LA ACHIRANA DEL INCA
Quienes
se creen superiores quieren ser diferentes; o al menos conseguir que los demás
se lo crean. Se inventan una naturaleza especial, la meten en un pasado mítico
y meten esas creencias en la gente a fuerza de mazo y violencia; al final ellos
mismos acaban creyéndoselas; se acaban creyendo sus propias mentiras.
Hubo
un tiempo en que el Perú era el Tahuantinsuyo. El Tahuantinsuyo era el reino de
los cuatro suyos, las cuatro regiones del
espacio, las cuatro esquinas de la tierra; que no era toda la tierra, sino solamente
el vasto territorio que crece en los alrededores de los Andes. Y como su
ignorancia les hace creerse el centro del mundo, la ciudad que fundan pasa por
ser para todos el ombligo universal; y se lo tienen que creer todos; eso no es
nada raro, pues también esas cosas les pasaban a los griegos.
Las
cuatro regiones de las que estaba hecho el mundo eran los cuatro puntos
cardinales. Si nos ponemos farrucos, mi casa puede ser el Tahuantinsuyo pues
sus cuatro lados dan, respectivamente, al norte, al sur, al este y al oeste.
Pero eso no vale: pues para los antiguos habitantes del Perú los cuatro suyos
eran los cuatro puntos cardinales de la tierra y como ellos no conocían ni
Europa ni Asia ni áfrica, ni conocían Oceanía hasta que llegó Túpac Yupanqui,
las cuatro partes del mundo eran las cuatro partes de los Andes; que eran
montaña al norte y al sur y por el este eran selva; por el oeste, el suelo marino.
El
Tahuantinsuyo fue al término de la Edad Media un gran imperio. Los emperadores,
que se creían superiores, hicieron creer que pertenecían a una raza diferente;
los demás eran runas, es decir simples hombres, pero ellos eran incas u hombres
superiores; las mujeres estaban de adorno. Los runas nacieron de pequeñas pacarinas,
ríos, lagos, fuentes y cuevas superiores. Pero los incas nacieron en la gran
pacarina de Tiahuanaco, que era el lago Titicaca; pretendieron emparentarse con
los antiguos señores como los romanos pretendían venir de los antiguos griegos,
los que invadieron Troya. Los hermanos Ayar salieron de sus aguas. Hubo un
camino subterráneo entre Puno y el Cuzco y dice la creencia popular que hubo de
aparecer la tierra con sus tres grutas o ventanas. De los hermanos Ayar, que
venían de un pueblo de Tiahuanaco, hubo uno, que se llamaba Ayar Manco o Manco
Cápac, que capitanearía, como un auténtico caudillo, el renacimiento y la
regeneración del antiguo imperio.
Pero
para eso había que ocultar que venían de aquel pueblo. Quisieron creer y sobre
todo que creyeran que venían del centro de la tierra y salieron de sus grutas
interiores por el lago Titicaca; que su único padre era el sol; y que Ayar
Manco murió convirtiéndose en altar, pues su cuerpo se volvió piedra. Sus hijos
y descendientes reinaron sobre los runas pero ellos mismos no eran runas, sino
incas. Y para no mezclarse con los runas los incas se casaban con sus hermanas.
Los runas no eran nadie para ellos, pero ellos lo eran todo porque eran los
hijos del Sol.
El
inca Pachacútec fue en Cuzco, como Octavio lo había sido en Roma, el gran ordenador
del imperio. Pero Roma vivió después cientos de años y al Tahuantinsuyo sólo le
quedaba un siglo. Cuando Pachacútec unificó el imperio España todavía no
existía; existía Castilla, y Aragón, y Granada, y la suma de naciones no había
hecho una gran nación todavía. El León fiero y libre y las cadenas de Navarra.
Pachacútec aniquiló a los chancas, conquistó Chinchaysuyo y sofocó la rebelión de
los collas; se afanó en volver a construir el Cuzco sin destruir el viejo, como
Nerón, y levantó palacios y templos y fue el impulsor der la escuela y dotó al
mundo de leyes y eso le hizo parecerse, en suma, a Carlomagno; impulsó una
reforma agraria y separó las tierras del Sol, del Inca y de los runas, que
conformaban el pueblo; y mandó cobrar impuestos porque si los sacerdotes
necesitaban tributos para las tierras del Sol, y si los necesitaba el inca para
alimentar sus palacios, también los necesitaba, para alimentarse, el pueblo;
porque nunca olvidó que sólo se pueden cosechar bendiciones cuando se han sembrado
beneficios; y si su hijo Túpac Yupanqui había de ser el gran explorador, sólo
él, Pachacútec, había sido el gran legislador de Cuzco.
¿Para
qué cuentas las estrellas si no sabes contar los nudos de los quipus, que están
atados a las cuerdas?
Cuando
los súbditos obedecen, deben los reyes ser clementes.
¿Dónde
se encuentra la paciencia, dónde el ánimo? No, desde luego, en la ira, porque
la impaciencia es señal de ánimo vil y la ira camina entre la embriaguez y la
locura, aunque a veces también hunde sus raíces en la envidia (que es una forma
de locura).
La
envidia es una carcoma que roe y consume las entrañas.
No
mientas. No robes. No holgazanees.
El
inca Pachacútec había conquistado el valle de Ica. Podía Ica ser un pueblo
guerrero pero aceptó someterse de buen grado, hurtándoles a las armas la
inevitable fusión entre los dos pueblos; el avance era imparable porque sabían
que la voluntad del inca, que presumía
de sabio pero lo guiaba la ambición, sólo les iba a llevar a la hecatombe; y,
puestos a depender de otros, buscaron en la paz que la libertad perdida no les
llevara la ruina que habría supuesto resistir inútilmente con violencia y
guerra.
El
inca era más señor; Ica era menos libre. Ica mantenía su esplendor; el inca,
paternalmente, se aumentaría su brillo. El inca fomentaría su desarrollo; Ica,
perdida la libertad, buscaba en la paciencia fragmentos de libertades que aún
podrían disfrutar bajo el yugo de los incas.
Pachacútec
visitaba sus nuevas tierras. El ayllu es, más que una aldea, una tierra (marka)
protegida por un dios (huaca) y gobernada por un rey (curaca). En uno de los
ayllus había una joven hermosa; Pachacútec, en cuanto la vio, quedó prendado de
ella. Y ella, poniendo en sus labios las palabras más dulces, le dijo al inca
que con gusto se habría rendido como se rindió, abriéndole los brazos, el valle
de Ica; mas su corazón tenía dueño y por eso no pudo ceder a la conquista del
inca; amaba a un joven que había corrido, de niño, por las tierras del ayllu
donde brillaba el sol, y el día, los cerros y la tierra.
Pachacútec
comprendió. En otro tiempo habría cedido a la ira impulsado por el ardor
guerrero, mas donde no hay ira deben los corazones hacer gala de paciencia.
¿Podría
entregarse a la bebida? ¿Podría ahogar su pena haciéndose esclavo del alcohol,
sucumbiendo a los vapores de la chicha? No, que la embriaguez nos quita la
libertad y un corazón que no es libre transforma la embriaguez en locura y la
locura es puerta que conduce a la impaciencia: y ya sabía Pachacútec que la
impaciencia es señal de ánimo vil y él no era villano sino noble, él no era
runa: sino inca.
Podría
privar de libertad al amado y eso liberaría a la hermosa joven: mas no su
corazón, que seguiría estando cautivo del joven preso. Además, él se
convertiría en ladrón y ningún inca roba lo que no le pertenece, si no lo
conquista.
Entonces
tendría envidia de aquel joven; y del aire que respiraba la joven bella, del
vestido que acariciaba su cuerpo, de la luz que se metía en su mirada, y de las
voces que sosegaban sus oídos; y de la música. Pero la envidia es una carcoma y
él no deseaba que se le consumieran las entrañas como si estuvieran en fuego.
Y
tuvo que aceptar la realidad el inca Pachacútec. Aceptó que él, que era señor
del mundo, no podía ser señor de la doncella; que ella tenía otro señor, aunque
también su señor fuera el inca, pero lo era del ayllu donde vivía, no del
corazón de ella. Todas estas cosas no las habría comprendido si hubiera
conquistado el valle a sangre y fuego, si en Ica hubiera retumbado la guerra;
entonces la ira se habría desbocado, su corazón, ebrio de amor, habría estado
loco de furia, loco en la violencia; y la envidia le habría roído las entrañas
y se habría consumido y habría perdido su nobleza, su majestad, mostrándose
como salvaje y no habría sido el inca. La paz, sin embargo, despertó la
concordia y silenció las voces salvajes que a veces nos arrebatan porque todos
las tenemos dentro.
Y
aceptó la realidad y pudo, por un día, alimentar la majestad del ser magnánimo
y no despertar al salvaje que dormía en su altivo altar mayestático,
despreciativo, orgulloso y ciego. Quien siembra vientos recoge tempestades. Él
había preferido, por una vez, sembrar abono para tener buena cosecha. Se resignó.
Pero antes de marcharse quiso dejar huella de su amor. Quiso que se recordara
siempre lo que ella le había inspirado, un palacio, un Taj Mahal que dijera al
mundo que el corazón del inca había amado; que había vibrado intensamente por
aquellas tierras.
-No,
señor, no quiero palacios que me hagan creer que soy más que las otras gentes
que pueblan la tierra. Nada te pido porque quien dones recibe obligada queda, y
yo no puedo entregarte el corazón que me pides: pues los corazones son del
cielo y la obligación del inca doblega sólo las fuerzas de la tierra. Sólo te pido
un don por el que llegarás a ser recordado por mi pueblo. Y por mí, porque
sembrarás mi gratitud, te lo aseguro: muchas tierras están sin agua en el valle
de Ica y la necesitan, ¿por qué no se la das, señor, y salvas con ella la vida
de muchos runas?
El
inca alzó la mirada, altivo, y se perdió en sus ojos la humildad de la tierra.
Altivo para mandar en la tierra hostil cuando el inca es su dueño; humilde para
obedecer al corazón, que manda en el inca. Quien siembra dones tendrá cosecha.
-No
pasarán diez días y todos los campos tendrán su acequia.
Cuarenta
mil hombres se pusieron a abrir la tierra. Los cuarenta mil soldados del inca.
Y antes de que pasaran diez días el agua del río regaba el valle. Y el inca,
trabajando para el corazón de la joven, trabajó para su pueblo; y trabajando
para su pueblo trabajó, también, para sí mismo, pues los pueblos que producen
mies también pueden pagar tributo. Así fue como, por causa del amor, Pachacútec
construyó una achirana; que en quechua quiere decir “lo que corre limpiamente
hacia lo que es hermoso”. Y fue la huella de su amor plantada en aquellas
tierras, ayudándolas a vivir pues que la memoria sólo recuerda lo que día tras
día les recuerda que viven. Ya fue para siempre la achirana del inca. El regalo
del amor, el palacio del valle, que por una vez no sucedió que quien siembra
vientos recoge tempestades. Esto lo debía recordar el inca Pachacútec. Lo
tendría que recordar también Túpac Yupanqui. Que lo podría haber tomado del
ejemplo de su padre.