viernes, 26 de febrero de 2021

ELEGÍAS A MI AMIGO PACO

 

ELEGÍAS A MI AMIGO PACO

            Se presenta este libro como un conjunto de ocho elegías y es una elegía dividida en ocho partes. Ya desde el título es transgresor: pues no hay nada tan poco poético como dirigírselas a Paco, y no a Fabio, y el poeta, que rompe los moldes de la poesía, renuncia a los contenidos nobles para ennoblecer, en la figura de Paco, al pueblo llano que no tiene cartas de nobleza. Invoca a la locura sin aspavientos ni estridencias, con la serenidad de un Séneca y el equilibrio de los clásicos. Este desprecio de la grandilocuencia también está en los metros, que son de arte menor, de tono mucho más popular y parece que no tan grave y sentencioso en el contenido, y desde luego nada grandilocuente en las exclamaciones; parco en palabras, con palabras que parece que reposan en los metros creados para la velocidad: hexasílabos, heptasílabos y octosílabos con algún endecasílabo entreverados; versos libres alternan con romances y décimas, huyendo del barroquismo y buscando la sencillez. Una especie de prólogo de pocas líneas recuerda el propósito de estos versos: vencer al olvido, que es nuestra segunda muerte, esa que se produce después de la muerte física; pero el autor no lo llama “introducción” sino “introito”; dándole un tono religioso como si esta elegía fuera una suerte de misa atea; y el poema, desde esta apariencia (sólo apariencia) religiosa, termina en una de las formas más obsesivas que pueda tener la religión: una letanía; los dos últimos versos insisten en su propósito:

                                    Así el olvido  no nos dé la espalda

                                   y vivo quedes en el pensamiento.

La idea que concluye en las últimas líneas es la misma que se anunciaba en las primeras; la despedida (ite misa est) es el leit-motiv al que tristemente, pero desde la serenidad, el poeta nos convocaba en el introito.

Las ocho partes que integran la elegía vienen introducidas por una cita, y así dialogamos, como quien dice sin querer, con otros poetas que son, por este orden: Alfonsina Storni, Antonio Machado, Neruda, Vallejo, Manrique, Juan Ramón, Bergamín y Miguel Hernández; de este último nos lleva el pensamiento a un poema distinto del que no hay duda de que está en su pensamiento; se me antoja que en su mente martillea (y no lo cita, como si quisiera engañarnos) García Lorca: ¿cómo, si no, darle sentido al obsesivo “una mañana de septiembre” que recuerda a un no menos obsesivo “a las cinco de la tarde”? Como una letanía igualmente obsesiva pero más altisonante y machacona. El propósito de la elegía se recuerda en la primera cita como quien no quiere la cosa: “las cosas que mueren jamás resucitan”. Ahí está. Como el mundo del Hades condenado a no ser ya; la única forma de ser que tenemos es la memoria, y eso mientras dure; estos versos son un intento de estirarla para que se alarguen más en el tiempo a sabiendas de que, de una manera inexorable, desaparecerá. 



La primera parte tiene forma de elegía. Cuatro tiras de versos como un romance dividido en cinco partes, empiezan, menos la cuarta, de la misma forma: “una mañana de septiembre”; es la llegada de la muerte; sigilosa, y por lo tanto traicionera; de sobra la conocemos, y sin embargo nos sorprende; siempre. En el segundo fragmento la tristeza resignada (que por eso no se vierte en desesperación) se expresa con un par de antítesis: nos hundimos, y nos levantamos; creemos que somos héroes pero “nos fundimos en el barro”. En el tercer fragmento uno siente un eco del exaltado Canto a Teresa que nos viene de Espronceda:

Sigan viviendo otras personas,

el cosmos gire ensimismado,

las cosas tengan su criterio

las mentes sufran su descargo,

el tiempo fluya indiferente,

tensos se ubiquen los espacios.

Pero donde uno espera ese “que haya un cadáver más ¿qué importa al mundo?” nos encontramos con serenidad en la resignación, no con un llanto desesperado:

                                   Que seguiré con mi obsesión,

que seguiré con mi descaro.

El descaro de arrancarle el recuerdo al tiempo, para que quede y que el tiempo no pueda llevárselo.

            El cuarto fragmento del romance (ese que no reproducía la anáfora en el primer verso) es un eco de Epicuro: la muerte es la ausencia de sensación, y por eso:

                                   Solo nos queda un gran desierto

extenso y duro, enorme páramo

donde se pudren los sentidos

y prescriben los abrazos.

De vez en cuando (como en estos versos) un encabalgamiento viene a romper el ritmo para que sea menos machacón; y la quimera de vencer al tiempo se recuerda una vez más, convertido

                                   en un intento pertinaz

ilógico y desesperado.

            Ilógico: por lo tanto loco. Desesperado: pero contenido. En el último fragmento del poema se habla ya de locura y se asocia con la pasión. Y en un arrebato de locura se exalta el poeta en lo que parece un eco de Unamuno cuando llama a rescatar el sepulcro del Quijote:

                                   ¡Vayamos todos juntos, venga!

                                   ¡Vayamos todos juntos, vamos

                                   a recorrer aquellas sombras

                                   que inmovilizan nuestros pasos

                                   y en un alarde de pasión,

                                   desbaratados los sudarios;

                                   perdidos en un laberinto,

                                   en los negocios, despistados.

Y nuevamente la contención del poeta sujeta las bridas de esos versos que ya estaban listos para desbocarse, arrebatados por la pasión al control de las espuelas y las bridas.

            Sigue lo que puede interpretarse como una carta a Paco; una carta que abarca las dos partes siguientes. En la segunda el poeta se dirige a él reproduciendo los encabezamientos formales de las cartas de antaño:

                                   Paco, querido amigo,

                                   ¿qué tal te encuentras por ese otro lado?

Pero el formalismo inexpresivo se disuelve en el lugar donde vive el destinatario: el “otro lado”. Dos palabras intrascendentes introduciendo, por contraste, la trascendencia, ese lugar tremendo del que se habla como si no pasara nada. Y dice como si estuviera vivo: “llámame cuando puedas”. Es un intento de resucitarlo, revivir a un muerto es hablarle como si estuviera vivo, ése es el papel tan importante que tiene la ficción. La vida sigue. La primavera viene y nosotros “te reivindicamos”, porque “mantenerte” es lo mismo que mantenernos, “y no nos mantenemos, sin embargo”. La vida es el gran teatro del mundo y nos gustaría ser Calderón, pero desgraciadamente

                                   vivimos en la ausencia

                                   y morimos pidiendo un escenario.

Muy a pesar nuestro retumban en nuestra mente, con las palabras del poeta, las palabras con las que nos congelaba Alfonsina Storni: “todo ha terminado”. Y eso nos recuerda las exaltadas palabras de una tumba que hay en el cementerio ateo de la Almudena: “¡después de la muerte no hay nada!” 



            La tercera parte prosigue nuestro poeta el contenido de su carta. Ahora insiste en que “tú no puedes haberte ido” (lo que es, más que un hallazgo de la inteligencia, un esfuerzo de la voluntad; nuevamente Unamuno: creer en dios es querer que exista). Pero Paco no está entre nosotros como un holandés errante, si vaga por el mundo no es como un alma en pena, sino “como un alma sin pena”. “Dicen que tan solo eres polvo”, pero (parece decir el poeta) no me lo creo. Las certezas de la ciencia no sirven para redimirnos, al final sólo nos redimen los sueños; pero cuando soñamos en el fondo sabemos, por más que nos empeñemos en ignorarlo, que todo es sueño:

                                                                       (…) peleamos

                                   por parecer que todo sigue igual

                                   y nos disfrazamos de fe.

La obsesión por devolver la vida al muerto es “locura”, “ceguera”, de tu memoria solo quedarán “unos pétalos secos” (las flores que se marchitan en la tumba y se deshojan) y el nombre del muerto (puro nominalismo, pensemos en Umberto Eco: de la rosa, ese símbolo de la fragilidad de la vida, sólo nos queda su nombre). Mas sobre la inteligencia se eleva la voluntad:

                                    Recuerda al menos

                                   que quise eternizarte.

¿Y qué se empeña en eternizar el poeta? ¡La amistad! Ese sentimiento (Aristóteles y no Platón) que es “comunión de los espíritus”, “concordia de las mentes”: esperanza y no arrebato.

            En la cuarta parte concluye esta epístola imaginaria. Aquí resuena Miguel Hernández: “compañero, tú no has muerto”, que se renueva invirtiendo sus términos en la tercera estrofa: “tú no has muerto, compañero”. Son cuatro décimas en las que se vierte la nostalgia en un panteísmo entrañable:

                                   Tú no  has muerto compañero,

                                   estás inserto en las cosas;

                                   en plantas, en mariposas,

                                   en el abono terrero.

                                   Eres el humus certero

                                   que alimenta los sembrados.

¿Está también el aliento de Nietzsche? Es la tierra, no es el cielo; como los pies enormes de la estatua del pastor que, a la entrada de Segovia, parece que se hunden en el suelo. El cielo sólo engaña a la vida para después enterrarla, ¡fidelidad a la vida! ¡Quién sabe si el eterno retorno devolverá estas cenizas a la vida otra vez, como este panteísmo que se reivindica! 




            La quinta parte tiene nuevamente forma de elegía. Cinco fragmentos que empiezan todos con el mismo verso: “cuando un hombre muere”. Machaconamente. De manera obsesiva. Morir joven es más que una injusticia, es un crimen; “de lesa naturaleza”; que rompe las leyes de la física y comprime la razón, que no tiene respuestas. Morir sin dar de sí es luto, sin dejar nuestro sello, ésa es la deuda de la vida: y se expresa “con su impronta”, en los camaradas que quedaron vivos. Morir joven es un olvido de la historia; por eso, jugando con las palabras, la muerte injusta “es la historia del olvido”. Morir joven es, en fin,

                                   vivir en la ausencia

                                   buscando recuerdos

                                   que quieren vivir;

y no pueden; sólo podemos recrearnos en el dolor, como si quisiéramos disfrutar de la pena.

            Las dos partes siguientes son un soliloquio. Han sido precedidas en la parte anterior por un verso de Jorge Manrique. Y la meditación grave y seria de la quinta parte se vuelve ahora desenfadada e irónica, que es la forma barroca del desengaño:

                                   A la gente le da por morirse,

                                   es una costumbre absurda,

                                   cuando no suicida.

Se puede morir de amor, de pena y hasta de risa; se puede morir de éxito, de fracaso,

                                   algunos nacen muertos

                                   y otros mueren vivos.

Hay quien quiere morir y no le dejan, otros no quieren y se mueren. Al muerto, dice el poeta con ironía, todos le dejan de hablar: ¿y qué culpa tiene? Lo peor es la vida del que queda, pues

                                   nos dejaste medio muertos

                                    en los límites de la demencia.

            Estas meditaciones concluyen con una letanía. Muerte avariciosa. Muerte sibilante. Muerte maliciosa. Muerte tenebrosa. Muerte poderosa. Muerte codiciosa. Que nos llevas al olvido, que envenena los sueños y las semillas, que hace trampas en el juego, que agota las razones, que nos seduce sin freno, paradójicamente (dice el poeta)

                                   tan solo la nada

                                   no te pertenece.

Como si la hubiéramos podido vencer rescatando a los muertos del olvido.

            La elegía concluye con unos versos de arte mayor: endecasílabos; tercetos encadenados. Si empezó con un relato concluye con otro relato. ¿Qué fue para el poeta el amigo que murió? Un fiel amigo, una conversación en libertad, un compartir los sencillos placeres de la cerveza y el vino, un recuerdo de que la naturaleza ha ocupado el espacio de dios, y una bofetada en la cara propinada por la injusticia: que nos manda a criar malvas (“ya crías plantas”) y convierte la vida en barro, y borra (¿otra vez Nietzsche?), volviéndolas nebulosas, las fronteras del bien y del mal. La muerte hace pedazos la libertad, pues nos somete a su tiranía, pero nosotros nos vengamos de ella, aunque no sea en la realidad, sino en el deseo:

                                   Así el olvido no nos dé la espalda

                                   y vivo quedes en el pensamiento.

            El deseo se convierte en realidad. No es realidad más que lo que yo quiero. Voluntad. Nietzsche. Schopenhauer. Unamuno. Y una lucha denodada por rescatar la profundidad de los versos a las sonoridades fáciles de la estrofa que los transporta. Como en San Juan de la Cruz. Estas elegías a Paco (o más bien en singular, así: esta elegía), este lamento y estos versos son un recordatorio sencillo de cómo lo sublime puede discurrir por lo sereno; y el dolor se expresa de manera sencilla con la contención de los clásicos, así, sin molestar, sin dar voces ni hacer alardes, sin gesticular ni forzar el gesto, en una palabra: sin aspavientos.

            Demos la bienvenida a José Luis Bartolomé en la república de las letras. Y a su amigo Paco. Y quédese en nuestra memoria con esta elegía.

 


2 comentarios:

  1. Muy bonito.Paco no ha muwrto, pervivirá en el recuerdo y la memoria, incluso en los pequeños gestos y pensamientod cotidianos porque,al fin y al cabo, es donde viven los que se fueron al lotro lado.

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  2. Hermoso libro, palabras que me emocionan: "peleamos

    por parecer que todo sigue igual

    y nos disfrazamos de fe."

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