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viernes, 3 de diciembre de 2021

EUMES

 

 

EUMES

 


            Dicen los antiguos que “planeta” quiere decir “errante”: Ulises era un planeta y buscaba el sol de Ítaca, sin encontrarlo. Más de veinte años tardó en llegar a ella. Anduvo errante sin poder librarse del infortunio, con el corazón roto de dolor[1], pareciera que su hado fuera sólo andar errante[2]: y nada hay tan malo como vagar sin rumbo, o, teniendo un rumbo en la nave, vagar con otro en el corazón. En medio de las fatigas[3] “halla placer en el recuerdo de los trabajos sufridos quien padeció muchísimo y anduvo errante largo tiempo”[4].

            Vivir perdido es vivir en el espacio, pero sin tiempo; o surcar espacios vacíos que no son tuyos; en tiempos que no has vivido y no son tu mundo. Eso nos arrebata el vigor, nos arranca la fuerza la vida errante, la carencia de cuidado[5]; y es también la fuerza del alma, pues “padeciendo la soledad de Ulises se me consume el ánimo”[6], que decía Penélope. A veces el dolor construye, como afirmaba Ulises (“mi ánimo es sufrido por lo mucho que hube de padecer”)[7]; y otras veces nos destruye, “pues los que van errantes y necesitan socorro mienten sin reparo”[8]. Parece que el viaje tiene valor pedagógico, terapéutico, es una forma de educación: pero hay que tener en el pecho bien marcado nuestro destino; sin el amor que da clarividencia el viaje no sería más que soledad, vagancia, degradación y pérdida de dignidad, y de nosotros mismos.

            Ulises vagó porque Poseidón se empeñó en perderlo, en extraviar su rumbo; pero este extravío no fue locura porque Ulises no se olvidó nunca de su destino, y vivió pensando en Ítaca: su tierra, su casa, su isla que emergía en el océano, su ideal. Ítaca era áspera, pero fértil; y aunque pequeña, abundante en trigo y vino; “nunca le faltan la lluvia ni el rocío”[9], Ítaca estaba llena de cabras, de bueyes, de bosques, de abrevaderos. Ítaca era la casa, la esposa, el hijo, era el padre, el ama (porque la madre había muerto); era el perro, el porquero, eran el boyero y la criada, ¡ay!, pero también era el cabrero. Y también, por desgracia, eran los pretendientes. Que se habían instalado allí aunque aquél no era su suelo.

            Y lo más bello estaba en lo más feo, lo más limpio en lo más sucio, lo más grande en lo más pequeño. Eumes, el porquero; la estremecedora fidelidad del perro Argos; el ama, Euriclea. Reflejos en miniatura del sol que alumbraba Ítaca (Penélope, Telémaco, el amor conyugal y el amor filial, el amor del padre, el viejo Laertes, vagando en la isla como una sombra del hades, como Argos lleno de garrapatas, como un perro): Ulises volvió y  no fue reconocido por nadie. Porque la diosa Atenea quiso hacerlo irreconocible.

 


 



[1] Homero, La Odisea, p. 173.

[2] Ibídem, p. 197.

[3] Ibídem, p. 198.

[4] Ibídem, p. 200.

[5] Ibídem, p. 275.

[6] Ibídem, p. 275.

[7] Ibídem, p. 222.

[8] Ibídem, p. 179.

[9] Ibídem, p. 171.

viernes, 11 de junio de 2021

LA MURALLA

 

 

 

LA MURALLA

 


1.

 

            A veces buscamos la aventura para huir de nosotros mismos. A veces nos vamos de viaje para huir de la pereza y no es el viaje una meta, sino huida ante el destino: energía sin voluntad, río sin cauce, fuerza sin camino, o camino sin fuerza.

 

2.

 

Hay un mundo al otro lado de la pared. Podemos llegar saltando por distintos sitios, sin embargo no todos llevan, en el otro mundo, al mismo lugar; por unas zonas lleva a un suelo muy bajo desde el que vemos muy pocas cosas; por otras se va a otro suelo alto desde el que se divisa un amplio horizonte.

La muralla crece como si fuera una escalera. Tiene diez peldaños. Cada uno la salta según sus fuerzas y el mundo que encontrará más allá será siempre mejor que éste en el que está; sin embargo, no todos lo disfrutarán con la misma fuerza; cada peldaño que suban es un grado más en la intensidad del goce, pero sólo se llega al otro lado a partir del quinto peldaño. Por debajo de él te quedarás en este mundo y no podrás traspasar la barrera para ver el otro: el que hay al otro lado, el que hay más allá.

Por encima del quinto, cada peldaño lleva a una llanura por la que podrás caminar largo rato y al final de esa llanura habrá un mirador: el paisaje que se ve desde allí es magnífico.

A la derecha del mirador encontrarás otro peldaño: que te conducirá a otra llanura más alta con un mirador más hermoso que el primero y a su lado habrá otro peldaño.

Éste te llevará a un mirador todavía más grandioso que dominará un paisaje mayor; y a su derecha habrá otro peldaño que accederá a otra altura desde la que los dominios que contemplas aún serán mayores.

El peldaño más alto será el décimo; desde allí verás el paisaje más poderoso de todos; el de horizontes más lejanos que quepa imaginar; desde esa altura planearás verdaderamente a lo grande: en esos horizontes podrás echar a volar sacando el máximo poder de tu libertad.  

 

Así que las cinco últimas alturas del muro dan acceso a cinco plataformas de diferentes alturas; algo así como cinco mesetas desde las que se va ampliando el horizonte a medida que subimos.

 


Visto de lejos, hay muchas paredes, muchas barreras, muchas murallas; como si la misma muralla estuviese separada por compartimentos que limitasen varios recintos distintos y cada recinto fuese un palacio. Si no puedes entrar por una entrarás por otra, siempre que camines lo suficiente por la senda que une a todas estas murallas. Pero las que vienen luego ya no son como las primeras.

En la primera muralla, sólo con atravesar el quinto peldaño ya estaremos al otro lado; y el sexto y el séptimo y el octavo y el noveno y el décimo te abrirán cada uno a una plataforma desde la que contemplar el mundo dominándolo siempre más que desde el piso anterior.

 

Las que vienen luego dan todas a la plataforma número cinco. Si llegas a la diez al final no te encontrarás con una meseta más alta, sino con un tobogán por donde caerás hasta la mitad de lo que has subido por este lado, es decir hasta el quinto piso; será como un adarve que se encuentra siempre al mismo nivel.

No podrás pasar del quinto nivel aunque saltes por el seis, por el ocho o por el diez. Quedarás condenado a no ver horizontes más altos si saltas por la segunda muralla; esos sólo se ven por la primera; desde la segunda llegarás al otro mundo, sí, y en ese mundo será mejor que en éste; pero ya no podrás disfrutarlo al más allá del quinto piso pues cada piso te llevará a toboganes por los que te caerás irremediablemente hasta el quinto.

 

Por debajo del quinto peldaño no podrás pasar al otro lado. Lo mismo da que saltes cuatro, que dos, que tres; te quedarás en éste. Y todos lo verán. Porque entre el primer peldaño y el quinto la muralla es transparente y aunque no puedas atravesarla todos verán a qué altura has chocado. Y se reirán de quienes han chocado en el primero mucho más que de quienes han chocado con el cuarto.

 


El mundo que hay a este lado es tu nivel de estudios. Al otro lado está el nivel superior. La muralla es el examen. Los peldaños, las notas. La primera muralla es el primer examen. La segunda es la recuperación. Si recuperas por haber suspendido en el primero, ya no tienes derecho a sacar más de cinco. Aunque estudies para diez. Sin embargo si suspendes con menos de cuatro tendrás la nota que saques. Estarás nivelado por arriba, pero diferenciado por debajo; ésa será tu condena. El resultado es que te desanimarán de estudiar si recuperando no vas a sacar de todas maneras más de cinco; y te hundirán la moral si sacas menos de cuatro. Todo por haber suspendido la primera vez.

 

Y luego dicen que hay que aprender de los errores. Pero si yerras, ya no tienes derecho a rectificar. Ya no tendrás las mismas oportunidades. Las mismas que hay para los demás. Hay quien saca montones de ochos en recuperaciones y sólo le ponen cincos; y hay quien saca ocho sólo una vez y, por ser la primera, ésa será la nota definitiva. Todo por ser virgen. Por haberlo sacado la primera vez. El primer suspenso será como una deuda externa que te obligará a pagar intereses todo lo que ganes por encima de cinco.

Hay que desterrar para siempre la virginidad pedagógica. Esa que te hace aprobar mucho estudiando poco. La misma que castiga el estudiar mucho con premiárselo poco. La que castiga el error con la deuda externa. La que acumula déficits haciendo que los retos sean cada vez más difíciles de superar. La misma que pone en el tiempo más tareas de las que el tiempo puede consumir. La que lo pone todo fácil para el que puede, y se ceba en poner palos en las ruedas de los que tienen dificultades. La que hace que el estudio se vuelva la antienzima perfecta. La que pone cada vez más alta, a medida que pasa el tiempo, la energía de activación.


3.

 

            En la Rusia soviética ningún obrero se esmeraba en trabajar, porque todos cobraban lo mismo. En el mundo capitalista los repetidores no se esmeran en estudiar, porque siempre les ponen la misma nota.

            La virginidad pedagógica impide que los orgasmos suban de nivel. No puede ascender en el éxito quien ha probado el suspenso antes de tiempo. No hay alegría en los estudios para quien ha suspendido la primera vez.

 

            En algunos lugares acostumbran a no poner de nota más que un suficiente, aunque te saques un sobresaliente, si te lo has sacado en un examen de recuperación. 



 


sábado, 20 de septiembre de 2014

Santander



         Un día hubo en Santander un congreso de filosofía. De dentro y fuera de España acudieron historiadores y filósofos. Y cuando todo había acabado, un viejo profesor, del norte, nos enseñó un paraje directamente sacado de la leyenda: el valle del Nansa; allí vimos bosques enteros sin árboles, como cabelleras peladas, desde que en otro tiempo decidieran talarlos par construir los viejos barcos de madera; y vimos caminos donde un recio Unamuno, remando contra el viento y montado en su caballo, subía estoicamente por las inhóspitas laderas. Pero antes decidí volver a mi habitación a pie junto a la arena; y un profesor de Madrid, un profesor entrañable, se unió a mí para compartir aquel camino durante dos horas; el mar nos arrullaba y las palabras del corazón, acurrucadas, conocieron el sosiego: de aquellos mares en calma surgieron estos recuerdos.
            A mi buen amigo Pedro Ribas.



SANTANDER, 3 abril 09.
 
 
            Caminar por el borde del mar. Vagar por el paseo, pisando las losas de granito. Acercarse a las aguas. Mirar la luna rielando en las ondas tranquilas. Ver las luces que se proyectan sobre el agua, plegándose como una cortina, moviéndose en un temblor callado, bailando sobre la costa, como una suave cadencia. A lo lejos, luces que se encienden y se apagan, como el faro que da vueltas, muy pausadamente. Hay una lengua de arena que separa al puerto de alta mar. Entre el paseo y la arena, el mar, como una lengua apresada en tierra, sestea. Es una noche tranquila dormitando en el mes de abril.
            Ya no se ve el horizonte nebuloso porque todo se funde entre las sombras. Pero queda una brisa que refresca la tarde, en las ropas de dos caminantes solitarios, en la noche enigmática y oscura. Recorren la orilla de punta a punta como dos viejos estoicos. Nada los perturba, todo los conmueve. En sus palabras fluye el mundo como dos claras sombras de la oscuridad.
            El cielo los envuelve en la hermosa playa de Santander. Los Riesgos. Los pasos los llevan lentamente hasta la vieja playa del Sardinero. Hay una paz serena que se apodera, con las palabras, de sus corazones. Han hablado de Herder, de Hegel, de Ossian, de Platón, de Kant. Han resucitado en sus palabras a Rousseau, a Voltaire, a Pascal, a Descartes. Y a Miró Quesada y a Ortega, a Unamuno, el sturm und drang. Y el tiempo se ha posado en sus mentes como se posan las mariposas en la flor, con un aleteo frágil, trémulo, indeciso, de cristal. Y han habitado los tiempos en sus cabezas mientras hablaban, y hablaban del lenguaje; y el lenguaje, acariciado por la claridad estoica, se ha mecido en las sombras como las ondas de la mar.
            Caminar por la playa. Pisar la arena, escarbar el suelo. Manchar la orilla con el cincel de las pisadas. Tocar la noche, acariciar el cielo con las mejillas del aire. Ver las luces, pasear tranquilos, desde el malecón hasta la playa, tocando apenas el tiempo con los dedos. La brisa marina depositando en la cara unas pocas semillas de eternidad.


SANTANDER, Tudanca, 4 abril 09.

 
            Del fuego en la chimenea sólo queda un rescoldo. Sólo el leño brilla en la oscuridad, pero es de una luz roja, opaca, mortecina. En su interior aún hay puntos incandescentes, pero el leño es una tea lánguida, cenicienta, cuarteada. Su cuerpo es de un gris que palpita en luces irisadas que se encienden y se apagan; la luz en los lados, y por las rajas interiores, las láminas de incandescencia. Por arriba su cuerpo es negro, pero detrás gime la llama, pálida, amarilla, que dibuja su borde en la oscuridad del hogar. Por abajo, formando un círculo, el tocón ha empezado a sembrar el suelo de ascuas.
            Encima del fuego está el perol. Es un caldero de cobre, de un rojo cuarteado con vetas verdes por fuera, irisado y mortecino como un fuego fatuo, como un palpitar sin fuerza. Tiene un asa que corona el caldero con la mitad de un aro; y en medio, arriba, un gancho tira de él hacia lo más recóndito de la chimenea. Juan medita en los misterios que arropa con su manto la oscuridad de la noche.
            En las paredes, en torno al caldero, hay bancos adosados. Los niños juegan armando ruido y los adultos los regañan. Hay sentados hombres muy viejos, viejas muy negras, las manos en la garrota, los dedos en la calceta. Y mientras la vieja hace punto el viejo atiza la lumbre, con un gancho negro, lleno de hollín, de hierro oxidado y fundido, de escoria ahumada por el fuego. El tocón crepita, se rompe y chisporrotea; y al partirse, saltan las chispas de las llamas y llenan la estancia de fuegos efímeros.
            Hay un hombre apoyado en su cayado contando historias. Afuera cae la nieve y se agolpa en las piedras, en las puertas, llenando las jambas de las casas, tapando las ventanas. La nieve busca intersticios donde colarse, donde abrigarse buscando refugio, y se acurruca bajo las piedras, entre la hierba, por los tejados, en las paredes y en los picachos. Ya el manto se ha hecho blanco y ahora el blanco se ha hecho espeso. Los tejados y los suelos son terrones de algodón y trepan por las esquinas de las casas, van cubriendo las tejas, como estalactitas y estalagmitas que se buscan para formar columnas; una masa tierna, blanda como un colchón, pero fría y llena de agujas en su torso algodonoso.
            Afuera está el valle. Tudanca es un trozo de vida en el desierto gélido y nevado, que se pierde, entre los riscos duros, sobre la faz de la tierra; como cornisas a punto de desplomarse. Sopla la ventisca. Y como las tejas bajo la nieve, Tudanca ha quedado cubierta por la nieve risueña de Tanca. Nieve del sueño y ventiscas del alma, que van depositando, sobre las piedras, nieblas que nacen mojadas en la humedad de la mente.
            Está curvado en el banco, mirando la lumbre, calentándose al fuego, reponiendo fuerzas. Afuera, el valle trepa por las sendas cada vez más empinadas y se pierde de vista, en el techo que lo cubre, donde se desploma el río como una serpiente, como una cinta plateada. Arriba está Peñalabra. Peñasagra en medio, y al otro lado, fugitiva como el tiempo, la sierra del Escudo.
            Se ha sentado al fuego don José María Pereda. Y en sus ojos brilla el fuego, el tocón agonizante, mientras ve en las ascuas los fantasmas de su cerebro. Allí está Chisco, esperando la cacería. Allí la sombra del oso, junto a la cueva. Allí el niño con su tío, los árboles, las matas, los riscos, los valles, el sabor de la tierruca. Ha nacido en sus ojos durante aquella noche una novela. La caza del oso, como una película de aventuras, ha cobrado vida en los ojos febriles donde se van formando las imágenes de su cerebro. Las imágenes, alimentadas por el calor del fuego, de la aventura que se fraguó entre peñascos. Peñas arriba.
            Todo esto lo vio en el perol, que descansaba inexpresivo sobre una leña que nadie había encendido. Mientras escuchaba las cosas que le contaba el guía de la casona. La casona solariega –torre, capilla y casa-, que era la casa museo, el guardián del valle, la fachada del pueblo; la casa dura y blanca, el testigo del tiempo; la muda biblioteca, silenciosa y parlanchina, donde recibía a los artistas (poetas y toreros) don José María de Cossío.

 
SANTANDER, Rasines, 6 abril 09.

 
 
            No había nada en el campo que estuviera desnudo. Ni las piedras siquiera. Una alfombra verde cubría la tierra, las rocas, los árboles, los riscos, los caminos, las casas, los ríos. Bajo las aguas lucía el azul del cielo; y entre las nubes,  fugitivas sábanas reflejadas en las ondas, unos hierbajos rebeldes eran los cabellos del agua. Las piedras estaban cubiertas de musgo y hasta los árboles, en su estoica quietud, se vestían de hiedra.
            El campo todo era una paleta de color. Los matices del verde se habían dado cita en una borrachera de notas que se juntaban para formar las múltiples variaciones de una sinfonía. El color verde se aclaraba como se aclaran los cantantes la garganta, y era un terciopelo suave, de una claridad uniforme, la que forraba las piedras a la vera del río. Abajo, retocadas por el agua, los hilos se trenzaban sin orden ni concierto: y eran unas hilachas largas, que se mecían en la ribera, como una baba pegajosa desprendida de las piedras viscosas y frías.
            Los árboles, en la orilla, se inclinaban sobre el agua para verla pasar. Unos troncos verdes, tocados de musgo, cubiertos de raíces, les crecían como venas por la superficie de su piel; rodeados de hojas de hiedra que los envolvían con escamas verdes, con láminas oscuras, con pizarra incrustada en mil capas como un reptil.
            El suelo era de matojos; y la hierba alta caía doblándose a los lados, como delgados tentáculos que se desparramaban en círculo, como una estilizada actinia; como un pulpo fino y largo, como láminas derramándose desde una boca invisible de la que irradiaban sin mirar. Y a sus lados, con una anarquía de garabatos verdes, miles de filamentos enredados en la hojarasca, tréboles, ortigas, tomillo, menta, las espinas del mar.
            En el cielo se desperezaba el sol. Y como el vaho, hilachas de nubes cortaban las rocas por abajo mientras los picos crecían por arriba enseñoreándose del cielo. Eran hilos de nube apenas densa, casi transparente, que recorrían en su evanescencia las rocas y se fundían en retazos de tul. Su cresta levantaba al cielo, con orgullo y arrogancia, la nítida figura del pico San Vicente.
            Y cuando se adentraba en el bosque veía el reino de fantasmagoría. Visto de lejos, el follaje parecía una niebla clara en cuya densidad se difuminaban los bordes algodonosos de la hiedra; la hiedra, encaramada a los troncos, detenida sobre su piel. Por la ladera bajaban como estacas, alineadas en formación, los troncos delgados y largos de los eucaliptos. Los ramajes se enredaban en el suelo y la vista descansaba cuando veía, en los cuatro puntos cardinales, los matices del verde entreverándose al alimón.
            El campo estaba vestido de un manto verde mientras asomaba el sol por la mañana. El manto de musgo cubría la piedra, el de la hiedra vestía los árboles, el de los helechos tapizaba el suelo, el de la hierba crecía en los campos. La mañana era, al irrumpir el sol entre las nubes, un enjambre de abejas que volaban. Y los árboles, con las copas enredándose en los troncos, eran la piel del caminante desparramándose en el espacio. Una nube de ramas como un tul translúcido, difuminándolo todo con su neblina, un vaho mojado: era un bostezo del sol.



            Rasines…Hace frío en la calle. El monte huele a eucalipto. La leña arde en la chimenea y el niño, tocando la guitarra, hace bailar el aire. Hay platos humeantes ya vacíos en la mesa. Entre las sábanas del silencio los demás escuchan, o hablan.
            Para mi buen amigo Gilberto.