viernes, 25 de junio de 2021

 

 

MISCELÁNEA (1)

 


1. Los esclavos de Miguel Ángel.  

 

            El paleontólogo debe remover la tierra con mucho cuidado; no vaya a ser que en el lugar donde excava haya un hueso prehistórico y él, con el pico y la pala o el martillo o el mazo, lo rompa rompiendo la tierra que lo cubre y se quede sin él.

            El trabajo del paleontólogo consiste en quitarle al hueso toda la tierra que lo cubre y envuelve hasta desnudarlo y sacarlo del suelo. Pero no sabe en qué lugar de la tierra hay escondido un hueso; a veces sospecha que no lo hay y utiliza el mazo; otras veces piensa que puede haberlo y utiliza agujas, espátulas y pinceles; las herramientas que usa cambian según van cambiando sus intuiciones, pero a veces se puede equivocar; puede ocurrir que está dando mazazos en un lugar donde tendría que usar la pala o la espátula, o al revés; al instinto de saber qué herramientas debe utilizar según donde crea que estén las formas que quiere sacar: a ese instinto lo podemos llamar intuición, corazonada, destreza, simplemente olfato o, tal vez, inspiración.

            El escultor también quita la piedra que rodea a las formas que quiere sacar. Es como si las esculturas estuvieran atrapadas en la materia y la tarea del artista consistiera en liberarlas, quitando todo lo que sobra. En un bloque de granito hay un Moisés, un Apolo, una Piedad, todas esas formas están dentro de la piedra pero hay que elegir una para luchar por sacarla de allí. Es lo que pensaba Miguel Ángel: y sus esclavos son un ejemplo imponente de cómo las formas luchan con la materia que las envuelve en un empeño agónico por quitar lo que sobra y, de esa manera, liberarse al fin.

            La piedra es como un negativo que hay pegado a las esculturas: el escultor tiene que quitarlo. Lo contrario es hacer un molde de escayola con la figura hecha en negativo y luego llenarlo de bronce fundido y, de esa manera, positivarlo después.

 


2. El alma.

 

            Decía Platón que morir es separarse el alma del cuerpo como se separa, cuando lo hervimos, el hueso de la carne. El cuerpo está lleno de cadenas que sujetan el alma y la mantienen presa; y cuando el cuerpo se destruye, se relajan todas esas amarras y el alma, al sentir que ya no la aprietan, se suelta y, libre de ligaduras, se mueve a su aire sin que nada lastre sus movimientos. Hasta que cae presa de otro cuerpo y vuelve a vivir esclava: a eso lo llamamos reencarnación.

            Aristóteles no aceptaba estas ideas de Platón. Decía que cada alma se ajusta perfectamente a su cuerpo y no cabe dentro de otro cuerpo que no sea el suyo; sería como meter en un coche el motor de un camión, o, peor aún, el de un avión, una turbina; o meter el motor de un avión en un barco, o el de un barco en un autobús. Cada alma debe estar adaptada a su cuerpo. Mal arreglo tiene meter un motor diesel en una locomotora de vapor. Un alma humana no puede reencarnarse en el cuerpo de un ciervo, en el de un caballo, o en un jabalí; los amarres del alma humana no encajan en la estructura de amarres que tienen esos cuerpos que no son el suyo. De modo que cuando muere el cuerpo el alma queda descolocada y por eso muere también.

            Eso significa que no es posible la evolución. Durante la evolución los peces se adaptaron a la vida terrestre y se convirtieron en anfibios; luego los anfibios se hicieron reptiles y los reptiles, por fin, pájaros. Aristóteles llamaba alma a la fuente del movimiento. El movimiento de un reptil no es el mismo que el de un pez y por lo tanto su alma tampoco; el alma de un pez jamás se va a convertir en reptil. Las especies no se han transformado unas en otros y tiene que ser cada una una forma de vida independiente de las demás.

            Pero podemos suponer que cada cuerpo no tiene una sola posibilidad de amarre con su alma; que lo que hay no son lugares fijos, sino espacios dentro de los cuales se pueden estirar y encoger los amarres; y por lo tanto el pez que tuvo alma de pez algún día pudo estirar sus anclajes y el alma pisciforme pasó a tener el alma de un reptil; y esa forma intermedia no dejó de estirar y recolocar todos sus anclajes hasta que fue reptil con todas las consecuencias y dejó de tener el alma der un pez; sólo le quedaron vestigios pisciformes mientras se colocaba, adaptándose plenamente a ella, en su nueva naturaleza de reptil. Esto ya lo intuimos en las ideas de Anaximandro; luego lo pensó Lamarck, y después con Darwin esta nueva concepción se impuso finalmente en el pensamiento científico. Lo que no deja de ser curioso es que la idea de que los cuerpos no pueden cambiar la impuso Aristóteles; que defendió al mismo tiempo la teoría de la generación espontánea, a tenor de la cual la naturaleza del barro se puede transformar en un sapo, en cualquier otro batracio o en una lombriz.

 

Coda

 

            Algunos métodos para aprender a escribir prohíben escribir las letras sin sus enganches: así, el rabo de la “p” se puede enganchar con la “e” siempre que la “e” tenga otro gancho que le pueda dar la mano; los amarres que tienen las letras (como los que tiene el alma) son enlaces (o anclajes) multivalentes.

            Las letras que no tienen anclajes no se conectan bien y en las palabras parecen vagones sueltos. Las letras que tienen anclajes se encadenan perfectamente y circulan uno tras otro formando un tren.

 


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