viernes, 31 de marzo de 2017

La vejez




LA VEJEZ

 

         Encendió el ordenador. Tenía una hora libre y, como siempre en tales casos, se ponía a hacer cosas, ya fuese filosofía, ya literatura. En crear apuntes, hacer esquemas y escribir textos se le iba pasando el tiempo. Liberto, que estaba en su silla detrás de él, veía con curiosidad cómo se iba construyendo la trama. En su imaginario sólo era una palabra: “la novela”; pero una palabra mágica con poder curativo; una palabra llena de esperanza, como cuando está a punto de nacer un niño; una palabra que, con su poder balsámico, limaba el dolor que los sepultureros de la escuela estaban sembrando en el corazón de Liberto. Liberto era fuerte. Un corazón recio. Pero Juan Luis, que había compartido con él tantos y tantos momentos, de repente lo sentía frágil. Sentía en su alma la delicadeza propia de la taza de porcelana que se puede romper. Juan Luis giró su silla y lo miró. Vio en sus ojos el brillo nocturno del cobre. Sintió un imán que lo atraía a unas vivencias que se removían en el fondo de la cueva, y que pugnaban por salir. No había tristeza sino nostalgia; un lamento de ser, y de ningún modo abatimiento. Era el crepúsculo de cobre que se cernía sobre el incipiente otoño de su vida. Liberto se estaba despidiendo de la juventud: hasta entonces se había mantenido joven en un cuerpo adulto; ahora el cuerpo le empezaba a fallar. Liberto tenía, a la sazón, al filo de los sesenta años.
         -Me han pedido que dé un curso en Segovia. Para profesores. Me ha hecho mucha ilusión, pero algo en mí se echa para atrás: yo ya no estoy para estos trotes.
         -Vamos, Liberto, no exageres. No me vas a decir que ya te has vuelto chocho.
         -Sí, tú ríete, que ya verás cuando te toque. Ayer me preguntaste por el médico, ¿te acuerdas? ¿Qué te dije ayer?
         -Que tienes un punto de artrosis en las caderas.
         -Pues eso. Yo estaba contento de ver que aguanto el entrenamiento, que me cuesta y me duele. Tendría que sustituir la marcha por la bicicleta, pero media hora a pie rinde lo mismo que dos en bicicleta. Se me hace ya cuesta arriba. No, con los alumnos no hago el ridículo, todavía mantengo el tipo. Pero siento que es el declive, estoy envejeciendo. Es una evidencia a la que me tengo que rendir.
         -No pensaba que te empezara a afectar tanto. Me dijiste que se te venía una artrosis que te produciría dolores en el futuro, pero no sabía que los dolores te habían empezado ya.
         -Esto es otra etapa, Juan Luis; hay que aceptarlo. Ya no soy un joven de treinta años. Ni siquiera soy el hombre de poco más de cincuenta que era cuando llegué.
         -Pero eso ¿te va a impedir dar tus cursos de expresión corporal?
         Liberto asintió con la cabeza. Era un asentimiento quieto, su rostro apenas se movió, hierático. Desde el silencio de su cara se proyectaba la sombra del árbol sobre el patio. Y fue un horizonte sombrío el que le bañó la frente. Liberto hablaba, con una mirada estoica, encarando el futuro con esperanza: pero aceptando la naturaleza con resignación.
         -Hay que moverse bastante cuando haces expresión corporal. Yo ya no puedo.
         -Pero quieres.
         -Pero quiero. Mi voluntad tiene la fuerza de suplir con el alma el lento abandono del cuerpo. 

 

         -Sin embargo, todavía no ha llegado ese momento. Pasará tiempo antes de que tus palabras correspondan a los hechos.
         -Sí, tienes razón... El temor se está anticipando. Dentro de uno, o dos años, estaré jubilado. Mandaré todo esto a freír espárragos.
         -A tomar por culo la educación.
         -A tomar por culo. Y me tocaré la pera pensando en otras cosas.
         -Podrás dedicarte por fin a lo que te gusta.
         -No lo creas... todavía no tengo pensado lo que voy a hacer. ¿Trabajar en una ONG, quizás?
         -Cuando te jubiles nos seguiremos viendo unas cuantas veces al año. Tomaremos cañas, comeremos juntos. Vendrás a Segovia, pasearemos por el campo. Y de vez en cuando, un congreso.
         Liberto quería sonreír, pero no podía. Ya en sí tenía un temperamento adusto. Muy hablador, pero poco comunicativo. Los ecos de la cueva donde le latía el corazón raramente le salían por los poros de la piel. Era un hombre con sensibilidad, pero poco expresivo. Su propia risa era el ejemplo de cómo se interponía una máscara de teatro entre sus sentimientos y sus palabras, y el eco de la distancia era siempre la comedia. En sus palabras no se vertía la tosca presencia del drama.
         -No sé qué hacer –meditó. Al hablar con Juan meditaba en voz alta-. De momento me tocaré los huevos. Paqui se enfada mucho cuando se lo digo, pero lo digo como lo siento; es la pura realidad.
         -Puede ser un momento de lenta maduración en la sombra. Una gestación de algo que quizá ignores aún, pero será tu futuro. No fuerces las cosas: date tiempo.
         -Sí, creo que será así. –Ahora Liberto, moviendo resueltamente el rostro, asentía. Ahora Juan Luis se anticipaba a lo que él mismo pensaba sin saber. –Escribirás tus experiencias –prosiguió Juan Luis-. Tienes muchas cosas que decir. En el terreno teórico, pero también en lo práctico.
         La mirada de Liberto se perdió en la lejanía.
         -Yo no soy un hombre de letras. Soy una persona de acción. –Su mentón se movía en ademán indicativo; apuntaba en dirección al ordenador-. Tú, en la novela, contarás muchas cosas. Hay para escribir un buen libro con todo lo que hemos hecho juntos.
         A Juan Luis se le hizo un nudo en la garganta. Comprendió, de pronto, cuántas esperanzas tenía su amigo puestas en la novela. Él, sin darse cuenta, estaba poniéndoles voz a las palabras de su amigo; como el escribano que hacía cartas de amor para los jóvenes que no sabían escribir. ¡Cuántas veces Liberto, ironizando sobre su suerte, había dicho: “yo soy de la ginasia: no sé leer ni escribir, y cuento con los dedos”!
         No era verdad. La “ginasia” les había dado a los chicos gimnasia, juegos, deporte, sesiones de relajación, expresión corporal; pero también intelectualizaciones sobre el lenguaje del cuerpo, prácticas artísticas con el estudio del cómic, reseñas bibliográficas y periodísticas, reportajes antropológicos sobre el cuerpo a través de las culturas, la guerra, la paz y las olimpiadas, el fuego... El fuego de quemar y la llama olímpica: la propaganda. Leni Riefenstahl. El fuego de Heráclito. Lenguas que devoran el destino de la gente, consumida en  sus propias contradicciones; cuando el alma envenena el cuerpo y la fuerza no sirve para construir, sino para matar. “El deporte es la estructura fascista de la sociedad”. Leía las soflamas de mayo del 68, de aquellos teóricos contestatarios, la Francia republicana, les Partisans...
         No. Liberto no era un ignorante como irónicamente decía. Y, a la manera lúdicamente socrática, se mofaba de todos; con ironía. Era un lector voraz, empezó dos carreras y no terminó ninguna; no las terminó porque, en su dinámica torrencial, le tocó vivir tiempos revueltos; con protestas y con huelgas. ¡Que no le tocaran su orgullo y su dignidad...! Liberto era un hombre de acción. El tiempo que empleó en vivir se lo quitó de escribir sus cosas, aunque nunca dejara de leer. Devoraba bibliotecas enteras mientras su vida era un torbellino. Para leer no había que emplearse a fondo, bastaba con escuchar. Y escribir era mucho más que la escucha por activa que ésta fuera; escribir no era vivir la vida de otros, sino construirse él su propia vida; y él, que allí donde pasaba la vivía, fue una historia trepidante, una novela de aventuras: pero no fue nunca la aventura de escribir. 

 

         Comprendió entonces que al escribir su novela estaba escribiendo la de los dos. Que no era escribir  la historia de dos hombres y un destino, eso ya lo sabía; pero no había sabido hasta ahora que aquella novela era más que una historia. Era una vida. Una vida labrada golpe a golpe, cuerpo a cuerpo (uno viviendo la filosofía, otro viviendo desde el cuerpo): hasta que les pasó lo que a don Quijote y a Sancho; que al final, el filósofo acabó viviendo el cuerpo y el cuerpo se convirtió en filosofía. Un filósofo corpóreo, un cuerpo pensante. Así lo sintetizó Liberto en una cita: “educar es aprender a pensar desde el cuerpo”.
         Y ahora el cuerpo se le rendía. No servía de nada apelar a la indómita fuerza de su voluntad, cuando ya el cuerpo le fallaba. Acero templado en el fuego, pero acero que se oxidaba. El paso de los años era primero vitalidad, luego resignación, y se hizo inexorable; para terminar volviéndose destino, acero forjado en las limaduras del tiempo, en las llamas del sueño, en el horno de la adversidad.
         Envejecemos. Y envejece el cuerpo, pero al alma ¿de qué le sirve mantenerse joven? ¿De qué, si el cuerpo es el pellejo donde se expresa su juventud? Con razón decía Platón que el cuerpo es la cárcel del alma. Las ilusiones perdidas por el paralítico en su impotencia corporal. Los años que pesan (cuando antes flotaban) en el momento de envejecer.
         -Creo que no está mal que lo hagas, si no tienes las cosas claras. Para comer la fruta primero hay que dejarla madurar.
         La vejez no viene de repente. Viene poco a poco, sin que nos demos cuenta, y un día nos despertamos siendo viejos. Y es un caer en la cuenta del tiempo que se hace cristalino y duro, poliédrico y proteico, y es la mejor escuela que puede haber en el mundo. El tiempo es nuestra mejor escuela. Por eso a los jóvenes les cuesta tanto aprender. Los jóvenes aprenden palabras, recetas, figuras, esquemas. Sólo los viejos aprenden realidades: experiencias que vibran en el tambor de nuestro corazón, líquido sangrante que corre por las venas. Y de viejo aprender duele. Como Odín (que dio un ojo por alcanzar la sabiduría) el viejo aprende lo que es el mundo y lo paga caro con la vida. Eso lo hace más fuerte que antes. Más fuerte también, pero más débil.
         -Me siento fuerte todavía, estoy pletórico; y pasarán muchos años antes de que el cuerpo de verdad me abandone. Lo de ahora es sólo un aviso. Pero estoy perdido. No sé lo que voy a hacer con mi vida, ahora, que me voy a jubilar. ¿La política? Ahí no se mueven auténticas realidades. ¿Los tribunales? Creo que la lucha por la justicia me está devolviendo la ilusión. Estudiaré ciencias políticas. De joven no pude hacerlo por las huelgas, y siempre fue una asignatura pendiente para mí. Por lo demás, estoy sumido en el nihilismo.
         Juan sonrió, al tiempo que lo miraba con cordialidad. Con cariño. Mientras decía aquellas cosas Liberto, sin saberlo, se estaba explorando. Hablar es una buena manera de descubrirse; contar lo que te pasa sirve para saber lo que te pasa sin saberlo; descubrirse ante el amigo es descubrirse ante sí mismo, y el amigo es un espejo donde uno puede mirarse sin temor. Juan, que era consciente de ello, le dijo:
         -No te preocupes. Ya decía Lenin que, para dar dos pasos adelante, con frecuencia tenemos que dar un paso atrás. Tú estás ahora en un momento de retroceso. Pero retroceder no es andar al revés, sino tomar impulso; juntar tus fuerzas para dar el salto.
         Una mota de polvo se trocó en optimismo. El árbol del patio se balanceaba al son de una leve brisa y pasaba el tiempo. El timbre estaba a punto de sonar; Juan Luis, apagando el ordenador, dio por terminada la mañana. Celebró no haberse sentado al teclado porque la conversación con Liberto lo había llenado de vibraciones buenas. Su vida se abrió a la esperanza y, mirándolo de lado, le saludó con un hasta mañana.
         Las obligaciones nos llaman y a veces tenemos que marcharnos. En el corazón de Liberto vibraba el mismo destello de esperanza, aunque todavía no fuera de alegría: pero se sintió alegre y se marchó para volver. En él sonaba, en sordina, un rumor de olas, un leve cascabeleo. Las ilusiones chisporroteaban como los alumnos en clase, copa con burbujas donde era energía desbordante, un torrente salvaje y una fuente de sed: era un santo principio; era un nuevo empezar a ser. 

 
        


sábado, 25 de marzo de 2017

A vueltas con Kant (1): Física y Metafísica



 
A VUELTAS CON KANT (1):
FÍSICA Y METAFÍSICA

 


1. Las matemáticas y la física.

            -La primera pregunta que se hace Kant es: ¿qué puedo saber?
            Un silencio espeso recorría los rincones de la clase.
            -Helga, ¿lo sabes tú?
            Helga miraba con desparpajo; Juan entendió rápidamente el mensaje. Era lista, desenvuelta, estaba dotada de un gran sentido práctico; sin embargo le faltaba inteligencia para la teoría, talento para la contemplación.
            -Mírame –dijo Juan-. ¿Qué ves?
            Helga no sabía qué contestar. Cristina, junto a ella, languidecía. Juan prosiguió.
            -El conocimiento es como la caza. Hace falta un animal corriendo y un arma para capturarlo: puede ser un perro, un dardo, una escopeta, una cerbatana… Dependiendo de cómo sea el arma que empleemos así será la pieza que capturemos. No puedo cazar moscas a cañonazos: el propio peso de la bala destruirá la mosca. De igual modo hay formas de conocimiento que destruyen el objeto que queremos conocer. Cada arma debe ser adecuada para cada tipo de presa. Porque si hay armas que destruyen, también hay armas que son tan inocuas para algunos tipos de animales que no conseguirían cazarlo. El conocimiento debe usar armas eficaces, ni tan inútiles que no permitan descubrir cosas,  ni tan potentes que destruyan el objeto que estudiamos.
            Juan miró brevemente, extendiendo el silencio entre los alumnos.
            -Imaginaos –prosiguió- que estoy pescando con una red. Si extiendo una red de malla grande, por ejemplo una malla mayor que mi puño –Juan extendió la mano- lo normal será que no coja sardinas: lo cual no quiere decir que no las haya; cogeré peces de mayor tamaño que la malla de mi red, pero no los pequeños. Los peces pequeños están ahí pero no puedo cogerlos, y no puedo saber que existen a menos que utilice otra red con una malla más fina;  por ejemplo, tan fina que me permita cazar sardinas; de todas formas quizá todavía deje escapar el plancton. Pues bien: la red es el órgano que tenemos para captar la realidad; siempre habrá realidades que no puedan ser captadas por ese órgano, y se escurrirán entre sus mallas como se escurre el agua cuando la queremos coger con la mano.
            Juan calló de nuevo, buscando las ideas en su cabeza. Nadie lo quiso interrumpir.
            -La realidad es lo que tenemos ahí, delante: el mundo que nos rodea. Si tenemos gafas capaces de captar las ondas que hay entre el rojo y el violeta, lo veremos todo en color; si no, lo veremos en blanco y negro; y si nuestras gafas captan lo que hay antes del rojo, lo veremos en infrarrojo, o veremos las cosas también en ultravioleta. –Juan hizo el gesto de ponerse unas gafas de sol-. Si me pongo unas gafas ahumadas lo veré todo oscuro.
            Paró de nuevo, haciendo una pausa didáctica. Después cogió una tiza y dibujó un ojo en el encerado.
            -Ésta es la retina. Tiene conos y bastoncillos que permiten captar distintos tipos de luz. Son como nuestras gafas. Los peces tienen células que sólo captan el azul y el verde. ¿Significa eso que el mundo sólo es de dos colores? No: esos son los colores de su mundo, no del nuestro, ni tampoco del mundo en sí. Nuestro mundo es según los órganos que tenemos para captarlo: tenemos ojos para los colores, oídos para las ondas cortas y hasta muy cortas, en ultravioleta. Nosotros oímos, pero los murciélagos captan ruidos que no puede captar nuestro oído: los ultrasonidos. ¿Cómo es el mundo de verdad? ¿Como el nuestro, como el de los peces, o como el de los murciélagos? Bueno, el mundo objetivo, real, no es de ninguna de esas maneras; lo que nos aparece es sólo la parte del mundo que podemos captar: el resto es incognoscible; al menos para nosotros, porque no tenemos órganos para cogerlo. ¿Sería posible que algún tipo de ser tuviese órganos para captar el mundo en su totalidad? No lo sé. 

 

            Se llevó la mano al mentón, como buscando una idea. Sus ojos se encendieron arrastrados por la inspiración: que es como una claridad donde fluyen las ideas y las podemos ver. Y su voz, atrapada por el flujo, era una ola que la arrastraba; habló entonces sin detenerse, como un palo llevado por el agua a una gran velocidad.
            -El mundo que nos rodea nos golpea por todas partes y cada golpe es un estímulo: pues bien, sólo conocemos aquellos estímulos que tenemos órganos para captar. Los órganos de los sentidos son como poros por donde penetra la realidad y la realidad queda atrapada en ellos; fijada, impresionada, dejando una huella antes de marcharse, como en una fotografía en una placa sensible. Esa huella es una reproducción, una imagen, un fantasma, un espectro. Como las sales de plata que impresionan la película fotográfica dejando un negativo de la realidad exterior. Esos espectros son sombras del mundo: representaciones, huellas, no presencia en estado puro. La realidad es una multitud de estímulos de los cuales sólo algunos dejan huella en nosotros. Esas huellas son la parte de la realidad que podemos conocer. Esos estímulos son sensaciones. El mundo es un caos de sensaciones. Como cuando te mareas y todo te da vueltas, y se confunden los sonidos y los colores, los olores y las formas y el tacto, todo se confunde en nuestra mente como si fuera una masa caótica que nos envuelve en la pérdida de la conciencia, de los sentidos y de la razón. ¿Y cuándo recuperamos la conciencia?
            Hizo otra pausa didáctica levantando el dedo índice para continuar.
            -Cuando recuperamos la noción del espacio y del tiempo. ¿Vosotros sois capaces de percibir el espacio?
            -¿Qué? –dijo Babiana.
            -Sentirlo. ¿Podéis sentir el espacio que tenéis a vuestro alrededor?
            -¡Claro! –continuó Babiana-. Yo siento el cielo estrellado en las noches sin nubes.
            -No –corrigió Juan Luis-. Lo que ves son las estrellas: no el espacio. El espacio es el vacío que hay entre los astros. En realidad sentimos la presencia de los objetos, no del vacío.
            -Es verdad –dijo Helga-. Nadie puede ver el vacío.
            -Porque no es nada. Y nadie puede sentir la nada. Luego el espacio es imperceptible; no lo podemos notar; no lo podemos sentir.
            -Qué curioso… -dijo Julián sumido en su ensimismamiento. Entonces prosiguió
Juan Luis:
            -El espacio no podéis sentirlo porque no forma parte del mundo; el espacio está en vosotros; es esa red de pesca de la que hablábamos antes. Y como no forma parte de la realidad que nos rodea, no existe el espacio exterior.
            Juan dibujó tres óvalos en el encerado.
            -Son los canales semicirculares. Están en el oído interno. Cada uno está orientado en una de estas tres direcciones: largo, ancho y alto. Están huecos, y por su interior circula un líquido que nos hace sentirnos inmersos en el espacio. Si este líquido deja de fluir, dejamos también de sentir el espacio y sentiremos vértigo. Es lo que pasa cuando nos mareamos. El mareo son sensaciones sin espacio. La percepción es la organización de nuestras sensaciones en el seno del espacio. Y el espacio, que no forma parte de la realidad, es un recipiente donde se van colocando nuestras sensaciones. Las sensaciones son la realidad, el espacio es el cubo donde se guardan las sensaciones, que son como chorros de agua venidos del exterior. Todos esos estímulos son el contenido: un flujo de presencias que dejan huella en nosotros, un caos de sensaciones. Pero el espacio, como lugar que les sirve de recipiente, es una forma que las configura, como el vaso, la jarra o la botella dan forma al agua que echamos dentro. Y esa forma no está en la realidad, la damos nosotros, somos nosotros los que ponemos el recipiente (botella, jarra, vaso) que moldea la forma de la realidad. La forma, pues, no está en el mundo, nosotros se la ponemos al mundo como ponemos unas ropas sobre el cuerpo para vestirlo. Como el espacio no forma parte del mundo no forma parte tampoco de nuestra experiencia, es anterior a ella, como un receptáculo o cubo sin el cual no podríamos recoger la experiencia que nos viene como un vértigo de sensaciones. Es, dice Kant, una forma a priori de nuestra sensibilidad; un cubo, una red, un sistema de coordenadas. Es como si fuéramos con los tres ejes de las coordenadas galileanas andando por el mundo. 

 

            -¿Y si viéramos el espacio plano?– dijo Julián.
            -Pues entonces es como si fuésemos con los dos ejes de las coordenadas cartesianas; como si no tuviésemos tres canales semicirculares en el oído interno sino dos –borró uno con el canto de la mano en el dibujo de la pizarra-, y lo veríamos todo en dos dimensiones. El mundo para nosotros sería plano.
            -Creo que hay algunos animales que lo ven todo plano- dijo Julián.
            -Me parece que sí –contestó Juan Luis-. No sé qué animales son. Pero nosotros, los seres humanos, tenemos visión estereoscópica. Lo vemos todo en tres dimensiones, podemos distinguir la profundidad. –Juan miró a sus alumnos; los miraba sin verlos, ensimismado-. Recordad algún momento en que os hayáis mareado. Haced memoria. El mareo, el vértigo, es como si los colores y las formas y los sonidos y los olores se mezclaran en un todo confuso, un batiburrillo sin concierto: el caos de sensaciones del que hablaba Kant.
            -¡Es verdad! –dijo Julián-. Pues vas a tener razón.
            -Ahora recordad qué os sucedió cuando se os pasó el mareo. ¿No fue como si de pronto todos vuestros estímulos se ordenasen de nuevo en el espacio?
            -Sí, sí, no hay duda –repuso Julián.
            -El caos, el vértigo, el mareo, son sensaciones sin espacio: contenido sin forma, sustancia sin continente. La conciencia es el espacio recuperado.
            Julián, y posiblemente Helga y Babiana, habían abierto la boca, relajados por la admiración. Juan prosiguió su relato, que era como una aventura; una exploración del conocimiento; un viaje entre enigmas que iban siendo desvelados.
            -Pues Kant dice que hay otra forma a priori de nuestra sensibilidad. Hay algo más que espacio. Hay tiempo. El tiempo no está en las cosas; está en nosotros. ¿Alguien ha sentido pasar el tiempo?
            -¡Sí! –dijo Babiana-. Yo.
            -¿Estás segura? –dijo Juan Luis-. ¿Has visto pasar el tiempo? ¿De verdad?
            -¡Claro! Mira, he crecido. El año pasado tenía un año menos.
            -Perdona, tú no has visto pasar el tiempo. Porque el tiempo no existe fuera de ti. Puedes ver los colores porque los tienes delante, pero no puedes ver el pasado y el futuro; sólo ves el presente, que es sensación organizada en el espacio. Tú no ves pasar el tiempo. Sin embargo si miras una foto del año pasado, te notarás cambiada. Pero tú no has sentido que cambiabas. Sólo sientes los cambios cuando ya se han producido, no mientras se producen. 

 

            -Como- dijo Helga- cuando un conocido ve a tu hermano pequeño y dice: ¡cómo ha crecido en tres meses! Sin embargo tú, que has estado tres meses con él, no lo has visto crecer. No te has dado cuenta de que crecía.
            -Exacto –prosiguió Juan Luis-. No vemos pasar el tiempo: lo sentimos pasar. Y el mismo tiempo, que para uno ha sido largo (porque se aburría), para otro, que se lo estaba pasando bien, ha pasado como una exhalación; le ha parecido que volaba, no lo ha visto pasar. Porque el tiempo es subjetivo y lo que para unos es corto para otros es largo. Y es que no existe el tiempo exterior, el tiempo absoluto, que decía Newton. El tiempo está en nosotros, por eso lo sentimos pasar según nuestros estados de ánimo.
            -¿El tiempo también es una forma a priori de nuestra sensibilidad? –preguntó Julián.
            -Eso es –contestó Juan Luis-. El tiempo es un recipiente, una jarra, un vaso. Como el espacio. Dirá Schopenhauer (y luego lo aceptará Nietzsche) que el tiempo es la forma de nuestro sentido interno, y el espacio de nuestro sentido externo. Por eso la música, que es un arte del tiempo, nos parece más íntima que la pintura, que es arte del espacio.
             Todos callaron, admirativos. Juan prosiguió.
            -Hay quien dice que existen las percepciones extrasensoriales: eso es un contrasentido; existen  percepciones que captamos a través de sentidos cuya existencia desconocemos, pero los conoceremos algún día. Y lo mismo que sentimos las cosas, podemos hacer que las cosas nos sientan a nosotros: es decir, podemos moverlas. Sentir las cosas es ser movidos por ellas; moverlas es lograr que las cosas nos sientan a nosotros. Podemos mover los objetos con el cuerpo, y hay quien dice también que con el pensamiento: telekinesia.
            Julián permanecía mudo. Absorto. Entusiasmado.
            -Percibir es ordenar sensaciones en el espacio. Una percepción es un fenómeno. O sea la unión de un contenido (un conjunto de estímulos, de sensaciones) y una forma o continente (el espacio y el tiempo). Pero la realidad tiene muchas caras, muchos aspectos, muchas capas: algunos de ellos son tan sutiles que ninguno de los órganos de nuestro cuerpo puede sentirlos; pues bien, las caras de la realidad que no podemos conocer son el mundo desconocido. El mundo desconocido puede que algún día lo lleguemos a conocer; o puede que siempre sea inaccesible, misterioso: Kant lo llamaba númeno. El númeno es la realidad en sí misma, lo que hay dentro de las apariencias; o detrás de ellas. El universo que conocemos es lo que hemos conseguido captar con nuestros telescopios. Pero buena parte del universo es materia oscura; “dark” en inglés no significa aquí desprovisto de luz, sino inaccesible; o sea que en realidad no es materia oscura, sino materia desconocida: ¿sería eso el númeno del universo?
            Todos callaron.
            -Juan –dijo Julián, como saliendo de un sueño-. ¿Dices que no existe el espacio objetivo?
            -Según Kant no –contestó Juan Luis-. El espacio está en nosotros.
            -Sin embargo podemos decir que el espacio como forma a priori, como forma de la percepción, es un negativo, reflejo o copia del espacio exterior. O sea que percibimos en tres dimensiones porque tenemos un órgano que nos orienta tridimensionalmente; y tenemos un órgano así porque la naturaleza, que nos ha creado, contiene un espacio así. Los canales semicirculares  no podrían existir si no fueran un reflejo, una copia, de una estructura tridimensional que está en la naturaleza.  

 

            -Mm…
            Juan se quedó pensando. Se agarraba el mentón con los dedos pulgar e índice de su mano derecha.
            -¿Correcto?
            -Correcto –dijo sin salir de su ensimismamiento-. Pero no creo que Kant estuviese de acuerdo.
            -¿No lo estaría?
            -No. Kant piensa que el mundo es tridimensional porque así es nuestra forma a priori del espacio: nuestro oído interno. El espacio objetivo, como contenido de percepción, no existe.
            -Pero nosotros podemos decir que sí, ¿verdad?
            -Mm… Sí, desde luego.
            -Y tendría sentido, ¿verdad?
            -Verdad.
            -Entonces sería posible que existieran espacios de más dimensiones. Por ejemplo el de Riemann.
            -Sí, si existiera una forma a priori, un órgano de nuestro cuerpo, que contuviera esa estructura del espacio.
            -¿Y siempre tiene el mundo facetas que no podemos conocer?
            -Según Kant, sí. Detrás de todo fenómeno hay siempre un númeno. Detrás de todas las manifestaciones del mundo hay siempre una parte del mundo que no se puede manifestar.
            -La realidad en sí.
            -El númeno. Lo inaccesible. Lo misterioso. Toda realidad tiene siempre un lado enigmático.
            -Curioso. Muy curioso. Apasionante.
            -Ahora –dijo Juan, como saliendo bruscamente de un sueño- suponed que yo percibo esta mesa. Es un conjunto de sensaciones (color, forma, sonido, textura…) atrapado en un espacio. Ahora me doy la vuelta –Juan se giró dándoles la espalda, mirando hacia la pared-. ¿Pensáis que creo que la mesa sigue estando ahí detrás, aunque no la vea?
            -¡Anda, pues claro, qué bobada! –contestó precipitadamente Babiana.
            -Pues que no te parezca tan evidente. Fijaos bien. Ahora, que no percibo la mesa porque estoy vuelto de espaldas, estoy pensando en ella. ¿Qué es pensar?
            -¿Pensar con imágenes? –preguntó Julián.
            -No, pensar en conceptos.
            -O sea, razonar.
            -Eso es.
            -Pues… -Julián se rascaba la cabeza.
            -Primero hay que saber qué es un concepto –se volvió hacia ellos-. Yo os miro y veo que todos tenéis dos piernas. Y por abstracción, generalizando, digo que todos los alumnos de segundo de bachillerato son bípedos. El concepto de bípedo lo he sacado de la experiencia: es una generalización empírica.
            Los alumnos asentían sin mover la cabeza. 

 

            -Ahora vamos a examinar el concepto de sustancia. Desde los griegos sabemos que sustancia es lo que permanece detrás de los cambios. Pero por experiencia sabemos que todo cambia, y nada permanece. El concepto de sustancia  no lo hemos podido sacar de la experiencia. ¿De dónde lo hemos sacado?
            Hubo un silencio incómodo. Por fin, titubeando, Julián se atrevió a sugerir:
            -De… ¿la cabeza?
            -Sí. Pero el espacio y el tiempo eran formas a priori de nuestra sensibilidad. La sustancia lo es de nuestra inteligencia; o, como dice Kant, de nuestro entendimiento-. Juan los miró en silencio durante un breve instante-. Las formas a priori del entendimiento reciben el nombre de categorías. Pues bien –les volvió a dar la espalda, mirando hacia la pared-, yo he visto esa mesa, ahora que me he dado la vuelta ya no la veo; y sin embargo sé que sigue ahí. ¿Por qué?
            No se atrevieron a responder.
            -¿Cómo sé que sigue ahí?
            Se sentía el peso del silencio.
            -Porque el fenómeno mesa, que es el contenido que yo tengo en la conciencia, lo he vestido con la categoría de sustancia: y, como la sustancia permanece, yo sé que la mesa sigue allí, aunque ya no la sienta; aunque me haya vuelto de espaldas.
            -¿Aunque dejes de verla?
            -Aunque deje de verla. Ahora no siento la mesa, ahora la pienso; y pensar es envolver la percepción en una forma a priori, en una categoría.
            -Pues no lo entiendo –dijo Cristina.
            Juan pensaba.
            -A ver, ¿cómo puedo explicarlo?- Estuvo meditabundo, buscando sus ideas; no tardó mucho en encontrarlas-. Ya sé. Suponed que la realidad es un cuerpo al que quiero vestir. Las formas a priori son ropas: las de la sensibilidad (que son el espacio y el tiempo) son la ropa interior; las del entendimiento (que son las categorías: por ejemplo la categoría de sustancia) son la ropa de calle. Pensar es envolver los fenómenos en los ropajes del entendimiento; de la inteligencia.
            -Me parece que comprendo… -dijo Helga.
            -Imaginad que tenéis delante al hombre invisible. No lo podéis ver: es un númeno. Si lo vestís con una camisa creeremos que tiene dos brazos, si le ponemos un pantalón tendrá dos piernas: que lo veamos con brazos o con piernas, según la ropa que le hayamos puesto, son dos manifestaciones distintas de la misma realidad; dos fenómenos del mismo númeno.
            -Claro… -dijo Babiana, como abstraída.
            -A ver, chicos –los despertó Juan, sacándolos de sus ensueños-, vamos a recapitular un poco. La realidad en sí es un númeno. Cada manifestación de la realidad es un fenómeno, o sea la suma de los estímulos que produce en nosotros (las sensaciones) más el espacio y el tiempo. El espacio y el tiempo son formas a priori, y hemos visto que los conocimientos a priori son universales y necesarios: por consiguiente el estudio del espacio (la geometría) y del tiempo (la aritmética) son ciencias.
            Carraspeó un poco.
            -Estamos hablando del conocimiento a través de los sentidos, que es la sensibilidad: es el conocimiento sensible de Platón. Pues bien, sensibilidad, o sensación, se dice en griego “esthesis”; al estudio del conocimiento a través de las sensaciones lo llama Kant estética: estética trascendental. Ojo, no confundáis esta palabra con el sentido moderno que tiene, que es el de filosofía del arte. En Kant la estética no es la parte de la filosofía que reflexiona sobre el arte, sino la que se ocupa del conocimiento, y del conocimiento sensible; la palabra “estética” significará filosofía del arte algo más tarde, con Baumgarten.
            Juan volvió a carraspear.
            -Después del conocimiento sensible distingue Platón el conocimiento inteligible: el de las categorías; la parte de su libro donde lo estudia se llama analítica trascendental.
            Juan sintió seca la garganta y tosía; tuvo que pedir un caramelo.
            -¿Alguien tiene un caramelo para chupar, o un chicle? De tanto hablar toso continuamente. Si tuviera un vaso de agua lo bebería, pero no lo tengo.
            Nadie tenía chicles. Ni caramelos. Todos se disculparon. Entonces Juan se vio obligado a ir al lavabo; tras beber unos cuantos sorbos sintió que su garganta se aclaraba; quería explicar la tercera  parte de la teoría del conocimiento, la dialéctica trascendental, pero sonó el timbre. Iba a mirar el reloj cuando e sorprendió la hora. En cualquier otra clase le habían dejado con la palabra en la boca pero allí eran pocos, y sobre todo eran menos impacientes. De modo que pudo dejar apuntado el tema que quedaba para el día siguiente y se despidió. 

 
 
2. La metafísica.

            -Si veis un hombre con abrigo seguro que adivináis lo que tiene debajo; diréis que un pantalón, y quizá una chaqueta o un jersey. Y debajo del pantalón quizás adivinéis que lleva calzoncillos.
            Juan sobrevoló el aula con la mirada. Se divertía adivinando las miradas de inteligencia; de picardía.
            -Sin embargo –prosiguió-, al ponerme un calzoncillo no sé todavía lo que me voy a poner encima; quizá unos pantalones, si voy a salir a la calle; o un pijama, si me voy a quedar en casa. Y si hace frío, también sé lo que me voy a poner sobre el jersey: un abrigo. Qué prenda me vaya a poner dependerá del tiempo que haga, de la circunstancia que me rodee; también de la estructura de la ropa, que exige que bajo el abrigo vaya una chaqueta y bajo la chaqueta una camisa, pero no al revés; nadie se pone una chaqueta encima del abrigo ni una camisa encima de la chaqueta. La moda puede cambiar algunas cosas (puede que las camisas se lleven algún día por encima de los jerseys; pero esa moda no durará mucho; porque, entre otras cosas, la lana pica a veces y lo normal es que protejamos la piel poniéndonos una camisa debajo; además, habría que hacer las camisas más amplias que los jerseys, y entonces dejarían de ser camisas).
            Descansó un poco. Miró por la ventana y vio bambolearse al árbol bajo la fuerza del viento. Después prosiguió.
            -La sensibilidad es una camisa y el entendimiento es un jersey; por eso las categorías envuelven al espacio y al tiempo, y no al revés.
            Caminaba de un lado para otro de la pizarra, deambulando. Ahora se paró. Se paró mirando a los alumnos, como si con su silencio quisiera acentuar lo que había dicho.
            -Yo veo manchas de colores, aromas y sonidos; los envuelvo en espacio y tiempo (como el pescadero envuelve los peces en papel) y después meto el papel en una bolsa: esa bolsa es la categoría de sustancia. Después me pongo a pensar que esa sustancia concreta (ese pez), que es una merluza, se parece a la lubina, al cazón, a la morena; y construyo la categoría de pez comparando entre sí muchos peces diferentes. Y luego, comparando peces, aves y mamíferos, construyo la categoría de vertebrado (también con anfibios y reptiles). Peces, aves, anfibios y vertebrados son categorías, taxones, géneros, clases; cada una de ellas, extraídas de la experiencia, es un concepto empírico. Pero la categoría de sustancia, ya lo hemos visto, no la hemos sacado de la experiencia: la hemos sacado de nuestro entendimiento; por eso es un concepto puro.
            Carraspeó un poco, tapándose la boca con el puño.
            -Cuando conocemos los objetos sentimos la necesidad de agruparlos según las características que comparten. La merluza, la lubina y el mero son peces. Los peces son vertebrados. Los vertebrados son animales. Los animales son seres vivos. Los seres vivos son seres. Y al conjunto de los seres en el espacio-tiempo lo llamamos mundo. 

 

            Ahí se detuvo. Se calló por un momento, encogiéndose, y después saltó con el cuerpo, sin levantar los pies, para darles énfasis a sus palabras.
            -Como podéis ver, cada clase de objetos es más amplia que la anterior. La de los vertebrados engloba a las de los mamíferos y los peces, y es por lo tanto más extensa. Y vamos englobando los conceptos en conceptos cada vez más amplios, y todos los conceptos los hemos construido observando los animales y después pensando en lo que hemos observado. Pero el concepto de mundo no lo hemos podido sacar de la realidad. No, porque los peces los podemos observar pero nadie ha visto nunca el mundo. Porque estamos en él, y para verlo completo habría que salir fuera, como no se puede ver un bosque cuando estamos entre los árboles. Sí: los árboles no nos dejan ver el bosque, las casas no nos dejan ver la ciudad. Los seres no nos dejan ver el mundo. Estamos en el mundo y para verlo habría que salir de él, pero entonces nos iríamos a otro mundo, y el lugar donde ahora estamos dejaría de ser el mundo para convertirse en una parte de él. En otras palabras: el concepto de mundo no procede de la experiencia. Recordad que los juicios científicos son sintéticos a priori. El concepto de mundo es a priori, porque es un concepto puro. No lo hemos creado por abstracción a partir de los seres que observamos. Pero no es sintético. Es decir, que no tiene contenido. Un fenómeno es un envoltorio de espacio y tiempo sobre un caos de sensaciones. Un concepto es una o varias categorías envolviendo fenómenos. Pero la idea de mundo es un envoltorio que no envuelve nada, como si hiciéramos un paquete vacío; como si regaláramos un paquete que dentro no tiene regalo.
            Se volvió a tapar la boca con el puño y volvió a carraspear. Las ideas fluían a gran velocidad por su mente y no quería perder tiempo ni para toser.
            -El mundo es un concepto vacío, porque no se refiere a nada que hayamos podido observar. Hablaremos, a lo sumo, de la porción de mundo que veo desde donde estoy, pero no del mundo donde estoy mientras miro: porque, por definición, el observador no puede verse a sí mismo. El observador no forma parte de lo observado. El fotógrafo no aparece en la fotografía. (En la fotografía que hace él, por su puesto; pueden fotografiarlo otros). Además, el mundo es la totalidad de los seres que hay, y de los hechos. Nadie lo ha visto todo. Hay gente, como Darwin y Humboldt, que han visto muchas cosas pero nadie puede jactarse de haberlo visto todo. Koyré, que era un estudioso de la ciencia, decía que hemos pasado del mundo cerrado al universo infinito. El mundo es ahora el universo. O el multiverso, como se empieza a decir ahora. Los límites de la existencia se han ensanchado.
            Cogió una tiza y escribió en el encerado las palabras “alma”, “mundo” y “dios”.
            -Estos son tres conceptos puros –dijo-. Ninguno procede de la experiencia. Más bien proceden de nuestra cabeza, sin que los hayamos podido sacar de ningún otro sitio: estaban ahí en el momento de nacer. El concepto de mundo reúne todo lo que hay fuera de mí. El concepto de alma unifica todo lo que hay dentro de mí. El alma y el mundo están unidos en la idea de dios. Es como una pirámide porque toda la experiencia se organiza en torno a dos grandes conceptos (alma y mundo) que no proceden de ella; por lo tanto están vacíos; es como si sus lazos con la experiencia estuvieran rotos. Y el alma y el mundo se unifican en un concepto todavía más vacío que ellos, que es el concepto de dios. Alma, mundo y dios son como abrigos que dentro no tienen ropa; como si dentro no hubiera nada. –Se pasó los dedos por las comisuras de los labios-. Esos tres conceptos los estudia la metafísica, por eso la metafísica está vacía; la metafísica no una ciencia. Y la respuesta a la pregunta “¿qué puedo saber?” es desoladora. Podemos saber matemáticas y física, porque son ciencias. Pero no podemos saber metafísica. No podemos saber nada acerca de dios. Al llegar a la metafísica la razón se vuelve loca, puede demostrar una cosa y su contraria. La demostración de la existencia de dios no vale para nada porque podemos demostrar con la misma exactitud que dios no existe. Al llegar a la metafísica la razón se vuelve irracional. Es un instrumento del que no nos podemos fiar, porque daría cada vez respuestas diferentes a las mismas preguntas. ¿Nos podríamos fiar de un metro que se dilatase en verano y se encogiese en invierno? No, ¿verdad? Para que una unidad de medida sea útil tendría que tener siempre la misma longitud. Tampoco nos fiaríamos de una persona que nos dijese que para ir a París habría que tomar a la derecha, y un minuto después nos dijese que a la izquierda. La razón, cuando se vuelve metafísica, se desorienta. Dice cosas diferentes sobre lo mismo, desvaría. Como si dijésemos que la luz está apagada y encendida a la vez. Nadie se fía de las personas que se contradicen. La razón metafísica se contradice. La razón física, no; ni la matemática. Pero los problemas que más nos preocupan son los metafísicos: justamente los que no podemos resolver. Kant no puede evitar un  sabor amargo cuando llega a esta conclusión, y se ve obligado a aceptarla, al término de la crítica de la razón pura.