viernes, 9 de octubre de 2020

MI ÚLTIMA CLASE DE FILOSOFÍA

 

 

MI ÚLTIMA CLASE DE FILOSOFÍA

Era el día en que me iba a jubilar. El azar quiso que tuviera clase con dos grupos que me iban a plantear problemas, los últimos de mi vida académica (pero no de mi vida de filósofo). Uno me implicaba como persona, el otro como estudioso, y ambas cosas son caras distintas del oficio de profesor; del profesor que se implica, por un lado, enseñando y aprendiendo, y por otro, poniéndole sentimiento a la razón. Voy a explicar brevemente lo que exigieron de mí estas dos últimas clases.


PENÚLTIMA CLASE

            Voy a llamarlo Guido. Por llamarlo de algún modo. Estaba escondido en un rincón, en la última fila, pegado a la ventana. Ni él me podía ver a mí ni yo lo podía ver a él porque todos estábamos escondidos en nuestras mascarillas; obligados por la pandemia del coronavirus, que estaba asolando el planeta. Acababa de pasar lista y ahora me dirigía a él.

            -Guido, ¿podrías dejar de mirar por la ventana? Lo que pasa dentro de la clase ahora es más importante que lo que pasa fuera.

            -Métete en tus asuntos; yo miro adonde quiera.

            Hice un esfuerzo por controlarme. Precisamente habíamos hablado de él en la evaluación cero. Las evaluaciones cero son esas juntas de profesores que se reúnen al mes siguiente de empezar el curso y su objetivo no es evaluar, sino conocer a los alumnos. Allí se había dicho que Guido había estado en residencias y casas de acogida; que sus padres estaban separados y cada uno por su lado lo había maltratado a su gusto, que había tenido experiencias traumáticas que no había que desvelar por no ser indiscretos, pero que estuviéramos seguros de que la vida no lo había tratado bien. Guido tenía un rencor escondido que escupía allí por donde pasaba, y que no intentáramos enfrentarnos con él, que iba a ser peor; que con comprensión y cariño conseguiríamos algo, pero con autoridad y razones, nada. 

            Allí no había motivo para darle palmaditas en el hombro, él me acababa de ofender. Aunque tampoco era el momento de sancionar nada: no era dueño de sí mismo y cuando hablaba, las palabras no venían cargadas de razones que intentaran convencer a nadie sino de odio que tenía intención de hacer daño. A una ofensa no se le responde con cariño, sino con razones, pero comprendiendo, no castigando; de esa manera mis palabras tendrían el cariño en las razones y no en el perdón (¿cómo iba a perdonar sus ofensas, si no quería retirarlas?); y su mejor castigo iba a ser el que él mismo se diera comprendiendo la maldad de lo que había hecho; yo le enviaba cariño que se expresaba con autoridad, pues no debía mostrarme débil, y razones comprensivas que él entendería aunque no las quisiera reconocer. En la pelea de gallos que él imponía, yo sabía que vencería la razón; pero él no reconocería esa victoria sino que la disfrazaría con su propia victoria insolente, que era la victoria de las apariencias; para él era importante quedar bien delante de los demás; y así, las derrotas injustas que él había sufrido se redimirían con la injusticia que él mismo impondría a los demás disfrazándola de fuerza; ofendiendo a una persona que él sabía que no lo iba a ofender; y sabía también que, debajo del teatro que veían todos, había también otro teatro escondido; uno donde la insolencia había perdido la batalla frente a la fuerza comprensiva de la razón. Me encaré con él.

            -¿Te he gritado? –Un silencio acusador-. ¿Entonces por qué me gritas? ¿Te he faltado al respeto? –Otro silencio retador-. ¿Entonces por qué me faltas al respeto? ¿Acaso no te estoy tratando con cariño? –Nuevo silencio-. ¿Entonces por qué me fulminas con la mirada, por qué me lanzas rencor, por qué me odias, si yo no te odio? 

            Hubo un silencio que él quiso que fuera breve; en el teatro del mundo las apariencias te dan la victoria si no te quedas callado, aunque te falten razones; si dices tú la última palabra; gana siempre quien manda callar al otro.

            -Me has gritado.

            -¿Yo? ¿Te he gritado yo? ¿Yo te he gritado?

            -Sí.

            Bajé los brazos derrotado; derrotado por la sinrazón, que es la expresión más clamorosa de la derrota.

            -Me gritaste el otro día.

            Me quedé mudo. Apabullado por la estupidez de aquel chico.

            -¡Ah! –dije-. Y lo que decimos ahora está marcado por lo que dijimos ayer. –Subrayé mi ironía acusándolo con un silencio y luego proseguí-. Yo no tengo costumbre de gritar a nadie, ya ves, y a veces la culpa no la tienen los demás. ¿Tú no tienes nunca la culpa? ¿Tú no metes nunca la pata? ¿Nunca te equivocas? Yo no tengo costumbre de gritar y ahora me has ofendido, y mientras tú me ofendes yo te estoy contestando con tranquilidad: de modo que algo habrías hecho el otro día para que yo te gritara; si es que te grité.

            Él guardó silencio con la boca pero habló con la mirada; y sus ojos lanzaban chispas bíblicas como fulminantes lenguas de fuego; todos lo pudieron ver.

            -Trátame con insolencia: yo no seré insolente contigo. Fáltame al respeto que yo a ti no te faltaré, ódiame si quieres: pero no conseguirás que te odie ni que se apague ni un ápice este cariño que te tengo. Pero quiero que tengas bien clara una cosa: que todo este afecto que siento no está hecho de sensiblerías vanas sino de fuerza; una fuerza cálida y comprensiva, la fuerza de la razón; que es también, por si quieres saberlo, la fuerza de la amistad.

            Y di la cuestión por zanjada. Luego seguí con la clase hasta que sonó el timbre; y supe que, en el secreto del teatro donde no hay victorias ni derrotas falsas, las razones habían removido algunas briznas de su pecho. Entonces cogí mi cartera y me dirigí al aula siguiente. 


ÚLTIMA CLASE

            La ética nos sirve para saber estar. Pero ¿cómo sabremos cuál es nuestro lugar en el mundo? ¿Cómo aprenderemos dónde, cuándo y cómo tendremos que estar en él? ¿Y por qué tenemos que estar así y no de otra manera? Hay una regla muy sencilla: estar en el lugar que te corresponde es comportarse como ese lugar te pide que te comportes. Tu lugar ante un semáforo en rojo está antes, y no después, del semáforo; porque ese semáforo te ordena que te quedes parado, te lo pide desde el código de la circulación; si estuviera en verde te pediría que avanzaras, y en ámbar te diría que te fijaras en el cruce, que tuvieras cuidado, pero ahora está en rojo. Los distintos lugares por los que pasamos nos hablan, nos dicen cómo tenemos que comportarnos. Estar bien en un sitio es comportarse como ese sitio quiere que nos comportemos.

            Estar bien en un váter público es usarlo sin mancharlo. Estar bien en el fútbol es jugar sin coger la pelota con las manos. Estar bien en clase es venir dispuesto a estudiar y no a jugar con la pelota. Estar bien en casa es respetar a tu familia. Estar bien como estás es cumplir con las normas de cada sitio, y estar en paz con las normas es obedecer a la lógica de las cosas, de los lugares: hacer lo que las cosas sirven para hacer, y no utilizarlas de manera absurda; un vaso sirve para beber, no para jugar a los dados, una biblioteca sirve para leer, no para comer, un comedor sirve para comer, no para leer, y un laboratorio no sirve para jugar sino para hacer experimentos; porque si comemos en las bibliotecas, leemos en los comedores, jugamos en los laboratorios y  miramos por los vasos, veremos mal cuando miramos, nos indigestaremos leyendo, se nos mancharán los libros y nos quemaremos con ácido. Y como hay veces que nos falta tiempo para hacer las cosas, es posible que tengamos que leer mientras comemos pero eso será excepción y no la regla; las excepciones ajustan la regla a las necesidades de cada día porque las normas sirven para vivir libres, no para encadenarnos; no es la vida la que se debe plegar a las normas, sino las normas las que se pliegan a la vida; toda norma es justa si nos facilita las cosas, y por lo tanto las que lo entorpecen todo no pueden ser normas justas.

            Pero ¿cómo podremos saber si una norma es justa? Saber estar en tu sitio, saber obedecer, saber estar en el mundo es la mejor manera de ser felices. Si necesito buscar trabajo es mejor que no vaya con la camiseta del Che, porque el empresario que me lo ofrece podría sentir la tentación de no dármelo. Si quiero jugar al fútbol es mejor que no toque la pelota con la mano, porque el árbitro pararía el juego y, si no dejo de hacerlo, me acabaría expulsando y entonces ya sí que no podría jugar. Y si utilizo un microscopio para mirar el cielo es seguro que no veré ni el cielo ni los microbios, ni las estrellas ni las células, que es para lo que está hecho el microscopio. El primer criterio para usar las cosas es la lógica, que me proporciona utilidad; el segundo, cuando no sabemos qué cosas son útiles, es la empatía

            Porque toda la ética se resume en un solo principio: no hagas a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti. No ensucies el váter de la estación porque no te gustaría que quien lo hubiera usado antes que tú te lo hubiera dejado sucio. No te saltes los semáforos en rojo porque no te gustaría que tú, que vas correctamente por tu sitio, te chocaras con un coche que se ha saltado el semáforo cuando tú pasabas. Y no comas mientras lees el libro que te han prestado porque a ti no te gustaría que otros comieran mientras leen el libro que tú les prestaste; y te lo mancharan.

            Ésa es la empatía: ponerte en lugar de los demás para sentir como sienten ellos, para pensar como ellos piensan. Kant lo llamaba imperativo categórico. Pero hay más. El imperativo categórico te dice qué cosas debes hacer. La asertividad te dice cómo debes hacerlas. Debes hacer las cosas (no te digo cuáles) las que a ti te gustaría que te hicieran. Y cuando te piden otras que no están bien debes rechazarlas sin enfadarte. Si insultas a quien te ofrece un cigarro que atenta contra tu salud, estás abusando de él, por insultarlo; le estás diciendo las cosas de mala manera; y si aceptas, estás dejando que abusen de ti porque, por no atreverte a decir que no, permites que los demás te obliguen a hacer cosas que tú no deberías nunca hacer por ellos; lo que tienes que hacer es aprender a decir que no sin ofender a nadie, pero sin dejar tampoco que nadie te ofenda.

            La agresividad le quita paz a la vida, la sumisión le quita libertad, y la única forma de vivir libre y en paz es siendo al mismo tiempo amable y firme: eso es ser asertivo. El imperativo categórico te dice cómo debes hacer las cosas; la asertividad, cómo debes renunciar a hacerlas; recházalas siempre pensando en los demás cuando piensas en ti y no hagas a los demás lo que a ti no te gustaría que te hicieran; y, sabiéndolo, no te hagas a ti lo que sabes que no les gustaría a los demás que les hicieras. Una balanza es un dispositivo que mide un peso con ayuda de otro peso (al que llamamos contrapeso). La balanza de la ética es el saber estar, que tiene la empatía (o dicho de otro modo, el imperativo categórico) como peso y la asertividad como contrapeso; esa conducta que nunca es agresiva, pero tampoco sumisa. Veámoslo ahora con un ejemplo: la persona a la que le gusta sufrir, el masoquista.

            Entre un masoquista y alguien que no lo es hay también un punto de coincidencia: y es que los dos quieren que les hagan cosas que a los dos les gustan, aunque no sea de la misma forma; aunque uno sienta placer sufriendo y otro lo sienta evitando el sufrimiento.  

El masoquista no debe hacer sufrir a los demás so pretexto de que eso es lo que a él le gusta; tiene que dar gusto a los demás con lo que les gusta a ellos, no con lo que le gusta a él. No hacer a nadie lo que a uno no le gustaría que le hicieran significa que si a ti te gusta sufrir, pero a los otros no, no tienes por qué darles ese sufrimiento: debes darles el gusto por el placer que ambos compartís, él sin sufrir y tú sufriendo; es un placer que conseguís ambos por distintos medios; que a mí me guste sufrir no significa que yo te tenga que hacer sufrir a ti, porque a lo mejor a ti no te gusta. Lo que hay que buscar en los demás es la necesidad de estar bien y no los medios con los que cada uno se procura ese bienestar. 

            Ahora bien: no sólo hay que saber estar, sino que también hay que aprender a ser uno mismo: sin intentar adulterarse, como se adultera la mantequilla cuando pasa el tiempo y se pone rancia. ¿Sabéis por qué se pone rancia? Porque no la hemos puesto en su sitio, que es el frigorífico. Saber estar en nuestro lugar es la mejor manera de saber ser lo que cada uno es, sin adulterarse. Quien sabe que vale para la pintura, su sitio es el taller, y quien vale para la música, su sitio es el conservatorio. Hay que aceptarse como se es y no rechazarse a sí mismo, eso es el respeto. O dicho de otro modo: no basta con saber estar, también hay que saber ser en la vida.

 Si yo soy bajo de estatura sería un iluso que pretendiera ser alto, porque tengo la obligación de aceptar lo que la naturaleza me ha dado. Mírate en el espejo: ése eres tú. Acéptalo. Hazte amigo de ése que ves ahí porque él será siempre tu mejor amigo. Acepta a ese ser que tienes dentro, búscalo, encuéntralo y quiérelo mucho, porque él es quien más te va a querer en la vida. No quieras cambiarlo: cualquiera que pongas en su lugar valdrá menos que tú, siempre estará adulterado. Y tú eres quien más vale para ti, que no te quepa duda. Podrás llevar la vida de otro pero nunca la llevarás como si fuera la tuya; podrás fijarte en los demás para mejorar, podrás imitarlos para sacar lo mejor que tienes dentro, los utilizarás a ellos de modelo, pero nunca podrás cambiarte por ellos; puede que quieras ser como Beethoven porque quieres superarte como se superó él, pero sólo te superarás haciendo tus propias cosas, no las que hizo Beethoven.

Así que ya lo sabes: vive tu propia vida y no vivas nunca la de los demás; para ser tú mismo tendrás que mirarte en los demás como en un espejo, sí, y en ese espejo habrá imágenes que seguramente te ayudarán, pero no olvides que esas imágenes no son tuyas aunque te parezcas a ellas; puedes estar en ellas pero tú eres más que una imagen, tú eres tu modelo; mejorarás imitando las virtudes ajenas pero imítalas solamente para que te ayuden a ser tú mismo. Porque si quieres cambiarte por ellos acabarás adulterándote, como la mantequilla, y tu vida se volverá rancia, y no serás auténtico. 

            No me sorprendió que me dieran un aplauso cariñoso a modo de despedida. Me sorprendió, sin embargo, que la persona que más aplaudía fuera la que siempre me había rechazado, o eso era lo que yo creía: siempre seria conmigo, severa, distante, desafiante y hasta agresiva, así la recordaba yo hacía años. Ahora resultaba que, como ella, quienes más se enfrentan a nosotros tal vez sean, a la larga, quienes más se empapan con nuestras palabras; esas palabras severas, inexorables, duras, terriblemente sinceras, y siempre cargadas de cariño que son, en definitiva, las palabras donde se esconde el secreto de la ética.


1 comentario:

  1. Hermosa despedida querida Lechuza: " No me sorprendió que me dieran un aplauso cariñoso a modo de despedida. Me sorprendió, sin embargo, que la persona que más aplaudía fuera la que siempre me había rechazado, o eso era lo que yo creía: siempre seria conmigo, severa, distante, desafiante y hasta agresiva, así la recordaba yo hacía años. Ahora resultaba que, como ella, quienes más se enfrentan a nosotros tal vez sean, a la larga, quienes más se empapan con nuestras palabras; esas palabras severas, inexorables, duras, terriblemente sinceras, y siempre cargadas de cariño que son, en definitiva, las palabras donde se esconde el secreto de la ética." Gran enseñanza MAESTRO...🍀

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