sábado, 27 de septiembre de 2014

Elogio y refutación de Occidente



ELOGIO Y REFUTACIÓN DE OCCIDENTE


            Cientos de europeos han ido a combatir en la Yihad. Hay varios tipos de europeos y la riqueza de un país es su diversidad, pero la diversidad, si queremos que sea fructífera, debe vivir en armonía; los europeos de los que hablamos son musulmanes nacidos en Europa. Todavía tenemos el recuerdo de los disturbios que incendiaron Francia no hace mucho tiempo: miles de magrebíes levantados contra el Estado en una verdadera insurrección; aquellos enfrentamientos fueron lo más parecido a una guerra: sólo faltaban las armas. Jóvenes en paro, en barriadas marginales, excluidos de la vida social, que hablaban francés pero tenían rasgos norteafricanos, eran lo que eran pero no estaban donde estaban. Eran… ¿qué eran? No eran musulmanes de nacimiento, sino simplemente personas. Aristóteles nos enseñó a no confundir lo que se nace con lo que se hace; nos hacemos de una cultura, pero nacemos todos iguales. Todos compartimos la misma naturaleza, todos al nacer somos humanos, con nuestras facultades y nuestros derechos, pero nos hacemos a imagen y semejanza del mundo donde estamos, unas veces en lucha contra él, otras haciéndolo nuestro; la fuerza más poderosa que tenemos para navegar por el mundo es nuestro carácter, nuestros sentimientos, nuestra inteligencia, nuestra voluntad. Nadie nace musulmán como nadie nace cristiano. Pero a todos nos educan en una cultura que marca nuestra identidad, aunque nuestra identidad no se disuelva en ella; y así, quien ha sido criado en un mundo cristiano tiende a ser cristiano aunque no tiene por qué serlo; los credos heredados son una tendencia y no una fatalidad, y lo único que serviría para construirnos son los credos que nosotros mismos nos forjamos; y se inspiran, cómo no, en los credos que nos rodean; en los que vivimos como en los que nacemos.
            Lo que somos depende, pues, de dónde estamos, pero eso no quiere decir que el mundo donde estamos determine el mundo que vayamos a ser: entre ambos mundos se extiende la libertad. Los jóvenes norteafricanos han llevado en Francia una vida de marginación, y eso quiere decir que estaban en Francia, pero no eran de Francia. Ser de un país significa ser aceptado por el país donde se está: los norteafricanos de Francia no lo eran. Por rechazo del país de acogida, claro está, pero también por rechazo del país de origen, que no ponía los medios para que los hijos que vivían en Francia adquirieran verdaderamente la cultura francesa. La escuela suele ser para los humildes una guardería, y su casa una escuela paralela donde los chicos aprenden otras tradiciones. La cultura se adquiere realmente a través de los relatos, decía MacIntyre, pero los relatos hay que vivirlos de manera crítica; cuando falta el sentido crítico ya no hablamos de cultura, sino de culto. He aquí algunas de las claves que explican el rechazo de Europa por parte de los jóvenes árabes. Europa es para ellos una cultura sin relato, y por lo tanto sin vida; el Islam es su relato vivo, pero acrítico: por lo tanto no es cultura, sino culto. La cultura, para decirlo con palabras de Ortega, no es deleite, y los jóvenes la rechazan. Luego nos sorprendemos de que abracen cultos que anulan su voluntad, porque les hacen vibrar desde dentro.
            La exclusión social también se explica desde la falta de protección. Nos decía Maslow que, después de las necesidades biológicas, lo que más necesitamos todos es seguridad: ¿en qué seguridad puede vivir una familia que está en paro? Luego el sentimiento de pertenencia: ¿qué apego a la sociedad pueden tener unos jóvenes que se sienten rechazados por ella? Vivimos bajo la égida de un liberalismo monoteísta, y por monoteísmo entendemos que su único dios es la libertad (o el dinero). Pero esa libertad no es real, es un espejismo. Mandad a un joven a recorrer mundo arrancándolo de su familia, de sus raíces, de sus amigos y de su mundo, y pronto la libertad se transformará en desolación y pena. El joven se buscará una familia para no sentirse solo, para no tener miedo. El mundo liberal no es la panacea para el mundo islámico. La protección que el liberalismo nos quita es sustituida por una red asistencial que, con mayor o menor fortuna, hace las veces de subsidio de desempleo inexistente, de sanidad ausente, de escuelas que cuestan dinero, en vez de una omnipresente ausencia de seguridad social. Pero esa asistencia social la ofrecen a menudo los radicales: ése es el problema. Del desempleo sólo se puede proteger a los hombres, porque el trabajo no es para las mujeres; la sanidad se les prohíbe a ellas, y en las escuelas casi sólo se enseña el Corán: un Corán memorístico, todo hay que decirlo. Cuando la gente vota a los islámicos vota también por la asistencia social de la que se ha visto despojada por el liberalismo.
            ¿Nos sorprende, entonces, que esos europeos vean a Europa como un escaparate que no les deja disfrutar de sus promesas, desde lejos? ¿Que se acerquen a un mundo islámico que los arropa, bien o mal, con una protección que Occidente está aprendiendo a no tener? Somos animales sociales. La sociedad europea tiene una cultura que nos impulsa a ser nosotros mismos, pero una economía que nos priva de las posibilidades de la cultura; y la cultura de Europa ha olvidado sus relatos y se ha vuelto árida, toda llena de conceptos, cristal de duras aristas, vena sin sangre, intelecto sin emoción. El problema es que ese vacío suele ser ocupado por relatos maravillosos y vibrantes que crecen a costa de nuestra libertad, alimentándose de ella, consumiéndola, empobreciéndola, consumiéndonos también como el enfermo se consume por el parásito que se alimenta de sus fuerzas. Ningún culto debería vivir a costa de la cultura. Todos deberíamos tener los cultos que sintiéramos como propios, pero nunca a costa de la crítica que subyace en el corazón de la cultura. Los cultos, decía con otras palabras Unamuno, son como zarzas que te impiden entrar en la cueva de Montesinos; en esa cueva donde está el verdadero tesoro, ése que late por debajo de las tradiciones: el de la cultura.  
            Pero las gentes que imponen los cultos por la fuerza de las armas, matando enemigos y asesinando inocentes, lo hacen con armas que vienen de Occidente; relojes fabricados en Occidente; navegando por un Internet que ha sido creado por Occidente; con videos de propaganda producidos según una depurada técnica occidental. Y nos encontramos con la paradoja de que, para combatir una cultura, necesitan utilizar una parte de la cultura a la que combaten: ahí está su talón de Aquiles. El mundo islámico vive en una contradicción insostenible. Necesita de la cultura a la que ha convertido en su enemiga. Por eso, detrás de la desesperación presente, late en su fondo una lejana esperanza: que ambas culturas están condenadas a entenderse; y que tarde o temprano, quiérase o no, tendremos que convivir, respetarnos, tratarnos como hermanos y, por lo tanto, dialogar dignamente.




sábado, 20 de septiembre de 2014

Santander



         Un día hubo en Santander un congreso de filosofía. De dentro y fuera de España acudieron historiadores y filósofos. Y cuando todo había acabado, un viejo profesor, del norte, nos enseñó un paraje directamente sacado de la leyenda: el valle del Nansa; allí vimos bosques enteros sin árboles, como cabelleras peladas, desde que en otro tiempo decidieran talarlos par construir los viejos barcos de madera; y vimos caminos donde un recio Unamuno, remando contra el viento y montado en su caballo, subía estoicamente por las inhóspitas laderas. Pero antes decidí volver a mi habitación a pie junto a la arena; y un profesor de Madrid, un profesor entrañable, se unió a mí para compartir aquel camino durante dos horas; el mar nos arrullaba y las palabras del corazón, acurrucadas, conocieron el sosiego: de aquellos mares en calma surgieron estos recuerdos.
            A mi buen amigo Pedro Ribas.



SANTANDER, 3 abril 09.
 
 
            Caminar por el borde del mar. Vagar por el paseo, pisando las losas de granito. Acercarse a las aguas. Mirar la luna rielando en las ondas tranquilas. Ver las luces que se proyectan sobre el agua, plegándose como una cortina, moviéndose en un temblor callado, bailando sobre la costa, como una suave cadencia. A lo lejos, luces que se encienden y se apagan, como el faro que da vueltas, muy pausadamente. Hay una lengua de arena que separa al puerto de alta mar. Entre el paseo y la arena, el mar, como una lengua apresada en tierra, sestea. Es una noche tranquila dormitando en el mes de abril.
            Ya no se ve el horizonte nebuloso porque todo se funde entre las sombras. Pero queda una brisa que refresca la tarde, en las ropas de dos caminantes solitarios, en la noche enigmática y oscura. Recorren la orilla de punta a punta como dos viejos estoicos. Nada los perturba, todo los conmueve. En sus palabras fluye el mundo como dos claras sombras de la oscuridad.
            El cielo los envuelve en la hermosa playa de Santander. Los Riesgos. Los pasos los llevan lentamente hasta la vieja playa del Sardinero. Hay una paz serena que se apodera, con las palabras, de sus corazones. Han hablado de Herder, de Hegel, de Ossian, de Platón, de Kant. Han resucitado en sus palabras a Rousseau, a Voltaire, a Pascal, a Descartes. Y a Miró Quesada y a Ortega, a Unamuno, el sturm und drang. Y el tiempo se ha posado en sus mentes como se posan las mariposas en la flor, con un aleteo frágil, trémulo, indeciso, de cristal. Y han habitado los tiempos en sus cabezas mientras hablaban, y hablaban del lenguaje; y el lenguaje, acariciado por la claridad estoica, se ha mecido en las sombras como las ondas de la mar.
            Caminar por la playa. Pisar la arena, escarbar el suelo. Manchar la orilla con el cincel de las pisadas. Tocar la noche, acariciar el cielo con las mejillas del aire. Ver las luces, pasear tranquilos, desde el malecón hasta la playa, tocando apenas el tiempo con los dedos. La brisa marina depositando en la cara unas pocas semillas de eternidad.


SANTANDER, Tudanca, 4 abril 09.

 
            Del fuego en la chimenea sólo queda un rescoldo. Sólo el leño brilla en la oscuridad, pero es de una luz roja, opaca, mortecina. En su interior aún hay puntos incandescentes, pero el leño es una tea lánguida, cenicienta, cuarteada. Su cuerpo es de un gris que palpita en luces irisadas que se encienden y se apagan; la luz en los lados, y por las rajas interiores, las láminas de incandescencia. Por arriba su cuerpo es negro, pero detrás gime la llama, pálida, amarilla, que dibuja su borde en la oscuridad del hogar. Por abajo, formando un círculo, el tocón ha empezado a sembrar el suelo de ascuas.
            Encima del fuego está el perol. Es un caldero de cobre, de un rojo cuarteado con vetas verdes por fuera, irisado y mortecino como un fuego fatuo, como un palpitar sin fuerza. Tiene un asa que corona el caldero con la mitad de un aro; y en medio, arriba, un gancho tira de él hacia lo más recóndito de la chimenea. Juan medita en los misterios que arropa con su manto la oscuridad de la noche.
            En las paredes, en torno al caldero, hay bancos adosados. Los niños juegan armando ruido y los adultos los regañan. Hay sentados hombres muy viejos, viejas muy negras, las manos en la garrota, los dedos en la calceta. Y mientras la vieja hace punto el viejo atiza la lumbre, con un gancho negro, lleno de hollín, de hierro oxidado y fundido, de escoria ahumada por el fuego. El tocón crepita, se rompe y chisporrotea; y al partirse, saltan las chispas de las llamas y llenan la estancia de fuegos efímeros.
            Hay un hombre apoyado en su cayado contando historias. Afuera cae la nieve y se agolpa en las piedras, en las puertas, llenando las jambas de las casas, tapando las ventanas. La nieve busca intersticios donde colarse, donde abrigarse buscando refugio, y se acurruca bajo las piedras, entre la hierba, por los tejados, en las paredes y en los picachos. Ya el manto se ha hecho blanco y ahora el blanco se ha hecho espeso. Los tejados y los suelos son terrones de algodón y trepan por las esquinas de las casas, van cubriendo las tejas, como estalactitas y estalagmitas que se buscan para formar columnas; una masa tierna, blanda como un colchón, pero fría y llena de agujas en su torso algodonoso.
            Afuera está el valle. Tudanca es un trozo de vida en el desierto gélido y nevado, que se pierde, entre los riscos duros, sobre la faz de la tierra; como cornisas a punto de desplomarse. Sopla la ventisca. Y como las tejas bajo la nieve, Tudanca ha quedado cubierta por la nieve risueña de Tanca. Nieve del sueño y ventiscas del alma, que van depositando, sobre las piedras, nieblas que nacen mojadas en la humedad de la mente.
            Está curvado en el banco, mirando la lumbre, calentándose al fuego, reponiendo fuerzas. Afuera, el valle trepa por las sendas cada vez más empinadas y se pierde de vista, en el techo que lo cubre, donde se desploma el río como una serpiente, como una cinta plateada. Arriba está Peñalabra. Peñasagra en medio, y al otro lado, fugitiva como el tiempo, la sierra del Escudo.
            Se ha sentado al fuego don José María Pereda. Y en sus ojos brilla el fuego, el tocón agonizante, mientras ve en las ascuas los fantasmas de su cerebro. Allí está Chisco, esperando la cacería. Allí la sombra del oso, junto a la cueva. Allí el niño con su tío, los árboles, las matas, los riscos, los valles, el sabor de la tierruca. Ha nacido en sus ojos durante aquella noche una novela. La caza del oso, como una película de aventuras, ha cobrado vida en los ojos febriles donde se van formando las imágenes de su cerebro. Las imágenes, alimentadas por el calor del fuego, de la aventura que se fraguó entre peñascos. Peñas arriba.
            Todo esto lo vio en el perol, que descansaba inexpresivo sobre una leña que nadie había encendido. Mientras escuchaba las cosas que le contaba el guía de la casona. La casona solariega –torre, capilla y casa-, que era la casa museo, el guardián del valle, la fachada del pueblo; la casa dura y blanca, el testigo del tiempo; la muda biblioteca, silenciosa y parlanchina, donde recibía a los artistas (poetas y toreros) don José María de Cossío.

 
SANTANDER, Rasines, 6 abril 09.

 
 
            No había nada en el campo que estuviera desnudo. Ni las piedras siquiera. Una alfombra verde cubría la tierra, las rocas, los árboles, los riscos, los caminos, las casas, los ríos. Bajo las aguas lucía el azul del cielo; y entre las nubes,  fugitivas sábanas reflejadas en las ondas, unos hierbajos rebeldes eran los cabellos del agua. Las piedras estaban cubiertas de musgo y hasta los árboles, en su estoica quietud, se vestían de hiedra.
            El campo todo era una paleta de color. Los matices del verde se habían dado cita en una borrachera de notas que se juntaban para formar las múltiples variaciones de una sinfonía. El color verde se aclaraba como se aclaran los cantantes la garganta, y era un terciopelo suave, de una claridad uniforme, la que forraba las piedras a la vera del río. Abajo, retocadas por el agua, los hilos se trenzaban sin orden ni concierto: y eran unas hilachas largas, que se mecían en la ribera, como una baba pegajosa desprendida de las piedras viscosas y frías.
            Los árboles, en la orilla, se inclinaban sobre el agua para verla pasar. Unos troncos verdes, tocados de musgo, cubiertos de raíces, les crecían como venas por la superficie de su piel; rodeados de hojas de hiedra que los envolvían con escamas verdes, con láminas oscuras, con pizarra incrustada en mil capas como un reptil.
            El suelo era de matojos; y la hierba alta caía doblándose a los lados, como delgados tentáculos que se desparramaban en círculo, como una estilizada actinia; como un pulpo fino y largo, como láminas derramándose desde una boca invisible de la que irradiaban sin mirar. Y a sus lados, con una anarquía de garabatos verdes, miles de filamentos enredados en la hojarasca, tréboles, ortigas, tomillo, menta, las espinas del mar.
            En el cielo se desperezaba el sol. Y como el vaho, hilachas de nubes cortaban las rocas por abajo mientras los picos crecían por arriba enseñoreándose del cielo. Eran hilos de nube apenas densa, casi transparente, que recorrían en su evanescencia las rocas y se fundían en retazos de tul. Su cresta levantaba al cielo, con orgullo y arrogancia, la nítida figura del pico San Vicente.
            Y cuando se adentraba en el bosque veía el reino de fantasmagoría. Visto de lejos, el follaje parecía una niebla clara en cuya densidad se difuminaban los bordes algodonosos de la hiedra; la hiedra, encaramada a los troncos, detenida sobre su piel. Por la ladera bajaban como estacas, alineadas en formación, los troncos delgados y largos de los eucaliptos. Los ramajes se enredaban en el suelo y la vista descansaba cuando veía, en los cuatro puntos cardinales, los matices del verde entreverándose al alimón.
            El campo estaba vestido de un manto verde mientras asomaba el sol por la mañana. El manto de musgo cubría la piedra, el de la hiedra vestía los árboles, el de los helechos tapizaba el suelo, el de la hierba crecía en los campos. La mañana era, al irrumpir el sol entre las nubes, un enjambre de abejas que volaban. Y los árboles, con las copas enredándose en los troncos, eran la piel del caminante desparramándose en el espacio. Una nube de ramas como un tul translúcido, difuminándolo todo con su neblina, un vaho mojado: era un bostezo del sol.



            Rasines…Hace frío en la calle. El monte huele a eucalipto. La leña arde en la chimenea y el niño, tocando la guitarra, hace bailar el aire. Hay platos humeantes ya vacíos en la mesa. Entre las sábanas del silencio los demás escuchan, o hablan.
            Para mi buen amigo Gilberto.



sábado, 13 de septiembre de 2014

La razón científica.






LA RAZÓN CIENTÍFICA


            La razón es una facultad compleja; lo que llamamos razón es, pues, un conjunto de facultades más simples que se ordenan de cierta manera. Según este orden, la actividad racional pasa por tres momentos sucesivos: el planteamiento del problema (lo llamaremos momento vital); la búsqueda de la solución (momento creador o poiético); y el robustecimiento de la solución (o momento crítico, que puede conducir a destruir el edificio o a darle solidez). No hay, pues, una razón vital, una razón creadora y una razón crítica; son tres momentos de la misma actividad; y tres etapas también del método hipotético-deductivo.
            El método de las ciencias empíricas es el hipotético-deductivo[1]. Consta de cuatro pasos, que son: observación de la realidad, formulación de hipótesis, deducción de sus consecuencias y contrastación: abreviadamente, observación (O), hipótesis (H), predicción (C) y experimento o prueba (ω). Vamos a examinarlas una por una.
            Observación. Normalmente empieza con una experiencia espontánea que nos plantea un problema, ante todo vital, luego teórico y por último técnico; la pregunta teórica atraviesa por un momento analítico (empírico primero, luego abstracto) y otro de síntesis descriptiva (un resumen o esquema que deja al descubierto alguna pregunta). Al final nos planteamos una pregunta técnica en torno a cómo resolver el problema.
            Explicación. Si el momento anterior intentaba averiguar qué ocurre y cómo, ahora se trata de descubrir por qué las cosas ocurren así. La explicación pasa por tres momentos: inducción, creación, y experiencia; la creación, más que la inducción, nos da la hipótesis; la experiencia descubre, asociadas a la hipótesis, consecuencias predictivas.
            Prueba. Es el momento crítico de la investigación, que tiene dos facetas: el control lógico (que trata de comprobar la coherencia de las predicciones con las observaciones y teorías admitidas anteriormente) y el control empírico (que trata de asegurarse de que las explicaciones encontradas corresponden a los hechos).
            Toda observación contiene ya elementos críticos, y hasta poiéticos o explicativos; pero, al igual que los nervios están repartidos por todo el cuerpo aunque se concentran especialmente en la cabeza, la crítica atraviesa toda la investigación aunque se concentre sobre todo en el experimento. Hay que destacar también que la síntesis descriptiva no debe confundirse con la síntesis explicativa. En el primer paso, “síntesis” quiere decir unión de todas las partes en un todo coherente; en el segundo, producción de algo nuevo (en cuyo caso sucede que el todo es algo más que la suma de las partes). También la inducción puede servir para reforzar el resumen (descripción) o para darle sentido; se trata en este último caso de inducción explicativa.
            El momento vital de la razón corresponde a la observación científica; el momento creador, a la explicación (conformada por la hipótesis y sus consecuencias); y el momento crítico, la fase de prueba (que abarca el control, a la vez lógico y empírico), y es la crítica en definitiva. Vamos a examinar en detalle todos estos pasos.  
            


1. MOMENTO VITAL.

Momento vital de la razón. Es la etapa inicial en la que se plantean los problemas (y todo problema es vital). Sus fases sucesivas son:

a)      Experiencia espontánea. Es la percepción no dirigida de la realidad, receptividad ante los estímulos del mundo. Cuando Humphrey Davy respiró accidentalmente protóxido de nitrógeno[2], empezó a encontrarse en estado eufórico. En la segunda mitad del siglo XX se encontraron receptores morfínicos en animales que no estaban en contacto con la droga, y esto sorprendió: ¿para qué servían?[3] Otra feliz casualidad se produjo cuando Fleming observó la desaparición de estafilococos contaminados accidentalmente por un moho verde[4]. En todos estos casos se producen descubrimientos casuales de fenómenos que no se esperaban cuando se investigaban otros; lo sorprendente, la casualidad, forma parte de la vida.

b)      Percepción del problema. Es la captación de un desajuste entre la realidad percibida y nuestras necesidades y deseos. Algunas veces uno busca el remedio para los males que padece y, en esta aventura vital, encuentra soluciones. Por ejemplo, el reflejo nervioso innato de evitar el dolor se manifiesta en la búsqueda de sustancias anestésicas[5]; por eso todos los pueblos las buscaron: los mesopotámicos conocían el cáñamo indio, la mandrágora y la adormidera; los griegos conocían el opio; los romanos mezclaban polvo de mármol y vinagre; en los campos de batalla  se administraba alcohol con pólvora (lo llamaban pólvora negra); todos conocían sus efectos, pero ninguno sabía por qué.

c)      Pregunta vital. Si la experiencia espontánea contiene a veces problemas no percibidos, el problema percibido (y sentido) no es de entrada un problema pensado. Pensar el problema es ya plantear una pregunta, y las preguntas vitales acaban siendo técnicas; pero para resolver un problema técnico hay que pasar antes por la pregunta teórica. Una pregunta vital es la que busca solución a algún problema de nuestra experiencia cotidiana, a algún drama que se ha incrustado en nuestras vivencias. En los casos anteriores la pregunta es: ¿cómo evitar el dolor cuando hay que pasar por la cirugía? Hay otras. Por ejemplo Schliemann, arrastrado por su pasión por Homero, un día se preguntó: ¿cómo podría hacer para encontrar los restos de Troya?[6] La admiración que sentía lo impulsó a desarrollar un verdadero programa de investigación arqueológica.

d)      Pregunta teórica. Es la consecuencia inevitable de una pregunta vital. Si la pregunta vital era: ¿cómo encontrar los restos de Troya?, la pregunta teórica sería: ¿será verdad lo que nos dice Homero? Heródoto, Tucídides, Estrabón, ¿hablan de geografía e historia antes de contar leyendas? ¿Hay alguna base científica en la literatura? Cuando Fleming descubrió casualmente la muerte de estafilococos por el moho, se preguntó primero: ¿produce el moho, al entrar en contacto con el estafilococo, un fluido bactericida?[7] Como el hongo se llamaba penicillium, Fleming lo llamó penicilina. Galileo, que vio los anillos de Saturno, no supo identificarlos[8]. La pregunta era: ¿qué son? Para buscar una respuesta había que examinar primero lo que estaba viendo. En resumen: que la pregunta teórica surge unas veces de las preocupaciones en que nos sume una pregunta vital, y otras, del desarrollo de un programa de investigación. 


Hay dos formas de analizar teóricamente la experiencia: el análisis penetrante y el análisis inductivo.

i)                    Análisis penetrante. Consiste en abrir la superficie de la apariencia para ver lo que hay dentro. Galileo, al enfocar sobre Saturno su telescopio de 32 diámetros de aumento, vio dos protuberancias en sus lados; no comprendió lo que estaba viendo, y supuso que eran compañeros que giraban con Saturno[9]; pero en 1613 los volvió a enfocar y comprobó sorprendido que estos compañeros habían desaparecido; nunca entendió lo que pasaba. Más tarde, en 1655, con un telescopio más potente, Huygens concluyó que se trataba de un anillo. También Schliemann, después de estudiar a los clásicos, llegó a la conclusión de que Troya estaba al pie de la colina Hissarlik, frente a los Dardanelos; que el río Escamandro era el actual Menderes; y que su afluente Simois hoy se llama Dumbrek Su[10]. A medida que avanzamos en el análisis empírico o en la síntesis descriptiva van surgiendo, normalmente, más preguntas; la pregunta teórica unas veces precede al análisis (y le prepara el camino) y otras le sucede, y surge como consecuencia del mismo. Sigamos con nuestros ejemplos.

ii)                  Análisis inductivo. Empieza por una síntesis-resumen y acaba analizando, por síntesis inductiva, los distintos casos en que los mismos factores se han presentado juntos, para concluir si la simple conjunción de ambos se puede convertir en presencia de uno condicionada a la presencia del otro. Cuando el análisis ha permitido la recopilación de suficientes datos es el momento de ordenarlos en una agrupación articulada: la síntesis descriptiva. Es lo que hizo Schliemann identificando y situando los lugares mencionados. Y, como resultado del análisis de los textos de Pausanias, se dirigió a Micenas donde encontró un tesoro fabuloso, también hizo una síntesis que daba sentido a los datos articulándolos uno a la luz de los otros. Como podemos imaginar, todo resumen es ya al mismo tiempo una hipótesis, una suposición, una conjetura; con lo cual, al articular unos datos dispersos, toda síntesis va más allá de los datos, se vuelve creativa. Y si en un yacimiento arqueológico como el de Micenas se descubre una cantidad extraordinaria de vasos y de huesos, inmediatamente surge una pregunta: ¿y esto qué es?

·        Síntesis-resumen. La realidad se pliega sobre sí y se hace presente merced a la superficie que la envuelve, como si fuera una etiqueta que anuncia parcialmente lo que tiene dentro.

·        Síntesis inductiva. Creación que añade algo a objetos que funcionan como etiquetas. Hay dos formas de síntesis creadora: la inducción (que actúa sobre objetos plegados) y la poiesis (que lo hace sobre objetos abiertos).

e)      Pregunta técnica. Es la búsqueda de la solución, y por lo tanto creación de una situación nueva que resuelva el problema planteado. Volvamos al ejemplo de la anestesia. Davy había descubierto los efectos euforizantes del protóxido de nitrógeno. Picado por la curiosidad, organiza sesiones “hilarantes” y descubre, espontáneamente, un efecto secundario asociado a la exposición prolongada a tales gases: se trata de una insensibilización a los golpes. Inmediatamente surge la pregunta: ¿puedo utilizar este gas para insensibilizar a los pacientes antes de una intervención quirúrgica?[11] Aparece así la técnica del protóxido de nitrógeno como forma de anestesia. También Galileo, para resolver algunos problemas, se planteó preguntas técnicas. Una fue: ¿cómo medir el tiempo que tarda un objeto desde la torre de Pisa? (No había relojes, por supuesto). Una solución fue tomarse el pulso y utilizarlo como cronómetro. Otra posibilidad fue contar el número de gotas de agua que caían en el mismo recipiente. Cuando el mismo Galileo quiso medir la velocidad de la caída de los cuerpos, el problema fue: ¿cómo controlar la caída? Se le ocurrió una solución ingeniosa: como plano inclinado utilizaría una tabla de madera; para evitar que la bola se saliese por los lados, practicó un surco en el centro de la tabla; y para ver si caía siempre con la misma velocidad dividió la tabla en tramos iguales identificándolos con marcas laterales[12].
 


2. MOMENTO POIÉTICO.

Llamamos poiesis a la mirada interior  que provocamos abriendo la envoltura que les hemos puesto a los objetos. Se escinde en dos momentos:

a)      Análisis penetrante. Examen de objetos (tanto perceptos como conceptos) desplegados, que muestran algo de su interior. La inducción consiste en comprobar si dos fenómenos se producen siempre juntos; es como si envolviéramos los datos que queremos estudiar, para aislarlos, y dejar al descubierto los dos que queremos estudiar. Equivale a envolver el objeto que estudiamos, ocultarlo; como cuando el cirujano tapa el cuerpo del paciente y deja descubierta sólo la parte que quiere operar. Hemos visto que el análisis penetrante consiste en abrir la superficie de la apariencia para ver lo que hay dentro: como cuando abrimos una naranja. La inducción es una forma de síntesis: tapamos todo lo que tenemos delante y sólo dirigimos nuestra mirada a los dos aspectos cuya correlación queremos estudiar; y la estudiamos en términos estadísticos. Por ejemplo, el consumo de energía eléctrica ha aumentado mucho en invierno y ha disminuido durante el verano; compruebo el gasto de años anteriores para ver si siempre ha sido así, es decir, si la relación entre temperatura y consumo ha seguido siempre una proporcionalidad inversa. De igual modo, por inducción, Pasteur descubrió que los cristales de ácido tártrico, que presentaban una hemiedría (o disimetría), van asociados a una estructura molecular también disimétrica[13]; y demostraría después que los ácidos orgánicos son dextrógiros, mientras que los inorgánicos son levógiros.

b)      Síntesis explicativa. Es la poiesis propiamente dicha. Explica los fenómenos descubriendo otros que los complementan y dan razón de ellos. A veces, por ejemplo, los elementos que se muestran siempre juntos aparecen a nuestros ojos de manera evidente; otras sólo se muestra uno, y el otro lo tenemos que inventar; o descubrir: y entonces la síntesis no se hace mediante inducciones, ya sean éstas evidentes o intuitivas, sino por creaciones: descubrimientos ingeniosos e imaginativos; ésta es la verdadera poiesis. Para explicar cómo actuaban las drogas en el cerebro se supuso que había receptores cerebrales especializados en los compuestos morfínicos[14]. Algunos suponen que el consumo de drogas puede deberse al estrés (una hipótesis que no se ha podido comprobar). Lowell supuso que las irregularidades en las órbitas de Neptuno y Urano se debían a la influencia gravitatoria de un planeta que nadie había visto antes: pero que se descubrió después[15]; Leverrier y Adams también dedujeron matemáticamente la existencia de Neptuno y Urano, antes de descubrirlos de verdad. En Saturno Huygens identificó los anillos que vio Galileo sin poderlos identificar; y lo hizo porque vio, en su telescopio más potente, que esa masa que rodeaba al planeta no estaba en contacto con su superficie en ningún punto[16]. Para explicar la existencia de los anillos se supuso que, por encima de un determinado límite (el límite de Roche), un satélite está demasiado cerca de su planeta y estalla en pedazos que, bajo sus efectos gravitatorios, formarían un anillo.


 3. MOMENTO CRÍTICO.

Si la poiesis crea articulaciones posibles, la crítica las somete a prueba. La crítica pasa por tres fases:

a)      Inducción de hábitos. Se descubren, por asociación de ideas, consecuencias de la hipótesis con propiedades predictivas.  La hipótesis es así una poiesis inicial, y la asociación una poiesis derivada.  Se trata de una síntesis porque se asocian de manera significativa dos aspectos de la realidad; y esa síntesis también puede ser inductiva, creadora o empírica, esta última provocada por descubrimiento o por hábito. La fuerza del hábito: yo ya sé que si como cebolla me olerá el aliento; que si conduzco bajo los efectos del alcohol me disminuyen los reflejos; que no se puede estudiar en condiciones en una biblioteca donde hay demasiado calor. Descubrimiento: la técnica del protóxido de nitrógeno conlleva lesiones orgánicas (lo que no se sabía antes[17]); si los satélites explotan por encima del límite de Roche, entonces si la luna descendiera a menos de 18.000 kilómetros de la tierra estallaría en pedazos; y, en unos cien millones de años, el satélite Tritón explotará para formar un anillo sobre Saturno[18]. En estos dos últimos casos ya no se trata de deducir consecuencias de una hipótesis por la fuerza de la costumbre, ni por descubrimiento; estas consecuencias se predicen por cálculo. También Pasteur, cuando descubre que los cristales de ácido tártrico y de tartrato y paratartrato son disimétricos, también concluye que deberían polarizar la luz en sentidos contrarios.

b)      Control empírico. Comprueba si las poiesis generadas corresponden a fenómenos de la realidad que se está estudiando. Volvamos a la hipótesis que supone en el cerebro la existencia de receptores morfínicos: su verificación constituiría el control empírico; pues bien, esa hipótesis conduce a dos consecuencias: la primera, que las sustancias morfínicas se fijan en zonas específicas del cerebro; y la segunda, que la estructura del receptor está perfectamente adaptada a la de la molécula; la primera se confirmó al descubrirse que los receptores morfínicos se hallan en el sistema límbico (el llamado cerebro emocional); y la segunda, al descubrirse sustancias imitadores de la morfina (morfomiméticas) que acabaron llamándose endorfinas[19]. El control empírico (la contrastación de las hipótesis) asegura la validez de las ideas formadas por observación empírica, haciendo surgir de ellas predicciones que también se confirman observándolas empíricamente; la ciencia ya no razonará a partir de axiomas (como hacían los antiguos), sino de hipótesis sacadas de la realidad y que vuelven a ella[20]. Ya hemos visto que el descubrimiento de Plutón fue facilitado por el programa de investigación de Lowell; a su muerte Tombaugh lo concluyó observando en varias placas fotográficas un cuerpo celeste que se movía según las previsiones de Lowell; resultó ser un planeta[21]. Otro ejemplo más: tras sugerir que los cristales izquierdos y derechos del ácido paratártrico debían polarizar la luz de manera opuesta, Pasteur lo comprobó experimentalmente[22]. Y uno más: después de concluir que en Micenas debía haber un tesoro, Schliemann lo encontró.

c)      Control lógico. Consiste en comprobar si las poiesis son consistentes con los axiomas del sistema. Unas veces se comprueba la coherencia del sistema antes de contrastarlo con los hechos; otras, después. Recordemos el descubrimiento de Tombaugh: Lewell había observado irregularidades en las órbitas de Neptuno y Urano, las había explicado por influencia gravitatoria de un planeta oculto y con esos datos había iniciado un programa de investigación que condujo al descubrimiento del planeta cuya existencia se postulaba. Ahora bien, Bower, otro investigador norteamericano, descubrió que los datos eran falsos: la masa de Plutón era pequeña, y las anomalías orbitales se habían sobreestimado; y sin embargo el descubrimiento se hizo; lo que indica que, a veces, se producen descubrimientos verdaderos con datos equivocados[23].

A veces un descubrimiento, como confirmación de una hipótesis, resulta sorprendente y, de manera inesperada y lógica, conduce a otro descubrimiento[24]. Por ejemplo: se descubre, por un lado, que los receptores cerebrales de los compuestos morfínicos se encuentran en el sistema límbico; y paralelamente se descubren también receptores morfínicos en animales que no están en contacto con la droga: ¿qué función desempeñan, por ejemplo, en el cerebro del cerdo? ¿Para qué sirven? Estos descubrimientos conjugados conducen, ya lo hemos visto, al descubrimiento de las endorfinas, y éste, a su vez, a la regulación del dolor, la obesidad, el tono muscular y la conducta.
Una investigación intenta dar respuesta, o no, a alguna pregunta vital. Pero las preguntas vitales, sazonadas de respuestas no científicas en el entorno del investigador, pueden producir retrocesos en el avance de la ciencia: es el caso de las ideologías. La técnica del protóxido de nitrógeno como anestésico choca con el rechazo de quienes consideran que el dolor es inevitable y el esfuerzo por suprimirlo, impío[25]. Las ligas de la moral se alzaron contra la anestesia para el parto hasta que la reina Victoria quiso, en Inglaterra, someterse a ella; la razón esgrimida fueron las palabras del libro primero de la biblia: “parirás con dolor”; hasta que las técnicas de parto sin dolor cuestionaron abiertamente el concepto bíblico del parto.
Resumiendo. Sobre la ciencia planea, por encima de las preguntas teóricas y técnicas, el fantasma de las preguntas vitales; las vivencias que impregnan fuertemente nuestras experiencias; deshacerse de ellas parece, por más que sea empeño de la ciencia, una pasión inútil. Probablemente la ciencia desinteresada no existe.



[1] Consultar, en este mismo blog, el texto titulado “El pis de los angelitos”.
[2] Messadié, Gerald (1989). Grandes descubrimientos de la ciencia. Madrid, Alianza Editorial, 1000, biblioteca Newton; p. 43.
[3] Ibídem, p. 79.
[4] Ibídem, p. 178.
[5] Ibídem, p. 43.
[6] Ibídem, p. 231.
[7] Ibídem, p. 178.
[8] Ibídem, p. 47.
[9] Ibídem, p. 47.
[10] Ibídem, p. 232.
[11] Ibídem, p. 43.
[12] Asimov, Isaac (1969). Grandes ideas de la ciencia. Madrid, Alianza Editorial, 1999; pp. 32-33.
[13] Messadié, ibídem, p. 185.
[14] Ibídem, p. 79.
[15] Ibídem, p. 184.
[16] Ibídem, p. 47.
[17] Ibídem, p. 43.
[18] Ibídem, p. 47.
[19] Ibídem, p. 79.
[20] Asimov, ibídem, p. 34.
[21] Messadié, ibídem, p. 184.
[22] Ibídem, p. 185.
[23] Ibídem, p. 184.
[24] Ibídem, p. 79.
[25] Ibídem, p. 43.