sábado, 31 de enero de 2015

Covalanas.




            Covalanas es una cueva de Cantabria. Sus piedras todavía conservan las huellas de nuestros antepasados.



COVALANAS



1.     

            Era una cueva de paredes secas, de esas que cuando las tocas las sientes frías, pero no mojadas. Es verdad que confundimos a veces lo mojado con lo frío. Millones de años atrás aquellas tierras habían estado inundadas por un mar cretácico; incrustada en la piedra, la huella de una fauna marina era el fantasma mudo de las presencias del pasado: conchas (almejas, mejillones, lapas), y quizá un rastro de lo que otrora fuera caballito de mar. La costa de Laredo estaba cinco kilómetros tierra adentro. Aquella cueva, millones de años después (en el terciario), se vio atravesada por un furioso torrente, cual ímpetu ciclópeo de la naturaleza, que corría por las entrañas de la tierra y fue excavando pacientemente aquella galería: por eso sus paredes eran lisas, redondeadas, y sus grietas las arrugas de una piel vieja, cansada de trabajar, y cuarteada por el sol.
            Aquella cueva se descubrió en el año tres del siglo veinte. Por aquel entonces no había camino ni puerta de acceso; había que subir por la ladera y en aquella cuesta empinada era fácil echarse a rodar. La entrada actual no era así; ha sido excavada, liberada de tierra, y las paredes tienen esa línea de demarcación que separa dos épocas; por encima, la cueva original; por abajo, el suelo de ahora. El suelo que pisaban era antes un metro más alto. Los primeros exploradores tenían que agacharse, si no arrastrarse, entre aquel suelo elevado y el cercano techo para llegar allí.
            -Las pinturas que vamos a ver son de hace veinte mil años. Se han fechado con el carbono 14 y algunas son de la edad media; otras, del siglo dieciocho. Es normal: éste es un lugar de abrigo desde donde se divisa todo el valle, pero desde el valle no es posible ver lo que hay aquí. Se cree que esta cueva no fue habitada. Abajo, al pie de la roca, hay una cueva donde sí vivieron los hombres del paleolítico; allí son frecuentes las viseras, formaciones rocosas que dejan pasar la luz pero protegen del sol.
            La guía bajó la lámpara que tenía en la mano.
            -Se piensa que la gente vivía en la cueva de abajo, y aquí, por alguna razón, sólo vino el artista a pintar. No se han encontrado restos humanos.
            Fernando se imaginaba al hombre primitivo haciendo fuego, caminando por aquel suelo con una antorcha y llenando las paredes de hollín. La guía, como si adivinara sus pensamientos, se adelantó a ellos.
            -¿Cómo te llamas?
            -Fernando.
            -Mira, Fernando, por aquí no podía pasar el ser humano con una antorcha porque se llenaría todo de humo y acabaría asfixiándose. Esta galería es pequeña y no tiene buena ventilación. Aquí hay una temperatura de trece grados. ¿Tú sabes cómo se calentaban, Fernando?
            Fernando negó con la cabeza. Entonces la chica le dio un trozo de piedra. Parecía teja, una piedra llana pero ligeramente hueca.
            -¿Sabes para qué era eso?
            Fernando se encogió de hombros. No tenía la menor idea de lo que pudiera ser.
            -Existe una forma de iluminarse sin producir humo: con grasa. En esta piedra echaban un poco de grasa que sacaban del tuétano de los huesos y le prendían fuego. La llamita ardía entonces durante bastante tiempo, iluminando estas paredes para que el artista pudiera pintarlas.
            Entonces a Ignacio se le escapó una exclamación.
            -¡Un candil!
            -Exactamente. Con esta piedra hueca y un poco de grasa ya tenían un candil. Mirad.
            La guía iluminaba las paredes y se veían líneas gruesas de color rojo. Pinturas rupestres. Dibujos. Después acercaba la lámpara a un lugar donde la piedra caliza adquiría tonos rojos.
            -Eso es óxido de hierro. Lo rascaban, lo mezclaban con agua y grasa y ya tenían un pigmento. La grasa apelmazaba la pintura, le daba consistencia y así era como fabricaban sus pinturas.
            Íñigo pisaba el suelo, el mismo suelo que había pisado el artista primitivo. Y sentía por momentos, en la penumbra excavada por la débil claridad de la lámpara, que él era un artista del paleolítico. La emoción le embargaba cuando sentía que aquella misma tierra tenía pisadas de los hombres antiguos. Y como si aquella confluencia de huellas de distintas épocas le imprimiera la fuerza de los tiempos pasados, sentía los vientos del tiempo transportarlo en el limbo: volando para atrás.


2.


            La lámpara iluminó una columna caliza. Una estalactita, besando a una estalagmita, ya no podía crecer ni para arriba ni para abajo, y ahora crecía a lo ancho. Sus paredes circulares, con abultamientos irregulares de piedra reumática, producían irisaciones a la luz de la lámpara y el brillo metálico, casi fantasmal, de la piedra pulida, parecía cobrar vida. Una vida extraña, espectral y telúrica. El velo de la piedra, levantándose pesadamente como una bóveda de ultratumba, se apoyaba por un lado en aquella rudimentaria columna, y por otro… en otra columna idéntica a la primera. La naturaleza había hecho, por puro capricho, un tosco tímpano con la roca, y de repente aquella bóveda pareció convertirse en la fachada de un templo; en un santuario.
            Siguiendo piedra adentro avanzarían por las imágenes sobrenaturales. Y al fondo de la cueva llegarían, en lo más recóndito de las sombras, a la morada prohibida: el santo de los santos.


3.

            La luz enfocaba a la derecha, siguiendo los contornos rojos. Nada de pintar con sangre, como nos enseñaban en las escuelas; las líneas rojas no habrían durado miles de años. Y sin embargo allí estaban. Claras y borrosas como fantasmas, a la luz insegura de la lámpara. La lámpara las recorría como un puntero. El lomo. La cola. Más abajo las patas. Al otro extremo, el morro puntiagudo. Y esas dos líneas que sobresalían no eran los cuernos, eran dos orejas; exageradas. Era una cierva.
            -¡Mirad esta otra!
            La guía siguió acariciando con la luz las líneas firmes de la cierva. Pero luego, furtivamente, la cierva doblaba la cabeza y miraba hacia atrás, con el cuerpo hacia delante.
            -¡La perspectiva! Esto no lo ha inventado Leonardo. En el románico no conocían la perspectiva, en el gótico apenas un poco. Los egipcios sólo sabían dibujar las figuras de perfil, con el ojo de frente. Pero de pronto, hace veinte mil años, ya teníamos la perspectiva. Miradlo bien, mirad.
            -¡Qué dominio del espacio!
            La exclamación se le había escapado a Ignacio. Transportado por la admiración, flotando entre dos limbos, no podía creer que en una superficie plana el artista del paleolítico hubiese podido representar el relieve. ¡Hacía veinte mil años!
            ¡Qué capacidad de abstracción tuvo aquella mente primitiva! ¡Qué líneas profundas llegó a encajar en una superficie plana! Indudablemente, aquella mente tuvo que proyectar en su imaginación el dibujo mucho antes de pintarlo. Y antes de dibujarla, tenerla en la mente entera; como el escritor sabe, en el momento de empezar una historia, sabe ya cómo va a terminar. Metafísicamente la realidad que va a ser creada ya estaba de toda eternidad en la mente de dios.
Mortales que aún no vivís
y ya en mi concepto estáis.
Así lo plasmaba Calderón de la Barca.
            La guía señaló otra cervatilla junto a las dos primeras. Y las tres miraban en la misma dirección. ¿Qué era lo que veían? ¿Un peligro del que había que huir? ¿Otro ciervo que las llamaba? ¿Otra fuerza… sobrenatural?
            -Fijaos que había otros animales por aquí. Bueyes, caballos, reses…, osos. Sin embargo aquí sólo hay ciervos. Con una única excepción. ¿Por qué? Se han intentado dar varias explicaciones. Una de ellas habla de la identidad de grupo.
            -Totem.
            Esta vez se le escapó a Íñigo.
            La guía, sorprendida, empezó a sentir que había un flujo magnético en la comunicación. Transportada ella también por el flujo, empezó a mover la lámpara sobre las figuras. La piedra se encendía y apagaba, como las llamas vuelven balbucientes las figuras  animándolas, dotándolas de vida… Llenándolas de fascinación.
            Y al ir y venir de la lámpara las figuras parecía que se movían. Flotaban en el aire, las patas se desdoblaban en sus sombras, el brillo del lomo irisaba las paredes, las orejas se agitaban en aquellos contornos dinámicos… Sí. Los artistas primitivos habían conseguido pintar el movimiento. Picasso, cuando vio Altamira, declaró que en el paleolítico ya estaba todo inventado. Las perspectivas ya habían empezado a cruzarse, a combinarse, a fecundarse, a crear perspectivas nuevas, a poblar nuevas regiones del espacio. Y aquello sólo podía tener un nombre: ¡era magia! La magia, que movía la imaginación y creaba espacios. La maravilloso, lo insólito, lo que sólo el artista puede ver, cuando hay ritmo en su sangre. Fantasía desenfrenada, como el ímpetu del agua que excavó, acariciándolas apenas, aquellas galerías. La fuerza de la vida. El torrente que vibra con las palpitaciones de la llama, con las vibraciones del fuego, con los temblores del espacio y el despertar del tiempo. El viento. El viento que ulula y las ventanas misteriosas, lo maravilloso y sobrenatural, lo extraordinario que hay en las cosas ordinarias, las fuerzas profundas del fondo del alma…
            Sólo las pudo captar el viento. La imaginación del poeta, que son ideas sacudidas por el viento. La excentricidad del artista, que son imágenes sacadas de la representación pura y son pura presencia, respiración viva de las cosas que han muerto, resurrección cruda, devolución del aliento a los cadáveres que lo perdieron, creación desnuda con las manos vacías, con la mente plena, con las ansias borrachas, la desnudez del artista. Sólo el artista sabe crear vida. Y la creó con los instrumentos más pobres que tenía el más pobre de los hombres: óxido de hierro, agua, el tuétano de los huesos, una mísera llama, una piedra y un candil… los más modestos útiles del paleolítico.


4.

            La lámpara señalaba otra cierva. En la pared de enfrente. Esta vez su vientre estaba caído, como si su grosor monstruoso estuviera tocando el suelo… Las orejas, pequeñas, caían sobre la frente. El totem. La tribu de abajo era la tribu de los ciervos. En la cueva de abajo, en cuya entrada encendían el fuego, vivían todos. Pero sólo uno se había atrevido a vivir aquí, en la cueva de arriba, en Covalanas. Sólo uno se había atrevido a quedarse solo. El más loco, el artista. Aquel cuya locura no consistía en quitar la vida, sino en darla. Y ahora, en esos muros, había dibujado una cierva preñada. Como el artista, las hembras son las únicas que pueden dar la vida. Los cazadores, con piedras, flechas y lanzas, son los otros locos. Y su locura no consiste en dar la vida, sino en quitarla.


5.

            Con aquellas figuras el artista quería contar una historia. Como en las catedrales. Las catedrales son biblias donde se cuenta la historia del pueblo elegido, escena por escena. Como en la capilla Sixtina. Íñigo pensó, de repente, que aquellos dibujos, aquellos trozos de piedra, se sucedían unos a otros contando escena tras escena: como las viñetas de un cómic; pero un cómic tan bien hecho que cada dibujo, siendo parte de una historia, era al mismo tiempo una perspectiva de la totalidad del mundo. Así también los átomos, parte del universo, son un universo infinitamente más complejo que el universo del que forman parte. Newton, magnificado en la relatividad, es también una mota de polvo en los misterios de la física cuántica.
            Vieron un caballo. Un único caballo dibujado en los tapices del santuario. Sus patas, desposando los relieves de la roca, despedían una loca carrera y arrebataban la figura en un dinamismo arrollador. Aquellas crines, enormemente largas, como cortinas lanzadas al viento, eran el esqueleto del vértigo y su cabeza adelantada pugnaba por romper el viento: como un animal aerodinámico. Y su quijada... ¡qué quijada! Las sombras del hueso que creaban el relieve y ponían, sobre un cuerpo en movimiento (una exhalación, un humo, una bala), una cara que tenía profundidad y claroscuro. Un cuerpo hecho de líneas y una cabeza en relieve. Y una pared que lo sujetaba, como cuerpo reteniendo su espíritu, y en ese gesto las líneas a la pared le inyectaban la vida; porque el dibujo era la vida de la cueva. Era su alma... El espíritu.
            De repente, sin saber por qué, Ignacio tuvo la sensación de que habían llegado al final de la cueva. No hubiera sabido explicarlo: lo sabía; lo sentía. La guía los llevó a la última de las paredes. Todas las figuras que habían visto estaban a los dos lados de la galería; y la galería era como una nave con entrantes y salientes que había nacido en el tímpano pétreo, liso y abovedado, que se abría como una puerta, a unos metros de la entrada, sobre las dos columnas. Dos columnas de metro o metro y medio, aproximadamente. Y ahora, Ignacio lo presentía, iban a llegar al corazón de la cueva.
            El corazón estaba en un trozo de pared. Pero allí la piedra estaba hueca. Y como en una capilla que esconde sus tesoros, tuvieron que entrar en la concavidad para volverse, dentro, de espaldas a la pared, y ver una especie de friso abovedado donde el pintor había colocado su pintura. Allí, como una maravilla, se desposó su ingenio, fundiendo el alma de la línea con el alma de la piedra, completándose la agilidad de la figura con el relieve del soporte, aquel lomo alado con la piel de los huesos, fundiéndose movimiento y quietud, línea y relieve, ligereza y peso. Y era tal el genio de aquella construcción (pura geometría estética), que cuando la lámpara oscilaba dentro de la capilla el animal temblaba sobre la roca, se movía, se agitaba, hasta que arrancó... y corrió. Corrió y corrió por la pared sin moverse de ella, y la figura escapaba, lanzada al galope, en una cabalgata frenética que parecía arrastrarnos con su ímpetu... Pero el animal no se movía de la piedra. Los ojos de Iñigo se abrían, se alargaban y se salían de sus órbitas, y entró en ese trance teñido de locura con el que llegamos a otra realidad más allá de la nuestra, a un mundo más real que el nuestro, a una vida en otra vida porque la caverna era el santuario del misterio: la resurrección, la vida, más allá de la vida; tocar con un dedo el más allá porque la figura, abriendo las alas de la fantasía, se despegaba de la roca de este mundo para ir a los cielos de otro. Sus ojos, desorbitados, volvieron en sí y hallaron la causa de sus visiones. ¡Era que el dibujo, templado en el movimiento de la lámpara, temblaba saltando entre dos imágenes como dos saltos cuánticos; como esas fotos en dos dimensiones que, cuando las mueves, saltas bruscamente de una figura a la otra y sus irisaciones se clavan en la retina sembrando magnetismo!
            ¡Había llegado al santo de los santos! ¡El santísimo! Aquella gruta dentro de la gruta, aquel templo dentro del templo, la capilla, tenía la densidad mágica capaz de transportar al creyente a las etéreas regiones del más allá. O a las etéreas regiones de este mundo, para aquel otro que no es creyente; donde la superficie de la vida se torna vida por dentro y gira, desde las vertiginosas profundidades de nuestro ser, por las insondables travesuras cuánticas donde atraviesa, si se le mira por dentro, este miserable ser de Newton. Polvo si se le mira por fuera, oro cuando se mira por dentro.


6.

  
            Fue todo. Salir de la gruta fue, primero, atravesar el tímpano bajo las dos columnas y alcanzar después, tras ese lugar sagrado, la segunda puerta que da entrada a la cueva: la de la existencia profana. Iñigo, e Ignacio, que era, como él, un poco poeta, comprobaron en carne propia los dos niveles del paleolítico. Hay una puerta profana que da acceso a las maravillas de los cuerpos. Y una puerta sagrada que, transfigurándolo todo, saca del cuerpo el dinamismo del espíritu. Todo eso habían logrado los artistas del paleolítico. Hace la friolera de veinte mil años. Y sólo tenían agua, grasa, un trozo de piedra y óxido de hierro.





sábado, 24 de enero de 2015

Más allá de Darwin.




MÁS ALLÁ DE DARWIN 


            Avanzar con dificultad. Las últimas generaciones han sido difíciles para los parántropos. Desde que desapareció la selva comen raíces duras, apenas ramas y no tienen tregua; la sabana se ha ido regando con sus cadáveres, agónicos, exhaustos, que se pelan al viento y dejan al descubierto sus crestas sagitales: como los australopitecos. Los australopitecos peinan la tierra y van devorando los restos de la selva. Poca cosa. Una hembra pasea su hambre con la dura cadencia de su barriga hinchada: ese hijo no nacerá; un niño sufre agarrado al brazo de su padre. Muchas lunas hace que desaparecieron los árboles. El frío se los llevó a la nada. El cambio climático los sorprendió con su brutalidad. Vivían entre las ramas, saltando con sus cuatro manos, regodeándose en sus carreras, entre comida abundante, dominando el espacio. Ahora no tienen apenas donde hincar el diente.

            La vida es lucha de la esencia con la existencia; aunque la esencia es, todo hay que decirlo, la parte más profunda de la existencia. La existencia es adaptación, supervivencia, pero la esencia es desarrollo y plenitud: vida; vida verdadera.

            La esencia es lo que somos. Un perro es un mamífero que ladra, la sal común es cloruro sódico, la fuerza es masa por aceleración; la esencia de las cosas es su naturaleza, su consistencia. ¿Su autenticidad? ¿Qué son las nubes? ¿En qué consisten? ¿Cuál es su naturaleza? Ésa es su esencia: aquello de lo que están hechas, su forma y composición, su consistencia natural.

            La existencia es donde estamos. Por ejemplo, yo estoy en el mundo; don Quijote brotó de la mente de Cervantes. Yo tengo una existencia material, pero la existencia de don Quijote es mental. Cada mundo tiene sus leyes. La existencia de don Quijote en el mundo del pensamiento no es la misma que la que tengo yo en el mundo de la materia.

            Diremos, entonces, que la esencia de las cosas es su consistencia (puesto que ser algo es consistir en ese algo). ¿Qué es una estrella? ¿En qué consiste? ¿Cuál es su naturaleza? Pues bien, la esencia de las cosas está en lucha con su existencia. La esencia de algo es su naturaleza. Su existencia es la naturaleza del mundo donde está. La naturaleza de las cosas está en lucha con el mundo donde viven: eso es lo que dijo Darwin. Lucha por la vida, por la existencia; que no es verdaderamente lucha por vivir, sino por sobrevivir.

            Parece que la evolución natural hace que cada especie acabe siendo lo que necesita para existir. Un dinosaurio no tiene plumas; pero si las necesita en el medio donde vive, le acabarán saliendo; así surgieron los pájaros. La necesidad crea el órgano, o más bien la función; modifica los órganos que tiene para que puedan desarrollar funciones nuevas; y así, las extremidades de los mamíferos se vuelven aletas cuando se transforman en ballenas.

            La necesidad cambia las funciones de los órganos; si hay una flor con un cáliz profundo, aparecerá un insecto con un pico largo para que pueda libar su néctar: esto lo vio Darwin. Para que se realice una función hacen falta dos estructuras complementarias: el cáliz y el pico, en este caso. La naturaleza hace que las estructuras se vayan complementando a lo largo de la evolución. Y lo hace, como vio Darwin, por selección natural. La naturaleza no busca tener determinadas formas, sino que se transforma al azar hasta que una de esas transformaciones, casualmente, coincide con lo que necesitaba: al estar adaptada al medio, con esta necesidad satisfecha, puede sobrevivir.


             Los seres de la naturaleza son de dos clases: agobiados y agoniatras.

            Los agobiados (de agon, lucha, y bios, vida) luchan por sobrevivir; su esencia es su adaptación, porque no pueden ser más de lo que el mundo les deja ser; como una cebolla, su ser está hecho de capas superpuestas, y cada capa es una naturaleza distinta, una esencia; los seres agobiados no sobreviven si no se amoldan a los límites del mundo, y deben aplazar para más tarde la emergencia de su naturaleza: porque la existencia es el trampolín de la esencia; plegarse a lo que hay, ser forzados sin ser devorados, es, por una extraña paradoja, el primer paso para dominar; dominamos a la existencia después de haber quedado atrapados en ella; después de que ella nos haya sojuzgado, maniatado; perdemos la libertad de acción hasta un punto de inflexión en que la propia evolución hace que volvamos a recuperarla. El ser agobiado lucha por vencer los peligros que lo agobian: de ahí su nombre.

            Entonces se transforman en agoniatras. Llegados a ese punto los seres vivos, como un pollo dentro del cascarón, pueden romper la envoltura de la existencia y sacar poco a poco lo que tienen dentro. Los agoniatras se derraman por el mundo, materializan sus posibilidades, modelan el mundo a su imagen, se desarrollan: ahora su esencia es la parte más profunda de su existencia. Tener éxito es, para el ser agobiado, simplemente resistir; sobrevivir; para el agoniatra es realizarse con los planos y materiales que tiene dentro: desarrollarse. Uno sobrevive adaptándose, pero vive desarrollándose. No hay seres en el mundo que luchen por el mero placer de luchar: se lucha por tener éxito, por conseguir lo que uno se propone, por hacer realidades con sus deseos.

            Para que haya vida hacen falta dos cosas: el instinto (Schopenhauer) y la ocasión (Darwin); el disimulo aparece entre ellos no sólo como una forma intermedia, sino como un instrumento de ambos. Veámoslas una por una.

            (1) La esencia es adaptación. (Lucha).

            El mundo de los agobiados es el de la existencia, el de estar en el mundo: vivir es adaptarse, y la adaptación conjuga el azar que crea ocasiones con la necesidad (que crea funciones nuevas con los viejos órganos); el motor del ser es la existencia. Para los agobiados, ser es lo mismo que existir, y nadie puede desarrollar lo que tiene dentro si no le deja el mundo que lo selecciona para la vida o para la muerte; la vida es lucha; es el mundo de Darwin.

            (2) La esencia es lo más profundo de la existencia. (Erotismo).

            El mundo de los agoniatras es el de la esencia, el del ser, aunque sea en contra del mundo: vivir es consistir, sacar a la luz lo que tenemos dentro, desarrollarse; el desarrollo es evolución de nuestra existencia impulsada por las ganas de ser, no por la resignación a la existencia que tenemos; aquí el motor de la existencia es el ser. Si en el mundo del agobio la vida es lucha, en el de la agoniatría es erotismo: deseo. Frente a la adaptación, cuyos motores eran la ocasión y la necesidad, el motor es aquí la voluntad en el sentido de Schopenhauer: en los seres inferiores es un instinto atávico, una fuerza vital, pulsión de vida más que de supervivencia; y en los seres superiores es la conciencia. La fuerza vital es finalidad, y frente a la finalidad consciente se levanta la finalidad instintiva, que es el deseo; el deseo es juego (diversión, placer), pero también necesidad: las mismas necesidades que en el mundo del agobio buscaban satisfacerse con las funciones que les eran propias, en el mundo de la agoniatría se satisfacen obteniendo placer; comer, por ejemplo, sirve para quitar el hambre (necesidad vital), pero también para sentir placer (fuerza vital).
           
            (3) La esencia falsa vive en una existencia verdadera. (Disimulación).
           
            O al revés. Es el mundo de los nicófagos, de la existencia aparente en el ser falso: ser no es existir, se es lo contrario de lo que se muestra, se supone que lo que parece (lo aparente, la existencia) es lo que es (la esencia); nada es lo que parece, aunque lo creamos. Hay tres formas de nicofagia:

            a) El mimetismo: propio de la historia, la existencia patética, el drama. Son los animales que se camuflan para subsistir, ya sea engañando a sus presas (para comérselas) o a sus depredadores (para escaparse de ellos).

            b) La impostura: propia de la vida ética. Es el engaño de quien pretende haber superado el estado de vida agobiada sin haber llegado a la agoniatría, y disimula la frustración de no ser esforzándose en parecerlo: para que otros lo crean; porque si lo creen, le dispensarán los honores que necesita su vanidad, disfrutando por adelantado de una satisfacción antes de haberla merecido; movido por la voluntad de placer, que hace trabajar a la conciencia como un instinto atávico.

            Para el agoniatra el mayor placer es el mérito, y la satisfacción de la propia obra bien hecha; para el nicófago, el placer más importante es el aplauso del público; hay nicófagos que son también auténticos agoniatras, como Cristiano Ronaldo.

            c) La simulación: propia de la ética y la historia, pero también del juego, del arte, de la mística. Es ver por anticipado lo que se quiere desarrollar, como un boceto, un proyecto. Es la actividad propia del desarrollo, liberado de las necesidades de su adaptación; propia, por lo tanto, de la finalidad liberada del azar: del erotismo.


            Si contamos el tiempo en millones de años en lugar de contarlo por generaciones, la naturaleza se abre paso. La necesidad vital busca una estructura lógica para satisfacerse, y acaba encontrándola: pero tiene que esperar a que surja la ocasión. En esa lucha desesperada, las víctimas necesitan (necesidad vital) protegerse de sus depredadores; y lo pueden hacer (necesidad lógica) envolviéndose en esqueletos mineralizados; pero esto no puede hacerse en cualquier momento: hay que esperar a que llegue la ocasión; y la ocasión llega (inevitablemente, aunque por casualidad) cuando aumenta la cantidad de oxígeno en la atmósfera y cambia la composición química de los océanos: que, al llenarse de calcio, forman sales con el oxígeno disuelto en el agua y hacen  posible la formación de los esqueletos. Si preguntamos luego por qué disminuyó la escasez de oxígeno que había en la atmósfera primitiva, la respuesta es sorprendente: por la actividad fotosintética de las cianobacterias; que permitieron la aparición de esqueletos solamente por azar, pero desde una estructura lógica, ineluctable y necesaria: que el oxígeno, el calcio, los halógenos y el agua son los ingredientes de las sales, y eso produjo, curiosamente, la ocasión que las presas llevaban millones de años esperando en su lucha contra los depredadores.

            La teoría darwiniana explica muy bien la adaptación, pero no explica el desarrollo; da cuenta del azar, la ocasión y la necesidad, pero no del erotismo que impregna la sustancia de la vida, que introduce la finalidad entre las fuerzas evolutivas; porque la evolución (su propio nombre lo sugiere) es adaptación, pero sobre todo desarrollo. La lucha desesperada también fue lucha erótica, y previamente había sido pseudoerotismo; porque el ser pasó de confundirse con el existir a ser una envoltura que contiene a la existencia. De cómo los seres agobiados se convirtieron en agoniatras y fueron capaces de saltar desde un mundo patético a un mundo ético, estas dos tesis darán cuenta de ello.

            (1) Primera tesis: Darwin es necesario, pero no suficiente.

            Necesario. La naturaleza es lucha por la vida y supervivencia del más adaptado; la selección natural es, así, lucha por la existencia.

            Insuficiente. La esencia es la parte más profunda de la existencia. Yace en el fondo de ella, no viene desde fuera. La esencia, como parte de la existencia, es proyecto, meta, ideal de perfección; en el punto de partida está, como proyecto (y por tanto como esperanza), el punto de llegada; pero el ideal de perfección sólo aparece en la medida que el entorno lo permite, dado que unas veces el entorno es terreno bien abonado, y otras obstáculo contra el que luchar.

            La vida es lucha por existir, pero también por consistir; instinto de conservación, pero también de plenitud; lucha, pero sobre todo erotismo: esencia en lucha con la existencia. Detrás de la visión trágica de la vida (que emana de Darwin) palpita una visión optimista de la vida, pues que la evolución sería una búsqueda cada vez más atinada de la felicidad.

El ideal está preformado en el germen, pero sólo se va manifestando en la medida en que el mundo lo permite. Y es que la epigénesis, en la evolución, no crea formas: selecciona las que ya están formadas.


(2) Segunda tesis: la historia es el progreso hacia los orígenes.

Dentro del individuo hay un fondo esencial, que es su naturaleza, y un fondo existencial que es su historia.

La vida es una semilla de la naturaleza que hay que plantar en la historia; crecerá si el terreno le da los nutrientes necesarios. En la naturaleza humana están los instintos de la especie, y entre ellos están los sentimientos éticos. La historia es una lucha por plantar la esencia en el mundo.

La esencia de la humanidad está en las profundidades de su fondo ontológico, que contiene los derechos humanos. Así pues, los derechos humanos no son una conquista y una invención de la historia, sino una aparición de la naturaleza que  estaba ya ahí, pero oculta tras las necesidades del existir, que no los dejaban exteriorizarse.

La historia es la epifanía de los derechos humanos. La revolución francesa sólo es un capítulo de esa epifanía.

            El instinto de Schopenhauer anda en busca de la ocasión. Las necesidades que laten en él se encuentran con las necesidades del mundo, y este encuentro es como una fecundación que engendra todas las formas; el mismo instinto que en un lugar da origen a los reptiles en otro alumbra a los mamíferos; el mismo reptil que aquí se arrastra por la tierra allí se trueca pterodáctilo surcando los aires, y más allá topándose con el agua se vuelve plesiosaurio; el mismo instinto que en una atmósfera sin oxígeno a duras penas puede protegerse, en otra con cianobacterias engendrará caparazones calcáreos y protecciones acorazadas. El mundo como voluntad y representación, que diría Schopenhauer. La esencia es como una cebolla que contiene todas las formas; sólo afloran a la existencia las que son compatibles con el medio, las que resultan del encuentro del instinto con la selección natural. Por eso la vida es una migración en busca de paisajes; paisajes que saquen a la luz las potencias más fecundas, las formas más delicadas: las más perfectas. Vencerá la selección natural y habrá que adaptarse, pero otras veces vencerá el instinto y se desarrollará aun a costa de la naturaleza. La vida se abre camino contra todo pronóstico. El ideal acabará plantado en la realidad porque echa raíces en ella, y sus raíces serán más fuertes: su realidad será mayor si tiene raíces profundas.  

            Cuando, hace dos millones de años, se produjo en África un cambio climático, desaparecieron los árboles y la selva fue sustituida por la sabana. Los prehomínidos tuvieron que bajar a tierra firme y no necesitaron ya sus cuatro manos: las extremidades traseras se convirtieron en pies y las delanteras, que ya no les servían para saltar entre las ramas, las utilizaron para manejar objetos. Esto sucedió al tiempo que, faltos de alimentos vegetales, empezaron a comer carne. Los nutrientes cárnicos están más elaborados que los vegetales, y el organismo no necesita ya tanto intestino para digerirlos; la energía sobrante fue empleada para alimentar el cerebro, que poco a poco aumentó de tamaño: es la hipótesis del órgano costoso; el cerebro y el intestino son los dos órganos que más energía requieren, y si el intestino libera una parte de la que utilizaba, es el cerebro el que la aprovecha. Fue así como, de una manera casual, su tamaño fue en aumento al tiempo que la mano quedaba libre para actuar conjuntamente con él. El resultado fue un desarrollo espectacular de la inteligencia. 


            El homínido inteligente era capaz de visualizar las herramientas antes de fabricarlas. Y las herramientas fabricadas, forzando nuevos retos, facilitaron el desarrollo del cerebro. Fue así como la naturaleza impulsó la cultura y ésta, a su vez, prolongó el desarrollo de la naturaleza. Pero la cultura es lamarckiana: lo que aprendemos lo transmitimos a nuestra descendencia. Y la naturaleza es darwiniana: no se transmite lo que se aprende. Por una extraña paradoja, la emergencia de la inteligencia hizo que en el proceso de la evolución acabaran colaborando dos mecanismos incompatibles, el de Darwin y el de Lamarck; curiosamente.

            Además, los mamíferos empezaron orientándose en el mundo gracias al olfato; de hecho, una parte muy importante de su cerebro corresponde al bulbo olfatorio. Después se desarrolló la vista, y la vida en los árboles obligó a dominar la visión en tres dimensiones para controlar el espacio y evitar las caídas. Pues bien, la inteligencia no habría podido surgir en un mundo percibido por el olfato; se desarrolló más bien cuando la vista dio paso al oído y aparecieron en el cerebro las áreas de Broca y Wernicke, responsables del lenguaje articulado; y cuando se elevó la laringe facilitando la fonación.

El mundo es la emergencia biológica de la razón, y no se puede reducir la razón a deducción. La razón es capacidad de encontrar significados, orientándose entre signos, y se manifiesta en la inteligencia (donde es consciente de sí misma) y en la intuición (donde no lo es). La actividad intelectual es, por tanto, una de sus manifestaciones, pero no la única. La razón es unidad de lógica y experiencia: la lógica aporta coherencia; la experiencia, como conjunto de objetos coherentes que asaltan nuestra percepción,  aporta verosimilitud y realismo, y reposa sobre la costumbre.

            Anthropos, en griego, es el ser humano. El estudio del ser humano es una antropología. La trama de la esencia en el existir es, evidentemente, el tronco metafísico que subyace a toda antropología.






sábado, 17 de enero de 2015

Palabras para ti...para ti





PALABRAS PARA TI… Y PARA TI


            Somos como los coches que avanzan por la carretera: una fuerza en el depósito de gasolina, una chispa en la llave de contacto, una meta; para conducir, hay un cuadro de mandos; y un buen asiento para estar a gusto.
           

  1. Eres un motor.

Eres una naturaleza que anda y piensa: tu naturaleza consiste en moverse, sólo se están quietos los que no tienen ilusión, los que no tienen vida, y tu vida es el motor de tu existencia: pero no basta con tenerlo, además tienes que usarlo.
             

  1. Eres una fuerza.

La gasolina es la fuerza con la que anda el motor. Tu fuerza es la ilusión, siempre que tengas ilusiones tendrás energía.
Una persona sin ilusión es como un coche sin gasolina: no anda.


  1. Eres una meta.

La ilusión debe ir unida al sueño. Tu sueño es tu meta, tu horizonte, el sitio adonde quieres ir. 
            Hay quien vive con ilusiones vacías y se emociona, pero no sabe por qué.
            Hay quien tiene sueños que no le emocionan, sueños inertes, historias sin fuerza, metas sin interés.
            Y hay quien se propone metas interesantes: sabe adónde quiere ir y tiene fuerzas para andar. Afortunadamente, entre esos estás tú.
            Una persona sin metas en la vida es como un coche que puede andar y no sabe adónde.


  1. Eres una chispa.

Pero por muchos sueños y muchas ilusiones que tengas, si no tienes valor para echarte a andar no arrancarás nunca. El valor es la chispa de la vida. La chispa que enciende el motor, la que enciende la gasolina, la que arranca el coche: tienes un sueño que te emociona y tú tienes la llave, la llave de contacto.  
Quienes sueñan y no se atreven no podrán cumplir nunca sus sueños; no tienen proyectos. Un sueño es un ideal que debe convertirse en objetivo si quieres realizarlo. Hay que prender la chispa que lo ponga en marcha.
Una persona sin chispa es como un coche sin llave de contacto: puede andar, pero no anda.
Es la voluntad, la fuerza de carácter, el atrevimiento.
Pero no la temeridad; no hay que atreverse con las cosas insensatas.


  1. Eres un camino.

Un camino es un mapa. Por mucho que sepas adónde ir, si no sabes por dónde se va estarás perdido. Los sueños te dan la fuerza, tu llave es tu voluntad, en eso consiste ser valiente; pero los mapas te muestran el camino y en eso consiste ser sensato.
            Hay que soñar y decidirse; hay que ser romántico.
            Pero también hay que leer mapas; hay que ser realista.
            El mapa es un camino virtual. El mundo es un camino real. Tienes que cuidar el mundo si quieres caminar por él. No se ensucian las calles por donde se pasa, las mesas donde se come, los váteres que se usan. ¿Te gustaría parar en un área de servicio y que las mesas estuvieran cubiertas de basura? ¿No? Pues tampoco dejes la mesa sin recoger, porque cuando vuelvas a casa te gustará encontrarla limpia. Ni dejes la cama sin hacer, porque una cama revuelta te deprime por el día y te incomoda por la noche. Salir de casa dejando la casa limpia nos cuesta, pero volver a casa y encontrarla en orden nos gusta.
            Lo mismo que has sido valiente para realizar tus sueños, tienes que tener fuerza para limpiar el camino. Lo mismo que eres tenaz para cumplir tus objetivos, también tienes que serlo para cuidar tu casa. No hay que ser desordenado. Ni sucio.
            El piloto usa el coche para llegar a la meta, pero también lo cuida, le mira los filtros, la presión de las ruedas, el aceite, el motor, lo engrasa y le echa gasolina.
            Tú usas tu casa para convertir tus sueños en realidad, pero tienes que cuidarla primero para dormir bien y tener buenos sueños. Tu casa es el coche que te lleva: si la cuidas, vivirás feliz; si te olvidas de ella, algo se descolocará en tu equilibrio; aunque a ti no te lo parezca.
            El mundo es tu casa, tu descanso, tu camino. Para cambiar el mundo tienes que cuidarlo bien: acuérdate de esto.

            Y si prestas atención a todas estas cosas serás feliz. Muy feliz, hijo mío.


EPILOGO

1

            Hay gente que se pasa la vida cuidando de su casa y se olvida de soñar.
            Hay gente que se pasa la vida soñando y se olvida de limpiar.
            Tú, que tienes sueños, ilusiones y chispa, debes tener cuidado; cuidar el coche, cuidar el camino, cuidar tu casa. Entonces serás feliz.
            Muy felices, hijos míos.


2

Somos un motor, tenemos gasolina y tenemos una meta, un camino y una llave. Cada meta crea su propio camino; no se puede ir en coche por el mar ni andar por carretera si vas en barco. El lugar adonde vas es el lugar por donde pasas. Tú quieres ser el que ya eres, y para convertirte en ti mismo no hace falta cambiar de lugar: sólo tienes que realizarte. 
Somos el sueño que queremos ser.
Pues entonces seamos lo que queremos. ¡Andando!





sábado, 10 de enero de 2015

Nacionalismo.






NACIONALISMO


            Se ha separado la península de Crimea, y las provincias prorrusas han declarado la guerra al resto de Ucrania; los irlandeses quieren romper con el Reino Unido; también quiere romper Cataluña con España; Checoslovaquia se ha partido en dos trozos; la región de Quebec dice que no quiere al resto del Canadá; donde estaba Yugoslavia ahora hay países diminutos; Alemania dijo que quería ser nacionalista; hindúes y musulmanes acabaron peleándose en la India; y hasta los partidos de fútbol enfrentan a muerte a una hinchada con la hinchada adversa. Todo rezuma el sabor amargo del nacionalismo.
            O agridulce. El nacionalismo es dulce a los oídos, como aquellos embriagadores cantos de sirena; pero luego se vuelve agrio y te duele en la misma garganta que antes gozaba. El nacionalismo tiene dos caras: una es sugestiva, hermosa, henchida de tentación; la otra es triste, amarga, desencantada y sin ilusión. Detrás de los cantos de sirena espera la muerte. Detrás de los cantos de Circe, acabarás convertido en cerdo. En el caballo de Troya tienes escondida tu perdición. El nacionalismo es una tentación que esconde un castigo. La cara y la cruz: el reverso de la medalla. El haz y el envés son dos imágenes distintas de la misma realidad: una es colorida y vistosa; la otra es mortecina y apagada, no tiene brillo.
            Y las cosas no surgen por generación espontánea. Las provincias prorrusas no se hicieron agresivas porque los rusos les dieran armas; antes, los extremistas ucranianos los habían querido ningunear. También en el Ulster los católicos unionistas habían abusado de los protestantes: y crearon en los católicos el deseo de liberarse; aunque la liberación, por propia inercia, acabó transformándose en venganza. El país vasco fue nacionalista en reacción violenta contra los abusos del franquismo; aunque antes Sabino Arana le diera ya su savia extremista y xenófoba. El primer tercio del siglo XXI Cataluña vio cómo crecía en su seno la simpleza y la demagogia; pero antes la habían despreciado los otros boicoteando la compra de su cava, que es nuestro champán. Alemania quiso quitarles Europa a los europeos; pero antes los europeos la habían asfixiado con un tratado injusto, castigando al país por culpa de su gobierno. O algo parecido.
            Si ahora, en lugar de mirar las causas, nos fijamos en las consecuencias, el panorama no puede ser menos desolador. El ejército de liberación sumió al Ulster en una espiral de violencia ciega; los vascos aplaudían a rabiar a unos gudaris (como ellos mismos los llamaban) que asesinaban a jóvenes maniatados de un tiro en la nuca, mataban a traición y disfrazaban las bombas en forma de juguetes que mataban a los niños; los alemanes asesinaron a millones de personas para recuperar, sobre lo que les habían quitado, lo que ellos llamaban su espacio vital, y los judíos, por las mismas razones, hacen ahora con los palestinos lo que los alemanes hicieron con ellos; serbios y croatas se lanzaron a una locura de limpiezas étnicas; los hutus eliminaban a los tutsis para que no les hicieran la competencia, y los hinchas de fútbol desatan la pelea para vengarse de una hinchada que poco antes se había vengado en ellos.  

 
            La raíz de todo es la propiedad. El sentimiento de propiedad que tenemos todos sobre la tierra en la que estamos. Los españoles se la quitaron a los vascos; a los catalanes. Los europeos se la quitaron a los alemanes; los serbios a los croatas; los croatas a los serbios; a los serbios, los musulmanes; los rusos a los ucranianos; los ucranianos a Crimea; los musulmanes a los godos. Pero ¿quién llegó primero? ¿Los godos? No: antes habían estado los hispanorromanos; y antes los celtas; los íberos primero. Pero aunque encontráramos en un país al que llegó antes que todos, ¿le da derecho eso a considerarlo de su propiedad? ¿América tenía que ser española porque colón llegó antes? ¿El primero que llegue a la luna será el que tenga todos los derechos sobre ella? ¿Qué mérito supone llegar antes? Radovan Karadzic, uno de los carniceros de los Balcanes, gustaba de enseñar las tierras verdes a los periodistas: “¿ve usted?”, decía; “estas tierras de Bosnia estaban llenas de pastores serbios antes de que llegaran los musulmanes”. Supongamos que sea así. ¿Sería suficiente mérito para echar a los que vinieron después y quedarse ellos solos? Pues entonces España debería ser invadida por los africanos; o por los nórdicos; porque antes de que vinieran los romanos había en la península ibérica íberos y celtas.
            La cuestión no es saber quién llegó antes. Tantos siglos han pasado que ya no importa. Los españoles de ahora son herederos de los musulmanes, de los judíos, de los romanos, de los vascones, de los godos, de los íberos y de los celtas; y hasta si me apuras un poco, de los fenicios; y de los griegos. Lanzarse a la aventura de saber quién llegó antes sería una empresa quimérica por imposible; los antepasados se han mezclado; mis vecinos tienen, uno nariz aguileña, otro el pelo rubio, otro el pelo negro, otro el pelo lacio, otro el pelo crispo, otro es larguirucho, otro bajito y hasta seguro, seguro, que alguno tiene rasgos neanderthaloides. ¿Quién llegó primero? ¿Qué sentido tiene esa pregunta? Las razas se han mezclado tanto que ahora somos herederos de todos los pueblos. Y por el principio de entropía, no es posible separar a cada lado los ingredientes que forjaron la raza actual; para ver quién se va y quién se queda; como tampoco es posible separar del agua tibia el agua fría y el agua caliente que se mezclaron para que fuera tibia. La tierra es de todos. Nadie tiene derecho a excluir a los otros para hacerla suya. La savia del nacionalismo se deshace por su base.
            Entonces ¿hay que aceptar que nuestro país es de todo el que venga? Tampoco hay que sacar las cosas de quicio. Un país es una inversión, un proyecto; que está hecho de muchas inversiones y de muchos proyectos. Es como el parchís: sólo pueden jugar cuatro, si vienen otros y quieren jugar con nosotros, ya no es posible; por lo menos hasta que hayamos terminado la partida: luego podremos, si todos quieren, hacer un torneo. Los cuatro que empezaron a jugar no tienen más derechos porque llegaron primero; los tienen porque no se puede desbaratar una partida para empezar otra; al fin y al cabo, los que llegaron después tampoco tienen más derechos que los que llegaron antes. Si un país es una red de proyectos interconectados de manera creativa, nadie tiene derecho a destruirlo para construir otro nuevo; lo que haya que construir, se construirá con lo que tenemos; no sobre las ruinas de lo que hemos destruido. Ningún Nerón tiene derecho a quemar Roma para construir otra más bella. Ninguna Europa se tiene que construir sobre las ruinas de los países que la integran. Ni tiene razón una región insignificante para apartarse de las andas que porta toda la cofradía, dejando a la imagen que se caiga; ningún ladrillo debería retirarse cundo hay riesgo de que se caiga el edificio: el Reino Unido se lo dijo a Escocia; España debería saber decírselo a Cataluña. Pero España, en vez de hablar, parece que vocea. Y Cataluña vocea también. Decía Aristóteles que los animales tienen voz, pero sólo los seres humanos tienen el don de la palabra; si en vez de hablar con razones nos estamos hablando a gritos, me parece que no nos comportamos como personas; sino como animales. 


             Hay una película con la que Buñuel nos proporciona una parábola interesante sobre el nacionalismo: Viridiana. Viridiana es una mujer llena de amor. Pero el amor debe ser razonable. No es lo mismo amar que querer; el que ama tiene un sentimiento, el que quiere tiene en el sentimiento una voluntad: un impulso de que el sentimiento construya sobre el mundo cosas sensatas, buenas. Viridiana deja pasar a los pobres para que coman; y le destrozan la casa. El amor no puede destruir, su naturaleza es constructiva. Todos los niños del mundo tienen el mismo derecho a vivir como viven mis hijos; pero si yo dejo que se instalen en mi casa, su pequeño espacio no podría cobijarlos a todos; y además de no haber encontrado ellos cobijo, mis hijos habrían perdido el que tenían. Yo no puedo alimentarlos a todos con mi pequeño sueldo: si ellos se meten en mi casa, no sólo no podrán comer en ella, sino que dejarán de comer mis hijos también; y lejos de haber resuelto el problema de mil pobres, habremos creado nuevos problemas más: como el de mi familia y mis hijos.
            ¿Entonces, qué hacemos? Poner puertas. Y en los países, poner fronteras. Mi casa es lo que se extiende de puertas adentro. De puertas adentro es mi  intimidad, mi cariño, mi sustento, mi familia. Eso no significa que yo no quiera a los que viven de puertas afuera: pero para ayudarlos a ellos yo no tengo que dejar de ayudar a los míos. Mi casa no es mi casa porque yo llegara primero; es mi casa porque en ella hay un proyecto: mi familia. Para ayudar a los necesitados a crear su propio proyecto no está permitido destruir esos proyectos que ya existen, como Nerón no tenía derecho a destruir Roma para construir otra nueva. Las fronteras no son barreras para la exclusión, sino barreras que protegen.
            ¿Entonces qué hacemos? Construir. Considerar la destrucción como un recurso abominable. Sólo se destruyen las casas que amenazan ruina, no las que sirven. Y entre las casas que sirven, solo se destruyen las que son incompatibles con los proyectos de todos; como una planta que, cuando crece mucho, hay que transplantarla en otra maceta, porque la que tenía se ha hecho pequeña y ya no pueden extenderse sus raíces. A los países pobres los solemos llamar, ya de manera impropia, el tercer mundo. Pues bien: no se construye la felicidad del tercer mundo a costa de destruir la felicidad del primero. Hay dos peligros en esa senda, dos piedras con las que tropezamos en el camino del amor: uno es la indiferencia: el otro es el nacionalismo.
            Indiferencia es no reaccionar ante el drama de los otros. No ponerse a actuar ante la desgracia ajena. Si nosotros ayudamos al tercer mundo conseguiremos dos cosas: primero, que vivan felices; segundo, que no vengan a invadirnos. Nadie quiere marcharse de su país: el que se marcha es porque en su país no vive. La generosidad consiste en ayudar a que los pobres se construyan sus propias casas; no en darles las nuestras para que se instalen; porque, como hemos visto, en nuestras casas no hay sitio para nadie y además nosotros nos quedamos sin ellas. Ayudar no es marcharse para que vengan ellos, sino hacer posible que ellos se construyan sus casas y que nosotros vivamos en las nuestras. Pero mantener esas fronteras no es nacionalismo; es construir nuestro hogar porque todos los seres necesitan su intimidad, el lugar donde se sienten a gusto, calentitos, protegidos: su madriguera.
            Nacionalismo es exclusión en el horizonte del odio. El nacionalista está más preocupado de vigilar sus fronteras que de preservar la calidad de vida dentro y fuera de ellas. Por eso el nacionalista no tiene corazón: ni con su prójimo, ni con los suyos. Al principio tiene un sentimiento de comunión colectiva que inyecta en sus poros vapores de beatitud, de felicidad, a veces cálida y soñadora, a veces embriagadora y útil. Pero luego se vacían esas filtraciones y el nacionalista se queda vacío, empieza odiando a los de fuera, y siempre, inevitablemente, acaba odiando a los de dentro; el peleón que echa a los de fuera ya no tiene con quien pelearse y se pelea con los de su casa y los hogares se parten, se pierden, se ignoran, se acaban disolviendo. Entonces sólo nos queda la frontera: y plantamos en ella una bandera, la agitamos buscando en la agitación las fuerzas que perdimos, la plenitud que teníamos, el ardor del instinto… pero ahora es un ardor guerrero; y lo mismo que antes no hemos sabido construir, ahora nos destruimos. 


            Ayudar a quienes pasan hambre es un gesto de generosidad (de caridad, decíamos antes; de solidaridad, decimos ahora). Pero ayudar no es dar, es enseñar. Dar un pez vale menos que enseñar a pescarlo. De modo que quien ayuda debiera procurar que el necesitado dependiera de sí mismo en lugar de depender de la ayuda; así, con la pobreza desaparecería también la dependencia. Miseria moral es acostumbrarse a vivir la vida de quien nos ayuda, en lugar de vivir la vida propia: ésa es la diferencia entre la limosna y el desarrollo; la limosna degrada al pobre al que hacemos depender de nuestra limosna: y vuelve todos los días a nosotros, para que les demos nuestras migajas a la puerta de la iglesia; aunque lo que le damos no sea lo que nos sobra. La verdadera ayuda es la escuela: la escuela y el pan; la escuela para aprender que el verdadero maestro es el que acaba logrando que no lo necesiten; la verdadera ayuda es la que consigue que al ser necesitado ya no le haga falta ayuda.
            Vivir es ser libre dentro de un hogar: el hogar nos da la seguridad que la libertad nos quita. Un país tiene que ser libre dentro de sus fronteras; si no hay frontera se disuelve su personalidad, su identidad, su proyecto: y deja de ser para pasar a confundirse con el entorno. Al entorno hay que adaptarse, pero no a costa de ser fagocitado por el entorno. Es el humanismo liberal. Desarrollar nuestra personalidad libremente, sin que la libertad atente contra la humanidad que tenemos dentro. Que es lo que hace el liberalismo económico. El humanismo es cosmopolita; la tierra es de todos, pero no como paisaje, porque dentro del paisaje todos tenemos nuestra madriguera. El humanismo defiende una tierra para todos y, dentro de la tierra, una casa para cada uno, un país para cada tierra. Lo contrario, por un lado, es el liberalismo, que te quita la casa para gozar de libertad; y por otro es el nacionalismo, que te quita la libertad para gozar de tu casa. El humanismo es liberal porque no puede levantarse contra la libertad, como hacen algunos “humanismos” (por ejemplo el que se dice marxista); y es humanismo porque le pone unos límites a la libertad: la dignidad de la persona; mi libertad termina donde empieza la de los demás; y viceversa.
            Hay mucha gente que es honesta y se siente al mismo tiempo nacionalista: es porque se confunde; confunde la defensa del hogar con el nacionalismo. El nacionalismo es un falso comunitarismo que tiene forma de tobogán: al principio sabes dónde quieres ir, pero cuando llegas abajo estás donde el tobogán te ha llevado; que no es muchas veces donde querías; también el marxismo, queriendo redimir a la humanidad, acabó esclavizándola. El nacionalismo, queriendo construir, acaba destruyendo, y la gente buena que se apunta a él no se da cuenta. Luego están los otros: los que quieren dominar, los que agitan las banderas. En épocas de crisis lo interesante es unir voluntades, no separarlas: de lo contrario nuestra casa se convierte en una cárcel; nuestra frontera en un muro de Berlín, en una alambrada de espinos, en una muralla de Gaza; de Cisjordania; y nuestra identidad queda reducida a una bandera; entonces nuestro país se convierte en hinchada, y la hinchada vive, en vez de aupar a los suyos, de hostigar al  visitante; y acaba destrozando a los suyos también, como aquel portero colombiano que murió a tiros, cuando llegaba a su país, por no haber sabido parar un gol que le metieron.