viernes, 30 de octubre de 2020

 

 

 

 

DICCIONARIO DE FILOSOFÍA 

FILOSOFÍA 

            El alma. ¿Qué es el alma? Algunos dicen que es el conjunto de todo lo que pensamos, sentimos o recordamos. Pero no, dirán otros. Mis pensamientos están en el alma, pero no son el alma. Mis sentimientos están en el alma, pero no son el alma. Mis recuerdos están en el alma, pero no son el alma. Mis pensamientos son como las guindas de un pastel; mis sentimientos son los trozos de piña; mis recuerdos, pepitas de chocolate; si quito las guindas, la piña y el chocolate, debajo está el bizcocho, que es la base del pastel; y si quito los pensamientos, los sentimientos y los recuerdos debajo está el alma, que es la base de lo que soy. Pero hay una diferencia: el bizcocho lo podemos ver; el alma, no. El alma no es más que una hipótesis cuya presencia no se puede materializar en algo que podamos ver, oler, oír y tocar. El alma no es más que una conjetura que no forma parte de nuestra experiencia, sino de nuestra imaginación; yo no percibo el alma, sino que la imagino; o la pienso y la deduzco, pero no puedo verla. Las cosas que no se pueden ver, oler, probar, oír ni tocar no pueden ser estudiadas por la ciencia, porque no podemos hacer experimentos con ellas: decimos que forman parte de la filosofía. Si nos atenemos al método hipotético-racional, podemos observar cosas animadas y explorarlas, podemos especular sobre ellas iluminándolas con nuestras conjeturas para enfocar nuestros pensamientos con ellas, pero no podemos comprobar si esos pensamientos nuestros corresponden a cosas que estén en la realidad; es decir podemos tener experiencias de las cosas, pero no podemos experimentar con ellas; podemos observar indicios pero no podemos hacer observaciones controladas. No podemos meter el alma en un laboratorio para estudiarla bien, porque el alma no es observable.

            Lo mismo pasa con la muerte. ¿Qué es la muerte? Epicuro decía que es la ausencia de toda sensación; cuando dejamos de ver, oler, gustar, oír y tocar, y sentir placer y dolor y miedo y sentirnos en equilibrio, es que estamos muertos; pero un sordomudo que además haya nacido ciego, y que, por causa de una gripe, haya perdido los sentidos del gusto y del olfato y que además haya sufrido lesiones en el oído interno ¿tendríamos derecho a decir que está muerto? Más tarde se pensó que sólo se podría certificar la muerte mediante un electrocardiograma plano: pero hubo fenómenos catalépticos que incitaron a dar por muertas a personas que luego resucitaron en el momento en que las iban a enterrar. Por eso hoy se piensa que la muerte es un electroencefalograma plano, que sólo se ha producido la muerte de alguien cuando hemos podido constatar que hay muerte cerebral. Pero podríamos seguir pensando que hay algo de nosotros que sigue vivo aunque el cerebro estuviera muerto, algo que sería el alma; y que no dejaría de existir aunque no detectáramos su presencia lo mismo que existe la torre Eiffel aunque yo no la haya visto. Los científicos dirían que esto son cosas de charlatanes, pero los filósofos se seguirían preguntando: ¿y por qué? ¿No hay cosas que existen más allá de los sentidos? ¿Existen percepciones extrasensoriales? ¿Qué es la telepatía? ¿Existen realmente las fuerzas a distancia, como las que postuló, pero no demostró, Newton? 

            Las cuerdas. Hoy día se está intentando unificar la relatividad con los fenómenos cuánticos y lo hacemos con una teoría de cuerdas, pero ¿existen las cuerdas? ¿Alguien las ha visto, oído o tocado? Las partículas subatómicas dejan rastros en las placas fotográficas de los grandes aceleradores, pero ¿alguien ha visto rastros fotográficos, sonoros o de otro tipo dejados por las cuerdas (o, para ser más precisos, las supercuerdas)? No. Las supercuerdas son objetos teóricos forjados por los cálculos, no por la observación; y sirven para iluminar nuevos cálculos que explicarán otras partes de la realidad, pero ningún experimento puede detectarlas hoy. ¿Quizá en el futuro podríamos diseñar experimentos para detectar supercuerdas, aunque fuera de manera indirecta? Es posible. O no. Pero mientras eso ocurra las supercuerdas son entes que no hemos sacado de la experiencia, sino de la especulación matemática; pero de unas matemáticas alejadas de la experiencia, que no son euclídeas, ni tampoco riemannianas, y por tanto podríamos preguntarnos si esas matemáticas tan alejadas de nuestra experiencia sirven para explicar fenómenos empíricos. Mientras tanto los físicos que se ocupan de la teoría de cuerdas serán tachados de charlatanes por los otros físicos, o lo que es lo mismo de teóricos, de metafísicos. Para decirlo con otras palabras: la teoría de cuerdas es hoy filosofía, no ciencia.

            ¿Y qué decir de dios? Hay una canción de Violeta Parra que habla de Valentina Tereshkova, la primera mujer astronauta. Dice que si dios está en el cielo, y si ella viajó al cielo, tendría que haber visto a dios: pero no lo vio; por lo tanto dios no existe. Lo que podría haber sido una prueba irrefutable de que dios no existe no es ni siquiera una broma, porque ¿cómo explicarlo? Si yo llego a Segovia y sólo veo los arrabales no puedo volver a Madrid diciendo que no existe el acueducto; tendría que venir a Segovia otra vez y penetrar en su interior hasta dar con él. Del mismo modo Valentina Tereshkova no puede decir que dios no existe cuando sólo exploró un trozo de espacio que no llega ni a la luna; tendría que ir más lejos: a Saturno, a Plutón, fuera del sistema solar, al ojo de la galaxia, más allá de la Vía Láctea, fuera de nuestro cúmulo de galaxias… ¿hasta dónde? Si el universo fuera finito se tardaría mucho en recorrerlo pero al final tal vez podríamos decir que dios no existe si no lo vemos: a menos que estuviera jugando al escondite con nosotros; pero si fuera infinito nunca terminaríamos de recorrerlo, y por lo tanto nunca lo podríamos demostrar. La cuestión de dios no pertenece a la ciencia porque está fuera de nuestra experiencia, y por tanto nunca podríamos hacer experimentos con él. Pertenece a la filosofía. Ni siquiera a la religión, porque la religión nos obliga a creer en él y con la fe no podemos hacernos preguntas; pero la filosofía (que, al igual que la religión, empieza con el asombro) avanza gracias a la duda, y la duda es esa sed de preguntar que no se sacia.

            ¿Y de la justicia? ¿Qué podríamos decir? Que queda fuera de nuestra experiencia, porque no hay ni un solo juzgado, ni una teoría, ni una experiencia donde podamos observarla. Se ha dicho que justicia es dar a cada uno lo suyo, pero ¿cómo saber lo que es suyo? ¿Nos pertenece lo que ganamos, o también lo que hemos heredado de nuestros padres? Y en este segundo caso ¿es justo que herede el hijo mayor y los menores se queden sin nada? ¿O es más justo que hereden todos a partes iguales? Y si es así, ¿hay que vender la casa para repartirnos su valor? Pero entonces nos quedamos sin casa. Si un alumno hace el vago pero aprieta en el último mes ¿es justo que apruebe? Y si otro alumno con dificultades, pero con tenacidad, consigue aprobar al final pero siempre antes ha estado suspendiendo ¿merece el aprobado? Y si nos atenemos a los hechos, ¿no es lo mismo su expediente que el del alumno vago del que hemos hablado antes? ¿No contienen los dos las mismas notas? Aprobar a uno y suspender al otro ¿sería justo? ¿No sería un agravio comparativo? Una vez más, no parece posible diseñar un experimento con el que podamos comprobar la existencia de la justicia. El derecho no es una ciencia porque la justicia no es observable: sería filosofía; filosofía práctica, porque no se ocupa de lo que son las cosas sino de cómo deben ser. 

            El alma, la muerte, las supercuerdas, dios o la justicia son entes inobservables. No pueden ser estudiados por la ciencia, puesto que de las  cuatro partes del método hipotético-racional (observación, hipótesis, predicciones y contrastación) le falta la última: este método amputado de su último paso da lugar a la filosofía; la filosofía es el estudio de todo lo inobservable y es, por tanto, una actividad especulativa: la que piensa a partir de la realidad pero no puede ver realidad en sus pensamientos; aunque siempre es posible conjeturar si podemos hacerlos realidad; no podemos ver si nuestros pensamientos sobre el alma corresponden a la realidad del mundo, pero sí podemos intentar hacer realidad nuestros pensamientos, nuestros ideales, nuestras utopías; aunque todos los ideales hasta la fecha (Platón, Jesucristo, Don quijote, Marx) hayan fracasado.

            Ya sabemos lo que es la filosofía. La podemos definir por su método y por su objeto de estudio; su método es el de una ciencia sin experimento, y su estudio se ocupa de lo inobservable. ¿Podemos observar el fuego y experimentar con él? Eso es ciencia. ¿Podemos observar el alma y experimentar con ella? Eso es filosofía. Todo lo que hace la ciencia le sirve a la filosofía, pero parece que la filosofía no le sirve a la ciencia para nada. ¿O sí? Lo que hicieron Einstein, Heisenberg, Schrödinger, y hasta el propio Newton ¿no es también filosofía? Todas las ciencias ¿no contienen partes empíricas, propias de la ciencia, y partes inobservables, propias de la filosofía? Es una cuestión de proporción. Podríamos decir a primera vista que en Newton hay más ciencia que filosofía, pero en Einstein la cosa no parece tan clara; la parte especulativa de Einstein probablemente sea mucho mayor, pero sigue siendo una parcela pequeña en comparación con su contenido científico.  

            La filosofía es necesaria para darle ideas a la ciencia. Para darle alas. Cuando la abstracción provocada por la ciencia traspasa la barrera de lo observable debe encomendarse a la filosofía. Y lo que hoy es filosofía puede mañana convertirse en ciencia: o seguir siendo filosofía si su contenido es tan profundo que no hay ciencia que pueda abarcarlo. Los tres rasgos de la filosofía son, de momento, la especulación, lo inobservable y la profundidad. La especulación hace referencia al método; lo inobservable tiene que ver con la naturaleza; y la profundidad es una mezcla de los dos. Donde se ve bien esto es en la filosofía de María Zambrano.

            Los primeros filósofos pensaron que detrás de las apariencias de la naturaleza y dentro de ella hay una naturaleza inobservable. Es como el bizcocho del pastel. La naturaleza está hecha de cosas que se pueden observar (los fenómenos) y cosas que no aparecen en la experiencia (los inobservables). Los mitos ponían todo lo inobservable fuera de la naturaleza, en manos de los dioses: eran cosas sobrenaturales. Pero cuando empezamos a pensar que lo inobservable no era sobrenatural sino que estaba dentro de la naturaleza, entonces empezó la filosofía. La filosofía prescindió de los dioses. Y cuando Tales de Mileto decía que la naturaleza está hecha de dioses lo que quería decir es que se mueve sola: era sólo una metáfora. La naturaleza (physis) está hecha de materia (hylé) dotada de movimiento (zoon): hilozoísmo decimos hoy, y no animismo; porque el animismo da a entender que las fuerzas que hay en las cosas son sobrenaturales; el hilozoísmo no. 

            Los fenómenos de la naturaleza están hechos de partes que se pueden dividir en otras partes. Pero debe llegar un momento en que las partes más pequeñas ya no se pueden dividir más: son los elementos. Hoy sabemos que hay muchos elementos y los hemos identificado en la tabla de Mendeleiev. Pero Tales pensaba que sólo había uno: el agua. ¿Por qué lo pensaba? Porque lo sacó de la experiencia; Tales vivía en Mileto, que era puerto de mar; si se los saca del agua los peces mueren; acaso observó también que envejecer es deshidratarse, porque nos salen arrugas y nos secamos, y los cadáveres al final son cuerpos totalmente secos; además, Tales entró en contacto con Mesopotamia, donde conoció la tradición legendaria del diluvio. Tales se equivocó, porque el agua no es un elemento, sino un compuesto de hidrogeno y oxígeno; pero también nos equivocamos nosotros: porque llamamos elementos a los átomos que se pueden dividir en partes (“a” en griego significa “no”, y “tomos” quiere decir “partes”, como cuando una enciclopedia la dividimos en partes y cada una es un tomo; pues bien, “átomo” quiere decir que no tiene partes, que no se puede dividir; sin embargo los átomos de Mendeleiev los podemos dividir  en electrones, protones y neutrones, y éstos a su vez los dividimos en quarks). De modo que si Tales se equivocó llamando elemento a un compuesto, tampoco nosotros hemos avanzado mucho, porque llamamos átomos a unos trozos de materia que siguen siendo divisibles.

            El agua de Tales no es el agua del mar, ni la que hay en nuestras lágrimas, ni la que tienen los peces; es una naturaleza que hay dentro de nosotros, como la sustancia de la que está hecho nuestro cuerpo, aunque cuando miramos cuerpos no la veamos. El agua de Tales se puede ver en los ríos, mares y lagos, y también en las lluvias, pero es invisible cuando la buscamos dentro de los cuerpos; a este nivel el concepto de agua es una abstracción, casi una metáfora; el pensamiento de Tales dio un salto de gigante al fabricar un concepto con las apariencias. Y eso es la filosofía. Es filosofía porque el concepto de agua surgió de la observación de los fenómenos del agua, pero no dio lugar a otros conceptos que a su vez se pudieran observar: le faltaba, pues, el experimento; por eso no era ciencia.

            Hoy tenemos aparatos para observar lo que en tiempos de Tales era invisible: tenemos microscopios, espectrógrafos, máquinas electrolíticas; Tales no tenía nada de eso. En su caso llamamos filosofía al estudio no científico de las proposiciones científicas, pero en realidad lo que hacía Tales era ciencia sin aparatos; sin los aparatos adecuados; del mismo modo a la técnica rudimentaria la llamaban magia.

            Anaximandro dio un paso al frente y fue más lejos que Tales. Pensó que si el agua que había en los cuerpos era inobservable, no tenía sentido llamarla agua; la llamó naturaleza indefinible (en griego, “ápeiron”; ya hemos visto que “a” significa “no” y “péras” quiere decir “límite”, “fin”; el ápeiron es lo ilimitado, lo indefinible). De modo que la naturaleza tiene dos niveles: por un lado están los fenómenos aparentes y observables (el agua está entre ellos) y por otro lo que no se puede observar (el ápeiron, al que Tales llamaba “agua”). En consecuencia, Tales imaginaba el mundo como una corteza flotando en un mar de agua, y Anaximandro como una esfera flotando en un mar de ápeiron (que no era exactamente el vacío, sino una sustancia sutil parecida al aire; al ápeiron, Anaxímenes lo llamaría aire). Pues bien, el pensamiento de Anaximandro contiene partes científicas y partes que no lo son; es científica su concepción del mundo como una esfera porque hoy podemos mandar naves al espacio y comprobarlo; pero no lo es su conjetura sobre el ápeiron, porque ni los mejores microscopios electrónicos son capaces ce ver ápeiron en los cuerpos). A ambos aspectos de su pensamiento, tanto la ciencia sin aparatos imprescindibles como la parte no científica, nosotros los llamamos filosofía.

            Así se fueron construyendo los primeros sistemas filosóficos, las primeras explicaciones del mundo, las primeras cosmologías: las que habían dejado ya de ser mitológicas, pero tenían, flotando en un mar especulativo, semillas de ciencia que todavía no podían fructificar. Se ha dicho que cuando salgan todos los gérmenes científicos que hay en la filosofía la filosofía dejará de existir: no; porque junto a esos gérmenes hay problemas inexplicables que la ciencia es incapaz de resolver; problemas como el alma, la materia, el infinito, dios, la justicia, la belleza, el universo, la materia, el infinito, la naturaleza oscura… Misterios insondables que van más allá de la ciencia, y que conforman una sabiduría que se construye “toda ciencia trascendiendo”, para decirlo con palabras de San Juan de la Cruz. Dolencias de amor que no se curan sino con la presencia y la figura, pero “apártalas, amor, que voy de vuelo”. Allí nos encontramos con las razones del corazón que la razón no entiende, y nos topamos con Pascal; y con conatos o impulsos o instintos que se juegan en la frontera de lo inexplicable, y nos encontramos con Spinoza, Nietzsche, Schopenhauer y hasta el mismísimo Kant; y si nos acercamos a la comprensión de la naturaleza también nos toparemos con cosas incomprensibles que no pueden explicar ni las fuerzas distantes de Newton, ni los campos de fuerza, ni las discontinuidades cuánticas, ni siquiera la teoría de la relatividad.


                                            

viernes, 23 de octubre de 2020

 

 

LA VENTANA DE CRISTAL

3. De los sueños.

            Un asno no será nunca un caballo. Ni un mulo será un asno. Ni podrá un animal tener branquias y a la vez pulmones. Ni podrá la humanidad volar porque no tiene alas, ni bucear porque no tiene agallas, ni correr porque no tiene patas; la humanidad no tiene el vuelo de los pájaros ni la vejiga de los peces ni las patas del guepardo, pero puede conseguirlo todo si imita a los pájaros, a los guepardos y a los peces; los sueños se hacen realidad si se fijan en la naturaleza, no en la magia de los charlatanes.

            Gengis Khan pasó de pastor a rey como la bellota se convierte en encina; David venció a Golitah como el débil vence al fuerte; Napoleón pasó de soldado a guardián de la república, y Miguel Hernández fue pastor y poeta como el genio del poeta sale de dentro y crece. La humanidad no vuela, pero construye aviones; no nada como los peces, pero construye submarinos; y no corre como el guepardo pero construye bólidos.   

            Estamos hechos del mismo material que los sueños. Los patitos son feos porque algún día se convertirán en cisnes y el grano de mostaza siempre acabará convertido en árbol. El futuro es el espejo del pasado y si un peón se ve como álfil, algún día será un álfil; también los albañiles se pueden convertir en arquitectos; y los pobres en reyes.


 

viernes, 16 de octubre de 2020

DE LA DEMOCRACIA ARISTOTÉLICA

 

 

 

DE LA DEMOCRACIA ARISTOTÉLICA

            Cuando miramos las cosas con una lupa aumentamos el tamaño de su imagen y es como si la acercáramos a los ojos. El microscopio nos acerca las imágenes de lo que, aunque lo tengamos cerca, es tan pequeño que no lo podemos ver; la pequeñez es como la lejanía,  y aunque las cosas estén cerca sus imágenes están lejos. También la lejanía es como la pequeñez: las imágenes de las estrellas son pequeñas porque las estrellas, que son enormes, están muy alejadas de nosotros; los objetos, vistos al telescopio, son iguales que cuando los vemos a simple vista, pero sus imágenes no; sus imágenes cambian de tamaño, también cambian de color porque se tiñen del color del cristal. Y hay cristales de aumento que  se pueden mover: como la lupa, como los prismáticos; con los prismáticos podemos cambiar de lugar y ver las mismas cosas desde ópticas diferentes.

            La inteligencia es como un cristal. Cuando analiza el mundo lo acerca para verlo mejor, pero no puede verlo en sus imágenes sino en sus conceptos; los conceptos son imágenes mentales, entes que nos permiten ver muchas cosas a la vez; así, con el concepto de “insecto” yo veo todos los insectos a la vez, pero no en sus imágenes ópticas, veo sólo lo que tienen en común, y eso es la totalidad, y la abstracción; si los cristales ópticos nos dejan ver lo individual, que es también lo particular, con los cristales mentales vemos lo general, lo que no se puede ver con los otros ojos. Los conceptos son cristales que acercan al ojo del espíritu lo que no puede ver el ojo del cuerpo. Analizar es lo mismo que acercar, y es como si los conceptos estuvieran más cerca de la mente y revelaran otros  conceptos que antes no podíamos ver, y entonces la mente es como un teleobjetivo que selecciona una cosa y la muestra en sus detalles: eso es la inteligencia, un travelling de acercamiento, un zoom mental.

            Esa misma inteligencia también puede alejarse de los conceptos para verlos en medio de otros conceptos que les sirven de contexto y fondo: y es entonces una imagen panorámica, pero una imagen mental. Es como si miráramos los conceptos a través de un gran angular. Este travelling mental de alejamiento es la síntesis, otra forma de mirar. Si analizo el concepto de guerra veré dentro tácticas, estrategias y daños colaterales; y si lo estudio de manera sintética lo veré como una forma de violencia o como una extensión de la política, o como una consecuencia de las crisis económicas. Hoy vamos a usar cristales de aumento. Y los enfocaremos sobre el problema de la democracia, intentando aclarar de cerca lo que de lejos se ve borroso; mas para ver las cosas nítidas hay que enfocarlas bien.

            Si la democracia es el instrumento para que mande el pueblo, la veremos de una forma; y si sirve para que manden en él la veremos de otra; el pueblo que se deja mandar sólo se parece a la democracia si obedece por persuasión, no por violencia, que la demagogia no es lo mismo que el despotismo. Si nos atenemos a su significado etimológico, la república es la cosa de todos, y puede ser una democracia, una demagogia o un despotismo.

 


             El problema es que en democracia manda el pueblo, que es un ente abstracto. En la demagogia, en cambio, mandan sobre el pueblo una o varias personas concretas de carne y hueso: si es una sola, la llamaremos monarquía, y si son varias, oligarquía. Se puede construir una demagogia: basta con que la gente de carne y hueso se ponga a engañar para dirigir. Pero no es fácil construir una democracia porque quien piensa para ejercer el mando no son las personas concretas, sino una abstracción de ellas; yo cito a un demagogo y puedo hablar con él pero si cito al pueblo ¿quién vendrá a hablar?  ¿Todos? ¿O sólo sus representantes? Y los representantes ¿deben hablar por sí mismos o en nombre de los demás? ¿Se representan ellos o representan a sus electores? Los representantes de los profesores en un consejo escolar no estaban obligados a votar siguiendo la opinión de quienes los han elegido, sino siguiendo su propia opinión; y eran, al hacerlo, como espejos distorsionados, imágenes deformadas de la realidad; un representante que no dice lo que le mandan es como un espejo en el que uno se ve gordo estando delgado.

            En democracia todos pueden votar (siempre que se rijan por el sufragio universal). Pero cuando votan, cada uno se guía por su interés propio; o casi todos; son pocos quienes buscan el interés público, que surge del interés privado aplicándole la regla de la mayoría. Y las mayorías a veces no tienen en cuenta los derechos de las minorías, como cuando se vota en contra de que las mujeres, o los pobres, o los judíos, tengan poder de decisión; al hacerlo, aunque quienes votan sean mayoría, no les ocupa el interés general sino el interés de una parte a costa de la otra; que una decisión se tome por mayoría no quiere decir que esa decisión sea justa; las mayorías representan el egoísmo de los grupos, que es el egoísmo de una parte de los individuos sobre otra, y unas veces lo hacen por ignorancia y otras por interés. Las democracias deberían ser capaces de anular la ignorancia para que las decisiones fueran sensatas; y de humanizar el egoísmo para que la sensatez fuera compatible con la generosidad. Ignorancia. Egoísmo. Ésos son los dos grandes problemas de la democracia. La solución está en la sensatez y la generosidad, sí, pero entonces aparece un problema mayor: ¿cómo se llega a ellas? ¿Cómo convertimos el egoísmo en generosidad? ¿Cómo transformamos la ignorancia en sensatez? Parece como si buscáramos imposibles y los pusiéramos en manos de un alquimista.

            Empecemos por la ignorancia. Se ha puesto de moda pisotear la inteligencia, y la ciencia es una de sus manifestaciones. En el año 2020 los ignorantes votan si existe o no el cambio climático, si hay o no hay virus en el aire, y lo mismo que unos no darán ni un solo céntimo para combatir un cambio climático para ellos inexistente, otros se pasearán sin mascarilla buscando multitudes en plena crisis epidemiológica que ellos niegan. ¿Cómo es posible que en la ciencia manden, no ya quienes no son científicos, sino quienes niegan sus dictámenes? Lo propio de la ciencia son las dudas, no las certezas (o de lo contrario sería religión); y sus dictámenes son hipótesis probables para las que siempre se están buscando pruebas, pero es más razonable seguir posibilidades fundadas que certezas de humo que flotan en el aire.

            ¿Quién es el pueblo? La suma de sus individuos. He dicho la suma, no la integración. En esa suma hay muchos individuos ignorantes. Los ignorantes no deberían pronunciarse sobre cuestiones científicas. En esas cuestiones no deberían tener derecho de voto. ¿Cómo voy a votar quién quiero que sea mi médico si yo no entiendo nada de medicina? Puedo votar, entre varios médicos, quien me parece mejor, por las razones que sean; pero no puedo nombrar médico a quien no lo es, no tenemos derecho a nombrar médicos a los albañiles, profesores o arquitectos, si no han terminado también sus estudios de medicina. De la misma manera no deberíamos dejar que ni los políticos ni la gente profana tomara decisiones sobre las epidemias o el cambio climático; podemos escuchar sus opiniones, eso sí, y entre ellas seguro que habría algunas que a los expertos no se les habrían ocurrido; pero no deberíamos dejarles decidir.

 


            Ese tipo de decisiones debería incumbir sólo a los expertos. Los expertos son los que saben más, los mejores, los que están más y mejor preparados, informados y preparados: “mejor” se dice en griego “aristos”, de modo que el grupo de sabios constituye realmente una aristocracia: ellos son los mejores científicos  (otra cosa es saber si son las mejores personas). Una buena democracia debería dejar que se oyera la voz de todos en lo que tiene que ver con la experiencia, pero sólo la de los científicos en lo que tiene que ver con el experimento; la voz de todos es democracia; la de los expertos es aristocracia; la democracia debería ser aristocrática, esta idea ya se le ocurrió a Aristóteles; Nicolás de Piérola hablaba en el Perú de formar una república aristocrática, sólo que donde él decía “aristocracia” seguramente había que entender “oligarquía”; se trata de la aristocracia del mérito, no de la riqueza ni de la sangre; el hijo de un rico nace rico, el hijo de un noble nace noble, pero el hijo de un médico no nace médico y no lo será nunca a menos que estudie medicina.

            Dejemos para otro momento el problema de cómo se articula la democracia con la aristocracia. Cómo conjugamos democráticamente la decisión de la mayoría con la decisión de los expertos, sobre todo cuando la segunda no está de acuerdo con la primera: es un problema complejo. Lo que sí es cierto es que los expertos deberían ser científicos antes que técnicos: la aristocracia debería ser mucho más que tecnocracia. Sería el único camino para que no tomaran decisiones los ignorantes. El ignorante puede opinar mientras aprende, pero no decidir sobre lo que no sabe, lo mismo que la opinión de un zapatero sobre albañilería vale lo mismo que la de un religioso sobre política: que el religioso no debe ser político por ser religioso, sino porque se haya preparado para la política (al margen de la religión).

            El otro problema es el egoísmo. El interés no debería estar reñido con la generosidad. Buscar lo que a mí me conviene no debería hacerse a costa de lo que nos conviene a todos, sino que, entre todas las cosas que me podrían convenir, debería elegir las que también convienen a los demás. En su famoso documental sobre el cambio climático, Al Gore reconocía haber tomado conciencia de los perjuicios del tabaco después de ver morir por culpa del tabaco a uno de sus hermanos; y se cuestionó el sentido ético de esos cultivos en las enormes plantaciones que tenía en casa. Es cierto que no comprendemos las cosas hasta que las hemos vivido en carne propia; y que ojos que no ven, corazón que no siente; pero también lo es que podemos aprender a sentir y comprender cosas que no hemos vivido, porque las han vivido los demás: a eso lo llamamos empatía; los neurocientíficos lo relacionan con las neuronas-espejo, fuente de la capacidad de ser cada uno un espejo donde mira a los demás; y de sentir el sufrimiento ajeno, aunque nosotros no lo sintamos, como propio. La empatía es un cristal y cuando el egoísmo se mira en él, ve generosidad, y cuando el generoso también se mira, ve egoísmo; cuando suceda eso el egoísmo sólo será amor propio y amor fraterno, y de ninguna manera deseo de prosperar a costa de los demás.

            Cuando los ciudadanos sientan empatía serán capaces de sacrificarse por los demás. Si tengo que decidir sobre el destino de la industria del tabaco debería hacerlo sin pensar que mi padre, que trabaja en una plantación de tabaco, podría perder su trabajo; pero si pongo mi egoísmo al servicio del interés de todos, luego todos deberían poner su generosidad a mi servicio; y compensar a mi padre por la pérdida de su trabajo: esa solidaridad también forma parte de la democracia, democracia no es solamente capacidad de decidir, sino también necesidad de amar; y de ser amado.

 


            La pérdida de la ignorancia hace de nosotros buenos especialistas. Y la humanización del egoísmo nos convierte en buenas personas. Para ser buena persona hace falta una sólida cultura general, y una buena formación humanista, y para ser buen especialista hace falta una buena cultura científica, sobre todo en nuestra especialidad. Un científico humanista es un buen experto que también es buena persona, y eso, más que erudición, es sabiduría. Hemos dicho que en la democracia aristocrática los únicos que deberían decidir sobre cuestiones científicas son los científicos. Ahora vemos que los únicos científicos que deberían tomar esas decisiones son quienes sienten empatía por los demás: de lo contrario no se dejarían llevar por la ciencia, aunque fueran científicos, sino por sus propios intereses; en eso consiste la corrupción. En la película El fugitivo vemos que una empresa farmacéutica se quiere lucrar a costa de la salud de sus clientes, porque sabe que uno de sus fármacos no es bueno para la salud (pero sí lo es para sus intereses). Los intereses corruptos llevan a prácticas corruptas y no se detienen ante la amenaza, la extorsión o el asesinato. La ignorancia se cura con el saber, el egoísmo con la empatía, y lo mismo que sentir empatía no es dejar de ser egoísta (pues el egoísmo es necesario para la vida), de la misma manera ser sabio no es dejar de ser ignorante (puesto que no es posible llegar a saberlo todo); aunque sí arrinconar a la ignorancia con las pocas cosas que alcanzamos a saber. Nuestra ignorancia debería ser aristocrática para escuchar a los sabios, y humana para que sólo hablaran las buenas personas; y para que sólo las buenas personas escucharan; y nunca hicieran caso a los sordos, a esos sordos que no son los que no oyen, sino los que no quieren oír.

            Estos son los tres principios de la democracia aristocrática: democracia, aristocracia y humanidad. Estos tres principios son tres conceptos a los que nos hemos acercado mediante el análisis, que es el espejo de la inteligencia. Te miro a ti, amigo mío, que antes de ser espejo eras un cristal, y necesito que me acerques todas estas cosas a la inteligencia, necesito hacer un zoom que vaya más lejos desarrollando estas ideas; una mirada que alcance a ver cosas todavía más pequeñas y que por eso se ven lejanas: otro día miraré; pero ahora tengo la vista cansada y debo parar; y cuando paro, tengo la satisfacción de que algunas cosas están más claras porque ahora las he estado viendo a través de un cristal. 


 

 

viernes, 9 de octubre de 2020

MI ÚLTIMA CLASE DE FILOSOFÍA

 

 

MI ÚLTIMA CLASE DE FILOSOFÍA

Era el día en que me iba a jubilar. El azar quiso que tuviera clase con dos grupos que me iban a plantear problemas, los últimos de mi vida académica (pero no de mi vida de filósofo). Uno me implicaba como persona, el otro como estudioso, y ambas cosas son caras distintas del oficio de profesor; del profesor que se implica, por un lado, enseñando y aprendiendo, y por otro, poniéndole sentimiento a la razón. Voy a explicar brevemente lo que exigieron de mí estas dos últimas clases.


PENÚLTIMA CLASE

            Voy a llamarlo Guido. Por llamarlo de algún modo. Estaba escondido en un rincón, en la última fila, pegado a la ventana. Ni él me podía ver a mí ni yo lo podía ver a él porque todos estábamos escondidos en nuestras mascarillas; obligados por la pandemia del coronavirus, que estaba asolando el planeta. Acababa de pasar lista y ahora me dirigía a él.

            -Guido, ¿podrías dejar de mirar por la ventana? Lo que pasa dentro de la clase ahora es más importante que lo que pasa fuera.

            -Métete en tus asuntos; yo miro adonde quiera.

            Hice un esfuerzo por controlarme. Precisamente habíamos hablado de él en la evaluación cero. Las evaluaciones cero son esas juntas de profesores que se reúnen al mes siguiente de empezar el curso y su objetivo no es evaluar, sino conocer a los alumnos. Allí se había dicho que Guido había estado en residencias y casas de acogida; que sus padres estaban separados y cada uno por su lado lo había maltratado a su gusto, que había tenido experiencias traumáticas que no había que desvelar por no ser indiscretos, pero que estuviéramos seguros de que la vida no lo había tratado bien. Guido tenía un rencor escondido que escupía allí por donde pasaba, y que no intentáramos enfrentarnos con él, que iba a ser peor; que con comprensión y cariño conseguiríamos algo, pero con autoridad y razones, nada. 

            Allí no había motivo para darle palmaditas en el hombro, él me acababa de ofender. Aunque tampoco era el momento de sancionar nada: no era dueño de sí mismo y cuando hablaba, las palabras no venían cargadas de razones que intentaran convencer a nadie sino de odio que tenía intención de hacer daño. A una ofensa no se le responde con cariño, sino con razones, pero comprendiendo, no castigando; de esa manera mis palabras tendrían el cariño en las razones y no en el perdón (¿cómo iba a perdonar sus ofensas, si no quería retirarlas?); y su mejor castigo iba a ser el que él mismo se diera comprendiendo la maldad de lo que había hecho; yo le enviaba cariño que se expresaba con autoridad, pues no debía mostrarme débil, y razones comprensivas que él entendería aunque no las quisiera reconocer. En la pelea de gallos que él imponía, yo sabía que vencería la razón; pero él no reconocería esa victoria sino que la disfrazaría con su propia victoria insolente, que era la victoria de las apariencias; para él era importante quedar bien delante de los demás; y así, las derrotas injustas que él había sufrido se redimirían con la injusticia que él mismo impondría a los demás disfrazándola de fuerza; ofendiendo a una persona que él sabía que no lo iba a ofender; y sabía también que, debajo del teatro que veían todos, había también otro teatro escondido; uno donde la insolencia había perdido la batalla frente a la fuerza comprensiva de la razón. Me encaré con él.

            -¿Te he gritado? –Un silencio acusador-. ¿Entonces por qué me gritas? ¿Te he faltado al respeto? –Otro silencio retador-. ¿Entonces por qué me faltas al respeto? ¿Acaso no te estoy tratando con cariño? –Nuevo silencio-. ¿Entonces por qué me fulminas con la mirada, por qué me lanzas rencor, por qué me odias, si yo no te odio? 

            Hubo un silencio que él quiso que fuera breve; en el teatro del mundo las apariencias te dan la victoria si no te quedas callado, aunque te falten razones; si dices tú la última palabra; gana siempre quien manda callar al otro.

            -Me has gritado.

            -¿Yo? ¿Te he gritado yo? ¿Yo te he gritado?

            -Sí.

            Bajé los brazos derrotado; derrotado por la sinrazón, que es la expresión más clamorosa de la derrota.

            -Me gritaste el otro día.

            Me quedé mudo. Apabullado por la estupidez de aquel chico.

            -¡Ah! –dije-. Y lo que decimos ahora está marcado por lo que dijimos ayer. –Subrayé mi ironía acusándolo con un silencio y luego proseguí-. Yo no tengo costumbre de gritar a nadie, ya ves, y a veces la culpa no la tienen los demás. ¿Tú no tienes nunca la culpa? ¿Tú no metes nunca la pata? ¿Nunca te equivocas? Yo no tengo costumbre de gritar y ahora me has ofendido, y mientras tú me ofendes yo te estoy contestando con tranquilidad: de modo que algo habrías hecho el otro día para que yo te gritara; si es que te grité.

            Él guardó silencio con la boca pero habló con la mirada; y sus ojos lanzaban chispas bíblicas como fulminantes lenguas de fuego; todos lo pudieron ver.

            -Trátame con insolencia: yo no seré insolente contigo. Fáltame al respeto que yo a ti no te faltaré, ódiame si quieres: pero no conseguirás que te odie ni que se apague ni un ápice este cariño que te tengo. Pero quiero que tengas bien clara una cosa: que todo este afecto que siento no está hecho de sensiblerías vanas sino de fuerza; una fuerza cálida y comprensiva, la fuerza de la razón; que es también, por si quieres saberlo, la fuerza de la amistad.

            Y di la cuestión por zanjada. Luego seguí con la clase hasta que sonó el timbre; y supe que, en el secreto del teatro donde no hay victorias ni derrotas falsas, las razones habían removido algunas briznas de su pecho. Entonces cogí mi cartera y me dirigí al aula siguiente. 


ÚLTIMA CLASE

            La ética nos sirve para saber estar. Pero ¿cómo sabremos cuál es nuestro lugar en el mundo? ¿Cómo aprenderemos dónde, cuándo y cómo tendremos que estar en él? ¿Y por qué tenemos que estar así y no de otra manera? Hay una regla muy sencilla: estar en el lugar que te corresponde es comportarse como ese lugar te pide que te comportes. Tu lugar ante un semáforo en rojo está antes, y no después, del semáforo; porque ese semáforo te ordena que te quedes parado, te lo pide desde el código de la circulación; si estuviera en verde te pediría que avanzaras, y en ámbar te diría que te fijaras en el cruce, que tuvieras cuidado, pero ahora está en rojo. Los distintos lugares por los que pasamos nos hablan, nos dicen cómo tenemos que comportarnos. Estar bien en un sitio es comportarse como ese sitio quiere que nos comportemos.

            Estar bien en un váter público es usarlo sin mancharlo. Estar bien en el fútbol es jugar sin coger la pelota con las manos. Estar bien en clase es venir dispuesto a estudiar y no a jugar con la pelota. Estar bien en casa es respetar a tu familia. Estar bien como estás es cumplir con las normas de cada sitio, y estar en paz con las normas es obedecer a la lógica de las cosas, de los lugares: hacer lo que las cosas sirven para hacer, y no utilizarlas de manera absurda; un vaso sirve para beber, no para jugar a los dados, una biblioteca sirve para leer, no para comer, un comedor sirve para comer, no para leer, y un laboratorio no sirve para jugar sino para hacer experimentos; porque si comemos en las bibliotecas, leemos en los comedores, jugamos en los laboratorios y  miramos por los vasos, veremos mal cuando miramos, nos indigestaremos leyendo, se nos mancharán los libros y nos quemaremos con ácido. Y como hay veces que nos falta tiempo para hacer las cosas, es posible que tengamos que leer mientras comemos pero eso será excepción y no la regla; las excepciones ajustan la regla a las necesidades de cada día porque las normas sirven para vivir libres, no para encadenarnos; no es la vida la que se debe plegar a las normas, sino las normas las que se pliegan a la vida; toda norma es justa si nos facilita las cosas, y por lo tanto las que lo entorpecen todo no pueden ser normas justas.

            Pero ¿cómo podremos saber si una norma es justa? Saber estar en tu sitio, saber obedecer, saber estar en el mundo es la mejor manera de ser felices. Si necesito buscar trabajo es mejor que no vaya con la camiseta del Che, porque el empresario que me lo ofrece podría sentir la tentación de no dármelo. Si quiero jugar al fútbol es mejor que no toque la pelota con la mano, porque el árbitro pararía el juego y, si no dejo de hacerlo, me acabaría expulsando y entonces ya sí que no podría jugar. Y si utilizo un microscopio para mirar el cielo es seguro que no veré ni el cielo ni los microbios, ni las estrellas ni las células, que es para lo que está hecho el microscopio. El primer criterio para usar las cosas es la lógica, que me proporciona utilidad; el segundo, cuando no sabemos qué cosas son útiles, es la empatía

            Porque toda la ética se resume en un solo principio: no hagas a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti. No ensucies el váter de la estación porque no te gustaría que quien lo hubiera usado antes que tú te lo hubiera dejado sucio. No te saltes los semáforos en rojo porque no te gustaría que tú, que vas correctamente por tu sitio, te chocaras con un coche que se ha saltado el semáforo cuando tú pasabas. Y no comas mientras lees el libro que te han prestado porque a ti no te gustaría que otros comieran mientras leen el libro que tú les prestaste; y te lo mancharan.

            Ésa es la empatía: ponerte en lugar de los demás para sentir como sienten ellos, para pensar como ellos piensan. Kant lo llamaba imperativo categórico. Pero hay más. El imperativo categórico te dice qué cosas debes hacer. La asertividad te dice cómo debes hacerlas. Debes hacer las cosas (no te digo cuáles) las que a ti te gustaría que te hicieran. Y cuando te piden otras que no están bien debes rechazarlas sin enfadarte. Si insultas a quien te ofrece un cigarro que atenta contra tu salud, estás abusando de él, por insultarlo; le estás diciendo las cosas de mala manera; y si aceptas, estás dejando que abusen de ti porque, por no atreverte a decir que no, permites que los demás te obliguen a hacer cosas que tú no deberías nunca hacer por ellos; lo que tienes que hacer es aprender a decir que no sin ofender a nadie, pero sin dejar tampoco que nadie te ofenda.

            La agresividad le quita paz a la vida, la sumisión le quita libertad, y la única forma de vivir libre y en paz es siendo al mismo tiempo amable y firme: eso es ser asertivo. El imperativo categórico te dice cómo debes hacer las cosas; la asertividad, cómo debes renunciar a hacerlas; recházalas siempre pensando en los demás cuando piensas en ti y no hagas a los demás lo que a ti no te gustaría que te hicieran; y, sabiéndolo, no te hagas a ti lo que sabes que no les gustaría a los demás que les hicieras. Una balanza es un dispositivo que mide un peso con ayuda de otro peso (al que llamamos contrapeso). La balanza de la ética es el saber estar, que tiene la empatía (o dicho de otro modo, el imperativo categórico) como peso y la asertividad como contrapeso; esa conducta que nunca es agresiva, pero tampoco sumisa. Veámoslo ahora con un ejemplo: la persona a la que le gusta sufrir, el masoquista.

            Entre un masoquista y alguien que no lo es hay también un punto de coincidencia: y es que los dos quieren que les hagan cosas que a los dos les gustan, aunque no sea de la misma forma; aunque uno sienta placer sufriendo y otro lo sienta evitando el sufrimiento.  

El masoquista no debe hacer sufrir a los demás so pretexto de que eso es lo que a él le gusta; tiene que dar gusto a los demás con lo que les gusta a ellos, no con lo que le gusta a él. No hacer a nadie lo que a uno no le gustaría que le hicieran significa que si a ti te gusta sufrir, pero a los otros no, no tienes por qué darles ese sufrimiento: debes darles el gusto por el placer que ambos compartís, él sin sufrir y tú sufriendo; es un placer que conseguís ambos por distintos medios; que a mí me guste sufrir no significa que yo te tenga que hacer sufrir a ti, porque a lo mejor a ti no te gusta. Lo que hay que buscar en los demás es la necesidad de estar bien y no los medios con los que cada uno se procura ese bienestar. 

            Ahora bien: no sólo hay que saber estar, sino que también hay que aprender a ser uno mismo: sin intentar adulterarse, como se adultera la mantequilla cuando pasa el tiempo y se pone rancia. ¿Sabéis por qué se pone rancia? Porque no la hemos puesto en su sitio, que es el frigorífico. Saber estar en nuestro lugar es la mejor manera de saber ser lo que cada uno es, sin adulterarse. Quien sabe que vale para la pintura, su sitio es el taller, y quien vale para la música, su sitio es el conservatorio. Hay que aceptarse como se es y no rechazarse a sí mismo, eso es el respeto. O dicho de otro modo: no basta con saber estar, también hay que saber ser en la vida.

 Si yo soy bajo de estatura sería un iluso que pretendiera ser alto, porque tengo la obligación de aceptar lo que la naturaleza me ha dado. Mírate en el espejo: ése eres tú. Acéptalo. Hazte amigo de ése que ves ahí porque él será siempre tu mejor amigo. Acepta a ese ser que tienes dentro, búscalo, encuéntralo y quiérelo mucho, porque él es quien más te va a querer en la vida. No quieras cambiarlo: cualquiera que pongas en su lugar valdrá menos que tú, siempre estará adulterado. Y tú eres quien más vale para ti, que no te quepa duda. Podrás llevar la vida de otro pero nunca la llevarás como si fuera la tuya; podrás fijarte en los demás para mejorar, podrás imitarlos para sacar lo mejor que tienes dentro, los utilizarás a ellos de modelo, pero nunca podrás cambiarte por ellos; puede que quieras ser como Beethoven porque quieres superarte como se superó él, pero sólo te superarás haciendo tus propias cosas, no las que hizo Beethoven.

Así que ya lo sabes: vive tu propia vida y no vivas nunca la de los demás; para ser tú mismo tendrás que mirarte en los demás como en un espejo, sí, y en ese espejo habrá imágenes que seguramente te ayudarán, pero no olvides que esas imágenes no son tuyas aunque te parezcas a ellas; puedes estar en ellas pero tú eres más que una imagen, tú eres tu modelo; mejorarás imitando las virtudes ajenas pero imítalas solamente para que te ayuden a ser tú mismo. Porque si quieres cambiarte por ellos acabarás adulterándote, como la mantequilla, y tu vida se volverá rancia, y no serás auténtico. 

            No me sorprendió que me dieran un aplauso cariñoso a modo de despedida. Me sorprendió, sin embargo, que la persona que más aplaudía fuera la que siempre me había rechazado, o eso era lo que yo creía: siempre seria conmigo, severa, distante, desafiante y hasta agresiva, así la recordaba yo hacía años. Ahora resultaba que, como ella, quienes más se enfrentan a nosotros tal vez sean, a la larga, quienes más se empapan con nuestras palabras; esas palabras severas, inexorables, duras, terriblemente sinceras, y siempre cargadas de cariño que son, en definitiva, las palabras donde se esconde el secreto de la ética.


viernes, 2 de octubre de 2020

LA CONQUISTA DE AMÉRICA

 

 

 

LA CONQUISTA DE AMÉRICA

  


            Peter era un joven alegre de rostro espigado; vivía por las tierras de Alabama. Aquel día paseaba tranquilamente junto a unos niños que jugaban despreocupados y allí, junto a los pies del más pequeño, se agitaba una víbora dispuesta a picarlo. Bob le dio un empujón y lo tiró al suelo. Después clavó el talón en la cabeza de la víbora y cuando buscó al niño con la mirada, queriéndolo tranquilizar, vio que se había levantado y corría, asustado, hacia sus padres; minutos después Bob yacía en el suelo vapuleado, pateado, con la cara amoratada y lleno de sangre. Tenía los labios hinchados pero era fácil ver que, debajo de los bultos de los golpes, tenía los bultos de su raza; y eran sus labios gruesos y el pelo rizado y la nariz chata; porque Peter era oscuro como la noche y en esa oscuridad brillaban sus ojos, y los dientes eran blancos como fogonazos. Todos habían visto cómo empujaba al niño; pero nadie vio la culebra de colmillos largos dispuesta a inyectarle su veneno para matarlo.

 

1. Los indios.

 

            Peter era descendiente de los esclavos negros que, en los Estados del sur, fueron vendidos para trabajar en las plantaciones de tabaco. Los trajeron de África, donde los padres de sus padres llevaban una vida libre antes de ser hacinados en los barcos. Así se construyó América. América fue un continente vacío que se llenó de asiáticos y polinesios cruzando por un estrecho helado. Allí se vistieron con pieles de animales, telas de colores, se adornaron con plumas y vivieron en tiendas junto a los ríos, y en las praderas, y en las montañas. Allí había ciervos, castores, nutrias, pumas, bisontes, osos y jaguares. El coyote. Y comían su carne y comían maíz y patatas y fumaban la pipa de la paz porque habían descubierto el tabaco. El coyote. El coyote clavaba su aullido en las entrañas de la noche y era un sonido lúgubre y melancólico, que se perdía en el espacio mientras planeaba sobre ellos, dormitando, el vuelo de las águilas.

            Así era América en los tiempos lejanos. Los montes Apalaches. Las montañas Rocosas. Las lejanas praderas. El cañón del Colorado y los hermosos valles. Los indios cheyenes; pueblos, seminolas, apaches y arapahos. Las coronas de plumas que adornaban a sus viejos hasta los pies, Jerónimo, Nube Roja, Caballo Loco, Mano Amarilla, Hoja Mellada, Toro Sentado: los grandes jefes de la gesta trágica; héroes altivos, la lucha de los pieles rojas con el hombre blanco. Pieles rojas porque se teñían de rojo, con tintes que sacaban de la tierra y del jugo de las uvas. Vivían en tiendas cónicas que hacían con piel de bisonte y las decoraban con figuras de astros y animales; y dentro estaba el hogar, que ardía sobre unas piedras y sobre él colgaba el maíz, la patata, la carne: y una calavera de vaca ornaba las paredes con sus cuernos mayestáticos y sus ojos vacíos. Escudos hechos de piel, como las camas, como el calzado, como el vestido; como las piraguas. 


            Les gustaba cazar caballos y domarlos. Y tenían tambores y flautas, y vasos, y ánforas y cestos, y arcos de madera y hermosos carcajs hechos de piel como los escudos de piel de bisonte;  el temible tomahawk, y el lazo. Se pintaban la cara para comunicarse entre ellos y había un lenguaje de plumas y se hacían señales de humo y tenían también el lenguaje de las manos. Mocasines. Hermosos mocasines de piel cosida adaptados al pie, y el tótem, los troncos labrados con figuras de animales y tocados con alas; la figura histriónica del hechicero, la caza del ciervo, la lucha con el oso, pescando entre los ríos, la caza del bisonte: voluntarios para el tormento; porque bailando hasta agotarse y en el sufrimiento extremo los jóvenes creían que ahuyentaban a los espíritus malignos. Manitú. Los muertos envueltos en pieles, abandonados sobre unas estacas mientras las mujeres tejen y la danza del bisonte, al son de los tambores (graves, lúgubres como el llanto del coyote), llenaba de música el corazón austero de los indios americanos.

            Pero un día vinieron gentes extrañas. Ponce de León, Jacques Cartier, Giovanni de Verrazano. Vinieron casacas azules y casacas rojas, los ingleses y franceses en altas canoas pobladas de cortinajes sin remos, y ojos que disparaban fuego: extraños barcos. Y el hombre blanco se peleaba y los indios perseguidos aprovecharon entonces y peleaban los ingleses con los franceses, los americanos contra los ingleses, los pieles rojas entre sí, pieles rojas contra rostros pálidos. Y vino George Washington y los ingleses se marcharon. Pero América se llenó de inmigrantes que venían en otros barcos, pioneros, caravanas, los pieles rojas los atacaban porque los obligaban a huir retrocediendo hacia el oeste, perseguidos por los colonos. Y se compraron fusiles y tuvieron que matar para no huir, la revuelta de Tecumseh: Pájaro Negro atacaba los fuertes pero fue la fiebre del oro y se metió el ferrocarril, la gente sin escrúpulos poblaba los ríos, vinieron los barcos de vapor con sus chimeneas altas, invadieron la Florida, que era ya lo último que les quedaba: y el general Jackson lo tuvo bien fácil; fue la derrota de los seminolas y la viruela los derrotó también, los indios sioux sufrieron también de sus estragos.

            Todos los hemos visto en las películas. Los indios asaltaban las diligencias, asaltaban las caravanas y América se llenó de fuertes: cercas de troncos con adarves y banderas ondeando al viento y soldados que combatían a los indios pero en tiempos de paz no eran fuertes, sino mercados: indios y blancos llevaban sus mercancías, alfombras, víveres, pieles y vasijas, y así crecieron, sobre la estela de Fort Duquesne, Fort Laramie y otras fortalezas. Era el tiempo en que la caballería patrullaba, unas veces para defender a los indios, que los atacaban los bandoleros blancos, y otras para exterminarlos. Y los indios, desconcertados, atacaban las haciendas indefensas porque ya no distinguían entre los blancos buenos y los blancos malos, ahora eran los mismos los buenos y los malos. Y vinieron las gestas más crueles que marcaron el fin de esta epopeya. La matanza de la familia de Jerónimo, su venganza; pero el sur empezó a llenarse de reservas y junto a los comanches los kiowas, y con los apaches se desvaneció la resistencia india en el sur. Derrotaron a los sioux. Dirigidos por Toro Sentado. La batalla de Little Big Horne, el general Custer, el séptimo de caballería, la gran victoria de los indios. Hasta que murieron los grandes jefes: Jerónimo, Nube Roja, Mano Amarilla, Toro Sentado. 


            Sí, Toro Sentado. Toro Sentado fue el gran jefe amado por su pueblo, respetado por todos y temido por los blancos. Su espíritu inspiró, convirtiéndose en palabra, la danza de los espectros. El siglo XIX tocaba a su fin. Los indios vivían en reservas, confinados en lugares pobres y apartados, resignados a vivir en paz, pero también sin sueños; sin pena pero sin gloria... Las reservas parecían lugares donde vivía el cuerpo del indio pero no su alma; y amputado de su espíritu, de sus ganas de correr, añorando las amplias praderas, los verdes valles, las altas montañas. Lugares donde se vive sin ilusión, donde el tiempo corre porque tiene que correr, sin futuro, como una carrera sin meta, proyectados desde el pasado, pero el pasado también te lo están borrando. Te emborrachan, te hacen perder el horizonte, la visión de conjunto, el sentido de la perspectiva, así acabaron los indios. Y el espíritu de Toro Sentado les inspiró la danza de los espectros. Que era como la muerte a la que invocaban para poder salvar su alma. Iluminados por el fuego, que encendía sus corazones con el resplandor de las hogueras, daba fogonazos en su alma y los jóvenes se volvían a sentir guerreros, y prendió la insurrección porque volvieron los antepasados. Se les prohibió aquella danza guerrera y acabó la guerra: que, cuando las mentes se ciegan, si te prohíben el ansia de guerra vas a la guerra porque te lo han prohibido y si no te lo prohíben da igual: porque de todas formas lo que quieres es guerra. Todo ofende a la lógica cuando lo aplastan a uno y lo único que queda es violencia contra la violencia de ser aplastado.

            En aquella insurrección postrera murió el gran jefe Toro Sentado. Que se llamaba así porque perseguía a caballo a los bisontes saltando a horcajadas para clavarles el cuchillo en la cruz, hombre contra bestia en el centro de la manada. El hombre blanco no lo hacía igual. Rodeaba las manadas a caballo y disparaban con sus rifles hasta acabar con la manada entera. Dos formas distintas de luchar, dos estilos. El combate singular del hombre contra la bestia y el exterminio de las bestias con su máquina de destrucción, sin enfrentarse a ellas, por el hombre. Pelear con la naturaleza o destruirla, ése era el dilema: el hombre blanco destruyó lo que no le hacía falta y los pieles rojas respetaron lo que, por ser sustento, nunca podrían destruir: porque les hacía falta.

 


2. Los negros.  

              Los volcanes tiraron de la tierra hacia arriba. Las grietas tiraron de la tierra hacia abajo. La tierra se rajó como una hoja de papel y en aquel valle se hundieron las cosas, y África se marchó de África, expulsada por una fractura que flotaba en el océano: la falla del Rift, que empezaba en Mozambique y subía por los grandes lagos, pasando por el Mar Rojo hasta el Jordán. La tierra se rompió y en aquel barco de tierra estuvo la cuna de la humanidad. Y por eso el ser humano nació al ser expulsado. Ya nadie se acuerda del erectus, que se desparramó por el mundo hasta que se hizo sabio.

            La tierra se rompió para expulsarnos. Nuestro destino es ser expulsados de la selva a la sabana, del África hacia Asia, y no nacimos en el Edén sino en el desierto; nuestro destino es viajar, vagar eternamente como un holandés errante, condenados a poblar la tierra en un buque fantasma. Y volvimos al África para ser expulsados del mundo libre, yorubas y mandingas, que vivíamos tranquilamente en las frondosas selvas y nos hacinaron en barcos para llevarnos, como salvajes, a un nuevo mundo: seguramente para civilizarnos. Todo es migrar, todo es viajar, todo es arrancarnos las raíces que nos sujetaban a la tierra. Perder, en el viaje, una parte de nosotros mismos. O perderlo todo tal vez. Homo viator.

            Nacimos cuando fuimos expulsados del paraíso pero no nos expulsaron por pecar, sino al revés: primero nos expulsaron y nacimos después. Y no nos expulsó Dios, qué va: nos expulsó la tierra; la tierra, que no quiso acogernos sino después de haber destrozado nuestro paraíso. En aquel tiempo hubo un cambio climático. Y fueron los australopitecos, fueron los parántropos, fueron, después de monos, los seres humanos. Y se extendieron por Asia, por Europa, fueron al continente que se llama como el océano y de allí saltaron a América: un mundo nuevo, un mundo hueco. Nos arrancaron de nuestra tierra para hacernos esclavos. Primero nos obligaron a cargar el marfil, kilómetros y kilómetros colmillo al hombro, la carga del hombre negro, la carga pesada. Luego nos llevaron a las minas y sudábamos gotas de vida para extraer el oro, para meternos en el vientre de la tierra, para arrancarle los diamantes. Y fueron luego barcos enormes donde cada milímetro era medido para que ahorráramos espacio. Dormíamos como chinches cuando vino a buscarnos el hombre blanco. 


            Yo estaba tranquilo, yoruba en Dahomey, mandinga en el Volta, pescador en Senegal, caminando por el Congo. Yo le arrancaba los frutos a la tierra y junto al mismo árbol que me había dado su jugo, saboreando la fruta, pensaba en la negrita de manos negras, negras como la noche, y en el brillo de sus ojos, y en su vientre dulce y en sus pechos. Yo pensaba en esa niña cuando salieron unos monstruos del mar: monstruos de dos patas, me golpearon con sus palos, con sus armas de fuego,  con sus cuchillos, ya muy cerca de la aldea. Me cargaron de cadenas y cuando pude ver mi aldea, estaba rodeada de monstruos y de allí nos sacaron a todos y nos metieron en chozas y a algunos los ataban entre dos estacas, brazos en alto, y los rajaban a latigazos: así se rajó la tierra para sacarnos de África, para privarnos de la selva, de la vegetación frondosa y espesa, de la fruta jugosa, del paraíso. Luego llegaron los barcos y nos metieron hacinados, aprovechando siempre el espacio hasta los milímetros. Tres meses viajando así, meses a merced de las olas, surcando un mar enorme, el océano Atlántico. Vi morir a la gente como conejos; centenares de negros como yo morían agotados, hambrientos y sedientos, pensando en nuestra casa, muriéndonos de pena. Y luego nos vendían. Trabajábamos en las plantaciones de azúcar, de algodón o de tabaco. Seis años no más podíamos vivir, no llegábamos a viejo; no llegábamos a viejo, no, nuestro jugo se secaba muy pronto, moríamos agotados; o abrasados por el sol, o cosidos a latigazos, carcomidos por la fiebre, destrozados por la pena, padres separados de sus hijos, hombres de sus mujeres, amigos de sus amigos, raíces arrancadas al suelo donde habían crecido, raíces de África. ¡Y cuántas veces nos levantamos contra los amos, presas de desesperación! ¡Cuántas rebeliones ahogadas en sangre, salpicadas en el látigo, deseando morir en la horca por no morir apaleados!

            Hijos de una tierra rota nacidos de una emigración, fuimos expulsados del paraíso y empujados a la sabana. Estamos marcados a fuego y nuestro destino es viajar: lo tenemos escrito en la frente, lo tenemos escrito en la sangre. En ese viaje trágico unos han conseguido mandar y nos mandan; nos obligan a cargar colmillos de marfil, a andar por la fuerza adonde nos mandan, la cerviz cansada, bultos enormes en nuestras espaldas, fardos que sudan bajo el sol con la amenaza del látigo: ésa es la carga del hombre negro. Y el blanco presume de sacrificio, del sacrificio de ayudar al negro que no se quiere civilizar porque es salvaje; de hacerlo cautivo para que se deje enseñar y aprenda de su savia generosa, lo mismo que el niño aprende cuando lo obligamos a ir a la escuela si no quiere: por eso el hombre blanco obliga al negro; por eso manda a sus hijos al exilio para regar a los salvajes con su generosidad como se riega un árbol: dolorosos, resignados, sacrificados para salvar al negro indolente que no quiere sacrificarse: ésa es la carga que imaginó Rudyard Kipling; el fardo pesado que tiene que portear, el duro yugo con el que tiene que andar, la carga del hombre blanco.


3. La guerra.

             Una cortina de fuego bajó del cielo. La cólera de Dios se destiló en gotas incandescentes que quemaron las ciudades, arrasando sus casas, sus calles, sus templos, sus fiestas, sus comercios, sus bibliotecas. El fuego calcinó el placer, la alegría, la curiosidad confundida con la soberbia, el estudio que se tomó por idolatría, el goce del espíritu aniquiló al goce del cuerpo, la risa que parecía ofender a Dios, todo lo que nos hacía felices fue destruido pues la felicidad no podía estar al marcen de Dios; y Dios, en su espíritu, nunca hubiera perseguido el cuerpo sin alma si no es porque el alma se había convertido antes en enemiga del cuerpo, empeñada en vivir a través de la muerte en vida que nos da el aburrimiento; lo que hizo caer fuego fue el cuerpo de Dios, con el que los templos habían vestido al espíritu para convertirlo en despotismo; y fue ese espíritu mundano el que hizo caer fuego, cuando la cólera le resultaba extraña al espíritu verdadero de dios.

            Una cortina de fuego subió al cielo. Brotó de la tierra, de las bocas de los cañones que se estrellaron en los muros, los despedazaron, los devastaron, y ardió todo lo que podía arder en la cólera de los hombres que copiaron a Dios: después de haberse copiado a sí mismos en su cólera; la que arrasó Sodoma; la que hundió la civilización para crearla de nuevo, como el niño patea un castillo de arena para volverlo a hacer  mientras juega en la playa. El bombardeo de Fort Sumter fue el punto de arranque de la guerra de Secesión.

            Peter contemplaba el fuego con el resplandor regando sus ojos abiertos, todavía incrédulos y alucinados. Desde que salvó al niño de la mordedura de la víbora habían pasado muchas cosas. La paliza que le dieron. Las que les dieron a muchos negros en Alabama. El látigo descendía despiadado sobre sus espaldas. Escapó como lo hizo Sejourner, que nació esclava. Los esclavos huían al norte y cuando Lincoln proclamó su emancipación, se alistaron como voluntarios. Más de cien mil negros fueron a combatir en el ejército de la Unión, la que luchó por sus libertades; contra el ejército confederado que se empeñaba en  mantenerlos esclavos en Virginia, en Georgia, en Florida, en Alabama. Peter conoció la guerra y vio morir a los suyos y a los otros y en su cabeza hay escenas terribles de cabezas sin alma, cuerpos sin brazos, soldados despedazados a cañonazos, jóvenes dolientes, gente que había perdido su juventud en la batalla. Y ahora, mientras contemplaba las llamas, no podía comprender lo que estaba pasando; admiraba, sí, el formidable espíritu de guerra que se había desatado en las filas del Sur, intrépido David que atacaba con brío al Goliath del Norte; pero no se le metía en la cabeza que la fe del entusiasmo no procediera de la defensa de su libertad amenazada, sino del empeño criminal por tener esclavos a los negros. ¡Cómo puede uno arriesgar su vida y entregarla con generosidad, sacrificándose por la causa, para conservar el derecho despótico de esclavizar y explotar y abusar y matar y atormentar a la gente a latigazos! 



            No lo comprendía. En su mente cabía el sacrificio generoso de vivir libre y ayudar, pero no se le metía en la cabeza que el vivir a costa de otro pudiera engendrar sacrificios generosos. Y ahora Atlanta estaba en llamas. El viejo mundo se desmoronaba ante sus ojos pero él no era capaz de ver, entre las cenizas, cómo sería el mundo nuevo. Sabía, sí, que sería un mundo libre, pero no sabía a qué sabía la libertad; no la había probado nunca; ni sabía a qué huele ni cómo hay que mirarla; ni cómo es su música, ni cómo sería su piel cuando la tocara. Él había crecido con las canciones de los esclavos, pero ¿cómo serían ahora sus canciones? No tendrían el sabor del látigo y por eso las imaginaba bellas, pero temía que el mundo libre disolviera, entre las ciudades de la Unión, el sabor de ser mandinga. Sabía lo que perdía y eso le gustaba; pero no sabía lo que ganaba y eso lo temía, sí.

            Entre las llamas de Atlanta adivinaba otras llamas; las que quemaron las plantaciones del Sur, con las teas del ejército del norte, el general Grant a la cabeza; todavía tenía en el cerebro el olor de los campos, el resplandor que lo cegaba, el sabor del polvo del aire que se le metía en los labios, y el crepitar de las llamas que todavía le ardía en las orejas. Los territorios del sur, que engendraron al ejército confederado, donde era todo una mancha blanca que había puesto banderas rojas con cruces azules en forma de aspa; el ala de sus sombreros parecía proyectar sus ojos más allá del horizonte, muy lejos de donde estaban; en cambio los ejércitos del norte tenían unas gorras con visera que les tapaban los ojos impidiéndoles ver, quizá, más allá de sus narices. Pero la realidad era el revés que sus uniformes; los que miraban al futuro eran las gentes del norte y los del sur, cuando miraban, tenían la vista corta. El norte eran las ciudades y la industria, y las vías del ferrocarril, y la máquina de vapor y los barcos; pero el sur no tenía más que campos que tenía que cultivar y para eso necesitaba esclavos; no es que el norte fuera bueno y el sur fuera malo, sino que la gente mala del norte, para prosperar, no necesitaba a los esclavos; mientras que la gente buena del sur tenía la bondad cegada por la maldad de la esclavitud, que le tapaba los ojos, se los tapaba.

            Peter asistía al final de la contienda entre las llamas de Atlanta. Si el norte había creído que podía sofocar la rebelión con unos cuantos soldados, cuando el sur hablaba de invadir Washington todos comprendieron que la guerra iba para largo. Y una serpiente asfixió a los Estados del sur apretándolos con su abrazo (trenes, armas, fuertes y barcos), para bloquear el comercio, para aislarlos: y funcionó; la operación Anaconda estranguló al sur mientras las operaciones militares pasaban por encima del heroísmo de los confederados; pronto se rendiría el general Lee; los soldados de la Unión, de los Estados libres, que defendían, con el progreso, la libertad de los esclavos, también habían sido heroicos; pero no era lo mismo el heroísmo de los creyentes que el heroísmo de los fanáticos; y entre los dos había habido, tampoco hay que olvidarlo, gentes pacíficas y temerosas, y hasta gentes malvadas y cobardes.

            La guerra de Secesión llegaba a su fin. Lo veían los grandes estrategas, que miraban las cosas como quien mira desde lo alto de una colina y lo ven todo; nosotros, los que luchamos, sólo vemos la parte donde estamos y por eso donde miramos vemos ilusiones falsas; a veces creemos que las cosas van bien cuando van mal, y es porque somos un foco de esplendor en medio de un desierto quemado; y, cegados por el resplandor de nuestro valle, no vemos la inmensidad del desierto que avanza sobre nosotros y avanzará, inexorablemente, hasta ahogarnos. Eso le pasaba a Peter mientras contemplaba las llamas. No podía hacerse una idea de lo que estaba ocurriendo pero las voces, la atmósfera, los rumores, coincidían: se estaba acabando la guerra; el Sur estaba derrotado.

            El corazón del sur estaba en Atlanta y él estaba entre las ruinas, entre ruedas arrancadas a los carros, cañones arrancados a las ruedas, soldados muertos por todas partes: la capital de Georgia, Atlanta, estaba en las llamas. El cielo era rojo y amarillo y por encima del resplandor el humo era negro. Las casas de madera crepitaban como crepita la leña en las hogueras. Las ventanas parecían ojos blancos y miraban como fogonazos mientras las paredes se desmoronaban sobre pavesas. En medio del incendio penetraba el ejército vencedor. La infantería con los fusiles en alto, las bayonetas, espectros borrosos en la nube de fuego, y al frente, como un símil de la victoria, los oficiales a caballo. Nada más estallar la guerra la nación india se había rebelado aprovechando la debilidad de los rostros pálidos; pero no pudieron las lanzas derrotar a los fusiles y a los primeros carros blindados; y al final tuvieron que enterrar de nuevo el hacha de guerra; cuando el invencible Nube Roja conoció la derrota y sus  bravos guerreros tuvieron que agachar la cerviz, pues la historia se resolvía entre el norte y el sur y no entre los pieles rojas y los rostros pálidos.

 


4. La broma.

             La noche envolvía las formas y las disolvía en una oscuridad sin principio ni fin; y era un pozo sin sombras, porque para que haya sombras siempre es necesaria la luz. Peter se acercaba a su pueblo. Sus ojos intentaban ver algo cuando apareció un resplandor a lo lejos. Fue una luz débil, y aumentaba en intensidad al mismo tiempo que de tamaño: Peter se estremeció; se tiró al suelo esperando no ser visto y su corazón empezó a latir con la fuerza de un martillo; demasiado sabía lo que significaba aquella cruz; sus brazos ardientes le prestaban a la noche el resplandor de los fantasmas; y unos hombres blancos clavaron una cabeza (hacía un ruido terrible) sobre una estaca que colocaron a su vez, a la entrada del pueblo, cavando con pico y pala; después se marcharon. Desde entonces se verían en el sur cosas terribles y extrañas. Negros vivos ardiendo. Negros castrados. Postales tenebrosas con los cadáveres exangües. Pronto sabría Peter lo que le esperaba: la guerra de las armas había terminado, pero en la cabeza de la gente seguía habiendo guerra.

            Ahora entendía Peter el episodio de la víbora. Él volvía al sur, pero el sur no volvía a él. Ahora había una ley que los hacía iguales a todos, pero los hechos chocaban contra sus derechos como choca la roca contra la espuma del mar; y los hechos se confabulaban para que  todo siguiera como siempre. Recordó lo que aquel viejo le había dicho sobre los indios; sobre los negros.

Los indios no querían marcharse

y los echaron.

Los negros no querían venir

y los trajeron.

            Y ahora que les habían arrancado sus raíces y que sólo eran yorubas y mandingas en el recuerdo de su raza, y que en la tierra de los mandingas y los yorubas no había sitio para ellos, los querían echar. Dile que es libre a un árbol que acabas de arrancar del suelo y no tiene tierra para crecer. Díselo. Yo soy un negro traído a la fuerza y ahora que donde nací no tengo casa, me quieren echar a la fuerza también. Son cosas del clan. 


            El clan. Hay que remontarse a 1964. Acababa de terminar la guerra y seis oficiales confederados volvían a sus casas, donde les esperaba el aburrimiento; el aburrimiento pesa en las mentes ociosas como pesa en los estómagos el vacio del hambre; sólo que donde tienen el vacío quienes se aburren siempre es en la cabeza. Comidos y bien vestidos. Sin nada que hacer. Sin ganas de pensar. Había que divertirse, para la broma tenían ganas, para eso sí les apetecía pensar; y pensaron. Se reunieron en el despacho del juez, que era el padre del oficial Jones, Calvin Jones.

            -Tenemos que crear un club, no sé, algo con lo que poder divertirnos.

            -¡Una sociedad secreta! –dijo el coronel Lester-. ¿Por qué no creamos una sociedad secreta?

            Claro; y lo primero es ponerle un nombre.

            -Una sociedad, un círculo, una banda. ¿Por qué no lo llamamos kuklos, que es como se dice en griego?

            Richard Reed sabía algo de griego. Y el capitán Kennedy era escocés.

            -En Escocia lo llamamos clan –miró a sus amigos-: todos nosotros tenemos antepasados en Escocia y en Irlanda, ¿por qué no lo llamamos así?

            Le respondió el capitán Crowe:

            -¡Pero es lo mismo! ¡Kuklos significa lo mismo que clan! ¡El clan es la tribu!

            -Más o menos –le replicó McCord-. No exactamente.

            -¿Y qué? ¿No es una broma? ¿Entonces por qué nos preocupamos por el significado de las palabras? ¿No es mejor fijarse en cómo suenan?

            -Y en cómo se escriben –replicó el capitán Kennedy-. ¿Y si escribiéramos “clan” con k?

            -No está mal –accedió McCord saboreando las palabras-. Kuklos klan. Impactante, ¿no?

            -¡Sí! –gritaron todos al unísono. Ya repetían con placer esas palabras cuando se le ocurrió otra treta a uno de los amigos.

            -Podríamos partir en dos la palabra “kuklos”.

            -Ku klos. Ku Klos Klan.

            -Hm… tiene ritmo; y fuerza. Parecen tres golpes de tambor.

            -Pero si le ponemos una X tendrá más impacto.

            -Klox.

            -¿Y la U? ¿Por qué no le ponemos una U? Suena mejor.

            -Klux.

            -Ku Klux Klan.

            Los seis amigos repitieron las tres palabras, se regodearon con ellas hasta la saciedad y les acabaron gustando; acababan de crear una sociedad secreta; la broma no hacía más que empezar.

            Y se separaron aquel día más contentos que unas castañuelas. Pero luego pensaron que necesitaban un uniforme y se volvieron a reunir. Les pareció que podrían ponerse sábanas blancas. ¡Ah!, y con capuchas. Capuchas, sí, mirad: mirad esta almohada; si yo le saco la funda, le hago dos agujeros y me la pongo en la cabeza… Así… Así… ¿Qué os parece?

            -¡Un fantasma!

            -¡Huy, qué miedo!

            -¡Qué divertido!

            ¡Qué divertido era montar a caballo vestidos con sábanas y una capucha en la cabeza! Por la noche. Lo hicieron para celebrar el nacimiento del club. Pasearon por el campo y al pasar junto a una cabaña vieron que los negros huían aterrados. Los oficiales aburridos se partieron de risa. Eso sí que era divertido. Los negros eran ignorantes, supersticiosos, y creían en espíritus y fantasmas. ¡Los habían tomado por soldados muertos! ¡Soldados que, levantándose de los campos de batalla, regresaban a sus casas! Oye, ¿y por qué no transformamos la diversión en escarmiento? Vamos a darles una lección a esos negros de mierda. 


            Y se inventaron el truco del vaso de agua. Volvieron a la noche siguiente a pasear por la misma cabaña. La familia, aterrada, quiso encerrarse en ella y entonces los caballeros blancos les dijeron, con una voz ululante que temblaba bajo sus capuchas:

            -¡Agua, por favor! ¿Me dais agua? No he vuelto a beber desde que caí muerto en la batalla de Siloh.

            La batalla de Siloh había ocurrido en 1862. Y estaban en 1865. Los negros, aterrados, ponían los ojos en blanco; y resaltaban más sobre la piel negra. Ahora ya no eran esclavos de sus amos pero lo eran del terror; el terror les daba latigazos en sus cabezas; y el padre de familia volvió a su casa a buscar un vaso y otro y otro… y el fantasma bebía y bebía sin parar y cuando ya se había bebido cinco litros todavía le dijo con ansia:

            -¡Más, más, quiero más! ¡Dame más agua, por favor!

            Luego de quince litros se giraron como espectros y, cuando ya la cabaña quedaba lejos, estallaron en carcajadas. El fantasma que había bebido agua se sacó el tubo que tenía junto a la boca y la bolsa conectada al tubo que, escondida bajo la sábana, contenía los quince litros que acababa de beberse.

            Cada noche era una juerga. Se inventaron un gigante que medía tres metros, con uno de los amigos subido a hombros de otro y la cabeza enorme de un monstruo… una cabeza de quita y pon. Y como en el sur los podían reconocer por sus caballos, para pasar desapercibidos les pusieron, también a los caballos, a modo de gualdrapas, les pusieron sábanas blancas; y capuchas con agujeros; se inventaron palabras misteriosas y se comunicaron con silbidos; todo lo decían en clave. La atmósfera enigmática que se había creado en torno a ellos los hizo aparecer como caballeros para los blancos, y como fantasmas para los negros. Una cruz cuyos brazos ardían y espantaban, con su resplandor nocturno, a los atemorizados negros que creyeron en los fantasmas de sus fantasías.

            Y la broma se convirtió en arma para luchar. El Ku Klux Klan, como nuevo Don Quijote, tal como si fueran caballeros andantes, se propuso defender al indefenso; y el enemigo era el negro brutal y violento, el prescrito que abusaba de las viudas y los huérfanos de los soldados confederados: que eran precisamente quienes abusaban de los negros. El mito se construyó sobre una mentira: y el bueno, que era el malo, castigaba al malo, que era el bueno. Sobre ese mito se construyó el nacimiento de una nación. Así lo pintaría después el cine. Así lo ensalzaría David Griffith: el nacimiento verdadero de una falsa épica; el castigo de la víctima, identificada con el verdugo, a manos de los verdugos, que se creían las víctimas. Así fue como el Klan se opuso a la reconstrucción del país. Porque la reconstrucción que impuso el norte se asentaba sobre el fin de la esclavitud, así como lo pusieron en la decimotercera enmienda. Le ofrecieron el mando al general Lee, “el alma del ejército sudista”, pero lo rechazó porque el Sur no estaba en condiciones de iniciar otra guerra; tenía que actuar en la sombra, y entonces el clan se convertía en el “imperio invisible”, y aquella sería una guerra silenciosa.

            Rescatar al oprimido: y lo harían los granjeros pobres y resentidos. Luchar por la constitución: y lo harían los enemigos de aquella constitución que proclamaba la igualdad de los negros. Ayudar a respetar las leyes: y lo harían sádicos, violadores, destiladores ilegales de whisky, ladrones comunes. Socorrer al que sufre: y lo harían los blancos que causaban el sufrimiento de los negros. Bajo las sábanas del clan había oscuridades en el alma, crímenes, resentimiento, fanatismos, y hasta los negros liberados a veces volvían sus armas contra los otros negros. En medio de este magma donde todo estaba revuelto había, cómo no, jóvenes aburridos. Como los que inventaron el Klan. Que fue un juego que después se alimentó del odio que tenían dentro del odio que crecía hasta derramarse, llegando a las manos, de lo más oscuro que tenían en su corazón: y en su cabeza.

 


5. Peter.

             Luego el Klan enfocó su rabia hacia los extranjeros. Ellos, que descendían de los europeos que habían llegado para expulsar a los indios, no querían que llegaran nuevos europeos. Desde Irlanda, Gran Bretaña, Alemania o Escandinavia embarcaban por millones todos los días buscando la tierra prometida; y los Estados Unidos, que habían ganado y comprado tierras a los reyes desde Méjico hasta Alaska, ahora tenían que repoblarlas; empezó entonces la conquista del oeste. La fiebre del oro llevó a California a miles de chinos. Su silueta triste, con una pértiga al hombro de la que colgaban sus pertenencias, se pintó en el suelo de América en el mismo momento en que se levantaban ciudades en torno a los ríos; miles de aventureros cribaban sus aguas en busca de pepitas: a algunos les sonreía la suerte, otros se volvían a su tierra con las manos vacías; los yacimientos esquilmados se vaciaban de gente y las nuevas ciudades, que habían surgido de la nada mientras buscaban oro, desaparecieron en la nada una vez que se agotaban los yacimientos. Ejércitos de pioneros exploraban las tierras al oeste del Mississipi. Nevada, Texas, Arizona, Nuevo Méjico. Los miembros del klan (o de los clanes, qué más da) se volvieron violentos a medida que sus primeros fundadores, gente acaudalada de la vieja aristocracia del sur, vieron cómo las clases populares se incorporaban al Klan. Cabalgatas nocturnas, amenazas, venganzas, extendieron el terror en medio de las cruces ardientes; llegaron los linchamientos; porque querían una América blanca, anglosajona y protestante, y para ello había que echar a los negros, los católicos, los judíos y hasta los latinos; se llenaron de odio y sangre las blancas sábanas y las fantasmagóricas capuchas.

            Peter nació en una plantación de Alabama. Creció entre esclavos y desde muy niño supo que su destino era trabajar; trabajar gratis porque al esclavo no le pertenecía ni la tierra ni sus frutos, ni el aire que respiraba ni su comida ni sus pensamientos, no le pertenecían, por no pertenecer, ni siquiera los sudores que sudaba; ni la mujer ni sus hijos, ni mucho menos su propio cuerpo, que pertenecía al amo al que pertenecían también su pasado y su destino; su pasado era un barco donde trajeron a sus ancestros: antes del barco no había nada; y su destino era la plantación donde estaba trabajando: más allá de ella para el esclavo nada había. Su presente era la sed, el hambre, la insolación con sus delirios, y sus mareos; la cadena y el látigo, y el capataz, que adornaba el campo como una figura atávica, amenazadora y triste.

            Y un día no pudo soportar el agotamiento. Cansancio era soportar sin queja posible las jornadas interminables. El restallar del látigo cuando tenía que parar porque le fallaban las fuerzas. Pero sobre todo era ver, como una estaca que se le clavaba en lo profundo, la agonía de sus padres. La agonía de verlos envejecer cuando todavía eran jóvenes, y morir cuando tenían que vivir, y estar pletóricos y desfallecer cuando tenían que estar sanos. Su padre murió de unas fiebres que se lo llevaron sin que llegara el médico. Y su madre murió después contaminada, acaso, de las fiebres del marido mientras lo curaba. Cuando Peter se quedó solo ya no había lazo que lo retuviera ni capataces que lo azotaran ni látigos que lo amordazaran: rompió sus cadenas y una noche, al amparo de las sombras, burló barracones, campos y cercas y se fue el norte: allí había oído decir que se habían alzado en armas para liberar a los esclavos. 


            Anduvo días sin parar, días y noches. Alimentándose de plantas y raíces, algún bicho cogido, alguna gallina robada, hasta llegar a un lugar donde vivían los indios cheyenes. Quiso entrar en sus casas y los indios lo cuidaron; y cuando comió y bebió se le fue el cansancio y les contó sus historias mientras ellos le contaban las suyas; supo de Hoja Mellada y Mano Amarilla, y de las guerras que habían tenido luchando con el hombre blanco. Supo también de otros indios que habían conocido a su paso por el norte; dos pieles rojas que, ayudados por Manitú, habían cruzado las praderas buscando a Jerónimo y Toro Sentado; pero el revólver y el rifle habían podido más que  el arco y la flecha, más que el cuchillo con el que cortaban el cuero cabelludo, más que el hacha al que ellos llamaban tomahawk; y tuvieron que acabar fumando la pipa de la paz: que en su caso no era otra cosa más que rendirse.

            Se despidió de ellos. Y antes de llegar al norte lo encontró una patrulla de soldados que le preguntaron de dónde era. Con malas artes se lo arrancaron y lo devolvieron a su hacienda y lo castigaron. Y mientras lo azotaban se acordaba de sus padres, y soñaba con una negra de piel morena y ojos dulces, y vagamente se acordaba de las selvas de África que había oído contar pero nunca había visto. Y volvió a trabajar. Volvió a conocer las bofetadas del sol, el calvario de la plantación, las jornadas interminables. Otra vez le mordió la insolación. Lo dejaron solo como a un perro mientras sus hermanos trabajaban; y vino el techo que se le caía encima, las paredes que daban vueltas, que lo envolvían con sus lenguas, sus troncos ardientes atados con sogas y sus hierbas peladas, todo le daba vueltas con su pesadez, esa pesadez soñada más que física, esa pesadez horrible propia de la fiebre. El mundo perdió sus formas y su sentido y se llenó de sensaciones; simples sensaciones que no significaban nada; formas disueltas en la niebla de la fiebre como un aire hecho grumos, como el cielo en estado coloide, y colores, calores y una serpiente que te apretaba la frente: la serpiente del delirio. Por las noches volvían sus compañeros y lo aliviaban con paños. Estuvo así varios días hasta que ya la fiebre se hizo soportable. Y entonces empezó a soñar. Entonces la pesadilla de los sentidos empezó a convertirse en el sentido de los sueños.

            Vio muchas cosas. Y oyó muchas otras. Oyó el aullido del coyote, que surcaba el aire como un lamento; y le respondió el eco lastimero de una voz, una voz que cantaba, el alma del negro, el soul. Vio a los indios cheyenes poblando la naturaleza. Vio a Jerónimo, vio a los indios sioux. Estaba en las praderas, vio manadas de bisontes, campamentos llenos de tippies, las hermosas tiendas llenas de colores; y se vio a sí mismo abriendo los brazos, piernas abiertas, para dejar que lo llenase el sentimiento de libertad: detrás estaban las praderas y los bisontes; vio a Toro Sentado corriendo junto a la manada y, colocándose al lado de uno, saltó sobre él sentándose sobre su lomo y clavándole el cuchillo sobre la cerviz; luego estaba con los indios en el campamento, las indias estaban tejiendo, la carne se asaba en la lumbre y mientras comían, con la piel del bisonte, una mujer hacía mocasines y se los ponía a su niño pequeño, que reía y saltaba de alegría; otra hizo unos pantalones con hermosos flecos de cuero y se los puso al valiente Toro Sentado; y otro indio sacaba las plumas del águila que había cazado y se las ponía a su corona. Luego vino otra manada y corrían junto a ella rostros pálidos que disparaban como locos, y un disparo, y otro y otro, hasta que fueron cayendo uno a uno y murieron, al final todos los bisontes. Y nadie se hacía ropa con sus pieles ni comía con su carne, exterminio, masacre, hecatombe era la caza del rostro pálido; huella de perdición, tierra hollada pero no habitada, animales extinguidos, y solares esquilmados. 


            Peter se agitaba y había gotas en su frente. Estaba viendo la invasión de la naturaleza. Cómo de vivir en ella se había pasado a hacerla inhabitable, todo por servirse de ella, por servirse más de lo necesario. Vio entonces la persecución de los inmigrantes, y mientras a los indios los perseguían los de ahora a los negros los perseguían los de antes; y a los indios autóctonos expulsados por los blancos sucedieron los negros autóctonos expulsados de África por aquellos americanos que habían sido expulsados de Europa antes de ser americanos. Y vio un indio que le dijo: yo he sido condenado a vivir en la reserva, que es como una tierra de la que no puedo salir, y entonces él le dijo: yo he sido condenado a vivir en la plantación, que es como una reserva de la que no puedo salir y en la que, además, me han hecho esclavo; es como si una anaconda hubiese apretado nuestro poblado metiendo sus tiendas en territorios cada vez más pequeños donde hay menos futuro y menos aire, como el pecho de la víctima es apretado por la serpiente reduciendo el espacio y dejándole cada vez más con menos aire hasta quedarse sin futuro: hasta que muere.

            Y estaban en cautividad. Vio de pronto un trozo inmenso de tierra: el continente africano. La tierra se rajó desde las profundidades allá, por el lago Tanganika, la partió la falla del Rift, fue hace treinta millones de años; y a un lado quedaron las selvas frondosas que crecieron hacia poniente y al otro, donde nace el sol, la tierra se hizo seca y se pobló de sabana: y allí fue donde nació la humanidad, lejos de la vegetación, lejos del paraíso, en una tierra desértica a la que fue expulsada antes de nacer; es como si Dios hubiera elegido un desierto para ponernos en él: no un edén, no un paraíso, como dice la biblia. Y fueron los australopitecos, fue el homo erectus, la humanidad se hizo hábil primero y luego se hizo sabia; es como si sólo pudiéramos pensar después de haber trabajado; o como si el trabajo fuese el caldo donde crece la sopa del saber, nos hicimos neandertales, nos hicimos sapiens. Aquel trozo de África que creció al este del Rift es comparable a un barco que flota en el resto de África, como si África se partiera en dos mitades: una es un barco, un buque errante, una balsa que flota llevándose a la humanidad; y la otra un mar de tierra, una arcadia africana, y así fue cómo África se marchó de África metida en un barco de tierra que transportaba a la humanidad entera; y la humanidad se extendió por Asia, pitecántropos, neandertales, denisovanos, y al hacerse sabia se salió de Europa para probar las tierras de los yorubas, de los mandingas, de los gigantes delgados, de los pigmeos, del Kalahari. Y entonces, cuando por fin llegaron al Edén, vinieron otros barcos que se los volvieron a llevar de África y eran los barcos de los hombres blancos. Un barco de tierra los echó del paraíso, pero eran libres; y otro los volvió a echar, mas para hacerlos esclavos. El viaje hacia el este fueron los horizontes amplios, y el viaje hacia el oeste fue estrechar el horizonte, como si fuera el abrazo de una anaconda, para limitarlo. Peter en su delirio veía barcos y mares, y tierras vírgenes y anacondas, y vio cómo un trozo de África partía a la deriva flotando en el mar, partiéndose en la falla del Rift; igual que la península ibérica, partida en los Pirineos, se perdió flotando en el mar, en la fábula que Saramago había construido, por el océano Atlántico.

            Todo eso lo veía Peter. Y en su cabeza se mezclaban historias reales y cuentos fantásticos. Animales de fábula y bestias auténticas. El mundo que tenemos cerca y los horizontes lejanos. Los indios no querían marcharse y los echaron. Los negros no querían venir y los trajeron. Y ahora que son libres los quieren echar: porque no los quieren en esta tierra si no son esclavos. Por eso tienen que conquistar América: América es tierra de libertad, de aventura, de tierras recónditas e inmensas, América es un mundo nuevo, desde Alaska hasta la Tierra del Fuego. Los negros son raíces de África arrancadas al suelo; luego perdieron la libertad; y ahora son libertad sin raíces que tiene que volver a conquistar ese suelo. América es ese suelo. No la tierra de los yorubas ni los mandingas ni de los ingas (ni de los incas). Todos somos de fuera y todos somos de dentro. Si rascamos un blanco aparecerá debajo un indio; o un negro; “quien no tiene de inga tiene de mandinga”, dicen en Perú; porque todos hemos nacido fuera de nuestra tierra, todos flotamos en un barco de África, saliendo del paraíso. 


            Barcos, tierras, selvas, mares, desiertos se mezclaban en la cabeza de Peter, enfermo. Blancos y asiáticos, indios y negros. Y de pronto le vino la lógica y se abrió el sentido; como los pétalos se abren adornando la corola, entonces se abrieron sus ojos; y estuvo cuerdo, se tocó la frente, todavía estaba sudando pero le vino la lucidez y quiso escapar de nuevo. Quiso ser americano y libre al mismo tiempo y lo guiaba la luz del norte, un faro que había nacido en América para guiar a los barcos que se habían perdido. Debajo del traje estaba la naturaleza, bajo el uniforme estaba la realidad, las ropas escondían la verdadera esencia de América: pues bajo la esclavitud estaba la libertad y había que partir a su conquista. Peter huyó de Alabama, se fue allí donde los negros cuentan y volvió al sur vestido de uniforme: pero fue el uniforme del norte para luchar contra el del sur; el uniforme verdadero de América debajo de la América de mentira. El norte de vista de águila tenía una gorra que le limitaba la visión y el sur, que estaba ciego, vestía un sombrero de amplios horizontes: como si la realidad estuviese atrapada bajo el uniforme y el uniforme la apretaba como un corsé, para no dejarla salir, como una anaconda. Pero la gorra del norte te obligaba a alzar los ojos levantando el mentón, pera ver lejos; y las alas del sombrero les metían pereza a los ojos del sur, que no se querían alzar, mirando al suelo. Y el norte buscaba lo bueno en lo que parece malo mientras que el sur, limitado en su mirar, creía ver cosas malas donde había cosas buenas, solamente porque latían. La carga del hombre negro era el peso de la esclavitud: Kipling se equivocaba; porque la carga del hombre blanco no pesaba de generosidad, sino de egoísmo; el espíritu civilizador sólo era una mentira y detrás de ella no había más que soberbia, vanidad, dominación y codicia.

            He aquí el sueño de África. Y su pesadilla. He aquí el sueño del indio. Y su despertar. El gigante está dormido. Peter quería hacer hojas con la hierba y se acordaba de Walt Whitman, quería bogar libre por el Mississipi, quería ser el negro de Harlem y se acordaba de Lorca. Le parecía todo un delirio en medio de una borrachera, y entonces se acordaba de Poe. ¿Por qué el indio de Twain tenía que ser malo? ¿Por qué? ¿Por qué eran malos los negros ce Griffith? Debajo de una América falsa tiene que haber una América profunda. Lo viejo latiendo en lo nuevo, viejo y nuevo de verdad, no lo viejo y lo nuevo falsos, que dejan de latir y se congelan. Fin de la guerra. Peter recuerda aquel guisado que comió con los negros libres en su nueva tierra de Alabama: primero fue la carne, luego las patatas, después las judías verdes, luego rectifica la sal, los condimentos. América fue como el guiso que se estaba comiendo. Primero fueron los indios, luego el rostro pálido, después vinieron los negros, los irlandeses y los chinos, y los nuevos europeos vinieron; ninguno por sí solo pintó nada en América, como la carne y las patatas, por sí solas, no hacen un buen guiso; lo interesante es juntarlos todos; fusionarlos, envolverlos, ponerlo todo en común, hacer de todos uno. Así era América para él. Ésa era su Ítaca, su Sefarad, su hermosa tierra prometida.

            La cara de Peter todavía era joven. Pero en su mirada, siempre alegre, ya había sufrimiento. Todo él era bondad, pero había conocido negros malos y blancos buenos, todo estaba mezclado y no como se mezcla en el guiso, sino en la despensa: amontonado; y en su rostro luminoso ya se oscurecía todo lo tenebroso que hay en el mundo. Todavía podía reír: y reía, pues se alegraba porque ahora sabía que era libre de conocer a la hermosa negra que había de poner luz en su noche, sal en su guiso. Peter era libre. Y aquel día paseaba por las calles de Alabama y vio jugar a un niño y vio una víbora junto a su pie y lo empujó para salvarlo y luego la pisó con el calcañar porque quería aplastar el veneno, evitar la picadura. Y como suele aparecer lo falso tapando lo auténtico allí también pareció que empujaba al niño para pegarle, no para matar a la víbora. Los blancos airados descargaron su cólera contra él. ¡Un negro, lo había agredido un negro! Cargaron su odio en cada una de sus patadas, de sus puñetazos, le rompieron los dientes y las costillas y le molieron los huesos y le partieron el labio. La nariz rota, los pómulos, los ojos los tenía amoratados.

            Pero después de descargar su ira vieron la víbora en el suelo. Miraron al niño, que estaba fresco, un poco asustado quizá, pero tranquilo. Y al mirar el cuerpo de Peter sintieron vergüenza y no se atrevieron a moverse. Entre ellos salió una mujer. Una mujer sabia, ya vieja; se veía que era sabia por su frente tranquila y su mirada triste. Sus ojos pacíficos no mostraban ni una gota de rencor, era estupor tranquilo porque bien sabía que la gente, cuando odia, sólo odia porque sufre; y que la urgencia de salvar a la víctima no debe privarnos nunca del cuidado de salvar al verdugo: que es una víctima de sí mismo; esclavo de su afán de esclavitud, ignorante de que un esclavo puede ser libre aunque lo esclavicen. Aquella mujer se acercó a Peter. Su piel negra estaba teñida de rojo y en las heridas comprendió que tendría que quitarle la camisa para curarlo: se la quitó. Le sacó las mangas y le dio la vuelta, y los ojos espantados se vistieron de blanco porque todo lo que veían era negro. Algunos de los presentes temblaron también. Porque su espalda, desde el cuello hasta la cintura, estaba cubierta de culebras, duras como cuerdas, como si en la piel se hubieran clavado miles de alambres rígidos que se retorcían, como arabescos, como relieves en la decoración de un vaso, líneas cruzadas, trenzas, nervios, esparto que algún día tuvo que sangrar, con fiebres espantosas y dolores horribles. Eran, en la claridad desnuda de una piel negra, emergiendo desde la camisa, las mordeduras feroces de un látigo. Y el pasado silbaba como los látigos del tiempo. Porque el tiempo se llenó de cicatrices.