sábado, 26 de noviembre de 2016

Juventud y borrachera





JUVENTUD Y BORRACHERA

 

      Ha muerto una niña. Y era fin de semana. Empapándose de alcohol (tenía doce años). Salió con sus amigas y, como muchos jóvenes, ya no sabía divertirse si no es con el botellón. Celebraban halloween. Y, como una ironía, la fiesta de los muertos condujo a la muerte de la fiesta, en un momento de la noche, cuando todavía no había empezado la resaca. Se había bebido un litro de vodka. Ella sola. Doce años. Se quedó tumbada en el suelo, olvidada de todos, mientras a su alrededor la fiesta continuaba. Pasaron cuarenta minutos hasta que alguien se dio cuenta de que llevaba tiempo sin moverse. La metieron en un carro de la compra y la llevaron al centro de salud. Allí urgieron a la ambulancia y le hicieron cuidados intensivos, pero en el hospital, donde todavía la mantenían con vida, no pudieron hacer nada ya; fue un fallo multiorgánico.
      El alcohol nos hincha el cerebro (edema cerebral, dicen los médicos); nos para el corazón; y en más de cinco minutos la parada cardiorrespiratoria provoca trombos que detienen la sangre y los órganos empiezan a necrosarse: el vientre, el estómago, el riñón; al final, todos los órganos acaban muertos. La niña se murió porque se le murió todo el cuerpo; parte a parte, hasta que el todo ya no pudo. Otros se ahogan en sus propios vómitos. Pasas por la calle y te encuentras a jóvenes en las esquinas, inconscientes, abandonados de sus amigos, empapados en alcohol. Es frecuente que los jóvenes acaben en un coma etílico; unos mueren, otros se pueden salvar.
      El botellón. Maldita sociedad que nos empapa las mentes de botellón. No sé quién lo inventó todo, pero al principio debió ser una forma de resistencia. Frente a los precios abusivos de los bares, nada tan natural como comprarte las botellas tú mismo; democratizar el gasto; zumos, cervezas, gaseosas… En lugar de botellines se compraron botellas grandes. El litro de cerveza se llama botellón: así empezó todo. Pero empezaron a pasar frío. Ya no se sentaban al calor del bar y buscaron sitios más inhóspitos; la calle de los bares fue sustituida por lugares apartados de la ciudad.
      Pero poco a poco la gente ya no se reunía para beber; se reunía para beber alcohol; comprarlo barato acabó siendo empezar a perder el control. Cuando la consumición se pagaba a precio de bar, el límite del consumo lo marcaba el bolsillo; pero ahora, que las botellas se compraban en la tienda, todo era más barato: y se perdieron los límites del fin de fiesta; la fiesta duraba lo que duraba el alcohol, y entonces la propia fiesta acabó durando más tiempo. Un botellón de zumos y cerveza es un lugar para reunirse, la gente habla en la calle, aquello es un acto social. Pero un botellón de alcohol es una ocasión de aislarse, la gente no se emborracha porque bebe, sino que bebe para emborracharse; y no es extraño que una persona se aferre a una esquina para beberse la botella, despreocupada del resto, agarrada a su botella, a su móvil, y hablando en la distancia mientras desprecia a cuantos tiene al lado, como si las caras virtuales fueran más importantes que las de verdad. 

 

      El botellón empezó para gastar menos, sí; pero el dinero que se ahorraba acabó gastándose también, y ahora con lo mismo que se tenía antes se compraba más; de manera que lo que debía emplearse en gastar menos, ahora se empleaba en beber más; más alcohol, se entiende. Pero ahora los bares y discotecas ya no estaban para controlar, la edad de consumo se fue rebajando poco a poco. Primero se bajó a los diecisiete, luego a los dieciséis, después… Bueno, ahora a los doce; como esa niña que se bebió una botella de vodka ella sola en la noche de halloween.
     Y ¿quién les vende alcohol a los menores? Siempre hay un amigo que tiene dieciocho años (normalmente los que fracasan en los estudios, aunque no siempre; los que están menos preparados para pensar); y es ese amigo quien hace la compra de todos. También hay, entre los tenderos, desaprensivos capaces de vender alcohol a los menores, todo vale con tal de ganar. Y si alguno, como esta niña, es alto y tiene el cuerpo desarrollado, acaso pase desapercibido y no lo tomen por criatura y le vendan alcohol. Yo me acuerdo de lo que pasó en Rusia cuando vino la democracia: la carne costaba demasiado cara y pocos la podían comer, pero el vodka era muy barato; el alcoholismo en Rusia se había convertido en una lacra, y, con la economía destrozada, muchas veces he pensado que sólo el vodka evitaba que algún día se produjera un estallido social.
      Y me acordé de los emperadores romanos: pan y circo; los emperadores de ahora conservan el circo aunque ya no puedan dar pan a nadie; y los jóvenes, que crecen como esponjas, se empapan de las modas y de todo lo fácil que le viene bien al poder. Antaño podíamos salir de fiesta a las diez de la noche; y cuando volvíamos a casa, a las dos, ya habíamos tenido tiempo suficiente para divertirnos: cuatro horas. Ahora, sin embargo, la gente sale a la una de la noche y antes de las cinco todavía no ha tenido tiempo suficiente para divertirse. ¿Quién fue el que cambió los horarios? “La noche es joven”, se le ocurrió a una importante casa de bebidas; que no eran bebidas alcohólicas, pero combinaban muy bien con el alcohol. El propio Nietzsche ensalzó las fuerzas irracionales de la vida ligándolas a la noche; al delirio báquico; a la pérdida de control. ¿Es la borrachera una construcción social que mamamos de pequeños? ¿O es un instinto natural que nace pegado a la vida? No lo sé, pero siento que esto último, en caso de ser cierto, acaba siendo potenciado por las fuerzas oscuras de la sociedad: que ejercen un efecto multiplicador. En Segovia se inventaron la ruta de San Millán con una lista de bares por los que había que pasar, la noche que salías de marcha, como estaciones de un via crucis; como si fueras en procesión; y no te podías saltar ninguno, que era pecado. Y tiempo atrás la gente se iba hasta Valencia viajando en su coche, recalando las noches en la discoteca y empapándose de drogas para aguantar varias noches sin dormir. 

 

      Hay un hedonismo expansivo en los jóvenes. Pero no es el de Epicuro, que se ríen si les hablas de un placer espiritual; aunque, si le damos gusto al cuerpo, tampoco es de los placeres de Aristipo, que se empeñaba en gozar de los sentidos sin que los sentidos gozasen de él; controlándolos siempre, evitando siempre que los placeres lo controlaran. No: al placer de los jóvenes ni le gusta el espíritu ni practicar el control; se reirán de ti si los llevas a ver cuadros al museo del Prado; el sentimiento ha sido sustituido por la sensación, ya no es ni siquiera conectar con el alcohol con las fuerzas creativas que hay en ti sino dormirlas: acallarlas, perder la conciencia para buscar silencio en el inconsciente, quedarte desmayado para no oír, ni sentir, ni pensar: la borrachera que buscan los jóvenes se parece al coma etílico, a tener la mente en blanco, como si buscaran las sensaciones para perder la experiencia misma de la sensación.
      ¿Es eso hedonismo? ¿Se puede llamar placer a la inconsciencia donde ya ni siquiera puede hablar el inconsciente? Uno puede entender que el alcohol sea la llave que te lleva a un mundo de éxtasis desconectándote de la realidad, pero lo que no se entiende es que desconectes a un mismo tiempo de la realidad y del éxtasis; como si lo que de verdad te interesara fuera salir del ser, fundirte en la nada.
      Sé por unos jóvenes que, para no oler a alcohol cuando llegan a casa, se echan el alcohol directamente en los ojos; parece que así les llega antes al cerebro; también parece que se lo echan en la vagina, que eso les produce efectos similares; yo, como decía el dramaturgo, ni lo afirmo ni lo niego: como me lo contaron, te lo cuento. Pero si fueran así las cosas tendríamos la mejor prueba de que lo que los jóvenes quieren no es disfrutar, sino mamarse; saltar directamente desde la conciencia a la nada (todavía algún tonto lo llamará nirvana), sin pasarse por el inconsciente. A ver: si la conciencia es la realidad y la realidad es dura, lo normal será escaparse de ella dejándose llevar, como dice Freud, por el principio de placer y despertar las voces calladas del inconsciente. Pero no. Los jóvenes saltan por encima del placer y llegan a la inconsciencia silenciosa; a esa que no tiene voces que te deleiten; a esa donde no se siente dolor ni placer porque no se siente ya. Ausencia de sensibilidad era la muerte, según  Epicuro: pues bien, cuando los jóvenes beben parece que se quisieran morir, morirse por un momento para volver después a la vida; jugar a morirse, pero sin morirse de verdad; porque los jóvenes tampoco es que vivan, es que juegan a vivir. Jugar a la vida y a la muerte es hacer como si experimentaras las cosas sin experimentarlas siquiera. Por eso quizá les resulte tan atractivo el halloween. 

 

      Pero si los jóvenes no son hedonistas ¿qué son? Uno está tentando de pensar que sólo están insatisfechos, frustrados, inseguros, necesitados de afirmarse; y para eso uno tiene que probarse, demostrarse a sí mismo que vale, superarse aunque sólo sea delante de los demás. ¿Y quién es su público? Los otros jóvenes. Por eso se desprecia olímpicamente la opinión de los mayores. Huyen de los sermones y en eso tienen razón (no hay cosa más antipática que un pepito grillo diciéndote a todas horas lo que tienes que hacer); pero es que también huyen de la razón, porque saben lo que quieren y no quieren que ni la misma razón los aparte aunque sepan que caminan a su pérdida. La vida te exige retos de largo alcance, mucha gente no tiene paciencia para esperar. Si estudias, podrás ser un buen médico (después de estudiar un montón de años). Si respetas a esa chica te acabará queriendo (pero es más sencillo abusar de ella, porque yo lo único que quiero es copular). Si quieres ser un buen futbolista tendrás que entrenar mucho (pero no, que yo quiero ganar partidos ahora mismo; no importa si para conseguirlo tengo que jugar con los que son peores que yo). Esa impaciencia terminará en sentimiento de culpa y de frustración.
      ¿Qué les queda? Los jóvenes deseosos de mostrar que valen mucho ¿qué es lo que pueden hacer? Buscar retos cortos. Satisfacciones inmediatas. Los retos que se ganan en un momento. Échate un pulso: al instante sabrás si eres el más fuerte. Te reto a correr hasta aquel árbol: instantáneamente también sabré si puedo ganarte. Bebamos, a ver quién aguanta más; en un abrir y cerrar de ojos se concede la victoria. ¿Duele un peircing? Yo me hago veinte. Un tatuaje ¿duele también? ¡Venga! ¡Los que hagan falta! Y si tengo que pasarme un mes sufriendo hasta que se me pase, eso demostrará que soy el más valiente: como Juan sin miedo. Ser valiente es lo mismo que valer más. Para mí. Y para todos. Me bebo una botella de vodka ¿qué te apuestas? Y si sabes del coma etílico lo arriesgas todo; echas el resto porque a ti no te va a pasar; y si crees que es posible, igual te arriesgas porque esperas que no te pase nada; y si no tienes ni idea de lo que te puede pasar te arriesgas con los ojos cerrados: ya está; que es lo que pudo pasarle a la chica de doce años que murió en halloween.
      Entonces, si la juventud no es hedonista ¿qué es? Nihilista, dirán algunos. Nihilista es el que no cree en nada; el que no tiene nada y nada quiere; el que no siente nada y el que no tiene nada que perder. Pero nuestros jóvenes tienen vida y no quieren perderla, por eso no se suicidan, sólo juegan a morir; aunque a veces, son gajes del oficio, se mueren de verdad. Yo no creo que los jóvenes no quieran nada. Los jóvenes quieren ser felices como todo el mundo, pero no saben cómo. Sienten que la felicidad está lejos y los separa de ella un foso enorme que no tienen ni fuerzas ni ganas de saltar. Aquí está la paradoja: quiero ser feliz, pero no me apetece molestarme en serlo; tengo pereza; la pereza no es más que una falta de energía. Ser perezoso es lo mismo que no tener fuerzas, te sientes débil y eso te hace sentirte mal, y ese malestar lo curas jugando a que eres fuerte sin serlo; en lugar de cultivar tus fuerzas, sacas a relucir las que te duran poco, como las burbujas del champán; y te metes en apuestas y retos que te dan victorias fáciles, mientras cavas, como telón de fondo, tu enorme fracaso existencial.
      Hedonista es quien busca el placer. Nihilista quien, porque ya no cree en nada, ha dejado de buscar. Pero el que quiere y no puede no es nihilista de vocación: es un perezoso; lo propio de la pereza es arrancarle a la vida el mínimo esfuerzo, el que dura poco aunque exija más; por eso los jóvenes viven en el mundo de lo efímero; hacen de las cosas un escaparate, un envoltorio, un decorado, algo que se muestra, aunque la hermosa caja de bombones no tenga nada dentro. Es la vida, para los jóvenes, un instinto poderoso de llegar a ser, pero instinto sin voluntad; ningún joven carece de fuerza, pero se empeña en no cultivarla porque nadie lo ha animado a sostenerla, y acaba cultivando, sin quererlo ni saberlo (aunque él en el fondo lo intuya), una enorme debilidad. También el fanático se cree fuerte porque es capaz de inmolarse; y es porque sólo ha aprendido a acumular la fuerza en un momento de máximo desgaste, que es cuando aprieta el botón. La experiencia atormentada que precede es para él la prueba más impactante de su fortaleza. Y vive, buscando la muerte, como si la vida fuera una ficción. 

 

      ¿Quién tiene la culpa? ¿La escuela lo ha frustrado? Puede ser. ¿Pero la escuela habría triunfado si hubiera hecho bien las cosas? Tampoco es seguro; porque detrás de la escuela estaban los padres, y mal puede un maestro lograr que los chicos quieran lo que en su casa le enseñan a despreciar. Supongamos que los padres hicieran bien las cosas; que trabajaran al unísono con la escuela: ¿garantizaría eso que los chicos crecieran sanos, confiados en sus posibilidades y con ganas de luchar por ser felices? Tampoco es seguro: porque la sociedad late detrás de los padres, y mal pueden unos padres, en consonancia con la escuela, hacer que amen los chicos lo que los jóvenes les enseñan a despreciar. ¿Y quiénes son los jóvenes? Los jóvenes son esa ficción construida por todos; ese modelo, esas modas, esa forma de ser que los arroja en brazos de la bebida y los incita a buscar placeres fáciles en la propia destrucción del placer; beber sin disfrutar de la bebida, copular sin disfrutar del sexo, fumar para hacerse mayores, ajenos a cuanto les hace disfrutar. Esa ficción a la que llamamos “los jóvenes” la han construido los comerciantes para ganar dinero, los que hacen rutas de borrachos, los que venden el alcohol a los menores, los que truecan el día por la noche, los que han cambiado los horarios. También la han construido los padres que han llenado su educación de estereotipos y prohibiciones; los que han confundido la madurez con la mayoría de edad; los que se han negado a que sus hijos tomen sus propias decisiones; los que los han querido mucho cuando eran pequeños, y cuando todavía no empezaban a ser grandes les decían: “ay, hijos, ¿por qué creceréis?” Y no se libra la escuela de esa responsabilidad colectiva. La que no ha enseñado a los chicos a ser personas, sino a ser obedientes; la que ha fracasado al convertir la disciplina en una diosa, cuando el verdadero dios debía ser la libertad, madre de la responsabilidad, abuela del control (que la disciplina viene del discípulo, no del maestro; de imponerse a sí mismo unos controles, no que te los impongan otros desde fuera). La escuela fracasa cuando no sabe enseñar y atiborra los cerebros. Cuando tiene que imponer castigos porque no tiene autoridad. Y los padres fracasan porque empapan a sus hijos con sus vicios y sus fobias; con los prejuicios que ellos mismos heredaron de sus padres; con la pereza aprendida que se empeñan en que sus hijos aprendan; o con una naturaleza débil que muestran sin rubor a los ojos de sus hijos, camuflada de machismo, con el instinto gregario de saberse piezas de una maquinaria y no querer que sus hijos aprendan a buscar sus propios caminos, porque los obligan a andar por los caminos por donde siempre les enseñaron a andar a ellos. Y la sociedad, que la hemos construido entre todos, multiplica estos vicios y los hace cristalizar en un escenario, el escenario de nuestras frustraciones; que podría ser el escenario de la libertad. 

 

      Si los jóvenes tuvieran una educación sólida no serían pasto del alcohol, ni de las drogas, ni del tabaco, ni de la aversión al estudio; ni del odio, ni de lo fácil, ni de la pereza; y no morirían bebiendo cuando salen de botellón. Una sólida personalidad es el mejor antídoto para no ser borregos. Hay que reivindicar el hedonismo, tanto físico como espiritual. El amor a los placeres, verdaderos motores de la vida: placer de beber (no de ser marionetas de la bebida); del erotismo creativo, no del sexo mecánico y roto; del placer del paseo y la comida, no del aburrimiento y de la gula; el placer de correr, de jugar y del deporte (no del deporte convertido en maquinaria de ganar copas y torneos); el placer de sentir el aire sobre tu cara, de patear la naturaleza y escuchar el silencio, el placer de la lectura, de ir al teatro, de ver una buena película y no un bodrio que anestesia el tiempo; el placer de la música que eleva los sentidos y dinamiza el cuerpo, no el que nos hace autómatas y nos deja sordos; el de contemplar un cuadro bien hecho y no sólo bonito, el que despierta en nosotros sentimientos de colores y no sólo sensaciones, el que sabe apreciar una estatua, un videoarte, un edificio: no el que nos embrutece haciendo que nos guste lo que nos gusta a todos. Y que cada uno, en la medida de sus posibilidades, disfrute de los placeres; para que nadie considere que ahogar las penas en drogas es un placer.
      Entre todos los placeres, uno de los más exquisitos es el de la trascendencia. Unos lo ven en dios, otros en la vida misma, otros en la naturaleza. El placer del amor, convertido en sentimiento que nos hace felices más allá de los sexos. El placer del amor al prójimo. De amar la naturaleza y el instinto ético. Cada uno en sus posibilidades. Todos, intensamente a veces, y siempre dilatándolo en la duración. El placer de vivir, de ser uno mismo: ¿cree alguien que con esta suma de placeres los jóvenes morirían de botellón?
      Pues no. El sumo placer es el antídoto contra el pesimismo. Que es lo que late detrás del nihilismo, de la frustración. Una vida plena es el ideal que nos orienta a todos, el norte y la brújula que nos fija el rumbo, el aire suave que nos hace vibrar, palpitante y hermoso: si eres feliz, seguro, seguro, que disfrutarás. Pero si no lo eres buscarás la felicidad en el placer y eso sí que ya no es lo mismo: bastará con ser feliz para tener una vida placentera, pero si buscas los placeres no es seguro que seas feliz. El placer de vivir es lo que no tienen los jóvenes que mueren de coma etílico. Si mueren es porque no ven las cosas, que son ciegos, que no han tenido amor; porque tampoco les han enseñado amar. El amor evita que las niñas de doce años mueran emborrachadas. El amor, recóndito y oscuro líquido amniótico, cálido y acogedor, recogido en las entrañas, único trampolín de la vida (llena de saltos), nos enseña a saltar. Un impulso no más es la vida entera. Un impulso que empuja desde la tierra y, aterrizando en ella, nos echa a volar. 

 


sábado, 19 de noviembre de 2016

Víctor Andrés Belaúnde: La Síntesis viviente




VÍCTOR ANDRÉS BELAÚNDE:
LA SÍNTESIS VIVIENTE

 

 Exposición.

Víctor Andrés Belaúnde desarrolla la idea de que toda cultura es una síntesis viviente. Una síntesis de materia y forma que, por encima de Aristóteles, conecta con la distinción orteguiana de pueblos-materia y pueblos-forma. La materia es la psicología de cada nación; es la resultante de la herencia, el factor geográfico y la estructura económica. La forma es la esencia: los valores superiores (espirituales) que realizan, a través del tiempo, una obra de inspiración, impregnación y asunción[1]. Cabe distinguir entre forma figurante, forma animante y forma asumente. La primera es propia de los objetos materiales. La segunda, de los seres vivos. Ambas forman una unión indiscernible con sus respectivas materias[2]. La forma asumente, propia de las culturas, no está unida inmanentemente a determinada materia, sino que actúa sobre ella trascendiéndola. “La asunción no es yuxtaposición, ni fusión, es elevación o iluminación de una forma por otra. La cultura incaica era como el alabastro: una piedra hermosa, pero opaca. Iluminado por los valores cristianos, el alabastro se transforma en gema brillante. La forma primitiva está transida por una nueva luz”[3].
Esto significa que en toda transculturación hay un elemento asumente y otro asumido. “La historia de la civilización es un proceso de síntesis vivientes que se integran y se superan (…) Los elementos asumidos no pierden su esencia, sino que adquieren nueva vida al ser iluminados, animados y transidos por el elemento asumente”[4]. Y precisa Víctor Andrés Belaúnde: “en muchos casos el mensaje de la civilización lo aportaron los pueblos vencidos y conquistados cuando dieron su cultura a sus conquistadores. Es el caso de Grecia respecto de Roma”[5]. De modo que no debe confundirse asunción con derrota militar.
En el caso del Perú, territorios y tribus primitivas han sido la materia prima, dice Belaúnde, faltaba “la forma o el alma de una nueva cultura”[6]. Belaúnde prosigue: “nuestra conciencia nacional, aunque tenga un antecedente en la unidad imperial incaica, no es continuación ni resurrección de ésta; es un producto posterior (…) sobre la base de elementos que venían del incario y los de la civilización cristiana traídos por la conquista”[7]. Los incas hicieron de la tributación “la base de la vida económica general”, por lo que el legado incaico de “un gobierno paternal y humanitario” está muy en consonancia con el “sentido cristiano” de la Conquista. “Es un valor esencial en la peruanidad el sentimiento y la preocupación por toda obra social (…) No es pues anatópica[8] (…) la orientación que haga del Perú el país más adelantado de América en obras de justicia social”[9].
Por otra parte, Belaúnde advierte que la conquista envuelve contradicciones. En ella coexisten dos hechos incompatibles: el hecho espiritual, que inspira una política de respeto, y el hecho político de la dominación[10]. La síntesis viviente se refiere sólo al primero, y se da la circunstancia de que en este caso la superioridad espiritual coincide con una superioridad militar (contrariamente a lo que le ocurrió a Grecia frente a Roma).
Para Belaúnde la cultura peruana contiene dos ingredientes:
            A. La hispanidad: aporta la forma, el ethos y el techné.
B. El elemento autóctono: aporta la materia, que consta de dos elementos a su vez:
a)      Una morfología social compatible con las formas que aporta lo hispano.
b)      El esthetos. “El arte peruano ha fundido armoniosamente los elementos indígenas e hispanos”.
Sobre estas bases constituye Belaúnde su teoría más controvertida: la de la síntesis viviente; “el logos y el ethos primitivos”, dice, “son reemplazados por el logos y el ethos de la cultura superior”.
Lo hispano es el elemento protagonista, y el elemento autóctono pone el decorado. En la transculturación “el logos y el ethos primitivos son reemplazados por el logos y el ethos de la cultura superior”. Mientras tanto “los elementos estéticos sobreviven y son asimilados y utilizados por el nuevo espíritu, sirviendo de tema en lo literario y de elemento decorativo en lo plástico”[11]. Eso explica que, mientras las  culturas precolombinas están tan presentes en la literatura, brille tanto por su ausencia la idea de un pensamiento andino. ¿Verdaderamente la amáutica, la filosofía inspirada en los Andes, es mera materia sin forma y debe ser condenada a desaparecer? ¿Sólo florecerá en América lo circumeuropeo? He aquí un potente factor de desvertebración.

 

Crítica.

Esto implica que debe haber pueblos-materia y pueblos-forma; culturas-materia y culturas-forma; un elemento regido y un elemento rector. Pero se presentan aquí algunos inconvenientes.
Como crítica a Belaúnde, asumiendo una metáfora de Basadre, habría que advertir que tanto en potencia como en acto son las dos culturas materia y forma al mismo tiempo. El problema es saber si la semilla, el elemento rector, la vis motrix, lleva a su acabamiento su propia esencia en detrimento de las posibilidades del terreno donde crece; si es el terreno el que llega a su perfección a costa de la semilla; o si ambos caminan hacia su entelequia ayudándose mutuamente.
1º. ¿Parasitismo o simbiosis? La morfología social y el esthetos serán, según Belaúnde, una fusión de lo autóctono con lo hispano; el logos y el ethos no: aquí lo autóctono será reemplazado por lo hispano, que es de naturaleza superior. Pero superior implica progresión a partir de lo inferior, como la potencia contiene a la multiplicación (sin suprimirla) y ésta a su vez contiene a la suma. Ahora bien, cabría postular (aunque haya que demostrarlo) una superioridad del ethos hispano sobre el autóctono: pero lejos de reemplazarlo lo que haría sería asumirlo, superándolo; proyectándolo más lejos de lo que habría podido proyectarse solo. Sin embargo el logos autóctono no es inferior al logos hispano; es, simplemente, distinto; que se expresara en forma mítica no plenamente filosófica no anula sus múltiples posibilidades, en parte distintas de las del logos español, y en todo caso y de ninguna manera inferiores a él; o, por lo menos, no necesariamente inferiores.
2º. La materia es potencia y la forma el acto. Toda potencia se escinde en potentia y possibilitas. Si el elemento autóctono es posibilitas, la hispanidad es potentia: por lo tanto, también materia; el elemento rector no es, pues, la forma de la síntesis viviente, sino otra síntesis que tiene a su vez materia y forma. Y si el ethos hispano es una forma superior, la materia hispana no es superior necesariamente; puede ocurrir que la morfología social hispana sea inferior o igual a la autóctona. El propio Belaúnde reconoce que en la conquista se dan dos hechos incompatibles: el hecho espiritual, que inspira una política de respeto, y el hecho político de la dominación, que deforma al pueblo conquistado”.
3º. Toda cultura tiene su aluvión (possibilitas), su siembra (potentia) y su cosecha; según Basadre el elemento autóctono fue el terreno, la conquista la siembra y la república la cosecha. Para que esa cosecha fuera vertebradora haría falta que se hiciera desde una razón plantada, o sea: desde conexiones lógicas, cronológicas y focales forjadas en profundidad. Y haría falta reconocer, también, que cada cultura contiene posibilidades para la otra, en reciprocidad; si la autóctona es el terreno de lo hispano en algunas cosas, hay otras en que el terreno de lo autóctono es la hispanidad. Toda cultura contiene a la vez potencias y posibilidades. Por el mismo motivo tiene cada cultura, también, su materia y su forma que se combinan parcialmente con aspectos de la materia o de la forma de los demás. El elemento autóctono tiene, bajo la morfología social (el Estado asistencial), su propio ethos: éste no es sustituido por el ethos de la hispanidad, sino que ambos debieran combinarse para dar una verdadera síntesis viviente; no la síntesis truncada que propone Víctor Andrés Belaúnde. En efecto, dos culturas en contacto son a la vez potencia y possibilitas, semilla y terreno donde plantarse. Según sus valencias focales ambas culturas podrán ser parásitas o simbióticas; complementarias o difíciles de vertebrar. Si hay vertebración, y por lo tanto simbiosis, no sólo la morfología social y el esthetos, sino también el logos y el ethos podrán potenciarse mutuamente.
La tesis de Basadre sólo tiene sentido si la cosecha vertebradora del Perú puede concebirse como razón plantada. 

 


[1] Víctor Andrés Belaúnde (1950), Obras completas. VI. La síntesis viviente. Palabras de fe. Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 1993; p. 5.
[2] Ibídem, p. 10.
[3] Ibídem, p. 6.
[4] Ibídem, p. 7.
[5] Víctor Andrés Belaúnde (1957), Peruanidad (selección), Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 1968; p. 22.
[6] Ibídem, p. 16.
[7] Ibídem, p. 19.
[8] Término acuñado por Belaúnde, por analogía con “utópico”; es anatópico lo que está fuera de lugar u ocupa un lugar que no le corresponde.
[9] Ibídem, pp. 23-24.
[10] Ibídem, p. 31.
[11] Ibídem, p. 84.

sábado, 12 de noviembre de 2016

En el principio




EN EL PRINCIPIO

 
 
       En el principio era la música. Y la música era ritmo. Y del ritmo era el pensamiento; la idea, el verbo, la palabra. El universo era pulsación eterna desde los confines del espacio. Expansiones y contracciones alternándose hasta el fin de los tiempos. El universo late como late nuestro corazón, ritmo frenético cambiando de compás, y sobre esos compases se dibujan todas las melodías de la existencia. También el corazón es pulsación en cuyo espejo se reflejan las pulsaciones del mundo: sístole, diástole. ¿Cuál de estos movimientos empezó primero? Sería imposible decirlo. Como es imposible adivinar si el universo empezó con una expansión o empezó con una contracción. Ritmo frenético o intercambios lentos, suaves melodías o endiablados espasmos, en el universo caben todas las creaciones de todas las sinfonías que hay en un humilde pentagrama.
       Al principio fueron las tinieblas que estaban congeladas en el cosmos; eran tinieblas, el cosmos no existía pues que no existía el orden. O era la luz que invadía con su presencia todos los confines del espacio: chorros y chorros de calor, billones y billones de grados expandiéndose entre la negrura total que se hallaba congelada en el cero absoluto. Luz y calor infinitos transmitiéndose por un tremendo espacio congelado. Muspelsheim invadiendo Nifflheim. Fue primero una bola de luz que anunciaba la creación del universo. La música de repente lo invadió todo.

 

       La gran explosión empezó con un ritmo frenético. Fuerzas tremendas surgieron del abismo de la nada. Un magnetismo sensible después todo lo invadía. Y vino luego la materia. Una energía titánica rápidamente cuajando en un magma que se solidifica. Pero el punto primigenio de la gran explosión fue una bola de luz que, en un calor inconcebible, hizo vibrar desnudas las innúmeras cuerdas del universo. No había aún materia ni magnetismo: era la gravedad cuántica en la que bailaban y bailaban las cuerdas del espacio. Duró apenas unas brevísimas millonésimas de segundo,  suspiro de encanto cuando el universo pudo oír cantar a las cuerdas que bailaban. Como una exhalación, las fuerzas formidables dieron paso a magnéticas atracciones y en cien segundos se formaron los primeros átomos; hidrógeno y helio tardarían cientos  de miles de años en dar origen a los primeros átomos pesados. El calor fantástico se hacía más frío sin dejar de ser fantástico, y el medio ultradiluido que era casi vacío se iba condensando en pequeñísimos cuerpos.
       Era el periodo radiativo. Incontables partículas fulgían, nadando en la luz, invadiendo los confines del espacio. Pero lo que nadie sabe es que en ellas se hallaban empaquetadas las primitivas cuerdas cuya música ya era imposible de escuchar. El mundo se fue haciendo insensible a la música. El mundo se iba haciendo cada vez más pesado. Las estrellas, gigantescas bolas de fuego cuajadas de hidrógeno, se calentaban por dentro y allí, lejos de la mirada de todos, en sus entrañas, nacían pesadísimos elementos. Hasta que la estrella explotaba y eran arrojados al espacio, esparciendo sus pobres restos, y atravesando distancias cósmicas acabarían formando nuevas estrellas y planetas; así, cada nueva generación de estrellas se construía con las cenizas de la anterior; somos polvo y ceniza de estrellas: de gigantescos hornos en los que, como crisoles, los cuerpos ligeros se transforman en pesadísimos cuerpos. El hierro, el cobre, el uranio, no viajarían por el espacio si no hubieran sido fabricados en el seno de esos formidables crisoles estelares[1].
       Así también Surt, desde el Muspel, vivía en el fuego extremo que despedía luz y calor; algunas chispas se trasladaron al cielo y formaron el sol, cuyo calor atenuado fue dando vida al Mídgard. Sólo que el Muspel, en el que creían los vikingos, no estaba debajo del universo, compartiendo vida con Hel. Cada mundo es su propio centro y ya no hay ni arriba ni abajo, sino unas extensiones inmensas de incalculables distancias al cabo de las cuales se hallaban estrellas explotando, flamígeros Muspels cósmicos dispuestos a lanzar, a lo lejos, chispas de estrellas para formar otras lunas y otros soles, y otras estrellas en celestes bóvedas que contemplaban ojos helados mirando en Babia. El cielo, sí, el sol es polvo de estrellas. Fuego ardiendo con medida, como pensaba el oscuro, que sintió también las pulsaciones antes de poderlas ver. 

 

       En el principio fue la música. En el principio manó el ritmo y en el ritmo estaba  el pulso de la vida. Los ritmos del espacio son diversos. Ritmo fugaz moviendo los cimientos del mundo en aquel rapidísimo primer suspiro. Ritmos sucesivos, cada vez más pesados, cada vez más lentos, formando escalas y compases en el cósmico pentagrama. Escalas misteriosas o de ensueño, marciales y reposadas, escalas de entusiasmo. Ciclos rápidos y lentos que eran ecos graves emanados del averno, o agudos ciclos esfumándose en el tiempo. Líneas de voces o voces onduladas, trémulas o tibias, íntimas o expansivas, alegres o tristes. Era el vibrar extático pulsando, en soñadora contemplación o en frenético arrebato, el entusiasmo; ese entusiasmo que, contenido o desencadenado (íntimo o expansivo), une místicamente nuestro corazón con el corazón del mundo.
        Son ciclos binarios y ternarios. Textos luminosos o sombríos. Voces que hacen eco a otras voces que nacen de ellas; infinitas variaciones, hasta lanzar su potencial de aria triste y solitaria: entonces vino la palabra. En el principio no era el verbo, sino la música; el mundo era armonía, entonación y ritmo. Antes de hablar sentíamos: que si hablas antes de sentir te convertirás en sombra, cuerpo  sin alma, ser ausente que pena por los abismos de Hel, en el mundo del Hades. Las sombras pierden el pensamiento y la memoria, pero antes perdieron la capacidad de sentir; antes de perder la voz perdieron la música; perdieron el arpa, perdieron el ritmo, perdieron el grito.
En la música, cuando nos embriaga, sentimos vibrar las cuerdas que latieron aquel único segundo del universo: cuando empezó todo. Luego esa música fue encerrada en los cuerpos, y en ellos duerme hasta que sepamos tocarla, si sabemos hacerlo. Tocarla para que vibren las cuerdas del corazón de otro. Tocarla en el arpa melodiosa de la naturaleza toda. Basta sentir la música para volver a los orígenes, dejando flotar la mente en el abrazo de la noche; en ella sentiremos ecos de voces, golpes de canto, nubes de tiempo; en ella despertará la melodía que perdimos al principio de los tiempos. 

 







[1] Véanse entre otros, a este respecto: “Los primeros microsegundos”, Investigación y ciencia, julio de 2006, pp. 8-9. “Comment est née la matière”, Science et vie, nº 723, dic. 1977, pp. 46-53. Preston Cloud, El cosmos, la tierra y el hombre, Madrid, 1981, Alianza, pp.39-41. Roland Omnès, L’univers et ses métamorphoses, Paris, 1973, Hermann, pp. 91-93.