DIÁLOGOS LIBRES EN
TORNO A NIETZSCHE (1)
1.
No
se puede decir que un silencio recorriera la sala. Lo que sucedió más bien fue
que la sala estaba en silencio. El silencio que reina cuando uno viene dormido,
dispuesto a escuchar; cuando uno espera que se lo digan todo y no quiere
preguntas, sino respuestas; así estaban los alumnos cuando iban a clase. Juan
Luis ya no estaba para hacer experimentos que despertaran la participación de
los alumnos. Se limitaba a exponer lo que sabía, poniendo todo el énfasis de
que era capaz, haciéndolo atractivo, revistiéndolo de misterio; esperaba que la
curiosidad se despertase en los alumnos con la simple escucha de lo que decía,
con tal que su discurso no fuera un texto casposo, sino una apasionante
aventura.
Sin
embargo los alumnos no reaccionaban. Escuchaban con la pasividad del espectador
que viene al teatro para que la acción la pongan los actores, él ya ha tenido
bastante con poner el dinero. Los alumnos, sin embargo, no ponían ni el dinero,
porque la enseñanza era gratuita. Venían acostumbrados a que se lo dieran todo
sin que ellos pusieran nada para merecerlo.
Y
así, en aquel instante, la sala permanecía en silencio. No que se hubiera
quedado callada, es que no había empezado a hablar. No era silencio emocionado,
no la mente enmudeciendo sobrecogida cuando la pasión del verbo nos deja sin
voz. No: era el silencio del aburrimiento; de quien viene sin ganas de decir
nada y sale sin nada que decir. Y no porque su clase estuviese aburrida, sino
porque aquellos chicos nacieron aburridos y arrastraron la vida cargándola de
angustia; de la angustia que mana de la falta de interés, de la atonía que nos
llena de vacío, como se llena de aire la barriga cuando la inflamos de gaseosa;
el desánimo de la nada que poblaba el corazón de aquellos jóvenes,
acostumbrados a tener de todo sin luchar por nada; acostumbrados a no sentir
emoción, a contemplar una obra de arte como quien ve jugar a las cartas, a
aburrirse con la belleza, a ver veinte películas idénticas con los personajes y
lugares cambiados, a tragarse doscientos pokemon que no sirven para nada, con
sus características detalladas y bien aprendidas; luego son incapaces no ya de
aprenderse la tabla periódica de los elementos, sino de distinguir entre el sujeto
y el predicado.
No
sabría decir por qué, pero aquélla le parecía una generación perdida. Generación
perdida es la que no tiene de nada por culpa de la guerra, pero aquella se perdía
en la abundancia y nunca aprendió a valorar lo que tenía. Con una irónica
paradoja lo supo decir José Luis Bartolomé:
Lo tienes todo ganado,
pero eres un perdido.
Porque
nada de lo que tienes tiene valor. El mundo para ti es un gran decorado, un
escaparate donde puedes escoger de todo y nada te cuesta. En verdad era aquélla
una generación perdida. Y la gente no lo reconocía. Sólo reconocemos la pérdida
de lo que vemos, la pobreza de no tener nada, la ausencia de las cosas que se
ven y tocan, la ausencia del cuerpo. Pero aquella generación sufría de tener de
todo, y era la pobreza de tener lo que no reconocían como pobreza. Sí, aquello
era una pobreza de espíritu. Habían alimentado su alma con desgana, con
aburrimiento, con desinterés, y aquel sentimiento se convertía en desprecio;
sus ademanes eran desdeñosos, su conducta intercambiable, y el no creer en nada
había hecho de ellos unos rebeldes sin causa. Sólo creían en el dinero:
Adiós,
papá, adiós, papá,
consíguenos
un poco de dinero más.
Se
reían con la canción de los Ronaldos. Aquel nihilismo había hecho de ellos unos
seres desalmados; vivían del cuerpo, pero habían perdido el alma. Y el cuerpo,
aunque ellos no lo supieran, tenía su alma también; su culto al cuerpo era
vivir sin cultura corporal, entregados a la dejadez de los gimnasios, de la
cosmética, de las dietas inconscientes, de los anabolizantes; del alcohol sin
tino, las borracheras, las pastillas, la coca, las carreras por la noche, las
peleas grabadas en el móvil, la nada. Vivían en un mundo que les habían
regalado al nacer y ellos eran incapaces de apreciar; como despreciaban los
viajes del instituto porque eran gratis, porque no les costaban nada; porque
les abrían los ojos a la cultura y ellos sólo entendían de cultos; y sus
maestros los abofeteaban con aquella otra deformación no menos perversa del
culto a la cultura. Entre la vida desalmada de unos y la de los otros, los
autobuses iban vacíos. Pero había que pagarlos. Y no eran ellos los que los
pagaban. Ni los otros ni los unos. También los maestros estaban acostumbrados a
que las cosas fueran gratis.
Por
eso no se podía decir que la sala la recorriera el silencio. Es que el silencio
estaba en la sala y los alumnos habían escuchado, pero no tenían nada que
decir. No tenían costumbre de pensar lo que decían, no eran productores de
pensamientos sino consumidores de ideas. Juan Luis tan sólo había preguntado:
-¿Qué
quiere decir “ser bueno”?
Y
ante su insistencia, algunos empezaban a decir: “portarse bien”; “ser bien
pensados”, decían otros, y otros corregían: “hacer bien las cosas”. Tuvo que
intervenir el profesor:
-Os
he pedido el significado de un adjetivo, y vosotros me dais la misma palabra
convertida en adverbio. “Ser bueno” y “portarse bien” contienen la misma
palabra; “bien” replica el significado de “bueno”, y eso no sirve para nada; es
como si me dijerais que lo blanco es la blancura.
Entonces
intervino Adriana, que tenía una lógica muy incisiva:
-Lo
importante no es el adverbio, sino el verbo. Ser bueno es obrar bien, pensar
bien y trabajar bien.
-De
acuerdo, pero hay mezclados dos problemas y tenéis que ayudarme a
distinguirlos. No basta con obrar, pensar y trabajar para ser bueno; para ser
bueno hay que obrar, pensar y trabajar bien. Pero ¿qué significa la palabra
“bien”? No me digáis que lo mismo que “bueno”, porque entonces estaremos dándole
vueltas a lo mismo.
Hubo
un silencio, y esta vez sí fue de perplejidad.
-¿Qué
significa “ser bueno”? Seguramente “ser” es al mismo tiempo obrar, pensar y
trabajar; pero ¿qué es ser “bueno”?
Un
silencio recorrió la sala. Ahora sí.
-Os
daré pistas –dijo Juan Luis para ayudarles a salir del atolladero-. Algo podría
ser bueno si nos gusta; si nos atrae; si es deseable.
Ahora
el silencio significaba “sí”; “estamos de acuerdo”. Juan Luis los sacó ahora
del conformismo. Buscó ejemplos en los que no estuvieran de acuerdo todos;
buscó contraejemplos.
-El
chorizo nos gusta. La droga nos atrae. Deseamos hacer el vago. Pero no todos
estamos de acuerdo en que todas esas cosas sean buenas.
Juan
Luis recurrió al libro de Savater. Quiso zanjar así la cuestión, porque éste no
era el debate que le interesaba.
¿Estaréis
de acuerdo en que es bueno todo lo que no nos hace daño?
El
sí de la respuesta fue unánime en los alumnos.
-Pero
si yo ahora os pregunto que qué es el daño vosotros me lo relacionaréis con el
dolor. Y si os pregunto por el dolor me diréis que es el sentimiento del daño.
Y si os apuro un poco más, me diréis que es el sentimiento del mal. Y si
queréis saber lo que es el mal, contestaréis que lo contrario del bien; y ya
estamos liados otra vez; no salimos del círculo vicioso.
Juan
Luis ahora tomó carrerilla. Él tenía la sartén por el mango y los chicos ardían
en deseos de saber cómo salir del atolladero.
-Es
bueno lo que produce placer. Y malo lo que produce dolor. El mal es lo
contrario del bien como el dolor lo es del placer, y lo contrario del placer y
el dolor es la indiferencia; a menos que penséis que la indiferencia es ya una
forma de dolor. Ahora recurriremos a Savater; un placer es malo cuando te quita
la posibilidad de disfrutar de los otros; la borrachera se disfruta mientras te
estás emborrachando, pero luego te pierdes la fiesta, vomitas y te queda la
resaca. Pero volvamos a la pregunta que os hice: ¿qué significa ser bueno?
El
silencio fue de nuevo el mensajero de la perplejidad. Pero Adriana, que sabía
escarbar para buscar petróleo, dijo:
-Bastará
con que tomemos las definiciones que acabamos de hacer. Ser, según hemos dicho,
es obrar, pensar y trabajar. Bueno es lo que se disfruta sin perder la
capacidad de disfrutar después. Si unimos estas dos definiciones tendremos la
respuesta a lo que preguntas; ser bueno será obrar, pensar y trabajar sin
perder nunca la posibilidad de seguir disfrutando.
Un
suspiro de admiración recorrió las mesas donde se sentaban los alumnos. La sorpresa
se notó en sus bocas abiertas. Juan Luis, acostumbrado a las piruetas
dialécticas, no perdió tampoco su capacidad de sorprenderse; y le aplaudió la
idea. Acto seguido pasó a comentarla.
-Si
yo trabajo bien soy un buen trabajador; un buen carpintero si hago buenas
sillas, por ejemplo. Si pienso bien seré un buen pensador; en este caso un buen
filósofo. Pero si obro bien seré bueno a secas. Una buena persona. Pues bien,
ahora que estáis satisfechos os contaré algo que me pasó hace muchos años. Tenía
yo la edad que tenéis vosotros ahora, y acababa de terminar el bachillerato. Yo
era bueno en latín y en griego. Un compañero me pidió que le diera clases y se
las di gratis. Y otro compañero, cuando se enteró, me dijo que yo era bueno.
Añadió en seguida que no me lo decía como un cumplido. Al llamarme bueno me
estaba llamando...
-...
tonto –respondió Raúl, que las cazaba al vuelo.
-Efectivamente
–concluyó Juan Luis-. Bueno también significa tonto, y tonto es el que se
pierde la fiesta por estar ayudando a los demás; como la borrachera es la
tontería del vino, así también la tontería es la borrachera del bien. Si es
bueno lo que no te quita la posibilidad de disfrutar del resto de las cosas
buenas, privarse del bien por ayudar a los demás no puede ser cosa buena; aquí
entronca la filosofía de Nietzsche.
Se
paró, miró a los alumnos que estaban sentados y comprobó en sus miradas que se
había despertado el interés. Prosiguió tranquilo.
-La
filosofía de Nietzsche es un alegato contra la moral: la moral entendida como
forma de desvivirse por hacer el bien. Desvivirse; dejar de vivir. Si lo bueno
te quita la vida no puede ser bueno. El sacrificio de sí mismo en aras de los
demás es un absurdo; ¿tiene acaso más valor la vida de los demás que tu propia
vida? Eso del amor cristiano, que sufre para gozar después de la muerte, no
tiene sentido. La caridad que te doblega no es buena, porque no es caridad
contigo. El amor al prójimo no está mal, siempre que no se asiente sobre el
amor propio, sobre el desprecio de sí mismo; pues el amor propio no es esclavo
del amor al prójimo como yo no soy esclavo de los demás. El amor, el bien, la
vida, son buenos si no se suicidan. El sacrificio sólo tiene sentido si es en
aras de un bien que se disfruta antes de morir; siempre que ese beneficio tenga
más valor que los bienes que sacrificamos para llegar a él. Ahí está Nietzsche.
Nietzsche no desprecia el amor, la generosidad, la solidaridad con el mundo; lo
que desprecia es el sacrificio de la vida en el altar de la muerte, que vale
menos; y después de esta vida ya no hay más. Dejar de vivir esta vida pensando
en la otra no es soltar el pájaro de la mano por cazar los ciento que vuelan:
es que no hay pájaros volando por el cielo, y el único que existe es el que
tenemos en la mano. La vida es placer, sí, pero placer que requiere sacrificio:
la vida es lucha; y la lucha por la vida se empeña en las cosas buenas que hay
antes de morir; después habrá otras cosas, pero ya no será para nosotros; serán
para otros seres que hayan empezado a vivir después. Nuestra vida existe antes
de morirnos, y no podemos acceder a ninguna otra vida que no sea para seguir
viviendo después; vivir nuestra vida es vivir lo que ya nos ha pasado; será
nuestro eterno retorno.
2.
Intuición e
inteligencia: lógica y razón.
El
eterno retorno... y las miradas se hundían en el ensueño. Nietzsche era el
apóstol del eterno retorno, y nadie lo entendió. Porque no se expresaba bien.
-Bueno,
hay que ir con cuidado cuando se habla así. Nietzsche se expresaba muy bien,
pero lo hacía con metáforas; y la metáfora, a diferencia del concepto, hace
vivir las cosas que se dicen, y vivir es entender. Con el concepto se entienden
las cosas sin vivirlas, y eso, valga la paradoja, es vivirlas. Con la metáfora
vivimos las cosas aunque no las entendamos con la cabeza; pero las entendemos
con el corazón; y con las tripas.
-No
entiendo nada –interrumpió Roberto.
Juan
Luis lo miró con el verbo interrumpido, y después hundió sus ojos en el vacío;
como cuando quería buscar una idea y la perseguía por las nieblas de la
conciencia.
-¿Cómo
te lo podría explicar?... Mira, imagina que tienes que explicarle el color
verde a un ciego; si perdió la vista en un accidente, todavía se acordará del
color; pero si nació ciego no habrá visto el verde en su vida. ¿Qué le dirías
para que lo entendiera? ¿Que el verde es el color que hay entre el azul y el
amarillo en el arco iris? ¿Le hablarías de su frecuencia y su longitud de onda
para que lo entendiera? ¿Lo entendería si se lo explicaras así?
Roberto
abrió la boca sin contestar, como se quedan los que se quedan perplejos.
-Si
te dice Descartes que el color aparece en el arco iris cuando tu mirada, el
agua y el sol forman un ángulo de 50 grados, ¿entenderías tú lo que es el arco
iris? ¿Te darías por satisfecho?
Roberto
tardó un poco en contestar, y contestó sin estar seguro.
-¿Qué
te faltaría? –continuó Juan Luis-. ¿Qué necesitas saber que no te muestra la
explicación del ángulo y los grados? ¿Por qué no tienes la sensación de haber
comprendido?
Roberto
buscaba en su mente sin encontrar. Juan Luis le ayudó con otro ejemplo.
-Fíjate:
los electrones giran en torno al átomo en distintos niveles. Imagina que un
nivel es una órbita, o un orbital, eso ahora nos da lo mismo; figúrate que cada
órbita es una camino y que cada camino contiene un vehículo de dos plazas; por
cada camino, por tanto, sólo puede circular un máximo de dos electrones. Si
aparece un tercer electrón tiene que buscarse otro vehículo que irá por otro
raíl, por otro camino, no pueden subir tres electrones en el mismo coche, no
hay sitio para tanto. ¿Lo entiendes?
-Sí,
es fácil de entender: está claro.
-Pero
con esta explicación ¿entenderías del todo la realidad del electrón en el
átomo?
-Para
nada.
-¿Por
qué? ¿No dices que lo has entendido?
-Sí,
he entendido que si por un camino sólo pueden circular dos, no es posible que
pasen tres; pero lo que no entiendo es por qué no pueden circular más de dos.
-Exactamente.
Lo mismo pasa con el arco iris. Tú entiendes que cada color tiene su ángulo,
pero ¿por qué ese ángulo precisamente? Tú entiendes que, partiendo de unas
premisas, se dan obligatoriamente unas conclusiones. Pero ¿por qué hay que
admitir esas premisas? ¿Por qué no pueden ser otras? ¿Siempre hay que aceptar
el punto de partida?
-Sí,
sí, estás en lo cierto. Es como si tu padre te dice “¡esta noche a las doce en
casa!” Si aceptas esta imposición llegarás a determinadas consecuencias, ¿pero
por qué tienes que aceptarla? ¿No puedes imponer tú otras condiciones?
-¡Pues eso es
lo que os quería decir! –exclamó Juan Luis con alegría-. Una ecuación
matemática, una descripción geométrica, te hacen entender las cosas desde un
determinado punto de vista; pero si cambiamos el punto de vista la ecuación y
el dibujo varían; habrán servido para que entendamos una perspectiva, pero no
otras de las muchas perspectivas desde las que se puede enfocar el problema. Un
matemático te explica las cosas desde un punto de partida que, sin querer,
aceptamos. ¿Pero y si quieres entender esas mismas cosas desde una óptica
diferente? ¿O independientemente del enfoque que le demos?
Juan Luis
respiró. La respiración se hace presente, se insubordina, se impone, cuando uno
la contiene para dejar pasar la inspiración.
-Cuando os
hablo del modo de entender las cosas, os recuerdo que hay dos: uno es con la
cabeza; el otro con el corazón. A la cabeza se llega con el concepto; al
corazón, con la metáfora. Son dos ópticas diferentes, dos perspectivas; la
cabeza entiende las cosas en el espacio, y el corazón las entiende en el
tiempo. Cuando la cabeza quiere entender el tiempo lo parte en trozos y
extiende cada uno en un lugar del espacio; asó lo entendía Bergson. El corazón,
sin embargo, no entiende las cosas separándolas en partes, pero entiende el
conjunto. Entender un conjunto sin entender las partes es intuición, entender
las partes sin entender el todo es inteligencia. La intuición y la inteligencia
son formas de la razón. La inteligencia comprende las cosas en sus límites,
pero no entiende por qué hay límites, ni por qué hay unos límites y no otros;
la intuición se salta los límites y vive lo que entiende, pero lo ve todo
borroso; su entendimiento es difuso.
Ahí los chicos
se perdían, y Juan Luis era consciente de ello. Pero se dejó llevar por el
numen, que le estaba haciendo descubrir cosas nuevas; o perfilar cosas que
intuía desde hacía tiempo, no sabría
decirlo. Pero aquél era un momento creativo en sus clases. A veces le
pasaba. Explicaba cosas poniéndose en le mente de los chicos; pero al hacerlo,
a veces las ideas se encadenaban solas y cobraban vida: y fluían. Su flujo era
entonces creación como brota el agua de la tierra, como manan en la mente las
ideas, como surge la luz desde las sombras; haciéndose manantial. Aquellos
momentos tenían algo divino. Subyugaban a Juan Luis con su potencia. Llenándolo
de energía, en una especie de éxtasis que une la idea con el corazón. Juan Luis
se dejaba llevar por aquellos arrebatos dialécticos a pesar de que sabía que
sus alumnos no lo entendían; pero había que dar a luz corazonadas e ideas y
aquello requería su tiempo. Luego, cuando sentía que había terminado el parto,
volvía a la realidad. Regresaba de nuevo con sus alumnos.
-Perdonadme.
Sé que todo esto que acabáis de oír es ininteligible para vosotros. Rebobinemos
la película y volvamos al principio. Os quería explicar por qué Nietzsche se expresaba con imágenes mientras
otros se han expresado con conceptos. Platón, el gran adversario de Nietzsche,
también se expresaba con imágenes: con mitos, con metáforas, con vivencias.
Curioso, ¿no? Pues bien, la metáfora surge cuando queremos entender las cosas
más allá de lo que el concepto lo permite; entonces recurrimos al lenguaje
poético, que nos hace sentir lo que no entendemos. Sentir, aunque sea no
comprendiendo, es una forma de comprender. Se comprenden las cosas con el
corazón, viviéndolas; metiéndote en ellas, no contemplándolas desde lejos. Por
eso el lenguaje poético, que es más difícil de entender, parece fácil porque lo
muestra todo como si fuera un juego de palabras, como si ese juego fluyera al
margen de la razón, pero no es verdad. Nietzsche decía que lo suyo era
irracional, pero no es cierto. La vida, que es lógica y sensibilidad, no se
puede entender sólo con la lógica. Las razones del corazón podrán perecer
ilógicas, pero no irracionales. Hablar es siempre expresarse con la razón; o de
lo contrario no hablamos, sino que gritamos. Los seres humanos, decía
Aristóteles, tienen palabra: a diferencia de los otros animales que sólo tienen
voz. El ser humano es un animal que habla. Unos filósofos, como el propio
Aristóteles, hablaban con la lógica de los conceptos, y sus palabras eran
ordenadas, claras y precisas; y aunque fueran complicadas, se entendían bien.
Otros, como Platón, hablaban con la intuición de las imágenes, y sus palabras
parecían más hermosas y sencillas, pero todo era más complicado: porque no
seguían un hilo claro y preciso, aunque tuvieran su orden; pero era un orden
misterioso y escondido, un orden que el lector no encontraba señalizado, un
orden que el lector tenía que encontrar. El lenguaje poético, que es mucho más
bonito, nos permite entender muchas más cosas, pero con mucha mayor dificultad.
Nietzsche no escribía como Aristóteles. Escribía como Platón.
Y Juan Luis se
corrigió mentalmente cuando lo estaba diciendo. “No exactamente”, se decía a sí
mismo. “No exactamente”. Pero para aquellos chicos aquellas palabras bastaban.
No estaban listos para entrar en aguas de mayor profundidad.
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