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viernes, 9 de octubre de 2020

MI ÚLTIMA CLASE DE FILOSOFÍA

 

 

MI ÚLTIMA CLASE DE FILOSOFÍA

Era el día en que me iba a jubilar. El azar quiso que tuviera clase con dos grupos que me iban a plantear problemas, los últimos de mi vida académica (pero no de mi vida de filósofo). Uno me implicaba como persona, el otro como estudioso, y ambas cosas son caras distintas del oficio de profesor; del profesor que se implica, por un lado, enseñando y aprendiendo, y por otro, poniéndole sentimiento a la razón. Voy a explicar brevemente lo que exigieron de mí estas dos últimas clases.


PENÚLTIMA CLASE

            Voy a llamarlo Guido. Por llamarlo de algún modo. Estaba escondido en un rincón, en la última fila, pegado a la ventana. Ni él me podía ver a mí ni yo lo podía ver a él porque todos estábamos escondidos en nuestras mascarillas; obligados por la pandemia del coronavirus, que estaba asolando el planeta. Acababa de pasar lista y ahora me dirigía a él.

            -Guido, ¿podrías dejar de mirar por la ventana? Lo que pasa dentro de la clase ahora es más importante que lo que pasa fuera.

            -Métete en tus asuntos; yo miro adonde quiera.

            Hice un esfuerzo por controlarme. Precisamente habíamos hablado de él en la evaluación cero. Las evaluaciones cero son esas juntas de profesores que se reúnen al mes siguiente de empezar el curso y su objetivo no es evaluar, sino conocer a los alumnos. Allí se había dicho que Guido había estado en residencias y casas de acogida; que sus padres estaban separados y cada uno por su lado lo había maltratado a su gusto, que había tenido experiencias traumáticas que no había que desvelar por no ser indiscretos, pero que estuviéramos seguros de que la vida no lo había tratado bien. Guido tenía un rencor escondido que escupía allí por donde pasaba, y que no intentáramos enfrentarnos con él, que iba a ser peor; que con comprensión y cariño conseguiríamos algo, pero con autoridad y razones, nada. 

            Allí no había motivo para darle palmaditas en el hombro, él me acababa de ofender. Aunque tampoco era el momento de sancionar nada: no era dueño de sí mismo y cuando hablaba, las palabras no venían cargadas de razones que intentaran convencer a nadie sino de odio que tenía intención de hacer daño. A una ofensa no se le responde con cariño, sino con razones, pero comprendiendo, no castigando; de esa manera mis palabras tendrían el cariño en las razones y no en el perdón (¿cómo iba a perdonar sus ofensas, si no quería retirarlas?); y su mejor castigo iba a ser el que él mismo se diera comprendiendo la maldad de lo que había hecho; yo le enviaba cariño que se expresaba con autoridad, pues no debía mostrarme débil, y razones comprensivas que él entendería aunque no las quisiera reconocer. En la pelea de gallos que él imponía, yo sabía que vencería la razón; pero él no reconocería esa victoria sino que la disfrazaría con su propia victoria insolente, que era la victoria de las apariencias; para él era importante quedar bien delante de los demás; y así, las derrotas injustas que él había sufrido se redimirían con la injusticia que él mismo impondría a los demás disfrazándola de fuerza; ofendiendo a una persona que él sabía que no lo iba a ofender; y sabía también que, debajo del teatro que veían todos, había también otro teatro escondido; uno donde la insolencia había perdido la batalla frente a la fuerza comprensiva de la razón. Me encaré con él.

            -¿Te he gritado? –Un silencio acusador-. ¿Entonces por qué me gritas? ¿Te he faltado al respeto? –Otro silencio retador-. ¿Entonces por qué me faltas al respeto? ¿Acaso no te estoy tratando con cariño? –Nuevo silencio-. ¿Entonces por qué me fulminas con la mirada, por qué me lanzas rencor, por qué me odias, si yo no te odio? 

            Hubo un silencio que él quiso que fuera breve; en el teatro del mundo las apariencias te dan la victoria si no te quedas callado, aunque te falten razones; si dices tú la última palabra; gana siempre quien manda callar al otro.

            -Me has gritado.

            -¿Yo? ¿Te he gritado yo? ¿Yo te he gritado?

            -Sí.

            Bajé los brazos derrotado; derrotado por la sinrazón, que es la expresión más clamorosa de la derrota.

            -Me gritaste el otro día.

            Me quedé mudo. Apabullado por la estupidez de aquel chico.

            -¡Ah! –dije-. Y lo que decimos ahora está marcado por lo que dijimos ayer. –Subrayé mi ironía acusándolo con un silencio y luego proseguí-. Yo no tengo costumbre de gritar a nadie, ya ves, y a veces la culpa no la tienen los demás. ¿Tú no tienes nunca la culpa? ¿Tú no metes nunca la pata? ¿Nunca te equivocas? Yo no tengo costumbre de gritar y ahora me has ofendido, y mientras tú me ofendes yo te estoy contestando con tranquilidad: de modo que algo habrías hecho el otro día para que yo te gritara; si es que te grité.

            Él guardó silencio con la boca pero habló con la mirada; y sus ojos lanzaban chispas bíblicas como fulminantes lenguas de fuego; todos lo pudieron ver.

            -Trátame con insolencia: yo no seré insolente contigo. Fáltame al respeto que yo a ti no te faltaré, ódiame si quieres: pero no conseguirás que te odie ni que se apague ni un ápice este cariño que te tengo. Pero quiero que tengas bien clara una cosa: que todo este afecto que siento no está hecho de sensiblerías vanas sino de fuerza; una fuerza cálida y comprensiva, la fuerza de la razón; que es también, por si quieres saberlo, la fuerza de la amistad.

            Y di la cuestión por zanjada. Luego seguí con la clase hasta que sonó el timbre; y supe que, en el secreto del teatro donde no hay victorias ni derrotas falsas, las razones habían removido algunas briznas de su pecho. Entonces cogí mi cartera y me dirigí al aula siguiente. 


ÚLTIMA CLASE

            La ética nos sirve para saber estar. Pero ¿cómo sabremos cuál es nuestro lugar en el mundo? ¿Cómo aprenderemos dónde, cuándo y cómo tendremos que estar en él? ¿Y por qué tenemos que estar así y no de otra manera? Hay una regla muy sencilla: estar en el lugar que te corresponde es comportarse como ese lugar te pide que te comportes. Tu lugar ante un semáforo en rojo está antes, y no después, del semáforo; porque ese semáforo te ordena que te quedes parado, te lo pide desde el código de la circulación; si estuviera en verde te pediría que avanzaras, y en ámbar te diría que te fijaras en el cruce, que tuvieras cuidado, pero ahora está en rojo. Los distintos lugares por los que pasamos nos hablan, nos dicen cómo tenemos que comportarnos. Estar bien en un sitio es comportarse como ese sitio quiere que nos comportemos.

            Estar bien en un váter público es usarlo sin mancharlo. Estar bien en el fútbol es jugar sin coger la pelota con las manos. Estar bien en clase es venir dispuesto a estudiar y no a jugar con la pelota. Estar bien en casa es respetar a tu familia. Estar bien como estás es cumplir con las normas de cada sitio, y estar en paz con las normas es obedecer a la lógica de las cosas, de los lugares: hacer lo que las cosas sirven para hacer, y no utilizarlas de manera absurda; un vaso sirve para beber, no para jugar a los dados, una biblioteca sirve para leer, no para comer, un comedor sirve para comer, no para leer, y un laboratorio no sirve para jugar sino para hacer experimentos; porque si comemos en las bibliotecas, leemos en los comedores, jugamos en los laboratorios y  miramos por los vasos, veremos mal cuando miramos, nos indigestaremos leyendo, se nos mancharán los libros y nos quemaremos con ácido. Y como hay veces que nos falta tiempo para hacer las cosas, es posible que tengamos que leer mientras comemos pero eso será excepción y no la regla; las excepciones ajustan la regla a las necesidades de cada día porque las normas sirven para vivir libres, no para encadenarnos; no es la vida la que se debe plegar a las normas, sino las normas las que se pliegan a la vida; toda norma es justa si nos facilita las cosas, y por lo tanto las que lo entorpecen todo no pueden ser normas justas.

            Pero ¿cómo podremos saber si una norma es justa? Saber estar en tu sitio, saber obedecer, saber estar en el mundo es la mejor manera de ser felices. Si necesito buscar trabajo es mejor que no vaya con la camiseta del Che, porque el empresario que me lo ofrece podría sentir la tentación de no dármelo. Si quiero jugar al fútbol es mejor que no toque la pelota con la mano, porque el árbitro pararía el juego y, si no dejo de hacerlo, me acabaría expulsando y entonces ya sí que no podría jugar. Y si utilizo un microscopio para mirar el cielo es seguro que no veré ni el cielo ni los microbios, ni las estrellas ni las células, que es para lo que está hecho el microscopio. El primer criterio para usar las cosas es la lógica, que me proporciona utilidad; el segundo, cuando no sabemos qué cosas son útiles, es la empatía

            Porque toda la ética se resume en un solo principio: no hagas a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti. No ensucies el váter de la estación porque no te gustaría que quien lo hubiera usado antes que tú te lo hubiera dejado sucio. No te saltes los semáforos en rojo porque no te gustaría que tú, que vas correctamente por tu sitio, te chocaras con un coche que se ha saltado el semáforo cuando tú pasabas. Y no comas mientras lees el libro que te han prestado porque a ti no te gustaría que otros comieran mientras leen el libro que tú les prestaste; y te lo mancharan.

            Ésa es la empatía: ponerte en lugar de los demás para sentir como sienten ellos, para pensar como ellos piensan. Kant lo llamaba imperativo categórico. Pero hay más. El imperativo categórico te dice qué cosas debes hacer. La asertividad te dice cómo debes hacerlas. Debes hacer las cosas (no te digo cuáles) las que a ti te gustaría que te hicieran. Y cuando te piden otras que no están bien debes rechazarlas sin enfadarte. Si insultas a quien te ofrece un cigarro que atenta contra tu salud, estás abusando de él, por insultarlo; le estás diciendo las cosas de mala manera; y si aceptas, estás dejando que abusen de ti porque, por no atreverte a decir que no, permites que los demás te obliguen a hacer cosas que tú no deberías nunca hacer por ellos; lo que tienes que hacer es aprender a decir que no sin ofender a nadie, pero sin dejar tampoco que nadie te ofenda.

            La agresividad le quita paz a la vida, la sumisión le quita libertad, y la única forma de vivir libre y en paz es siendo al mismo tiempo amable y firme: eso es ser asertivo. El imperativo categórico te dice cómo debes hacer las cosas; la asertividad, cómo debes renunciar a hacerlas; recházalas siempre pensando en los demás cuando piensas en ti y no hagas a los demás lo que a ti no te gustaría que te hicieran; y, sabiéndolo, no te hagas a ti lo que sabes que no les gustaría a los demás que les hicieras. Una balanza es un dispositivo que mide un peso con ayuda de otro peso (al que llamamos contrapeso). La balanza de la ética es el saber estar, que tiene la empatía (o dicho de otro modo, el imperativo categórico) como peso y la asertividad como contrapeso; esa conducta que nunca es agresiva, pero tampoco sumisa. Veámoslo ahora con un ejemplo: la persona a la que le gusta sufrir, el masoquista.

            Entre un masoquista y alguien que no lo es hay también un punto de coincidencia: y es que los dos quieren que les hagan cosas que a los dos les gustan, aunque no sea de la misma forma; aunque uno sienta placer sufriendo y otro lo sienta evitando el sufrimiento.  

El masoquista no debe hacer sufrir a los demás so pretexto de que eso es lo que a él le gusta; tiene que dar gusto a los demás con lo que les gusta a ellos, no con lo que le gusta a él. No hacer a nadie lo que a uno no le gustaría que le hicieran significa que si a ti te gusta sufrir, pero a los otros no, no tienes por qué darles ese sufrimiento: debes darles el gusto por el placer que ambos compartís, él sin sufrir y tú sufriendo; es un placer que conseguís ambos por distintos medios; que a mí me guste sufrir no significa que yo te tenga que hacer sufrir a ti, porque a lo mejor a ti no te gusta. Lo que hay que buscar en los demás es la necesidad de estar bien y no los medios con los que cada uno se procura ese bienestar. 

            Ahora bien: no sólo hay que saber estar, sino que también hay que aprender a ser uno mismo: sin intentar adulterarse, como se adultera la mantequilla cuando pasa el tiempo y se pone rancia. ¿Sabéis por qué se pone rancia? Porque no la hemos puesto en su sitio, que es el frigorífico. Saber estar en nuestro lugar es la mejor manera de saber ser lo que cada uno es, sin adulterarse. Quien sabe que vale para la pintura, su sitio es el taller, y quien vale para la música, su sitio es el conservatorio. Hay que aceptarse como se es y no rechazarse a sí mismo, eso es el respeto. O dicho de otro modo: no basta con saber estar, también hay que saber ser en la vida.

 Si yo soy bajo de estatura sería un iluso que pretendiera ser alto, porque tengo la obligación de aceptar lo que la naturaleza me ha dado. Mírate en el espejo: ése eres tú. Acéptalo. Hazte amigo de ése que ves ahí porque él será siempre tu mejor amigo. Acepta a ese ser que tienes dentro, búscalo, encuéntralo y quiérelo mucho, porque él es quien más te va a querer en la vida. No quieras cambiarlo: cualquiera que pongas en su lugar valdrá menos que tú, siempre estará adulterado. Y tú eres quien más vale para ti, que no te quepa duda. Podrás llevar la vida de otro pero nunca la llevarás como si fuera la tuya; podrás fijarte en los demás para mejorar, podrás imitarlos para sacar lo mejor que tienes dentro, los utilizarás a ellos de modelo, pero nunca podrás cambiarte por ellos; puede que quieras ser como Beethoven porque quieres superarte como se superó él, pero sólo te superarás haciendo tus propias cosas, no las que hizo Beethoven.

Así que ya lo sabes: vive tu propia vida y no vivas nunca la de los demás; para ser tú mismo tendrás que mirarte en los demás como en un espejo, sí, y en ese espejo habrá imágenes que seguramente te ayudarán, pero no olvides que esas imágenes no son tuyas aunque te parezcas a ellas; puedes estar en ellas pero tú eres más que una imagen, tú eres tu modelo; mejorarás imitando las virtudes ajenas pero imítalas solamente para que te ayuden a ser tú mismo. Porque si quieres cambiarte por ellos acabarás adulterándote, como la mantequilla, y tu vida se volverá rancia, y no serás auténtico. 

            No me sorprendió que me dieran un aplauso cariñoso a modo de despedida. Me sorprendió, sin embargo, que la persona que más aplaudía fuera la que siempre me había rechazado, o eso era lo que yo creía: siempre seria conmigo, severa, distante, desafiante y hasta agresiva, así la recordaba yo hacía años. Ahora resultaba que, como ella, quienes más se enfrentan a nosotros tal vez sean, a la larga, quienes más se empapan con nuestras palabras; esas palabras severas, inexorables, duras, terriblemente sinceras, y siempre cargadas de cariño que son, en definitiva, las palabras donde se esconde el secreto de la ética.


viernes, 19 de julio de 2019

VOCABULARIO EMERGENTE: FEMINISMO




VOCABULARIO EMERGENTE


 Feminismo.

La palabra “feminismo”, así, en singular, significa búsqueda de una sociedad donde la mujer tenga los mismos derechos que el hombre; si es así yo, y muchos hombres, no tendríamos ningún problema en llamarnos feministas. El problema es que hay varios feminismos y algunos de ellos no se ajustan a esa definición; llamarse feminista sería entonces correr el riesgo de ser confundido con ellos, y en esa amalgama no saldríamos ganando ni ellas ni nosotros.
También entiendo que el feminismo es el punto de vista de la mujer, con su sensibilidad, su experiencia y su forma de ser y pensar (si es que existe en estos territorios algo que podamos decir que es propio de la mujer). En este segundo sentido ningún hombre podría ser feminista ni aunque se lo propusiera. Vaya un ejemplo como botón de muestra: un hombre en una biblioteca intenta estudiar, pero muy cerca de él hay una mujer demasiado ligera de ropa ofreciendo un cuadro muy provocativo; si el hombre dice que preferiría estar en un entorno relajado, proclive a la concentración donde no hubiera provocaciones eróticas de tipo visual, la mujer le respondería, muy posiblemente, que están atentando contra su libertad y que ella tiene el derecho de vestirse como quiera; evidentemente no se ha puesto en lugar del hombre para intentar comprender lo que le dice, y ha preferido encorsetarse en su perspectiva femenina. Aparte de que podríamos discutir si no hay ahí una extraña falta de empatía, no ya de respeto, esa concepción del feminismo reclama, en la práctica, una perspectiva de mujer que vive el mundo de una manera muy diferente a como la vive el hombre desde su perspectiva propia.
De modo que la palabra “feminismo” puede tomarse por lo menos en dos sentidos: en su sentido universal (igualdad de derechos) puede ser adoptado sin problemas por los dos sexos; y en un sentido vital, como oposición de perspectivas, una masculina y otra femenina, sólo puede ser asumido por las mujeres, por lo menos por algunas de ellas. Así que conviene, para los hombres, evitar esa palabra por los muchos equívocos que suscita, y para evitar conflictos conviene que ningún hombre se diga feminista. Asumirá sin duda el postulado general del feminismo y sólo de manera empática podría intentar mirar el mundo desde la perspectiva de una mujer; pero el que quiera hacerlo no quiere decir evidentemente que lo consiga.
En la lucha por la igualdad de derechos uno podrá llamarse humanista: de ninguna manera feminista. Y no podrá decir nunca que está comprometido con la causa feminista sino, simplemente, con la causa de las mujeres. Es la única forma que se me ocurre de evitar en el futuro conflictos que se pueden producir por una mala interpretación de las palabras: porque las palabras tienen vida propia y algún día, independientemente de nuestra voluntad, acabarán significando cosas que nosotros mismos no sospechábamos cuando empezábamos a someternos a la tiranía de su uso.




viernes, 21 de septiembre de 2018

LA VALENTÍA




            Virtudes, vicios, impulsos y estados de ánimo. 


LA VALENTÍA


             Ser valiente es atreverse, pero no todo el que se atreve es valiente. Hay jóvenes que terminan las fiestas apostando mucho dinero, cada uno pone un billete encima del coche y se reúnen, al final, grandes cantidades: “esto para quien se atreva a circular por la autopista en sentido contrario a la marcha”. Quienes aceptan el reto pasan por valientes, e incluso por hombres; “¡qué huevos tienes!”, le dicen. Sucede, sin embargo, que arriesgar la propia vida, y poner en riesgo la de los demás, es una cobardía; esa familia que circulaba tranquilamente por la carretera ha perdido a uno de sus miembros sin tener culpa de nada; por culpa de unos cobardes.
            Para ser valiente hay que ser atrevido, pero eso solo no basta; hace falta también que el reto sea sensato: que tenga sentido; arriesgar la vida por un capricho es una insensatez; arriesgarla por salvar otra vida es valentía; la adrenalina que sueltan los jóvenes circulando en sentido contrario es criminal; la que suelta el bombero que se mete en la boca del lobo para salvar a alguien de las llamas es valentía; muchos crímenes producen emoción y requieren atrevimiento; también muchos actos heroicos; el heroísmo y la criminalidad comparten estos ingredientes, pero sólo el heroísmo es sensato y generoso; a la osadía del cobarde Aristóteles no la llamaba valor, sino temeridad; poner en peligro la vida propia o ajena: pero sin necesidad.
            Si eres solamente atrevido no eres valiente, todo lo contrario: eres un cobarde. El valiente, además de decidido (eso que llaman “tener huevos”), ha de ser sensato y generoso; respetuoso; el cobarde que se atreve, elevando las pulsaciones a cien y poniendo la adrenalina al máximo, para vivir una emoción a costa de una vida, ése no es decidido, sino impulsivo; se atreve en un arranque de fogosidad, no en un relámpago de lucidez, como quien se  lanza a hacer lo que no quiere porque sabe que es necesario; el héroe es un espíritu trágico; el héroe rompe con la comodidad cotidiana porque la vida le exige el sacrificio de renunciar; valiente no es Aquiles que sabe que va a ganar porque es el más fuerte, sino Héctor, que sabe que va a perder y, sin embargo, acepta el reto: no para descargar adrenalina, sino para batirse por los suyos.
            Decisión, sensatez, generosidad y espíritu trágico: ésos son los ingredientes del valor. Donde el valiente se decide, el cobarde se deja arrastrar; donde el valiente piensa, el cobarde lucha a ciegas; donde el valiente es generoso, el cobarde pone desprecio; y donde el cobarde busca placer (adrenalina, sensaciones fuertes, emoción a tope), el valiente asume retos no siempre buscados por él, sino impuestos por la vida; y, como decía Ortega y Gasset, si no soy capaz de salvar mi circunstancia no me salvo yo.


            Así que no es lo mismo ser valiente que tener huevos. En primer lugar porque hay mujeres valientes y no los tienen. Y en segundo porque, como decía Unamuno siguiendo a San Agustín, la voluntad quiere las cosas, la fanfarronería no; la voluntad es valiente y el fanfarrón no lo es, aunque asuma peligros; la fanfarronería sale de los huevos, la voluntad del corazón; de hecho, “voluntad” viene de “volo”, que en latín significa “querer”; lo propio del fanfarrón y el temerario es la “noluntad” (sigo en esto a Unamuno), de “nolo”, que significa “no querer”. Nosotros a la noluntad la llamamos derrotismo; nihilismo; palpitar de una vida vacía, sin sentido, un luchar aparente sin ningún motivo, un estar ahí sin saber por qué; “rebeldes sin causa”, por tomar el título de una película, son esas personas que se retan para pasar el rato: con retos absurdos que no sacan de nosotros lo mejor que tenemos, y juegan al filo de la navaja, en busca de emociones, porque su vida no es emocionante; arriesgando la muerte porque, de hecho, se sienten muertos ya.
            Lo que le falta al cobarde que se cree valiente es energía para vivir. Alegría. Todas las fuerzas, todos los impulsos, todos los instintos que sienten, son tristes: no les producen felicidad aunque les proporcionen placer. Quien no tiene fuerza se deja llevar. Quien la tiene se lleva  a sí mismo. Una cosa es que te manejen las cosas y otra muy distinta que las manejes tú a ellas. Quien no tiene fuerza para manejarse se deprime con facilidad, puesto que la sensación de no poder resistir las tentaciones, de no hacer frente a las dificultades, nos baja el ánimo y nos hace descender el tono vital; uno se siente como un muñeco, juguete de los elementos, cuando no se siente con fuerza para tomar las riendas de su destino y mandar en él.
            Cuando uno se deja llevar por sus instintos, que son su naturaleza, deja que los instintos le gobiernen: no puede ser señor de sí mismo. Ya decía Hipócrates que no podemos dejar que nos lleve nuestro temperamento, sino que lo tenemos que llevar nosotros a él: en eso consiste forjar el propio carácter, la libertad. Dejarse llevar por un impulso emocionante, aunque nos dé miedo, es pensarse mucho las cosas hasta que nos lanzamos al agua: hasta que nos atrevemos; hasta que tenemos huevos.
            Cuando tomamos una decisión alimentando ese impulso que nos pide emoción y atrevimiento lo que hacemos, según decimos, es “echarle huevos”; lo pensamos, con miedo, montones de veces hasta que nos lanzamos: ¡ya! Si ese impulso es sensato, generoso, respetuoso consigo mismo y con los demás, seremos valientes; y la valentía contiene un ingrediente más que es el heroísmo: ese espíritu de sacrificio en que consiste el espíritu trágico. Lo veremos con un ejemplo.


            Hay un joven que necesita estudiar; sabe que quiere, pero no tiene ganas. Si llama a sus amigos para salir a pasear cuando debería estar estudiando, no se comporta como un valiente; no es un héroe: lo sería si luchara contra sus inercias (en este caso contra la pereza) y las venciera. Ser valiente es saber sacrificarse con sensatez, obligándote a hacer lo que de momento no quieres, pero a la larga quieres; la falta de ganas es un freno para las ilusiones que alimentan tus grandes proyectos. Ser valiente es tomar decisiones que no te emocionan ahora pero que, al final, te acabarán emocionando; y que son más valiosas que lo que haces cuando te dejas llevar por los impulsos del momento.
            Uno puede decidirse de tres maneras: o porque le gustan las cosas que no sirven para nada, o porque le gustan las cosas valiosas, o porque lucha contra la facilidad (y lo fácil son las cosas que gustan, pero que no sirven). En el primer caso soy un fracasado, en el segundo he nacido con estrella y en el tercero soy un valiente. Lo fácil te divierte ahora, pero te quita de hacer cosas que a la larga te harían feliz. Lo valioso también te divierte cuando buscas, de modo natural, lo que merece la pena, y huyes naturalmente de lo fatuo y de lo vano. Y lo difícil te obliga a luchar contra lo fácil y requiere de ti un gran despliegue de fuerzas. Hay muchos amantes de la vanidad, unos cuantos amantes de lo noble y algunos que aman la vanidad pero se empeñan en luchar por lo noble; estos últimos no aman realmente la vanidad, pero se sienten atraídos por ella; en realidad aman la nobleza aunque la nobleza no les atraiga; por eso experimentan un impulso hacia lo bueno, y ese impulso  contrarresta de sobra las fuerzas que los mueven hacia lo malo; por eso tienen que renunciar a lo que les agrada, tirando ellos de las cosas nobles; si la montaña no viene a mí, seré yo quien tenga que ir a la montaña.
            Resumiendo: ser valiente es atreverse a gobernarse uno mismo, aunque sea  bogando a contracorriente. El valor siempre requiere sacrificio, es decir, heroísmo: capacidad de elegir, si fuera preciso, lo contrario de lo que nos apetece. Pero cuando a uno le gustan las cosas buenas ya no se trata de valentía sino de buena educación, que es el buen gusto; y debe tener la humildad de reconocer que sabe hacer bien las cosas sin necesidad de valentía. Aunque el espíritu educado, que todo lo ha vuelto fácil, también se ha ido construyendo poco a poco: superando retos, obligándose siempre y derrochando valor.





viernes, 3 de noviembre de 2017

REFLEXIONES A VUELAPLUMA SOBRE LA REPÚBLICA CATALANA




REFLEXIONES A VUELAPLUMA
SOBRE LA REPÚBLICA CATALANA
  

            Un contrato es un conjunto de obligaciones libremente aceptadas por quienes lo firman. Firmar es comprometerse. Una promesa es un compromiso, nadie nos obliga cuando prometemos algo, nadie más que uno mismo. En un contrato de arrendamiento los firmantes se comprometen a ocupar una casa a cambio de dinero. Un préstamo es un compromiso mutuo de dar dinero a cambio de devolverlo con interés en un plazo fijado. El matrimonio es un contrato en el que los esposos se obligan a respetarse y ayudarse, en principio porque se quieren, pero aunque no se quieran sigue siendo ésa su obligación. Un contrato de compraventa es un compromiso de dar algo a cambio de dinero. 

            Los contratos se pueden romper: el arrendamiento cesa cuando el inquilino quiere irse, el préstamo se acaba cuando se salda, el divorcio pone punto y final al matrimonio, el contrato de trabajo concluye en renuncia o en despido, y la compraventa termina cuando hemos pagado o cuando hemos devuelto lo que hemos comprado.
            Pero no se pueden romper unilateralmente los contratos: hace falta consenso entre los contratantes. El contrato de arrendamiento estipula, de común acuerdo, las condiciones de ruptura: normalmente suele ser que el inquilino avise al dueño, o el dueño al inquilino, al menos con uno o dos meses de antelación; y la fianza se usará, de común acuerdo, para reparar los desperfectos que haya sufrido la casa; en caso contrario se devuelve. Un inquilino no puede decir, de la noche a la mañana, que se va; eso sería deslealtad, falta de respeto.
            Para interrumpir el préstamo hace falta, o bien saldar la deuda hasta el último mes del plazo, o bien devolver, con intereses, lo que ha sido prestado. Nadie puede romper el contrato antes de que venza el plazo y marcharse (porque ya no le gusta) sin pagar lo que debe; su obligación es pagar la deuda.
            El divorcio puede interrumpir el matrimonio, sí, pero de común acuerdo entre los esposos. Uno de ellos no puede marcharse de repente, sin avisar ni dar explicaciones, sólo porque ya se ha cansado de vivir con el otro; hace falta decir las cosas, hablar, buscar una solución (y, si no es posible, separarse): pero no sin llegar a un consenso sobre el reparto de bienes y, si llega el caso, sobre el cuidado de los hijos; no es lo mismo divorciarse que abandonar el hogar.
            Un contrato de trabajo se rompe también de común acuerdo. Si el trabajador ha encontrado un trabajo mejor, debe decírselo al patrono en las condiciones libremente establecidas entre ellos en el contrato; si es el patrono quien ya no necesita al empleado le debe avisar con tiempo e indemnizarlo: lo contrario sería un despido improcedente o, en el otro caso, un abandono de trabajo; denunciable y punible.
            En fin, la compraventa de un bien o de un servicio concluye en los términos similares al préstamo: no se puede dar por concluido antes de terminar de pagar lo que se ha comprado; sería muy fácil romper el contrato antes de saldar la deuda y marcharse como si nada.
            Irse de una casa no es abandonarla sin avisar; cancelar un préstamo no es irse sin pagar; divorciarse no es abandonar al cónyuge; cambiar de trabajo no es abandonarlo como un ladrón; y cancelar una compra no es tampoco quedarse con lo que hemos comprado sin terminar de pagarlo. Los contratos deben romperse sin faltar a los compromisos. Sin lesionar los derechos de las personas que los han firmado.


            Cataluña ha firmado un contrato con el resto de los españoles. Ese contrato es la constitución. Libremente se comprometió con ella, votándola en un referéndum. Ha adquirido un compromiso con el resto de los españoles y lo debe cumplir. Cuando se canse de pertenecer a España puede romper el contrato, puede divorciarse, pero en los términos en los que ella misma se comprometió, y saldando su deuda. ¿Cuáles son esos términos? Que para cambiar la constitución, es decir el contrato, y redactar otra sin los catalanes, hace falta que lo pidan las tres quintas partes de los españoles; de todos los españoles, no sólo de los catalanes; porque ese contrato constitucional, que vale como contrato social, no lo firmó sólo una parte, lo firmaron todos; por lo tanto esa parte no se puede ir si no están de acuerdo los demás. Y luego hay que hacer el reparto. Una secesión unilateral de Cataluña sería desobediencia a la ley (la misma ley que firmaron los mismos catalanes); y utilizar las instituciones catalanas para desobedecer al gobierno de Madrid sería deslealtad, y por lo tanto traición; sería como si el esposo rompiera su matrimonio metiéndole miedo a la esposa para obligarla a firmar; o como si le leyera el acta matrimonial interpretándola a su antojo para engañar a la esposa, y lograr confundirla utilizando la ley según le convenga; haciendo que, lejos de protegerlos a los dos, la ley lo proteja a él solo. Eso es lo que está haciendo el desafío catalán: utilizar las leyes, no para el beneficio común, sino para que beneficien sólo a una parte; la parte que se quiere marchar; abandonando el hogar en el que tiene a su familia; y odiando a las personas a las que quería hace cuarenta años.
            Un rey francés se endeudó con un banquero para financiar sus guerras. Al volver a casa no tenía dinero para pagar esas deudas: entonces acusó al banquero de alta traición, lo mandó ejecutar y se quedó con su dinero. ¿No será que en Cataluña algunos han contraído deudas que no quieren pagar? ¿O que han robado mucho y no quieren rendir cuentas? La mejor forma de no someterse al veredicto de los jueces españoles es separarse de España; así, como el rey francés, se marcha sin pagar; sin matar a su acreedor, eso sí, porque de momento no puede; y azuza a los ciudadanos de a pie haciéndoles creer que los intereses de los ladrones son los de toda Cataluña. Quizá hay entre quienes mandan muchos Pujol-Ferrusola. Y la gente de a pie, cayendo en el engaño, combate por los opresores de casa creyendo que luchan contra los opresores de fuera. Juegan muy bien el papel de chivos expiatorios, quieren ser carne de cañón y desean ser miembros del rebaño: para salvar a los carneros. Cataluña convertida en una gran mentira, el parlament transformado en un circo, la política en una farsa; y, como toda ceremonia religiosa, necesita un ídolo al que adorar: el fantasma de la elecciones; las suyas, las que ellos quieren imponer a los demás; porque si las proponen otros, ya se sabe, si peligra su mayoría, no son más que opresión del imperialismo ibérico, de los malvados charnegos, de la canalla castellana.


2.
         Quieren elecciones ilegales y se quejan de que se las prohíban. Les proponen elecciones legales y las rechazan. El derecho a votar es, para algunos catalanes, derecho a que todo el mundo haga lo que ellos mandan; porque los temas de los que hay que hablar están sobre la mesa cuando ellos dicen, no cuando lo dicen los otros. Quieren ir al senado pero tiene que ser el miércoles; les dicen que el jueves o el viernes, pero eso ya no vale; en Madrid, decididamente, les ponen las cosas imposibles; con España no se puede hablar; no les dejan otra opción que la independencia. Cuánto odio, cuánta pasión por arrinconar a España, cuánto deseo de hacerle daño, cuánta ira, cuánta ignorancia, cuánta ceguera, cuánta ilusión por adorar a los fantasmas. ¡Pobre Cataluña! ¿Sentirse oprimidos cuando habéis vivido con nosotros los mejores años de nuestra historia? Pobres enjambres de avispas, aburridas de vivir en paz y con ganas de crear violencia, de levantar barricadas, pobre Cataluña, ¿adónde queréis llevar a España?
3.
         España no les deja votar. Han llenado las paredes y los periódicos de grandes carteles que decían: “queremos votar”. Han llenado las fotos de heridos sacados de Chile y de Ucrania, pero tienen que ser catalanes; no eran de España, pero los pies de foto decían que eran de España. Han llenado los hospitales de heridos que no había en las calles. Han convertido en heridos a los pacientes de las consultas de urgencias, sólo porque han ido a consulta el día de las cargas policiales. Las unidades se han convertido en centenas, han cambiado las matemáticas. Han sacado por televisión los dedos vendados que le rompieron uno a uno a una mujer, los despiadados policías, sin darse cuenta de que en otra grabación la misma mujer había denunciado que le habían roto los dedos… de la otra mano; y en otra, además, se vio que en la carga policial era sacada a rastras, sin que nadie le quebrara nada. ¡Tenemos presos políticos! No, hay políticos que están presos, que a Hitler no lo persiguieron por político, sino por asesino, ni a Noriega lo apresaron por presidente, sino por narcotraficante; ni tampoco juzgaron a Luis Roldán por ser un alto cargo, sino por ladrón. Cataluña se ha convertido en una gran mentira. Ofensiva. Deliberada. El himno catalán ha sido la canción de vamos a contar mentiras. La policía persiguiendo a la población, y lo que muestran las fotos es a la población agrediendo a la policía. La policía acosando a la gente, y es la gente la que acosa a los policías en los hoteles donde duermen, en los barcos donde se alojan, gritando para no dejarles dormir, arrinconándolos para no dejarles salir, prisioneros en sus casas, sin usar la fuerza para defenderse de ese mundo al revés donde los perseguidores son los perseguidos: porque, ya se sabe, España es mala. Y mientras tanto, las paredes llenas de letreros que denuncian la crueldad de los policías; las torturas, dicen. El yugo del imperialismo. La opresión de España. ¡Que se entere el mundo de la tiranía extrema en la que viven los catalanes! Eso sí, en inglés. En el parlamento hablan catalán, para que no los entiendan. El español ni lo usan, aunque lo conozcan. Porque con los españoles ellos no quieren hablar nada.
4.
         He visto una fotografía en los periódicos. Unos jóvenes envueltos en esteladas. Llenos de pancartas con la palabra “independencia”. Con la boca tapada por dos trozos de papel celo (de color, por favor, para que se vea): dos trozos cruzados sobre los labios. No tienen libertad de expresión. Los oprime España.
         Con la estelada expresan su deseo de una república catalana. Con las pancartas expresan su deseo de independencia. Con los labios tapados expresan que no pueden expresarse. Es una manifestación autorizada. No hay coches en la calle (para que puedan manifestarse libremente; para que expresen sus ideas, sus opiniones). No hay policías que les impidan hablar. Pero tienen la boca tapada porque el gobierno de Madrid les ha quitado el derecho a la palabra. Todo es cuestión de interpretación, ya se sabe. Todo el mundo puede decir libremente que no tiene libertad para decir nada.




viernes, 30 de septiembre de 2016

Sobre la tolerancia






SOBRE LA TOLERANCIA

 

  1.  

            Uno se siente orgulloso del dinero que ha ganado con su esfuerzo, con su trabajo. Muchos consideran justo disponer de él en beneficio propio; a otros, sin embargo, les perece bueno destinar una parte a aliviar la vida de quien no ha podido ganarlo. Los primeros valoran sobre todo la libertad de disfrutar, como les parezca, de lo que han ganado; un goce basado en el mérito, y un mérito obtenido a base de esfuerzo y sacrificio, que muchas veces consiste en tener iniciativa y audacia; pues tener iniciativa es ser creativo, tener ideas, ocurrencias, y realizarlas de forma responsable; y ser audaz, ya se sabe, es asumir riesgos. Los segundos, por el contrario, valoran más la solidaridad independientemente de que su dinero sea o no fruto de la iniciativa; lo más importante es que el necesitado también tenga posibilidades de disfrutarlo: llamo necesitado a quien no ha tenido oportunidades para ser audaz, no a quien carece de dinero (y aunque lo primero lleva necesariamente a lo segundo, lo segundo no siempre desemboca en lo primero).
            Los valores de la iniciativa se atribuyen tradicionalmente a la derecha (en el universo liberal); y los de la solidaridad suelen ser las señas de identidad de la izquierda: así, la derecha es más sensible al esfuerzo por crear riqueza, y la izquierda al esfuerzo por repartirla; y ambas (derecha e izquierda) son igualmente capaces de crear ideas.
Pero hay gente buena y gente mala. Llamo gente buena a quien es incapaz de hacer a los demás lo que sanamente no se haría a sí misma; y gente mala a quien es capaz de hacerlo. Hay una falacia, y es pensar que la búsqueda de la solidaridad es propia de la gente buena (y por tanto la izquierda es siempre buena); con lo que la búsqueda de la riqueza sería propia de la gente mala (y a la derecha no le quedaría más remedio que ser mala): nada más lejos de la realidad. Hay buenas personas en la derecha (yo no sé si Bill Gates sería buen ejemplo de ello) y buenas personas en la izquierda (por ejemplo Olof Palme). Y en la derecha ha habido gente mala y hasta muy mala (Hitler) como también la ha habido en la izquierda (Stalin).
Con esto intento hacer caer un viejo tópico: que la derecha siempre ha procurado explotar a los trabajadores y perseguirlos y matarlos y exterminarlos y esclavizarlos; afirmar esto supone no distinguir entre derecha moderada, derecha pura y extrema derecha; durante la transición española el líder comunista Santiago Carrillo solía distinguir entre derecha cavernícola y derecha civilizada; con la primera no se puede pactar (decía él) y con la segunda sí. Decir, ahora, que toda la derecha es igual y pretender taparle la boca es hacer gala de una intransigencia que no promete nada bueno; esa actitud desembocó en su día en la persecución a la Iglesia y en la quema de conventos; lo cual es comprensible porque la Iglesia también había llamado a los militares a reprimir cualquier aspiración de la gente pobre a ser feliz. Aquella derecha se entregó a una represión sangrienta y despiadada; pero hoy no todos son así. Aunque a algunos les gustaría volver a las andadas.
¿Qué es la intolerancia? No dejar hablar a quien no piensa igual que nosotros; el siguiente paso es no dejarle vivir. El intolerante divide el mundo en blancos y negros, y actúa como si los que no son blancos fueran negros: craso error, que reposa sobre una confusión lógica, la confusión entre contrariedad y contradicción. Lo negro es lo contrario de lo blanco: lo rojo, no; lo rojo no es su contrario, sino su contradictorio; los extremos se odian a muerte, lo que hay entre ellos convive sin odiarse: hay entre el blanco y el negro una infinita variedad de grises; y lo que no es blanco ni negro (es decir la contradicción) es inmensamente rico y permite el enriquecimiento recíproco. La intolerancia surge cuando pensamos que lo que no es blanco tiene por fuerza que ser negro, y que quien no está conmigo tiene necesariamente que estar contra mí. Pero cuando reconocemos que en medio de los extremos está la variedad de la vida, entonces la diferencia no nos empujará a la guerra, sino al diálogo: y estaremos viviendo en la tolerancia. La vida es lucha, sí, pero no con balas, sino con palabras; que a la dialéctica de Sócrates no sé quién le opuso la dialéctica de los puños y las pistolas. 

 

Contaba Buñuel una vieja broma. Decía que al salir a la calle vio un día un cura, y ante semejante provocación no pudo menos que darle un puñetazo. Aquella broma retrataba muy bien lo que es ser intolerante: el intolerante no sabe dirigirse al adversario si no es insultándolo y mandándole callar, cuando no matándolo. Pero quien no es intolerante sabe apreciar la infinita variedad de la vida; y quienes no piensan como él no son sus enemigos, sino sus adversarios; un adversario es el que saca de ti lo mejor que tienes, enfrentándose a ti con todas sus fuerzas; un enemigo es el que te mata. No hay cosa más enternecedora que dos deportistas dándose la mano después de haber luchado a brazo partido; en el tenis; en el rugby; y así debía ser en la política.
Yo pienso que las víctimas del franquismo deben ser sacadas del olvido, rescatadas en su dignidad, ya que fueron idealistas, leales y no forajidos. Tú piensas que ya está bien de remover el pasado, que el pasado está muerto. Yo te digo que no podemos dejar en paz a los muertos, como decía Gabriel Celaya, porque los muertos no están enterrados, sino desaparecidos. Tú me contestas con Celaya: “¡allá los muertos, que entierren como Dios manda a sus muertos!” Y yo te digo: “estamos de acuerdo, porque eso es precisamente lo que queremos: enterrarlos; para eso tenemos que encontrarlos primero, y luego conseguir que todo el mundo reconozca que no fueron traidores, sino leales al gobierno”. ¿Ves? Nos hemos puesto de acuerdo. Hablando. No disparando ni una sola bala. Aceptándonos, sin descalificaciones ni peleas. A esa actitud nosotros la llamamos tolerancia.
No estoy de acuerdo con lo que tú dices (decía Voltarie): pero me batiré hasta la muerte, si es preciso, hasta conseguir que puedas decirlo. La esencia de la democracia es el diálogo; y la esencia del diálogo no está en hablar, sino en escuchar. Si hablo yo solo y mando callar a quien no está de acuerdo conmigo eso ya no será diálogo, sino monólogo: o sea, tiranía; porque mis razones se estarán imponiendo por exclusión del otro. Dialogar es no excluir a nadie, sino aceptar al otro, escucharlo, porque todos tenemos derecho a la palabra: isegoría; ése es el lema de la democracia ateniense; nadie tiene por qué mandar callar a nadie, siempre que nadie impida que hablen los otros. Y no hablar con insultos, sino con razones.
Alguien ha dicho que la razón es lo contrario de la arbitrariedad. Hay que defender nuestras ideas con palabras: para eso necesitamos un adversario. Si tapamos la boca del adversario ya no tendremos con quién hablar: y entonces nos quedaremos solos; y acabaremos por parecernos a Hitler o a Stalin. Un adversario es alguien que nos aporta ideas que no habíamos pensado antes, porque nosotros pensábamos de otro modo. Un adversario es un espejo donde mirarnos, y al mirarnos nos vemos a nosotros mismos, y si no hay espejo no tendremos donde mirarnos. Un adversario es un amigo: que con sus críticas nos muestra lo que no veíamos, y gracias a él lo vemos ya, y desaparece la cara oculta de la luna. ¿Cuál es el mejor padre, la mejor madre: quienes  hacen lo que dicen sus hijos, o quien los critica cuando se equivocan para darles la posibilidad de cambiar? La crítica es lo contrario de la intolerancia. Criticamos lo que más queremos, porque silenciar nuestras críticas no seria amor verdadero.
¿Y qué ocurre  cuando nos tapan la boca? Que dejamos de ser libres. Los amigos, como los padres y los hijos, si dejan de ser libres de decir lo que piensan ya no son verdaderos amigos. Si, por no incomodar al otro, hacemos como si no hubiera pasado nada, la herida se estará cerrando en falso. ¿Debe cicatrizar una herida antes de limpiarla, cuando aún no hemos vencido el foco de la infección? Seguir como si nada hubiera pasado es dejar de ser amigos y dejamos de ser libres: porque el único límite que le ponemos a nuestra libertad son los derechos de los otros; mi libertad termina donde empieza la tuya.
Muchas veces he pensado en lo que sería un mundo libre. Antaño no podíamos hablar porque nos lo impedía el despotismo. Y ahora que no hay déspota nos convertimos en déspotas nosotros mismos. Lo decía Unamuno: tenemos a la inquisición metida en nuestra cabeza. Le hacía coro ortega y Gasset cuando nos animaba a desconfiar de aquel que no se esforzaba en comprender a sus enemigos. Y es que amar a sus amigos lo hace cualquiera; todos comulgan con su equipo y denigran al adversario, nos identificamos con nuestro partido, nuestro sindicato, y vapuleamos a los demás. Un Capuleto sólo puede amar a un Capuleto, y por eso Julieta siempre tendrá prohibido amar a Romeo. Ahora bien, amar a nuestros amigos es cosa fácil, lo difícil es amar a nuestros enemigos, y ése es el camino por el que debemos dirigir nuestros esfuerzos: lo decía un tal Jesús de Nazaret; por lo menos es lo que cuenta el evangelio.

 

2.

            Otra forma de intolerancia que tienen los jóvenes es la manía de etiquetar: éste es un friki, un hipster, un pijo, un sharpero, un skin, un grunge, una tribu urbana de tal y tal… y entonces, inmediatamente, queda marginado; ponerle una etiqueta a alguien es meterlo en un cajón con otras personas similares a él y tratarlos a todos por igual; y si esa categoría de personas no nos gusta, inmediatamente queda excluido de nuestro trato: excomulgado, incomunicado, aislado, solo. Pepe no es Pepe, es un pijo; Beatriz no es Beatriz, es una mujer; poner etiquetas es meter a una persona dentro de un grupo y juzgarla igual que juzgamos a todos los que pertenecen a ese grupo; querer que reaccione como todos los miembros de su grupo (no de manera personal, sino estereotipada); debe ajustarse a su cliché, como si todos los miembros del grupo fueran copias fieles del mismo cliché, clones idénticos unos a otros, individuos indiferenciados, no personas distintas; porque yo, aunque sea un hombre, no me comporto igual que todos los hombres, como supone el viejo cliché femenino: “todos los hombres sois iguales”.  
Acosar a una persona es aislarla, y la mejor forma de aislamiento es ponerle una etiqueta, que es como un muro o una valla con la que la separamos de los demás; con la etiqueta juntamos a todos los que se parecen en un campo de concentración, los tratamos como si fueran iguales y nos olvidamos de ese pequeño detalle que importa tanto: porque en ese casi nada está toda la diferencia. Y si tú eres un empollón y no te comportas como tal, recibirás burla y escarnio, porque una persona que estudia debe comportarse como un empollón (por cierto, ¿cómo se comportan los empollones?). Pero si te comportas como un empollón también recibirás burla y escarnio: no tienes escapatoria, vayas por donde vayas estás pillado. No sólo te catalogan con una etiqueta, sino que si no te ajustas a la etiqueta no pintas nada; y si te ajustas tampoco. Tienes una cruz: eres cristiano. Una estrella de David: eres un judío. Un martillo y una hoz: eres un comunista. O tienes una svástica: eres un nazi. Dejas de ser persona, te conviertes en una definición, un estereotipo, uno de tantos; en adelante sólo serás una etiqueta; ya eres un objeto, una cosa sin derechos, no una persona (que es un ideal que quiere realizarse), sino un individuo (que es uno más en un grupo donde todos son iguales); no eres un ideal, un sueño, sino una realidad que ya no puede soñarse. La persona ama, el individuo compra el amor en un prostíbulo. Cuando la prostituta ha acabado contigo en seguida te dice: “¡el siguiente!” Y Jacques Brel, cuando le cantaba al joven fracasado que había dejado los estudios para enrolarse en el ejército, lo mostraba formando en fila delante de los prostíbulos; y cuando por fin encuentra a una chica que le quiere, aún se despierta por las noches atacado por la fiebre, soñando que le dice, después de hacer el amor: “¡el siguiente!” Todos los siguientes del mundo deberían darse la mano, es lo que se dice el recluta en su deliro; y llorando su fracaso el poeta lo viene a compadecer, reivindicando a los individuos que sólo son uno de tantos, los que son iguales a los demás como madalenas sacadas del mismo molde, los que tienen una etiqueta como hormigas condenadas a ser números anónimos dentro del hormiguero, los que nunca serán ellos sino sólo una copia de los demás: eso es lo que nos dice Jacques Brel. Todos somos iguales en derecho, porque todos valemos lo mismo: valemos lo máximo; por eso nadie vale más que nadie, como dice el viejo refrán castellano; porque no se nos puede comprar ni con todo el oro del mundo, por eso tenemos valor, no precio; y como somos tan valiosos todos tenemos derecho a desarrollar nuestra vida siguiendo nuestro propio camino, sin que ese camino nos lo impongan nuestra tribu, nuestro sexo o nuestra religión. Lo decía Antonio Machado: se hace camino al andar; y por eso, iguales en derechos, somos profundamente diferentes en nuestros hechos, en nuestra naturaleza, en nuestras acciones; y ninguna etiqueta puede reflejar fielmente nuestra verdadera identidad. 

 

Lo que nos impide comprendernos es la distancia. Vemos las cosas desde lejos y es porque los toros se ven muy bien desde la barrera. Un poema tiene Machado donde se mete en el pellejo de un condenado a muerte, y se esfuerza en sentir como él debe sentirse y se compadece de él; y mientras tanto las turbas, tratándolo como asesino, lo insultan e increpan, y hasta algún exaltado, si le dejaran, le gustaría también tirarle piedras. A esta falta de corazón, a esta crueldad con el que se le hemos puesto la etiqueta de asesino (como aquel otro asesino al que le pusieron un INRI en la frente), abruma y desconcierta. Lo bueno es que el que más se exalta con el ataque al condenado suele ser el que tiene el corazón más sucio. Por eso dijo Jesús: “el que esté libre de culpa que tire la primera piedra”. Y esos culpables que se pasean con dignidad, porque nadie les ha puesto la etiqueta de culpables, son capaces de ver la paja en el ojo ajeno pero no pueden ver la viga que tienen en el suyo. O lo que es lo mismo, no son sensibles a la crítica; porque lo primero que debemos criticar es a nosotros mismos. Criticar es ver las cosas y para ver hay que mirar, y el intolerante no quiere mirar porque teme verlo todo de manera diferente a como él quiere verlo.
El terrorismo es deleznable, pero ¿nos hemos puesto alguna vez en la mente de un terrorista? Antes de condenarlo ¿sabemos por qué piensa como piensa, siente como siente, reza como reza? Nadie dice que haya que justificarlo, pero sí tenemos que comprenderlo. “Camada negra” es una interesante película de Manuel Gutiérrez Aragón; en ella se muestran las vivencias, frustraciones y desvaríos de un terrorista de extrema derecha: interesante ejercicio de comprensión. No se trata de tolerar la violencia: se trata de comprenderla; si la comprendemos, pondremos las bases de su erradicación, como cuando el médico que comprende una enfermedad ya está empezando a curarla. ¿Cómo voy a curar un melanoma igual que un grano? ¿Cómo podría yo curar ese lunar sangrante si no he comprendido el origen de esa sangre?
Tolerancia es aceptar las opiniones de los demás, y el límite de la tolerancia es cuando las opiniones incitan a la violencia. Y si con la violencia no debemos ser tolerantes, sí debemos ser comprensivos. Tolerar es respetar y respetar es aceptar, y no aislar ni a las personas ni a las ideas. Aceptamos a los demás cuando los escuchamos, no cuando los obligamos a que nos escuchen ellos. La mejor forma de respeto es el diálogo: un intercambio de ideas, sentimientos y experiencias desde la escucha.
Un sofista de nuestra época ha desarrollado un curioso argumento contra la tolerancia. “¿Os imagináis que yo le diga a mi mujer: te tolero? Sería absurdo. Tolerar a las personas no es amarlas, y yo a mi mujer la amo”. Por lo tanto concluía, muy ufano: “yo soy intolerante”. Y la gente aplaudía a rabiar. Luego, cuando salieron a la calle, se produciría un salto semántico; y de la tolerancia que es menos que amar desembocarían en la tolerancia que es lo contrario del amor. Conclusión insoslayable: si yo quiero amar, debo ser intolerante; o sea que debo practicar la violencia. La violencia es lo mismo que el amor: ésa es la paradoja que le gusta al intolerante.
Pero cuando nosotros hablamos de tolerancia no nos referimos a eso. La tolerancia de la que estamos hablando no consiste en soportar, apechugar o aguantarse. La tolerancia de la que queremos hablar consiste en respetar, y cuando la otra persona no nos respeta, lo que debemos hacer es comprenderla como única terapia. “¡No tolero tus insolencias!”, decimos a veces. Es verdad: no hay que tolerar la falta de respeto. Pero sí debemos tolerar las opiniones respetuosas que se dicen de forma respetuosa: tolerar, que en este segundo sentido (ya lo hemos visto) significa respetar, es lo mismo que aceptar a los demás, aceptarlos como son, sin obligarlos a que sean iguales que nosotros, como si nos sintiéramos inseguros y amenazados cuando todos los que nos rodean no están vestidos con nuestro mismo uniforme. Pero aún hay más: debemos aceptar también que los demás no son un bloque monolítico, sino que ellos también son diferentes entre ellos. Sin prejuzgarlos. Sin estereotipos. Sin querer que todos se comporten de la misma manera, sin obligarlos a todos a ajustarse al mismo modelo. Sin etiquetas. Que yo, antes que ser cristiano o judío o comunista o musulmán o liberal, soy y he sido yo mismo, y el grupo al que pertenezco me coloreará de manera diferente que a mi vecino, aunque mi vecino y yo tengamos el mismo credo: como el pintor no pone tampoco el mismo rojo en todos sus cuadros. No todos los cristianos son iguales. No todas las izquierdas son iguales. No lo son tampoco todas las derechas. Afortunadamente, yo no soy una hormiga idéntica a las demás hormigas, soy un ser humano, y como todos mis semejantes, humano, pero al igual que ellos, distinto: cada uno de nosotros es un mundo que tiene su propia forma de ver el mundo; el de los demás, sí, pero sobre todo nuestro mundo propio.

 
 
Epílogo

            Dos hombres caminan por la calle. Uno es viejo, encorvado y lento, y se apoya en la garrota y su andar es vacilante; el otro es su hijo. El hijo es fuerte, y su andar despacito le pone nervioso; al principio tiene paciencia pero luego, al cabo de dar pasos lentos con sus piernas rápidas, se cansa; no aguanta, se irrita, se enfada con su padre: acaba levantándole la voz y se molesta con él. Lo mismo le sucede a ese padre y esa madre que caminan con el niño que está empezando a andar: su espalda se curva, sus pasos son irregulares, de ritmo cambiante, tan pronto son lentos como atropellados, y andan agachados para evitar las caídas del niño. Y ese otro joven, flaco, alto y desgarbado, que lleva el carro de la compra y se enfada porque el carro es muy bajo y le obliga mucho a agacharse. El hombre, los padres y el joven son buenas personas, su corazón es justo y saben querer: pero cuando se les agota la paciencia ya se vuelven irritables, intolerantes y violentos.
Y es que a veces la tolerancia es paciencia; y quien, o porque es nervioso o porque está cansado, se impacienta, tiene ya poco aguante y entonces se vuelve intolerante. Otros se ponen así porque están tristes; o porque les ha ido mal, o porque les han enfadado, o porque están hundidos anímicamente y han perdido la moral, o porque les toca aguantar a gente muy pesada: entonces pierden los estribos, están fuera de sí y ya no pueden controlarse. También la tristeza o la cólera pueden volvernos intolerantes.
Somos intolerantes cuando no aguantamos, y si no aguantamos es porque hemos perdido fuerza: el intolerante es una persona debilitada, dominada por sus emociones; diríamos, más bien, que nos volvemos irritables. Pero cuando esta impaciencia se alimenta de ideas excluyentes y violentas, la intolerancia deja de ser un estado de ánimo para convertirse en un impulso moral: y entonces nos volvemos malos. No te dejes llevar por la impaciencia. Por el impulso. Por la intransigencia. Por la cólera. Por el odio. Una persona de natural impaciente puede llegar a convertirse, si no se sabe gobernar, en una bestia salvaje. No es lo mismo tener un natural intolerante que practicar la intolerancia moral; como no es lo mismo el temperamento que el carácter. Hay una leyenda india que lo explica muy bien.
Un niño le dijo a su padre: “padre, a veces siento que hay dos lobos que luchan dentro de mí; uno es bueno y otro malo. ¿Cuál de ellos vencerá?” El padre le contestó: “aquél que tú alimentes; el que tú quieras que se convierta en tu compañero de viaje”.