Virtudes,
vicios, impulsos y estados de ánimo.
LA
VALENTÍA
Para ser valiente hay que ser
atrevido, pero eso solo no basta; hace falta también que el reto sea sensato:
que tenga sentido; arriesgar la vida por un capricho es una insensatez;
arriesgarla por salvar otra vida es valentía; la adrenalina que sueltan los
jóvenes circulando en sentido contrario es criminal; la que suelta el bombero
que se mete en la boca del lobo para salvar a alguien de las llamas es
valentía; muchos crímenes producen emoción y requieren atrevimiento; también
muchos actos heroicos; el heroísmo y la criminalidad comparten estos ingredientes,
pero sólo el heroísmo es sensato y generoso; a la osadía del cobarde
Aristóteles no la llamaba valor, sino temeridad; poner en peligro la vida
propia o ajena: pero sin necesidad.
Si eres solamente atrevido no eres
valiente, todo lo contrario: eres un cobarde. El valiente, además de decidido
(eso que llaman “tener huevos”), ha de ser sensato y generoso; respetuoso; el
cobarde que se atreve, elevando las pulsaciones a cien y poniendo la adrenalina
al máximo, para vivir una emoción a costa de una vida, ése no es decidido, sino
impulsivo; se atreve en un arranque de fogosidad, no en un relámpago de lucidez,
como quien se lanza a hacer lo que no
quiere porque sabe que es necesario; el héroe es un espíritu trágico; el héroe
rompe con la comodidad cotidiana porque la vida le exige el sacrificio de
renunciar; valiente no es Aquiles que sabe que va a ganar porque es el más
fuerte, sino Héctor, que sabe que va a perder y, sin embargo, acepta el reto:
no para descargar adrenalina, sino para batirse por los suyos.
Decisión, sensatez, generosidad y
espíritu trágico: ésos son los ingredientes del valor. Donde el valiente se
decide, el cobarde se deja arrastrar; donde el valiente piensa, el cobarde
lucha a ciegas; donde el valiente es generoso, el cobarde pone desprecio; y
donde el cobarde busca placer (adrenalina, sensaciones fuertes, emoción a tope),
el valiente asume retos no siempre buscados por él, sino impuestos por la vida;
y, como decía Ortega y Gasset, si no soy capaz de salvar mi circunstancia no me
salvo yo.
Así que no es lo mismo ser valiente
que tener huevos. En primer lugar porque hay mujeres valientes y no los tienen.
Y en segundo porque, como decía Unamuno siguiendo a San Agustín, la voluntad
quiere las cosas, la fanfarronería no; la voluntad es valiente y el fanfarrón
no lo es, aunque asuma peligros; la fanfarronería sale de los huevos, la
voluntad del corazón; de hecho, “voluntad” viene de “volo”, que en latín
significa “querer”; lo propio del fanfarrón y el temerario es la “noluntad”
(sigo en esto a Unamuno), de “nolo”, que significa “no querer”. Nosotros a la
noluntad la llamamos derrotismo; nihilismo; palpitar de una vida vacía, sin
sentido, un luchar aparente sin ningún motivo, un estar ahí sin saber por qué;
“rebeldes sin causa”, por tomar el título de una película, son esas personas
que se retan para pasar el rato: con retos absurdos que no sacan de nosotros lo
mejor que tenemos, y juegan al filo de la navaja, en busca de emociones, porque
su vida no es emocionante; arriesgando la muerte porque, de hecho, se sienten
muertos ya.
Lo que le falta al cobarde que se
cree valiente es energía para vivir. Alegría. Todas las fuerzas, todos los
impulsos, todos los instintos que sienten, son tristes: no les producen
felicidad aunque les proporcionen placer. Quien no tiene fuerza se deja llevar.
Quien la tiene se lleva a sí mismo. Una
cosa es que te manejen las cosas y otra muy distinta que las manejes tú a
ellas. Quien no tiene fuerza para manejarse se deprime con facilidad, puesto
que la sensación de no poder resistir las tentaciones, de no hacer frente a las
dificultades, nos baja el ánimo y nos hace descender el tono vital; uno se
siente como un muñeco, juguete de los elementos, cuando no se siente con fuerza
para tomar las riendas de su destino y mandar en él.
Cuando uno se deja llevar por sus
instintos, que son su naturaleza, deja que los instintos le gobiernen: no puede
ser señor de sí mismo. Ya decía Hipócrates que no podemos dejar que nos lleve
nuestro temperamento, sino que lo tenemos que llevar nosotros a él: en eso
consiste forjar el propio carácter, la libertad. Dejarse llevar por un impulso
emocionante, aunque nos dé miedo, es pensarse mucho las cosas hasta que nos
lanzamos al agua: hasta que nos atrevemos; hasta que tenemos huevos.
Cuando tomamos una decisión
alimentando ese impulso que nos pide emoción y atrevimiento lo que hacemos,
según decimos, es “echarle huevos”; lo pensamos, con miedo, montones de veces
hasta que nos lanzamos: ¡ya! Si ese impulso es sensato, generoso, respetuoso
consigo mismo y con los demás, seremos valientes; y la valentía contiene un
ingrediente más que es el heroísmo: ese espíritu de sacrificio en que consiste
el espíritu trágico. Lo veremos con un ejemplo.
Hay un joven que necesita estudiar;
sabe que quiere, pero no tiene ganas. Si llama a sus amigos para salir a pasear
cuando debería estar estudiando, no se comporta como un valiente; no es un héroe:
lo sería si luchara contra sus inercias (en este caso contra la pereza) y las
venciera. Ser valiente es saber sacrificarse con sensatez, obligándote a hacer
lo que de momento no quieres, pero a la larga quieres; la falta de ganas es un
freno para las ilusiones que alimentan tus grandes proyectos. Ser valiente es
tomar decisiones que no te emocionan ahora pero que, al final, te acabarán
emocionando; y que son más valiosas que lo que haces cuando te dejas llevar por
los impulsos del momento.
Uno puede decidirse de tres maneras:
o porque le gustan las cosas que no sirven para nada, o porque le gustan las
cosas valiosas, o porque lucha contra la facilidad (y lo fácil son las cosas
que gustan, pero que no sirven). En el primer caso soy un fracasado, en el
segundo he nacido con estrella y en el tercero soy un valiente. Lo fácil te
divierte ahora, pero te quita de hacer cosas que a la larga te harían feliz. Lo
valioso también te divierte cuando buscas, de modo natural, lo que merece la
pena, y huyes naturalmente de lo fatuo y de lo vano. Y lo difícil te obliga a
luchar contra lo fácil y requiere de ti un gran despliegue de fuerzas. Hay
muchos amantes de la vanidad, unos cuantos amantes de lo noble y algunos que
aman la vanidad pero se empeñan en luchar por lo noble; estos últimos no aman
realmente la vanidad, pero se sienten atraídos por ella; en realidad aman la
nobleza aunque la nobleza no les atraiga; por eso experimentan un impulso hacia
lo bueno, y ese impulso contrarresta de
sobra las fuerzas que los mueven hacia lo malo; por eso tienen que renunciar a
lo que les agrada, tirando ellos de las cosas nobles; si la montaña no viene a
mí, seré yo quien tenga que ir a la montaña.
Resumiendo: ser valiente es
atreverse a gobernarse uno mismo, aunque sea bogando a contracorriente. El valor siempre
requiere sacrificio, es decir, heroísmo: capacidad de elegir, si fuera preciso,
lo contrario de lo que nos apetece. Pero cuando a uno le gustan las cosas
buenas ya no se trata de valentía sino de buena educación, que es el buen gusto;
y debe tener la humildad de reconocer que sabe hacer bien las cosas sin
necesidad de valentía. Aunque el espíritu educado, que todo lo ha vuelto fácil,
también se ha ido construyendo poco a poco: superando retos, obligándose
siempre y derrochando valor.
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