EUMES
Dicen los antiguos que
“planeta” quiere decir “errante”: Ulises era un planeta y buscaba el sol de
Ítaca, sin encontrarlo. Más de veinte años tardó en llegar a ella. Anduvo
errante sin poder librarse del infortunio, con el corazón roto de dolor[1],
pareciera que su hado fuera sólo andar errante[2]:
y nada hay tan malo como vagar sin rumbo, o, teniendo un rumbo en la nave,
vagar con otro en el corazón. En medio de las fatigas[3]
“halla placer en el recuerdo de los trabajos sufridos quien padeció muchísimo y
anduvo errante largo tiempo”[4].
Vivir perdido es vivir
en el espacio, pero sin tiempo; o surcar espacios vacíos que no son tuyos; en
tiempos que no has vivido y no son tu mundo. Eso nos arrebata el vigor, nos
arranca la fuerza la vida errante, la carencia de cuidado[5];
y es también la fuerza del alma, pues “padeciendo la soledad de Ulises se me
consume el ánimo”[6],
que decía Penélope. A veces el dolor construye, como afirmaba Ulises (“mi ánimo
es sufrido por lo mucho que hube de padecer”)[7];
y otras veces nos destruye, “pues los que van errantes y necesitan socorro
mienten sin reparo”[8].
Parece que el viaje tiene valor pedagógico, terapéutico, es una forma de
educación: pero hay que tener en el pecho bien marcado nuestro destino; sin el
amor que da clarividencia el viaje no sería más que soledad, vagancia,
degradación y pérdida de dignidad, y de nosotros mismos.
Ulises vagó porque
Poseidón se empeñó en perderlo, en extraviar su rumbo; pero este extravío no
fue locura porque Ulises no se olvidó nunca de su destino, y vivió pensando en
Ítaca: su tierra, su casa, su isla que emergía en el océano, su ideal. Ítaca
era áspera, pero fértil; y aunque pequeña, abundante en trigo y vino; “nunca le
faltan la lluvia ni el rocío”[9],
Ítaca estaba llena de cabras, de bueyes, de bosques, de abrevaderos. Ítaca era
la casa, la esposa, el hijo, era el padre, el ama (porque la madre había
muerto); era el perro, el porquero, eran el boyero y la criada, ¡ay!, pero
también era el cabrero. Y también, por desgracia, eran los pretendientes. Que
se habían instalado allí aunque aquél no era su suelo.
Y lo más bello estaba en
lo más feo, lo más limpio en lo más sucio, lo más grande en lo más pequeño.
Eumes, el porquero; la estremecedora fidelidad del perro Argos; el ama,
Euriclea. Reflejos en miniatura del sol que alumbraba Ítaca (Penélope,
Telémaco, el amor conyugal y el amor filial, el amor del padre, el viejo
Laertes, vagando en la isla como una sombra del hades, como Argos lleno de
garrapatas, como un perro): Ulises volvió y
no fue reconocido por nadie. Porque la diosa Atenea quiso hacerlo
irreconocible.
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