viernes, 30 de septiembre de 2016

Sobre la tolerancia






SOBRE LA TOLERANCIA

 

  1.  

            Uno se siente orgulloso del dinero que ha ganado con su esfuerzo, con su trabajo. Muchos consideran justo disponer de él en beneficio propio; a otros, sin embargo, les perece bueno destinar una parte a aliviar la vida de quien no ha podido ganarlo. Los primeros valoran sobre todo la libertad de disfrutar, como les parezca, de lo que han ganado; un goce basado en el mérito, y un mérito obtenido a base de esfuerzo y sacrificio, que muchas veces consiste en tener iniciativa y audacia; pues tener iniciativa es ser creativo, tener ideas, ocurrencias, y realizarlas de forma responsable; y ser audaz, ya se sabe, es asumir riesgos. Los segundos, por el contrario, valoran más la solidaridad independientemente de que su dinero sea o no fruto de la iniciativa; lo más importante es que el necesitado también tenga posibilidades de disfrutarlo: llamo necesitado a quien no ha tenido oportunidades para ser audaz, no a quien carece de dinero (y aunque lo primero lleva necesariamente a lo segundo, lo segundo no siempre desemboca en lo primero).
            Los valores de la iniciativa se atribuyen tradicionalmente a la derecha (en el universo liberal); y los de la solidaridad suelen ser las señas de identidad de la izquierda: así, la derecha es más sensible al esfuerzo por crear riqueza, y la izquierda al esfuerzo por repartirla; y ambas (derecha e izquierda) son igualmente capaces de crear ideas.
Pero hay gente buena y gente mala. Llamo gente buena a quien es incapaz de hacer a los demás lo que sanamente no se haría a sí misma; y gente mala a quien es capaz de hacerlo. Hay una falacia, y es pensar que la búsqueda de la solidaridad es propia de la gente buena (y por tanto la izquierda es siempre buena); con lo que la búsqueda de la riqueza sería propia de la gente mala (y a la derecha no le quedaría más remedio que ser mala): nada más lejos de la realidad. Hay buenas personas en la derecha (yo no sé si Bill Gates sería buen ejemplo de ello) y buenas personas en la izquierda (por ejemplo Olof Palme). Y en la derecha ha habido gente mala y hasta muy mala (Hitler) como también la ha habido en la izquierda (Stalin).
Con esto intento hacer caer un viejo tópico: que la derecha siempre ha procurado explotar a los trabajadores y perseguirlos y matarlos y exterminarlos y esclavizarlos; afirmar esto supone no distinguir entre derecha moderada, derecha pura y extrema derecha; durante la transición española el líder comunista Santiago Carrillo solía distinguir entre derecha cavernícola y derecha civilizada; con la primera no se puede pactar (decía él) y con la segunda sí. Decir, ahora, que toda la derecha es igual y pretender taparle la boca es hacer gala de una intransigencia que no promete nada bueno; esa actitud desembocó en su día en la persecución a la Iglesia y en la quema de conventos; lo cual es comprensible porque la Iglesia también había llamado a los militares a reprimir cualquier aspiración de la gente pobre a ser feliz. Aquella derecha se entregó a una represión sangrienta y despiadada; pero hoy no todos son así. Aunque a algunos les gustaría volver a las andadas.
¿Qué es la intolerancia? No dejar hablar a quien no piensa igual que nosotros; el siguiente paso es no dejarle vivir. El intolerante divide el mundo en blancos y negros, y actúa como si los que no son blancos fueran negros: craso error, que reposa sobre una confusión lógica, la confusión entre contrariedad y contradicción. Lo negro es lo contrario de lo blanco: lo rojo, no; lo rojo no es su contrario, sino su contradictorio; los extremos se odian a muerte, lo que hay entre ellos convive sin odiarse: hay entre el blanco y el negro una infinita variedad de grises; y lo que no es blanco ni negro (es decir la contradicción) es inmensamente rico y permite el enriquecimiento recíproco. La intolerancia surge cuando pensamos que lo que no es blanco tiene por fuerza que ser negro, y que quien no está conmigo tiene necesariamente que estar contra mí. Pero cuando reconocemos que en medio de los extremos está la variedad de la vida, entonces la diferencia no nos empujará a la guerra, sino al diálogo: y estaremos viviendo en la tolerancia. La vida es lucha, sí, pero no con balas, sino con palabras; que a la dialéctica de Sócrates no sé quién le opuso la dialéctica de los puños y las pistolas. 

 

Contaba Buñuel una vieja broma. Decía que al salir a la calle vio un día un cura, y ante semejante provocación no pudo menos que darle un puñetazo. Aquella broma retrataba muy bien lo que es ser intolerante: el intolerante no sabe dirigirse al adversario si no es insultándolo y mandándole callar, cuando no matándolo. Pero quien no es intolerante sabe apreciar la infinita variedad de la vida; y quienes no piensan como él no son sus enemigos, sino sus adversarios; un adversario es el que saca de ti lo mejor que tienes, enfrentándose a ti con todas sus fuerzas; un enemigo es el que te mata. No hay cosa más enternecedora que dos deportistas dándose la mano después de haber luchado a brazo partido; en el tenis; en el rugby; y así debía ser en la política.
Yo pienso que las víctimas del franquismo deben ser sacadas del olvido, rescatadas en su dignidad, ya que fueron idealistas, leales y no forajidos. Tú piensas que ya está bien de remover el pasado, que el pasado está muerto. Yo te digo que no podemos dejar en paz a los muertos, como decía Gabriel Celaya, porque los muertos no están enterrados, sino desaparecidos. Tú me contestas con Celaya: “¡allá los muertos, que entierren como Dios manda a sus muertos!” Y yo te digo: “estamos de acuerdo, porque eso es precisamente lo que queremos: enterrarlos; para eso tenemos que encontrarlos primero, y luego conseguir que todo el mundo reconozca que no fueron traidores, sino leales al gobierno”. ¿Ves? Nos hemos puesto de acuerdo. Hablando. No disparando ni una sola bala. Aceptándonos, sin descalificaciones ni peleas. A esa actitud nosotros la llamamos tolerancia.
No estoy de acuerdo con lo que tú dices (decía Voltarie): pero me batiré hasta la muerte, si es preciso, hasta conseguir que puedas decirlo. La esencia de la democracia es el diálogo; y la esencia del diálogo no está en hablar, sino en escuchar. Si hablo yo solo y mando callar a quien no está de acuerdo conmigo eso ya no será diálogo, sino monólogo: o sea, tiranía; porque mis razones se estarán imponiendo por exclusión del otro. Dialogar es no excluir a nadie, sino aceptar al otro, escucharlo, porque todos tenemos derecho a la palabra: isegoría; ése es el lema de la democracia ateniense; nadie tiene por qué mandar callar a nadie, siempre que nadie impida que hablen los otros. Y no hablar con insultos, sino con razones.
Alguien ha dicho que la razón es lo contrario de la arbitrariedad. Hay que defender nuestras ideas con palabras: para eso necesitamos un adversario. Si tapamos la boca del adversario ya no tendremos con quién hablar: y entonces nos quedaremos solos; y acabaremos por parecernos a Hitler o a Stalin. Un adversario es alguien que nos aporta ideas que no habíamos pensado antes, porque nosotros pensábamos de otro modo. Un adversario es un espejo donde mirarnos, y al mirarnos nos vemos a nosotros mismos, y si no hay espejo no tendremos donde mirarnos. Un adversario es un amigo: que con sus críticas nos muestra lo que no veíamos, y gracias a él lo vemos ya, y desaparece la cara oculta de la luna. ¿Cuál es el mejor padre, la mejor madre: quienes  hacen lo que dicen sus hijos, o quien los critica cuando se equivocan para darles la posibilidad de cambiar? La crítica es lo contrario de la intolerancia. Criticamos lo que más queremos, porque silenciar nuestras críticas no seria amor verdadero.
¿Y qué ocurre  cuando nos tapan la boca? Que dejamos de ser libres. Los amigos, como los padres y los hijos, si dejan de ser libres de decir lo que piensan ya no son verdaderos amigos. Si, por no incomodar al otro, hacemos como si no hubiera pasado nada, la herida se estará cerrando en falso. ¿Debe cicatrizar una herida antes de limpiarla, cuando aún no hemos vencido el foco de la infección? Seguir como si nada hubiera pasado es dejar de ser amigos y dejamos de ser libres: porque el único límite que le ponemos a nuestra libertad son los derechos de los otros; mi libertad termina donde empieza la tuya.
Muchas veces he pensado en lo que sería un mundo libre. Antaño no podíamos hablar porque nos lo impedía el despotismo. Y ahora que no hay déspota nos convertimos en déspotas nosotros mismos. Lo decía Unamuno: tenemos a la inquisición metida en nuestra cabeza. Le hacía coro ortega y Gasset cuando nos animaba a desconfiar de aquel que no se esforzaba en comprender a sus enemigos. Y es que amar a sus amigos lo hace cualquiera; todos comulgan con su equipo y denigran al adversario, nos identificamos con nuestro partido, nuestro sindicato, y vapuleamos a los demás. Un Capuleto sólo puede amar a un Capuleto, y por eso Julieta siempre tendrá prohibido amar a Romeo. Ahora bien, amar a nuestros amigos es cosa fácil, lo difícil es amar a nuestros enemigos, y ése es el camino por el que debemos dirigir nuestros esfuerzos: lo decía un tal Jesús de Nazaret; por lo menos es lo que cuenta el evangelio.

 

2.

            Otra forma de intolerancia que tienen los jóvenes es la manía de etiquetar: éste es un friki, un hipster, un pijo, un sharpero, un skin, un grunge, una tribu urbana de tal y tal… y entonces, inmediatamente, queda marginado; ponerle una etiqueta a alguien es meterlo en un cajón con otras personas similares a él y tratarlos a todos por igual; y si esa categoría de personas no nos gusta, inmediatamente queda excluido de nuestro trato: excomulgado, incomunicado, aislado, solo. Pepe no es Pepe, es un pijo; Beatriz no es Beatriz, es una mujer; poner etiquetas es meter a una persona dentro de un grupo y juzgarla igual que juzgamos a todos los que pertenecen a ese grupo; querer que reaccione como todos los miembros de su grupo (no de manera personal, sino estereotipada); debe ajustarse a su cliché, como si todos los miembros del grupo fueran copias fieles del mismo cliché, clones idénticos unos a otros, individuos indiferenciados, no personas distintas; porque yo, aunque sea un hombre, no me comporto igual que todos los hombres, como supone el viejo cliché femenino: “todos los hombres sois iguales”.  
Acosar a una persona es aislarla, y la mejor forma de aislamiento es ponerle una etiqueta, que es como un muro o una valla con la que la separamos de los demás; con la etiqueta juntamos a todos los que se parecen en un campo de concentración, los tratamos como si fueran iguales y nos olvidamos de ese pequeño detalle que importa tanto: porque en ese casi nada está toda la diferencia. Y si tú eres un empollón y no te comportas como tal, recibirás burla y escarnio, porque una persona que estudia debe comportarse como un empollón (por cierto, ¿cómo se comportan los empollones?). Pero si te comportas como un empollón también recibirás burla y escarnio: no tienes escapatoria, vayas por donde vayas estás pillado. No sólo te catalogan con una etiqueta, sino que si no te ajustas a la etiqueta no pintas nada; y si te ajustas tampoco. Tienes una cruz: eres cristiano. Una estrella de David: eres un judío. Un martillo y una hoz: eres un comunista. O tienes una svástica: eres un nazi. Dejas de ser persona, te conviertes en una definición, un estereotipo, uno de tantos; en adelante sólo serás una etiqueta; ya eres un objeto, una cosa sin derechos, no una persona (que es un ideal que quiere realizarse), sino un individuo (que es uno más en un grupo donde todos son iguales); no eres un ideal, un sueño, sino una realidad que ya no puede soñarse. La persona ama, el individuo compra el amor en un prostíbulo. Cuando la prostituta ha acabado contigo en seguida te dice: “¡el siguiente!” Y Jacques Brel, cuando le cantaba al joven fracasado que había dejado los estudios para enrolarse en el ejército, lo mostraba formando en fila delante de los prostíbulos; y cuando por fin encuentra a una chica que le quiere, aún se despierta por las noches atacado por la fiebre, soñando que le dice, después de hacer el amor: “¡el siguiente!” Todos los siguientes del mundo deberían darse la mano, es lo que se dice el recluta en su deliro; y llorando su fracaso el poeta lo viene a compadecer, reivindicando a los individuos que sólo son uno de tantos, los que son iguales a los demás como madalenas sacadas del mismo molde, los que tienen una etiqueta como hormigas condenadas a ser números anónimos dentro del hormiguero, los que nunca serán ellos sino sólo una copia de los demás: eso es lo que nos dice Jacques Brel. Todos somos iguales en derecho, porque todos valemos lo mismo: valemos lo máximo; por eso nadie vale más que nadie, como dice el viejo refrán castellano; porque no se nos puede comprar ni con todo el oro del mundo, por eso tenemos valor, no precio; y como somos tan valiosos todos tenemos derecho a desarrollar nuestra vida siguiendo nuestro propio camino, sin que ese camino nos lo impongan nuestra tribu, nuestro sexo o nuestra religión. Lo decía Antonio Machado: se hace camino al andar; y por eso, iguales en derechos, somos profundamente diferentes en nuestros hechos, en nuestra naturaleza, en nuestras acciones; y ninguna etiqueta puede reflejar fielmente nuestra verdadera identidad. 

 

Lo que nos impide comprendernos es la distancia. Vemos las cosas desde lejos y es porque los toros se ven muy bien desde la barrera. Un poema tiene Machado donde se mete en el pellejo de un condenado a muerte, y se esfuerza en sentir como él debe sentirse y se compadece de él; y mientras tanto las turbas, tratándolo como asesino, lo insultan e increpan, y hasta algún exaltado, si le dejaran, le gustaría también tirarle piedras. A esta falta de corazón, a esta crueldad con el que se le hemos puesto la etiqueta de asesino (como aquel otro asesino al que le pusieron un INRI en la frente), abruma y desconcierta. Lo bueno es que el que más se exalta con el ataque al condenado suele ser el que tiene el corazón más sucio. Por eso dijo Jesús: “el que esté libre de culpa que tire la primera piedra”. Y esos culpables que se pasean con dignidad, porque nadie les ha puesto la etiqueta de culpables, son capaces de ver la paja en el ojo ajeno pero no pueden ver la viga que tienen en el suyo. O lo que es lo mismo, no son sensibles a la crítica; porque lo primero que debemos criticar es a nosotros mismos. Criticar es ver las cosas y para ver hay que mirar, y el intolerante no quiere mirar porque teme verlo todo de manera diferente a como él quiere verlo.
El terrorismo es deleznable, pero ¿nos hemos puesto alguna vez en la mente de un terrorista? Antes de condenarlo ¿sabemos por qué piensa como piensa, siente como siente, reza como reza? Nadie dice que haya que justificarlo, pero sí tenemos que comprenderlo. “Camada negra” es una interesante película de Manuel Gutiérrez Aragón; en ella se muestran las vivencias, frustraciones y desvaríos de un terrorista de extrema derecha: interesante ejercicio de comprensión. No se trata de tolerar la violencia: se trata de comprenderla; si la comprendemos, pondremos las bases de su erradicación, como cuando el médico que comprende una enfermedad ya está empezando a curarla. ¿Cómo voy a curar un melanoma igual que un grano? ¿Cómo podría yo curar ese lunar sangrante si no he comprendido el origen de esa sangre?
Tolerancia es aceptar las opiniones de los demás, y el límite de la tolerancia es cuando las opiniones incitan a la violencia. Y si con la violencia no debemos ser tolerantes, sí debemos ser comprensivos. Tolerar es respetar y respetar es aceptar, y no aislar ni a las personas ni a las ideas. Aceptamos a los demás cuando los escuchamos, no cuando los obligamos a que nos escuchen ellos. La mejor forma de respeto es el diálogo: un intercambio de ideas, sentimientos y experiencias desde la escucha.
Un sofista de nuestra época ha desarrollado un curioso argumento contra la tolerancia. “¿Os imagináis que yo le diga a mi mujer: te tolero? Sería absurdo. Tolerar a las personas no es amarlas, y yo a mi mujer la amo”. Por lo tanto concluía, muy ufano: “yo soy intolerante”. Y la gente aplaudía a rabiar. Luego, cuando salieron a la calle, se produciría un salto semántico; y de la tolerancia que es menos que amar desembocarían en la tolerancia que es lo contrario del amor. Conclusión insoslayable: si yo quiero amar, debo ser intolerante; o sea que debo practicar la violencia. La violencia es lo mismo que el amor: ésa es la paradoja que le gusta al intolerante.
Pero cuando nosotros hablamos de tolerancia no nos referimos a eso. La tolerancia de la que estamos hablando no consiste en soportar, apechugar o aguantarse. La tolerancia de la que queremos hablar consiste en respetar, y cuando la otra persona no nos respeta, lo que debemos hacer es comprenderla como única terapia. “¡No tolero tus insolencias!”, decimos a veces. Es verdad: no hay que tolerar la falta de respeto. Pero sí debemos tolerar las opiniones respetuosas que se dicen de forma respetuosa: tolerar, que en este segundo sentido (ya lo hemos visto) significa respetar, es lo mismo que aceptar a los demás, aceptarlos como son, sin obligarlos a que sean iguales que nosotros, como si nos sintiéramos inseguros y amenazados cuando todos los que nos rodean no están vestidos con nuestro mismo uniforme. Pero aún hay más: debemos aceptar también que los demás no son un bloque monolítico, sino que ellos también son diferentes entre ellos. Sin prejuzgarlos. Sin estereotipos. Sin querer que todos se comporten de la misma manera, sin obligarlos a todos a ajustarse al mismo modelo. Sin etiquetas. Que yo, antes que ser cristiano o judío o comunista o musulmán o liberal, soy y he sido yo mismo, y el grupo al que pertenezco me coloreará de manera diferente que a mi vecino, aunque mi vecino y yo tengamos el mismo credo: como el pintor no pone tampoco el mismo rojo en todos sus cuadros. No todos los cristianos son iguales. No todas las izquierdas son iguales. No lo son tampoco todas las derechas. Afortunadamente, yo no soy una hormiga idéntica a las demás hormigas, soy un ser humano, y como todos mis semejantes, humano, pero al igual que ellos, distinto: cada uno de nosotros es un mundo que tiene su propia forma de ver el mundo; el de los demás, sí, pero sobre todo nuestro mundo propio.

 
 
Epílogo

            Dos hombres caminan por la calle. Uno es viejo, encorvado y lento, y se apoya en la garrota y su andar es vacilante; el otro es su hijo. El hijo es fuerte, y su andar despacito le pone nervioso; al principio tiene paciencia pero luego, al cabo de dar pasos lentos con sus piernas rápidas, se cansa; no aguanta, se irrita, se enfada con su padre: acaba levantándole la voz y se molesta con él. Lo mismo le sucede a ese padre y esa madre que caminan con el niño que está empezando a andar: su espalda se curva, sus pasos son irregulares, de ritmo cambiante, tan pronto son lentos como atropellados, y andan agachados para evitar las caídas del niño. Y ese otro joven, flaco, alto y desgarbado, que lleva el carro de la compra y se enfada porque el carro es muy bajo y le obliga mucho a agacharse. El hombre, los padres y el joven son buenas personas, su corazón es justo y saben querer: pero cuando se les agota la paciencia ya se vuelven irritables, intolerantes y violentos.
Y es que a veces la tolerancia es paciencia; y quien, o porque es nervioso o porque está cansado, se impacienta, tiene ya poco aguante y entonces se vuelve intolerante. Otros se ponen así porque están tristes; o porque les ha ido mal, o porque les han enfadado, o porque están hundidos anímicamente y han perdido la moral, o porque les toca aguantar a gente muy pesada: entonces pierden los estribos, están fuera de sí y ya no pueden controlarse. También la tristeza o la cólera pueden volvernos intolerantes.
Somos intolerantes cuando no aguantamos, y si no aguantamos es porque hemos perdido fuerza: el intolerante es una persona debilitada, dominada por sus emociones; diríamos, más bien, que nos volvemos irritables. Pero cuando esta impaciencia se alimenta de ideas excluyentes y violentas, la intolerancia deja de ser un estado de ánimo para convertirse en un impulso moral: y entonces nos volvemos malos. No te dejes llevar por la impaciencia. Por el impulso. Por la intransigencia. Por la cólera. Por el odio. Una persona de natural impaciente puede llegar a convertirse, si no se sabe gobernar, en una bestia salvaje. No es lo mismo tener un natural intolerante que practicar la intolerancia moral; como no es lo mismo el temperamento que el carácter. Hay una leyenda india que lo explica muy bien.
Un niño le dijo a su padre: “padre, a veces siento que hay dos lobos que luchan dentro de mí; uno es bueno y otro malo. ¿Cuál de ellos vencerá?” El padre le contestó: “aquél que tú alimentes; el que tú quieras que se convierta en tu compañero de viaje”. 
 
 







sábado, 24 de septiembre de 2016

La matrioschka del método "cocer" (3) Respetar




LA MATRIOSCHKA DEL MÉTODO “COCER” (3):
RESPETAR

 
 
            La necesidad es lo fatal, lo imprescindible, lo inexorable; cuando es independiente de nuestro pensamiento es la descripción del ser de las cosas, y se presenta como ley de la naturaleza; pero cuando depende de nuestras decisiones es un deber, una obligación, y se manifiesta entonces como ley moral; estas últimas son de dos tipos:
            a) Obligaciones esenciales. Proceden de nuestra naturaleza, y vienen a ser los derechos humanos que conforman, como se ha dicho muchas veces, el derecho natural; faltamos a los deberes esenciales cuando engañamos al tendero, cuando no cumplimos una promesa, o cuando acosamos a la gente privándola de su libertad. El respeto es una de nuestras obligaciones esenciales: es fruto de una decisión vivencial.
            b) Obligaciones existenciales. Proceden del entorno, de nuestra historia, de nuestros compromisos, y son todas las acciones que queremos llevar a cabo (fruto, en este caso, de alguna decisión circunstancial). Dar dinero para que me den fruta es una obligación existencial, que no depende de mi naturaleza moral (aunque la implique), sino de la forma como están regulados en un momento dado los intercambios comerciales; y depende de la decisión (circunstancial) de comprar fruta en vez de gastarme el dinero en ir al cine, por ejemplo. Ayudar al necesitado es una obligación esencial; pagar impuestos (que sirve más o menos para lo mismo) es una obligación existencial, pues depende de la legislación de cada país en cada momento de su historia; lo primero es fruto de una decisión vivencial; lo segundo, de una o varias decisiones circunstanciales.
            Actuamos siempre comparando lo que sucede con la experiencia, lo que nos pasa con lo que nos ha pasado. Ya hemos visto que en nuestra mente hay un conjunto ordenado de recuerdos que constituyen nuestra cultura; y cuando conocemos cosas nuevas (es decir cuando descubrimos algo investigando de manera fortuita, y cuando aprendemos), lo que hacemos es siempre cotejar nuestras sensaciones nuevas con esa cultura. Pues bien, también tenemos acumulada en nuestra mente una forma de actuar, que son los sentimientos que hemos cultivado, los valores que hemos asumido; es como una fuente de donde mana nuestro comportamiento; unos impulsos nos vienen del corazón, otros de las tripas: nosotros hemos elegido cómo queremos ser (aunque a veces son las circunstancias las que eligen por nosotros): es nuestro carácter, la manera de ser que ha resultado de la interacción de nuestra naturaleza con nuestra historia.
            Será nuestra naturaleza el conjunto de impulsos esenciales, innatos, que son nuestros instintos; ésa es la fuente de nuestra personalidad, la fuente desde la que se construye nuestro ser (siempre sobre la realidad histórica en la que nos ha tocado vivir): de ella se escapan nuestras decisiones como las burbujas que brotan del champán y luego, al estallar, vuelven a él. Son las decisiones circunstanciales; las que tomamos para actuar en los casos concretos, guiados por nuestras decisiones vivenciales, que forjan la manera como queremos ser; y las decisiones circunstanciales realimentan las mismas decisiones vivenciales de las que previamente se han alimentado.


            Para elegir cómo queremos ser nos fijamos en cómo han sido otros; imitamos a algunas personas que nos sirven de modelo, y que suelen atraernos por su forma de ser y de comportarse (pues el ser se manifiesta siempre por el estar). De entre todos los modelos que tenemos a mano, nuestra mente compara y toma los que más le gustan, y unas veces se deja llevar por los instintos naturales (que son buenos) y otras por los instintos sociales o históricos (que pueden ser malos). El resultado depende de que nuestra naturaleza no haya sido tapiada, o cegada, por la sociedad, y de que tengamos suficientes ejemplos donde elegir. Los instintos naturales son reflejos innatos (entre ellos están los reflejos físicos y los morales); pero los instintos históricos son los que hemos aprendido, y son, frente a los reflejos naturales, reflejos condicionados.
            Los modelos que marcan nuestro ser forman parte de nuestra cultura; y aunque todos tengamos los mismos instintos morales (esenciales), cada sociedad selecciona los que más se adaptan a ella según el repertorio de ejemplos que hay en su cultura; los caracteres verdaderamente grandes son los que se forjan tomando distancia de la cultura en la que están inmersos, como un líquido amniótico; y, rompiendo la cáscara de su historia, se sumergen en otro líquido amniótico más auténtico: el de su naturaleza; en el que flotaba, sin mezclarse, la cáscara en la que se aislaba la cultura como otro líquido subalterno en el que flotábamos al nacer. Hay que distinguir, frente a la cultura, la naturaleza de nuestro ser, que algunas veces sale a la luz sin necesidad de ejemplos que la guíen; y que, las más de las veces, emerge sólo parcialmente seleccionando aquellos aspectos compatibles con nuestra cultura: éste es el carácter que muy bien podemos considerar nuestra naturaleza histórica: fruto, en primera instancia, de nuestra cultura colectiva, que es donde cristaliza nuestra historia colectiva; y fruto, también, de nuestra historia personal.
            Ya hemos visto que el respeto, que es una de nuestras obligaciones esenciales, es fruto de una decisión vivencial. El respeto es la aceptación de la naturaleza de las cosas: no de su historia; la historia se acepta como un hecho, no como un derecho; como una verdad, con como un deseo; yo puedo aceptar la verdad del fanatismo almohade sin aceptar que esa forma de vida sea un modelo deseable. Pues bien: respetar a las personas, lo mismo que respetar la realidad, es aceptarlas como son, no como actúan; sólo podemos aceptar su conducta cuando está en consonancia con su ser, porque la naturaleza no puede ser violada por la cultura, no debe, es una interferencia que no se puede aceptar.
            Así pues, el respeto no puede ser ciego: respetar una situación es conocerla primero, después comprenderla y sentirla en su ser; sólo entonces podemos elegir la manera de comportarnos con ella. Centrémonos en el respeto a las personas: ¿cómo las podremos conocer? No se trata de conocer su historia, sino solamente su naturaleza: que es la misma que la nuestra; con vernos a nosotros ya estamos viendo a los demás. Ahora bien: ¿cómo juzgaremos lo que ha hecho otra persona en una situación determinada, en un caso concreto? Tenemos que ponernos en su lugar. Necesitamos ver desde la perspectiva de los otros para comprenderlos bien; y estamos demasiado acostumbrados a verlo todo sólo desde nuestro punto de vista. Es como cuando nos miramos en un espejo: en el espejo nos vemos como los otros nos ven: es la empatía; Kant la expresó de otra manera: no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti; haz las cosas  como a ti te gustaría que te las hicieran: tendremos que mirarnos en el espejo de los demás. Y eso significa que tenemos que sacar enseñanzas de la experiencia; y de la experiencia ajena; fijarse en los otros,  guiarse por el ejemplo, buscar entre los ejemplos de nuestra cultura; y como cada cultura selecciona sólo los ejemplos que le convienen, tendremos que buscar entre los ejemplos de todas las culturas para tener una visión de conjunto; de ahí la necesidad del cosmopolitismo.


            Ya hemos visto que para comprender las cosas es útil la metáfora; ahora vemos que para saber cómo actuar también es útil el ejemplo; el ejemplo y la metáfora tienen en común que no consisten en ser algo o hacer algo, sino en ser como algo y hacer como alguien. Cuando quiero resistir las tentaciones intento hacer como Ulises; cuando quiero vivir la vida procuro ser como Aristipo (que controlaba los placeres), no como su hijo (que acabó siendo víctima de ellos); cuando quiero resistir a la adversidad me gustaría ser como el Cid, y si deseo que mis pasiones no me destruyan me fijaré en el ejemplo de Hércules; Nietzsche  me enseñará que la vida también contiene dolor, me acordaré del flautista de Hamelín cada vez que quieran arrastrarme adonde no quiero, seré como Cristiano cuando busque la constancia en el esfuerzo, pero no me fijaré en él si lo que busco es humildad y respeto; cada personaje que haya sido famoso será para mí un héroe al que puedo imitar; o un villano del que más me valdría apartarme.
            La metáfora reina en el mundo de la ciencia. El ejemplo reina en el mundo de la ética. Son como dos brazos articulados en torno a un eje central: aprender razonando. La metáfora nos enseña a pensar, el ejemplo nos enseña a vivir; y hay que aprender a pensar para saber vivir. Aprender sintiendo con el alma, desmitificando, viviendo, ése es el mundo del ejemplo; y razonar a partir de lo que el alma siente, ése es el mundo de la crítica. Te dicen que buscan el desarrollo de tu personalidad, y te preparan para trabajar cuando el trabajo en nuestro mundo es lo contrario. ¿Vivir para trabajar o trabajar para vivir? ¿El trabajo al servicio de la persona o la persona al servicio del trabajo? También te dicen que cooperes y te preparan para competir: para ganar una carrera, para aprobar selectividad o para sacar unas oposiciones. El mundo está lleno de aprendizajes paradójicos; y la crítica es la única arma que tenemos para sobrevivir.
            La crítica: si respetamos a una persona es porque la conocemos, la comprendemos y hemos elegido aceptarla con sus virtudes y sus defectos; si elegimos hacer una cosa en vez de otra es porque hemos sopesado los pros y los contras de cada opción. Criticar es buscar si las cosas son verdaderas, bellas o buenas;  y justas. En el primer caso se trata de una crítica científica; en el segundo, de una valoración estética; y en el tercero, de una crítica moral o ideológica. Comparamos los conocimientos con el mundo, y sabemos si son verdad; con el gusto, y sabemos si son bellos; con el alma profunda, y sabemos si son buenos. Los conocimientos son imágenes o visiones, y sentimientos y pensamientos.
            Criticar es valorar. Valorar es dar valor a las cosas. La verdad, la belleza y la bondad son valores. Los valores son como el líquido elemento, el agua que nos envuelve para que podamos flotar; el medio en el que avanzamos después de aprender a nadar. Los valores son las creencias que nos guían en nuestro camino, el horizonte hacia el que avanzamos, y a la vez el medio en el que nos movemos; y también el faro que nos guía. Son nuestras convicciones profundas, las raíces vitales de nuestra fe: los ideales. 

 

            La palabra “valorar” puede usarse en dos sentidos: como valoración lógica está buscando coherencia; como valoración espiritual está buscando bondad: separar lo bueno de lo  malo, elegir caminos de vida. La lógica busca razonamientos válidos; por lo tanto, conclusiones válidas. Pero la sensibilidad busca sentimientos valiosos, y los acompaña con pensamientos válidos; la sensibilidad intuye las cosas, pero también discurre sobre ellas; piensa con palabras y sin ellas.
            La experiencia es conocimiento. Cuando lo llenamos de coherencias se convierte en comprensión. La memoria lo almacena todo y lo convierte en recuerdo; y la palabra se lo comunica a los demás. Hasta ahí se extiende el primer peldaño de la crítica, el que abarca la verdad y la coherencia; el de la ciencia. Luego ascendemos por un segundo escalón, que contiene las valoraciones de la sensibilidad: lo bueno y lo malo, convertido en placer, belleza, vitalidad y justicia; y estamos en el terreno de la moral. Los dos escalones juntos contienen la vida.
            El amor es la primera niebla que emana de la sensibilidad. Lo envuelve todo. Y cuando se disipan los primeros vapores se convierte en ideales como la cromátida se convierte en cromosoma. El respeto es el primer vaho que procede del amor.
            Sentimiento. Amor. Respeto. ¿Comprendemos cuando sentimos o cuando entendemos? Supongamos que debemos elegir entre dos sentimientos: el placer de irse de paseo o el placer de aprobar un examen. ¿Elegimos entre dos sentimientos? ¿Entre un sentimiento que nos atrae y una consecuencia que tememos? Razón o sentimiento: ¿qué es lo que nos impulsa a actuar?
            Dos sentimientos incompatibles: ¿vencer o disfrutar?
            Un sentimiento y una razón: ¿amar o justificar?
            Un sentimiento y su consecuencia: ¿pasear o suspender?
            Si paseo hoy no estudio, y por lo tanto suspenderé mañana; a veces es preferible renunciar a un placer en beneficio de una molestia que nos dará mañana un placer mayor: si paseo hoy (lo que me da placer) suspenderé mañana (lo que me producirá un disgusto); y si estudio hoy (lo que me desagrada) apruebo mañana (que me gustará); tengo que sopesar dos cosas: cuál de los dos placeres (pasear o aprobar) me conviene más; y cuál de los dos inconvenientes (suspender o estudiar) me conviene menos; al final desembocamos en un cálculo de los placeres, como pensaban Epicuro y Stuart Mill.
            Para conocer el mundo recurrimos a la experiencia. La experiencia son las sensaciones alojadas en la memoria, y los seres que identificamos en esas sensaciones; y el placer y el dolor, que son un sentir sensorial. Pero las vivencias brotan de un sentimiento íntimo que oye las voces del corazón. Es un sentir cordial. Y hasta Sócrates, que pensaba que había que conocer para obrar bien (y no se puede conocer sin pensar), intuía que se trataba de una razón afectiva; porque conocer el bien para él era como sentirlo, escuchar la voz de la conciencia. A la ética de Sócrates la llamamos intelectualismo moral, porque obrar el bien era lo mismo que conocerlo (¿conocer es obrar? ¿O en el obrar hay algo más que en el conocer?). San Agustín practicaba lo que podríamos llamar un sentimentalismo moral: ¿quién siente el bien y no lo busca? ¿Es posible hacer, y querer, lo contrario de lo que sentimos? Pero Sócrates, en realidad, lo que practica es un presentimentalismo moral: a veces conocemos el bien y no lo hacemos (cuando conocemos los efectos del tabaco y no por eso dejamos de fumar); otras veces lo sentimos pero eso no nos impulsa a hacerlo (como cuando sentimos remordimientos por no estudiar pero el sentimiento puede menos que la pereza, la fuerza de arranque es menos que nuestra inercia, y no alcanzamos la energía de activación); pero cuando tenemos el presentimiento, el gusanillo, la corazonada de lo que debemos hacer, lo hacemos. Ni el sentimiento, ni el conocimiento, ni la razón, nos mueven a actuar; sólo el presentimiento; la intuición; la voz de la conciencia. El demonio de Sócrates (la voz de su corazón) puede más que la inteligencia.
            Lo primero es saber lo que conviene hacer, razonando; y esas razones necesariamente coinciden con nuestra vocación interior, como si el corazón nos estuviera hablando desde dentro y la inteligencia fuera el eco de su voz. Es como si para saber cómo hay que comportarse pudiéramos encontrar la respuesta por dos caminos: el de la inteligencia y el del corazón; los dos van al mismo sitio, y por eso coinciden sus voces, la razón se vuelve poética; el cerebro late al ritmo del corazón; sin dejar de ser cerebro; sin dejar de pensar.
            El corazón descansa sobre un colchón que contiene nuestros instintos primarios: lo llamaremos, coloquialmente, las tripas. Y el corazón siente al unísono con el cerebro. Pues bien, si las fuerzas del corazón ahogan a las de las tripas, ahogaremos nuestra naturaleza en nuestra cultura; y si son las tripas las que ahogan al corazón, viviremos en un mundo salvaje y despiadado; pero educar es despertar la alegría que subyace detrás de los goces; y enseñar es, a la postre, educar para la vida: eso ya es vivir. Lo decía Jesús con una de sus metáforas: yo soy la luz, la meta, pero también soy el camino que conduce a ella, el fin no justifica los medios aunque le pese a Maquiavelo; si para ir a la felicidad hay que pasar por un camino de espinas, no será porque nosotros lo busquemos; será porque las espinas estaban ahí y no nos quedaba más remedio que combatirlas: para gozar muchas veces hay que luchar. 

 

sábado, 17 de septiembre de 2016

Sobre la amistad




SOBRE LA AMISTAD

 

La amistad es el bien más preciado que nos han dado los dioses.
(Cicerón)


            No sé lo que es un amigo, pero lo siento: lo mismo que sentimos la luz aunque no sepamos que es energía electromagnética, y que el burgués de Molière hablaba en prosa sin saberlo, así también nos sentimos amigos sin saber qué es eso. Así que he recurrido al diccionario de latín (donde aparece la palabra “amicitia”) y al de griego (donde me he topado con la palabra “philía”, que utilizaba muchas veces Aristóteles).
            “Amicitia” significa, ante todo, alianza: buenas relaciones. Podemos llevarnos bien con los demás y entonces nos hacemos amigos; o llevarnos mal y seremos enemigos, y pelearemos. En este primer sentido ser amigos es lo mismo que vivir en paz. Pero claro, con esto solo no nos basta: ¿podemos decir que un león es amigo de la hierba sólo porque no se la come ni se pelea con ella? ¿Acaso la vaca es enemiga de la hierba? El granjero cuida a sus animales, pero solamente para comérselos.
            La “philía” griega significa también amistad, y se entiende ahora como benevolencia: de “bene” (bien) y “volo” (querer): ser amigo de alguien es querer el bien para esa persona, y en eso consiste quererlo bien. ¿Pero es que se puede querer mal a alguien? ¿No es lo mismo querer a una persona que quererla bien? Pues no: querer es desear, buscar, y uno lo mismo puede buscar las cosas buenas como las malas. Ser amigo de alguien, o sea quererlo bien, puede significar por lo menos tres cosas.
            Proteger. Querer es proteger, no se puede querer algo o querer a alguien sin preocuparse por su seguridad; los amigos, que nos quieren, nos son favorables, nos son propicios, un amigo es el que siempre te va a ayudar. En ese sentido el pastor no es amigo de su rebaño, porque no lo cuida por el bien del rebaño, sino por el bien del pastor; muchos hombres quieren a sus mujeres para tenerlas como esclavas, para que ellas les sirvan, aunque sean desgraciadas. Pero ¿por qué puede uno querer el bien de los demás aun a costa del bien propio? ¿Por qué llega uno a sacrificarse por el prójimo? ¿Qué tienen los amigos para que les demos nuestra ayuda sin pedir nada a cambio?
            Valor. Querer es valorar. Una persona querida es una persona amada, muy valiosa para nosotros, tan valiosa que sentimos aprecio por ella. Quiero entender el aprecio como lo contrario de poner precio. El pastor vende sus ovejas, las valora más para sacar más tajada de ellas, pero el amigo no vende a sus amigos, no los tasa, no les pone precio, no los utiliza; si alguien viene para aprovecharse de mí es que no es mi amigo. Vender a los seres que queremos es lo mismo que traicionarlos, hacerles creer que los queremos cuando no es así, y traicionar su confianza es hacerles perder la fe que tenían en nosotros: un amigo es alguien en quien podemos tener fe. ¿Qué queremos para los amigos a quienes protegemos porque los valoramos por encima de todo sin ponerles precio?
            Agradarles. Queremos hacerles la vida placentera, queremos para ellos las cosas que les gusten, que les deleiten, todo lo que les encanta y les resulta ameno. Los amigos no nos entristecen nunca, al contrario: nos entretienen. Pero no creamos que un amigo debe ser un payaso cuya única misión es entretenernos; y si tampoco sabe contar chistes, no le vamos a echar la culpa de no ser gracioso; al amigo hay que respetarlo como es, y si de verdad es nuestro amigo procurará hacernos agradables las cosas que requieren su esfuerzo, no evitarnos el esfuerzo nunca; si estamos tristes y no nos apetece reír, él, con toda su buena voluntad nos obligará a buscar la risa y no la ruina, nos empujará por la senda del optimismo aunque se nos haga cuesta arriba, nos mostrará que está medio lleno el vaso que ahora nos parece medio vacío, nos hará sentir que la vida es valiosa y apetecible y combatirá nuestra tendencia a mandarlo todo a paseo porque en ese momento estamos hundidos; un buen amigo, aunque no sea divertido, sabrá mostrarte que la vida es divertida. A veces, para ayudar a la gente que se abandona, hay que obligarla a hacer lo que no le apetece pero necesita: el mal amigo dirá que sí a todo lo que le pides; el buen amigo dirá que no cuando lo que le pides está mal; por eso decimos muchas veces: quien mal te quiere te hará reír, quien bien te quiere te hará llorar. Agradar a una persona a la que no valoramos es tratarla como chusma, como los emperadores agradaban a las muchedumbres dándoles pan y circo. Pero agradar a quien valoramos supone obligarle a ver más allá de sus narices: para que comprenda que lo que ahora le divierte mañana puede causarle daño, y para evitarle que se hunda le obligará a hacer cosas que de momento no le agradan, pero que mañana le harán más libre. Valorar a los amigos es la mejor forma de protegerlos; protegerlos, muchísimas veces, hasta de ellos mismos, porque ellos mismos pueden ser a veces sus peores enemigos.
            Y si obramos así seremos confidentes de nuestros amigos. Confidentes: de confianza. Confiarán en nosotros porque sabrán que no vamos a traicionarles nunca, nos contarán sus cosas para poder salir de los baches, porque las cosas que callamos suelen ser un lastre para nosotros: el lastre que no deja subir al globo, la carga que frena al camión y no le deja avanzar, el peso que abruma al burro y le quita todas sus fuerzas. 

 

            Por eso la amistad es afecto, y el afecto es lo que nos afecta, lo que nos conmueve y emociona. No podemos permanecer insensibles cuando nuestros amigos nos cuentan sus desgracias. Ni podemos dejar de alegrarnos cuando lo que les pasa es bueno. Ser amigo es meterse dentro del pellejo de los otros, reír con ellos, sentir con ellos, pero no hundirse con ellos cuando ellos son incapaces de salir a flote: porque entonces tú deberás quitar la niebla de sus ojos y lograr que vean la salida. Le cuentas tus penas a una máquina y apretarás la palanca para que te dé la solución, pero te quedarás frío; y lo que te diga la máquina, por muy lógico que sea, no te dará alegría, ni te llenará de satisfacción, ni te sentirás amigo suyo; un amigo siente contigo, te escucha y te comprende, pero mira el boquete para que no te hundas, arreglará el barco para hacerte ver los peligros y evitará el naufragio si tú no lo evitas; y sentirá tus penas, pero no desde tus tristezas: las sentirá desde su alegría, porque el amigo no está ahí para hundirse contigo, sino para salvarte con él. Cosa imposible es, como decía Sabina, ayudar a quien no quiere dejarse ayudar.
            Hemos visto cómo el significado de la amistad ha acabado solapándose con el del amor; y es que en el fondo vienen a ser lo mismo. Una amistad con sexo es lo que normalmente llamamos amor (como abreviatura de amor erótico). Y el amor sin el sexo es amistad. Lo que solemos llamar amor incluye los ingredientes de deseo y pasión, y esos ingredientes, cuando no están referidos al sexo, también forman parte de la amistad. Ese amor tranquilo que buscaba Aristóteles es “philía” en griego; y “filius” es, en latín, hijo; todavía hoy, en Puertollano, las madres llaman “filios” a los chicos cuando les quieren regañar. Un amigo, como un hijo, es un hermano que siente y vive como nosotros, un espejo transparente donde todos nos podemos mirar: el amor fraterno es de los más dulces y entrañables que existen; por eso me gusta tanto el saludo que se dan los hombres en Perú; como si fueran espejos donde se miran, y todo lo bueno se lo dieran en un abrazo, y exhalan generosidad aunque no tengan nada, quizá sea por eso, aunque sólo sea de palabra, que se llaman hermanos en vez de amigos.

                  Para mi buena amiga Agustina, que muy bien podría ser mi hermana.