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viernes, 19 de noviembre de 2021

EL MUNDO DE HOMERO

 

 

EL MUNDO DE HOMERO

VIRTUDES…

 


            No sirve entonces ser astuto en el valor. En el valor hay que ser prudente, como Telémaco[1]. La prudencia (valor templado en la cabeza o cabeza templada en el corazón) no la tuvo Ulises. Ulises se creyó que bastaba con tener razón para ser justo, y la razón fue mala cuando quedó sembrada entre las tripas. Mientras tanto ¿qué hacia Penélope? Esperar: discreta Penélope[2]. Penélope, belleza y juicio[3]; el buen juicio, que al de Ulises lo perdió la vehemencia, y perdió el sentimiento a fuerza de sentir tanto. Penélope, virtuosísima[4], intachable esposa. Conservó la memoria de Ulises y ella perdurará constantemente en nuestra memoria. Lo bueno, lo que vale la pena recordar; la gente buena, será recordada por los siglos de los siglos.

            En el pecho nos gobierna el ánimo; bueno o malo, el ánimo agita el sentimiento en nuestro pecho[5]; y las cosas que resultan feas para los otros pueden ser gratas para mí, por haberme dado la naturaleza esa inclinación; “que no todos hallamos deleite en las mismas acciones”[6]. A unos les gusta el campo, a otros los remos; a unos la casa, a otros la pluma: cada cual tiene sus vocaciones, cada cual tiene sus fuerzas. Pero hay quienes tienen el ánimo excitado y aturdido el entendimiento y no todo es bueno en esos gustos; puede ocurrir que el ánimo esté deformado, y tenemos mal gusto. El vino, el vino vuelve loco nuestro ánimo[7]; el vino puede perturbar el entendimiento[8].

            De entre las cosas que ocurren, unas se recuerdan en nuestro mundo, otras se recuerdan en todos los mundos. Unas se transmiten a través de nuestro pueblo; otras atraviesan el alma de todos los pueblos. Unas son el alma de mi tierra, otras son el alma de la humanidad entera: sólo estas últimas son las virtudes; los vicios yacen escondidos entre ellas en las primeras. La virtud es un esfuerzo por hacernos mejores; pero algunos prefieren más que ser buenas personas, ser buenos guerreros. No se lo podemos reprochar a Ulises: ésa fue su época, y Ulises fue un sarmiento crecido entre las uvas de su tiempo.

            Hospitalidad. Amor. Inteligencia. Astucia. Mando. Fuerza. El ideal de la paz. Tales fueron las virtudes de los tiempos de Homero; que no sabemos si fueron también las virtudes de Ulises. El tiempo es una casa donde vivimos. Podemos mirar el mundo desde nuestra casa, y entonces lo que sucede como ha sucedido siempre es razonable. Pero también podemos mirar las cosas desde fuera de nuestra casa; y desde fuera de las otras casas que se levantan fuera de la mía. Estén cerca o estén lejos; podemos contemplar el mundo desde fuera de todas las épocas y de todos los lugares; es decir, desde ninguna parte; entonces nos parecerá razonable lo que sucede siempre, aunque no sea lo que siempre sucede en nuestra casa. Vivir es estar a caballo entre dos tiempos: el nuestro y el de la eternidad; el nuestro nos da las razones donde hemos crecido; el otro nos da las razones que lo eran antes de nacer. Por eso la vida es un viaje. Vivir es vagar y vagar es estar perdido; unas veces buscamos sin rumbo, otras veces erramos sin rumbo. Y cuando salimos de casa nos sentimos perdidos. Aunque a veces sentirse perdido es la primera señal de que estamos en el camino. La vida es una cuerda perdida entre la soledad y la pereza. 



            Pues las virtudes son las virtudes del mundo que hay fuera de las casas: algunas veces las rodea; otras las penetra. Virtudes de los tiempos homéricos. La hospitalidad. “Tan mal procede con el huésped quien le incita a que se vaya cuando no quiere irse, como el que lo detiene si le cumple partir”[9]. Palabras de Menelao. Antínoo. Los pretendientes quisieron quedarse pero Ulises los estaba echando. ¿Era Ulises poco hospitalario? Hospitalarios eran los feacios. Que, cuando Ulises quiso marcharse, lo acompañaron en uno de sus barcos.

            No. La hospitalidad era una costumbre de la casa de Ulises. Pero se levanta sobre una costumbre que comparten todas las casas. Que el huésped respete a su anfitrión; que si no están esos cimientos universales no podremos construir el edificio; que las virtudes de una época se construyen sobre las que atraviesan todas las épocas, sobre las virtudes de la humanidad.

            Inteligencia: “viendo la paja conoceréis la mies”[10]; veréis en las apariencias lo que late escondido en lo profundo; la inteligencia, unas veces, sirve para convencer; otras es el cemento del engaño. Y ahí se convierte en astucia. Ulises, astuto, engañó al cíclope que los avasallaba; y salió del antro donde los daban por muertos[11]. Pero también mató a inocentes engañándolos con su astucia: niños murieron en Troya junto a los combatientes; y también murieron mujeres y ancianos: atrapados en el caballo de Ulises, pérfido, injusto, desolador, y malvado. Sin embargo el saqueo estaba bien visto. Era una costumbre de su tiempo, y Ulises, al abrir una orgía de sangre, sólo pudo ser un héroe de su tiempo. Y se perdió la ocasión de ser el héroe de todos los tiempos.

            Mandar. Esclavizar. El jefe no es el guía de su pueblo, sino el que lo alimenta para esclavizarlo. “No toleraré que permanezca ocioso quien coma de lo mío”[12]: así vive Telémaco; y en sus palabras late el espíritu de la época y el de todos los tiempos. Como habla desde su época, dice: si quieres comer, obedece; y si hablara fuera de ella diría: si quieres vivir, trabaja: ése es el espíritu de todos los tiempos. Está en la fábula de Esopo. Un labrador dijo a sus hijos en su lecho de muerte: buscad debajo de la tierra, en ella hay un tesoro; los hijos cavaron todo el campo y no lo encontraron, pero aquel año la tierra dio sus mejores frutos; la fábula enseñaba que el trabajo es un tesoro; pero el trabajo es libre, y no se condena a la esclavitud dando la libertad en precio, a cambio de comida, para que obedezcas a quien no sabe mandar.

            Fuerza. La fuerza mana de la inteligencia, nunca contra ella; de lo contrario será violencia, furia, crueldad. La verdadera fuerza no se deja atrapar por la ira (Ulises cayó prisionero de ella). Fuerza del ánimo: los bríos. Fuerza del brazo: el vigor. Así lo dice Telémaco cuando habla con su padre: pues que “dicen que tu consejo es en todas cosas el mas excelente”, nosotros seguiremos tu consejo; “y no han de faltarnos bríos en cuanto lo permitan nuestras fuerzas”[13]. Así lo decía también don Quijote: “sus fueros, sus bríos; sus premáticas, su voluntad”; no hay leyes que no procedan de la fuerza, y no hay fuerza sana si no procede de la voluntad. De la voluntad, no del capricho, ni de la ira; ni de la mediocridad. Penélope nos recuerda que somos de vida corta; y mientras al cruel lo insultan después de muerto, al intachable le dan una fama que alarga su vida después de morir[14]; y si nuestra vida se ha de acabar un día, sólo la del bueno perdurará siempre en nuestra memoria; y hasta traspasará la barrera de nuestro tiempo; y seguirá vivo más allá de nuestro mundo, en los tiempos de los tiempos. Porque no será el héroe de la guerra, sino de la paz. “Ámense los unos a los otros”[15], dice Zeus; y que se olviden todas las matanzas; pero Zeus presupone que algunas matanzas son necesarias; Ulises era necesario en la sociedad de Homero. Nosotros no lo necesitamos hoy. Ulises se convirtió en un magnífico héroe para los griegos, pero perdió la oportunidad de convertirse en el mejor héroe de todos los tiempos.

 


…Y VICIOS

 

            La inteligencia nos sirve para despertar el ánimo, para inervar la fuerza, para cimentar el amor; no para dirigir la astucia en contra de nosotros. En Ítaca los pretendientes, soberbios, pronunciaban buenas palabras “revolviendo en su espíritu cosas malas”[16]; cuando el espíritu no es el reflejo de las palabras: dos caras, una distinta de la otra; hipocresía; para maquinar contra Telémaco “la muerte y el destino”[17]: lo mismo que contra los otros hacía su padre. ¡Oh, Ulises, fecundo en ardides! Cuando tu astucia maquina contra los otros eres sabio, pero cuando te lo hacen los otros a ti son crueles: y vas a jugar siempre con un doble rasero; bueno lo que te favorece, aunque a otros perjudique; malo lo que te perjudica, aunque beneficie a todos.

            Lo contrario de la soberbia es la timidez. Pero “al que está necesitado”, dice Homero, “no le conviene ser vergonzoso”[18]; y hay quien, “obligado por la necesidad”, cantaba ante los pretendientes: como el aedo Femio[19]; el mismo que, defendiéndose ante Ulises, decía:

            -No he entrado yo en esta casa de propio impulso, ni obligado por la penuria; me han forzado a que venga[20].

            Timidez, dignidad, soberbia: la fuerza o la penuria nos arrancan la timidez, el impulso nos lleva entre la dignidad y la soberbia; la pérdida de la dignidad nos lleva a la soberbia, y la ira es el vestíbulo por donde se va; de ahí que Homero nos recomiende paciencia. Hay que contener la cólera en el corazón[21], conservar la fuerza, pero sin perder la inteligencia: la única que puede convencer al ánimo[22]; evitar que el ánimo sea cruel, “más duro que una piedra”[23].

            Ser duro es no sentir, sentir es ablandar el ánimo. La envidia. La envidia es una sensibilidad ciega para lo que no sea nuestro. Arneo. Iro. El mendigo que intentó echar a Ulises de su propia casa, sin saberlo.

            -En este umbral hay sitio para los dos –dijo Ulises- y no hay por qué envidiar las cosas del otro[24].

            Y sin embargo las envidiaba. Quería todo el sitio para sí y no compartirlo con ningún mendigo. Pensar en sí, sin importarle el mundo; pensar en hoy, sin importar mañana; aquel mendigo era verdaderamente pobre; miserable; pobre de comida, y de espacio y tiempo. “¡Rústicos necios que no pensáis más que en lo del día!”[25] Sólo os preocupa lo inmediato, lo importante os deja fríos; no tenéis ideales, ilusiones, ni futuro; sólo os importa el momento, la comida; matáis de hambre vuestro espíritu preocupados sólo de alimentar vuestro cuerpo; os habéis vendido por un plato de lentejas. 



            Ahora se han caído las máscaras, estamos presenciando el ocaso de los ídolos. Penélope era injusta, Ulises cruel. No eran nobles en la fortuna, sino en el infortunio. Ulises era colérico, Penélope despreciativa. Ulises se desnudó de sus andrajos. Tensó el arco, disparó la flecha. La flecha pasó por el ojo de las segures. Y Penélope musitaba:

            -No voy a casarme contigo. No sería razonable.

            Momentos antes se había comprometido a casarse con quien lo hiciera. Y al ver que uno de ellos no era un príncipe, al punto precisó: contigo no. Porque no importaba que fuera bueno, lo importante era que, aunque malvado, fuera hijo de un rey, un príncipe. Penélope no miraba desde lejos para ver el bosque. Miraba desde dentro y sólo veía árboles. Y si lo razonable necesariamente era lo justo, allí, ante todo, tenía que ser la tradición y la costumbre; aunque no fuera lo justo; aunque valiera más un plebeyo que un noble. En la óptica de la nobleza era Penélope un espíritu mediocre: que prefería las cosas de su tiempo, hasta tal punto su tiempo la impregnaba; y su amor por la humanidad palidecía un poco, porque nos cuesta más mirar desde la óptica de todos los tiempos; la tradición es, para el espíritu, el mundo de las preocupaciones del día; la preocupación que vale está en el mundo de la humanidad entera; de las ilusiones puras; de los ideales.

            Todo es fruto de la dedicación. Del esfuerzo. Quien es “ducho en malas obras no querrá aplicarse al trabajo, antes irá mendigando”[26] ; mendigando para su vientre; su vientre insaciable.

 


 



[1] Homero, La Odisea, p. 196.

[2] Ibídem, p. 214.

[3] Ibídem, p. 237.

[4] Ibídem, p. 308.

[5] Ibídem, p. 227.

[6] Ibídem, p. 182.

[7] Ibídem, p. 241.

[8] Ibídem, p. 246.

[9] Ibídem, p. 191.

[10] Ibídem, p. 181.

[11] Ibídem, p. 259.

[12] Ibídem, p. 243.

[13] Ibídem, p. 296.

[14] Ibídem, p. 251.

[15] Ibídem, p. 315.

[16] Ibídem, p. 217.

[17] Ibídem, p. 264.

[18] Ibídem, p. 224.

[19] Idídem, p. 288.

[20] Ibídem, p. 289.

[21] Ibídem, p. 221.

[22] Ibídem, . 298.

[23] Ibídem, p. 295.

[24] Ibídem, pp. 231-232.

[25] Ibídem, p. 271.

[26] Ibídem, p. 221.

viernes, 31 de agosto de 2018

LAS IDEOLOGÍAS



LAS IDEOLOGÍAS


            Quizá el rasgo más característico de toda ideología sea que todo gira en torno a un núcleo sagrado; por sagrado entiendo lo que no se puede tocar, ni criticar, lo que es absoluto e incuestionable, lo que escapa, por tanto, al poder de la razón. Ser sagrado es lo mismo que ser tabú: ni se toca ni se habla de ello, a veces ni siquiera para dorarlo; lo innombrable, lo prohibido. La revolución. La raza. La nación. Dios. Una ideología es una construcción de sensaciones, sentimientos, razones y palabras, que se levanta para apuntalar un sentimiento supremo que le da sentido a todo. Si quitamos ese sentimiento (que está más allá de toda duda) se desmorona todo.
            Una ideología es el retrato de un mundo ideal al que aspiramos. Su punto de partida es el análisis del mundo real, en el que vivimos, y la identificación de lo que queremos que cambie para convertirlo en un mundo mejor. Su meta, el retrato de ese mundo mejor al que queremos llegar. Entre ambos mundos hay un camino que tenemos que trazar para saber cómo llegar del uno al otro. Estas tres facetas de la ideología, que son como sus tres caras, son, respectivamente, la realidad, el ideal y la estrategia. La realidad se estudia mediante la razón que produce deseos, iluminada ella misma por el deseo. El ideal se construye mediante el deseo iluminando a la razón. Y la estrategia puede ser razonable (si la razón le marca el camino al deseo) o delirante (si es el deseo el que conduce a la razón hasta ahogarla).
            Así, una ideología tiene un cuerpo racional obedeciendo a un sentimiento intocable. Es una cabeza al servicio de un corazón, hoy diríamos que un córtex esclavizado por un sistema límbico. El cuerpo racional es la doctrina. El ideal es la luz que la ilumina. Si la doctrina fuera un barco, el ideal sería el faro que lo guía; y si la doctrina fuera filosofía o ciencia, el ideal sería el mito: un mundo crítico sosteniendo a una realidad incuestionable, la ciencia y la técnica al servicio de la magia y el rito, el intelectual obedeciendo al sacerdote, los doctores de la ciencia escuchando a los doctores de la Iglesia, una escuela racional dando cobertura a la escuela de la fe: ambas juntas configuran una escolástica, un entramado de mentalidades y razones al que Kuhn ha llamado paradigma.


            Tomemos, como ejemplo, un  comunismo de ideología marxista: los dioses incuestionables son los grandes apóstoles de la doctrina (Marx, Engels y Lenin o Mao, según venga al caso); el ideal es la revolución socialista, la diosa suprema, dogmáticamente caracterizada por esos apóstoles; la realidad es la sociedad capitalista, que ellos analizaron y criticaron; y la estrategia sería, según los resultados de ese análisis, la alianza de la clase obrera con el campesinado, o bien el campesinado solo: arrancando en las ciudades o batiendo las ciudades desde el campo, según se trate de Lenin o Mao; y en todo caso por la violencia, después de haber comprobado que la vía pacífica siempre es ahogada en sangre por los capitalistas. Una vez conquistado el triunfo, el poder se erige en sacerdote de la diosa, y se limita a glosar la doctrina de los apóstoles con sus intelectuales orgánicos; los otros intelectuales tienen una línea roja que no deben traspasar con la crítica: la que marca la escolástica revolucionaria. Y así, la crítica es buena si sirve para apuntalar los dogmas fundacionales; en caso contrario será perseguida por desviacionista, porque nadie puede desviarse de los principios; por revisionista, porque nadie tiene derecho a revisar esos principios, que deben ser acatados con fe ciega; y por herejía, porque nadie puede salirse de la ortodoxia. Ya lo decían los filósofos en la edad Media: la razón debe estar al servicio de la fe.
            Esa estructura es el retrato robot de todas las ideologías; el esqueleto que todas tienen en común, algo así como el patrón compartido por todas. Lo que varía es la carne que le ponemos a ese esqueleto. La cara que le ponemos a esa calavera, lo particular y accesorio, el folklore; un folklore que puede mostrar grandes diferencias de unos a otros (desde el culto a la vida hasta el culto a la muerte, tal y como lo vemos en la Unión Soviética o en el Estado Islámico); pero todos comparten el mismo culto a la personalidad (en unos casos, del amado líder; en otros, del dios todopoderoso e inagotable). Regímenes como el de Stalin, Franco o Kim Il Sung son del primer tipo; movimientos como la ETA o el independentismo catalán lo son del segundo; en unos casos se adora al caudillo, en otros al dios que está por encima de todos los caudillos.
            Lo propio de la ideología es que persigue, en una primera fase, a la razón que se rebela contra los ídolos, pero en una fase ulterior acaba persiguiendo cualquier manifestación de la razón misma. La ideología se parece mucho a la paranoia: el paranoico puede tener una lucidez asombrosa, pero sus razonamientos giran en torno a una idea delirante y obsesiva, en eso estriba su locura; y es más peligroso cuanta más inteligencia tiene, todo el mundo sabe que el peor enemigo de todos es el más listo. Ahora bien, el paranoico es listo en sus razones y tonto en su delirio: como dice lapidariamente un conocido refrán, el paranoico es listo de la cabeza y tonto del culo. En este sentido las ideologías (laicas o religiosas) son paranoias; y lo más grave es que las razones sirven para justificar los delirios, y en los delirios, junto con los ideales y las ilusiones, está la realidad de las maldades, las crueldades, los atropellos y los abusos; una ideología es una coartada para justificar la violación de los derechos humanos: del derecho natural, como se decía en los tiempos antiguos. Cualquier dolor infligido a un semejante, aunque sea con ardor sádico, si es por la causa, está perdonado, no ya permitido.


            De modo que una ideología es como una mercancía que queremos vender: bella por fuera, fea por dentro. Como una tentación, como el canto de las sirenas, que detrás de la fascinación nos reserva la muerte. O como una medalla o una moneda, que detrás de su cara tiene su cruz. Lo malo de las ideologías es que su núcleo sagrado deslumbra de tal manera que borra en los adeptos la capacidad de razonar, y los lleva al fanatismo;  no es que no sepan pensar, es que no pueden pensar de otro modo: porque el magnetismo los ciega. Y no todos son tontos de la cabeza, pero sí son tontos del culo.
            Sin embargo las ideologías son necesarias. Son el motor de la historia, nada habría sucedido en el mundo sin una ideología que lo sustentara. El científico, el filósofo, estudian la realidad, y cuando proyectan en ella sus deseos siempre son deseos controlados por la razón: ellos ayudan a avanzar los ideales, pero desgraciadamente nadie los escucha. Sólo cuando la ciencia o la filosofía caen en manos de un ideólogo las ideas se encarnan en la sociedad y se ponen en movimiento. De modo que si no hubiera ideologías los científicos y filósofos se escucharían sólo entre ellos, y con reservas, y aparte de ellos no los escucharía nadie; la sociedad se dividiría en una minoría ilustrada y una mayoría embrutecida, la primera que tiene cosas que decir y la segunda que no quiere escucharlas: porque no pueda; porque su fe le ciega el sentimiento. Gracias a la ideología, el embrutecimiento se vuelve ilustrado y la sociedad avanza, por una sucesión de ideologías, desde las más abyectas a las más humanas: no habría habido revolución francesa si no hubiera habido atrocidades ilustradas; el ser humano no habría salido de las cavernas de no saber retrocedido las glaciaciones… y avanzado las ideologías.
            Pero las ideas tienen efectos perversos además de ser sueños bonitos. El más bondadoso de los ideales acaba produciendo crueldad sin límites (durante unos siglos también le pasó al cristianismo): pero también es cierto que del mismo tronco del que salió Torquemada salieron San Francisco, los mercedarios y el propio Jesucristo. Y si las ideologías son necesarias, será preciso limar sus asperezas, ablandarlas en lo que tienen de duro, cuidar las rosas y quitar espinas. No faltará quien diga que las espinas están para proteger a las  rosas, pero si nos atrevemos a quitar cada vez más espinas (no todas de golpe, por supuesto), llegará un momento en que cada vez haya también menos enemigos de los que protegerlas. Dijo Adriano: si quieres la paz, prepárate para la guerra. Quizás haya que decir más bien: si quieres la paz, aleja de la guerra a tu enemigo. Y aunque siga habiendo ejércitos, cada vez serán menos numerosos y agresivos.  Bosnia Herzegovina se desarmó en señal de paz: y se la comieron sus vecinos, que estaban armados hasta los dientes; por eso quizá no sea sensato desarmarse unilateralmente; el desarme debe ser concertado y realista, y hay que ir sentando las bases para ponerse de acuerdo. Pero, como un antídoto, lo que sí tenemos que hacer es ir desarmando las ideologías. Eso se consigue con la clarificación ideológica. En ella deben intervenir la ciencia y la filosofía. “Guardaos de los falsos profetas”, dice Jesús; para saber si un profeta es falso hay que usar la razón, no el fanatismo; y la fe debe ser racional, no una fe ciega; en síntesis, el propio Jesús viene a decirnos que para que nadie hable falsedades en su nombre hay que pensar las cosas desde una fe amorosa, y creer amorosamente desde la razón, no predicar la fe desde el odio ni extender el odio atizándolo racionalmente: que la propia Iglesia puede ser invadida por sus impostores y atacar a los infieles con la espada, cuando el propio Jesús le quitó a San Pedro la misma espada con la que San Pedro le iba a defender. No a la guerra para defender la religión, ése es su mensaje. El verdadero mensaje de Cristo no es matar a los infieles, sino amar a tus enemigos. Y lo que haya que combatir, lo haremos siempre con la razón; y con la fe; pero ambas guiadas por el amor (razón amorosa y fe amorosa, y amor razonable y fiel, en las antípodas del amor ciego: que amar apasionadamente no es lo mismo que cerrar los ojos para amar).


            ¿Y cómo combatiremos con la razón? Sometiendo a su dictamen al núcleo duro de las ideologías. Claro, hay un núcleo duro en esta ideología que estoy planteando: ese núcleo es el amor. Pero la razón tiene argumentos para defenderlo. Y entonces será ya un ideal, no un dogma de fe: lo propio del ideal es que nos anima y entusiasma; lo propio del dogma, que nos obliga con miedo. Necesitamos menos dogmas y más ideales. Hay que dejar que la razón entre en el templo de los ideales. Del mismo modo que en Einstein todo era relativo menos la velocidad de la luz, en la crítica ideológica todo se puede cambiar menos el amor; porque su cordura resiste bien a la crítica y sale siempre airosa de sus ataques, a diferencia del odio, que sale mal parado; como el egoísmo. Imaginemos a un maestro que enseña que cualquier arma es válida con tal de conquistar el poder; entonces su discípulo, siguiendo sus enseñanzas, lo matará para quitarle el poder cuando haya aprendido: éste es el destino de los maestros sith a manos de sus aprendices; de sus padawan. Pero si enseña que el amor es la fuente del poder, crearemos una sociedad donde la gente conquiste cada vez más poder sin necesitad de matar a quien lo detenta: la razón se lo aumentará a unos y se lo disminuirá a otros, y lo hará siempre mediante el diálogo. Una sociedad donde todos se matan acabará destruyéndose a sí misma en una guerra de todos contra todos. Pero una sociedad donde todos se aman se reforzará cada vez más, pues el amor a las personas se reforzará con el amor a la razón: con la crítica.
            Nos hacen falta ideologías, sí. Que analicen la realidad con la cordura, con el auxilio de la razón, con la lucidez del análisis. Y que sepan querer con amor y no con odio, rechazar las crueldades. Y que construyan utopías donde el suelo empírico, que se resquebraja en las visiones del futuro, se refuerce con el ideal de la razón, alimento de los otros ideales. Y que los ideales no se vuelvan dogmas y se puedan discutir. Y que no haya guardianes de la ortodoxia sino vigilantes de su coherencia, para corregirla todas las veces que haga falta. Donde no se llame traición a la crítica ni debilidad al amor, y donde todas las fuerzas sean vitales y no violencias ciegas, que conducen a la muerte, a la que adoran sin pensar: porque sean fuerzas irracionales; brutales y suicidas, y primitivas, sí, y aunque los instintos primitivos son buenos, sólo se desvirtúan si se alejan de la razón, que los vigila. Vigilancia, sí: pero no para meter preso a nadie sino para ser libres. Nuestros únicos ideales, que son el amor y la razón, están en el corazón y en la cabeza, en nuestro córtex y en nuestro sistema límbico. Y, lo mismo que la energía nuclear, las ideologías pueden servir para curar o para hacer bombas, y sólo la razón amorosa puede alejarnos de las bombas y pensar sólo en curarnos: aunque para eso las ideologías deben estar siempre vigilantes, vigilarse a sí mismas para asegurarse de que no se apartan nunca de la razón, que avanza, ni del amor, que, como un faro, las alumbra en el camino. Hacen falta ideologías, sí, pero más falta nos hace la crítica ideológica: para protegernos de los accidentes y de las desgracias.





sábado, 15 de abril de 2017

Constancia, perseverancia e inteligencia motivada



 CONSTANCIA, PERSEVERANCIA E INGELIGENCIA MOTIVADA

 

            Todas las acciones tienen un origen, una meta y un camino. Su origen siempre es una necesidad. Si nos pasamos la vida lamentándonos del estado de necesidad en que nos encontramos, estaremos resignándonos antes de tiempo: puede ser por pereza o por pusilanimidad; si, por el contrario, buscamos remedio a nuestros problemas, seremos personas decididas; valientes, resolutivas. Supongamos ya que nos hemos decidido: constancia será el esfuerzo por mantenernos en el camino, siempre pendientes de la meta; esa meta que nos atrae, como un imán. Y cuando sentimos peligrar esa meta y nos empeñamos en perseguirla antes de que se vaya, seremos perseverantes. Todo buen entrenador (Zidane, Guardiola, Simeone, Emery, Mendilíbar, Ancelotti) debe ser valiente y decidido, pero realista, a la hora de plantearse las metas. Posiblemente Simeone sea un ejemplo de constancia: pasito a paso, sin prisas, pero sin pausas; partido a partido. Y Sergio Ramos representa, quizás, la perseverancia de quien no se rinde cuando todo está perdido; o parece que lo está, pero sólo lo parece.
            Constancia es mantenerse en el esfuerzo; perseverar es mantener el objetivo, aun cuando parezca que se aleja (ya lo dijeron los del 68: “sed realistas, pedid lo imposible”). En los dos casos se busca una meta, pero quien es constante persiste atendiendo al esfuerzo, mientras que quien persevera persiste atendiendo a la meta. En el fondo, son dos perspectivas del mismo hecho: la constancia, mirando a la meta, se centra en no salirse del camino; la perseverancia, mirando al camino, se centra en no apartarse de la meta; y si la constancia se mantiene a lo largo del trayecto, la perseverancia se refuerza cuando se acaba el tiempo y nos vamos alejando de la meta; para ambas cosas hace falta tener el ánimo fuerte.
            El Real Madrid disputaba con el Atlético de Madrid la final de la copa de la Champions. Al finalizar el partido, ganaba el Atlético por uno a cero; quedaban sólo cinco minutos de descuento. Cualquier otro se habría desanimado y hubiera dado el partido por perdido. Pero el Real Madrid no. El Real Madrid jugó a la desesperada, peleando cada jugada como si fuera la última, arrastrado por la pasión del triunfo que se le escapaba, en una lenta agonía que trepidaba en la pelota como un vendaval. Al final vino el gol; y al garbo y la grandeza de Sergio Ramos le hizo eco la pequeñez de Cristiano Ronaldo, que hacía ostentación de fuerza cuando abatía sin mérito a un enemigo vencido. El agónico empeño por sacar tiempo al tiempo y por vencer, a la desesperada, el peso de la adversidad ha caracterizado una época del Madrid que se resistía; fuerza endemoniada batiéndose el cobre fue, en esos lances, un luchador apasionado; en toda justicia podríamos erigirlo en símbolo de la perseverancia. 

 

Pero esos alumnos que desde el principio no creen en la victoria se han  rendido antes de empezar a luchar. Los hay, incluso, que parecen valientes al plantearse retos, pero, apenas empieza el trabajo, se desinflan y abandonan: ¿para qué voy a estudiar –dicen- si de todas formas voy a suspender? Tales alumnos son un ejemplo de inconstancia. ¿Puede la enamorada confiar en un joven que ha dado muestras de desinflarse a la primera de cambio? ¿En una joven cuyas promesas se deshacen apenas y se olvida de su novia apenas conoce a otra chica? ¿Qué clase de constancia es esa? ¿Qué valor tienen las palabras de quien, aplazando siempre el esfuerzo para más tarde, jura y perjura que el próximo esfuerzo ya será el definitivo?
Constancia son las hormigas que, pacientemente, van llevando provisiones al hormiguero sin desfallecer nunca. Constancia es la madre que está al pie del cañón, cuidando de su bebé, a pesar del cansancio, del dolor de espalda y de las pocas horas de sueño. Constancia es el esfuerzo de quien, día a día, estudia poco a poco para preparar un examen y no piensa nunca en abandonar.
Por el contrario, quien te promete una y otra vez lo mismo y te falla continuamente no es constante. Quien tiene que hacer una dieta y dice todos los días que porque empiece un día más tarde no va a pasar nada, ése es inconstante. Quien tiene diez entrenamientos y de esos diez falta a cinco porque hace frío, ése es un inconstante. La falta de constancia tiene que ver con la pereza. Toda promesa requiere la constancia de quien se compromete. No podemos confiar en quien no cumple lo que promete, porque quien no cumple no inspira confianza; la constancia es, pues, un rasgo que nos empuja a creer en alguien.
Recordémoslo: perseverar es dejarse atraer por la meta que se aleja; la constancia también consiste en eso, pero la visión de la meta es más bien lejana y lo que nos atrae cuando somos constantes es el poderoso imán del camino en el que estamos; la constancia es esfuerzo, pero la perseverancia es pasión. Y es que perseverar es mantener la constancia cuando aparecen dificultades en el camino.
Solemos conocer mejor las cosas cuando nos preguntamos por lo que no son: por sus contrarios. ¿Qué es lo contrario de la constancia? La pereza; no es constante el ocioso, el haragán, el vago. Mientras que lo contrario de la perseverancia es la pusilanimidad; no ser perseverante es ser cobarde o flojo (sin entender por cobardía una actitud culpable, sino solamente el temor que procede de la falta de ánimo). La falta de constancia es falta de fuerza para trabajar; la falta de perseverancia es una falta de fuerza acompañada de una falta de fe; porque la constancia, que empieza con el esfuerzo por conseguir algo, puede convertirse, cuando aprieta la dificultad, en un mero esfuerzo por el esfuerzo, como una inercia anímica, olvidándose incluso de la meta; y la perseverancia es, más que un empeño por esforzarse, esa otra forma de inercia anímica que se deja llevar por la meta, que nos anima y obsesiona, envolviéndonos en una pasión: el esfuerzo constante es una ascesis, una lucha consigo mismo; y el esfuerzo perseverante es una agonía, una lucha con las circunstancias; evidentemente, uno deja de perseverar cuando se rinde y se vuelve inconstante cuando lo abandonan las fuerzas del ánimo (flojera) o de la voluntad (abulia); quien no se esfuerza es abúlico o perezoso, y en los dos casos siente la frustración de no estar contento consigo mismo; y quien no persevera se ha rendido porque la presión de las circunstancias es fuerte, y a la frustración de no haber sido fuerte se une la de haber sufrido demasiada la presión del mundo contra el que ha tenido por luchar. Ser constante es casi una forma de ser; ser perseverante es más bien un acto de fe y una forma de actuar. 

 

Ramón y Cajal fue constante en su empeño, perseveró estudiando las neuronas hasta el final. Darwin también fue metódico y constante en el Beagle durante su viaje a través del mundo, observando todas las especies de animales y vegetales que caían en su mano; y perseveró en su lucha contra la adversidad, que tomó la forma de intolerancia religiosa, beligerante con la ciencia. Lo mismo cabe decir de Pasteur y Lutero, metódicos en su lucha, movidos por la fe, por esa creencia en lo que uno hace convertida en pasión, en confianza, en vitalidad. Los habitantes de Sarajevo, asfixiados por el cerco de las tropas serbias, supieron resistir; y fue su perseverancia la que les dio la victoria, creyendo siempre que vencerían cuando nadie daba un céntimo por ellos; queriendo creer, cuando la superioridad militar serbia era apabullante, que David podría vencer a Goliath. Lo mismo les pasó a los habitantes de Numancia. La perseverancia no conduce siempre al triunfo, sino a persistir en la lucha cuando todo parece perdido; unas veces lo conseguimos, otras no: decimos, entonces, que estamos ofreciendo una resistencia numantina.
Pero el tesón de perseverar en el esfuerzo es una virtud vital que no necesariamente tiene que ver con la justicia. Abimael Guzmán, Hitler y el ISIS perseveraron hasta su último aliento en conseguir lo que querían, pero fueron unos criminales. Y Pol Pot. Y Stalin. Ser tenaz es una cualidad moral indisociable de la primera. Don Quijote es un ejemplo de justicia y tenacidad. Y Sócrates. Y Jesucristo. Hitler y Stalin fueron ejemplos de tenacidad injusta. Y todos aquellos idealistas que se derrumban a la primera de cambo lo son de justicia sin tenacidad. Tan nefasto es ser justo sin ser perseverante como ser perseverante sin ser bueno.
La perseverancia requiere de la constancia auxiliada por la fe (no una constancia inerte); y la constancia requiere de la paciencia como la fe te da el entusiasmo sobre el que se construye la voluntad; aunque otras veces es el esfuerzo de la voluntad el que produce entusiasmo. La sumisión que producen las religiones, desertando del esfuerzo porque no hace falta que tú te preocupes (dios va a hacer las cosas por ti), tiene su contrapartida en un proverbio cristiano: ayúdate y dios te ayudará. Las mujeres de Jerusalén, como requiere el ejemplo de Job, son resignadas; se abandonan y quieren ser pacientes sin ser constantes; sin ser esforzadas; es verdad que hay que pensar dos veces las cosas, y hasta veinte, antes de hacerlas; pero también lo es que una vez que lo hemos pensado, no hay que dejar para mañana lo que podamos hacer hoy; hay que practicar la paciencia de la inteligencia, pero sin desligarla, cuando ya nos hemos decidido, del ímpetu de la pasión; uno de los pilares de la perseverancia es el entusiasmo. 

 

Una leyenda china nos habla de cómo Yukón desplazó una montaña: empresa que parecía imposible; pero con mucha paciencia, y sin dejar de perseverar, creyéndose que lo lograría poco a poco, carretilla a carretilla, metódicamente, fue sacando tierra de un sitio para llevarla hasta otro; y al término de su vida consiguió desplazar la montaña. Ser paciente no es renunciar a tus derechos, sino invertir el tiempo sin desanimarte en tu lucha por realizarlos.
También nos dice Descartes que hay que ser metódicos y, una vez que conocemos el camino, no dejar de caminar; y advierte que llegan mucho más lejos los que caminan lentamente que los que corren pero se apartan de él. Ser constantes no tiene que ver con la rapidez, sino con la clarividencia; la constancia se consigue estando orientados, sabiendo en todo momento dónde estamos, y no perdiendo nunca las ganas de caminar. Partido a partido, como dice Simeone; sin prisas, sí, pero sin pausas; adaptarse al camino no quiere decir dejar de caminar.
Es verdad que unos nacen con el ánimo fuerte mientras que otros parece que nacieran desanimados. Esto tiene que ver con la genética, y el que nace flojo no tiene la culpa de su flojera mientras que quien nace optimista no tiene tampoco mucho mérito por ello: sólo tiene que dejarse llevar por su naturaleza. Pero quien nace flojo (y en eso está su mérito) tiene que luchar contra la flojera, supliendo su falta de ánimo con la fuerza de la voluntad. El ánimo es la fuerza que se te da, y la voluntad es la fuerza que te creas. Todos tenemos dentro un depósito de energía, y en algunos sucede que esta energía de partida es escasa; pero un coche con poca gasolina puede rentabilizar esta escasez mejorando su maquinaria: la voluntad es la maquinaria del espíritu; y sirve para aumentar nuestra fuerza vital, y con ella nuestras ganas de vivir, cuando ésta es escasa. En este punto recordamos a Nietzsche: el dolor es un potenciador de la acción cuando no tenemos suficiente fuerza en el instinto; en este caso, como cuando los retos del mundo son demasiado fuertes, hay que usar la inteligencia para reforzar nuestra maquinaria espiritual, y por lo tanto vital, para potenciar nuestras fuerzas: precipitarlas por un tobogán y liberar el instinto; ese impulso inicial lo llaman los biólogos energía de activación; y tiene mucho que ver con un esfuerzo titánico; si nos empeñamos en desplegar ese esfuerzo, una vez que hemos conseguido arrancar, todo será más fácil.

 

Hay que ser fuertes en el momento de decidirnos; fuertes en mantenernos en nuestro esfuerzo; y fuertes en buscar la meta. Soñar es ver un objetivo; decidirse es encontrar el camino para llegar a él; ser constante es mantenerse en el camino; y perseverar es no perder de vista el objetivo, sobre todo cuando aprieta la dificultad, El trabajo de las hormigas-obrera es un esfuerzo paciente y constante; y el de las hormigas-soldado, perseverancia todavía más fuerte cuando las termitas invaden el hormiguero y parece que lo pueden arrasar.
Recordemos lo que hemos dicho; si tienes poder en el ánimo, no te costará avanzar; y si tienes fortaleza en la inteligencia, no avanzarás a ciegas (como hace el toro que se estrella los cuernos contra el burladero). El ánimo es una fuerza que nos sale de dentro y la voluntad es esa fuerza metida en la inteligencia, porque con el ánimo nacemos, ya lo hemos visto, pero la voluntad la tenemos que fabricar. Hay gente que nace deprimida y gente que ya es fuerte antes de nacer, antes de tomar su primera decisión; y gente que ya es vieja antes de nacer, mientras otra se sigue manteniendo joven aunque se esté muriendo. Lo importante es fabricar energía cuando la  naturaleza no te ha dado la suficiente; pero esa poca que te ha dado tú puedes, y debes, convertirla en energía de activación. Lo mismo que tenemos tono muscular tenemos que fabricarnos un tono vital.
Hay voluntades animosas y voluntades desanimadas: las primeras son desbordantes; las segundas, titánicas; no es la falta de ánimo, sino de voluntad, lo que hace a las personas desvitalizadas. Porque si la falta de ánimo es voluntad desmoralizada, la falta de voluntad es inteligencia desmotivada; es la búsqueda de alicientes lo que hace que la inteligencia se desarrolle; y ella, en agradecimiento también, potenciará, de rebote, las ganas de vivir.
En fin, resumiéndolo todo, podemos decir que hay dos ideas de la razón: la aristotélica y la nietzscheana; para Aristóteles tenemos que someternos a la razón; para Nietzsche (como diría el jedi), a la fuerza. Pero es una fuerza racional y razonada; racional, porque viene de la razón; y razonada, porque la busca; hay que ser racional usando la razón, razonando para la vida.
Lo racional es la vida, y vivir es un combinado de instinto y de inteligencia; la inteligencia puede ser razonada cuando llegamos a una conclusión partiendo de unas premisas, e intuitiva cuando, sin tener conciencia de las premisas, encontramos la conclusión (la conclusión es una decisión que debemos tomar; que la tomemos o no, depende de la fuerza que tengamos en el instinto). Podríamos decir que la intuición es el instinto que conoce; y el instinto, la intuición que se ha desbordado fuera del conocimiento para ponerse a vivir, actuando de acuerdo con él.
            Lo racional es la vida. Intuir, no sólo razonar. Fuerza para concluir, que nos lleva a terminar lo empezado. Terminar. Finalizar. El fin es el final, el término de una acción; pero también es la meta, la dirección que ha tomado; y la meta, además de ser un objetivo (un ideal), es un camino que conduce a él. La razón es el camino para vivir, y el camino de la conclusión está en las premisas; mas toda premisa contiene una promesa y por eso la razón está viva (en el Evangelio, con mucha clarividencia, se dice: “yo soy la luz”, pero se dice también acto seguido: “yo soy el camino”. Cualquier camino no vale para llegar a la luz, el fin no justifica los medios, al revés de lo que decía Maquiavelo).
La fuerza de la razón es la voluntad. La fuerza de la intuición es el ánimo. El ánimo y la voluntad son la vida, y cuando el pulso vital es alto, tienes la moral alta, como el Alcoyano. Sólo que, entre estar desmoralizado y ser iluso, hay un pulso alto basado en la realidad, siempre en su camino hacia el ideal: a eso, y no a la existencia quimérica, es a lo que llamamos tener alta la moral.
Si el ánimo es lo que mueve a la razón, la fuerza de la razón también nos da ánimos; y la percepción de lo real. Y es que la razón no sólo es el camino, también es una reserva de fuerza moral. ¿Qué nos encontramos en ese camino? Constancia. Perseverancia. Y muchas ganas de luchar. Sin olvidarnos nunca de que la lucha no es la guerra, sino el deporte  (que logra la victoria sin destruir al adversario). El adversario se construye, construye sus fuerzas, fortificándose, emulando, innovando, proyectándose en el mundo, gracias al equipo que le acaba de ganar.