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viernes, 1 de abril de 2022

 

 

 

PECHOS SIN CORAZÓN    

 


 El amor es un tipo de atracción. Amar a una persona es sentir la necesidad de que esa persona sea feliz, de que nosotros seamos partícipes de esa felicidad y que la otra persona sea partícipe de esa necesidad. Amar una idea es necesitar que esa idea se realice. Al amor lo llamamos querer. Querer a una persona es lo mismo que amarla, lo mismo que querer que las cosas sean como las ideas buenas; pero querer una cosa es desearla. No es lo mismo el deseo que el querer. Cuando el querer es un deseo no lo llamamos querer porque sólo las cosas del corazón son las cosas del querer; al querer que es un deseo lo llamamos capricho, y el capricho es la necesidad de satisfacer una sensación; al amor, sin embargo, no lo llamamos sensación sino sentimiento; aunque el amor erótico es sensación adosada al sentimiento, o querer agarrado al deseo, que es lo mismo que es el deseo aferrado al querer.

            Dice Unamuno que creer en dios es querer que exista. De manera análoga, querer a una persona es lo mismo que creer en ella: si te quiero es porque creo en ti, creo que en ti hay bondad aunque tú no te portes bien conmigo, y que esa bondad está dormida y puede ser despertada; y creo que tú eres bueno porque eres igual que yo, que siento en mí el instinto de ser bueno; tu naturaleza es la misma que la mía y yo he sentido en mi naturaleza el instinto del amor. Querer a un perro, encariñarse con él es sentir su bondad para conmigo y desear disfrutar de ella al mismo tiempo que sentimos el impulso irresistible de que sea feliz, y de acariciarlo; aunque muchas veces necesitamos acariciarlo sin pensar que al perro pueden molestarle nuestras caricias, pero no sabemos o no queremos ponernos en su lugar: lo mismo sucede con las personas.

            El corazón es la metáfora del amor. Tener corazón es tener capacidad de amar y a veces tener corazón es sentir misericordia: sufrir con los sentimientos ajenos; a eso también lo llamamos piedad; sentir dolor por la miseria de otro cuando esa miseria la provocamos nosotros es apiadarse de él; cuando la provocan otros es ser generoso, solidario, altruista; y cuando ese sentimiento no implica inferioridad hacia los otros, también lo llamamos caridad.

            De modo que hay, como mínimo, tres clases  de amor: amor a nuestros amigos (una de sus variantes es la pasión erótica, que es la exaltación conjunta del deseo y del amor); amar a nuestros semejantes, sean amigos, enemigos o desconocidos (y eso es la piedad, solidaridad, generosidad o fraternidad: caridad bien entendida en sentido cristiano, compartir antes que dar); y amar las ideas (lo que las convierte en ideales). Querer a conocidos, querer a extraños o querer realizar un ideal. Lo contrario de estas tres cosas es, respectivamente, odiar, ser despiadado y no tener ilusión. Estos tres sentimientos nacen de tres instintos que surgen en algún lugar de nuestro cerebro; pero como nos hacen palpitar cuando los sentimos, decimos impropiamente que vienen del corazón.

            Cuando amamos a una persona ponemos la cabeza al servicio del corazón. De ahí que el cariño humano es distinto del que sienten los otros animales, porque nuestro cerebro emocional filtra sus impulsos a través de una enorme corteza de pensamiento, mientras que en el resto de los animales esa corteza es muy delgada; de ahí que algunos sentimientos, como la admiración, sean exclusivamente humanos. Un animal puede experimentar un sentimiento infinito cuando pierde una cría, porque el instinto del amor paterno o materno está profundamente arraigado en su ser, en esa parte de su ser que es su corazón; un gorila hembra llevó en sus brazos durante tres días a su cría muerta negándose a aceptar su muerte; una hiena hembra apartó a su cría, a la que estaban pegando las otras hienas, para ponerse ella en su lugar y que la pegasen a ella; y un león protegió a uno de los cristianos a los que se tenía que comer en el circo de Roma porque ese cristiano, años antes, le había salvado la vida en África. Cuando el ser humano ama puede llegar a experimentar el infinito sentimiento de los animales; pero la conversación le da a ese sentimiento una dimensión intelectual que no tienen los otros animales, porque los otros animales no son capaces de hablar. 



            Cuando amamos una idea sentimos la imperiosa necesidad de luchar por ella. También podemos amarla con las tripas y otras veces con las tripas y el corazón. Decimos que sentimos con las tripas cuando el cuerpo nos arrastra con su fuerza vital, que son las ganas de vivir, y de soltar energías, y de liberar el instinto. Si esa fuerza irresistible se vierte en el corazón, esas dos fuerzas mezcladas desencadenan una fuerza entrañable, impetuosa o tranquila, pero incontenible, acaparadora, potente. Si el corazón se aísla detrás de una corteza impenetrable, esa fuerza es despiadada. Y si el corazón siente y no recibe los vendavales del cuerpo, ese amor, que puede ser inmensamente profundo y doloroso, no puede expresar su júbilo porque le falta el impulso vital: y entonces es un amor impotente, inapetente y esclavo.

            Luchar por una idea que sentimos con el corazón, cuando ese instinto de lucha sale de sí, es luchar por un ideal; un ideal es un instinto, es decir un impulso del cuerpo, que pasa por el corazón. Y luchar por un instinto descorazonado no es amar una idea, porque entonces la palabras que empleamos para nombrarla no designan un ideal, sino la intelectualización del propio instinto: como cuando decimos que nuestro ideal de vida es la violencia, o el orgullo, o el robo disfrazado y sublimado en forma de conquista; cuando ni siquiera disfrazamos nuestros instintos despiadados en forma de ideales decimos que hacemos las cosas por huevos, porque nos da la gana o incluso la real gana, porque nos salen de las tripas, de ese lado del instinto al que el afecto no pone bajo su control.

            También podemos luchar por los demás. No por el ideal de la humanidad, sino por los seres humanos que sufren. Ojos que no ven, corazón que no siente: unas veces luchamos por aquellos a quienes vemos sufrir, aunque no sean de los nuestros. Corazón que siente sin ver: otras veces luchamos por el ideal humano aunque no veamos el sufrimiento de nadie, aunque lo imaginemos. Y a veces el ideal nos puede deshumanizar; pues empezamos luchando por el pobre y acabamos luchando contra él, como le pasó al comunismo de Stalin, de Mao, de Abimael Guzmán. Por eso sentía Miró Quesada que no hay que luchar contra nadie para defender una idea, sino luchar por todos a pesar de todas las ideas.

            El amor al prójimo es, pues, la misericordia, la piedad, la generosidad, el altruismo, la fraternidad. Pero también está el amor a sí mismo. Un amor generoso y bueno que nos dale del corazón. Cuando nos sale también de las tripas lo llamamos dignidad, amor propio, pundonor. Y cuando nos sale sólo ce las tripas pero no del corazón es la soberbia y el orgullo mal entendido, el desprecio, el deseo de aplastar al otro para sentirse superior. Las palabras “orgullo” y “soberbia” las empleamos en dos sentidos totalmente distintos, y lo supo ver bien Gustavo Adolfo Bécquer; unas veces el orgullo es simplemente orgullo, y otras es dignidad.

            La educación debe preocuparse por que en el cuerpo y en la cabeza eche sus raíces el corazón, porque hay mucha gente a quien la vida ha puesto en el corazón una corteza que no le deja expresarse. Gente que no ama porque no sabe amar, nadie le ha enseñado; o le han enseñado más bien a no hacerlo, aunque en su fuero interno, escondida y aplastada bajo toneladas de escombros, mantiene intacta su capacidad de amar. Hay quien ama sólo a quienes tiene al lado: a su familia, a sus amigos, a su tribu; es preciso enseñarles a amar a la humanidad. Otros no se quieren a sí mismos: la autoestima se les ha debilitado, y si no nos queremos nosotros mismos nosotros, tarde o temprano, dejaremos de querer a los demás. Otros no tienen ideales, porque han desarrollado un rencor por el odio que han recibido a lo largo de su vida: hay que enseñarles que también existe la gente buena, aunque ellos no hayan vivido esa experiencia y les parezca que el mundo se reduce sólo a las cosas que ellos han tenido la mala fortuna de vivir; y al revés, como dicen que le pasó a Buda. La educación debería cultivar las cosas del corazón: enseñar a amar, a tener ideales y creer en ellos, a sentirse solidario del mundo. Porque una cabeza sin corazón es maquiavélica y un cuerpo sin corazón es brutalidad; y mal nos iría en el mundo si, aliándose el malvado con el bruto, sólo regáramos en nuestro huerto la fuerzas del mal.

 


 

 

 

viernes, 19 de noviembre de 2021

EL MUNDO DE HOMERO

 

 

EL MUNDO DE HOMERO

VIRTUDES…

 


            No sirve entonces ser astuto en el valor. En el valor hay que ser prudente, como Telémaco[1]. La prudencia (valor templado en la cabeza o cabeza templada en el corazón) no la tuvo Ulises. Ulises se creyó que bastaba con tener razón para ser justo, y la razón fue mala cuando quedó sembrada entre las tripas. Mientras tanto ¿qué hacia Penélope? Esperar: discreta Penélope[2]. Penélope, belleza y juicio[3]; el buen juicio, que al de Ulises lo perdió la vehemencia, y perdió el sentimiento a fuerza de sentir tanto. Penélope, virtuosísima[4], intachable esposa. Conservó la memoria de Ulises y ella perdurará constantemente en nuestra memoria. Lo bueno, lo que vale la pena recordar; la gente buena, será recordada por los siglos de los siglos.

            En el pecho nos gobierna el ánimo; bueno o malo, el ánimo agita el sentimiento en nuestro pecho[5]; y las cosas que resultan feas para los otros pueden ser gratas para mí, por haberme dado la naturaleza esa inclinación; “que no todos hallamos deleite en las mismas acciones”[6]. A unos les gusta el campo, a otros los remos; a unos la casa, a otros la pluma: cada cual tiene sus vocaciones, cada cual tiene sus fuerzas. Pero hay quienes tienen el ánimo excitado y aturdido el entendimiento y no todo es bueno en esos gustos; puede ocurrir que el ánimo esté deformado, y tenemos mal gusto. El vino, el vino vuelve loco nuestro ánimo[7]; el vino puede perturbar el entendimiento[8].

            De entre las cosas que ocurren, unas se recuerdan en nuestro mundo, otras se recuerdan en todos los mundos. Unas se transmiten a través de nuestro pueblo; otras atraviesan el alma de todos los pueblos. Unas son el alma de mi tierra, otras son el alma de la humanidad entera: sólo estas últimas son las virtudes; los vicios yacen escondidos entre ellas en las primeras. La virtud es un esfuerzo por hacernos mejores; pero algunos prefieren más que ser buenas personas, ser buenos guerreros. No se lo podemos reprochar a Ulises: ésa fue su época, y Ulises fue un sarmiento crecido entre las uvas de su tiempo.

            Hospitalidad. Amor. Inteligencia. Astucia. Mando. Fuerza. El ideal de la paz. Tales fueron las virtudes de los tiempos de Homero; que no sabemos si fueron también las virtudes de Ulises. El tiempo es una casa donde vivimos. Podemos mirar el mundo desde nuestra casa, y entonces lo que sucede como ha sucedido siempre es razonable. Pero también podemos mirar las cosas desde fuera de nuestra casa; y desde fuera de las otras casas que se levantan fuera de la mía. Estén cerca o estén lejos; podemos contemplar el mundo desde fuera de todas las épocas y de todos los lugares; es decir, desde ninguna parte; entonces nos parecerá razonable lo que sucede siempre, aunque no sea lo que siempre sucede en nuestra casa. Vivir es estar a caballo entre dos tiempos: el nuestro y el de la eternidad; el nuestro nos da las razones donde hemos crecido; el otro nos da las razones que lo eran antes de nacer. Por eso la vida es un viaje. Vivir es vagar y vagar es estar perdido; unas veces buscamos sin rumbo, otras veces erramos sin rumbo. Y cuando salimos de casa nos sentimos perdidos. Aunque a veces sentirse perdido es la primera señal de que estamos en el camino. La vida es una cuerda perdida entre la soledad y la pereza. 



            Pues las virtudes son las virtudes del mundo que hay fuera de las casas: algunas veces las rodea; otras las penetra. Virtudes de los tiempos homéricos. La hospitalidad. “Tan mal procede con el huésped quien le incita a que se vaya cuando no quiere irse, como el que lo detiene si le cumple partir”[9]. Palabras de Menelao. Antínoo. Los pretendientes quisieron quedarse pero Ulises los estaba echando. ¿Era Ulises poco hospitalario? Hospitalarios eran los feacios. Que, cuando Ulises quiso marcharse, lo acompañaron en uno de sus barcos.

            No. La hospitalidad era una costumbre de la casa de Ulises. Pero se levanta sobre una costumbre que comparten todas las casas. Que el huésped respete a su anfitrión; que si no están esos cimientos universales no podremos construir el edificio; que las virtudes de una época se construyen sobre las que atraviesan todas las épocas, sobre las virtudes de la humanidad.

            Inteligencia: “viendo la paja conoceréis la mies”[10]; veréis en las apariencias lo que late escondido en lo profundo; la inteligencia, unas veces, sirve para convencer; otras es el cemento del engaño. Y ahí se convierte en astucia. Ulises, astuto, engañó al cíclope que los avasallaba; y salió del antro donde los daban por muertos[11]. Pero también mató a inocentes engañándolos con su astucia: niños murieron en Troya junto a los combatientes; y también murieron mujeres y ancianos: atrapados en el caballo de Ulises, pérfido, injusto, desolador, y malvado. Sin embargo el saqueo estaba bien visto. Era una costumbre de su tiempo, y Ulises, al abrir una orgía de sangre, sólo pudo ser un héroe de su tiempo. Y se perdió la ocasión de ser el héroe de todos los tiempos.

            Mandar. Esclavizar. El jefe no es el guía de su pueblo, sino el que lo alimenta para esclavizarlo. “No toleraré que permanezca ocioso quien coma de lo mío”[12]: así vive Telémaco; y en sus palabras late el espíritu de la época y el de todos los tiempos. Como habla desde su época, dice: si quieres comer, obedece; y si hablara fuera de ella diría: si quieres vivir, trabaja: ése es el espíritu de todos los tiempos. Está en la fábula de Esopo. Un labrador dijo a sus hijos en su lecho de muerte: buscad debajo de la tierra, en ella hay un tesoro; los hijos cavaron todo el campo y no lo encontraron, pero aquel año la tierra dio sus mejores frutos; la fábula enseñaba que el trabajo es un tesoro; pero el trabajo es libre, y no se condena a la esclavitud dando la libertad en precio, a cambio de comida, para que obedezcas a quien no sabe mandar.

            Fuerza. La fuerza mana de la inteligencia, nunca contra ella; de lo contrario será violencia, furia, crueldad. La verdadera fuerza no se deja atrapar por la ira (Ulises cayó prisionero de ella). Fuerza del ánimo: los bríos. Fuerza del brazo: el vigor. Así lo dice Telémaco cuando habla con su padre: pues que “dicen que tu consejo es en todas cosas el mas excelente”, nosotros seguiremos tu consejo; “y no han de faltarnos bríos en cuanto lo permitan nuestras fuerzas”[13]. Así lo decía también don Quijote: “sus fueros, sus bríos; sus premáticas, su voluntad”; no hay leyes que no procedan de la fuerza, y no hay fuerza sana si no procede de la voluntad. De la voluntad, no del capricho, ni de la ira; ni de la mediocridad. Penélope nos recuerda que somos de vida corta; y mientras al cruel lo insultan después de muerto, al intachable le dan una fama que alarga su vida después de morir[14]; y si nuestra vida se ha de acabar un día, sólo la del bueno perdurará siempre en nuestra memoria; y hasta traspasará la barrera de nuestro tiempo; y seguirá vivo más allá de nuestro mundo, en los tiempos de los tiempos. Porque no será el héroe de la guerra, sino de la paz. “Ámense los unos a los otros”[15], dice Zeus; y que se olviden todas las matanzas; pero Zeus presupone que algunas matanzas son necesarias; Ulises era necesario en la sociedad de Homero. Nosotros no lo necesitamos hoy. Ulises se convirtió en un magnífico héroe para los griegos, pero perdió la oportunidad de convertirse en el mejor héroe de todos los tiempos.

 


…Y VICIOS

 

            La inteligencia nos sirve para despertar el ánimo, para inervar la fuerza, para cimentar el amor; no para dirigir la astucia en contra de nosotros. En Ítaca los pretendientes, soberbios, pronunciaban buenas palabras “revolviendo en su espíritu cosas malas”[16]; cuando el espíritu no es el reflejo de las palabras: dos caras, una distinta de la otra; hipocresía; para maquinar contra Telémaco “la muerte y el destino”[17]: lo mismo que contra los otros hacía su padre. ¡Oh, Ulises, fecundo en ardides! Cuando tu astucia maquina contra los otros eres sabio, pero cuando te lo hacen los otros a ti son crueles: y vas a jugar siempre con un doble rasero; bueno lo que te favorece, aunque a otros perjudique; malo lo que te perjudica, aunque beneficie a todos.

            Lo contrario de la soberbia es la timidez. Pero “al que está necesitado”, dice Homero, “no le conviene ser vergonzoso”[18]; y hay quien, “obligado por la necesidad”, cantaba ante los pretendientes: como el aedo Femio[19]; el mismo que, defendiéndose ante Ulises, decía:

            -No he entrado yo en esta casa de propio impulso, ni obligado por la penuria; me han forzado a que venga[20].

            Timidez, dignidad, soberbia: la fuerza o la penuria nos arrancan la timidez, el impulso nos lleva entre la dignidad y la soberbia; la pérdida de la dignidad nos lleva a la soberbia, y la ira es el vestíbulo por donde se va; de ahí que Homero nos recomiende paciencia. Hay que contener la cólera en el corazón[21], conservar la fuerza, pero sin perder la inteligencia: la única que puede convencer al ánimo[22]; evitar que el ánimo sea cruel, “más duro que una piedra”[23].

            Ser duro es no sentir, sentir es ablandar el ánimo. La envidia. La envidia es una sensibilidad ciega para lo que no sea nuestro. Arneo. Iro. El mendigo que intentó echar a Ulises de su propia casa, sin saberlo.

            -En este umbral hay sitio para los dos –dijo Ulises- y no hay por qué envidiar las cosas del otro[24].

            Y sin embargo las envidiaba. Quería todo el sitio para sí y no compartirlo con ningún mendigo. Pensar en sí, sin importarle el mundo; pensar en hoy, sin importar mañana; aquel mendigo era verdaderamente pobre; miserable; pobre de comida, y de espacio y tiempo. “¡Rústicos necios que no pensáis más que en lo del día!”[25] Sólo os preocupa lo inmediato, lo importante os deja fríos; no tenéis ideales, ilusiones, ni futuro; sólo os importa el momento, la comida; matáis de hambre vuestro espíritu preocupados sólo de alimentar vuestro cuerpo; os habéis vendido por un plato de lentejas. 



            Ahora se han caído las máscaras, estamos presenciando el ocaso de los ídolos. Penélope era injusta, Ulises cruel. No eran nobles en la fortuna, sino en el infortunio. Ulises era colérico, Penélope despreciativa. Ulises se desnudó de sus andrajos. Tensó el arco, disparó la flecha. La flecha pasó por el ojo de las segures. Y Penélope musitaba:

            -No voy a casarme contigo. No sería razonable.

            Momentos antes se había comprometido a casarse con quien lo hiciera. Y al ver que uno de ellos no era un príncipe, al punto precisó: contigo no. Porque no importaba que fuera bueno, lo importante era que, aunque malvado, fuera hijo de un rey, un príncipe. Penélope no miraba desde lejos para ver el bosque. Miraba desde dentro y sólo veía árboles. Y si lo razonable necesariamente era lo justo, allí, ante todo, tenía que ser la tradición y la costumbre; aunque no fuera lo justo; aunque valiera más un plebeyo que un noble. En la óptica de la nobleza era Penélope un espíritu mediocre: que prefería las cosas de su tiempo, hasta tal punto su tiempo la impregnaba; y su amor por la humanidad palidecía un poco, porque nos cuesta más mirar desde la óptica de todos los tiempos; la tradición es, para el espíritu, el mundo de las preocupaciones del día; la preocupación que vale está en el mundo de la humanidad entera; de las ilusiones puras; de los ideales.

            Todo es fruto de la dedicación. Del esfuerzo. Quien es “ducho en malas obras no querrá aplicarse al trabajo, antes irá mendigando”[26] ; mendigando para su vientre; su vientre insaciable.

 


 



[1] Homero, La Odisea, p. 196.

[2] Ibídem, p. 214.

[3] Ibídem, p. 237.

[4] Ibídem, p. 308.

[5] Ibídem, p. 227.

[6] Ibídem, p. 182.

[7] Ibídem, p. 241.

[8] Ibídem, p. 246.

[9] Ibídem, p. 191.

[10] Ibídem, p. 181.

[11] Ibídem, p. 259.

[12] Ibídem, p. 243.

[13] Ibídem, p. 296.

[14] Ibídem, p. 251.

[15] Ibídem, p. 315.

[16] Ibídem, p. 217.

[17] Ibídem, p. 264.

[18] Ibídem, p. 224.

[19] Idídem, p. 288.

[20] Ibídem, p. 289.

[21] Ibídem, p. 221.

[22] Ibídem, . 298.

[23] Ibídem, p. 295.

[24] Ibídem, pp. 231-232.

[25] Ibídem, p. 271.

[26] Ibídem, p. 221.

viernes, 8 de noviembre de 2019

LA AVARICIA COMO ADICCIÓN



LA AVARICIA COMO ADICCIÓN


             La avaricia rompe el saco. A veces queremos más cosas de las que podemos conseguir, y quererlas todas es la mejor forma de no obtener ninguna; por ejemplo si estoy en una mina de oro y sólo tengo mis bolsillos para llevarme el mineral, tengo dos opciones: o me llevo sólo lo que cabe en los bolsillos o los lleno hasta que se rompan, y entonces me quedaré sin bolsillos para llevarme nada. Quien quiere más de lo que puede puede menos de lo que tiene.

Deseo.

            Querer cosas que no tenemos es de lo más sano que hay en la vida. Si no tengo comida y quiero comer, lo normal es buscarla: entonces el deseo se identifica con la necesidad; si, por el contrario, deseo cosas que no necesito estoy buscando placeres superfluos, y todo lo superfluo suele ser nocivo (pues tan pernicioso como el defecto es el exceso); morir de hambre no es menos malo que morir de obesidad.

Aspiración.

            Cuando lo que deseamos es más bien espiritual, a los deseos los llamamos aspiraciones. Querer bien es aspirar a una vida mejor. Desear cosas cuerdas y justas es tener ambición, y ser ambicioso, tener aspiraciones, no sólo no es malo sino que es un signo de vida, de fuerza, de salud. Pero cuando queremos más cosas de las razonables caemos en la codicia, y cuando, además de codiciar las cosas, no nos preocupa hacer daño a los demás por quitarles lo que queremos, lo llamamos avaricia; la codicia es exceso en el deseo y la avaricia es un deseo injusto que con frecuencia conduce al robo. La ambición, cuando no es avariciosa ni codiciosa, es sana.

Ambición.

            Vamos a hacer una pequeña recapitulación terminológica. Querer es desear o ambicionar; lo lamamos deseo cuando busca satisfacciones inmediatas, y cuando es capaz de esperar la llegada del placer esforzándose por conseguirlo y merecerlo, lo llamamos ambición.

Gana.

            Hay un segundo sentido en que usamos ambas palabras: cuando buscan cosas exageradas o injustas constituyen esa enfermedad del deseo que llamamos gana: no en el sentido de tener gana de algo (que es lo mismo que tener apetito o sentir necesidad), sino de darle a uno la (real) gana, salirle a uno de las narices (o de las pelotas); ese deseo en sentido estricto es una forma irracional de querer; diríamos que al querer sano o llamamos apetito y al querer enfermo lo llamamos capricho o gana; esta última forma de querer, cuando no tiene límites, es la codicia, y cuando es injusto la llamamos avaricia; a la avaricia y la codicia también las llamamos ambición


            Pero ambicionar una cosa, cuando esa cosa es buena, también es aspirar a ella; la aspiración es, como hemos visto, un deseo sano, que sabe esperar y que trabaja por conseguirse; eso era lo que queríamos decir cuando lo llamábamos deseo “espiritual”.
            El querer inmediato es el deseo, el apetito, la gana, que cuando está enfermo lo llamamos capricho (avaricia, codicia) y cuando es sano coincide con la necesidad.
            El querer diferido es la ambición en sentido amplio, que cuando está enferma la llamamos, en sentido estricto, ambición, y cuando es sana la llamamos aspiración; también podemos aspirar a cosas que no merecemos, y esta forma de ambición también se confunde con la codicia y la avaricia.
            Las mismas palabras  se usan en sentido distinto, tanto positiva como negativamente. Veámoslo con algunos ejemplos:
            Cuando llevo tiempo sin comer se me despierta el apetito, y eso es lo mismo que tener ganas: siento muchos deseos de comer y es que tengo hambre; quiero y busco la comida que necesito, sentir deseos es lo mismo que sentir (o padecer) necesidad.
            Cuando ya he comido y veo pasteles en el escaparate se me despiertan las ganas de comer, pero ese deseo, ese apetito, ahora ya no es necesario porque tengo el estómago lleno: es un capricho, sí, y si me aprieta de manera incontrolada, casi adictiva, se convierte en codicia, y si no me importa robárselo al tendero con tal de llevármelo a la boca seré avaricioso.

Del deseo a la obsesión.

            Cuando ambiciono cosas que no tengo (un vestido, un coche, una casa) aspiro a hacerme con ellas, de modo que ese tipo de ambición, en principi,o no es malo; lo malo es obsesionarse uno con ellas, que es esa enfermedad que llamamos codicia: y me vuelvo avaricioso. 
            Si, por el contrario, ambiciono alcanzar cualidades que no tengo (generosidad, sensibilidad, empatía, eficiencia), ya no aspiro a tener mejores cosas, sino a  ser mejor persona; ésa es la ambición que deberíamos tener todos. La ambición nos despierta el ánimo, nos hace ver posibilidades, es un deseo de ser más, no de tener más, y es el motor de la plenitud, que es la vida sana.
            De modo que no es malo querer, desear, apetecer, ambicionar, aspirar, tener ganas; lo malo es sentirlo en exceso y obsesionarse con ello, que eso ya es adicción y dependencia, pérdida de libertad, y someterse a pasiones incontrolables; que las pasiones suelen ser indomables cuando la persona que las padece, atrapada en ellas como si estuviera en una cárcel, está domada: y no es libre. Es el caso del drogadicto, del ludópata, del obseso, del envidioso, del glotón, del ninfómano; y de quien sólo piensa en amasar fortunas sin saber en qué gastarlas, y hasta sufre por no gastar: el avaro.


El ahorro como avaricia.

            Molière dejó una pintura patética del avaro. Y Balzac: papá Goriot lo tenía todo y no gastaba nada, y su hija, que era rica, llevaba una existencia miserable. Stephan Zweig, y Dostoieski, dejaron retratos estremecedores del ludópata: cegados por la pasión del juego, y de la ganancia, arruinaron sus vidas cuando la obsesión de la ruleta borró los mejores sentimientos de sus vidas, los llevó a incumplir sus promesas más nobles, a olvidar sus aspiraciones y compromisos, incapaces de decidir, dejándose llevar por el juego como quien se siente arrastrado por las olas, como un autómata.

La avaricia rompe el saco.

            La codicia es una ambición sin límites. Iñaki Urdangarín tenía un brillante futuro como deportista, su familia no sufría privaciones, se casó con la hija del rey, su porvenir era boyante… pero la ambición le pudo; el deseo de tener cada vez más lo llevó a negocios turbios, perdió su posición, sus títulos nobiliarios, se le cerraron las puertas de la familia real, su esposa también se distanció, pidiendo el divorcio: acabó siendo un apestado. La ambición desmedida, ese deseo de tener más y más, le hizo perder lo que tenía y acabó en la cárcel, fracasado.
            James Maddoz tenía suficiente dinero para vivir en el lujo pero jugó sucio, hundió la bolsa, lo condenaron a la cárcel y acabó suicidándose. La ambición desmedida es una psicodependencia: uno queda atrapado en una pasión, con las manos atadas, y acaba perdiendo el control de sí mismo.                                                                                                                                                                                                                                                           

EL SACO DE LOS VIENTOS

            Eolo era el dios que controlaba todos los vientos; de él dependía que fueran fuertes o suaves, cortos o duraderos, rápidos o lentos. Un día Eolo quiso ayudar a Ulises a volver a Ítaca, donde lo esperaban su mujer y su hijo. Ulises no podía poner rumbo a su tierra porque lo perseguía Poseidón, que estaba enfadado con él y le reservaba su cólera destructiva. Eolo no dio a Ulises los vientos favorables, pero sí accedió a darle todos los vientos adversos; se los dio metidos en un saco para que nunca le pudieran atacar, y desde aquel día Ulises no se separaba del saco, asiéndolo fuertemente para que los vientos estuvieran siempre bien atados.
            Pero los compañeros de Ulises miraban aquel saco con envidia. Se pensaban que estaba lleno de tesoros y que Ulises no los quería compartir con ellos. Y un día que Ulises se quedó dormido, se lo arrebataron y lo abrieron, buscando en su interior los tesoros que les pintaba su insaciable imaginación; pero, lejos de ver tesoros, lo que salió del saco fueron unos vientos terribles que los azotaron sin piedad e hicieron zozobrar la nave. Tres días duró la tormenta, y fue terrible. Cuando volvió la calma se hallaron perdidos en el mar, muy lejos ya de su amada Ítaca. La codicia los había alejado del hogar, que tardarían muchos años en volver a encontrar, y en el camino murieron todos menos Ulises.
          La codicia rompió el saco. El saco de los vientos, donde se encerraba la adversidad y terminaba la aventura de volver a Ítaca.