viernes, 27 de octubre de 2017

A VUELTAS CON LA EDUCACIÓN




A VUELTAS CON LA EDUCACIÓN
  


         Vivimos en sociedad. Irremediablemente. La sociedad es una mesa que descansa sobre varias patas: una de ellas es la educación. Que en veinticinco años España haya conocido cuatro reformas educativas es indicativo de lo mucho que valoramos la educación; de lo contrario nadie se preocuparía por ella. Otro indicio es que todo el que puede levanta su voz para criticarla; generalmente es una voz airada. Si nos atenemos a estos hechos, todo el mundo se preocupa por la educación.      
         El dato negativo es que cualquiera se arroga el derecho de hablar sobre el tema. Sepan o no sepan. No hay escritor que se precie que no haya escrito su preceptiva columna. Ni artista. Ni abogado. Ni ingeniero. Ni maestro. Ni político. Ni la gente de la calle. Todos, si tuvieran oportunidad, escribirían en el periódico sobre los desastres de la educación. Todos hablan de lo mismo: el informe Pisa, el Pasa y el Pesa; lo poco que saben los jóvenes; el desorden que se vive en las aulas; no sólo el bajo rendimiento, preocupa la convivencia, la mala educación, el acoso, lo poco que respetan a los profesores. Y todo el mundo levanta airado el dedo con gesto acusador. Uno se pregunta si interesa la educación, o si la educación es una moneda de cambio para meterse con el gobierno.
         Un tío mío, que es aviador, me contaba un día que todo el problema del manejo de un avión se resumía en la regla de las tres emes: man, milieu, machine. Se me ocurre que podríamos aplicarlo a la educación. La educación puede fallar por problemas humanos, por el medio en que se desenvuelve o por problemas técnicos: vamos a examinarlos uno por uno.
         Empecemos por los problemas técnicos. Las leyes de educación. Las sucesivas maquinarias que hemos ido poniendo al frente del vehículo para que empiece a andar. La LOGSE, la LOCE, la LOE y la LOMCE. La segunda se preocupa por la calidad de enseñanza, como si hubiera inventado la pólvora; olvidamos que la calidad ya estaba incluida, como uno de sus epígrafes importante, en la LOGSE. La última va más allá: quiere mejorar la calidad de enseñanza; supone, implícitamente, que nuestra enseñanza ya tiene calidad, pero quiere mejorarla; y quiere hacerlo con menos dinero: resolviendo, de un plumazo, el nudo gordiano.
         Las otras dos leyes son más modestas en el nombre que reciben: ninguna alardea de calidad, como Sócrates, que, sabiendo más que los sofistas, no presumía de ello. La LOE se llama a sí misma, modestamente, ley de educación. Pero la primera de todas, la LOGSE, declara explícitamente su voluntad de ordenar el sistema educativo; y que ese orden sea general, para todo. ¿Por qué? ¿Es que nuestro sistema de educación estaba desordenado? Pues sí. Resulta que los chicos terminaban la EGB con catorce años, pero no podían trabajar hasta los dieciséis: para sacarlos de ese limbo en donde ni estudiaban ni trabajaban (ya veis, los chicos eran “ninis” mucho antes de la crisis), se alargó dos años la educación obligatoria; y dejaba de ser primaria sin dejar de ser general (ya sabemos que la EGB era educación general básica); así, pues, como era obligatoria, era una deuda que el Estado tenía con la sociedad.
         La intención era buena. Lo que fallaba eran los métodos. Porque muchos alumnos que no querían estudiar se vieron obligados a estudiar hasta los dieciséis años; con posibilidad de estar hasta los dieciocho: estaban desmotivados. La desmotivación tiene, primero, raíces sociales; familiares; uno lleva a la escuela los prejuicios que trae de su casa; y de la calle; el edificio educativo, desde el inicio, estaba minado por la sociedad; que se quejaba luego de que el edificio no funcionase cuando las paredes se resquebrajaban. Luego estaban los profesores, que intentaban motivarlos; pero ¿qué puede hacer una cucharada de azúcar cuando en casa le han puesto tres cucharadas de sal? ¿Acaso eso endulzará el pastel? El resultado fue que se dispararon los índices del fracaso. Pero confesémonos todos, con el corazón en la mano: ¿fue el fracaso escolar obra del sistema educativo? ¿O el sistema sólo sacó a la luz ese fracaso social (esos ninis que estaban fuera de la escuela) que estaba sumergido y que  nadie quería ver? Si admitimos estos extremos, nos podremos preguntar: de toda la población fracasada que pululaba fuera del sistema educativo ¿consiguió la escuela rescatar a algunos? Si la respuesta es positiva, el sistema ha triunfado, aunque los datos oficiales hablen de tremendo fracaso. Hemos rescatado a una parte de la indigencia educativa. Sólo que los datos de partida incluían sectores de la población ajenos a la escuela; y a la escuela se los endosaban como fracaso aunque fueran otras instancias las que habían fracasado.


         Esto no excluye que tengamos un problema con esa población que ya se ha escolarizado. Antes los padres no llevaban a sus hijos a la escuela; como eran una boca más, los ponían a trabajar (¿cuántos niños trabajaban antes, incluso antes, de cumplir los diez años?) Hoy están obligados a llevarlos al instituto o al colegio; y como no quieren, les han contagiado el virus del no querer; y ¿cómo puede rendir en las aulas una mente que viene ya infectada de su casa? ¿Cómo consigues tú hacer arrancar un motor oxidado, y más aún si no tiene gasolina, por muy maestro que seas y por mucha teoría educativa que hayas aprendido cuando te formabas? Vistas así las cosas, sólo puede haber dos soluciones: o trabajar con las familias o desentenderte de los que no quieren estudiar; o pones a rendir los consejos escolares, los centros de profesores y otras instancias sociales, o los echas a la calle; o les enseñas a todos o enseñas sólo a unos pocos; la primera solución ha sido elegida por los gobiernos de izquierda; la segunda, por los de la derecha; comprensividad frente a selección; el problema de la comprensividad es que los alumnos aventajados son formados con la rémora de la desmotivación de sus compañeros; la ventaja, que algunos jóvenes destinados al fracaso consiguen rehabilitarse; el problema de la selección es que los sucesivos filtros o reválidas van echando a la calle a quienes creen que no quieren pero no saben que quieren o que les conviene; y la ventaja, que al quedar en clase sólo los convencidos (o los privilegiados), avanzan más rápido. Quienes claman airados por que cambie el sistema deberían tener bien presente que sólo hay estas dos opciones: o abres la escuela a todo el mundo o trabajas para unos pocos; la segunda opción creará unas élites bien formadas, pero probablemente deshumanizadas; la segunda les dará oportunidades a todos, y aunque al principio parezca que retrocedes, nada impedirá que después avances más rápido.
         La LOGSE también se planteó el objetivo de dignificar la enseñanza: antes, los listos iban al instituto, y los tontos a la escuela de maestría; ahora había que hacer que los institutos fueran también escuelas de maestría; y se convirtieron en centros donde se enseñaba a la vez el bachillerato y la formación profesional. Con una ventaja añadida: los antiguos oficios requerían destrezas profesionales, pero no necesitaban que los trabajadores tuvieran una cultura general que les permitiera leer y escribir correctamente; ahora, alargando la formación obligatoria, se pretendía que ningún trabajador fuera analfabeto. El intento ha fallado. Porque, como un efecto dominó, le ha caído encima la ficha de la que hablábamos antes: la desmotivación que los chicos traían de casa y el desprecio de los padres por la escuela.


         Y un tercer factor muy importante: la primera finalidad de la LOGSE era el pleno desarrollo de la personalidad del alumno, y sólo después, pero siguiéndole muy de cerca, estaba la formación para el trabajo; la última de las reformas hace caso omiso de la primera y se centra sólo en la segunda. Como consecuencia de ello la LOGSE sustituía el conductismo por el aprendizaje significativo. Y ¿qué ganábamos cambiando a Skinner por Ausubel? Que ya no memorizábamos de paporreta. El sistema anterior tenía, como columna vertebral, los objetivos operativos: aquellos que se pueden observar, evaluar y medir; ahora bien, los objetivos operativos valen para aprendizajes mecánicos como aprender a escribir a máquina (se trata de escribir tantas pulsaciones por minuto con un máximo de tantas faltas tipográficas); pero ¿cómo evalúas un comentario de texto con objetivos operativos? Como es evidente que eso no es posible, los pedagogos los sustituyeron por objetivos didácticos: que son evaluables, pero no medibles; e introducen en la evaluación factores de subjetividad, pero permiten ver aspectos educativos inmensamente más ricos que los que podíamos observar con los objetivos operativos. El reto era interesante. Prometedor.
         Muchas cosas se pueden decir sobre la maquinaria educativa. Pero vamos a pasar al factor humano por no entretenernos más; al fin y al cabo esto es un simple artículo, no un tratado de pedagogía. El factor humano está en los profesores. Uno de los excesos de la reforma (y no el menor) ha sido introducir en las programaciones una inflación burocrática que ha pesado como una losa. Proyecto educativo, proyecto curricular, programación de aula, duplicidad entre claustro y consejo, entre claustro y comisiones, confusión entre objetivos y contenidos, necesidad de contextualizar, de secuenciar, complejidad de las evaluaciones, inserción de los temas transversales, necesidad de separar los contenidos cognitivos, procedimentales y actitudinales, confusión entre contenidos actitudinales y objetivos actitudinales… mira, tú: que lo hagan ellos. Eso es lo que les oíamos decir. Y luego estaban los asesores, que venían, cuando querían, a tocarles las narices. Todavía me acuerdo de lo que decía una postal de navidad con la que bromeaba un sindicato; tenía la imagen de un profesor con el lápiz en la mano, escribiendo a los reyes; rostro abstraído con ademán pensativo: “¿qué qué quiero que me traigan?”, decía más o menos el texto, y continuaba más o menos así: “que dejen de asesorarme, que no vengan a ayudarme… que se olviden de mí”.
         Y era verdad. Un profesor no era un doctor en pedagogía, que programen los pedagogos. Claro, un pedagogo no lo podía hacer porque, según la ley, él diseña el mismo currículo para todos, pero cada cual lo tiene que adaptar a su contexto; la contextualización es cosa del profesor, no del técnico; pero tampoco le han enseñado sociología. El profesor sentía que tenía que ser menos profesor y más psico-socio-epistemo-pedagogo, y eso le daba inseguridad, se sentía incompetente. ¿Cómo se arregla eso? Estimulando la formación del profesorado: y como la universidad estaba encerrada en la torre de marfil de las grandes teorías científicas, se crearon los centros de profesores, con asesores sacados de las escuelas que acercaban la formación a la práctica del aula; esto, probablemente, fue un acierto, pero había que limarla de enchufados, pícaros y advenedizos; y por qué no decirlo, también de incompetentes; gente buena había: buena y preparada; pero también había de los otros. Los centros de profesores se centraban en las didácticas; los maestros se preocupaban por las metodologías; los profesores, por los contenidos (en el instituto presumían de especialistas, no de pedagogos); el resultado fue que los profesores desertaron de los centros de profesores y casi sólo acudían los maestros; pero muchas veces para conseguir sexenios calentando el asiento, menospreciando, con envidia, a aquellos otros maestros que, por haber conseguido ser asesores, se convertían en su imaginario en vagos y “desertores de la tiza”.


         En fin, que ya vamos viendo cómo se manejaba el factor humano: por arriba se sentían maltratados; por abajo, maltrataban a sus iguales cuando se convertían en asesores; y por en medio (es decir, en la médula misma del oficio de enseñar) despreciaban el oficio; ya ves, maestros que menospreciaban el arte de enseñar. No estaban motivados. Y no era sólo porque les exigieran demasiado los políticos: también porque no tenían vocación de maestros; había demasiados profesores de oficio y muy pocos de vocación; que rechazaban cualquier actividad que desbordase mínimamente su horario; sólo entendían de incentivos, si no económicos (que no los había), sí al menos de prestigio y, sobre todo, que puntuaran a efectos del concurso de traslados. ¡Cuántas veces se ha tratado a los alumnos como tornillos! Como engranajes de una máquina. Porque muchos profesores, en su inmensa mayoría, no creían en la enseñanza. Pero había unos cuantos idealistas que se batían el cobre para mejorarla.
         Hablemos ahora del contexto. De las tres emes que había (personas, contextos y máquinas: man, milieu, machine), faltaba la de en medio. Cuando tenían que contextualizar, los maestros confundían realidad circundante con folklore; no me extrañaría que los de Segovia se hubieran dado al paloteo, los de Valencia hubiesen estudiado las fallas y los de Huelva se hubieran quedado en el Rocío… que no le interesa a nadie; a nadie más que a los turistas. En lugar de construir ciudadanos universales hemos estado construyendo ciudadanos de nuestro pueblo; y claro, luego pasa lo que pasa; todavía recuerdo nutridas manifestaciones de padres protestando contra el traslado de sus hijos: porque los habían cambiado de colegio, dos manzanas más abajo; o porque, cuando iban al instituto, tenían que dejar la escuela para ir al centro de la comarca, y les parecía intolerable el autobús (que les salía gratis); muchos lo consiguieron: y prefirieron dejar a sus hijos en escuelas donde no había laboratorios de física, ni de biología, ni aulas de informática, ni nada de nada; pero estaban cerca de casa; que era lo único que importaba. Uno se queda, soñador, pensando en esa Edad Media (que tanto hemos asociado con el oscurantismo) construyendo universidades (escuelas universales); y donde  los chicos aprendían latín para viajar sin problemas por todas las universidades de Europa; y sus padres, tan contentos, ni se les ocurría protestar, ¡qué va! Al contrario. Umberto Eco lo plasma muy bien el El nombre de la rosa: en una abadía italiana se encuentra un joven alemán (Adso de Melk) acompañado de un profesor inglés (Guillermo de Baskerville) para encontrarse con gentes de toda Europa (Jorge de Burgos, por ejemplo). Hoy, que estamos más avanzados que en la Edad Media, aborrecemos de la universalidad encerrándonos en el marco estrecho de nuestro localismo. Menos mal que por lo menos hemos inventado las becas Erasmus. Pero también queremos olvidarnos de Europa para no salir de nuestro pueblo; todavía me acuerdo de aquel agricultor que tenía tierras llenas de nogales; yo fui allí de joven a recoger nueces, y el hombre, que andaba bien nutrido de dinero, tenía una hija que no conocía más mundo que la escuela donde iba, a diez kilómetros de los nogales.


         Sigamos hablando del contexto. Un día se puso de moda que los maestros sólo estaban para instruir; para educar ya estaban los padres. Y se montaron en defensa de esa tesis manifestaciones multitudinarias. Yo estaba perplejo y nunca pude resolver, al amparo de esta tesis, el primer ejemplo que me vino a la mente: tengo un alumno cuyos padres son yonquis y están más perdidos que un pulpo en un garaje. ¿Tengo que limitarme a enseñarle cosas? ¿Tendré que reservar la educación como coto privado para sus padres? La única respuesta la encontré en la declaración universal de los derechos humanos: que reconoce, en su artículo 26, la libertad de educación, pero la supedita, en sus artículos 29 y 22, al derecho de los niños a ser educados en el pleno desarrollo de su personalidad; como premisa insoslayable y axioma básico.
         En fin, para concluir, porque ya va siendo hora de ir concluyendo, la educación (y no sólo la instrucción) es un pilar de la convivencia. Si nos preocupamos por ella, aunque sea enfadándonos, estaremos reclamando soluciones, y eso es bueno: muy sano. Pero sólo hay dos salidas; la inclusiva y la exclusiva, la solidaria y la discriminatoria. No olvidemos que los que no saben acabarán trabajando para los que saben (y si no, nos irá mal, seguramente); y los que saben no siempre tendrán educación además de estar formados, como quería Sócrates, por ejemplo; o como quería el mismísimo Jesús (que, además de acoger al hijo pródigo, nos animaba a pensar, guardándonos “de los falsos profetas”). Saber es poder, como decía Bacon, y los que renuncian a saber están labrando desde hoy su propia impotencia: creo que debemos ayudarles. Porque la cuestión es saber si la educación es sólo pedagogía o tiene también una función social. Vale la pena pensar, entonces, cómo tiene que ser en camino por el que andamos.





sábado, 21 de octubre de 2017

EL ROBO (RELATO)




EL ROBO
(RELATO)


1

El chico que estaba citado no llegó a la entrevista. Juan esperó cinco minutos, comiendo la manzana. El ruido que hacía cada mordisco, entre grueso y fresco, arrancaba un casquete de carne y sobre la mesa caían, a veces, unas gotitas. Hacía frío. El cielo nublado se ensombrecía y tuvo que levantarse a encender la luz a pesar de estar en pleno día. No era frecuente que en el mes de octubre hubiera esas inclemencias, pero ni había sol, ni estaba el ambiente caldeado; y, como todavía era época de calores, no habían puesto la calefacción. Se puso su chaqueta. Esperó un rato más y ya se afirmaba la evidencia de que el alumno no vendría. Entonces cerró su cuaderno, el cuaderno de anillas que se había confeccionado con las fichas de su tutoría: una ficha por alumno, varios apartados en cada ficha, la foto, los datos personales... Sus gustos, sus hábitos, sus dificultades en el estudio...
            Lo cerró. Hurgó en su cartera y extrajo unos apuntes de filosofía. En su mano, la manzana se iba convirtiendo poco a poco en un pedúnculo: lo tiró. Se frotó la frente los dedos sobre sus ojos, relajándose: estuvo así un corto instante. Cuando los abrió vio remolinos de aire girando obsesivamente en el cielo. Eran remolinos invisibles, materializados por ramas, hojas y briznas de hierbas como se materializan los campos magnéticos en limaduras de hierro. Sobre el patio rugía el ulular del viento. Veía a los alumnos correr, cerrando sus anoraks y levantando las solapas para cubrirse el cuello. Jaime caminaba, con ademán tranquilo, sin hacer movimientos estentóreos por las inclemencias del tiempo. El patio se vaciaba. La bedela, que tenía órdenes de no dejar entrar a nadie durante el recreo, se peleaba con los chicos, incapaz de reconocer en el vendaval un caso de fuerza mayor. Juan la veía gesticular. Y comprendió la diferencia que hay entre los listos y los tontos: unos saben, sin que nadie se lo diga, cuándo hay que saltarse la rutina; otros obran de manera rutinaria aunque se esté hundiendo el mundo. Los primeros saben mandar; los segundos, aunque obedecen sólo cuando los mira el jefe, no saben más que obedecer.
            El aire rugía con fuerza como en los peores días del invierno. Enfrente, en el aula de la ESO, se habían abierto las ventanas. Eran ventanas correderas con carpintería de aluminio, y en aquella ráfaga furiosa se había roto uno de los cristales En una ventana contigua gesticulaba Julia. Se estaba peleando con unos papeles que volaban, haciendo remolinos en la clase, incapaz de devolverlos a su cartera. Estuvo forcejeando durante un buen rato; al fin, arrugando los papeles mientras los cogía, los guardó todos: fue la única manera de hacerse con ellos.
            Jaime, en el patio, tenía levantadas las solapas de su chaqueta; el pelo le latía furiosamente, como si el aire se lo fuera a arrancar. Pero miró, deteniendo ostensiblemente su mirada, para observar la batalla de Julia contra los elementos. Su labio esbozó una sonrisa. Después buscó el pasillo, hurtándose al aire, y se topó con la intransigencia de la bedela. Alba –que tal era su nombre- pretendía dejarlos a todos en el patio. Pero la vencieron las razones de los chicos, y sobre todo el empuje de una masa de cuerpos que presionaban juntos contra la puerta.


Juan miró el reloj: faltaban todavía diez minutos. Hojeó sus papeles y se desesperó, como se desesperaba siempre cuando tenía tantas cosas interesantes para leer y un tiempo tan corto hasta que sonara el timbre. De repente se acordó: cumbres borrascosas; el cielo se había puesto como el título de la novela. La sacó de su cartera y la sobrevoló con la mirada. Y pasó lentamente algunas hojas para releer los fragmentos que había señalado en ella. Cumbres borrascosas. Si tuviera libre todo el día, sin obligaciones, lo devoraría de un tirón sin levantar la vista siquiera.


2

Cumbres borrascosas. Al día siguiente le venía a la mente la historia, con la persistencia de las cosas que dejan huella, machaconamente, sin parar. Iba solo en el coche y venía escuchando a Berlioz. Todavía no se había calmado la agitación del viento y las sacudidas golpeaban el coche lateralmente, queriéndolo sacar de la carretera. Una historia de amor. Un paisaje interior con la fuerza salvaje de esas agrestes montañas donde sopla la ventisca. Cumbres borrascosas. Las borrascas interiores son tormentas que hay que contener con la fuerza de la educación. Las tormentas del alma. Los instintos, las inclinaciones, y el ambiente en que nos criamos, son ayudas y obstáculos en la dura y difícil tarea de crecer. No era sólo una historia de amor: a Juan Luis le parecía sobre todo una novela escalofriante sobre la educación.
Mientras conducía su cabeza les daba vueltas a cuatro pasajes que le habían impactado. La sinfonía fantástica, como una cabalgata fúnebre, le recordaba los últimos pasos del viejo enamorado; buscando a su amada, presa del desvarío, como un espíritu sin cuerpo vagando entre las tumbas. Cuatro días llevaba sin comer. Y sin dormir. Tenía “chupadas las mejillas y los ojos inyectados en sangre”. Estaba “muerto de hambre y de sueño”. Y sin embargo estaba feliz. Tremendamente feliz.
“La felicidad de mi alma destruye mi cuerpo”[1].
“Parecía que hablaba con palabras que saliesen del fondo de su alma”[2]. ¡Eso, eso era lo que la educación debía conseguir! ¡Que el alumno hablara con voz propia, no repitiendo las voces de sus maestros! La campana sonaba en el aire como un eco de la sinfonía fantástica. Entre fantasías y realidades, y sobre cuerpo y espíritu, Juan se debatía entre volar por el aire o estar con los pies en tierra.
“Si eres bondadoso de corazón, serás agradable de cara”.
“Y un corazón perverso hace horrible la cara más agradable”[3].
El corazón bondadoso se lava, se peina, y al hacerlo parece más alegre, y al parecerlo se siente más guapo. Una persona de corazón piensa en los demás y quiere evitar las cosas desagradables que hay en ella; y no se presenta con el aspecto sucio que nos da asco. Cuidarse es pensar en los demás. No se trataba solamente de saber estar, porque es mucho más que una cuestión de etiqueta. Se trataba de saber ser. Uno sabe estar ante los demás cuando sabe ser uno mismo, y eso sólo es posible cuando se es feliz.
“Era tan bueno, que no podía ser siempre desgraciado”[4].
 Heathcliff, siempre degradado por su señor, siempre maltratado, pasaba semanas sin lavarse, sin cambiarse de ropa. Con el pelo desgreñado, como un salvaje. Y por eso la criada le decía que acaso él, que había sido recogido entre los gitanos, que se sentía excluido y que nadie sabía de sus raíces: acaso su padre era emperador de la China y su madre reina de la India; y al decirle esas cosas lo alegraba, y entonces descubría que no era malo, y le daban ganas de peinarse y lavarse, de hacerse agradable a los demás. Entonces su corazón, feliz, ya era bondadoso; y su luz interior encendía, iluminándola, la belleza de su cara, una belleza que no vemos cuando no hay una luz que la haga visible: que nos la muestre.


Sería bueno si tuviera buena salud[5].
Cada cual es feliz cuando consigue lo que le falta. A Heathcliff le faltaba el amor, y la ternura de la criada lo hizo bueno: por un momento; luego volvieron los malos tratos de su señor y volvió a hacerse malo. A su hijo Linton le faltaba la salud, porque nació enfermo. Su debilidad, y el sentimiento de no tener lo que muchos tienen, le hicieron rencoroso, mezquino. Él sabía que era mezquino. Sentía la mezquindad en él y se arrepentía de ella. Y no quería ser así, pero lo era: al mostrarse como era, Linton era sincero. Esto planteaba a Juan muchas dudas sobre la educación. Desde hacía tiempo tenía por costumbre no condenar a los chicos por su forma de ser, porque a lo mejor ellos no querían ser como eran. El maestro, antes de condenar al maleducado, tenía que ilusionarle: como ilusionaba la criada al desgraciado de Heathcliff. Acaso la educación esté muy poco en castigar y mucho más en comprender. Comprendiendo hacemos felices a los desgraciados, y al hacerlos felices los hacemos buenos.
Todas estas ideas daban vueltas por su cabeza cuando llegaba a Baba. El aire se ovillaba en el cielo, y unas veces eran remolinos de polvo, otras de briznas de hierbas y ramas, otras de hojarasca. Todavía no arrancaba los cardos, los espinos, las ramas duras y salvajes. El cielo se llenaba de hojas que se levantaban y giraban, furiosamente, bajo los embates del viento. Pero fueron rachas de otoño y paró el vendaval. Cuando entraba al instituto ya eran sólo unos aires molestos, que le metían polvo en los ojos y los hacían llorar; y la fuerza de sus golpes perdía fuelle, porque la borrasca no podía durar siempre; tarde o temprano amainaría.
Entró en clase. Le tocaba empezar con ética, con los alumnos de cuarto, y cuando dejó en la mesa su cartera pasó lista antes de empezar. Los alumnos estaban serios; sus voces parecían apagadas y él los miró un momento: les faltaba sueño; seguramente necesitaban dormir.


3

Juan los encontró torpes. Seguramente trasnochaban demasiado, o su vida era un desorden, o desayunaban poco. Él sabía que comer a deshora, salir a deshora, estudiar a deshora y dormir a deshora deprimía el ánimo, y embotaba el pensamiento. Y aquella mañana los sentía ausentes. Empezó a dar clase y notó en seguida que no le seguían. Muchos no escuchaban, pero lo que le sorprendió más fue que ni siquiera trasteaban. No escuchaban, pero estaban tranquilos: eso no era normal.
-Vamos a ver –dijo, decidiendo interrumpir su clase-. Yo sé que sois ruidosos, que habláis en clase todo lo que queréis y que me sacáis de quicio. Pero hoy no atendéis, estáis como idos.
Miró a todos en una ojeada panorámica.
-Tampoco habláis entre vosotros. No lo llenáis todo de ruido. No me hacéis sentir cansado, y sin embargo siento que estoy hablándole a la pared.
Los miró de nuevo.
-A vosotros os pasa algo.
Miró a Maia.
-¿Qué os pasa?


Maia estaba callada. No estaba locuaz aquel día, y Juan miró para otro lado. Sus ojos se detuvieron en Julia, que miraba a la mesa sin la luz que otras veces embellecía su rostro. Miró a Pedro. Miró a Olga, miró a Darío: nada; parecía que habían firmado la conspiración del silencio. Por fin habló Cristal.
-Preguntádselo a Maia. Algo sabe.
Juan miró a Maia y Maia no tuvo más remedio que hablar. Lo que decía le salía con cuentagotas. Parecía que le costaba hilvanar las palabras.
-Fue ayer. Yo no sabía que iba a reaccionar así.
-¿Quién?
-Radón.
-¿Y cómo ha reaccionado Radón? ¿Y por qué? ¿Qué ha pasado?
Parecía avergonzada. No tuvo más remedio que hablar.
-A mí me desapareció el anillo. Era el anillo de mis padres, el que ellos me regalaron esta misma semana. Lo traía en la cartera para enseñárselo a Ilse y ahora me ha desaparecido.
-Bueno –contestó Juan-: los anillos son muy pequeños y no son tan fáciles de encontrar cuando se pierden. ¿Alguien lo ha visto?
Contestaron negativamente con la cabeza.
-¿Habéis mirado bien en vuestras cosas?
-Juan, no sigas. Ya se lo hemos dicho a Radón.
Quien no le dejó seguir había sido Estrella.
-No sigas buscando; Radón ha estado en clase.
-Yo se lo dije –explicó Maia-. Le conté la desaparición del anillo. Dije que me lo habían robado.
-Entonces Radón hizo lo de siempre: preguntar quién había sido; y no se le ocurrió más que amenazarnos con levantarnos un expediente disciplinario. La gente se acogotó y se callaron todos. A nadie le hace gracia que se lo digan a sus padres.
-Pero bueno –insistió Juan Luis-. Si no sabe quién ha sido ¿cómo va a castigar a nadie?
-Nos castigó a todos –dijo Ilse-. Nos amenazó con dejarnos sin excursiones si no denunciábamos a quien lo había robado.
-Ya –musitó Juan-. ¿Y vosotros?
-¿Cómo lo vamos a denunciar, si no lo sabemos? –exclamó, azorado, Darío-. ¡Y encima nos va a hacer pagar a todos lo que costó el anillo!
-¿Cuánto valía el anillo, Maia? –preguntó Juan.
Maia se esforzaba por esconderse, avergonzada. Al fin y al cabo había sido ella quien recurrió a Radón. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? El anillo era de sus padres.
-Cincuenta mil pesetas –contestó por fin.
Juan se echó las manos a la cabeza.
-¿Y cómo traes a clase un anillo de cincuenta mil pesetas? ¿Has perdido el juicio?
Darío lo colocó ante los hechos consumados.
-Bueno, de nada sirve darle vueltas. Ya estamos todos castigados. Nos han suprimido todas las excursiones y ahora tenemos que pagar el anillo.
Juan hizo cuentas. Cincuenta mil pesetas entre diecinueve alumnos tocaban a dos mil quinientas pesetas por alumno. No es que fuera mucho dinero, pero para ellos era un dineral.
Juan sabía que estaban prohibidos los castigos colectivos, pero no lo dijo. No se podía socavar públicamente la autoridad de un profesor, aunque el profesor hubiera metido la pata; y menos si se trataba del mismísimo jefe de estudios. Lo que había que hacer era deshacer la madeja sin cuestionar la autoridad de nadie. Había que hacer justicia, a ser posible sin menoscabo de la autoridad. Había que obrar con prudencia.


-Vamos a ver –dijo Juan Luis-, atengámonos a los hechos: ha desaparecido un anillo; puede haberse perdido, no podemos decir que lo hayan robado; no conviene precipitarse.
-¡Me lo han robado! –dijo Maia con vehemencia-. Yo se lo había enseñado a Ilse y después lo guardé en mi cartera, en un bolsillo pequeño con cremallera; la cremallera la cerré, me acuerdo perfectamente.
-Es verdad –dijo Ilse-, el anillo no podía caerse; estaba perfectamente guardado.
-De modo que fue un robo –concluyó Juan.
-Fue un robo –remachó Maia.
-¿Y cuándo se produjo?
-Durante el recreo. Yo me fui a comer un bocadillo de tortilla al bar, y cuando volví ya no estaba. Abrí el bolsillo para enseñárselo otra vez a Ilse y explicarle cómo estaba hecho el anillo.
El interés de Maia por el anillo se convirtió en deseo de recuperarlo. El deseo de Radón era evitar un conflicto, impedir que el instituto perdiese su reputación con los padres. Y el deseo de Juan no era preservar la reputación de nadie, sino hacer justicia. Radón quería una solución rápida, y se agarró a lo fácil: el castigo colectivo. Juan quería una solución justa, y prefirió, sin ofender a nadie, buscar para comprender. El sentido crítico de Juan contrastaba con los palos de ciego que estaba dando Radón.
-Está bien –prosiguió Juan-, admitamos que alguien se ha llevado el anillo. Lo ha hecho sin darse cuenta, y a lo mejor lo tiene entre sus cosas y no sabe que lo tiene; o lo ha hecho porque sintió la tentación de llevárselo, porque seguramente le gustaba... Da lo mismo. Los motivos no nos interesan. Lo único que nos interesa es que lo devuelva. Y como no tenemos ningún interés en avergonzarle delante de nadie, le vamos a dejar que lo devuelva en silencio. Vamos a darle de plazo hasta mañana. Que lo deje en un lugar donde lo podamos ver fácilmente, sin que se pierda de nuevo. ¿Os parece bien?
Todos lo confirmaron con un murmullo de aprobación, como en la iglesia cuando rezan el rosario.
-Está bien. Pues entonces, sacad los cuadernos.
Hubo un murmullo, esta vez no de voces, sino de carteras que se abrían y cuadernos que sonaban. Los pupitres se llenaron de hojas y lapiceros y de repente se oyó la voz de Maia.
-Ilse, ¿qué hacen aquí tus apuntes de biología?
Su voz volvió a ser alborotadora, estentórea, semejante a un grito. Volvía a ser la Maia de siempre.
-¿A ver? –dijo Ilse, que estaba sentada a su lado. Maia se lo enseñó-. ¡Anda! ¿Y cómo es que mis apuntes están arrugados?
La hoja de Ilse parecía un envoltorio de papel de la tienda, como si el tendero hubiera hecho con ella un cucurucho y luego lo hubiera extendido de nuevo: la hoja de Ilse, extendida sobre la mesa, guardaba la marca de todos los pliegues que había tenido y eran inútiles sus esfuerzos por alisarla. Aquello no necesitaba unas manos tirando de la hoja por los lados: necesitaba una buena plancha.
-¡Anda! –exclamó Maia de nuevo-. ¿Y tú cuándo has metido tus apuntes en mi cartera?
-Yo no he sido –contestó Ilse, que no se acordaba de lo que había hecho con los apuntes-. No tengo la menor idea.
Juan los llamó al orden. Les dijo que no alborotaran tanto y que no hacía falta tanto jaleo para coger lápiz y papel. De modo que abrevió, para cortar el alboroto, y cogió una tiza. Empezaba la clase de ética.


4

Paredes les había dado clase una hora más tarde. Enseñaba cultura clásica y se paseaba con un maletín de madera, que contenía (quién sabe) acaso la maqueta de una ciudad romana. Paredes era jovial y alegre. Bajita, con unas redondeces que la hacían rellena sin estar gorda, tenía un pelo negro cortado en redondo a la altura del cuello; cuando movía la cabeza meneaba la melena como una cortina que se bambolease, por una y otra mejilla, en ágiles ondulaciones que hacían pensar en las olas del mar. Aquel pelo negro, que dinamizaba su rostro, pronto le valió el sobrenombre de “Mafalda”.
Mafalda era simpática con los alumnos; se hacía querer. Pronto demostró no tener saña con las notas. A diferencia de otros profesores, que presumían de hacer grandes sangrías suspendiendo, ella se esforzaba por que aprendieran todos; aunque eso no siempre era posible. Aquel día, mientras les hablaba de la ciudad romana, entre el cardo y el decumano volvió a salir el anillo de Maia.
-A lo mejor aparece mañana. Juan nos ha hablado muy bien hace un rato.
Julia, en su rincón, hurgaba en su cartera. Y torció el morro en un gesto de contrariedad, pero nadie se fijó en ella. Luego sacó un cuaderno y lo puso sobre la mesa. Levantó los ojos justo cuando hablaba Jaime.
-Lo que yo no entiendo es qué hacían los apuntes de Ilse en la cartera de Maia. Ilse todavía no lo ha explicado.
Todas las miradas se volvieron hacia Ilse; ella, mientras tanto, se ruborizó: tantos ojos mirándola le hacían sentir vergüenza. Además, sabía muy bien por dónde llegaban los tiros. Fue el propio Jaime el que puso en voz alta sus temores.
-¿No será –y su pregunta no era retórica- que Ilse buscaba en la cartera de Maia precisamente el anillo? Maia se lo había enseñado varias veces, y ella sabía de sobra dónde estaba. Maia, enséñanos tu cartera.
-¿Qué quieres ver? –replicó Maia.
-Quiero ver dónde está la cremallera donde guardabas el anillo.
Maia abrió su cartera. Extrajo sus libros y cuadernos, y al fondo, pegada a una esquina, estaba la cremallera.
-Lo que sospechaba –concluyó Jaime-. Para acceder a ese pequeño bolsillo hay que sacar los cuadernos, porque si no se hace muy difícil manejarlo. La persona que lo hizo seguramente lo hizo con prisa; en parte por el temor de que la pillaran y en parte porque durante el recreo soplaba mucho el viento, y hacía falta sujetar los papeles. Cuando uno saca y mete papeles de prisa los papeles se arrugan. Maia, ¿cómo tienes tus papeles y cuadernos?
-Arrugados. –Maia sacó sus hojas y todos podían ver lo arrugadas que estaban.
-Si esa persona volvía de un desdoble –por ejemplo, de biología-, seguramente llevaba sus apuntes en la mano; y no sería extraño que los hubiera mezclado con los de Maia mientras hurgaba en su cartera. Ilse, ¿no es verdad que tú lo hiciste?
-¿Tú estás loco? –repuso Ilse, airada-. ¿A ti qué te pasa? ¿Por qué no dejas de meterte conmigo? –La figura de Ilse era esbelta; larga, alta, con poca cintura. Su cara de muñeca, con sus labios carnosos, se llenó de ira: y enrojeció de pronto. Se le señaló una vena en la frente y otra, en el cuello, cuando empezaba a dar gritos.


Paredes, asustada, intentó poner orden haciendo gala de un talento conciliador. Aquello tranquilizó un poco a Ilse. Pero Jaime, cizañero, metía el dedo en la herida.
-¿Por qué te alteras tanto? Si fueras inocente no te pondrías así. Tu propio sofoco es una confesión en regla.
Entonces Ilse se alteró mucho más. Sus nervios se desataron, ya fuera de sí, y mientras Darío, Cristal y Pedro la calmaban, Maia enmudecía, perpleja. Hubo que llamar a Radón. Paredes, contemporizando, procuró rebajar la tensión, y su voz fuerte, aguda como las voces femeninas, pero de contralto, no se sabía si ayudaba a calmar las cosas o contribuía más a tensarlas. Le preguntó a Jaime:
-¿Por qué te ensañas tanto con Ilse?
-¡Porque tenemos que pagar tres mil pesetas por culpa suya! ¡Que las pague ella! ¡Que las pague o que devuelva el anillo! Los demás no tenemos por qué cargar con las culpas ajenas.
Llegó Radón. Ilse estaba fuera de sí, y parecía que le iba a dar un síncope. Maia empezaba a reaccionar y se abrazaba a ella. Le acariciaba el pelo y no paraba de decir:
-¡Ilse, Ilse, no llores! ¡Estate tranquila, Ilse, no les hagas caso! ¿Cómo se les ocurre acusarte, si eres mi mejor amiga?
Pero Ilse no se calmaba. Radón se la llevó y entonces la clase se tranquilizó un poco. Pero los ánimos estaban alterados. Unos creían en la inocencia de Ilse, Jaime aparentaba estar convencido de su culpa, y los otros no sabían qué pensar. Cuando pasó una hora todos pudieron ver a Ilse. Tenía la cara enrojecida, los ojos hinchados y el pañuelo mojado. Como tras la tempestad viene la calma, su cara había perdido tono y se había quedado sin color. Su mirada apagada se perdía en el vacío, y Juan, al verla, se decía para sus adentros: “¡no puede ser!” Fue a consolarla pero Ilse ya estaba inconsolable. Tres días después se reuniría el consejo escolar y ratificaría sin lugar a dudas el castigo: tendría que devolver el anillo, o en su defecto pagar cincuenta mil pesetas; y sería expulsada del instituto. Radón podía respirar tranquilo porque el asunto estaba resuelto, pero aun así era pusilánime; tenía miedo a enfrentarse con los padres de Ilse, aunque aquello significara una victoria de cara a los otros padres. Él quería quedar bien y no le importaban los sufrimientos ajenos; pero a ser posible preferiría que no hubiera escándalo, y aquella situación se había vuelto escandalosa en demasía.
La indecisión de Radón le hizo posponer la solución del caso durante varios días: y ese tiempo era el que se daba Juan para intentar resolver el asunto. Juan, como muchos otros, no creía en la culpabilidad de Ilse. De vez en cuando aparecía Maia, con sus encías hinchadas, para intentar reconfortarla.



5

Al día siguiente se topó Juan con un fenómeno extraño: y era que Maia no estaba, como la víspera, al borde de la histeria. “El alma humana tiene recovecos imprevisibles”, se decía; “tan pronto se altera como se tranquiliza; y hay veces que se altera hasta tal punto que sale fuera de sí, como una posesa”.
No tenía mucho tiempo para que triunfara la justicia. La maquinaria del castigo se había puesto en marcha, y era imparable. En el fondo lo que se buscaba era orden, no justicia. Para que todo estuviera en orden hacía falta encontrar un culpable, que apareciera el anillo y que hubiera una sanción. El culpable se había encontrado: era Ilse. Sobre ella se levantaría la sanción: solo faltaba el anillo. Con ello todo volvería a su ser y la reputación quedaría salva.
A Juan, por el contrario, todo le parecía demasiado simple para ser verdad. Hay veces que las cosas son más simples de lo que parecen; y veces en que la sencillez es una simplificación abusiva. Cuando hay que analizar las cosas no se puede abreviar. Allí se había abreviado y no se había analizado nada. Habían bastado unas apariencias, unas cuantas coincidencias y con todo ello se había construido una historia. El protagonista era Ilse, y ahí quedó todo. Nadie se preocupó de analizar con lupa las apariencias. Nadie buscó si aquellas apariencias coincidían con la realidad. Se había hecho todo sin sentido crítico: y allí, en tales circunstancias, lo mismo se había hallado un culpable como podía condenarse a un inocente. El inocente no podía defenderse: tenía en contra la sombra de la sospecha de los demás.
Juan debería estar atento. Tenía clase con ellos a tercera hora, pero tendría que estar pendiente durante todo el día. En los descansos miraba por la ventana de su despacho. Por los pasillos diseccionaba los gestos de los alumnos, escrutaba las formas y los bultos de las carteras, analizaba la expresión de los rostros y la limpieza de las miradas. Se fijaba en Jaime cuando hablaba con Ilse, en la expresión de la cara de Maia, y no veía nada. Veía a Jinena, veía a Julia, escuchaba a Darío hablar con Ilse, y no sacaba nada en claro. Cristal parecía ajena a todo, y Babi, Olga y Estrella no parecían tener relación alguna con el anillo. Juan Luis se desesperaba, y el tiempo fluía con una rapidez desconcertante. Temía que al día siguiente Radón tomara cartas en el asunto.
Por otra parte, el autor del robo no aparecía. Él había pedido que devolviera el anillo discretamente; y el anillo no aparecía. Al revés que Radón, Juan Luis no buscaba un culpable; sólo quería que apareciera el anillo, y volvería el orden sin aspavientos ni escándalos, como si se olvidara todo espontáneamente y el anillo nunca hubiera desaparecido. Podía ser que se hubiera extraviado y no lo hubiera robado nadie; todo habría quedado en una distracción, no en un robo. Desgraciadamente, las palabras de Maia no lo permitían. Y la desgraciada acusación de Jaime había ido demasiado lejos. Parecía difícil zanjar la cuestión como si no hubiera pasado nada.
Él, que era muy torpe en las relaciones personales, buscó a todo el mundo y estuvo hablando con unos y con otros. Su obsesión era resolver el problema. Y la de Radón era personalizarlo. Convertirlo en conflicto. Juan no descubría nada nuevo. Juan estaba desesperado.
Habían pasado dos días. Aquella mañana vio a Jaime hablando con Maia. Los siguió, disimuladamente, por el patio, y no pasó nada. Maia caminaba con un enorme bocadillo de tortilla que había comprado en el bar. Aquel día no tenía clase con ellos. Pero estaba de guardia, y aprovechó para darse una vuelta por la clase de cuarto. De repente vio a Jaime discutiendo con Julia. Jaime le gritaba con furia, y ella le zarandeaba. Él se desprendió de su mano, que le agarraba de la ropa como una zarpa; y se recogió la camisa dentro del pantalón, pues lo había dejado todo descamisado. Las palabras de Jaime eran ofensivas:
-¿Tú qué te has creído, gilipollas?
-¡Que me dejes! –se defendía ella.
-¡No, que me dejes tú, so payasa! ¡A mí no me mires! ¡Ni me toques, que te doy un pescozón que te dejo mirando para Valencia!
Juan corrió pasillo abajo. Tenía guardia con Jobar, que se quedó vigilando en la sala de profesores. Así que, libre de ocupaciones, llegó hasta ellos y se interpuso. Los separó apartando a uno y a otro con cada uno de sus brazos, bisbiseó llevándose el dedo índice a los labios y los mandó callar.
-¡Hablad bajo, que aquí están dando clase!
Habló en un susurro, evitando ser oído por los demás, y señaló con la mano a todas las puertas del pasillo.
  

          -Venid conmigo. Y no gritéis, que se entera el jefe de estudios y la liamos.
Los llevó al aula de tercero, que estaba vacía. Tenían educación física, y se encontraban todos en el polideportivo; así que entraron los tres en aquella aula y pudieron hablar sin que los molestara nadie.
-Bueno, a ver si nos calmamos -les dijo Juan levantando un poco la voz, pero sin gritar mucho. Una de las paredes daba al aula de cuarto, y por allí los podían oír. Los llevó a la pared opuesta, que daba al patio y les ofrecía mayores posibilidades de discreción-. ¿Pero vosotros no teníais que estar en clase ahora mismo?
-No –repuso Julia-, tenemos desdoble. Ahí detrás están dando clase los de francés, y nosotros tenemos cultura clásica; Paredes no ha venido.
-¿Y los demás?
-Los demás están en el aula de plástica.
-¿Cuántos sois los que tenéis clase con Paredes?
-Cinco. Pero los otros tres se han ido. Sólo quedamos nosotros.
Juan respiró con alivio. La casualidad había hecho que se encontraran a solas, y sentía curiosidad por ver lo que salía de aquel interrogatorio.
-Bueno -les dijo por fin, cuando vio que estaban en calma-. Ahora me vais a contar qué estabais haciendo. ¿Por qué os habéis peleado?
Callaron. Cada uno esperaba que hablara el otro. Se estableció un reto mudo en el que perdería el que hablara primero. Pero el silencio no podía durar mucho, ya que estaba Juan con ellos. Su sola presencia les imponía una autoridad que les impidió seguir; y ante aquella presión psicológica, fue Julia quien habló.
-Jaime es el que ha empezado. Me ha venido a hablar de malas maneras.
Juan miró a Jaime. Jaime escondía los ojos detrás de sus gafas. Su mirada tenía algo de inquietante. No sabía por qué, pero a él no le inspiraba confianza.
-Son tonterías –dijo Jaime-. Cosas sin importancia. Chiquilladas. Lo que pasa es que nos hemos acalorado y nos hemos agarrado de los pelos.
-¿Por nada? –inquirió Juan.
Por nada –confirmó Jaime-. Sólo estábamos discutiendo por unos apuntes. Ya ves que son bobadas.
-¿Por unos apuntes?
-Sí –confirmó Julia.
A Juan no se le escapó el arañazo que tenía Jaime en el cuello.
-¿Y por unos apuntes os arañáis? –dijo, apuntándole al cuello con la mirada.
Julia lo miró al suelo. Jaime la sacó de apuros.
-Bueno, Julia estaba un poco irritada. Poco antes había tenido unas palabras con Ilse.
Se le levantaron las cejas. Fue un movimiento imperceptible, pero Juan lo captó en seguida. También Jaime, en una milésima de segundo, pareció darse cuenta de sí mismo.
-Julia, ¿por qué te has peleado con Ilse? –la tranquilizó Juan, con una voz cálida y bonachona.
Julia no sabía qué decir. Pareció, por unos instantes, buscar la respuesta. Y su cara fue como la del actor que había perdido la memoria y esperaba a que le soplara el apuntador.
-Julia, tú te has peleado con Ilse. Después te encuentras con Jaime y le pides unos apuntes. Y le arañas en el cuello. ¿Por qué?
-No, yo no le he pedido unos apuntes. Los apuntes de biología los quería él
-¿Qué apuntes?  


El apuntador de aquel modesto teatro no hacía, seguramente, bien su trabajo. Juan los diseccionaba con la vista. Los dos tenían un rictus, que les duró poco, y luego se relajaron; pero la relajación de sus rostros era seguramente un deseo que no acababa de encajar en la realidad.
-¿Para qué querías unos apuntes de biología, Jaime?
-¡Ella, ella los buscaba!
La mirada de Juan se pareció a la de un espectador de tenis, que iba continuamente de uno a otro siguiendo los botes y rebotes de la pelota. Aparentemente, los dos chicos se habían enredado, y él cada vez tenía más curiosidad de por dónde iban a salir.
-No, si lo que pasa es que se me habían perdido.
-¿Estás segura? –preguntó Juan.
-No sé...
-A ver, busca en tu cartera.
-No, si ya los encontraré. Ahora no corre prisa. Seguro que están entre mis cosas.
-Búscalos.
-Se habrán traspapelado...
-Estamos en una guardia. Vuestra profesora no ha venido. Tenéis una hora libre. Búscalos, Julia. Busca tus apuntes y así me quedaré tranquilo. No quiero que te vuelvas a pelear con Jaime por tus apuntes.
Julia parecía desconcertada, y Juan no veía ningún motivo para que lo estuviera: aquello excitó su curiosidad. Como un animal camino del matadero, Julia abrió su cartera. Parecía acorralada. Su rostro se había puesto pálido, y sus labios y sus dedos empezaron a temblar.
-Busca en el cuaderno de biología. Sácalo de la cartera.
Julia lo sacó y el temblor de sus manos casi parecía parkinson. También la miraba Jaime con inquietud. La última hoja con apuntes estaba suelta; estaba sujeta, dentro del cuaderno, como si el cuaderno fuese una carpeta. Pero lo más curioso era que aquella hoja no estaba escrita con la misma letra.
-Dámela –ordenó Juan.
Julia se quedó mirando sin saber qué hacer. Y aunque Juan miraba a Julia, por el rabillo del ojo observó que Jaime también miraba con inquietud; sentía aflorar la tensión en los ademanes del muchacho.
-Dámela –y se la quitó a Julia, más que recibirla de sus manos-. ¿De quién es esta letra? –Julia, sin querer, enmudeció-. Por cierto, estos apuntes están incompletos. Falta otra hoja.
-Faltan dos –continuó Julia-. Las tiene Maia.
Julia hablaba como si se hubiera rendido. Juan ya no miraba la expresión de su rostro, cuyas facciones se habían dejado caer en ademán de derrota. Julia estaba pálida.
-Se las he metido yo –confesó-. Hace tres días le pedí a Ilse sus apuntes, porque falté a clase. Pensaba fotocopiarlos.
-Y aparecieron en la cartera de Maia.


Julia no contestó. Su cara se abandonó, en un ademán de completo abatimiento. Tan débil estaba, que permaneciendo muda fue su manera de decir que sí. Entonces, como cada vez que hay que derribar el árbol que se vence, en vez de apuntalarlo, remachó Jaime:
-¿Tú qué hacías hurgando en la cartera de Maia?
-¿Cómo lo sabes? –dijo, con la mirada perdida.
-Porque te vi –remató él. Juan se acordó, en un ramalazo, de aquel día en que vio volar, en el recreo, unas hojas de la mano de Julia. El viento azotaba con furia y recordó que Jaime estaba en el patio, mirando.
Pero entonces Julia desarmó a Jaime.
-¿Ah, sí, me viste? ¿Entonces dónde está el anillo? Porque a mí me ha desaparecido. ¿Dónde lo tienes? ¡Enséñame tu cartera!
Jaime era demasiado listo como para quedarse mudo. Sabía que lo último que tenía que hacer en aquel momento era dejar que le traicionara el rostro y parecer culpable. Así que apretó sus facciones. Las tensó, sin apretar el mentón, en un ademán de fuerza, no de derrota. Quería mostrar aún que llevaba la voz cantante.
-¡Oye, oye, a mí no me metas en tus cosas! Tú apáñatelas con Ilse, con Maia, y con Juan. No te metas conmigo, que yo no tengo nada que ver en esta historia.
Entonces Julia se armó de valor. Ya estaba dispuesta a decir toda la verdad. Por las esquinas de sus ojos resbalaban unos lagrimones. Se había descubierto todo, no tenía por qué seguir fingiendo.
-Yo entré en clase durante el recreo el día que soplaba el vendaval. Vi el anillo de Maia y quería quitárselo. Hurgué en su cartera, le abrí el bolsillo y lo cogí. Pero entonces sopló una ráfaga que alborotó todos los papeles. Yo llevaba los apuntes de Ilse bajo el brazo y, para recoger los de Maia, se me volaron. Como un reflejo, los recogí en el aire con una mano mientras con la otra ordenaba los de Maia. Sin saber cómo, se me mezclaron todos y metí dos de las hojas de Ilse en la cartera de Maia, y la otra la volví a sujetar bajo el brazo. Cerré la cremallera y me fui.
Julia se paró un momento porque le temblaba el mentón; como les tiembla a los niños cuando hacen pucheros. Estuvo un momento callada, ajustando el control de sus facciones, y continuó el relato. Juan no la interrumpió, porque sabía que quería terminar. Ni la interrumpió Jaime tampoco, porque nada de lo que decía podía involucrarlo a él.
-Fue un arrebato. No sé por qué lo hice pero fue más fuerte que yo. Cuando dijiste –miró a Juan Luis- que si devolvíamos el anillo discretamente nada nos iba a ocurrir, yo lo busqué en mi cartera. Quería devolverlo aquel mismo día. Pensaba aprovechar la hora de educación física, cuando se fueran todos para quedarme rezagada; iba a dejar el anillo en la cartera de Maia y luego ir al polideportivo con los demás.
-¿Y por qué no lo hiciste?
-¡Porque no lo tenía! ¡Alguien me lo había quitado!
Juan recordó el día que vio volar los papeles bajo el vendaval. Desde su despacho, él no vio más que papeles volando. Pero desde el lugar desde donde miraba Jaime seguro que se veía todo. Juan recordó la sonrisa taimada que se dibujaba en sus labios.
-¡Jaime! –dijo Juan, con la firmeza del dedo acusador-: devuélvenos el anillo.
Jaime se quedó lívido. Jaime se quedó desconcertado. Y no fue porque lo acusara Juan Luis, fue por la seguridad con que lo acusaba. Su desconcierto fue tal porque vio una autoridad inflexible en el gesto de Juan; en sus ojos no había ni una sombra de duda.
-¡Un momento, un momento! –se atrevió a decir, empeñado en defenderse-. ¡Aquí no se va a acusar sin pruebas a nadie!
Los ojos de Juan fueron dos dardos que se clavaron en sus ojos.


-¡Exacto! –dijo sin contemplaciones-. Ahora vas a venir conmigo a ver al jefe de estudios. Y te vas a retractar de todos los infundios que has dicho sobre Ilse. ¡Vergüenza debiera darte verla linchada por todos sin atreverte a mover ni un dedo! ¡Menudo compañerismo! Se acusa a alguien sin pruebas y aquí no pasa nada. ¡Sinvergüenza! ¡Si no te retractas yo te juro que te voy a hundir!
Jaime se retiraba, acusando el golpe. Pieza por pieza se estaba desmoronando su defensa. No obstante se atrevió a lanzar un último contraataque.
-¡A mí no me pidáis el anillo porque no lo tengo! ¿Qué alguien se lo quitó a Julia? De acuerdo, pero yo no he sido.
-Jaime –dijo Juan Luis en un tono que dejaba claro que él no estaba para bromas-: yo te he visto. Lo sé todo desde que la mirabas en el recreo, bajo el vendaval, cuando ella sustrajo el anillo. ¡Así que no me lo niegues porque pienso presentarme como testigo!
Aquel ataque acabó de desarmar a Jaime. Lentamente, como si le pesara el cuerpo, se venció hacia delante y se echó hacia atrás. Se dejó caer en una de las sillas y miró hacia arriba (quizá pidiendo clemencia) buscando su mirada.
-Está bien: yo te doy el anillo. Pero por favor, no digas nada. No digas que lo hizo Julia ni tampoco que lo hice yo. Di tan sólo que has encontrado el anillo, que quien lo robó lo ha devuelto al sitio de donde lo había cogido, y que tú no sabes quién ha sido. Lo de los apuntes de biología se puede arreglar sin implicar a nadie.
-Lo de los apuntes de biología lo vamos a dejar como está porque son la prueba de la inocencia de Ilse. Lo demás, veremos cómo se arregla.
Jaime y Julia estaban sentados, mirando a Juan, que permanecía de pie con el rostro severo, con el dedo acusador: un pantocrátor. Pero sus ojos de fuego estaban envueltos en nubes que apagaban su brillo; no era un dios justiciero ni ajusticiador, un dios cruel, entregado a la cólera divina. Estaba abierto a la clemencia. Y en ello la justicia se vio abrazada por la bondad.



6

Ilse estaba en el despacho de Radón. La jefatura de estudios, como un cuchitril demasiado pequeño, tenía dos mesas colocadas en ángulo recto. Una estaba paralela a la pared, y detrás estaban los gritos del patio; unos gritos que, venidos de la realidad, no traspasaban los muros irreales del poder. Sobre aquella mesa estaba el ordenador.
La que corría perpendicular a la otra pared llegaba hasta la puerta de jefatura. Una puerta que daba al pasillo, flanqueado desde la otra orilla por otro recinto que también cuadriculaba la realidad: la secretaría. Por aquel pasillo pasaban los chicos hacia el bar, en el recreo. Por allí pasaban los jefes, cuyos cuarteles generales estaban reunidos en aquel espacio: jefatura, secretaría, el recinto de las fotocopiadoras, el despacho del director. El pasillo por donde transitaba la vida estaba rodeado por los centros de mando que parecían apretarlo, desde miradas irreales, como un collar extraño; como un tumor.
La puerta de jefatura estaba cerrada. Aislados del mundo, sentados a la mesa, estaban: a un lado, Ilse; al otro, Radón.
-El otro día te dije que no te preocuparas –dijo Radón-: no te iba a denunciar. Te dije que buscaría una solución más aceptable para todos, y ya la tengo. –Radón le mostró el anillo, que había sacado de uno de los cajones, y lo dejó brillar un rato ante sus ojos.
Ilse abrió los ojos y la boca; como ventanas que miran hacia fuera, aquellos huecos vertieron al exterior toda la desnudez de sus sentimientos. Radón, acostumbrado a enmascararlos, permanecía frío. Pero su voz era lacrimosa. Lacrimosa y cálida a la vez. Cuando hablaba transmitía una sensación de paz que acariciaba el aire como un bálsamo.
-Sí: el anillo de Maia. Ha aparecido. Ya no te pueden acusar de haberlo robado.
El rostro de Ilse se encendió. Sus ojos eran dos linternas, y en el rubor de sus mejillas lucía la aurora: la aurora de rosáceos dedos, que diría Homero; la sangre que se reactivaba liberaba la vida que volvía a fluir.
-¿Quién ha sido? -acertó a decir ella.
-Eso es lo de menos –respondió el jefe de estudios-. Lo hemos encontrado y con eso basta.
Evidentemente no era cierto. A él eso no le bastaba. Hacía falta un culpable a quien poder castigar. Porque toda historia tiene un protagonista, que triunfa, y un antagonista, que acaba perdiendo. Al faltar el antagonista la historia se queda sin el villano, y ya no es historia sino suceso.
Por otro lado, él quería que el instituto fuese un lugar sin historia. Un lugar exento de conflictos, un sitio donde nunca pasa nada. Entre una historia sin protagonista y una moraleja ejemplarizante, él prefería la primera (aunque su corazón le estuviese pidiendo lo segundo). Pero entre la cabeza y el corazón, él prefería la cabeza. Que estaba fría. Que no tenía vida. La cabeza nos coloca frente a la realidad, y el corazón es la fuente de nuestros deseos; él prefería vivir una realidad ramplona y reservar los deseos para sus sueños.
-La historia ha terminado –concluyó Radón.
-¿Pero quién ha sido? ¿Y por qué lo ha hecho?
Radón se encogió de hombros.
-¿No lo sabremos nunca?
Radón la miró, con ojos inexpresivos, detrás de sus gafas de culo de botella. La barba cerrada, aunque afeitada, le daba a su rostro un aire sombrío. Las gruesas gafas esculpían bajo sus ojos unas bolsas somnolientas. Y el mentón algo caído, bajo unos labios carnosos, pero sin color, le daba también cierto aire primitivo; algo así como un ser hermético, congestionado, insensible.
-¿Has dicho algo en casa?
Ilse vaciló un instante, como si hubiera tardado en comprender. Después sus ojos volvieron en sí, un poco más apagados. Titubeó:
-No... Me dijiste que no dijera nada.
-Sí, te lo dije; pero no estaba seguro de que no te traicionarían los nervios.
-Bueno, me contuve. Al decirme tú que por ahora no me sancionarían, me quedé más tranquila. En casa no me notaron nada.
-Muy bien. Así todo es mejor. Todo lo que pasó queda entre nosotros, y no tiene por qué saberlo nadie de fuera. Es como si Jaime nunca te hubiera acusado. Al no haber publicidad, no hay escándalo.
-Pero se enteró toda la clase. Jaime me acusó delante de todos, y en realidad ha habido muchos testigos.
-Sí, es verdad... –Los ojos de Radón parecían apresados entre los círculos concéntricos de su culo de botella. Era como si, mirando al exterior, nunca salieran del recinto de sus gafas. Y eso le daba un aspecto gris. Descarnado.
Vaciló un momento antes de proseguir.
-Hay que intentar que nadie hable de esto, como si no hubiera ocurrido. Cuando pase un poco de tiempo se habrá olvidado. Será como si no te hubieran acusado nunca. ¿Estás dispuesta a olvidar?
-De acuerdo.


-Es difícil simular que no ha pasado nada cuando todo es del dominio público. Se sabe que desapareció el anillo. Se sabe que volvió a aparecer: ha triunfado el orden. A ti te han acusado injustamente, pero no se te ha sancionado por ello. Tú no eres culpable de lo que no has hecho: todo está en orden si, desatendiendo las voces que te calumniaban, cuando parecía que lo que decían era cierto, el instituto ha preferido perseguir la verdad antes que castigar sin pruebas. Yo creo que debes decírselo a tus padres. Tus compañeros se lo dirán a los suyos, de modo que nadie va a creer que tú, la más implicada directamente, no te has enterado.
Calló y la miró con cara de cansancio. Siguió diciéndole más cosas, con su verborrea habitual. Mientras las decía, por su mente pasaba un espectro; algo en lo que el instituto había fallado. Y era que el culpable, ni había aparecido, ni había sido castigado. Eso no beneficiaba a la reputación del instituto.
Había que echarle tierra al asunto. No le benefició nada el que Jaime, al disculparse, lo hiciera con un exceso de vistosidad. De todas formas, el trauma de Ilse se había contenido: Maia, al consolarla, lo había desactivado todo; y los padres de Ilse, al no verla sufrir, no verían motivo de queja. El tiempo lo borraría todo como la nieve, y la imagen del instituto, sin resentirse, lo envolvería todo en una espesa niebla.


7

Jaime estaba sentado en su sitio, aproximadamente en el centro del aula: ni muy cerca del profesor ni demasiado lejos. Juan iba a empezar la  clase.
-Perdona, Juan, me gustaría decir algo.
Juan mostró sorpresa. Parecía que Jaime lo hubiera interrumpido en el momento de empezar. Vaciló un poco, como si se lo estuviera pensando, y luego dijo:
-De acuerdo, Jaime. Tienes la palabra.
Nadie supo que aquella escena había sido preparada de común acuerdo. Ni supo tampoco que ellos dos habían tenido una larga conversación en presencia de Julia. Julia, cabizbaja, no paraba de mirar al cuaderno. “A secreto agravio, secreta venganza”: tal era el título de una de las obras del siglo de Oro. Parafraseando a Agustín Moreto, Juan había convencido a Jaime de que una pública ofensa requería una pública disculpa.
Jaime midió sus palabras. Titubeó antes de hablar. Luego arrancó como un río.
-Aquí hay chicos y chicas que, como yo, han venido a sacarse el graduado. Unos vienen porque los obliga la ley, otros porque los obligan sus padres; unos vienen a la fuerza, otros porque les apetece; unos vienen de Peñalviento, de Baba, de San Juan; unos vienen en autobús, otros vienen andando. Cada uno tiene sus amigos, cada uno viene con su historia, cada uno con sus aficiones. A veces nos picamos, los de unos pueblos con los de otros; pero cuando llegamos aquí todos somos iguales: chicos y chicas de dieciséis años, que van a convivir durante cinco horas al día, y que nos vamos a hacer amigos, colegas, nos vamos a contar chistes, vamos a salir al recreo, nos vamos a echar unas risas.
Durante el breve instante que calló, intentando respirar un poco, la clase, que escuchaba atentamente, permaneció silenciosa como una tumba. Se podría haber oído el aleteo de una mariposa.
-Nadie tiene nada contra nadie.
Pero cuando lo decía, en su cara había una falsedad teatral.
-Nos podremos gastar bromas pesadas, pero nadie menospreciará a nadie en esta clase. –Sus ojos parecían vacíos, no se sabe si por culpa de las gafas o de su mirada; pero las gafas, sirviéndole de escudo, escondían sus sentimientos y tenía un aspecto inquietante: impasible-. Nos podremos insultar en el autobús, entre pueblos, pero cuando estamos en clase todos somos del mismo pueblo. Se podrán pasar un poco los chicos con las chicas, pero a fin de cuentas todos somos jóvenes.


Se apoyó en el pupitre con las yemas de los dedos y agachó la mirada, como descansando; pero en seguida la volvió a levantar.
-Digo esto porque esos rencores, esas pequeñas rencillas que a veces nos unen y a veces nos separan, crean entre estas cuatro paredes una atmósfera que es la que respiramos cinco horas al día. Yo mismo he sido víctima de este ambiente. He empezado a cogerle manía a Ilse, no sé por qué, pero el caso es que la aborrecía. Pienso que no era nada particular: simplemente una acumulación de roces, bromas pesadas, chistes obscenos, manías de los pueblos, vete a saber... Realmente ella no me había hecho nada: pero yo le tenía tirria. Y ella, sin yo tener culpa de nada, me había cogido manía también.
Ilse lo escuchaba con incredulidad, dudando entre odiarlo y reírse. Maia, más ajena a esas cosas, escuchaba con estupor. Y Juan recordaba hasta qué punto un corazón perverso hace horrible la cara más agradable. Jaime no era feo, pero su cara se afeaba: era su alma, que la ensombrecía. Jaime era un chico inteligente, pero utilizaba su inteligencia al servicio de su egoísmo, eso se le notaba. También sabía hablar bien. Aquella intervención suya era todo un ejemplo de retórica; se habría preparado minuciosamente el discurso, con toda seguridad. Pero lo que decía su habla lo desdecía su voz. Lo que decía su voz lo desmentía su cara. Lo que decía su boca lo desmentía su cuerpo, y había gente en aquella clase sensible a esos matices. Como Cristal.
-El caso es que yo mismo fui víctima de este ambiente –prosiguió-. Cuando acusé a Ilse relacioné de buena fe una serie de hechos que la acusaban; y al exponer mis razonamientos, mi mala leche ponía mucho rencor en mis palabras. De modo que yo decía la verdad de lo que pensaba, pero mi tono, y mis gestos, que eran involuntarios, sazonaron mis palabras con la mentira. Yo la acusé, convencido de que era culpable...
El asco de Juan Luis le retorcía las tripas. De sobra sabía Jaime que Ilse era inocente, porque el anillo no lo había robado ella, sino Julia; y lo más grave es que ya Julia no lo tenía, porque se lo había quitado él. “¡Será cínico...!” El sentimiento de Juan pugnó por no exteriorizarse. Había que resolver aquel problema sin crear más conflictos de los que ya había. Era preciso no convertir aquello en una caza de brujas, pero sus tripas amenazaban con desbordarse, desenmascarando de una vez a Jaime ante sus compañeros.
Juan Luis se contuvo. Jaime prosiguió. Pero era verdad que un corazón perverso hace horrible la cara más agradable.
-Todos fuisteis testigos -prosiguió- de la furia con que acusé a Ilse. En aquel momento sentí odio, y el odio me empujó a decir cosas injustas. Repito que no la acusé en vano: mi cerebro se dejó llevar por la lógica de las pruebas, que parecían acusarla de manera irrefutable.
Hizo otra pausa para tomar aire.
-Luego apareció el anillo. No lo tenía ella: por lo tanto era inocente. Yo le pido perdón, aquí, delante de todos, por haberme precipitado. No lo pido por haber llegado a esas conclusiones, porque el razonamiento es matemático y yo razoné sobre pruebas convincentes. Pero las apariencias engañan, y bien es verdad que yo me dejé llevar por las apariencias. La prueba más decisiva de todas era que Ilse no tenía el anillo; por tanto no lo había robado; aquello echó por tierra mis demostraciones, que se derrumbaron como se derrumba un castillo de naipes.
Entonces giró a un lado buscando a Ilse, y dirigiéndose a ella le dijo, con una solemnidad afectada:


-Ilse, yo te he ofendido públicamente: no puedo pedirte perdón hablando contigo a solas. Debo reconocer públicamente que fuiste inocente y lo reconozco aquí, ante todos. Debo pedirte perdón por haberte acusado sin pruebas. Me precipité. Lo digo aquí, Ilse: ¿me perdonas?
Sus palabras pusieron a Ilse en una situación comprometida. Ilse no sentía ninguna simpatía por él, y perdonarlo hubiera sido contribuir a hacerlo simpático. Aquella forma de pedir perdón lo ponía todo al revés: él, que había sido malo, se volvía bueno, y al mismo tiempo Ilse, que era la víctima, parecería culpable: bueno por pedir perdón, culpable por no perdonarlo. Ilse, sonriendo con su amplia boca nerviosa, tuvo que transigir:
-Sí, te perdono.
Y al decirlo se sintió ridícula como una imbécil. Y se sintió más imbécil todavía cuando la clase prorrumpió en aplausos. La sonrisa de Jaime, satisfecha, se regocijaba por haberle dado la vuelta a la tortilla. Se reconocía como héroe al que no dejaba de ser villano. Y se relegaba al olvido, como cosa de menor importancia, a los inocentes.
Juan consideró que ya había suficiente. Abortó aquella escena y se puso a dar clase. Pero tuvo que encadenar sus ideas con aquel discurso para que todo tuviera sentido. Interiormente pensó que si Ilse recuperaba la alegría, a su corazón volvería la bondad, desterrando el odio, el resentimiento. Y pensó también que Julián no podía ser muy feliz: por lo retorcido que era.


CODA

-Al empezar el curso os expliqué cómo quería que aprendierais. Lo resumí en estas cuatro palabras: conocer, criticar, decidir y respetar. Sobre todo respeto. Mucho respeto.
Hay quien toma decisiones sin conocimiento de causa. Como le pasó a Jaime con Ilse. Tuvo conocimiento de unos datos que la incriminaban y, sin pensárselo más, la acusó. Como los vendedores de libros, que nos enseñan los libros como si fueran maravillas y, sin darnos tiempo a pensar, nos obligan a comprar. ¿Cómo lo hacen? Despertando en nosotros el deseo. Nos enseñan la maravilla, nos meten en ganas ¡y a comprar! O como los predicadores de las sectas: nos hablan de lo grande que es su dios, nos llenan de deseos de conocerlo y, sin más historias, nos meten en su organización. O como los vendedores de droga, que nos enseñan el producto, encienden nuestro deseo y nos lo venden después. Para consumirlo. “¿Para qué te lo vas a pensar tanto?”, dicen. “Deja de darles tantas vueltas a las cosas. Déjate llevar por la vida. Aprende a disfrutar”.
Yo os digo: entre el conocimiento y la decisión tiene que estar el pensamiento; entre el deseo y la acción tiene que haber una crítica. El propio Jesús nos avisaba: “guardaos de los falsos profetas”; lo dice en el evangelio de San Mateo. Y para distinguir a los verdaderos de los falsos no hay más remedio que cavilar.
Conocemos las cosas viéndolas, escuchándolas, tocándolas y recordándolas, que es como reconocerlas de nuevo. Y conocemos también oyendo palabras que evocan cosas y recordando lo que hemos oído: es lo que pasa cuando leemos. Pero hay veces que oímos una palabra y actuamos como si ya conociéramos su significado, cuando sólo conocemos la palabra: no su concepto. Muchos alumnos oyen hablar a su profesor del aparato digestivo y luego, cuando lo ven en el libro, lo cierran con autosuficiencia: “está chupado; ya me lo sé”. Y no es verdad: han oído hablar del aparato digestivo, pero no se lo han aprendido; conocen las palabras, pero no las ideas. Muchas veces conocemos de esa manera: creemos conocer, pero no conocemos nada. Hay que tener cuidado con esas cosas. No nos engañemos, convenciéndonos de que sabemos miles que cosas que no sabemos.


Y pensar, ¿qué es pensar? Pensar es razonar, es decir relacionar cosas. Unas veces pensamos con imágenes, que son recuerdos de las cosas que hemos visto, oído o tocado. Otras veces pensamos con abstracciones, que son conceptos; esquemas que se ajustan a muchas cosas que se parecen entre sí; por ejemplo, el concepto de mamífero vale para un perro, un gato o un ser humano.
 Sea que pensemos con imágenes o con abstracciones, el razonamiento es crítica. Criticar las cosas es juzgar si son verdaderas o falsas, si son engañosas o correctas, si son bellas o feas, útiles o inútiles, buenas o malas.
Cuando conocemos las cosas podemos sentirnos atraídos por ellas, o rechazados: las deseamos o detestamos. Cuando nos decidimos por lo uno o lo otro actuamos sobre ellas. El deseo es la tentación, y lo que hacemos con el deseo es el pecado: salvo cuando resistimos a las tentaciones. Por lo menos la mayoría de las veces. 
Pues bien: no hay que sucumbir a la tentación sin pensar primero. ¿Queremos comprar algo? ¿Queremos hacernos de una secta? ¿Queremos consumir chocolate, vino o tabaco? Primero pensemos lo que vamos a hacer. No hay que hacer las cosas sin pensarlas. Solo los brutos disparan primero y preguntan después.
Jaime ha disparado antes de preguntar. Ha condenado sin interrogar al acusado. Ha violado la presunción de inocencia. Todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo contrario, y Jaime ha confundido un indicio con una prueba. Algún día os lo explicaré mejor. Por ahora, me contentaré con un ejemplo. El humo es señal de que hay fuego, pero muchas veces vemos humo sin que haya llama de por medio. Si desaparece un estuche mientras estaba Jaime solo, esto indica que Jaime puede habérselo llevado. Es sospechoso, pero ser sospechoso no es todavía ser culpable: primero hay que demostrarlo. Y Jaime ha confundido ambas cosas. Ha confundido el indicio con la prueba, la sospecha con la demostración, la investigación con la sentencia. No olvidéis que un sospechoso no es necesariamente culpable; precisamente su culpabilidad es lo que tenemos que demostrar.
Los apuntes de Ilse estaban en la cartera de Maia: eso la hacía sospechosa. Pero Jaime, confundiendo el indicio con la prueba, la ha acusado, juzgado y condenado. Él solito; él solo ha hecho de fiscal y juez, y le ha negado a Ilse el derecho a tener abogado; el derecho a la defensa. Así no son las cosas en este mundo.
Sólo los animales actúan por reflejo, por impulso. Un perro hambriento ve un trozo de carne y se abalanza sobre él, pero los seres humanos sustituyen el reflejo por la reflexión. En el reflejo, al deseo le sigue la acción. Pero cuando reflexionamos, entre el deseo y la acción se interpone el pensamiento. Hacer las cosas sin pensarlas es actuar impulsivamente, no es decidir. Sólo decidimos los seres humanos. Tú, Jaime, actuaste por impulso: obraste ciegamente y fuiste injusto con Ilse. Ella estuvo a punto de pagar las consecuencias.
Decidir es elegir entre dos posibilidades. Podemos elegir entre cuidar las cosas o abusar de ellas. Lo primero cuesta trabajo, requiere eso que llamamos fuerza de voluntad; pero lo segundo es fácil. Tenemos que elegir entre el esfuerzo y la facilidad: eso es ser libre, y ser responsable. Cuando cuidamos la naturaleza cuidamos el medio ambiente y, claro, es más fácil tirar las cosas al suelo que buscar una papelera.
El respeto es la acción, elegida libremente, de cuidar lo que nos rodea sin dejar de cuidarnos a nosotros mismos: tú, Jaime, le has faltado al respeto a Ilse, no la has cuidado como compañera, no te has preocupado por ella. Dice claramente el refrán:
“Lo que no quieras para ti no lo quieras para otro”.
¿Tú quieres que te acusen injustamente? ¿No? Pues no lo hagas con los demás; no lo hagas con Ilse.
Nosotros hemos dicho: “lo que quieras para otro quiérelo para ti”.
Si te portas mal con Ilse, pórtate mal contigo mismo. Pero no te gusta, ¿verdad? Pues no se lo hagas a Ilse: que todo queda, en esta dichosa vida, en una cuestión de simetría. Ni siquiera el que está desesperado quiere el mal para sí mismo, sino para salir de su desesperación, es decir, para disfrutar del bien; aunque él no sepa que lo quiere. Decidir libremente es muchas veces escoger lo que no nos apetece, que a veces es lo que nos conviene. Cuando no sabemos elegir (o cuando, después de haber elegido, no nos acabamos de decidir), entonces nos tienen que obligar; saber mandar es saber obligar a la gente a hacer lo que quiere cuando está indecisa. Que lo bueno debe conocerse y no siempre lo deseamos, aunque lo conozcamos; pero el deseo es ciego: no es fácil, en esas condiciones, elegir.
  






[1] Emily Brontë. Cumbres borrascosas. Barcelona, Plaza y Janes, Libro Reno, 1969, cap. 35, p. 425. .
[2] Ibídem, p. 424.
[3] Ibídem, cap. 7, p. 75.
[4] Ibídem, cap. 17, p. 239.
[5] Ibídem, cap. 24, p. 323.