sábado, 27 de febrero de 2016

El tiempo paralítico





EL TIEMPO PARALÍTICO

 

La vecina mira por la ventana con expresión ausente. Tiene el rostro serio, la mirada grave. Nada le interesa, mira sin ver, y en sus manos invisibles se mueve a escondidas el vaivén de la plancha. Mueve la cara y pasea sus ojos, y sus ojos no guían el caminar de la cara: no hay voluntad, no hay deseo de fijarse en las cosas, su rostro se mueve porque hay vida en su gesto a pesar de que su gesto es la expresión de la muerte. Sus brazos se mueven más allá de la ventana. Se adivina una tabla, y en la tabla hay ropa. Y en la mano una plancha. Su cara rebota con sacudidas enérgicas que mueve el impulso de la mano.
      La vecina no mira desde hace un año. En el patio, de ventana a ventana, hay una sábana enorme tendida en el cordel. Todos los días recoge la sábana blanca. Y todos los días la lava, con precisión milimétrica, y la tiende y la pone a la misma hora; y todos los días, al recogerla, pone la ropa de un niño que se hiciera pis en la cama; sólo que la ropa es de una persona adulta; grandes calzones, grandes enaguas, grandes faldas. La vecina no mira cuando lava y lava por la tarde y la mañana.
      La vecina no mira nunca y parece enfadada. Tiene el ceño fruncido, la expresión amarga; su cara se arrugó un día y ahora esos pliegues duros le marcan la cara. No sé si es mala o buena, si es generosa, cruel, la vecina no mira, y nadie merece la condena de una existencia adusta que ha perdido la ilusión, que ha perdido el interés de dejarse guiar por nada. En su rostro hermético se rasgan apretados unos labios; como un corte en un dolor sin tiempo, como una falta de horizontes, como una cuchillada.
      La vecina mira como una perra y nada le importa que estés allí o que no haya nadie. Yo he visto esos ojos hundidos, esa mirada vuelta hacia adentro, clavada en el destino, rota en la fatalidad, como un clamor que grita desde el silencio trágico de su cara. La he visto por la calle, paseando a su hija, empujando la silla con su cabeza inmóvil sujeta entre las ruedas, la boca caída, los ojos abiertos, la imagen viva de un alma muerta en un cuerpo vivo reducido a su mínima expresión: sin poder comer, ni beber ni sentir, sin poder moverse, reducido todo a la nada de su pensamiento, destruida su emoción, con la respiración vacilante por único testigo de que en el cuerpo de la chica hay un rastro de vida que vacila en la baba: sus ojos ni miran ni ven, sus oídos vete a saber si oyen, acaso su pituitaria sienta, sus manos no se mueven, y su rostro está perdido en un mundo que no es el mundo donde toda la gente siente, bulle y anda.
      Yo no he visto un drama más grande en los ojos de una madre. Hace unos años, unos años apenas, la chica estudiaba. Una matrícula de honor, un sobresaliente giraba en su frente que pensaba. Corrió por las lastras: un campo lleno de piedras donde crecía el trigo, el girasol y el maíz, una tierra abrupta que nadie diría fértil, y su corazón se cansó y se quedó tendido en el suelo, y el cielo se estremeció, y sus amigos se asustaron. Rápidamente llamaron al profesor y llegó la ambulancia. Le pusieron un marcapasos, la chica renació, después siguió estudiando y el destino se deslió, y los días y las noches volvieron a ser dulces cuando se levantaba por la mañana. 

 

Y un día, cuando corría con su amiga después de estudiar, se desplomó en las lastras otra vez y su corazón volvió a fallar y a todos les extrañó, pues los médicos dijeron que aquello no ocurría nunca y le pasó a ella, un caso entre un millón, capricho de la estadística, y su cuerpo dormía, su ser que se ausentaba. Ya no venía la ambulancia porque no creían que la chica dijera la verdad, y hablaban con ella sin dejar de preguntar para hallar la verdad en el espejo de la burla; que algunos jóvenes se divertían llamando al hospital para que viniera la ambulancia sin que allí pasara nada. 
     Por culpa de aquellos gamberros los médicos no creían a la joven, que lloraba y los apremiaba. Hasta que pasó un viejo por allí y lo convencieron para que llamara; pero cuando llegó la ambulancia ya era tarde; la chica escapó de la muerte pero se quedó la muerte agarrada a sus miembros, atrapada en su ser, rompiendo su vitalidad, congelada en el limbo, en el tiempo de la madre. Y su madre se murió, y fue un cuerpo vivo que podía mirar y sentir pero que no miraba ni sentía porque algo se le había roto en el alma. Y pidió al cura una misa de plegaria por la vida de su hija, y dios se la salvó pero le quitó el vivir y el pensar y el sentir y la esperanza. Y se quedó en la silla de ruedas como un cuerpo sin alma, incapaz de hablar y de decir lo que sentía o lo que pensaba. Y a su madre se le hundieron los ojos en la caverna del destino y fue un guiñapo en el tiempo de la hija que se paró, aquel día que corrían, por la vereda estéril de las lastras.
      La vecina mira sin mirar, con el tiempo detenido, ya hecha tiempo sin historia, que avanza hacia el futuro sin futuro ni pasado; y es un eterno presente reducido a comer y dormir, a vestir, lavar y planchar, a llenar la cuerda de toallas y de ropa, de almohadas y de sábanas, en la tabla que se esconde tras el marco enigmático de la ventana. Y no hay futuro nunca más, tan sólo un eterno pasado, como el tiempo paralítico que va en silla de ruedas sin aliciente que lo empuje por donde pasa. Los ojos de la madre se han vuelto trágicos; tremendo y sublime en el dolor, en el espanto: el rostro de la madre es patético, expresión del alma que vive en el cuerpo agarrotado sin vivir, sin esperanza, inmenso llanto sin luz, tremendo llanto sin lágrimas. Y la madre se ha secado, su piel arrugada es mustia, sólo muestra su dolor, y se ha vuelto una máscara trágica, una máscara.
      La vecina mira por la ventana con expresión ausente. Tiene el rostro serio, el ademán sereno, mustio en su perfil austero, la mirada grave. Nada le interesa, mira sin ver porque el cuello gira para planchar en la tabla, y en sus manos invisibles se mueve sólo el vaivén de la plancha. No hay voluntad de fijarse ya en las cosas; sus brazos se mueven como autómatas y su cara, que rebota en las sacudidas, sólo vive en pasado; el tiempo se congeló y se repite idéntico a sí mismo, incapaz de avanzar, incapaz de moverse hacia el futuro, presente eterno donde la vida para y las cosas pasan; sólo un tiempo congelado y un dormir despierto; y un eterno padecer entre la manta paralítica de la nada. 

 





sábado, 20 de febrero de 2016

Puertollano




PUERTOLLANO 

 

He pensado muchas veces en Puertollano. En sus calles amplias y viejas detenidas en el tiempo. En el cielo de azufre que se rompe al respirar. En el humo de los trenes que ensucia el aire, entre las ruedas metálicas, en las chimeneas de carbón. Me he acordado muchas veces del aire tiznado en un cielo gris. De la calle Torrecilla, vertiginosa y grávida, cayéndose sobre las casas como si fuera un tobogán. He visto las calles antiguas que sabían a calor, a infancia, las calles desconchadas, el suelo empedrado de los via crucis, fantasmas del tiempo deshaciéndose en las casas, y la torre venerable y triste de la iglesia de la Asunción: he visto las casas viejas, las tiendas de zapatos, los suelos grises, la piedra añeja, el tiempo que pasó. Hoy miro y no veo nada, porque el lienzo del pensamiento está hecho de recuerdos, y mi mente no puede ver más que el pasado, porque mis pies, curtidos en los caminos, hace tiempo que no pisaron por allí.
      Y me acuerdo del Terry, que era una montaña de carbón, perezosa y negra, con unos cables que traían de vez en cuando una vagoneta, que se vestía perezosamente sobre el montón de escoria, salida de la bruma a la que volvía para hundirse, en los días lentos, densos, largos y grises donde mora el aburrimiento, día tras día, noche tras noche, repitiéndose incansable, la misma vagoneta que se multiplica miles de veces en su aparecer: y son miles de vagonetas, miles de montoncitos sucios, acumulándose en los años y depositándose en el montón que crece, haciéndose montículo y luego cerro, con el paso de los años, sin prisa pero sin pausa, como un obrero que amontona la tierra pala a pala, como Yukón, lleno de fe, desplazando las montañas, pero sin fe, con monotonía, con aburrimiento, la vagoneta triste congelada en la rutina, la vida sin vida, la duración sin tiempo, como un decorado que se ha ido convirtiendo, sin saber cómo, en protagonista del cuadro, esqueleto que se hizo carne entre los pelos del pincel.
      El Terry. Montaña creada por la basura de la mina. Ni tierra ni carbón, indefinible escoria. Ni negra ni parda, sino un gris extraño, rojizo y sucio, remedo de óxido de hierro, bajo el lienzo sucio donde el tiempo pintaba monotonía: como esas madres que cosen agachadas en la mesa, oyendo la radio, en las tardes interminables y vacías, o tapizan las noches de verano, cuando ha caído la siesta, y el suelo se llena de cucarachas que crujen bajo los pies. Una cigarra chicharrea en las tardes de verano, y el árbol, en un cielo sin aire, parece clavado en el aire, inmóvil, como un cromo pegado, destilando añoranza en el tiempo pasado, supurando tardes de infancia, niños soportando la siesta leyendo tebeos en el balcón.
      Y luego se desparraman cuando llegan las cinco, cuando ya no se prohíbe hacer ruido, y riegan con sus gritos el alboroto de las tardes, y el olivo sestea indolente hasta que llega la noche; el olivo, que no se aburre de no hacer nada, va segregando en sus ramas jugo de aceituna, y sus frutos secos van engordando lentamente bajo el sol: y hay en ello, en su quehacer silencioso, algo así como culto a la vida, vibrar encharcado del corazón invisible, silencioso, quietud aparente bajo el torrente oculto de la savia, panal encendido, pasión derramada bajo el aburrimiento, chorro que se precipita bajo la quietud; y en esa mentira hay algo así como un rito pagano, como si la vida del pueblo latiera bajo el aburrimiento, y la calma aparente fuese desierto falso y auténtico vergel: vergel que pueden ver solamente los ojos enamorados, los ojos que se han  nutrido de tardes detenidas, de entraña alimentada de humo y azufre, y en la escoria del Terrry, en el crepitar de la fábrica, en el humo de los trenes hecho de carbón. 

 

      Cuando llega la hora de comer los obreros vuelven de la fábrica. Hay un hombre que vuelve de la mina. Su andar es pausado. En sus pies hay cansancio, silicosis en sus pulmones, su aspecto indolente se pasea sin saberlo, y lleva un talego al hombro, un talego sucio, como la cara, que está completamente negra, negra de carbón, y sus ojos lucen como dos luminarias blancas, como luces que asustan el día de reyes, cuando los niños contemplan, encogidos, la cara tiznada de Baltasar. 
       He vuelto, encogido, a las calles de Puertollano. Mis ojos están de nuevo en aquel lugar de aquel tiempo, que no es nada de este lugar de ahora y este tiempo de hoy. Mis ojos contemplan la chimenea cuadrá: como una atalaya; aquella torre se plantó solitaria en medio del cerro y sus muros, por dentro, se llenaron de excrementos de los niños, y a sus pies crecía la estepa del verano, la tierra pelada, la jara, los cardos, el suelo inhóspito que no tiene nada que dar. Y el pueblo entero te lo dio todo con el paso del tiempo, como si el tiempo volviese fértil el espacio estéril, y allá al lado vino a plantarse, un día que regresaba del destierro, una enorme roca; robusta, recia, de muchos volúmenes, fuerza entrañable sin delicadeza, desnuda, indolente, triste, frío helado sin nieve, piel de canícula, sol calcinado en el aire, un hombre hecho con bloques de hierro, recio como la mina, duro, negro, implacable, aparentemente insensible, peso muerto sin corazón: sólo apariencia; porque la realidad es que ese bloque de bloques de hierro representa, en su implacable corpulencia, el alma del minero; un alma que supura infinitos poros de tristeza; un llanto sin lágrima por todos los mineros que dejaron su vida allá, en Puertollano; y esa estatua no tiene  corazón, su pecho está hueco; pero no lo tiene no porque no sienta, sino porque siente demasiado; porque se lo ha entregado al pueblo y ahora el pueblo tiene, fundido entre las casas, el corazón del minero; como una niebla lánguida que llora, cuando descienden las nubes, en el corazón de las casas.
      Cuando vienes en el tren, desde Ciudad Real, allá a lo lejos hay un mar de luces que titilan: son las luces de Puertollano. La máquina bufa, con esos bufidos infernales, sembrando carbonilla y regándolo todo con un humo sucio, entre gris y negro, y las ruedas emergen y se esconden accionadas por las bielas en una niebla espesa. Las luces que titilan. La fábrica de Puertollano. Al calor de las luces ha crecido un poblado, donde viven los obreros, y al final de las casas, en esa tierra de nadie que lleva a las chimeneas, la tierra se vuelve árida, seca y gris, como si allá se irguiera la senda inhóspita, llena de torres y luces, de chimeneas que manan por la noche gases sulfúricos, terrenos regados con montones de amoniaco (y te lloran los ojos, te pica la nariz, con esa lágrima falsa que tiene la cebolla); el traqueteo de las máquinas, el ruido infernal de hierro, atmósfera sofocante de la central térmica, donde trabajaba mi padre en las calderas de Pedro Botero: con ventanas de fuego que algún día estallaron abrasando al obrero que las tenía que mirar, en su incandescencia. Algún día sonaban las sirenas y era un minero que había muerto en una explosión de grisú. Y así pasaban los días crueles, monótonos, sin historia.
      Todos los años se celebraba el voto. En la niebla de la historia hubo una epidemia que diezmó a los vecinos; y los vecinos hicieron voto de sacrificar, si se salvaban, al animal que se comerían todos los vecinos del pueblo. Y todos los años, cuando llegaba el día, se ponían unos raíles en la explanada de la Virgen de Gracia y en esos raíles se ponían unas ollas y se hacía caldereta, y todo el que quería hacía cola, con su plato en la mano, buscando caldereta para celebrar el voto. También llegaba el día del hornazo. El hornazo era una torta con un huevo plantado en ella, pegado con tiras de masa, y toda la gente subía al cerro para disfrutar y comérselo. Y luego estaban las ferias, la de primavera y la de otoño. El paseo se llenaba de cacharritos (los caballitos, la ola, la noria, los coches topes) y en las casetas se gritaba “siempre toca” y se disparaba con escopetas trucadas para que nadie les diese a las bolas: pero los había que se habían hecho expertos y disparaban al lado para que el plomo diese en el centro. Y un poco más abajo, en los jardines, junto al pabellón de la música, que en sus bajos albergaba una biblioteca; junto a la casas de baños, donde la gente decía cosas horribles de los interrogatorios, con la policía secreta; entre el reloj de sol y la fuente agria, hacían el baile; puestos de tebeos y gambas y cacahuetes; olor a pólvora de los fuegos artificiales. A mí me gustaban los Pekeniques… Al final de todo, tapando la calle, la silueta familiar, imprescindible, indefinible, del gran teatro; junto al semáforo. A un lado se levantaba la plaza de toros. Y un poco más allá, junto a los coches, estaba el mercado. 

 

Hoy me he asomado con melancolía a las calles de Puertollano. Mis recuerdos se deshacen, como las casas que había en el cerro, que se llenaban de barro: sus calles eran de tierra y cuando llovía, el suelo se embarraba y había que pasar sobre las piedras, que era lo único sólido que había. Así también mi recuerdo resbala en la niebla, que es como el barro de la memoria, y en él surgen, como piedras, pinceladas de vida que tejieron el cuadro de mi infancia. Una infancia diseminada entre el colegio, el indefinible colegio de las monjas, al que íbamos todos los días por la calle Ancha, donde había una abuelilla que vendía caramelos, un paralítico que nos impresionaba, sobrecogidos por las escenas de la biblia, y comíamos pan y mi hermana odiaba las naranjas, y me las daba a mí para que yo me las comiera sin que se enteraran las monjas. Todas las mañanas rezábamos al empezar. Y en el patio cantábamos el Cara al sol, con el brazo en alto. Luego cruzábamos la calle Torrecilla y en aquella explanada había ecos de procesión, de via crucis, y un cantar plañidero se elevaba, melancólico y tremendo: perdona a tu pueblo.
      Luego fui al colegio de don Juan Antonio. El mejor maestro que tuve y tendré. El que creyó en mí cuando no era de uso que estudiaran los hijos de los obreros. Gracias a él soy buena parte de lo que soy. Y luego crecí, y él murió, seguramente. En el colegio conocí a don Alfredo Róspide, que también habrá muerto ya, y era un buen hombre: profesor de latín  y griego. Y a don Rafael Requena, otro de mis profesores predilectos, que me enseñó a pintar y al que me gustaba dar mis queridas acuarelas: las que pintaba yo con el corazón, como ahora pinto con mis recuerdos…
      Mis rcuerdos de las calles entrañables, amplias y viejas. De las luces de la fábrica, como tachones blancos en un lienzo negro. El humo del carbón, que es lo más entrañable de Puertollano: como el minero sin corazón, todo corazón desparramado. El estrépito de las locomotoras, como dragones que bufaban entre llamas infernales. Donde íbamos con mi padre buscando la estación, antes del alba, mi padre cargado de maletas, sujetándolas con correas, cambiándolas de un hombro a otro, sudando en el esfuerzo. Y aquella vía del automotor que se iba para Almodóvar, donde me perdí un día de carnavales siguiendo al entierro de la sardina. La sombra del Terry, levantándose humilde como una silueta. El aire sucio de la fábrica que impregnaba el pueblo… Allí se dibujaron mis recuerdos, entre las casas pobres, por la carretera de Córdoba. Y ahora, que me estoy haciendo viejo, los encuentro plantados allí, en el cielo oscuro, en un rincón de mi memoria, flotando en el pasado, como en un lienzo. 

 

domingo, 14 de febrero de 2016

Que la fuerza te acompañe





QUE LA FUERZA TE ACOMPAÑE

 

I.    
              
Hay una ficción que imagina las galaxias penetradas por la fuerza: un campo de energía que brota de las cosas, las traspasa. En mi mente ha brotado la idea de que se parece a algo que conoce bien el mundo andino: el camaquén. En la física actual el espacio ya no se concibe como vacío, sino como un lugar que está lleno de radiaciones invisibles, intocables, indetectables: porque quizá se parezca mucho a la energía y poco a la materia; de hecho, materia y energía ya no se conciben como realidades distintas; el universo es un gigantesco campo de fuerzas, y allí donde la fuerza está más concentrada, hablamos de materia; donde hay materia (o sea, energía concentrada) el campo gravitatorio es más fuerte.
En la ficción cinematográfica los guardianes de la energía son los jedi; y los sith; los primeros buscan siempre recuperar el equilibrio de la fuerza; los segundos, personificaciones de la hybris griega, son la desmesura, el descontrol. Sucede, sin embargo, que cuando en Anakin Skywalker se percibe una alta concentración de la fuerza, no hablamos de que esté lleno de materia, sino de espíritu; los jedi, como todo el mundo, son seres materiales (es decir concentraciones de energía, según la conocida fórmula de Einstein: E = mc2; la energía es el producto de la materia, considerada como masa, por la luz, considerada aquí como velocidad límite; horizonte inalcanzable; por eso en cada pequeño trozo de materia hay cantidades de energía descomunales).
La energía cuya concentración se percibe en Anakin no es masa, sino espíritu. La masa es energía cautiva, compacta; en la masa la energía está atrapada y no puede salir. Pero el espíritu es energía fluida; contenida, sí, pero no cautiva; la fuerza del espíritu se puede liberar, y se libera de manera controlada: gobernada por un objetivo, una meta, quizá un ideal; la fuerza del jedi es, así, voluntad de poder; como poder, es capacidad de desplegarse (igual que la liquidez en economía es, frente a los bienes inmuebles, capacidad de intercambiar); y como voluntad es, desde luego, mucho más que pura causalidad: la fuerza del jedi no se despliega porque la empujan, sino porque quiere realizar un ideal; finalidad, teleología, tal es el poder de la fuerza: como en Aristóteles; como en el hilozoísmo de los milesios, que pensaban que toda la materia estaba animada. La materia se mueve porque la empujan, porque la mueven desde fuera; pero la fuerza del espíritu se mueve porque quiere, porque tiene dentro de sí el principio de su propio movimiento (como diría Aristóteles); la fuerza del jedi se moviliza porque es atraída por un ideal, no por la materia; si el ideal está fuera del jedi, nos moveríamos en un mundo platónico; si estuviera dentro de él, ese mundo sería aristotélico; o quién sabe, quizá hasta nominalista.
En el mundo hay personas que nacen con muchas ganas de vivir; otras, en cambio, nacen apáticas, inertes, desilusionadas. También las ilusiones y desilusiones se crean y se esfuman con la experiencia, bajo el influjo del mundo, con la educación: pero yo quiero centrarme ahora en la vitalidad que algunos tienen de nacimiento. Los griegos llamaban temperamento a aquello con lo que se nace, y carácter a lo que hacemos con nuestro temperamento, con nuestra vida; el temperamento sería algo así como una fuerza que la naturaleza nos regala, sin que nosotros tengamos ningún mérito por tenerla; los antiguos lo llamaban gracia, y es un don, una capacidad innata, un poder. Hay quien nace con el don del optimismo y vivirá siempre alegre aunque tenga una vida desgraciada; y quien nace sin él y verá sólo desgracias aun cuando la vida sólo le esté dando alegrías. Hay quien nace con estrella y quien nace estrellado; nuestra estrella puede ser la suerte que nos depara el azar; o el don que nos regala la naturaleza.
Ese ánimo, cuando es innato, es una fuerza que tienen algunas personas. Cuando esa fuerza es intensa esa persona es un jedi; y cuando es extraordinariamente intensa ese jedi es Anakin; Anakin Skywalker. Pero entonces ¿qué son los sith?
Los sith son esos jedis que han sido seducidos por el lado oscuro de la fuerza. La fuerza es, entonces, una energía que tiene dos caras. La claridad (la buena) y la oscuridad (la mala); estaríamos en un mundo platónico. También Tolkien, cuando quiere hablar del mal, se refiere al señor oscuro; el señor tenebroso. Pero ¿qué es el mal? ¿El mal se confunde siempre con la oscuridad?
No. Hay veces en que la vida necesita de las tinieblas para salir adelante. No es lo mismo sentir que pensar o querer. Cuando nuestros sentidos no ven con claridad son ciegos; los ojos no pueden ver sin luz, como los oídos no oyen sin que el aire vibre o el tacto no siente cuando no hay vibraciones mecánicas; si no hay vibraciones en el espacio, es imposible experimentar ninguna sensación; en el caso concreto del ojo el negro es la ausencia de luz, y por tanto de color: en la oscuridad no se puede ver. La oscuridad es la ignorancia, por eso a las épocas donde ha habido ignorancia se las ha llamado de oscurantismo. 

 

Pensar. Pensar es combinar sensaciones para descubrir lo que nuestros ojos no pueden ver. Hay caminos para combinar esas sensaciones, y a esos caminos los llamamos leyes lógicas, y metodologías científicas: las piedras no tienen capacidad de manejar leyes y métodos, por eso son opacas al pensamiento; no penetra en ellas la luz de la razón; pero las personas, que entienden la lógica, no la pueden aplicar si no tienen sensaciones en las que cultivar sus leyes; un ser inteligente, si no tiene sentidos para conocer el mundo, tendrá un pensamiento ciego; y su razón también se hundirá en la oscuridad.
Querer. La palabra “querer” tiene dos significados: por un lado es un sentir placentero; por otro es un acto de la voluntad. El sentir del que hemos hablado hasta ahora capta el mundo a través de los sentidos: es un sentir sensorial. Pero hay otro sentir que se capta a sí mismo cuando conoce el mundo: es el sentir alguedónico, capaz de captar placer o dolor cuando conocemos las cosas; así, pues, cuando vemos un paisaje, esa visión puede ser para nosotros agradable a la vista o no serlo.
Pero hay un agrado que no se siente con un órgano sensorial solamente, sino con todo el cuerpo; es una sensación que se extiende en su plenitud por todo nuestro ser, mucho más que un bienestar corporal más o menos localizado; es un sentimiento íntimo que percibimos en lo más profundo de nuestro ser: a ese ser entrañable que resulta de la actividad de cada una de las partes de las que estamos hechos pero que no sentimos específicamente con ninguna lo llamamos espíritu. El espíritu siente sentimientos, no sensaciones; ésa es la diferencia entre el sentir corporal (sensorial) y el sentir anímico (espiritual). El ánimo (el alma) es el impulso de vida. El espíritu es nuestro contenido anímico; vital. Ver un paisaje es, a lo sumo, darle placer al ojo; sentir su belleza es un auténtico placer espiritual.
La voluntad es la combinación de las leyes de la razón con el sentimiento. El sentimiento es fuerza viva penetrada por la razón (y cuanta más razón haya en esa fuerza más fino será el sentimiento); pero la voluntad es razón que maneja esos sentimientos cuya fuerza está penetrada de razón; si el placer estético me hace disfrutar de un paisaje, la voluntad puede alejarme de tal placer cuando al lado hay una persona que está en peligro; o puede darme la fuerza de no comer cuando tengo hambre si hay otra persona que necesita comer mucho más que yo. Por eso dice el jedi: “que la fuerza te acompañe”.
Pero la fuerza tiene un lado oscuro. El lado oscuro del sentimiento no tiene por qué ser malo; por ejemplo, muchas veces necesitamos estar a oscuras para disfrutar soñando. Pero sí es malo el lado oscuro de la voluntad: que disfruta haciendo daño a los demás sin necesitarlo. El lado oscuro de la fuerza de los jedis (extraños sacerdotes galácticos) no se refiere al conocimiento ni al sentimiento: se refiere a la moral; y ahí es donde intervienen los siths.
No se sabe si el sith es un ángel caído. Lo que sí se sabe es que vive a costa de romper el equilibrio de la fuerza, ese equilibrio que tan celosamente cultivan los jedis. Pero no está claro lo que tenemos que entender por equilibrio. ¿Será que la fuerza oscura debe tener la misma intensidad que la fuerza de la luz? Entonces los jedis necesitan a los sith para mantener en vida la galaxia. ¿Será, por el contrario, que la fuerza debe ser liberada de la desmesura y no debe ser usada sin orden ni control? Si así fuera, la vida de la galaxia pasaría por la derrota de los sith a manos de los jedi. ¿Cuál de las dos soluciones es la más necesaria? 

 

II.

Supongamos, por hipótesis, que el equilibrio de la fuerza es lo segundo: nos veríamos sumidos en el mundo de Heráclito. El mundo es (dice el pensador de Éfeso) fuego con medida: fuego, por tanto movimiento; con medida, por tanto en equilibrio; el movimiento es la expresión de una fuerza; el mundo, como naturaleza viva, es fuerza en equilibrio; lo mismo que si nuestro calor corporal sube de 36 grados y medio podemos llegar a morir de fiebre, y si baja demasiado nos morimos de frío, así también si la fuerza del jedi sube o baja de su punto de equilibrio el universo se sume en el caos; el equilibrio de la fuerza no es, entonces, armonía entre jedis y siths; el equilibrio está en los jedis, y los sith, como hemos visto, son rotura de equilibrio, hybris, desmesura. La guerra de las galaxias no debe concluir con la convivencia entre los siths y los jedis, sino con la derrota de los siths.
Ha habido un filósofo que ha visto en el equilibrio, que se manifiesta en el orden, la derrota de la vida: estoy pensando en Nietzsche. Para él la vida es una fuerza imprevisible; el orden encorseta las fuerzas vitales, encarcela la creación (que es emergencia de lo que nadie ha previsto), anula la libertad. Si para los griegos la belleza es equilibrio y orden, encapsulada en formas matemáticas y cánones de armonía (el número de oro, el canon de Policleto), para Nietzsche la belleza no se puede encerrar en una fórmula: y es vida, pérdida de equilibrio, fuerzas irracionales, hybris, desmesura; la vida no es razón, como pensaban los griegos, sino impulso desbordado de aguas sin cauce, ríos que ningún lecho puede sujetar, fuerza incontenible, energía, flujo que escapa a la razón. Luz nocturna: o sea, ausencia de luz; abismo sin fondo, tinieblas, exceso juvenil; la vida de Nietzsche es el mundo de Heráclito, pura contradicción, ausencia de lógica; y está representada por los sátiros, violadores de ninfas, vitalidad desbordante, sexualidad insaciable, éxtasis, delirio, rapto del cuerpo, goce, pero también sentimiento trágico: texto sin márgenes, destino inexorable, fuerzas sin fin.
A primera vista puede parecer que la vida es lo contrario de la lógica y que lo mejor que podemos hacer para dejarla libre es permitir que corra suelta, liberada de las trabas de la razón. La razón es lo contrario de la vida, y si la razón se ha encarnado en la cultura, la vida, escapándose de la cultura, se ha convertido en naturaleza; naturaleza salvaje; y la moral, lejos de ser respetuosa con la vida, la ha reprimido inexorablemente faltándole al respeto, yugulando sus impulsos, abortando su espontaneidad. La expresión de la moral (y de la razón) ha sido la prohibición, y la vida se ha liberado de la moral saltándose todas las prohibiciones. ¿No late una condena de la sexualidad bajo la sacralización de la castidad? ¿No se desprecia la explosión de vida, la pasión, la alegría, el frenesí, cuando se dice que debemos ser obedientes y razonables? ¿No se erige en diosa la obediencia misma y al hacerlo, implícitamente, condena la libertad? ¿No se ha condenado la creación libre como un pecado de orgullo, y se la ha confundido encerrándola en una torre de Babel? ¿No se ha confundido el genio creador con la diabólica soberbia y se ha  demonizado la libertad, la fuerza, el genio desplegado, que es lo más hermoso que tiene la vida? ¿No se han rebelado todas las religiones contra todos los dioses condenando esa misma libertad que los mismos dioses han creado, transformándola en sumisión: que es la menos divina, la menos humana, la más diabólica de todas las pasiones? 
 
 

Eso dice Nietzsche: si la razón se ha rebelado contra la vida, hay que liberar a la vida de las garras de la razón; y si la razón se ha encarnado en la figura de los dioses para matar el endiosamiento vital (que no otra cosa es el entusiasmo), también hay que liberar a dios de las máscaras que le han puesto, reencontrarse con el dios auténtico que hay detrás de todos los dioses enmascarados; y si la naturaleza de dios es algo divino, hay que despertar lo más divino que hay en nosotros: la vida; ningún dios puede destruir el genio creador que hay en nosotros, la más genuina creación, la naturaleza más hermosa que nos ha regalado, gozosa y trágica a la vez, torrente de placer fluyendo por el cauce del destino que dios nos ha dado, que son las fuerzas de la naturaleza, los límites de su acción en el mundo a través de nuestro mundo limitado, ya que nuestras facultades son los límites que él ha puesto a nuestra forma de ser él, nuestra propia perspectiva, nuestra forma de mirarnos en la perfección, de ser mejores, buscando su imagen, nuestra forma de quererlo intentando ser lo más noble que hay en nosotros, que es el grano divino que él ha puesto en la naturaleza, y que lo convierte en espejo en el que podamos mirarnos, no en la barrera impenetrable donde no podemos ver el místico entusiasmo de ser una lama de fuego de él.
Si: Nietzsche ha denunciado el secuestro de la vida a manos de la razón y de la fe; y tiene razón al hacerlo. Pero eso no significa que la vida, que es desbordamiento incontenible, sea la fuerza que crece en el corazón de los sith. Los jedi, según eso, estarían equivocados; el equilibrio de la fuerza sería la muerte de la vida. ¿Es entonces la vida sinónimo de mal? Y si es bueno perseverar en la vida ¿el bien sería entonces lo mismo que hacer el mal? Todos los valores estarían invertidos, dice Nietzsche. ¿Todos los valores? Sí y no.
Sí. Nuestra cultura ha lanzado a la moral a combatir contra la vida, y eso no está bien; ha apagado el fuego de su conservación (que es el impulso sexual) con la manta de la castidad, y  eso está mal; ha ahogado la libertad con las garras de la obediencia, confundiendo la obediencia a la vida con obediencia a la muerte, y eso no está bien; ha sofocado la fuerza de la vida con debilidad que desvitaliza, y eso está mal; ha estrangulado la creación confundiéndola con soberbia, y ha sido la sumisión  su brazo ejecutor: eso está mal; porque dios, si nos ha creado libres, fuertes, creadores y geniales, no lo ha hecho para matarnos: ¿qué dios disfrutaría matando su obra, si dios por definición es bueno? ¿Qué dios ahogaría nuestra naturaleza, nuestra capacidad de reproducirnos, el frenesí creador de nuestro espíritu, y el frenesí insaciable de nuestro cuerpo, placer trágico y procreador? La sexualidad se encarnó en los sátiros en el mundo griego, y el sátiro es el macho cabrío, que como tal (“tragos”), es tragedia, y como sátiro es sexualidad. Pero el macho cabrío, en el mundo cristiano, es el diablo; convertido, como fuerza vital, en antítesis divina, en condena de la vitalidad.
No. Hay elementos intemporales en nuestra cultura y esos elementos no combaten contra la vida. La condena del robo, de la calumnia, de la falta de respeto, de la violación, no es condena de los rasgos esenciales de la vida, porque la vida no consiste en calumniar y violar; por el contrario, la violación y la calumnia son soldados que socavan los cimientos mismos de la vida, y por eso la moral los ha combatido. De modo que la moral que hay en las sociedades tiene una naturaleza bifronte: en una cara tiene la condena de la vida, y son los rostros de todas las tradiciones que se han erigido en asfixia de la vitalidad; y en la otra cara está la condena de las fuerzas desvitalizadoras de la primera, y es el frenesí creador que hay bajo las máscaras de todas las tradiciones, el rapto del alma y del cuerpo, el entusiasmo, el éxtasis, la vitalidad. Las máscaras de la tradición muestran a la razón luchando contra la vida, como si la razón aportara el equilibrio que la vida necesita; como un cauce que pone freno al impulso desmedido cuando lo que realmente hace es poner un dique para que la vida fluya con naturalidad: y la pervierte; es la muerte de la vida de la gente a manos de los sith, gente que deja de ser ciudadana para convertirse en súbditos, sojuzgados, sumisos: y a esos límites no se someten los propios sith, que mandan en todos ellos y mandan (ellos sí) sin control; sin el control del parlamento, que podrá ser todo lo corrupto que se quiera, pero que es, a pesar de todas las imperfecciones, el único control posible: la república contra el imperio. República: remedo real, y por tanto imperfecto, del equilibrio de los jedis, el cual es perfecto pero ideal, modélico, y por eso, quizás, irrealizable en su plenitud. Imperio: remedo diabólico del caos; la desmesura de los siths.
El rostro de la cultura, y de la fe, está escondido detrás de las máscaras de la tradición, y de la sumisión. En él ya no hay máscaras que confunden la moral con la obediencia, sino el rostro mismo de la moral, como expresión de la libertad que no se vuelve jamás contra la vida, la fuente inagotable del genio, las fuerzas irresistibles, la oscuridad: pero no la oscuridad de la voluntad, sino la del sentimiento; que la noche oscura aporta la tiniebla necesaria para que del sentir emane la luz de la voluntad. El frenesí, como entusiasmo (es decir “endiosamiento”, tal y como lo entendieron los griegos), no es exceso sino fuente inagotable de vida; y para que se impulse a su máxima potencia necesita el equilibrio del jedi, trampolín para que aflore su vigor. Por el contrario, la desmesura rompe este equilibrio (fecundo), y es el mundo de los sith; desde él la vida ya no es plenitud, sino carencia; el entusiasmo desaparece y las fuerzas se desinflan en expresión sufriente de debilidad.
¡Que la fuerza te acompañe! El mundo de los jedi es la búsqueda de la libertad creadora, fuente de alegría, que produce un éxtasis de placer, que es pasión del sentimiento, y que es, en el fondo, la acción lógica de la voluntad. El jedi aúna el instinto de la vida desbordante compatible con el descontrol de la noche, tal como lo entendía Nietzsche; pero sin el descontrol de la razón, que tiene, en su armonía, el equilibrio de la fuerza que es la fuente de donde mana la explosión vital; en el jedi la pasión vital no vive, como en Nietzsche, al margen de la razón. El sith no es, por el contrario, pasión de vida, como parecía, sino una explosión de máscaras (y como máscaras, falsas) de la razón; y no es tampoco rechazo de la lógica, sino transformación del cauce racional que necesita la vida en diques impenetrables con las máscaras de la razón. La vida es el río de Heráclito: flujo incontenible dentro de un cauce; en tanto que flujo, incontenible; en tanto que cauce, equilibrado; ordenado y creador; y la vida sólo se vive una vez; no nos bañamos dos veces en el mismo rio y en eso reside su dimensión trágica, el destino inexorable que late tras el ímpetu de la creación. 

 

Desde la física se han abierto perspectivas sombrías para la vida. El segundo principio de la termodinámica nos dice que todo tiende al desorden: la energía no se destruye, pero se vuelve inutilizable; si yo tiro una piedra desde el quinto piso cae en la terraza del cuarto, y si a vuelvo a tirar desde el cuarto caerá al tercero con menor energía potencial de la que hubiera tenido en el quinto; al llegar al suelo toda su energía potencial habrá desaparecido. Todo se mueve en el universo, como el río de Heráclito, pero cuando todos los movimientos hayan llegado al suelo del ser ya no habrá cauce ni inclinación que los empuje, y se parará todo; el aumento progresivo de la entropía (es decir, del desorden) provocará algún día la muerte del universo. Todo tiende al desorden; yo puedo mezclar agua fría y caliente, pero no puedo lograr que de esa mezcla se separe el agua fría de la caliente; puedo arrojar un vaso al suelo para que se rompa, pero no puedo hacer que sus trozos se junten para formar de nuevo el vaso. Todo se mezcla, se rompe y se deshace. El tiempo no fluye nunca para atrás. ¿O sí?
Hay lógicas del tiempo donde la reversibilidad es posible. Y la biología ha descubierto, en la vida, un orden inverso al de la materia inerte: en la historia física todo tiende al desorden (entropía), pero en la historia biológica todo tiende al orden (evolución); los seres vivos evolucionan haciéndose cada vez más complejos y perfectos, los organismos vivos son capaces de hacer cada vez más cosas que no hacían antes. ¿Cómo es posible? Martínez y Arsuaga tiran por los suelos este repentino optimismo, pues la vida es, según dicen ellos, aceleradora de caos. En efecto: allí donde alguien ha vivido ha dejado basuras, y cuanta más gente viva más desequilibrio dejará en el planeta. ¿Significa esto que está herido de muerte el mundo de los jedis? ¿Que el futuro necesariamente pertenece a los siths?
No. El mundo de los siths también está condenado a desaparecer, porque consiste en el equilibrio de las máscaras. Nietzsche se equivocó negando que la vida fuera compatible con la razón, porque la vida no es desorden, como suponía: la entropía, que es desorden, conduce fatalmente a la muerte térmica, que es el fin de la vida. ¿Llegará, entonces, el fin del mundo? ¿Se cumplirá la profecía de Heráclito? ¿Estaremos condenados al eterno retorno?
Quizá. O quizá prosiga la vida en un bucle del espacio-tiempo. O en un agujero de gusano. La física de Einstein ya no nos habla de un universo espacial donde el tiempo sólo camina hacia el futuro; es un universo espacio-temporal donde todo el tiempo es relativo, y, por tanto, susceptible de retrocesos, según se mire; y hasta de millones de universos unidos por agujeros de gusano; no solamente hay agujeros negros. En ese multiverso ¿todo es posible?
Todo es posible. O quizá mejor: es posible que todo sea posible. Y que podamos escapar del espacio de la muerte térmica trasladándolo siempre a otro tiempo. Es posible que no mueran los jedis. Que tengan un sitio donde prosperar. Y que el mundo de los sith no acabe con el mundo nuestro, arrojándonos al caos. Es posible que se mantenga el equilibrio de la fuerza. Deseamos esa posibilidad. Y por eso nos decimos con inquietud: “que la fuerza te acompañe”.