viernes, 26 de noviembre de 2021

MÁS ALLÁ DEL ARTE DE CONSUMO: LAS BELLAS ARTES

 

 

MÁS ALLÁ DEL ARTE DE CONSUMO:

LAS BELLAS ARTES

 


            El arte es una creación artificial. Toda creación es artificial pero no necesariamente artificio, que lo artificioso no es arte; a lo que es artificioso lo llamamos engendro, no creación, y un engendro es el producto de una técnica más o menos sofisticada para producir objetos. No es lo mismo lo ingenioso, que es producto del ingenio, del ingeniero, que lo artístico, que es producto de la inspiración, del artista.

            Creamos cuando producimos algo nuevo, cuando engendramos cosas insólitas y novedosas a partir de viejos materiales; cuando ordenamos cosas conocidas para dar a luz cosas que desconocíamos. En la creación hay un saber hacer y unas destrezas (la técnica), y un saber qué hacer (la meta, la intención, el objetivo); saber qué hacer y cómo hacerlo; o descubrir el cómo (la técnica aplicada a los materiales, el diseño) para realizar (o materializar) una idea que tenemos. Muchas veces esa idea puede ser vaga; sabemos qué problema queremos resolver pero no sabemos qué invento necesitamos para resolverlo. Inventar algo quizá no sea sólo ingeniarnos para realizar una idea, sino sobre todo buscar también cuál es la idea que queremos realizar; tal vez lo hallemos por un toque de inspiración, por un destello de ingenio o tal vez, por qué no, simplemente por azar.

            Cuando las creaciones son fruto del ingenio pertenecen a la industria. Cuando son fruto de un destello lo llamamos arte. El inventor puede ser un ingeniero si encuentra lo que busca guiado claramente por el problema que quiere resolver; pero si no sabe lo que busca pero sí qué quiere hacer, porque el problema que pide solución no tiene en sí mismo las claves de su solución, entonces el inventor es un artista. El inventor se ve guiado por la necesidad, y por la utilidad, y puede ser ingeniero (si lo guía su ingenio) o artista (si lo guía el genio, el latido, el destello, la inspiración); un ingeniero puede ser ingenioso o genial.

            Pero cuando hablamos del arte como ideal no nos estamos refiriendo a satisfacer necesidades, ni a buscar objetos que nos pueden resultar útiles, sino a crear cosas que nos dejen satisfechos de haberlas creado, a encontrar emoción en la tarea, a dejarse llevar por un impulso apasionado y, a fin de cuentas, por la felicidad. El artista puede ser ingenioso para resolver problemas que le plantea la técnica, pero esa misma técnica está al servicio del genio, del latido, del impulso creador, del objeto que trasciende por encima de la realidad. Un artista no nos hace más fácil la existencia sino que nos lleva más adentro en el ser de las cosas; no busca una existencia más fácil sino la misteriosa esencia de la realidad.

            El pintor tiene un sueño en la mente y para llevarlo al lienzo se enfrenta con problemas técnicos que debe resolver; y cuando inventa el instrumento que le resuelve esas dificultades (por ejemplo la técnica del claroscuro, el descubrimiento de la perspectiva, la mezcla de colores para producir un nuevo color que aún no conoce nadie y que no le han enseñado en el taller); cuando resuelve, pues, esos escollos, esa técnica que acaba de inventar no es más que un instrumento para desarrollar la idea que tiene en la cabeza; el sueño nebuloso, la intuición más o menos vaga, la forma que pugna por salir. Y lo mismo le pasa al músico, al poeta, al escritor de relatos, al escultor, al arquitecto, al actor, al director de teatro o de cine, a quien tiene que diseñar el curso de una danza o a quien tiene que escribir un guión. 



            La palabra “arte” (“ars” en latín) significa lo mismo que en griego “techné”. Pero el arte es la entrega a la inspiración mientras que la ingeniería es la inspiración puesta al servicio de la utilidad; que viene de la necesidad. Cuando se pone al servicio del entretenimiento, del placer y del espíritu que se satisface lo llamamos juego. Y lo llamamos deporte si tanto el genio como el ingenio los ponemos al servicio del espíritu de superación.

            En griego, “poiesis” significa “producir”. Tanto el arte, como la ingeniería, como el juego como el deporte producen cosas. Sin embargo, no siempre podemos distinguir estas actividades productivas. El juego busca placer y el deporte superación, pero solemos disfrutar cuando nos superamos y nos solemos superar cuando sólo queremos disfrutar; como en una partida de ajedrez, un partido de rugby o saltando a la comba. Podemos plantear una hipótesis: si hay más superación que goce lo llamamos deporte, en caso contrario lo llamaríamos juego. Así, aunque la superación y el placer siempre estén mezclados, sabremos que el parchís y la oca son juegos mientras que el fútbol y el atletismo son deportes; y una misma actividad, como la comba, puede ser juego si nos esforzamos por ganar pasándolo bien o deporte si la utilizamos sólo para entretener.

            En las llamadas bellas artes siempre hay un esfuerzo creador. Lo hace el autor cuando escribe, esculpe o compone, pero también el espectador cuando lee, observa o escucha; leer una novela o un poema es recrearlo, volverlo a crear; y escuchar música es interpretar (y muchas veces interpretamos cosas distintas de las que buscaba el autor), dando sentido a lo que estamos escuchando, leyendo… contemplando. Pero cuando nos entregamos al goce de la obra de arte de manera pasiva somos espectadores inertes, consumimos arte sin poner esfuerzo en disfrutar; la calidad se mide por el esfuerzo en el goce y disfrutar leyendo folletines no puede tener la misma calidad que disfrutar leyendo a Dostoievski, Cervantes o Calderón. A mayor esfuerzo en la contemplación de la obra de arte, más creación y menos consumo; y más intensidad en el placer; y más bienestar cuanto más delicada, más alegría y más satisfacción.

            Hemos visto que el alma inspirada busca vivir la existencia si pone la inspiración al servicio del placer; o busca vivir en el fondo de las cosas, empeñada en sentir la esencia como cuando olemos en el aroma la esencia del café; desnudando la realidad de todos sus ropajes; disfrutándola en cueros, pura, como la poesía de Juan Ramón. Los culebrones de la televisión nos gustan y nos hacen disfrutar siguiendo las peripecias de sus personajes como si viviéramos con ellos, día tras día, y hasta nos hacen compañía si nos encontramos solos. Vivir con los personajes. Sentir con ellos, pensar con ellos y hasta aconsejarles lo que tienen que hacer. Integrarlos en nuestra existencia, quererlos como se quiere a los familiares y a los amigos, es más: convirtiéndolos en nuestros amigos y familiares. Por eso mucha gente disfruta con el culebrón. El culebrón le da amigos y vecinos, seres queridos y gente malvada para poder odiar; y se desahoga matando en la pantalla porque en el mundo real no se puede matar; o queriendo a ese personaje del que te has enamorado porque en el mundo real no te has podido enamorar; o te has enamorado con menos intensidad que en esa pantalla donde miras lo que en el mundo muchas veces no has podido ver.

            Ese es el arte para la existencia. El que nos crea una vida nueva para vivir en ella y, metiéndonos dentro de la novela, abandonamos por un tiempo ese mundo real donde no vivíamos con tanta intensidad. 



            Y luego está el arte para la esencia. La obra de arte, no ya el arte como entretenimiento. El arte de consumo nos ayuda a pasar el tiempo cuando en la vida real no nos pasaba nada interesante y el tiempo, vacío, pasaba lánguido, monótono; para matar ese aburrimiento necesitábamos matar el tiempo que pasa sin sustancia y se alarga, desesperadamente, en el hastío de un vacío que parece eterno. Para matar el tiempo vacío ha nacido el arte de consumo. El que no te hace pensar mucho pero te divierte, el arte para el gran público.  

Pero el arte de calidad (y por qué no decirlo: el de verdad) hace justamente lo contrario: llena de sentido el vacío que hay en nuestras vidas y lo eleva por encima de ellas; o quién sabe, tal vez penetra en ellas por debajo, hasta adentro, hasta trascender; nos proyecta hacia espacios de plenitud, nosotros que no necesitamos buscar amigos porque ya los tenemos o porque no nos hacen falta; y buscamos el éxtasis que nos endulza la vida más que la miel; vivimos, entonces, más allá de nuestra existencia, buscando el fondo que tiene dentro (su esencia), igual que el aroma del café nos lleva a éxtasis más profundos que si estuviéramos aspirando un sorbo de café; o como cuando unas formas insinuadas a través de la ropa nos embriagan más que los cuerpos sin ropa: porque en ellos se esconde el hastío, el vacío de consumir, sin ese estar ebrio que nos quita el sentido, borrachos de erotismo; cuando lo erótico se ha ido porque hemos quitado la ropa que cubría los cuerpos y, cubriéndolos, mostraba su desnudez.

Si: el arte es un salto dentro de la esencia. En la esencia de las cosas nos emborrachamos de belleza, de lo hondo, de lo más íntimo, lo que nos arranca de la existencia y nos lleva más allá: al ser; donde la vida se hunde dentro de sí misma perdiendo la conciencia, en el abismo, en el arrebato, en el vuelo que nos lleva, lejos de la monotonía y el aburrimiento; donde por un momento somos capaces de vislumbrar misterios que permanecen ocultos al común de los mortales.

Ése es el arte. No el entretenimiento, el arte, el arte de verdad. Escuchad la novena sinfonía de Beethoven. La patética de Tchaikovsky, buscad en las Pasiones de Bach, en las tragedias de Shakespeare, los libros de Luis Landero, algunas de las cosas de Calderón. En el Partenón de Atenas. La Sagrada Familia, la catedral de Chartres, la capilla Sixtina, la piedad de Miguel Ángel, buscad en Turner, Velázquez, Delacroix… Buscad en el arte. En el arte que ha nacido para darle intensidad a la vida. No para entretenerla. Para gozar contemplando el sentido y no el sinsentido con que gozan quienes no han aprendido a entrar en él. El arte: el que nos abre las puertas de la esencia, el que pone esencia en nuestra vida para que siempre sea esencial nuestro vivir. El arte. La vida plena, la puerta que nos salva… La única llave capaz de abrirla es el esfuerzo. El esfuerzo: motor que eleva el placer a la máxima potencia, no la droga ni el vino ni el dinero fácil, ni las promesas falsas, el arte; el que, con la ética, se ha convertido en viento que sopla y ya es el eje fundamental de nuestro existir.

 


 

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