sábado, 26 de diciembre de 2015

Entre la Salud y la Enfermedad





ENTRE LA SALUD Y LA ENFERMEDAD

 

Si quiero cruzar el río cojo carrerilla, doy unas zancadas y pego un salto; y si no llego al otro lado puedo coger un palo, utilizarlo como pértiga y saltar: seguro que llego; y si no es con ésa, será con otra pértiga más larga; el caso es llegar. Pero si lo que quiero atravesar es el río Amazonas, en su desembocadura no hay pértiga que me haga capaz de semejante salto; el mundo está lleno de posibilidades, sí, pero siempre hay un límite que nunca podemos traspasar, y mis límites son el marco de mis posibilidades: y, como todos sabemos, todos los cuadros tienen un marco; es más, el marco nos permite, si sabemos utilizarlo bien, darle mucho más relieve a lo que hay dentro del cuadro.


1. El esfuerzo.

Si lo que quiero es mejorar mi salud, tengo que ejercitar mis posibilidades. Ejercitar es esforzarse, despertar las facultades dormidas (y eso se hace repitiendo sus movimientos): practicar, entrenar, ensayar, salir de la comodidad de lo que podemos y transitar por el tiempo incómodo de lo que todavía no hemos podido. He saltado una barrera: sigo saltándola muchas veces hasta que la domino y entonces pongo el listón más alto. Así sucesivamente. ¿Hasta cuándo? Hasta sentir que ya no podemos forzar sin peligro; y, dentro de esos límites, al placer de hacer lo que uno puede debe sucederle la molestia de intentar lo que no puede todavía; pero siempre dentro del cuadro. El placer de superarse viene sólo al final, mientras que el de hacer siempre lo mismo sólo lo tienes al principio: hasta que te aburres.  


2. Nuestros límites.

Podemos mejorar fijándonos dos metas: una es conseguir un objetivo, como cuando tenemos que cruzar un río; y otra es conocernos mejor, desarrollar la potencia que tenemos dentro: pero sin agotarla. Para cruzar el río nos viene bien la ayuda de una pértiga, pero para desarrollarnos usar pértiga sería hacer trampa.
A veces la vida nos depara sorpresas desagradables. Un accidente, una flaqueza, una enfermedad pueden limitar nuestras posibilidades. Con un hueso roto, con una pierna amputada, con un esguince ya no podemos pasar el río; pero podemos utilizar una pértiga y lograrlo. Andar, lo que se dice andar, lo tenemos complicado: pero podemos usar muletas; Fernando Savater nos recuerda que, etimológicamente hablando, un imbécil es el que no usa bastón pudiendo utilizarlo; y prefiere avanzar menos, pudiendo avanzar más, sólo por que no lo vean con una garrota por la calle.
 

3. La esclerosis múltiple.

Una de esas enfermedades es la esclerosis múltiple. En primera instancia es una limitación: de eso no hay duda. Pero mirándolo bien no impide llevar una vida normal aunque sea poniéndole a la vida un marco nuevo: para cruzar el río siempre habrá una pértiga a la que agarrarse, y para desarrollarnos plenamente siempre podremos saltar dentro de las nuevas fronteras; ponerles nuevos límites a nuestras viejas capacidades. Un jugador sin cualidades especiales puede conseguir, entrenando, un buen nivel de fútbol; mejor, si cabe, que el de un buen jugador que no entrena nunca. ¿Ves? El esfuerzo es la clave del éxito: no hay limitación que nos impida conseguir lo máximo aunque tenga que ser con lo mínimo; el secreto es no tirar la toalla. Y no intentar traspasar nunca ese umbral. En la maratón de Nueva York murió un corredor por forzar su cuerpo más allá de lo que su cuerpo aguantaba.


4. Estoicismo.

Decía Epicteto que hay dos clases de deseos: los que se pueden realizar y los que no; con los primeros hay que luchar; con los segundos, resignarse.  A Stephen Hawking le diagnosticaron una enfermedad incurable y no le dieron más allá de un año de vida. Cualquiera se habría venido abajo, pero él no se derrumbó: persistió en su pasión por la física y hoy es, probablemente, el físico teórico más importante del mundo; ocupa la cátedra de Newton. Han pasado más de treinta años y todavía no se ha muerto, contra todos los pronósticos. Cualquiera lo habría tirado todo por la borda y se habría olvidado de la física, abandonándose a la desesperación: y habrían sido treinta años perdidos; treinta años vacíos y desperdiciados.
¿Quién decide lo que tiene remedio y lo que no? ¿Quién nos dice cuándo debemos luchar y cuándo resignarnos? Nadie. Las máquinas tienen fecha de caducidad pero nosotros no; y aunque nos diga alguien que el tiempo se acaba, siempre habrá que luchar como si tuviéramos todo el tiempo por delante; para que no se acabe. Porque el destino no está escrito y no somos lo que él quiere, sino lo que nosotros queremos. 


5. La fe.

Tengo esclerosis múltiple. Eso no depende de mí. ¿Por qué me ha pasado a mí y no a otro? ¡Ay!, la naturaleza no depende de mí y no hay que lamentarse. Pero sí depende el futuro de la historia. Mi vida será lo que yo haga con ella. Es mi voluntad, no mi renuncia. Aunque yo no vea la salida del túnel, el túnel tiene salida. Sólo necesito saber que existe. Creer en ella. Unamuno, que estaba muy  preocupado por dios, dudaba mucho; dudaba; pero en medio de la duda le surgió una luz; y esa luz decía: cree en dios y lo crearás con tu fe, porque creer es lo mismo que crear, y crear es lo mismo que querer. Lo mismo pasa con las enfermedades: creer en la solución es querer que exista, yo no puedo cruzarme de brazos esperando a que se resuelva todo: tengo que hacer por que todo se resuelva. Hay una leyenda china. De cómo Yukon desplazó la montaña. Si vemos una montaña y nos dicen que la tenemos que cambiar de sitio cualquiera se pondrá el dedo en la sien, girándolo en tono de burla, y nos dirá: “¿éste se cree que yo soy tonto?” Pero Yukon no lo hizo. Yukon tomó su carretilla y empezó, grano a grano y pala a pala, a cavar en la montaña; para llevarla a otro sitio. Al cabo de muchos años la montaña había cambiado de lugar.

 

6. La esperanza.

Ésa es la fe. Fe no es esperar a que dios nos salve, sino empezar a salvarnos nosotros mismos (ayúdate y dios te ayudará). A dios no le gusta ayudar a los que se quedan parados. Todo esto se resume en una palabra: voluntad. Y la voluntad es lo mismo que la fe. Creer en dios (fe) es querer que exista (voluntad). Querer vivir (voluntad) es creer en la vida (fe). Hay que tener fe porque no tenemos fecha de caducidad, porque nada está escrito sobre nuestra vida, porque no sabemos si vamos a vivir un año o cuarenta, o noventa, yo qué sé. Si creo que puedo vivir mucho haré mucho por vivir; y viviré. La fe mueve montañas. Lo hizo Yukon. Y lo puede hacer cualquiera de nosotros a poco que se lo proponga.


7. La caridad.

Pero la fe es amor. Querer vivir es lo mismo que creer en la vida, amarla por todos los poros de la piel; quererte a ti mismo. Es muy importante el amor. Lo resume una famosa frase de San Agustín: “ama y haz lo que quieras”; lo que hagas por amor sólo puede ser bueno, y amar la vida es creer en ella, esperar de ella lo mejor que nos puede dar. El amor… Se puede amar de tres formas. Por lo menos. Existe un amor arrebatado, el de Platón; eros. También existe un amor tranquilo que es amistad; el de Aristóteles. Y hay un amor al prójimo que busca la felicidad del otro como si fuera tu propia felicidad. Fe, esperanza, caridad: ¿os suena de algo? Si yo me quiero querré también a los demás y les daré el regalo de verme vivir contento, de verme vivir la vida. Construyendo.

 

8. Vivir es disfrutar.

Voy a construir la vida. A vivirla, no a sobrevivir. Quiero disfrutar con mis cinco sentidos y hasta con siete. Y porque siento amor, tengo voluntad. La voluntad es un cordero que bebe en el arroyo de la fe, que es la gasolina que nos da las fuerzas, que es la energía que pone en marcha nuestro motor. Pero tener fe no es lo mismo que ser iluso. Si estoy cojo no voy a vivir como si tuviera dos piernas, sería patético; y negar la edad es lo mismo que parecer más viejo. No: la gente más joven es la que no esconde sus años, y brilla en sus ojos el aliento de la juventud, aunque su cuerpo envejezca. La gente más enferma es la que, o niega la enfermedad, o la adora; niega la enfermedad viviendo como si no la tuviera, pero la tiene; y la adora regodeándose en su sufrir, como si no pudiera vencerla; sucumbiendo a ella; gozando en el abatimiento.


9. La fuerza de la felicidad.

Voy a construir: no a destruir. Vivir con la energía que brota de la fe, del entusiasmo, de las ganas. Vivir no es sobrevivir. En mis manos está lograr lo que Aristóteles llamaba la buena vida, la felicidad. La felicidad no está en ser perfectos sino en huir de la imperfección. En quererse tanto como para hacer lo que puedas con lo poco o mucho que tengas. Le felicidad está en el esfuerzo, en querer estar cada día mejor, aunque no nos apeteza. Aristóteles decía que la razón debe vencer al fondo animal que duerme en nosotros, y nosobros sabemos, con San Agustín, que el secreto de todo está en el corazón. En la fuerza. En la voluntad. Bien lo sabía decir el jedi: “que la fuerza te acompañe”. La fuerza es una presencia que late en nosotros como una semilla: hay que cultivarla. Por nosotros y por quienes nos quieren. Está ahí, al alcance de tu mano. Sólo tenemos que levarntar los brazos y recoger sus frutos.


10. La voluntad.

Vivir no es sobrevivir. Y querer no es abandonarse. Creer: no desesperarse. Amar: no endurecerse. Lo que tiene que ser duro no es el amor, sino la voluntad; y su fuerza le viene de la fe porque el amor es suave, dulce como el terciopelo, tierno como el algodón.
Voluntad de vivir: lo decía Nietzsche. Voluntad de querer, voluntad de no vivir prisioneros en la cárcel de la enfermedad. La enfermedad no es más que un decorado que nosotros podemos adornar con otros colores. Por encima de ella está la alegría, la salud del alma. Se equivocaba Epicteto al decir que unos deseos dependen de nosotros y otros no: no hay nadie que pueda decir hoy que un deseo es irrealizable; lo que es imposible hoy sucederá tal vez mañana.
Los estudiantes del 68 tenían un eslogan que decía: “sed realistas: pedid lo imposible”. Ése era el espíritu de don Quijote; y el del jedi. Si nos ayudamos dios nos ayudará, y toda nuestra vida será un ejemplo para todos. Todos se fijarán en nosotros para imitar las ganas que tenemos de vencer. Y sacaremos bien hasta del mismo mal, como decía San Agustín. Tendremos autoridad para decirles: “que la fuerza te acompañe”. Y entonces habremos vencido.
En resumen, que mis límites son el marco que rodea al cuadro de mis posibilidades: y lo embellece; las posibilidades que están cerca del límite pueden ser mis proezas, y la mayor proeza del mundo será unas veces trabajar y otras tener paciencia: que no por mucho madrugar, aunque dios nos ayude, vamos a lograr la proeza de que amanezca siempre más temprano. 

 




sábado, 19 de diciembre de 2015

Las tripas de la Sociedad




LAS TRIPAS DE LA SOCIEDAD

 

Supongamos (es sólo una hipótesis) que el mundo esté hecho de corazón y de tripas; en el corazón estarían los instintos nobles; en las tripas, los bajos instintos; en el corazón estaría el instinto de humanidad, que contendría sentimientos como la admiración, la excelencia y la piedad; y en las tripas estarían los impulsos violentos, producto del fracaso, que escapan a nuestro control (tales como la envidia, la soberbia, la ira o la venganza). Los sentimientos cordiales (“cordis” es la palabra latina para nombrar el corazón) son racionales, como cristalización afectiva de las intuiciones de la razón; por el contrario, los afectos viscerales son irracionales y mal los podemos controlar; nos controlan ellos a nosotros y son, más que sentimientos , emociones cegadas por la pasión.
No vamos a incluir, por lo tanto, el ardor guerrero entre los sentimientos cordiales (como parecía sugerir Platón); ni los placeres del vientre entre los sentimientos innobles. El progreso, la emulación, la competencia, son sentimientos nobles; la guerra no: Y los placeres del cuerpo son igualmente nobles (la desmesura, no). Si un sentimiento es una emoción duradera,  viene del corazón; si es intenso y dura poco, será también una emoción cordial y será, por tanto, una de las pasiones del corazón. Pero si lo que dura son las sensaciones convendremos en que su origen no es cordial; y si son duraderas y no vienen del corazón, está claro que su origen son las tripas; y si además son intensas, hablaremos de pasiones viscerales. Las pasiones cordiales están iluminadas por la razón. Las pasiones viscerales son ciegas. La cabeza es la luz que orienta al corazón cuando el corazón se pierde. Y el corazón es la luz de la cabeza cuando las ideas se enredan. Porque el corazón, en su sentir, es una concentración orientada de ideas instintivas. 

 

Supongamos, ahora, que todas las sociedades están hechas de corazón y de tripas; el corazón es entrañable; las tripas, viscerales. En épocas de justicia social las leyes son la razón guiando al corazón; eso también sucede en individuos aislados (que pueden ser numerosos, aunque su generosidad no tenga vigencia). Las leyes, entonces, movilizan lo mejor que hay en nosotros, y a la gente más sana, que es escuchada por otra gente sana que tiene costumbre de razonar: y es la eclosión de los ideales, de la filantropía, del deseo de ser mejores, del anhelo de trascendencia, de la bondad.
Pero en épocas de injusticia y de crisis social quienes toman el control son las mentes irracionales, los sentimientos convertidos en sensaciones, las pasiones ciegas, el odio, la ira, el exceso, la venganza, la gula, hija del hambre, y la lujuria, cuya madre es la escasez. En esas épocas puede haber mentes generosas, corazones lúcidos, pero son marginales, no corresponden a las vigencias de la sociedad. Lo que arrastra entonces al ser humano son pasiones ciegas, no ideales; y lo llegan a obnubilar hasta el extremo de dar su vida por ellas: más que sacrificarse por ellas, por ellas son sacrificados; más que morir para que florezca algo, mueren porque no hay flores y, faltos de luz, son maremotos, seísmos, huracanes de oscuridad. La ciega sinrazón de las estridencias nazis. El deseo de muerte en los corazones etarras, llenos de tripas, vacíos de corazón: que, faltos de ideales por los que luchar, se conforman con socializar el sufrimiento. El terrorismo hecho yihad en los ciclones de venganza. Tempestades de odio en el corazón de las tinieblas, en la codicia de narcotraficantes, buscadores de caucho, desertores de Europa e invasores de África; cuando reinaba el muy cristiano Leopoldo de Bélgica. Cuando reinaban los fanáticos que mataron a Hipatía (y reinar no es otra cosa más que ser vigentes, no cuerdos necesariamente). Las mentes nubladas por la droga, en los asesinos del viejo de la montaña. Los cruzados sedientos de sangre. Los que encendían hogueras para quemar libros, para quemar personas. Los fanáticos de Lutero, de Calvino, los puritanos de Savonarola. Todos aquellos que confunden el placer con la vanidad y arrojan los placeres a las llamas. Los brutos salvajes que duermen en el cerebro de Polifemo. Los mongoles de la estepa. Los hunos que pisan la hierba para que no crezca. Atilas de la civilización. Las vísceras del campo. Todos aquellos que secuestran los corazones rurales. Los huaris iluminados. Los almohades. Almanzor. La huestes de Boco Haram (secuestradores de niñas, asesinos de estudiantes). Los talibán, que disparan contra Malala (pobres hombres que confunden el estudio con la memoria huérfana, con el pensamiento ciego, con la voluntad oscura, con el corazón de las tripas y la muerte del alma). Las hordas de todo pelaje que asolaron Europa destruyendo la civilización. Las pasiones sin luces. El cerebro sin alma.
Supongamos (es sólo una hipótesis) que el mundo esté hecho de corazón y de tripas. Y que entre sus hilos se mezclen los hilos del pensar, el corazón y la cabeza. Entre los tres hacen una tela de vivos colores, de  recio y tierno compás, de dura resistencia. Las tripas, el corazón y la cabeza están atados entre sí, se sujetan unos a otros. Pero si algún día las tripas se liberan de la tela donde están atadas perderán su ser, que se construye en simbiosis con el corazón, y dejarán de estar porque se verán arrojadas del mundo por obra de su propio instinto ciego. Y serán proyectiles que golpean todo lo que ellas han sabido construir, alimentados por el corazón y la cabeza: alimentadas, no prisioneras. El sitio donde vibran las tripas no es una cárcel que las aborta, sino un hogar que las potencia; un tálamo donde se hacen nobles las fuerzas más primitivas de la vida, las de las tripas, el corazón y la cabeza; un hueco entrañable y nutritivo donde se alimentan unas a otras, poniendo equilibrio a su ímpetu, creando humanidad sin destruir la animalidad de los instintos. Algunas veces a las tripas las hemos llamado cuerpo; y al corazón también lo hemos llamado alma; tan absurdo es alimentar al alma matando al cuerpo de hambre, porque lo confundíamos con su cárcel: como dejar de alimentar al alma, porque la veíamos como cárcel del cuerpo; y otros, aún más estrechos de miras, han creído que el alma era sólo la cabeza, olvidando que la razón es el mapa del ser en el mundo y el corazón es el motor de la existencia; y las tripas son, cómo no, la gasolina que hace andar el artilugio; un motor sin gasolina es tan inoperante como un corazón sin tripas, aunque tenga en su cabeza un mapa de carreteras; y la gasolina sin motor es, cuando se enciende, una explosión que destruye todo cuanto toca; el instinto salvaje es destrucción cuando no se puede alimentar de los otros instintos; el de la humanidad, que se vuelve salvaje también cuando se pone a despreciar lo primitivo; tan importante es la casa como los cimientos que ayudan a sostenerla. 

 

Dicen los liberales que el mundo se mueve con las tripas; y que así debe ser, confundiendo el acontecer con el deber, incurriendo, como diría Hume, en una falacia naturalista. Lo propio de las tripas es la acción instantánea, como los lobos de Wall Street que se dejan arrastrar por los impulsos del momento; y aunque se hayan pensando lo que quieren hacer, las decisiones al final las toman sin tiempo para digerir el momento; el último; el momento que precede a la decisión. Y lo mismo hacen los ciegos de la religión, que no conocieron el corazón cuando eran niños: su cuerpo lo ha sustituido por las tripas; la cabeza, entonces, se ha llenado de un pensar visceral, cuando lo lógico sería que fuera la casa del pensar cordial: el de los ideales, no el del desanimo que se camufla de  arrebato; el de las pasiones del corazón y del coraje, no el del sucedáneo mutilado de las pasiones ciegas.
Al mundo lo mueven las tripas: sí; economía; obcecación; ofuscación; fanatismo. El egoísmo es tripa pegada a la vida; y el fanatismo tripa pegada a la muerte; el corazón pegado a la vida es generosidad; y pegado a la muerte es sacrificio. El martirio fue en un principio sacrificio de la propia vida para salvar la vida; pero los fanáticos lo han entendido como sacrificio para servir a la muerte; morir para salvar es lo que hicieron los mártires; morir para matar lo pretenden los mártires de las tripas; es decir, los asesinos. Las  brigadas internacionales fueron muchas veces ingenuidad generosa, aunque ignorante (Hemingway, Malraux); los voluntarios de la yihad la han convertido en ingenuidad ignorante, pero no generosa: han convertido el desprecio en supremo ideal de un dios generoso (¡oh paradoja!); que hablaba de amor cuando predicaba la guerra. (¿O fueron sus predicadores los que acabaron haciendo lo contrario de lo que él les mandaba?) No quisieron escuchar. O no supieron.
La educación debe enseñar a vivir el corazón como sentido de las vísceras; a poner en ellas la razón, buscando como es lógico el corazón de las tripas. Dos cosas tiene el mundo que alimentamos y que nos alimenta: el corazón y las vísceras; el alma y el cuerpo; o más bien podríamos decir que el corazón con tripas es el cuerpo sano: las tripas que viven solas no son nada más que un cuerpo enfermo. La vida sana es un ejército de gente generosa que chisporrotea en la sociedad. La sociedad también tiene, en un ejército desalmado, otro chisporroteo. La sociedad sigue al que sabe movilizarla: unos movilizan su corazón, y son momentos de luz en el palpitar de la historia; y otros movilizan sus tripas, y son momentos de luz oscurecida por las sombras. Hoy vivimos momentos de oscuridad; la voluntad de los pueblos se sume en las tinieblas; de las fuerzas del corazón dependerá que el porvenir no se hunda en la derrota. 

 




sábado, 12 de diciembre de 2015

Novela "Las Caras del Mar"



LAS CARAS DEL MAR
Novela

 

            Una mujer corría por la costa. Un temblor, un espasmo de las olas, el mar encrespado. Una mujer huye despavorida. En el Callao las olas se estrellan contra los barcos, estallan en espuma. Galerna. Un temblor avanza ocultamente bajo las aguas. El cielo es una luz que viene del infierno. Las nubes sombrías, el corazón encogido. La mujer corre como loca perdiéndose entre las calles, huyendo de la bestia que se le viene mar adentro. El mar es la montaña que emerge de las aguas; el cielo es una bóveda rota que se hunde. La bóveda se enciende trágicamente y su resplandor es siniestro. Un mar que se levanta. Un  cielo que se parte. Y una mujer que huye.
            Un hombre avanza caminando por la sierra.
(p. 289)


            Luis Fernández Fabre es un hombre sin historia, pero un día bruscamente la historia irrumpe en su vida: en 1831 es apresado por José María, un famoso bandolero por sobrenombre “El Tempranillo”, y un año después un amigo lo involucra, involuntariamente, en la conspiración liberal del general Torrijos: sólo le queda el exilio.


Un témpano blanco afloraba por el horizonte, resistiendo como una mole titánica cuya masa ninguna ola podría arrastrar. Fueron momentos dramáticos. Los corazones en vilo, las gargantas atadas, la respiración suspendida. Momentos supremos en lo que vieron alejarse la montaña blanca, oscurecida por las nubes, acribillada por el granizo. Fueron momentos de tensa emoción: nada podía contra el bloque helado la mano humana, y hubo en aquellos momentos en que la expectación contuvo el miedo, con un halo trágico en la superficie del mundo, una mano invisible que decidía caprichosamente sobre sus destinos. ¿Fue un hado implacable? ¿El azar? Aquellos hombres no lo sabrían nunca. Pero estuvieron durante casi media hora con el corazón bailando en un océano que había anulado la libertad de todos. Hay momentos en que no somos libres. La voluntad de la montaña de hielo se lo recordó.
(p.184)


Tras un viaje accidentado por el Atlántico arriba a las costas de Lima; allí conoce la ciudad vieja, el viejo Barranco que visita entre aromas de leyenda, y se enamora de la papaya, la garúa, las tapadas, la plaza de armas donde un presentimiento lo llevará al futuro. El puente y la alameda. La flor de amancaes. Allí pone su negocio y ve cómo, lentamente, se va instalando en la prosperidad. Sólo la nostalgia empaña este idilio: sus padres, su amada María Isabel, la ciudad de Cádiz; al fondo se yergue, como una ensenada, la bahía.


            Intentó imaginarse cómo era Hernán. Cómo, en su lógica, podía ser aquel hombre de carne y hueso; no el mito que él había idealizado. Y se lo imaginó como una silueta frágil, todo corazón, entregada a las pasiones; como una llanura sin abrigo donde azotan los vientos huracanados de los días más duros del invierno, arrastrando ventisca, tierra y zarzas, y sembrando de nieve las tierras que no podrá horadar ningún caminante. En su corazón, sin duda, soplaban aquellos vientos. Las pasiones violentas que ninguna inteligencia podía contener.
(…)
Los huracanes brotan, incontenibles, del fondo del ser; una ráfaga convierte lo entrañable en violento, la excesiva pasión convierte el amor en odio, busca por los recovecos interiores, las ásperas montañas, y se fija en el rostro que causó su desgracia: entonces se convierte en venganza. Hernán podía ser, por exceso de amor, un ser despiadado, implacable y fiero.
(pp. 216-217)


Una incursión en la España del siglo XIX: bandoleros, pronunciamientos, persecuciones, terremotos, fantasmas y tormentas; y, como telón de fondo, una búsqueda incesante de sí mismo, un combate interior que hurga en los secretos de la mente, en los conflictos escondidos que tienen que resolverse; pero como dos barcos que surcan el océano en busca del nuevo mundo, tienen que pasar también, antes de llegar a puerto, por su propio cabo de Hornos: por los cuarenta rugientes.
            Una historia de amor, una odisea y una aventura. Salir al encuentro de sí mismo… Ushuaia está escondida dentro de todos nosotros. Y junto a Ushuaia se yergue, como una silueta amenazante, el cabo de Hornos.  


            El mayordomo se apartó para dejarle pasar y cerró; y cuando se cerraba la pesada hoja, dura y gruesa, se hizo la oscuridad en el interior. Más allá, traspasado el umbral, había una luz; procedía de una ventana; el mayordomo lo llevó hasta allí y le invitó a sentarse. Luis se dejó caer en un sillón amplio y confortable. El mayordomo salió un momento; volvió después sentándose en una silla de tijera. De sus ojos bondadosos salió un destello.
            -Verá. El señor no está en casa. Lleva días sin venir.
(p. 306)


Las caras del mar es una novela romántica.

Romántica porque la razón no está separada de la intuición, ni del corazón, ni de la fantasía. La razón es algo más que la lógica. Y cuando se vuelve fantástica se encuentra en el camino con el corazón, que le abre dos sendas para que camine: una es la del sentimiento, la otra es la de la pasión.


            Y en él se abrieron las expansiones soñadoras de los ojos melancólicos. De los ojos misteriosos que lucen, con una luz apagada, desde los soles que tienen dentro. Hay una tristeza feliz en los corazones románticos. Una sensación de vivir fuera del mundo, fuera del tiempo. En ese mundo transfigurado que es el paisaje, mundo interior, tormentas del alma, torrentes que asolan las frágiles piedras de nuestra vida cansada; llamaradas feroces en los volcanes del ser: unas llamaradas que no queman, que abrasan solamente en metáfora, que se complacen en el goce de su propio sufrimiento; y se derraman por los bordes de sus cráteres hambrientos, como vómitos crueles de recónditos tormentos, ríos de lava abrasando implacables las rutas congeladas, rebelión del alma contra el cuerpo, del cuerpo contra la carne, del espíritu vertido en el cuerpo; y se enfrían formando el paisaje de las tierras desoladas; un paisaje hueco, apariencia sola y vacía, tierra inhóspita, desalmada: el paisaje lunar; el paisaje de los volcanes apagados. En él no crece el ánimo y sus crestas se endurecen asoladas por el viento. Así crece el corazón partido; los corazones enamorados.
(…)
            Sus ojos se abstrajeron, y sin cerrarse, se cerraron.
(p. 215)