viernes, 28 de julio de 2017

EL MÉTODO HERMENÉUTICO





            Lo que empezó siendo una broma sobre el pis de los angelitos ha acabado convirtiéndose en un breve tratado sobre el método; sólo falta hablar de las ciencias humanas. Para quienes crean en ellas también se hace necesario acotar un método, aunque hay que aceptar que la metáfora también es una forma de conocer; que nos hace acceder a la belleza, sí, pero sobre todo también a la verdad; como las otras ciencias.


EL MÉTODO HERMENÉUTICO
 

1.

¿Qué piensa la araña cuando se está comiendo a la mosca? ¿Qué pensó antes de comérsela? Nada. La araña se mueve por instinto. La araña no piensa. Pero ¿qué pensó Héctor antes  de aceptar el desafío de Aquiles? Héctor, seguramente, no sabía si iba a  aceptar aquel reto. Se lo pensó mucho. Y al final, pesando y sopesando sus razones, tomó una decisión. Antes de verlo actuar no sabemos lo que va a hacer un ser humano; porque sus acciones son libres y, por lo tanto, impredecibles. Pero antes de ver actuar a un animal sabemos lo que va a hacer; sabemos que si le llevamos un trozo de pan a un conejo el conejo vendrá hacia nosotros; que si abrimos una ventana donde hay una maceta la planta se inclinará hacia el sol; que si colocamos dos imanes juntos se atraerán sólo si sus polos son opuestos; que si metemos un dedo en el enchufe nos dará calambre; en todos estos casos sabemos lo que va a pasar antes de que pase; porque no se trata de actos humanos, sino de fenómenos naturales. La naturaleza se rige por el principio de causalidad, que hace que las mismas causas produzcan siempre los mismos efectos. Pero la libertad escapa a la causalidad porque, si estimulo de la misma manera a dos personas, no siempre reaccionarán las dos de la misma manera; el mismo castigo que amedrenta a unos desata la rebeldía en otros; así lo vemos cuando Paul Newman interpreta La leyenda del indomable: cuanto más lo castigan, menos obedece.
            La naturaleza es el mundo de la causalidad. El ser humano vive, por el contrario, inmerso en el mundo de la libertad. Los fenómenos causales son predecibles, los actos libres no. La naturaleza animal, vegetal e inanimada se puede estudiar con el método hipotético-deductivo, pero ¿cómo estudiar la naturaleza humana? ¿Esa que ninguna deducción sacada de hipótesis puede llegar a predecir? Hace falta otro método: si lo hay, las ciencias humanas son posibles; y si no lo hay sería una quimera pensar en ciencias humanas.
            ¿Por qué lloran los bebés? Todo el mundo sabe que hay tres causas posibles: o tienen hambre, o tienen sueño, o hay que cambiarles los pañales. ¿Por qué sabes que están ahí las letrinas? Porque he visto entrar allí a un fraile muy apurado y luego ha salido relajado y tranquilo. ¿Por qué las huellas que bajan son más profundas que las que suben? Porque el fraile que bajaba llevaba un cuerpo encima, quizá el cadáver del hombre al que acaba de asesinar. Tales son los razonamientos que Guillermo de Baskerville hace en El nombre de la rosa; Umberto Eco, o Jean-Jacques Annaud, le hacen reflexionar utilizando el método hipotético-deductivo. Juan Luis Arsuaga, hablando de Cuvier, refiere una broma que le gastaron unos alumnos; se envolvieron en una sábana, se pusieron unos cuernos de ciervo, y una pata de cabra, y se presentaron en su dormitorio mientras dormía; “somos el diablo”, dijeron; “y te vamos a comer”; Cuvier les dijo sin inmutarse: “imposible; tenéis pezuña partida y por lo tanto sois herbívoros: no me podéis comer”. Sus alumnos se quitaron la sábana y aplaudieron la sabiduría del maestro; había hecho una genial aplicación del método de las ciencias naturales. 

            Pero ¿por qué Kane, en la película de Orson Welles, pronuncia antes de morir aquella palabra enigmática? Si fuese un fenómeno natural bastaría, para saberlo, con aplicar el método hipotético-deductivo: pero entonces no habría película, porque lo que caracteriza a una historia es que cuando empieza no se sabe cómo va a terminar, y con el método deductivo todos los fenómenos suceden de la misma manera; por eso aquí no funciona; y por eso, en lugar de naturaleza, lo que tenemos aquí es una historia; porque el ser humano es libre, por lo tanto imprevisible. Entre los árboles del bosque vemos migas de pan: ¿a quién se le han caído? No se han caído, que las han tirado; ha sido Pulgarcito, para encontrar el camino; porque se ha enterado de que sus padres, a sus hermanos y a él, los van a abandonar en el bosque. Pero los pájaros se comen las migas y eso sí que era previsible; porque los pájaros son naturaleza, mientras que Pulgarcito es voluntad; para saber lo que haría Pulgarcito habría que meterse en su cabeza, conocer sus pensamientos, saber cómo siente; el comportamiento de los pájaros se puede estudiar con el método de las ciencias naturales; el de Pulgarcito, no.
            Hay en Star wars un episodio en el que Darth Vader tiene a Luc Skywalker a su merced. Luc es su hijo y él lo sabe; sin embargo el espectador no sabe lo que va a ocurrir hasta que ocurre: Darth Vader está desgarrado entre el poder de la fuerza, que lo arrastra hacia el lado oscuro, y su amor de padre, que intenta liberarse de ella: ¿cuál de las dos tensiones vencerá? ¿Matará a su hijo? ¿Se rebelará contra su señor? La vida humana es un misterio, y cada uno de nuestros actos es un enigma, porque el futuro muchas veces no se parece al pasado (el futuro no está escrito): las mismas causas no producen siempre los mismos efectos. Y no siempre los mismos signos significan las mismas cosas. Dos alumnos resuelven bien una ecuación en un examen de matemáticas; sin embargo uno lo ha comprendido y el otro no; los dos sacan un diez, pero el que no lo ha comprendido lo ha aprobado aplicando las reglas de manera mecánica, supliendo la inteligencia con la memoria, y el resultado es el mismo; a diferencia de lo que pasaría en la naturaleza, aquí no basta con observar los datos; hay que meterse en la piel del alumno, encaramarse a su mente, saber cómo piensa y por qué piensa así, y sobre todo saber con qué intención dio sus respuestas. Aquí no nos basta con la deducción: es precisa la analogía; eso que en el siglo XVIII llamaron simpatía y hoy se llama, de manera más aséptica, empatía. ¿Por qué ha robado ese hombre? Un análisis sociológico no nos lo podría decir. Ni un análisis de su psicología, ni  se sabría con sólo mirar sus genes, ni comprobando el estado de sus neuronas, la mente humana no se reduce a esto, su alcance va mucho más allá. Intentemos ponernos en su lugar: pensar como él, sentir como él, vivir su vida; según dice un proverbio indio, habría que caminar varias lunas en sus mocasines antes de  pensar en juzgar. Claro, ese método no es infalible; pero también falla el método hipotético-deductivo cuando nunca nos da certezas sino probabilidades. El diagnóstico de un médico, sin dejar de ser riguroso, puede estar equivocado. El de un psicólogo también puede fallar, pero el problema es que los físicos, químicos y biólogos actúan como si ellos solos tuvieran la clave de la ciencia; porque claro, lo que estudian ellos es riguroso pero el estudio de un historiador o un psicólogo carece de rigor. Ahora bien, los físicos menosprecian a los biólogos porque introducen en sus estudios el concepto de finalidad, que no es científico; porque la ciencia, según ellos, sólo puede serlo de las causas. Si para un físico reduccionista la biología no es una ciencia seria, mejor no hablemos de la psicología; o de la sociología, o de la politología, o de la historia. 


            El método matemático es deductivo; utiliza axiomas. El método empírico es inductivo: utiliza hipótesis; y sólo sabe deducir a partir de los datos, eso es lo que pasa con las ciencias naturales. Pero en las ciencias humanas esto se complica: sus inducciones y deducciones deben conducir, para tener sentido, a la analogía; y ahí es donde los puristas no están dispuestos a aceptar que la analogía tenga rigor; la analogía será literatura, será cosa de las humanidades, pero no de la ciencia. También los físicos que trabajan en teoría de cuerdas son tachados de metafísicos por los otros físicos, porque las cuerdas son inobservables; y, en consecuencia, o cambiamos de método, o renunciamos a estudiarlas.
            Quedémonos con las ciencias humanas. ¿Podríamos decir que son ciencias? Si lo son, tenemos que admitir que su método es a la vez inductivo, deductivo y analógico, y que esto solo no basta; no, porque la ciencia física también ha utilizado la analogía (por ejemplo cuando se comparó la fuerza eléctrica con la gravedad, y, cambiando masas por cargas, dio como resultado que es directamente proporcional al producto de sus cargas e inversamente proporcional al cuadrado de su distancia). No: el problema es que las ciencias humanas van más allá de la analogía; si el físico y el químico ponen distancia con la realidad que estudian (así se garantiza que sean objetivos), el científico social debe acertarse hasta identificarse con ella, porque ésa es la única forma de entenderla: la empatía. Ahora bien, para muchos lo que se estudia utilizando la empatía podrá ser poesía, literatura, arte… incluso magia; pero no será nunca ciencia.
            ¿Puede negarse, sin embargo, que la empatía es fuente de conocimiento? ¿Cómo comprende el padre a su hijo adolescente? Recordando cuando era adolescente como él. ¿Cómo puede un espectador comprender al torero desde la barrera? ¿Y cómo podemos entender lo que se siente cuando se vive en la miseria? Metiéndose uno en el pellejo de un miserable; viviendo en el pellejo de la pobreza; y de la miseria humana, que degrada a la persona en situaciones de extrema pobreza. Etic, emic: ésas son las dos formas de investigar que tienen los antropólogos; o te metes en la situación que estás investigando (y será una observación participante) o contemplas la realidad desde fuera (y entonces tu rigor se volverá “científico”). Mas has de saber que, si te ganas la confianza de la gente a la que estudias, te contarán muchas más cosas, y descubrirás más cosas porque vivirás más cosas también, que la gente lo ve todo desde fuera. Eso sí: luego de la recogida de datos, luego del trabajo de campo, habrá que controlar la validez de lo que has recogido, y ahí el rigor tendrá que ser extremo. No perder de vista que si para recoger hay que acercarse, para depurar lo recogido hay que alejarse de nuevo; no todo lo que se recoge es agua potable. 


2.

Volvamos sobre El nombre de la rosa. En la interesante novela de Umberto Eco hay por lo menos tres formas de investigar:
1. El método de Guillermo de Baskerville. Está centrado en el objeto que se estudia, mandan los datos: y hay que recoger informaciones guiadas por alguna hipótesis, para confirmarla; esto requiere capacidad de relacionar las cosas para encontrar parecidos y diferencias. Por ejemplo, los frailes que mueren misteriosamente tienen la lengua manchada de tinta; Guillermo ha visto que el bibliotecario se pone un guante para pasar la páginas del libro; de ahí deduce que esas páginas están envenenadas, y observa que los frailes se mojan el dedo con la lengua para pasarlas; conclusión: todos los frailes que leen ese libro morirán envenenados por él.
2. El método de los frailes iluminados. Un fraile muere ahogado en la bañera. Otro fraile aparece muerto en la tinaja donde se recoge la sangre de la matanza. El iluminado lo relaciona con el Apocalipsis porque encuentra una extraña coincidencia: que primero se llenó todo de agua, y luego se llenó todo de sangre; ¡ahora se llenará todo de fuego! Porque el Apocalipsis predice que sobrevendrá una lluvia de fuego después del agua y la sangre. Este método no está centrado en los datos, claro está, sino en la teoría; lo que importa no es hacer hablar a los datos sino manipularlos para que encajen con la teoría que nos sirve para entenderlos. Curiosamente la abadía arderá dando aparentemente la razón (pero sólo por casualidad) a las predicciones del Apocalipsis.
3. El método de Bernardo Ui. Está centrado en el investigador, que pretende imponer su verdad y para ello selecciona, de los datos y de la teoría, sólo aquello que le apetece, despreciando el resto. Salvatore, que quiere conseguir los favores de una joven, recurre a un rito satánico; cuando es descubierto en plena tarea Bernardo Ui lo acusa, valiéndose de los datos que le sirven, que le convienen: el gallo negro, la saliva, el corazón del buey, la chica (que también es apresada), y su pasado herético; pero la prueba decisiva es el propio testimonio del acusado, que es extraído sin ningún rigor mediante el tormento; así seleccionará, de las palabras de Salvatore, las que le valen, e ignorar todas las otras. Este método carece de rigor, pues reposa sobre un círculo lógico: si se confiesa culpable lo es, porque ha confesado y hay que creer que lo que dice es conforme a la realidad; y si no se confiesa también lo es, porque sólo el demonio le ha podido dar la fuerza necesaria para aguantar el tormento (y entonces no hay que creer lo que dice); es decir que el investigador decide a qué cosas hay que dar crédito y a cuáles no; sin ningún rigor en el criterio.
Son tres variantes del método hipotético-deductivo: en la primera mandan los datos, en la tercera la hipótesis y en la segunda la teoría; pero sólo en la primera se procede con rigor. Veamos un ejemplo: en una fortaleza micénica los arqueólogos descubren una cantidad de cubiertos desproporcionadamente superior a la de sus habitantes. Estos datos no encajan con la realidad, y hay que explicarlos de algún modo: por ejemplo, suponiendo que hubo un gran banquete con numerosos invitados. Pero hay que explicar también por qué se dio aquel banquete; y por qué hubo unos fastos tan exagerados. A alguien se le ocurre que pudo ser para forjar una alianza militar con vistas a una guerra, una empresa de gran envergadura: la guerra de Troya; esto encaja con los datos.
            Troya ha desaparecido. No se pueden hacer observaciones en una ciudad que ya no existe: hay que recurrir a los testimonios. Y ¿qué testimonio tenemos nosotros de aquella guerra? ¡Homero! Hay que releer la Iliada, recoger datos, cotejarlos con la arqueología y buscar donde dice el poema que hay que buscarlos. Se monta una expedición… ¡y se descubren! El método científico ha arrancado observando unos datos y relacionándolos entre sí, pero no de una fuente directa (los textos arqueológicos) sino indirecta (los textos literarios). Lo que nos sirve de ayuda es la interpretación de los textos, y este método tiene un hombre: hermenéutica.
            ¿Cómo se interpreta la Biblia? Unos pasajes requieren de una interpretación literal: son los textos doctrinarios (como aquel que prescribe amar a nuestros enemigos). Otros piden una interpretación sociológica, atendiendo al contexto del lugar y de la época (como cuando se habla de esclavos, que no se está diciendo lo que dios manda, sino lo que mandaba la sociedad del momento). Otros requieren una interpretación exegética, buscando lo que quiso decir el que lo dijo; cuando Jesús dice que “lo que dios ha unido que no lo separe el hombre”, unos entienden que está prohibiendo el divorcio; otros, que el vínculo más sagrado que dios nos ha dado es el amor, y que si dos esposos se quieren ningún hombre tiene derecho a separarlos; lo que no impide que los esposos se separen cuando ya no hay ningún amor que los une, puesto que en ese caso ya no es dios el que los une. 


El problema de las ciencias humanas es la interpretación. Si un juez condena a un violador y otro lo absuelve, está claro que interpretan las mismas leyes de manera diferente. Si dios ordena a Abraham que mate a su hijo, es importante interpretar bien sus palabras, si de verdad queremos entenderlas. Si un adolescente ha tirado una silla por la ventana de su clase y es castigado por ello, sería bueno entender por qué lo hizo; meterse en su cabeza, sopesar sus motivaciones, intentar darle un sentido al sinsentido aparente. Si veo en el cine una chaqueta abandonada en una silla debo entender que su propietario volverá, y la ha dejado ahí para que no le quiten el asiento. El adolescente tiró la silla para que lo admiraran sus compañeros, a pesar del castigo que le darían, y poder, de esa manera, sentirse querido. Dios probó a Abraham para abolir con su ejemplo los sacrificios humanos. El juez que condena piensa en los abusos del violador, y el que absuelve, en las provocaciones de la víctima.
            ¿Cómo se entiende que una mañana, por la radio, se reciten unos versos de Verlaine sin venir a cuento? Porque ésa es la señal para que desembarquen los aliados en Normandía. ¿Qué es una mujer? Una persona de carne y hueso, para nosotros. Un ser santo o diabólico, para algunos frailes. Comprender el concepto es meterse en la piel de la época, en su forma de pensar, eso que ha dado en llamarse mentalidad, su forma de encarar la vida. Éste es el método de las ciencias humanas; muy similar a lo que hace un espectador en el teatro (identificarse con el personaje para así llegar a entenderlo).
            Esto plantea la cuestión del reduccionismo. El conductismo lo reduce todo a observación de la conducta, empleando el método de las ciencias naturales. El psicoanálisis atiende a lo que dicen los enfermos, no sólo a lo que hacen, empleando el método de las ciencias humanas: escuchar sus palabras, estudiar su coherencia, escudriñar sus motivaciones, desvelar sus pensamientos más ocultos. Sigmund Freud empleó la hermenéutica en la interpretación de los sueños. ¿Qué hemos soñado? ¿Por qué? ¿Cuáles son sus claves? ¿Qué significado tienen? Muchos dicen, y con razón, que esta forma de proceder es poco rigurosa, pero es la única que tenemos; si queremos entender las profundidades del alma quizá manejemos menos datos y más conjeturas, pero eso no hace del investigador una persona poco seria; significa solamente que no podemos hacer otra cosa; ni el método hipotético-deductivo ni el método axiomático nos van a servir aquí; serán poco útiles los conceptos, habrá que sustituirlos por metáforas.
            ¿Qué diferencia hay entre lo que es ciencia y lo que no lo es? La ciencia, se dice, busca en lo observable, pero entonces lo que no podemos ver ¿no lo tenemos que estudiar? Yo pienso que sí, pero hay que cambiar de método: se acabó la objetividad, la distancia; ahora viene lo subjetivo, la identificación.
            También se ha dicho que los experimentos científicos deben ser reproducibles por cualquiera que lo intente. La observación participante quizá pueda repetirse, pero lo que es difícil es repetir el trauma psicológico que reproduce, en el psicoanálisis, el trauma inicial que lo causó, iniciando así la curación del enfermo. Pero que haya experiencias irrepetibles ¿significa necesariamente que no tengan validez? Estos experimentos íntimos enseñan, como decía San Juan de la Cruz, “toda ciencia trascendiendo”.
            Creo que lo que da carácter científico a unas investigaciones es el rigor. El escepticismo. No estar dispuestos a creer cualquier  cosa a cualquier precio. Mantener la vigilancia, estar dispuestos en todo momento a la crítica, no confundir el ser un científico de las humanidades con ser un charlatán: y hay muchos charlatanes que se han colado entre las humanidades, por desgracia; mucho posmodernismo suelto renegando de la razón; podemos estudiar las cosas con el sentimiento, pero la razón no la podemos abandonar nunca. El espíritu científico es una actitud más que un método. Podemos estudiar cosas inobservables, como las supercuerdas, el espíritu de la ley o un trauma psicológico; podemos estudiar experiencias únicas, y por tanto irrepetibles; pero siempre tenemos que evitar caer en las ciencias ocultas: que las ciencias ocultas se caracterizan, no ya por su objeto (que es inobservable), ni por su método (que es la identificación, la empatía, la hermenéutica), sino sólo por su actitud (la falta de rigor). El método de las ciencias humanas, aunque utilice metáforas más que conceptos, es riguroso, escéptico, vigilante y crítico; manteniendo la incredulidad del espíritu con la apertura a creer cosas increíbles: que esto sí forma parte del método. Si mantenemos este espíritu vigilante sin desfallecer, podremos decir, desde luego, que las ciencias humanas son ciencias. ¡Cómo no! Su territorio le está vedado al charlatán. 


3.

Decía Galileo que la naturaleza es un libro abierto ante nosotros y está escrito en caracteres matemáticos. También decía Guillermo de Occam que la naturaleza es un conjunto de signos, y hay que aprender a descifrarlos. Occam distinguía entre imágenes, huellas y palabras; las imágenes se parecen a lo que representan, como el retrato de Mozart se parece a Mozart; las huellas no se parecen a lo que representan, como una pisada no se parece el pie ni el humo se parece al fuego, pero son causadas por lo que representan (como el fuego es la causa del humo y el pie es la causa de la pisada); y las palabras sustituyen a las cosas que designan, como la expresión “número entero” sustituye a una infinidad de números que ni siquiera en toda nuestra vida tendremos tiempo suficiente para nombrar. A las imágenes, las huellas y las palabras la semiótica actual las llama respectivamente iconos, indicios y símbolos.
            Los científicos de la naturaleza utilizan imágenes de las cosas cuando no podemos observar las cosas mismas (por ejemplo, la fotografía que muestra una raya en el acelerador de partículas es una representación, o imagen, de un muón, o un electrón, o un neutrino; quizá haya que considerarla más una huella que una imagen). Pero los científicos de la historia utilizan huellas (restos arqueológicos). Aunque, como la historia surge con la invención de la escritura, también los historiadores tienen que utilizar textos (que, como las imágenes y las huellas, se tienen que analizar); y ahí viene la hermenéutica.
Un arqueólogo estudia las huellas del pasado y para ello se vale del método hipotético-deductivo: como el científico de la naturaleza. Este mismo método, aplicado a los textos y adosado al principio de empatía, nos da la hermenéutica; eso en cuanto a la naturaleza de los signos (hipótesis deductiva) y al trabajo del investigador (hermenéutica); en cuanto a la accesibilidad de los signos, si estos son accesibles se llaman fenómenos, y si no lo son se convierten en especulaciones; que pueden ser abstractas (matemáticas) o analógicas (literatura, arte, música o, en feliz expresión de María Zambrano, razones poéticas; la razón poética, cambiando el concepto por la metáfora o completándolo con ella, nos da un conocimiento íntimo, no ya de las cosas, sino de las personas).
            Suele ocurrir que las experiencias íntimas no se muestran a la observación, no son fenómenos; al no ser captados por los sentidos (pues ni los vemos, ni los oímos ni los tocamos) no pueden producir, por abstracción a partir de sensaciones, conceptos; y la única forma que tenemos de conocerlos es formarnos una figura que se le puede parecer (como San Juan de la Cruz emplea la metáfora del amado, y los símbolos de la luz y del fuego, para expresar la experiencia mística: la unión íntima del alma con dios). Así, por ejemplo, San Agustín emplea el método de las confesiones, que consiste en buscar dentro de sí para hablar de esas evidencias que, por no mostrarse ante nosotros (es decir por no ser fenómenos) son, paradójicamente, fenomenales. 


Occam niega que tengamos derecho a hablar de esas cosas. Su famoso principio de economía (conocido también como navaja de Occam) nos prohíbe atribuir existencia extramental a los objetos mentales; según esto, no deberíamos hablar de supercuerdas, porque son especulaciones, no fenómenos. Wittgenstein lo expresaría de otra forma: de lo que no podemos hablar (porque no tenemos palabras –ni conceptos- para expresarlo) mejor callarse. Eso significaría que no tenemos derecho a hablar ni del ser, ni de la nada, ni del tiempo, ni de la materia. Ahora bien, que las palabras que tenemos para nombrarlas no expresen conceptos claramente definidos no significa que no podamos usarlas; también pueden significar metáforas borrosas; decía Miró Quesada que el conocimiento es como un viaje por el mar: unas veces pasamos por aguas poco profundas que son transparentes y nos dejan ver (son los conceptos); y otras veces pasamos por aguas muy profundas adonde no llega la vista, y, una de dos, o renunciamos a conocerlas (como decía Wittgenstein siguiendo a Occam: mejor callarse), o nos empeñamos en conocerlas y para eso debemos prescindir del concepto (y empleamos la metáfora); los conceptos son filosofía rigurosa (muy precisa, sí, pero sólo puede ver en la superficie); y las metáforas son filosofía literaria (mucho menos rigurosas, pero, desde luego, más profundas).
Porque vamos más lejos; la navaja de Occam prohíbe creer que existan los objetos que produce nuestro pensamiento; con más razón prohibirá hablar de los que produce nuestro sentimiento, que están más allá del pensar. Así, si pienso en la justicia o en el amor pero no hay ningún fenómeno que corresponda a esos conceptos, me callo; y si siento una experiencia mística que no se manifiesta ante los demás, también debo callarme; es como si tuviera una guitarra que no puede producir sonidos más agudos que los de la prima pulsada en el último traste y acabara pensando que esos sonidos no existen; y me negara a producirlos con un piano, que sí los tiene, so pretexto de que el piano no es tan noble como la guitarra. De la misma manera, desoyendo a Wittgenstein y a Occam, podemos buscar con el órgano de la metáfora las cosas que no podemos conocer con el del concepto.
Los puristas, que sólo quieren oír hablar de rigor, rechazan la empatía y la metáfora y niegan que las humanidades sean ciencias. Pero definen el rigor como la capacidad de contrastar datos. Por eso se niegan el derecho de observar realidades no manifiestas: y eso los llevaría a negar la existencia de estrellas tan lejanas que su luz todavía no ha tenido tiempo de llegar hasta nosotros.
Pero si definimos el rigor como escepticismo, entonces podemos hacer ciencia con realidades que no son observables; que yo no tenga experiencia de la justicia no quiere decir que la justicia no exista. Fe es creer lo que no vemos, pero tiene que ser una fe racional. Si creo en la felicidad aunque no haya visto nunca personas felices (por ejemplo, si estoy en un campo de concentración), y si soy escéptico con las interpretaciones fáciles, mi pensamiento podrá ser riguroso, y, por tanto, científico; y nadie podrá hacerme creer que existe el traje nuevo del emperador. Si me acerco a las interpretaciones de Freud, o de Jung, y si me las creo con una mirada escéptica, estaré dispuesto a admitirlas como ciencias; al mismo tiempo que estaré siempre vigilante para no admitir como verdades no ya cosas no contrastadas porque no puedan serlo, sino porque sean contrastables y el investigados no las haya querido contrastar; sin la creencia racional la ciencia no existe; ni sin la vigilancia escéptica atenta a que no me hagan pasar por traje telas inexistentes con las que me quieren engañar. Hay un equilibrio difícil entre las creencias racionales y el escepticismo.
Las matemáticas conocen deduciendo a partir de intuiciones. Las ciencias naturales conocen explicando a partir de datos. Y las ciencias humanas conocen buscando sentimientos en los textos. Los axiomas, las hipótesis y las interpretaciones con, en cada caso, las conjeturas; los teoremas, los datos y las experiencias inefables son, respectivamente, los materiales con que trabajan. Hay tres métodos: el axiomático, el hipotético-deductivo y el hermenéutico. Y tres tipos de ciencias: las matemáticas, las ciencias naturales y las ciencias humanas. Cada una se ocupa de una parte de la realidad, como cuando el ojo sólo ve ondas cortas y el oído sólo capta ondas largas. Por eso todas son nobles: y todas son necesarias.



Te agradezco, Eloy, que me hayas ido guiando con tus ocurrencias: primero fue tu necesidad de agarrarte a certezas; ahora es mi necesidad de fundamentar la duda. Ninguno de los tres tipos de ciencias (naturales, humanas y matemáticas) tiene fundamentos indubitables. Heisenberg resquebrajó el suelo de la certeza en las ciencias naturales. María Zambrano nos abrió a la razón sin suelo en las ciencias humanas (de la mano de la interpretación de los textos). Y Gödel demostró que la matemática no puede fundamentarse; es decir, no puede demostrar que es consistente. Todo está en la paradoja de Russell, que viene a decirnos que x ≠ x. La versión más conocida es la paradoja del catálogo: un catálogo es, por definición, un libro que contiene a los libros que no se contienen a sí mismos; ¿se debe contener a sí mismo? ¿Puede haber un catálogo que se nombre a sí mismo dentro de sus páginas? Si se contiene, por definición (lo hemos definido como el libro que contiene a los libros que no se contienen), entonces no se contiene; y si no se contiene, por esa misma definición debería contenerse: en ambos casos caeríamos en un absurdo. Esta paradoja, descubierta por Russell, ha desencadenado la segunda gran crisis de las matemáticas (la primera se la debemos a Pitágoras): El teorema de Gödel nos dice que no tiene solución.







viernes, 21 de julio de 2017

EL FUERO DE SEPÚLVEDA








EL FUERO DE SEPÚLVEDA
 

  1.  
            El abuelo Víctor murió cuando florecía la primavera. Volvía cargado de ovejas, con la voluntad grabada en la frente, con la hombría regada en las venas; y tuvo que ser la fatalidad, las cosas del destino, la mala suerte. De allá a lo lejos volvía, entre polvareda de rebaños regresando para casa. En el río Tozo se había visto reflejado como en un espejo. En sus aguas, gélidas y transparentes, había galápagos montados en las piedras. El Tozo, el Marinejo, el Montes. El alma de Extremadura cincelada en las rocas, en los cantos rodados de los cauces, en las polvaredas. Día a día cambiaba el paisaje a medida que llegaba a casa. Allí se quedaba el suelo recién segado. Después empezaban a dorarse las espigas, el suelo verde... Al llegar a Segovia, empezaban a espigar las cosechas.
            Y allí fue, un día aciago de primavera, cuando moría el abuelo Víctor. Su nieto Mariano no lo llegó a conocer. Su nieto Mariano, como todos los nietos, no había nacido aún cuando en la fuente del chorro él bebía. Su hija Marcelina, huérfana de tres meses, tampoco lo conoció. El abuelo Víctor murió cuando volvía con sus rebaños en el mes de junio, y volvió a finales de mayo. Ya espigaban las cosechas cuando, a la vuelta de Extremadura, dejaba las ovejas en Navafría. Hacía calor y tenía sed. De caminar por los altos de Guadarrama sudaba el abuelo Víctor. Iba a la Revilla. La abuela Facunda, “la madre de mi madre” –recordaría un día Mariano-, solía dejarle las llaves de casa debajo de una piedra. El abuelo era mayoral. Pero se le olvidó dejárselas aquel desgraciado día. El abuelo Víctor, que estaba muerto de sed, bebió para revivir y conoció la muerte, en la fuente fría. No pasaron cuatro días cuando dejaba huérfana y viuda. Víctor, al que nada había podido domar, forjado en los campos de mayo y curtido bajo el sol de invierno, con la piel cuarteada por el viento, murió, ironías que tiene la suerte, de una pulmonía.



2.

            Y el tiempo de Víctor se perdió en un remolino. Se perdió como los remolinos de otoño, que envuelven en polvo la hojarasca y el espino. Como los remolinos del alma, que depositan nostalgia en las praderas del sentimiento. El tiempo es un remolino agitado por el sentimiento. Un abismo donde las cosas pierden forma, sumidas en lo más profundo de las entrañas, y en el palpitar más puro de los corazones que no existen. En el murmullo del viento, una presencia caótica y cuántica de melodía y ritmo; donde las nubes presienten infinitos que se depositan en el espacio como gotitas de rocío. Vasto abismo del tiempo antes del tiempo, Ginungagap. Vértigo y remolino donde late el infinito: el sentir doloroso de las fibras del ser, vibrando como violines en las cuerdas del universo, que aún no puede existir.
            Los remolinos giran como galaxias en los sumideros del tiempo: y emergen por las cañerías del espacio, depositando espirales (y entre luceros, polvo de estrellas). En algún rincón del tiempo, penetrando en lo más hondo de sí mismo, yace dormido el mundo de Víctor en el regazo de Ginungagap: un ser profundo donde vamos todos después de existir, porque allí éramos semilla sembrada por el viento antes de nacer.
            En esos remolinos se perdió el tiempo de Víctor. Se quedó envuelto en una nebulosa de nostalgia. En ella se formó Mariano, hijo de Casto, esposo de Marcelina, hija de Víctor, el desgraciado mayoral. Su esposa Facunda tuvo que volver a casarse, porque en aquellos tiempos la mujer no era nada y sólo tenía existencia a través del marido. Casó, pues, Facunda con Esteban, que era pastor. Para entonces su hija Marcelina tuvo como tutor a su tío Alejandro, en un tiempo en que Víctor les dejó de todo en la casa de la Revilla. Pero aquella herencia se esfumó, nunca se supo si por la excesiva bondad de Alejandro o por la picaresca inteligente de los otros. Fue el caso que, al casarse, Marcelina no tenía ni un colchón donde dormir.
            La hija del tío Alejandro se llamaba Josefa. Josefa y Marcelina eran primas. De Josefa nació Elvira, y de Marcelina Mariano; siendo primos segundos, vivieron sin conocerse; porque Mariano vivió en Orejana y Elvira había emigrado a Segovia. Josefa se había casado con un jirón arrinconado de la nobleza, Ángel Isabel de Santiago, hidalgo del tres al cuarto descendiente de los marqueses de Santa Cruz. Pero Marcelina no estaba casada con la nobleza de sangre, aunque sólo fuera de la que estaba condenada a la pobreza material. Marcelina, pobre y desprotegida como su prima Josefa, se había casado con la nobleza de carácter; su marido se llamaba Casto Martín: Martín, hijo de Marte, esforzado y luchador, de la casta bravía de quienes no agachan la frente.
            Casto era un castellano viejo de tierra de Segovia, como él decía. Y de Orejana, por más señas. Del partido de Sepúlveda. Donde nunca les pisó ni el mismísimo rey Almanzor. Donde reinaban la libertad y la dignidad de las personas, y la igualdad de la sociedad se enseñoreaba con el autogobierno, en democracia. Tierra de frontera en los extremos del Duero, tierras de Segovia: la Extremadura de abajo. Tierra donde se afirma con más fuerza el carácter democrático del pueblo castellano. En el fuero de Extremadura, manado de la costumbre, la nobleza es una clase abierta a todos; al valor y al mérito de cada uno, con sólo tener las armas y un caballo. La población, el concejo, la asamblea vecinal tiene todos los poderes; el concejo son todos los hombres y mujeres, de él emana el juez y emanan los alcaldes, de todos los pobladores, “ricos y pobres, poderosos y humildes, infanzones y villanos”. Cada vecino es dueño de su casa y de las tierras que trabaja, pero las tierras vecinales son colectivas; los bosques, las aguas, los prados, las dehesas; los montes que invadían la entrañable llanura castellana. Por eso la gente se siente vecina de su concejo, y el concejo es el alma que llena el nombre de su tierra; hombre de Sepúlveda, como era y se sentía la nobleza de Casto, que tenía sus raíces en el fuero: en el derecho de la Extremadura castellana. En los territorios reconquistados al sur del Duero (la Extremadura, la tierra de frontera), donde no podía sino surgir un derecho fronterizo. Pero la frontera tiene un destino que no es el de seguir siendo frontera eternamente; su destino es el mestizaje.
            A Sepúlveda la repobló el conde Fernán González. La misma Sepúlveda que, en el declive de la época visigoda, tuvo a San Frutos por patrón porque no había en aquella tierra más que pastores y ermitaños. Luego vino Almanzor. Vino Abú-Amir, que se dio a sí mismo el sobrenombre de Victorioso (eso sí, con la ayuda de dios: Almanzor, singular mezcolanza de orgullo y humildad fingida). Su ambición no tenía límites. Cerrando los ojos a la corrupción, se llenó de aliados y amigos; y se granjeó la aprobación del clero saqueando la biblioteca de Córdoba, quemando libros; y detuvo el avance de los cristianos del norte organizando un poderoso ejército. Nadie le discutía sus dotes militares, pero ¿a qué intereses servía? No a los fueros y libertades de Sepúlveda, sino a su desmesurada ambición que le calmaba la sed bebiendo sangre. Convertido en un auténtico dictador, Abú-Amir, antes de ser Almanzor, atravesó la tierra de frontera. Le pareció que Madrid ardía porque su muralla de pedernal brillaba como una hoguera cuando le daba el sol. Lo arrasaba todo a sangre y fuego, aniquilando a quien le presentaba batalla. Saqueó Zamora, fortaleza inexpugnable de Castilla, pasando a cuchillo a toda la guarnición. Arrasó Barcelona. Penetró hasta los confines de la cristiandad, el mismísimo brazo de la galaxia, el campo de estrellas, Compostela: las campanas se llevaba a hombros de agotados prisioneros, agachando la cerviz, la población esclavizada. Y tuvo tiempo antes del año mil de asolar la Extremadura castellana, Sepúlveda la del fuero libre, la tierra de Fernán González.
            Casto, que se casó con la pobre Marcelina, vio cuán triste es el destino de las gentes que no se defienden. De quienes no tienen padres desde que fueron niños. El coraje le atizaba el corazón diciéndole, en el pequeño barrio de Orejana al que llamaban la Revilla (allí, donde ellos habían nacido), que defendería a su familia con todas las fuerzas de su ser, apoyado en la tierra en que se hundía. Con la fuerza del brazo apoyándose en el derecho, pues era ésa la índole de los descendientes de Hércules: como un castellano viejo de la tierra de Sepúlveda. Como un castellano viejo.
 

3.

            La victoria debe suceder al esfuerzo, pero en el caso de Casto fue al revés; y así, su primera hija se llamó Victoria: Casto fue su benjamín. A Victoria le sucedió Mariano, pero al pobre Marianín se lo llevó la difteria. Al tercer hijo también lo llamaron Mariano. Y Mariano heredó la casta de la tierra de Sepúlveda, aunque la tiñó el destino con un halo de testarudez. Mariano fue de la estirpe de los martines: austero, recio, bravo, dispuesto a afrontar el hado a pecho descubierto; impetuoso, valiente, luchador. Pero la suerte, que a todos nos amarra, le deparó a él el más triste de los destinos. Severas estaban las moiras cuando tejieron los hilos con el mismo material del que hicieron a su padre. Y en el fondo nació afortunado, pero lo pusieron en un piélago de ira. Desde siempre su destino fue luchar. Sobre la estela de su padre, la estela de los hombres libres, hay un camino de Santiago que nos lleva a la independencia. La alegría, el respeto, la igualdad. Pero la alegría para él fue sólo una meta; con nostalgia lo forjaron desde que nació, un recio día de febrero, cuando ardían las candelas en la ruta de las moiras.
            La nostalgia lo abrazó por los prados de Valdenavarre. Empezó segando en verano, un día, en Los Rancajales. Se habían quedado sin agua y su madre tenía que preparar el avío del día siguiente para comer: y se llevó en la burra a sus dos hermanos, porque eran pequeños; y como no cabía Mariano, tuvo que quedarse a dormir con su padre en aquellos campos de dios. Fue la primera vez que conoció la nostalgia. Ya no era la sed, era la nostalgia de ver que se iba su madre con sus hermanos y él se quedaba solo.
            -¡Madre! ¡Madre!
            Sus seis años en un puño se llenaron de pena a medida que la veía partir. Tenía sed y su padre le daba leche de cabra, pero él no quería beber. ¡Cuántas veces su madre, oyéndolo en la lejanía, lo sentía hundirse en el silencio de la noche y a ella se le ponía un nudo en la garganta!
            Seis años. Sus seis años no le tenían apego a su padre, porque se iba a ganar el pan y pasaba largas temporadas fuera de casa. Sólo estaba cuatro meses en verano, cuando se hacía la recolección de la mies; el resto del tiempo estaba fuera, y mientras tanto su madre araba, cavaba, cortaba leña, segaba, trillaba, limpiaba el grano, tenía que cuidar a los animales y tenía que cuidar de sus hijos. Y por eso los niños, que vivían bajo sus faldas, estaban con el padre como quien está con un extraño; la tierra no daba para más y vomitaba a sus hijos para buscarse la vida; los vomitaba para alimentar el hogar que se quedaba solo sin ellos, arrancándole el corazón como única forma de llenar el vientre; que era la disyuntiva o tener padre y no tener que comer, o tener comida y no tener padre. Por eso los seis años de Mariano gemían de pena en la noche dura y su corazón, apretado en el silencio, parece que decía:
            -Madre...
            Era pequeño y se quedó dormido con la fresca de la madrugada.
            Desde muy pequeño le gustaron la lectura y la escritura. Por la noche, cuando regresaba de guardar las vacas, escribía con un trozo de tiza en unos delantales o zajones de cuero, y se inventaba una carta a su padre; eran las largas temporadas de invierno que pasaba fuera de casa, trabajando en diversas ocupaciones o dedicándose al pastoreo. Y por el día, se ponía a leer en voz alta para que le oyesen los mayores.
            Cuando empezó a ir con las vacas por el monte de Valdenavarre tenía sólo cinco años. Iba a aquel dichoso monte a pasar frío y a mojarse con la lluvia, y a llorar y a rabiar viendo que las vacas parecía que tenían conocimiento; que se reían de él por lo pequeño que era y por no poder correr como quería para ir detrás de ellas. Un día, pasando por el barrio de la Revilla camino de Valdenavarre, tuvo ganas de hacer de vientre y el frío no le dejó desabrocharse los pantalones; y se ensució. Y cuando levantó el día, a hurtadillas para que no le viesen los vaqueros, se lavó la ropa y la tendió sobre unos matorrales. Allí encontró un periódico y lo leyó, en las piedras y a escondidas de los otros vaqueros, mientras se secaba la ropa; pudo el pequeño Mariano (corría por entonces el año mil novecientos treinta) conocer en unas fotografías la extraña silueta de los aeroplanos.
            Quizá fuera la escuela la liberación de las penurias. Un día don Roque, el maestro, mandó decir a los padres que si los niños no iban todos los días a clase, no los dejaría entrar; que nunca aprenderían nada si iban un día sí y otro no. Marcelina, sinceramente compungida, fue a explicarle a don Roque que necesitaba a su hijo para ir con las vacas al monte; era imposible mandarle a la escuela, aunque ella quería que aprendiera las letras. Don Roque, comprensivo, le dijo:
            -No, mujer, yo no le he dicho nada a tu chico. Sólo lo he dicho para los otros. Conozco vuestra situación y sé que Mariano, aunque no venga a la escuela, lee.
            Como tan pequeño tuvo que salir a trabajar, el chico aprendió a ser astuto. El maestro les daba a todos un libro para leer durante el verano, menos a Mariano. Y él se lo dijo a su madre para que hablara con el maestro, y el maestro le dijo:
            -A él no le he dado libros porque sé que tiene los suyos, y lee. Y sé que lee demasiado y no es bueno que lea tanto para su corta edad; que tan dañino es andar lo mucho como lo poco.
            Pero él no quería ser menos que los demás y se vengaba poniéndose a leer en voz alta junto a las paredes de las casas, para que lo oyesen.
            Sin embargo, era un niño. Y como todos los niños, travieso. ¿O era que las condiciones en que se desarrolló lo hicieron así? Los padres eran serios, los niños aprendían a golpes, fue el tiempo que le tocó vivir. No es fácil decir si las condiciones de vida eran brutales o es que eran brutales las personas. Sola, sin el consejo del padre, sin el apoyo del marido, su madre algunas veces llegaba a la desesperación. Fue un día de invierno. Marcelina, en días en que no podía salir al campo, se juntaba con las vecinas y se daban compañía cosiendo trapos. Como los niños les daban guerra, los mandaron a jugar al pajar. Y jugaron. Jugaron a los carniceros y se emplearon con las gallinas; mientras unos las cogían y otros las sujetaban el pescuezo sobre un tajo de madera, Mariano, con un hacha, se lo cortaba: sólo se escapó el gallo. Y envolvió entonces el pajar un silencio misterioso que empezó a preocupar a Marcelina; al ver luego la carnicería, ella se quedó de piedra. Le dio unos buenos latigazos, pero más miedo le dio su padre, que estaba en casa por aquel entonces trabajando en el campo. Cuando llegó, Mariano no quería entrar en la cocina. Él le exigió que se acercase y el niño, asustado, se arrimaba a una esquina sin atreverse a llegar a él; y Casto, apenado y, en su fuero interno, enternecido, no le hizo nada; se limitó a mandarle a la cama sin cenar.
            La nostalgia. La mayor enemiga que tuvo aquel niño. La más dura. La que más combatió durante toda su vida y la reconoció como su sino, porque en su frente la tendría marcada para siempre. El hambre, el frío, los padecimientos pasan, pero la nostalgia queda. Fue una existencia llena de rigores en Orejana, en el barrio de la Revilla, en las frías tierras donde pastaban las vacas; en el monte que se erguía a la salida de El Arenal, pasado el desgraciado cruce de la Muñeca, por los prados de Valdenavarre. Las letras, en la escuela, siempre fueron un refugio contra el frío: donde se escribe no hay que cuidar las vacas. Y era tan grande la calamidad que el buen Casto un día, esperando mejorar su suerte, los llevó a Chozas de la Sierra. Fue el catorce de abril de mil novecientos treinta y dos. Mariano, en su esperanza, tenía la ilusión de ir a la escuela para dejar aquel calvario. Ni su madre ni su hermana tendrían que ir detrás de las vacas, ni arar: allí todo era más moderno; su hermana Victoria podría vestirse con ropas menos viejas que las del Arenal, sí: Chozas parecía la tierra prometida. Don Roque, apenado, le dijo a Casto:
            -Deja al chico conmigo: podemos sacar algo de él. Mira a los otros chicos, Manolín, sin ir más lejos; le pregunto cosas y agacha la cabeza, y no hay manera de hacerle hablar. Pero Mariano tiene madera; te digo yo que podemos sacar algo de él.
            -¿Y cómo –dijo Casto-, cómo voy a dejarlo aquí si es mi hijo mayor? En él tengo puestas todas mis esperanzas.
            Dos años exactamente después de que se proclamara la república, un primero de abril, partieron para Chozas. El último día que fue con las vacas, Mariano, al salir del monte, volvió la vista atrás y se dijo a sí mismo: “adiós, Valdenavarre, ¡ojalá no te vuelva a ver!” En Chozas había una dehesa cerrada y no tendría que ir con las vacas, como en Orejana: iría a la escuela todos los días. Atrás quedaban los zajones que le hizo su tío Nicolás de unos  viejos de su padre, para que no tuviera frío. Atrás las piedras de la pared del prado del Hoyo, donde se machacó un dedo y se lo tuvo que lavar con vinagre y salmuera. Atrás las apreturas, las soledades, las calamidades sin cuento. Cuando subieron a la camioneta con las vacas y los enseres, en la mente de todos estaba, con la claridad de la aurora, la esperanza de una vida nueva.