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viernes, 26 de noviembre de 2021

MÁS ALLÁ DEL ARTE DE CONSUMO: LAS BELLAS ARTES

 

 

MÁS ALLÁ DEL ARTE DE CONSUMO:

LAS BELLAS ARTES

 


            El arte es una creación artificial. Toda creación es artificial pero no necesariamente artificio, que lo artificioso no es arte; a lo que es artificioso lo llamamos engendro, no creación, y un engendro es el producto de una técnica más o menos sofisticada para producir objetos. No es lo mismo lo ingenioso, que es producto del ingenio, del ingeniero, que lo artístico, que es producto de la inspiración, del artista.

            Creamos cuando producimos algo nuevo, cuando engendramos cosas insólitas y novedosas a partir de viejos materiales; cuando ordenamos cosas conocidas para dar a luz cosas que desconocíamos. En la creación hay un saber hacer y unas destrezas (la técnica), y un saber qué hacer (la meta, la intención, el objetivo); saber qué hacer y cómo hacerlo; o descubrir el cómo (la técnica aplicada a los materiales, el diseño) para realizar (o materializar) una idea que tenemos. Muchas veces esa idea puede ser vaga; sabemos qué problema queremos resolver pero no sabemos qué invento necesitamos para resolverlo. Inventar algo quizá no sea sólo ingeniarnos para realizar una idea, sino sobre todo buscar también cuál es la idea que queremos realizar; tal vez lo hallemos por un toque de inspiración, por un destello de ingenio o tal vez, por qué no, simplemente por azar.

            Cuando las creaciones son fruto del ingenio pertenecen a la industria. Cuando son fruto de un destello lo llamamos arte. El inventor puede ser un ingeniero si encuentra lo que busca guiado claramente por el problema que quiere resolver; pero si no sabe lo que busca pero sí qué quiere hacer, porque el problema que pide solución no tiene en sí mismo las claves de su solución, entonces el inventor es un artista. El inventor se ve guiado por la necesidad, y por la utilidad, y puede ser ingeniero (si lo guía su ingenio) o artista (si lo guía el genio, el latido, el destello, la inspiración); un ingeniero puede ser ingenioso o genial.

            Pero cuando hablamos del arte como ideal no nos estamos refiriendo a satisfacer necesidades, ni a buscar objetos que nos pueden resultar útiles, sino a crear cosas que nos dejen satisfechos de haberlas creado, a encontrar emoción en la tarea, a dejarse llevar por un impulso apasionado y, a fin de cuentas, por la felicidad. El artista puede ser ingenioso para resolver problemas que le plantea la técnica, pero esa misma técnica está al servicio del genio, del latido, del impulso creador, del objeto que trasciende por encima de la realidad. Un artista no nos hace más fácil la existencia sino que nos lleva más adentro en el ser de las cosas; no busca una existencia más fácil sino la misteriosa esencia de la realidad.

            El pintor tiene un sueño en la mente y para llevarlo al lienzo se enfrenta con problemas técnicos que debe resolver; y cuando inventa el instrumento que le resuelve esas dificultades (por ejemplo la técnica del claroscuro, el descubrimiento de la perspectiva, la mezcla de colores para producir un nuevo color que aún no conoce nadie y que no le han enseñado en el taller); cuando resuelve, pues, esos escollos, esa técnica que acaba de inventar no es más que un instrumento para desarrollar la idea que tiene en la cabeza; el sueño nebuloso, la intuición más o menos vaga, la forma que pugna por salir. Y lo mismo le pasa al músico, al poeta, al escritor de relatos, al escultor, al arquitecto, al actor, al director de teatro o de cine, a quien tiene que diseñar el curso de una danza o a quien tiene que escribir un guión. 



            La palabra “arte” (“ars” en latín) significa lo mismo que en griego “techné”. Pero el arte es la entrega a la inspiración mientras que la ingeniería es la inspiración puesta al servicio de la utilidad; que viene de la necesidad. Cuando se pone al servicio del entretenimiento, del placer y del espíritu que se satisface lo llamamos juego. Y lo llamamos deporte si tanto el genio como el ingenio los ponemos al servicio del espíritu de superación.

            En griego, “poiesis” significa “producir”. Tanto el arte, como la ingeniería, como el juego como el deporte producen cosas. Sin embargo, no siempre podemos distinguir estas actividades productivas. El juego busca placer y el deporte superación, pero solemos disfrutar cuando nos superamos y nos solemos superar cuando sólo queremos disfrutar; como en una partida de ajedrez, un partido de rugby o saltando a la comba. Podemos plantear una hipótesis: si hay más superación que goce lo llamamos deporte, en caso contrario lo llamaríamos juego. Así, aunque la superación y el placer siempre estén mezclados, sabremos que el parchís y la oca son juegos mientras que el fútbol y el atletismo son deportes; y una misma actividad, como la comba, puede ser juego si nos esforzamos por ganar pasándolo bien o deporte si la utilizamos sólo para entretener.

            En las llamadas bellas artes siempre hay un esfuerzo creador. Lo hace el autor cuando escribe, esculpe o compone, pero también el espectador cuando lee, observa o escucha; leer una novela o un poema es recrearlo, volverlo a crear; y escuchar música es interpretar (y muchas veces interpretamos cosas distintas de las que buscaba el autor), dando sentido a lo que estamos escuchando, leyendo… contemplando. Pero cuando nos entregamos al goce de la obra de arte de manera pasiva somos espectadores inertes, consumimos arte sin poner esfuerzo en disfrutar; la calidad se mide por el esfuerzo en el goce y disfrutar leyendo folletines no puede tener la misma calidad que disfrutar leyendo a Dostoievski, Cervantes o Calderón. A mayor esfuerzo en la contemplación de la obra de arte, más creación y menos consumo; y más intensidad en el placer; y más bienestar cuanto más delicada, más alegría y más satisfacción.

            Hemos visto que el alma inspirada busca vivir la existencia si pone la inspiración al servicio del placer; o busca vivir en el fondo de las cosas, empeñada en sentir la esencia como cuando olemos en el aroma la esencia del café; desnudando la realidad de todos sus ropajes; disfrutándola en cueros, pura, como la poesía de Juan Ramón. Los culebrones de la televisión nos gustan y nos hacen disfrutar siguiendo las peripecias de sus personajes como si viviéramos con ellos, día tras día, y hasta nos hacen compañía si nos encontramos solos. Vivir con los personajes. Sentir con ellos, pensar con ellos y hasta aconsejarles lo que tienen que hacer. Integrarlos en nuestra existencia, quererlos como se quiere a los familiares y a los amigos, es más: convirtiéndolos en nuestros amigos y familiares. Por eso mucha gente disfruta con el culebrón. El culebrón le da amigos y vecinos, seres queridos y gente malvada para poder odiar; y se desahoga matando en la pantalla porque en el mundo real no se puede matar; o queriendo a ese personaje del que te has enamorado porque en el mundo real no te has podido enamorar; o te has enamorado con menos intensidad que en esa pantalla donde miras lo que en el mundo muchas veces no has podido ver.

            Ese es el arte para la existencia. El que nos crea una vida nueva para vivir en ella y, metiéndonos dentro de la novela, abandonamos por un tiempo ese mundo real donde no vivíamos con tanta intensidad. 



            Y luego está el arte para la esencia. La obra de arte, no ya el arte como entretenimiento. El arte de consumo nos ayuda a pasar el tiempo cuando en la vida real no nos pasaba nada interesante y el tiempo, vacío, pasaba lánguido, monótono; para matar ese aburrimiento necesitábamos matar el tiempo que pasa sin sustancia y se alarga, desesperadamente, en el hastío de un vacío que parece eterno. Para matar el tiempo vacío ha nacido el arte de consumo. El que no te hace pensar mucho pero te divierte, el arte para el gran público.  

Pero el arte de calidad (y por qué no decirlo: el de verdad) hace justamente lo contrario: llena de sentido el vacío que hay en nuestras vidas y lo eleva por encima de ellas; o quién sabe, tal vez penetra en ellas por debajo, hasta adentro, hasta trascender; nos proyecta hacia espacios de plenitud, nosotros que no necesitamos buscar amigos porque ya los tenemos o porque no nos hacen falta; y buscamos el éxtasis que nos endulza la vida más que la miel; vivimos, entonces, más allá de nuestra existencia, buscando el fondo que tiene dentro (su esencia), igual que el aroma del café nos lleva a éxtasis más profundos que si estuviéramos aspirando un sorbo de café; o como cuando unas formas insinuadas a través de la ropa nos embriagan más que los cuerpos sin ropa: porque en ellos se esconde el hastío, el vacío de consumir, sin ese estar ebrio que nos quita el sentido, borrachos de erotismo; cuando lo erótico se ha ido porque hemos quitado la ropa que cubría los cuerpos y, cubriéndolos, mostraba su desnudez.

Si: el arte es un salto dentro de la esencia. En la esencia de las cosas nos emborrachamos de belleza, de lo hondo, de lo más íntimo, lo que nos arranca de la existencia y nos lleva más allá: al ser; donde la vida se hunde dentro de sí misma perdiendo la conciencia, en el abismo, en el arrebato, en el vuelo que nos lleva, lejos de la monotonía y el aburrimiento; donde por un momento somos capaces de vislumbrar misterios que permanecen ocultos al común de los mortales.

Ése es el arte. No el entretenimiento, el arte, el arte de verdad. Escuchad la novena sinfonía de Beethoven. La patética de Tchaikovsky, buscad en las Pasiones de Bach, en las tragedias de Shakespeare, los libros de Luis Landero, algunas de las cosas de Calderón. En el Partenón de Atenas. La Sagrada Familia, la catedral de Chartres, la capilla Sixtina, la piedad de Miguel Ángel, buscad en Turner, Velázquez, Delacroix… Buscad en el arte. En el arte que ha nacido para darle intensidad a la vida. No para entretenerla. Para gozar contemplando el sentido y no el sinsentido con que gozan quienes no han aprendido a entrar en él. El arte: el que nos abre las puertas de la esencia, el que pone esencia en nuestra vida para que siempre sea esencial nuestro vivir. El arte. La vida plena, la puerta que nos salva… La única llave capaz de abrirla es el esfuerzo. El esfuerzo: motor que eleva el placer a la máxima potencia, no la droga ni el vino ni el dinero fácil, ni las promesas falsas, el arte; el que, con la ética, se ha convertido en viento que sopla y ya es el eje fundamental de nuestro existir.

 


 

viernes, 26 de marzo de 2021

TÉCNICA

 

 

TÉCNICA

 


             La filosofía, la ciencia, el saber vulgar, el mito y las matemáticas son formas de conocimiento. Pero cada una tiene sus propias formas de acción. Si conocer es descubrir cómo es el mundo, actuar sobre él es cambiarlo en beneficio nuestro. Saber cómo funcionan las cosas, o más bien como las podemos aprovechar, es estar al tanto de cómo podemos aplicar nuestros conocimientos para conseguir los fines que nos proponemos. Empecemos por la ciencia. Si llamamos ciencia al pensamiento que surge de la realidad y vuelve a ella, sólo pueden tener ese nombre las ciencias empíricas; las matemáticas, por mucho que sean exactas, serán conocimiento riguroso, pero no ciencia, por mucho que nos empeñemos en llamarlas ciencias formales; las matemáticas no pasan de ser un conocimiento formal de los fundamentos de la realidad, que son anteriores a la experiencia.

            La ciencia, en tanto que saber empírico, se ocupa de la naturaleza y del ser humano. La acción en las ciencias naturales recibe el nombre de técnica, y los técnicos han llegado a recibir el nombre de ingenieros. Si la física teórica se ocupa de cómo es la materia y la fuerza, la física aplicada se interesa por el rendimiento que podemos sacar de la naturaleza. Los griegos distinguían entre techné y poiesis; la primera se ocupa de cómo hacer las cosas, la segunda se ocupa de hacerlas: es la diferencia que hay entre la técnica y el trabajo.

            Pero la técnica no sólo se refiere al saber hacer, sino al manejo de los aparatos que hemos construido: aparatos como las alas de Ícaro, el tornillo sin fin de Arquímedes, el espato de Islandia que usaban los vikingos para orientarse en el mar, el arado romano, el arado normando, la sartén, la yesca y el pedernal, la bicicleta, el barco de vapor, el automóvil o el microscopio. Llamamos técnica al manejo de nuestros conocimientos para conseguir beneficio de la naturaleza; a la construcción de máquinas; y al manejo útil y eficaz de las máquinas. Desde la palanca hasta el automóvil ha habido un progreso enorme. Cuando las máquinas son muy complicadas y dependen enteramente de la ciencia ya no son simplemente técnica, sino tecnología; pero como llamamos tecnología lítica al arte de sacar lascas de las piedras (ya desde el homo habilis), nos hemos inventado el nombre de tecnociencia.

            Técnica, en el sentido de saber hacer, es lo mismo que arte. Podemos decir indistintamente técnica que arte de tallar piedras; y así hablamos del arte de amar para el conjunto de técnicas amatorias que arte de la guerra para las técnicas de lucha.

            El amor y la guerra ya no salen de las ciencias naturales, sino de las ciencias humanas (término, este, mucho más amplio que el de ciencias sociales). Llamamos estrategia al arte de manejar seres humanos; al arte de manejar objetos lo llamamos, simplemente, técnica; así, cuando un futbolista controla bien el balón decimos que domina la técnica del fútbol, pero cuando busca los espacios para llegar a la portería contraria lo que domina es la voluntad del adversario y su capacidad para frenar el ataque: entonces ya no se trata de cuestiones técnicas, sino de cuestiones tácticas; la estrategia es el arte de ganar guerras, pero la táctica es el arte de ganar batallas. Una estrategia es una campaña ofensiva que puede contener muchas batallas; y una batalla es un enfrentamiento entre dos colectivos que persiguen el mismo objetivo. Cuando se trata de matar al adversario lo llamamos guerra; cuando se lo quiere derrotar sin matarlo lo llamamos deporte; y cuando lo que se busca es que los demás nos obedezcan lo llamamos campaña publicitaria; si, por el contrario, pretendemos vencer las inercias que impiden nuestro desarrollo como personas lo llamamos educación; aunque muchas veces confundimos la educación con el proselitismo, o el adoctrinamiento, que es cuando el objetivo del maestro no es desarrollar al discípulo sino adaptarlo a la sociedad (enseñándole a obedecer y a respetar los valores imperantes). 



            La poiesis, en el sentido griego de hacer cosas, podría traducirse como “trabajo”. Cada oficio necesita dominar unas técnicas: son las técnicas de producción, que se prolongan en las habilidades productivas; uno puede conocer bien las técnicas pero no dominarlas; así, no basta con aprendernos la técnica de la escritura, que incluye caligrafía y ortografía, para escribir bien; tenemos mala caligrafía porque, aunque sabemos cómo se hacen las letras, no nos salen; y tenemos mala ortografía porque, aunque conocemos bien las reglas, no las hemos automatizado. Una forma de aprender a hacer bien las cosas (es decir, de transformar las técnicas en habilidades) es el ejercicio, el ensayo, la repetición, el entrenamiento; pero por mucho que ensayemos no pasamos de hacer las cosas bien, sin llegar a ser geniales, si no poseemos esa habilidad natural que llamamos don: el don de hacer bien las letras, el don de no torcerse aunque escribamos sin renglones, el don de manejar el torno del alfarero, el donde tener buenos reflejos y conducir bien un coche.

            Lo que llamamos humanidades es el conjunto de la filosofía y las ciencias humanas. Y aquí la poiesis se transforma en una forma especial de arte: que no busca la utilidad sino la belleza. El perfecto ladrón es el que es capaz de robar sin que le pillen. Y el perfecto músico es el que maneja perfectamente el instrumento aunando el ejercicio y sus dones naturales (virtuosismo), pero también tiene una sensibilidad especial, que lo mueve a buscar sentimiento y delicadeza y comunión con lo trascendente; a la atracción de las profundidades en el manejo de las formas lo llamamos belleza; pero quedarse en la atracción de la superficie no nos da cosas bellas, sino bonitas; la belleza es, por el contrario, hacer de las superficies de las cosas espejos de su esencia profunda; y hasta podemos encontrar profundidad sin belleza, refiriéndola siempre al sentir, no al conocimiento, y entonces no la llamamos ciencia, sino arte. Para distinguir el arte entendido como técnica de ese otro al que podemos llamar técnica inspirada hablamos más bien de bellas artes: expresión que solemos reservar para las artes visuales (pintura, escultura y arquitectura), pero que también valdría para la música y la danza, artes del oído y del movimiento, artes del tiempo. También hay artes mixtas como el teatro y la opera que incorporan, además, la palabra.

            Pero junto a la poiesis y la techné los griegos utilizaron la palabra “praxis”. Si la poiesis es la actividad que desemboca en la construcción de objetos, la praxis es esa actividad que no produce nada pero que desarrollamos para mejorar como personas: como podrían ser la ética, la política y el deporte. La técnica que transforma la naturaleza buscando utilidad en beneficio nuestro daría lugar a las artes aplicadas; la que persigue la recreación de la sensibilidad sería el territorio de las bellas artes o del arte, sin más (así, en plural y sin adjetivos; no el arte de… sino el arte, a secas); las artes aplicadas son esa producción que llamamos trabajo; la producción artística llena nuestro tiempo de ocio y sería a la vez un trabajo placentero (un hobby) y una pasión que nos hace flotar por encima del mundo; lo que hace el arte es mucho más que producir: es crear; la aplicación es crear nuevos objetos repitiendo, copiando, recreando un mismo modelo, pero la creación es producir modelos nuevos; crear es hacer camino al andar y aplicar es andar por los caminos trillados.

            Solemos llamar práctica (o entrenamiento) al ejercicio técnico (y así, el aprendizaje de un oficio se suele cerrar con un tiempo de prácticas). Al ejercicio artístico lo llamamos ensayo, y todo ensayo contiene una parte de entrenamiento (cuyo objetivo es el virtuosismo) y otra parte de inspiración (cuya meta es al mismo tiempo su motor: el escalofrío, el éxtasis). Pero al ejercicio práctico lo llamamos praxis. La praxis requiere entrenamiento y sensibilidad, aunque una sensibilidad que no se aleja de este mundo, como el éxtasis, sino que echa sus raíces en él y nos hace sentirnos en comunión con los demás, sufriendo con ellos y alegrándonos con sus cosas, reflejándonos en sus pensamientos y en sus emociones como si fueran nuestros: es la empatía, espejo de humanidad, reflejo de nosotros mismos en lo que son los otros, identificación de nuestra esencia humana desde nuestras diferencias históricas, desde nuestra existencia (cada uno tiene la suya). 



            Técnica, tecnología y tecnociencia en las ciencias empíricas de la naturaleza; táctica y estrategia en las ciencias humanas; todo ello constituye el mundo del trabajo. Pero la filosofía se aplica en la praxis. Y el arte se despierta en las humanidades. Aplicación, arte y praxis son estas tres formas de actividad. Aplicación en la ciencia. Praxis en la filosofía. Arte en las humanidades. No olvidemos que las humanidades incluyen a la filosofía y a las ciencias humanas.

            ¿Y en el mito? ¿Qué técnica podemos encontrar en él? La técnica mítica es la magia. Magia es el conjunto de técnicas que usamos para cambiar las cosas del mundo sin contrastarlas (igual que la filosofía)  Pero sin cuestionarlas (a diferencia de ella). Quien hace magia es el mago, la maga; el hechicero, el sacerdote, el chamán; el brujo; en los tiempos míticos en que no se ha inventado la medicina el mago es al mismo tiempo el curandero; también lo es quien conoce las hierbas medicinales (en muchos pueblos primitivos esa labor corresponde más bien a las mujeres). Hay magia blanca para vivir y magia negra para matar.

            En algunos lugares el mago toma hongos alucinógenos para entrar en trance, fundirse con el espíritu bueno y alejar los malos espíritus de las enfermedades: así cura a los enfermos. En otras partes exorciza al diablo para que salga del cuerpo del endemoniado. La magia vudú construye un muñeco y lo que le hacemos al muñeco (clavarle alfileres, arrancarle los ojos, retorcerle un brazo) también se lo estamos haciendo a la persona a la que hemos identificado con él. Hay sacerdotes que convierten bastones en serpientes para demostrar que su dios es el verdadero. Otros hacen pases mágicos para deshacer un conjuro. Hay técnicas para quitar el mal de ojo. Y trucos para crear falsas magias con ilusiones ópticas (doblar cucharas con el pensamiento, adivinar el futuro, hablar con los muertos, hacer aparecer conejos en una chistera). Los trucos mágicos son eso: técnicas: Pero no se contrastan con la realidad y sin embargo la gente crédula las da por buenas. Unas veces porque se formulan de una forma tan ambigua que son imposibles de contrastar. Como cuando se le atribuyó a Nostradamus la profecía de que el papa sería asesinado en Lyon y, después de visitar Lyon, no lo mató nadie; entonces los esotéricos se escudaron en que lo que Nostradamus dijo fue que el papa sería asesinado en una ciudad bañada por dos ríos, pero esa ciudad no tenía por qué ser Lyon: también podrían ser muchas otras; y así los adivinos nunca se equivocan. Otras veces predijeron el fin del mundo y no sucedió, pero el adivino vendió un millón de libros. Tal santo sacado en procesión se para ante la casa de una niña enferma: nadie sabe que la niña ya se estaba curando pero como tenía fiebre, no lo parecía; al día siguiente desaparece la fiebre y todos lo atribuyen a la visita del santo. El pensamiento mágico te hace creer que es el médico el que te ha puesto malo porque antes de ir a su consulta tú estabas bueno; y lo que no dices es que si has ido al médico, tú, que presumes de no creer en él, es porque ya te sentías mal de una enfermedad que aún no se te había declarado.

            Dos rasgos de la magia son, pues, el rechazo de la contrastación y la falsa causa. Falsa causa: hacer que se sucedan dos hechos (el paso de un gato negro y una alcantarilla rota) para que el primero parezca la causa del segundo (que hemos provocado nosotros). Rechazo de la contrastación: también lo podemos llamar ambigüedad; decir las cosas de tal manera que siempre va a ser verdad lo que decimos, tanto si sucede lo que vaticinamos como si no sucede. 



            El saber vulgar también tiene sus trucos, sus picardías, sus estratagemas, sus técnicas. Y tiene técnicas de verdad como el toque de la cocinera para que la comida salga buena, o cómo pegar dos tablas sin que se note, cómo hacer para quitar una mancha en la ropa, cómo empalmar un cable roto, cómo barrer por los rincones, cómo cuidar las macetas, cómo ahuyentar los mosquitos, cómo poner un ladrillo. Las tareas del hogar son, en su mayoría, tecnología aplicada a la vida cotidiana: a no ser que de la vida cotidiana salgan esas tecnologías que luego le sirven a la ciencia. El saber vulgar es un popurrí donde se mezclan conocimientos científicos, creaciones artísticas y trucos de magia; las recetas de cocina son experimentos repetidos ancestralmente y mejorados a través de las generaciones; las cocinas son auténticos laboratorios donde se juntan reactivos y se recogen productos; pero como no decimos cloruro sódico sino sal, ni ácido clorhídrico sino jugos gástricos, no tenemos la sensación de que las cocinas sean laboratorios. Lo que caracteriza al saber vulgar es que lo adopta todo, junta técnicas y métodos basados en procedimientos contradictorios y no se da cuenta; otras veces, por el contrario, hace gala de una precisión milimétrica y un realismo absoluto, y no lo valora. Si la ciencia forma teorías con leyes y técnicas precisas, coherentes y eficaces, las técnicas vulgares ponen contradicción en la coherencia, aproximaciones en la precisión, y se conforman con que algo funcione a veces sin probarlo siempre para llamarlo eficacia; aunque lo más curioso es que junto a esas generalizaciones fáciles el vulgo ha sabido construir, con un saber milenario, técnicas utilísimas de una eficacia abrumadora. El saber vulgar es un batiburrillo de conjeturas dadas por buenas, leyes exactas, técnicas eficaces y trucos baratos; de creencias y de pruebas; en el saber vulgar se confunde la cultura popular con los cultos y tradiciones, el arte y el mal gusto, la tecnología y la magia.

            Ya sólo nos quedan las matemáticas. El estudio de las formas innatas, intuitivo y lógico a la vez, tiene sus técnicas de cálculo progresivamente más eficaces; por ejemplo con los números romanos el cálculo tenía sus limitaciones, pero con las cifras arábigas se desarrolló mucho y cuando se inventó el cero su potencia dio un salto de gigante y la aritmética se convirtió en álgebra. El cálculo infinitesimal permitió operaciones de mayor alcance y con los números complejos se pudo manipular, en electricidad, la corriente alterna. La teoría de la relatividad necesitó técnicas que no había en Euclides, pero que se encontraban en Riemann. Por no hablar de las máquinas matemáticas que ideó Raimundo Lulio, exploró Pascal, desarrollaron los microprocesadores, avanzaron hacia la robótica y empezaron a moverse hacia la creación de sistemas que pueden aprender solos; sistemas expertos.

            Y podemos cerrar este capítulo planteando una pregunta: ¿habría que incluir a la técnica, entendida como aplicación del saber para mejorar la vida, dentro del método hipotético-racional? En ese caso constaría de cinco pasos: problema, hipótesis, predicción, contrastación y aplicación. Pero también podríamos pensar que nuestra acción sobre el mundo tendría dos caras: el saber y la transformación; el saber se abriría en abanico con la ciencia, la filosofía, el mito, el saber vulgar y las matemáticas; y la transformación de la naturaleza sería tecnología y estrategia, arte, praxis, magia, trucos y cálculo; los dos bloques, tanto el del saber como el de las transformaciones, utilizarían, con sus cojeras, los cuatro pasos del método hipotético-racional (y por ejemplo las predicciones de la ciencia se convertirían en profecías en el mito); y la técnica no sería el resultado de la ciencia sino que sería necesaria, desde el principio, para su desarrollo. No es, pues, que la técnica tenga que esperar a la ciencia para aplicar sus descubrimientos (como sí sucedería con la tecnología); sino que la acción del ser humano tiene esas dos caras, cognoscitiva y transformadora, que se simultanean desde el principio, se acompañan y se completan: aunque haya momentos en que haga falta ciencia para hacer técnica y momentos en que haga falta técnica para hacer ciencia. Lo mismo que es imposible distinguir la sensación del movimiento, lo mismo también conocer el mundo es, aunque no lo queramos, cambiarlo.