alguien ha dejado abandonadas en el suelo. Poco a poco viene la Mancha. Los montes de Toledo. Los campos vacíos sin árboles, campos cubiertos de hierba, troncos achaparrados y hojas y ramas resecas, el matorral.

Un tronco delgado bajo unas ramas sarmentosas. Tupidas ramas que pudieran conformar una copa, pero sin densidad. Una copa del mismo grosor que la altura del tronco. Seco, delgado. Eso le da esbeltez.

Un árbol de tronco grueso, pero corto; con la base ensanchada como unos zapatos demasiado amplios, en unas piernas que también se han ensanchado hacia los pies. Un olivo, quizás. En Segovia lo más parecido a un olivo es una encina, pero es mucho más grande, más alta, más ancha, acaso menos hueca, con mucha más majestad. El olivo es humilde y siempre está agachado; parece que estuviera pidiendo perdón.

Hileras. Hileras verdes como manchas de un pincel, puntos redondos; forman líneas gruesas sobre el campo, muchas  veces rectas, otras torciéndose en forma de eses, como si el campesino que las puso hubiera estado borracho. Luego viene un montículo que tapa el paisaje por la ventana. Tras él, otra vez los campos vacíos. Vastas planicies onduladas siseando con la piel cubierta de hierba que ya ha sido trillada: el tren avanza. De repente, hileras de matas en forma de árboles aplastados contra el suelo, diminutos, sarmentosos, poco elegantes y achaparrados: son las vides. Les suceden otra vez los campos desnudos, a veces planos, otras ondulándose en un siseo breve; tienen marcas mil veces repetidas como si alguien hubiera cortado el césped. Luego otra vez los árboles humildes que se enseñorean del paisaje; esta vez veo claramente que son olivos, troncos retorcidos y ramas grises, gruesos cuerpos que se ensanchan por la base como si en ella tuvieran enterrados unos gruesos zapatones de dimensiones desproporcionadas. El tren avanza sin traqueteo. No como los trenes de antaño. Cuando yo era niño el ruido, rítmico y ágil de las ruedas, clavaba en los oídos un tacatac machacón e interminable. Al fondo de aquel gusano, hecho de vagones que juntaban mal, estaba la locomotora; y por su nariz húmeda, humeando en la espalda como ballenas, salían chorros de vapor de un color sucio y un negro espeso. 



El tren avanza ahora limpio, casi impoluto, por las laderas silenciosas de los campos. Ahora los árboles tienen un tronco muy delgado, como si hubieran sido plantados hace poco; el follaje de sus ramas tiene la falta de consistencia que tiene la barba prematura, deshilachada y pobre, de los jóvenes imberbes: vuelven a aparecer las viñas; supongo que Valdepeñas. El tren se para por un momento y es la estación de Ciudad Real. Cuando se reanuda la marcha yo aguzo la vista para ver las luces de Puertollano; y si no las veo es porque de día las lucen no brillan, no, la luz no brilla donde hay luz; al menos buscan mis ojos las estructuras metálicas de las fábricas; pero las ventanas son marcos demasiado pequeños interrumpidos por asientos que tapan a las otras ventanas y no se puede ver más allá; la imagen discontinua parece que en cada ventana tuviera paisajes diferentes. No han pasado quince minutos. Quizá fueran diez. La voz metálica que sale del tren anuncia la llegada inminente de Puertollano. La gente se prepara para bajar. Y cuando el tren se detiene parece una estación vulgar y fea, hecha de letreros de plástico y metal, que no tiene personalidad ni encanto. Una estación como las otras, hecha de moldes idénticos en todas las estaciones de España. Cojo la cartera y me dispongo a bajar. Y no dejo de mirar los andenes impersonales trazados con tiralíneas. Estas estaciones no tienen alma. No tienen ese toque indefinible que hacía diferentes a las estaciones sucias de antaño. No tienen entrañas, son sólo superficies sin cuerpo, dentro todo está vacío y yo bajo por las escaleras hasta poner un pie en Puertollano. Quedo clavado en el andén, buscando presencias irreconocibles. Porque no existen. Empiezo a caminar con una lentitud ligera, como si quisiera evocar el arranque, lento y pesado, de las bielas; esas bielas perezosas de los trenes de antaño. Miro alrededor y no veo nada. Nada con alma. Mis pasos se pierden, como si se los tragara la tierra, escaleras abajo. En mi mente se forma un vacío que van dibujando mis ojos y mis sentidos, intentando reconocer las formas que hubo un día por esas calles. Calles que están vacías y, cuando hay gente, es como si no la hubiera. Alzo la vista y el cielo está gris. Quiere llover. Llevo mi mano al paraguas para asegurarme de que todavía lo tengo. La estación está vacía y yo soy el último viajero del tren. El suelo está limpio. Hemos llegado. 



Enfrente de la estación está la calle del Muelle: yo busco la calle Torrecilla, que mi memoria extraviada situaba frente a la estación; Muelle abajo está la calle Ancha, que conduce a Torrecilla. Por aquella cuesta abajo se  estrelló, contra la pared que hay al fondo, una moto que se había quedado sin frenos. Busco el colegio de las monjas. Enfrente está la iglesia. Las paredes del colegio, llenas de carteles, protestan contra la nueva ley de educación. Yo me acuerdo de cuando decían que no teníamos que hacer política; que no debíamos meternos con el gobierno.

Bajo. La iglesia de la Asunción destaca con su mole imponente, pero pesa tanto que ella sola se aplasta sobre la tierra, no se puede elevar. Palmeras. Palmeras chatas de tronco muy corto porque imagino que estarán creciendo. Sigo hacia abajo: primero el museo Rodera Robles, enfrente el ayuntamiento. Sigo bajando por donde estaba la radio y todo son ya tiendas nuevas. Lugares de ocio, bares, no están los futbolines ni la tiendas de los helados que estaban tan buenos. La sede del partido socialista y, un poco más allá, un letrero que dice que allí durmió Miguel Hernández: llego al paseo. Allí, entre el follaje de los árboles, está escrito el partido popular: ésa es su sede. Y, justo al lado, un letrero que anuncia al partido ibérico. Hasta en política Puertollano tiene que ser pintoresco. Al lado está el edificio Gran Teatro y es porque allí, precisamente allí, estaba el gran teatro antes de que lo tiraran abajo; hace ya tantos años, que al viajero trasnochado le pareen milenios. Era ésa otra época. Era ése otro tiempo. 



Llamo a Pruden y en seguida estoy con él subiendo por el paseo. Me enseña la casa de baños y yo la reconozco, pero la situaba justo perpendicularmente; donde ahora hay terrazas que dan a la carretera, frente al mercado, enfrente de donde estaba la OJE, detrás del edificio donde un día estuvo la plaza de toros. No está el monumento a los mártires. Que yo creía que era de santos pero luego supe que era por los mártires del trabajo; la fábrica, diseminada en un montón de empresas, era entonces para nosotros la Calvo Sotelo.

Pruden es una persona entrañable. Admirable. Él es abogado pero me habla de la escuela de maestría, donde empezó a dar clases y luego se quedó ya para siempre en Puertollano; pero en seguida me habla de su pueblo. Es un pueblo de Salamanca donde no deben quedar ya más de cincuenta personas. Su padre era maestro. Para pagarle los estudios cultivaba unos terrenos que tenía para completar su sueldo (dice la voz popular que también hay quien pasa más hambre que un maestro de escuela); él se hizo economista y abogado. Otros, en el pueblo, tenían más dinero pero menos horizontes; hay quien nace con una pared en la cabeza y quien nace derribando paredes, y va ensanchando el horizonte hasta que la vista se pierde lejos.

            Me habla de las patatas y los tomates de secano. Me enseña los árboles del paseo para que yo vea dónde están bien podados y dónde no; me lo dice mostrándome la herida que ha dejado en sus carnes (el tronco de las ramas amputadas) la sierra implacable del jardinero. Hemos visto la fuente agria y la feria del libro y hemos llegado al instituto, hasta la escuela de maestría, casi hasta la Virgen de Gracia, para dar la vuelta y llegar a los leones del paseo; entonces me cuenta la historia de esos leones. Cuando nos despedimos, la pandemia nos sujeta de darnos ese abrazo que la cordialidad de las almas hermanas nos impulsa a darnos; el corazón debe escuchar, saliéndose de las tripas, más bien las voces de la cabeza. 




            Y me despido porque a esa hora he quedado con Enrique. Enrique era amigo mío desde los tiempos del instituto. Juntos hemos soñado que un día íbamos a ser científicos (sí, sí, aunque yo fuera de letras). El tiempo se encargó de que pasaran muchos años antes de que pudiéramos vernos. Nos hicimos fotos en el paseo y el pabellón de la música ya no era aquella oreja hecha de cemento; debajo de ella no estaba la biblioteca, lo que había era una figura distinta hecha con el mismo cemento  y en lugar de los libros ahora había un estanque; metáfora preciosa, como si la palabra escrita volara hacia el oído y esa palabra fuera, al pie de los libros, el agua transparente que nos alimenta.

            Seguimos caminando. El reloj convertido en jardín, un jardín de números verdes que miden el tiempo. El jardín del tiempo. Bebiendo el agua que nutre los libros y los eleva, hechos música, hasta el cerebro. Quitarse las mascarillas para salir en la foto. En esa foto donde Enrique y yo congelamos el tiempo sobre ese reloj que nos dice su presencia. Los libros de ahora estaban enfrente: en las casetas; en las casetas firmaban sus libros los escritores. Y enfrente, saliendo del paseo, hay una terraza que mira al cine Lepanto como si las mesas de hoy contemplaran las casas del ayer, un ser vivo mirándose en un fantasma. El paseo de Puertollano está lleno de fantasmas: el teatro, el cine, los libros de ayer y de hoy y el reloj, que mide desde sus números de hierba el inexorable paso del tiempo.

 


            Así estuvimos Enrique y yo recordando el pasado. Un pasado que nos separaba, el que no habíamos compartido, entre el tiempo remoto que nos unió y el tiempo presente que nos unía de nuevo. Caminamos hacia el instituto. El instituto estaba abierto. Allí estaba el cuadro de don Rafael Requena tapizando la pared. Nuestro profesor de dibujo. Unos chicos leen mientras otros cantan, leen los libros del pabellón de la música y cantan la música que sale del pabellón; delante, una paleta de pintor, una lira de poesía, de música, un libro abierto. El libro no tiene letras. Los mira, desde atrás, la universidad de Salamanca. La catedral de Burgos. Y un campo infinito pintado con el color del trigo enfrente, un molino de viento; con aspas de gigante que parece que agita sus brazos. El libro que lee el chico tiene las pastas rojas. Delante hay un microscopio. Y al lado una bola del mundo. El alma de la educación ha querido retratar el bueno de don Rafael, el saber que está en los libros, en los mapas, en la ciencia; en el microscopio que mira las cosas, mucho antes de que las cosas se convirtieran en letras; y el arte, la música, los pinceles. Pero falta una cosa y es que por más que busco no la encuentro. Miro y miro ese cuadro y no veo nunca el cuerpo en movimiento. El deporte, la danza, la vida, el lenguaje del cuerpo: la vida es movimiento. El cultivo del espíritu está hecho de poesía, de música, está hecho de color y palabra, pero me falta la vida que subyace en él. Las tierras roturadas son rayas que apuntan al molino, surcos que convergen en él, un haz de líneas como haz de espigas dibujando un orden y un concierto; pero la vida es desorden también, está en el cielo que se dibuja al fondo, quién sabe, quizá cuajado de tormenta, en esos fuegos que parecen rayos y en esas nubes cargadas de viento. Y ahí está la vida, sí: en el orden que buscamos en la tierra desde el caos que siempre nos ha envuelto en los tiempos primigenios.

 


            Sigo mirando el cuadro de don Rafael. Y si el mundo es infinito, nuestras visiones del mundo están limitadas: como ese borde donde termina el cuadro cuando llegamos al margen derecho. Hay unas ruinas del tiempo antiguo, unos fustes, un basamento, hay erguida una sola columna. Un semicírculo de gradas la rodea para que no se escape, para que la palabra dicha sea oída por las gentes que tiene dentro. ¿El teatro romano de Mérida, quizá? Encima de las gradas, como rocas donde las hubieran tallado, hay unas pinturas rupestres; bisonte de Altamira, arqueros corriendo que persiguen a las fieras con sus flechas. ¡Ahí, ahí está el movimiento! El movimiento que nos faltaba, el movimiento del cuerpo. La música puede ser danza porque los músculos se han puesto a latir, como cuando laten los signos del pentagrama, las palabras de los libros, los pinceles de la paleta, los rayos del sol y las nubes llenas de viento. Y tantos rayos en un cielo sin sol, surcados por la tormenta, en un mundo atormentado que busca un lugar donde vivir sin tormentas: lo encuentra en la mujer de piedra, de mirada serena, la dama de Elche. Cerámica de colores cierra el cuadro de mi querido don Rafael, en la esquina de abajo, por el margen derecho. Y lo quieren quitar de allí. ¡Que no se lo lleven, que no lo arranquen de la pared, que no lo quiten, que no se muera! La alegoría de la cultura está en el cuadro, son los campos del saber, el espíritu, el arte, los cuerpos que se mueven. A las tormentas de la vida les hace frente la cara de una dama, la mirada serena. En el fondo del cuadro, esfumado en el polvo que viaja en un pincel, antaño polvo húmedo y ahora nubes de colores, late una presencia etérea, algo así como un corazón, un latido, tiempo y música y palabra y verso y color, y matemática; ese pincel es la presencia invisible de don Rafael que nos mira, desde los poros del cuadro donde yace enterrado su cuerpo, el bueno de don Rafael, que lo pintó cuando éramos niños y ahora nos mira desde él como un fantasma.

 


            Estudiamos allí hace cincuenta años. Y aquel hombre, ahora sacerdote que mantiene viva la llama, nos oye, se acerca a nosotros y nos habla. “Yo también estudié aquí”, nos dice, “hace treinta años”. Nos parece juventud al lado de los años que tenemos: nos hemos hecho viejos. “Aquí estaba el bar”, le digo. Aquí sigue estando. “Y aquí estuvo mi primera clase, cuando yo estaba en primero”. No, primero ya no está aquí. Ahora es una biblioteca. Enfrente estaba la pared donde jugábamos los chicos: “¡culo contra la pared!”, decíamos, y nos dábamos patadas y arriba, en la pared que se eleva sobre la escalera, estaba la foto de un hombre monte arriba: “¡llegaré!”, decía la leyenda; y nosotros volvíamos a clase, cuesta arriba, cansados, mirando esa foto,  cuando veníamos del recreo en formación, como mandaba el director aquel que se llamaba don Guillermo. 




            Luego vimos el patio que había entre el instituto y la escuela de maestría. Un patio enorme, con varios campos de fútbol, de baloncesto, y en el rincón ahora está el gimnasio que entonces estaba frente a la fachada del instituto y hoy es el centro de la cultura. “Aquí había una fuente”, dije, “donde bebíamos del caño y un día un bárbaro empujó a otro por la cabeza y le partió los labios contra el caño y se los hizo sangre”. Ahora no hay salida a la calle. Es un recinto cerrado. El patio de hoy parece, qué sé yo, se me antoja un campo de concentración, un sitio donde el corazón se encoge, un sitio del que no se sale.

 


            Iremos al centro cultural. Allí presentará su libro mi amigo Eduardo, pero antes necesito pasar por el hotel. Junto a la Virgen de Gracia, unas fuentes se estiran como jardines de un palacio y por la noche sus chorros se llenan de colores y todo es sueño y fantasmagoría si no fuera… Si no fuera, me dice mi amigo Enrique, porque se ha filtrado el agua y hay paredes que gotean y lo tienen que tirar todo; lo tienen que tirar si no quieren que todo eso tire abajo lo que hay más abajo; las paredes que se van estirando hasta los cimientos.

            Centro de cultura. Enfrente, una pared con dibujos de colores pintarrajeados artísticamente como los que gustan hoy los jóvenes de hacer: era la piscina; dice mi amigo Enrique que aún lo sigue siendo. Frente a frente, el agua y las palabras: el templo de las palabras me espera, escaleras arriba, donde el espacio se estira para ensancharse porque no caben todos en él. Cien, doscientas personas buscando asiento frente a una mesa donde espera el escritor; el editor está a su lado; y el intelectual, y el político. Una profesora va desgranando las virtudes de la obra con académica paciencia. Todos se quitan el embozo cuando les toca hablar para ponérselo otra vez, después de haber hablado, porque todavía seguimos estando en tiempo de pandemia; un público desconocido con la cara tapada, fantasmas de mascarilla; en el aire, quizá el virus ha retrocedido empujado por el escudo, por la lanza de la vacuna.

            Rescoldo bajo la ceniza. Ése es el título de la novela, que habla de las cosas que se apagan y un día, sin esperarlo, vuelve a traspasar el fuego por los poros de la ceniza donde siempre durmió sin apagarse; en el fondo gris de polvo parece que no tuviera latidos. Rescoldo bajo la ceniza. Eduardo Egido. 



            La música de Wagner. De Kleisler. Un susurro interior que arrulla la mente, borrando el espacio, parando el tiempo, donde las notas se mueven detenidas y el oído las recibe sin surcar el aire; ondas sobre ondas, sonido en el vacío; allí se congelan para entrar sin transición al oído, de manera instantánea, por simpatía. Las ondas no se mueven y sin embargo la música es viento. En ese tiempo detenido ha brotado un suspiro de eternidad, apenas un latido. El instante fugitivo contiene en su latido la eternidad entera, dura lo que dura un segundo fragmentándolo hasta el infinito; tiempo que no se cuenta porque está fuera del tiempo y sin embargo es tiempo; lo que no pasa y lo que queda, la duración en una hoja de papel, álbum que suspende el aire, volando, detenida, porque flota. El piano hunde sus notas en el abismo de las cosas graves. Suenan, como ecos de la nada, martillos que retumban en el alma: sobre esos ecos, el violín; que asciende vibrando por un espacio sin lugar y se dilata lo que dura apenas un suspiro. El tiempo. El tiempo que vuela cuando se niega a sí mismo el espacio para volar, momento sublime; espacio donde flotamos y morada de inspiración; el viento. 



            Eduardo, que lo ha sentido, nos devuelve con sus palabras a la realidad. Sus palabras son de agradecimiento. Las palabras de su libro son paréntesis, las dice para devolvernos al mundo pero primero las ha escrito para sacarnos de él. El arte esconde las ascuas bajo la ceniza y luego las agita, soplando, para que el polvo ceniciento sea traspasado por su incandescencia. El ascua enciende los colores y traspasa el universo gris, casposo y polvoriento, para hacer brotar a la llama: el corazón. Ésa es la palabra. Palabra escrita. Que contiene la suspensión de los sentidos en una sensación intensa que, sin dejar de ser instantánea, parece no tener fin: y ahora viene la palabra hablada; con ella Eduardo nos ha devuelto a la realidad. La palabra escrita es impulso y sentimiento, rebeldía, la palabra hablada es encaje del espíritu rebelde. El escritor agradece al editor, al político, al intelectual (la profesora de literatura); el escritor agradece al músico porque la música es el mensaje que nació antes de que naciera la palabra. Y ahí nos deja su libro: Rescoldo bajo la ceniza. La vida no es más que la ceniza que un escritor, un músico, un político, un estudioso, está llamado a encender. El calor está ahí, está la llama; pero sólo un corazón que tiembla es capaz de avivarla.

            Terminaba la profesora sus análisis. El político le ha dado el apoyo y el editor le dio el espaldarazo. El hombre del violín, y la mujer del piano, han puesto la magia y ahora todos tienen que despertar de aquellos sueños que han soñado. El escritor ha tomado la palabra. Afirma los pies en tierra, agarra el atril y no es para empujarlo, no para aplastarlo contra el suelo, no para agarrarse a él, para apoyarse no más. Sus palabras son de agradecimiento. Por el camino de narrar historias, avanzando sin darse tregua, buscando palabras para mirarse y mirándose siempre en la amistad. Luego son los aperitivos y las cañas. El reposo del guerrero. Después de haber escrito el escritor descansa. Obrero de la cultura, herrero templando el metal, avivando la llama, beso en la mejilla de la princesa, durmiente bellísima que despierta: es un trabajador de la palabra; y un cuerpo, también, que vive y ama; gusta de descansar rodeado de amigos y ahora las palabras, que se han regado con vino, han visto en la cerveza el necesario punto final.  

            El tren sale dentro de un rato. Yo me vuelvo a Segovia y vendré más veces. Y serán viajes fugitivos, viajes, sí, de viajero robado. Para que sean bonitas las cosas tienes que marcharte, decía Machado. Quizá me encuentre a Eduardo en Segovia o en Losana donde perdió el apellido, en Adrada tal vez. Veremos el alcázar y Sepúlveda y veremos el Duratón. Ahora toca marcharse.  

El tren espera y estoy apurando mis últimas fotos porque ayer me perdí, cámara en mano, por las calles de Puertollano; me faltó el minero, me faltaron las pocitas, me faltó la chimenea cuadrá. La mente estrecha y vulgar del tiempo se pasea por las calles y un recuerdo, mano en arpa, acaso la despierte como un fantasma. Le arrancará las llamas de vivos colores que esperaban dormidas en la ceniza. Las cosas dormidas, que laten como rescoldos, palpitan, imperceptibles, y no siempre las sabemos despertar. Pero un día, con la ocurrencia de Eduardo, soplará la nostalgia y despertará a la llama y será entonces, desde el rescoldo vivo que la ceniza hundía, será volar como una pluma y será el fluir de las palabras.