LA CONQUISTA DE
AMÉRICA
Peter era un joven alegre de rostro
espigado; vivía por las tierras de Alabama. Aquel día paseaba tranquilamente
junto a unos niños que jugaban despreocupados y allí, junto a los pies del más
pequeño, se agitaba una víbora dispuesta a picarlo. Bob le dio un empujón y lo
tiró al suelo. Después clavó el talón en la cabeza de la víbora y cuando buscó
al niño con la mirada, queriéndolo tranquilizar, vio que se había levantado y
corría, asustado, hacia sus padres; minutos después Bob yacía en el suelo vapuleado,
pateado, con la cara amoratada y lleno de sangre. Tenía los labios hinchados
pero era fácil ver que, debajo de los bultos de los golpes, tenía los bultos de
su raza; y eran sus labios gruesos y el pelo rizado y la nariz chata; porque
Peter era oscuro como la noche y en esa oscuridad brillaban sus ojos, y los dientes
eran blancos como fogonazos. Todos habían visto cómo empujaba al niño; pero
nadie vio la culebra de colmillos largos dispuesta a inyectarle su veneno para
matarlo.
1. Los indios.
Peter era descendiente de los
esclavos negros que, en los Estados del sur, fueron vendidos para trabajar en
las plantaciones de tabaco. Los trajeron de África, donde los padres de sus
padres llevaban una vida libre antes de ser hacinados en los barcos. Así se
construyó América. América fue un continente vacío que se llenó de asiáticos y
polinesios cruzando por un estrecho helado. Allí se vistieron con pieles de
animales, telas de colores, se adornaron con plumas y vivieron en tiendas junto
a los ríos, y en las praderas, y en las montañas. Allí había ciervos, castores,
nutrias, pumas, bisontes, osos y jaguares. El coyote. Y comían su carne y
comían maíz y patatas y fumaban la pipa de la paz porque habían descubierto el
tabaco. El coyote. El coyote clavaba su aullido en las entrañas de la noche y
era un sonido lúgubre y melancólico, que se perdía en el espacio mientras
planeaba sobre ellos, dormitando, el vuelo de las águilas.
Así era América en los tiempos
lejanos. Los montes Apalaches. Las montañas Rocosas. Las lejanas praderas. El
cañón del Colorado y los hermosos valles. Los indios cheyenes; pueblos,
seminolas, apaches y arapahos. Las coronas de plumas que adornaban a sus viejos
hasta los pies, Jerónimo, Nube Roja, Caballo Loco, Mano Amarilla, Hoja Mellada,
Toro Sentado: los grandes jefes de la gesta trágica; héroes altivos, la lucha
de los pieles rojas con el hombre blanco. Pieles rojas porque se teñían de
rojo, con tintes que sacaban de la tierra y del jugo de las uvas. Vivían en
tiendas cónicas que hacían con piel de bisonte y las decoraban con figuras de
astros y animales; y dentro estaba el hogar, que ardía sobre unas piedras y
sobre él colgaba el maíz, la patata, la carne: y una calavera de vaca ornaba
las paredes con sus cuernos mayestáticos y sus ojos vacíos. Escudos hechos de
piel, como las camas, como el calzado, como el vestido; como las piraguas.
Les gustaba cazar caballos y
domarlos. Y tenían tambores y flautas, y vasos, y ánforas y cestos, y arcos de madera
y hermosos carcajs hechos de piel como los escudos de piel de bisonte; el temible tomahawk, y el lazo. Se pintaban
la cara para comunicarse entre ellos y había un lenguaje de plumas y se hacían
señales de humo y tenían también el lenguaje de las manos. Mocasines. Hermosos
mocasines de piel cosida adaptados al pie, y el tótem, los troncos labrados con
figuras de animales y tocados con alas; la figura histriónica del hechicero, la
caza del ciervo, la lucha con el oso, pescando entre los ríos, la caza del
bisonte: voluntarios para el tormento; porque bailando hasta agotarse y en el
sufrimiento extremo los jóvenes creían que ahuyentaban a los espíritus
malignos. Manitú. Los muertos envueltos en pieles, abandonados sobre unas
estacas mientras las mujeres tejen y la danza del bisonte, al son de los
tambores (graves, lúgubres como el llanto del coyote), llenaba de música el
corazón austero de los indios americanos.
Pero un día vinieron gentes
extrañas. Ponce de León, Jacques Cartier, Giovanni de Verrazano. Vinieron
casacas azules y casacas rojas, los ingleses y franceses en altas canoas
pobladas de cortinajes sin remos, y ojos que disparaban fuego: extraños barcos.
Y el hombre blanco se peleaba y los indios perseguidos aprovecharon entonces y
peleaban los ingleses con los franceses, los americanos contra los ingleses,
los pieles rojas entre sí, pieles rojas contra rostros pálidos. Y vino George
Washington y los ingleses se marcharon. Pero América se llenó de inmigrantes
que venían en otros barcos, pioneros, caravanas, los pieles rojas los atacaban
porque los obligaban a huir retrocediendo hacia el oeste, perseguidos por los
colonos. Y se compraron fusiles y tuvieron que matar para no huir, la revuelta
de Tecumseh: Pájaro Negro atacaba los fuertes pero fue la fiebre del oro y se
metió el ferrocarril, la gente sin escrúpulos poblaba los ríos, vinieron los
barcos de vapor con sus chimeneas altas, invadieron la Florida, que era ya lo
último que les quedaba: y el general Jackson lo tuvo bien fácil; fue la derrota
de los seminolas y la viruela los derrotó también, los indios sioux sufrieron también
de sus estragos.
Todos los hemos visto en las
películas. Los indios asaltaban las diligencias, asaltaban las caravanas y
América se llenó de fuertes: cercas de troncos con adarves y banderas ondeando
al viento y soldados que combatían a los indios pero en tiempos de paz no eran
fuertes, sino mercados: indios y blancos llevaban sus mercancías, alfombras,
víveres, pieles y vasijas, y así crecieron, sobre la estela de Fort Duquesne, Fort
Laramie y otras fortalezas. Era el tiempo en que la caballería patrullaba, unas
veces para defender a los indios, que los atacaban los bandoleros blancos, y
otras para exterminarlos. Y los indios, desconcertados, atacaban las haciendas
indefensas porque ya no distinguían entre los blancos buenos y los blancos
malos, ahora eran los mismos los buenos y los malos. Y vinieron las gestas más
crueles que marcaron el fin de esta epopeya. La matanza de la familia de
Jerónimo, su venganza; pero el sur empezó a llenarse de reservas y junto a los
comanches los kiowas, y con los apaches se desvaneció la resistencia india en
el sur. Derrotaron a los sioux. Dirigidos por Toro Sentado. La batalla de
Little Big Horne, el general Custer, el séptimo de caballería, la gran victoria
de los indios. Hasta que murieron los grandes jefes: Jerónimo, Nube Roja, Mano
Amarilla, Toro Sentado.
Sí, Toro Sentado. Toro Sentado fue
el gran jefe amado por su pueblo, respetado por todos y temido por los blancos.
Su espíritu inspiró, convirtiéndose en palabra, la danza de los espectros. El
siglo XIX tocaba a su fin. Los indios vivían en reservas, confinados en lugares
pobres y apartados, resignados a vivir en paz, pero también sin sueños; sin
pena pero sin gloria... Las reservas parecían lugares donde vivía el cuerpo del
indio pero no su alma; y amputado de su espíritu, de sus ganas de correr,
añorando las amplias praderas, los verdes valles, las altas montañas. Lugares
donde se vive sin ilusión, donde el tiempo corre porque tiene que correr, sin
futuro, como una carrera sin meta, proyectados desde el pasado, pero el pasado
también te lo están borrando. Te emborrachan, te hacen perder el horizonte, la
visión de conjunto, el sentido de la perspectiva, así acabaron los indios. Y el
espíritu de Toro Sentado les inspiró la danza de los espectros. Que era como la
muerte a la que invocaban para poder salvar su alma. Iluminados por el fuego,
que encendía sus corazones con el resplandor de las hogueras, daba fogonazos en
su alma y los jóvenes se volvían a sentir guerreros, y prendió la insurrección
porque volvieron los antepasados. Se les prohibió aquella danza guerrera y
acabó la guerra: que, cuando las mentes se ciegan, si te prohíben el ansia de
guerra vas a la guerra porque te lo han prohibido y si no te lo prohíben da
igual: porque de todas formas lo que quieres es guerra. Todo ofende a la lógica
cuando lo aplastan a uno y lo único que queda es violencia contra la violencia
de ser aplastado.
En aquella insurrección postrera
murió el gran jefe Toro Sentado. Que se llamaba así porque perseguía a caballo
a los bisontes saltando a horcajadas para clavarles el cuchillo en la cruz,
hombre contra bestia en el centro de la manada. El hombre blanco no lo hacía igual.
Rodeaba las manadas a caballo y disparaban con sus rifles hasta acabar con la
manada entera. Dos formas distintas de luchar, dos estilos. El combate singular
del hombre contra la bestia y el exterminio de las bestias con su máquina de
destrucción, sin enfrentarse a ellas, por el hombre. Pelear con la naturaleza o
destruirla, ése era el dilema: el hombre blanco destruyó lo que no le hacía
falta y los pieles rojas respetaron lo que, por ser sustento, nunca podrían
destruir: porque les hacía falta.
2. Los negros.
Los volcanes tiraron de la tierra
hacia arriba. Las grietas tiraron de la tierra hacia abajo. La tierra se rajó
como una hoja de papel y en aquel valle se hundieron
las cosas, y África se marchó de África, expulsada por una fractura que flotaba
en el océano: la falla del Rift, que empezaba en Mozambique y subía por los
grandes lagos, pasando por el Mar Rojo hasta el Jordán. La tierra se rompió y
en aquel barco de tierra estuvo la cuna de la humanidad. Y por eso el ser
humano nació al ser expulsado. Ya nadie se acuerda del erectus, que se desparramó
por el mundo hasta que se hizo sabio.
La tierra se rompió para
expulsarnos. Nuestro destino es ser expulsados de la selva a la sabana, del
África hacia Asia, y no nacimos en el Edén sino en el desierto; nuestro destino
es viajar, vagar eternamente como un holandés errante, condenados a poblar la
tierra en un buque fantasma. Y volvimos al África para ser expulsados del mundo
libre, yorubas y mandingas, que
vivíamos tranquilamente en las frondosas selvas y nos hacinaron en barcos para
llevarnos, como salvajes, a un nuevo mundo: seguramente para civilizarnos. Todo
es migrar, todo es viajar, todo es arrancarnos las raíces que nos sujetaban a
la tierra. Perder, en el viaje, una parte de nosotros mismos. O perderlo todo
tal vez. Homo viator.
Nacimos cuando fuimos expulsados del paraíso pero no nos
expulsaron por pecar, sino al revés: primero nos expulsaron y nacimos después.
Y no nos expulsó Dios, qué va: nos expulsó la tierra; la tierra, que no quiso
acogernos sino después de haber destrozado nuestro paraíso. En aquel tiempo
hubo un cambio climático. Y fueron los australopitecos, fueron los parántropos,
fueron, después de monos, los seres humanos. Y se extendieron por Asia, por
Europa, fueron al continente que se llama como el océano y de allí saltaron a
América: un mundo nuevo, un mundo hueco. Nos arrancaron de nuestra tierra para
hacernos esclavos. Primero nos obligaron a cargar el marfil, kilómetros y
kilómetros colmillo al hombro, la carga del hombre negro, la carga pesada.
Luego nos llevaron a las minas y sudábamos gotas de vida para extraer el oro,
para meternos en el vientre de la tierra, para arrancarle los diamantes. Y
fueron luego barcos enormes donde cada milímetro era medido para que
ahorráramos espacio. Dormíamos como chinches cuando vino a buscarnos el hombre
blanco.
Yo estaba tranquilo, yoruba en
Dahomey, mandinga en el Volta, pescador en Senegal, caminando por el Congo. Yo
le arrancaba los frutos a la tierra y junto al mismo árbol que me había dado su
jugo, saboreando la fruta, pensaba en la negrita de manos negras, negras como
la noche, y en el brillo de sus ojos, y en su vientre dulce y en sus pechos. Yo
pensaba en esa niña cuando salieron unos monstruos del mar: monstruos de dos
patas, me golpearon con sus palos, con sus armas de fuego, con sus cuchillos, ya muy cerca de la aldea.
Me cargaron de cadenas y cuando pude ver mi aldea, estaba rodeada de monstruos
y de allí nos sacaron a todos y nos metieron en chozas y a algunos los ataban
entre dos estacas, brazos en alto, y los rajaban a latigazos: así se rajó la
tierra para sacarnos de África, para privarnos de la selva, de la vegetación
frondosa y espesa, de la fruta jugosa, del paraíso. Luego llegaron los barcos y
nos metieron hacinados, aprovechando siempre el espacio hasta los milímetros. Tres
meses viajando así, meses a merced de las olas, surcando un mar enorme, el
océano Atlántico. Vi morir a la gente como conejos; centenares de negros como
yo morían agotados, hambrientos y sedientos, pensando en nuestra casa, muriéndonos
de pena. Y luego nos vendían. Trabajábamos en las plantaciones de azúcar, de
algodón o de tabaco. Seis años no más podíamos vivir, no llegábamos a viejo; no
llegábamos a viejo, no, nuestro jugo se secaba muy pronto, moríamos agotados; o
abrasados por el sol, o cosidos a latigazos, carcomidos por la fiebre,
destrozados por la pena, padres separados de sus hijos, hombres de sus mujeres,
amigos de sus amigos, raíces arrancadas al suelo donde habían crecido, raíces
de África. ¡Y cuántas veces nos levantamos contra los amos, presas de
desesperación! ¡Cuántas rebeliones ahogadas en sangre, salpicadas en el látigo,
deseando morir en la horca por no morir apaleados!
Hijos de una tierra rota nacidos de
una emigración, fuimos expulsados del paraíso y empujados a la sabana. Estamos marcados
a fuego y nuestro destino es viajar: lo tenemos escrito en la frente, lo tenemos
escrito en la sangre. En ese viaje trágico unos han conseguido mandar y nos mandan;
nos obligan a cargar colmillos de marfil, a andar por la fuerza adonde nos
mandan, la cerviz cansada, bultos enormes en nuestras espaldas, fardos que
sudan bajo el sol con la amenaza del látigo: ésa es la carga del hombre negro.
Y el blanco presume de sacrificio, del sacrificio de ayudar al negro que no se
quiere civilizar porque es salvaje; de hacerlo cautivo para que se deje enseñar
y aprenda de su savia generosa, lo mismo que el niño aprende cuando lo
obligamos a ir a la escuela si no quiere: por eso el hombre blanco obliga al
negro; por eso manda a sus hijos al exilio para regar a los salvajes con su
generosidad como se riega un árbol: dolorosos, resignados, sacrificados para
salvar al negro indolente que no quiere sacrificarse: ésa es la carga que
imaginó Rudyard Kipling; el fardo pesado que tiene que portear, el duro yugo
con el que tiene que andar, la carga del hombre blanco.
3. La guerra.
Una cortina de fuego bajó del cielo.
La cólera de Dios se destiló en gotas incandescentes que quemaron las ciudades,
arrasando sus casas, sus calles, sus templos, sus fiestas, sus comercios, sus
bibliotecas. El fuego calcinó el placer, la alegría, la curiosidad confundida
con la soberbia, el estudio que se tomó por idolatría, el goce del espíritu
aniquiló al goce del cuerpo, la risa que parecía ofender a Dios, todo lo que
nos hacía felices fue destruido pues la felicidad no podía estar al marcen de
Dios; y Dios, en su espíritu, nunca hubiera perseguido el cuerpo sin alma si no
es porque el alma se había convertido antes en enemiga del cuerpo, empeñada en
vivir a través de la muerte en vida que nos da el aburrimiento; lo que hizo
caer fuego fue el cuerpo de Dios, con el que los templos habían vestido al
espíritu para convertirlo en despotismo; y fue ese espíritu mundano el que hizo
caer fuego, cuando la cólera le resultaba extraña al espíritu verdadero de
dios.
Una cortina de fuego subió al cielo.
Brotó de la tierra, de las bocas de los cañones que se estrellaron en los
muros, los despedazaron, los devastaron, y ardió todo lo que podía arder en la
cólera de los hombres que copiaron a Dios: después de haberse copiado a sí
mismos en su cólera; la que arrasó Sodoma; la que hundió la civilización para
crearla de nuevo, como el niño patea un castillo de arena para volverlo a hacer mientras juega en la playa. El bombardeo de
Fort Sumter fue el punto de arranque de la guerra de Secesión.
Peter contemplaba el fuego con el
resplandor regando sus ojos abiertos, todavía incrédulos y alucinados. Desde
que salvó al niño de la mordedura de la víbora habían pasado muchas cosas. La
paliza que le dieron. Las que les dieron a muchos negros en Alabama. El látigo
descendía despiadado sobre sus espaldas. Escapó como lo hizo Sejourner, que
nació esclava. Los esclavos huían al norte y cuando Lincoln proclamó su
emancipación, se alistaron como voluntarios. Más de cien mil negros fueron a
combatir en el ejército de la Unión, la que luchó por sus libertades; contra el
ejército confederado que se empeñaba en
mantenerlos esclavos en Virginia, en Georgia, en Florida, en Alabama.
Peter conoció la guerra y vio morir a los suyos y a los otros y en su cabeza
hay escenas terribles de cabezas sin alma, cuerpos sin brazos, soldados
despedazados a cañonazos, jóvenes dolientes, gente que había perdido su
juventud en la batalla. Y ahora, mientras contemplaba las llamas, no podía comprender
lo que estaba pasando; admiraba, sí, el formidable espíritu de guerra que se
había desatado en las filas del Sur, intrépido David que atacaba con brío al
Goliath del Norte; pero no se le metía en la cabeza que la fe del entusiasmo no
procediera de la defensa de su libertad amenazada, sino del empeño criminal por
tener esclavos a los negros. ¡Cómo puede uno arriesgar su vida y entregarla con
generosidad, sacrificándose por la causa, para conservar el derecho despótico
de esclavizar y explotar y abusar y matar y atormentar a la gente a latigazos!
No lo comprendía. En su mente cabía
el sacrificio generoso de vivir libre y ayudar, pero no se le metía en la
cabeza que el vivir a costa de otro pudiera engendrar sacrificios generosos. Y
ahora Atlanta estaba en llamas. El viejo mundo se desmoronaba ante sus ojos
pero él no era capaz de ver, entre las cenizas, cómo sería el mundo nuevo.
Sabía, sí, que sería un mundo libre, pero no sabía a qué sabía la libertad; no
la había probado nunca; ni sabía a qué huele ni cómo hay que mirarla; ni cómo
es su música, ni cómo sería su piel cuando la tocara. Él había crecido con las
canciones de los esclavos, pero ¿cómo serían ahora sus canciones? No tendrían
el sabor del látigo y por eso las imaginaba bellas, pero temía que el mundo
libre disolviera, entre las ciudades de la Unión, el sabor de ser mandinga.
Sabía lo que perdía y eso le gustaba; pero no sabía lo que ganaba y eso lo
temía, sí.
Entre las llamas de Atlanta adivinaba
otras llamas; las que quemaron las plantaciones del Sur, con las teas del
ejército del norte, el general Grant a la cabeza; todavía tenía en el cerebro
el olor de los campos, el resplandor que lo cegaba, el sabor del polvo del aire
que se le metía en los labios, y el crepitar de las llamas que todavía le ardía
en las orejas. Los territorios del sur, que engendraron al ejército
confederado, donde era todo una mancha blanca que había puesto banderas rojas
con cruces azules en forma de aspa; el ala de sus sombreros parecía proyectar
sus ojos más allá del horizonte, muy lejos de donde estaban; en cambio los
ejércitos del norte tenían unas gorras con visera que les tapaban los ojos
impidiéndoles ver, quizá, más allá de sus narices. Pero la realidad era el
revés que sus uniformes; los que miraban al futuro eran las gentes del norte y
los del sur, cuando miraban, tenían la vista corta. El norte eran las ciudades
y la industria, y las vías del ferrocarril, y la máquina de vapor y los barcos;
pero el sur no tenía más que campos que tenía que cultivar y para eso
necesitaba esclavos; no es que el norte fuera bueno y el sur fuera malo, sino
que la gente mala del norte, para prosperar, no necesitaba a los esclavos;
mientras que la gente buena del sur tenía la bondad cegada por la maldad de la
esclavitud, que le tapaba los ojos, se los tapaba.
Peter asistía al final de la
contienda entre las llamas de Atlanta. Si el norte había creído que podía
sofocar la rebelión con unos cuantos soldados, cuando el sur hablaba de invadir
Washington todos comprendieron que la guerra iba para largo. Y una serpiente
asfixió a los Estados del sur apretándolos con su abrazo (trenes, armas,
fuertes y barcos), para bloquear el comercio, para aislarlos: y funcionó; la
operación Anaconda estranguló al sur mientras las operaciones militares pasaban
por encima del heroísmo de los confederados; pronto se rendiría el general Lee;
los soldados de la Unión, de los Estados libres, que defendían, con el
progreso, la libertad de los esclavos, también habían sido heroicos; pero no
era lo mismo el heroísmo de los creyentes que el heroísmo de los fanáticos; y
entre los dos había habido, tampoco hay que olvidarlo, gentes pacíficas y
temerosas, y hasta gentes malvadas y cobardes.
La guerra de Secesión llegaba a su
fin. Lo veían los grandes estrategas, que miraban las cosas como quien mira
desde lo alto de una colina y lo ven todo; nosotros, los que luchamos, sólo
vemos la parte donde estamos y por eso donde miramos vemos ilusiones falsas; a
veces creemos que las cosas van bien cuando van mal, y es porque somos un foco
de esplendor en medio de un desierto quemado; y, cegados por el resplandor de
nuestro valle, no vemos la inmensidad del desierto que avanza sobre nosotros y
avanzará, inexorablemente, hasta ahogarnos. Eso le pasaba a Peter mientras
contemplaba las llamas. No podía hacerse una idea de lo que estaba ocurriendo
pero las voces, la atmósfera, los rumores, coincidían: se estaba acabando la
guerra; el Sur estaba derrotado.
El corazón del sur estaba en Atlanta
y él estaba entre las ruinas, entre ruedas arrancadas a los carros, cañones
arrancados a las ruedas, soldados muertos por todas partes: la capital de
Georgia, Atlanta, estaba en las llamas. El cielo era rojo y amarillo y por
encima del resplandor el humo era negro. Las casas de madera crepitaban como
crepita la leña en las hogueras. Las ventanas parecían ojos blancos y miraban
como fogonazos mientras las paredes se desmoronaban sobre pavesas. En medio del
incendio penetraba el ejército vencedor. La infantería con los fusiles en alto,
las bayonetas, espectros borrosos en la nube de fuego, y al frente, como un
símil de la victoria, los oficiales a caballo. Nada más estallar la guerra la
nación india se había rebelado aprovechando la debilidad de los rostros
pálidos; pero no pudieron las lanzas derrotar a los fusiles y a los primeros
carros blindados; y al final tuvieron que enterrar de nuevo el hacha de guerra;
cuando el invencible Nube Roja conoció la derrota y sus bravos guerreros tuvieron que agachar la
cerviz, pues la historia se resolvía entre el norte y el sur y no entre los
pieles rojas y los rostros pálidos.
4. La broma.
La noche envolvía las formas y las
disolvía en una oscuridad sin principio ni fin; y era un pozo sin sombras,
porque para que haya sombras siempre es necesaria la luz. Peter se acercaba a
su pueblo. Sus ojos intentaban ver algo cuando apareció un resplandor a lo
lejos. Fue una luz débil, y aumentaba en intensidad al mismo tiempo que de
tamaño: Peter se estremeció; se tiró al suelo esperando no ser visto y su
corazón empezó a latir con la fuerza de un martillo; demasiado sabía lo que
significaba aquella cruz; sus brazos ardientes le prestaban a la noche el
resplandor de los fantasmas; y unos hombres blancos clavaron una cabeza (hacía
un ruido terrible) sobre una estaca que colocaron a su vez, a la entrada del
pueblo, cavando con pico y pala; después se marcharon. Desde entonces se verían
en el sur cosas terribles y extrañas. Negros vivos ardiendo. Negros castrados.
Postales tenebrosas con los cadáveres exangües. Pronto sabría Peter lo que le
esperaba: la guerra de las armas había terminado, pero en la cabeza de la gente
seguía habiendo guerra.
Ahora entendía Peter el episodio de
la víbora. Él volvía al sur, pero el sur no volvía a él. Ahora había una ley
que los hacía iguales a todos, pero los hechos chocaban contra sus derechos como
choca la roca contra la espuma del mar; y los hechos se confabulaban para que todo siguiera como siempre. Recordó lo que
aquel viejo le había dicho sobre los indios; sobre los negros.
Los indios no
querían marcharse
y los echaron.
Los negros no
querían venir
y los trajeron.
Y ahora que les habían arrancado sus
raíces y que sólo eran yorubas y mandingas en el recuerdo de su raza, y que en
la tierra de los mandingas y los yorubas no había sitio para ellos, los querían
echar. Dile que es libre a un árbol que acabas de arrancar del suelo y no tiene
tierra para crecer. Díselo. Yo soy un negro traído a la fuerza y ahora que
donde nací no tengo casa, me quieren echar a la fuerza también. Son cosas del
clan.
El clan. Hay que remontarse a 1964.
Acababa de terminar la guerra y seis oficiales confederados volvían a sus
casas, donde les esperaba el aburrimiento; el aburrimiento pesa en las mentes
ociosas como pesa en los estómagos el vacio del hambre; sólo que donde tienen
el vacío quienes se aburren siempre es en la cabeza. Comidos y bien vestidos.
Sin nada que hacer. Sin ganas de pensar. Había que divertirse, para la broma
tenían ganas, para eso sí les apetecía pensar; y pensaron. Se reunieron en el
despacho del juez, que era el padre del oficial Jones, Calvin Jones.
-Tenemos que crear un club, no sé,
algo con lo que poder divertirnos.
-¡Una sociedad secreta! –dijo el
coronel Lester-. ¿Por qué no creamos una sociedad secreta?
Claro; y lo primero es ponerle un
nombre.
-Una sociedad, un círculo, una
banda. ¿Por qué no lo llamamos kuklos, que es como se dice en griego?
Richard Reed sabía algo de griego. Y
el capitán Kennedy era escocés.
-En Escocia lo llamamos clan –miró a
sus amigos-: todos nosotros tenemos antepasados en Escocia y en Irlanda, ¿por
qué no lo llamamos así?
Le respondió el capitán Crowe:
-¡Pero es lo mismo! ¡Kuklos
significa lo mismo que clan! ¡El clan es la tribu!
-Más o menos –le replicó McCord-. No
exactamente.
-¿Y qué? ¿No es una broma? ¿Entonces
por qué nos preocupamos por el significado de las palabras? ¿No es mejor
fijarse en cómo suenan?
-Y en cómo se escriben –replicó el
capitán Kennedy-. ¿Y si escribiéramos “clan” con k?
-No está mal –accedió McCord saboreando
las palabras-. Kuklos klan. Impactante, ¿no?
-¡Sí! –gritaron todos al unísono. Ya
repetían con placer esas palabras cuando se le ocurrió otra treta a uno de los
amigos.
-Podríamos partir en dos la palabra
“kuklos”.
-Ku klos. Ku Klos Klan.
-Hm… tiene ritmo; y fuerza. Parecen
tres golpes de tambor.
-Pero si le ponemos una X tendrá más
impacto.
-Klox.
-¿Y la U? ¿Por qué no le ponemos una
U? Suena mejor.
-Klux.
-Ku Klux Klan.
Los seis amigos repitieron las tres
palabras, se regodearon con ellas hasta la saciedad y les acabaron gustando;
acababan de crear una sociedad secreta; la broma no hacía más que empezar.
Y se separaron aquel día más
contentos que unas castañuelas. Pero luego pensaron que necesitaban un uniforme
y se volvieron a reunir. Les pareció que podrían ponerse sábanas blancas. ¡Ah!,
y con capuchas. Capuchas, sí, mirad: mirad esta almohada; si yo le saco la
funda, le hago dos agujeros y me la pongo en la cabeza… Así… Así… ¿Qué os
parece?
-¡Un fantasma!
-¡Huy, qué miedo!
-¡Qué divertido!
¡Qué divertido era montar a caballo
vestidos con sábanas y una capucha en la cabeza! Por la noche. Lo hicieron para
celebrar el nacimiento del club. Pasearon por el campo y al pasar junto a una
cabaña vieron que los negros huían aterrados. Los oficiales aburridos se
partieron de risa. Eso sí que era divertido. Los negros eran ignorantes,
supersticiosos, y creían en espíritus y fantasmas. ¡Los habían tomado por
soldados muertos! ¡Soldados que, levantándose de los campos de batalla, regresaban
a sus casas! Oye, ¿y por qué no transformamos la diversión en escarmiento?
Vamos a darles una lección a esos negros de mierda.
Y se inventaron el truco del vaso de
agua. Volvieron a la noche siguiente a pasear por la misma cabaña. La familia,
aterrada, quiso encerrarse en ella y entonces los caballeros blancos les
dijeron, con una voz ululante que temblaba bajo sus capuchas:
-¡Agua, por favor! ¿Me dais agua? No
he vuelto a beber desde que caí muerto en la batalla de Siloh.
La batalla de Siloh había ocurrido
en 1862. Y estaban en 1865. Los negros, aterrados, ponían los ojos en blanco; y
resaltaban más sobre la piel negra. Ahora ya no eran esclavos de sus amos pero
lo eran del terror; el terror les daba latigazos en sus cabezas; y el padre de
familia volvió a su casa a buscar un vaso y otro y otro… y el fantasma bebía y
bebía sin parar y cuando ya se había bebido cinco litros todavía le dijo con
ansia:
-¡Más, más, quiero más! ¡Dame más
agua, por favor!
Luego de quince litros se giraron
como espectros y, cuando ya la cabaña quedaba lejos, estallaron en carcajadas.
El fantasma que había bebido agua se sacó el tubo que tenía junto a la boca y
la bolsa conectada al tubo que, escondida bajo la sábana, contenía los quince
litros que acababa de beberse.
Cada noche era una juerga. Se
inventaron un gigante que medía tres metros, con uno de los amigos subido a
hombros de otro y la cabeza enorme de un monstruo… una cabeza de quita y pon. Y
como en el sur los podían reconocer por sus caballos, para pasar desapercibidos
les pusieron, también a los caballos, a modo de gualdrapas, les pusieron
sábanas blancas; y capuchas con agujeros; se inventaron palabras misteriosas y
se comunicaron con silbidos; todo lo decían en clave. La atmósfera enigmática
que se había creado en torno a ellos los hizo aparecer como caballeros para los
blancos, y como fantasmas para los negros. Una cruz cuyos brazos ardían y
espantaban, con su resplandor nocturno, a los atemorizados negros que creyeron
en los fantasmas de sus fantasías.
Y la broma se convirtió en arma para
luchar. El Ku Klux Klan, como nuevo Don Quijote, tal como si fueran caballeros
andantes, se propuso defender al indefenso; y el enemigo era el negro brutal y
violento, el prescrito que abusaba de las viudas y los huérfanos de los
soldados confederados: que eran precisamente quienes abusaban de los negros. El
mito se construyó sobre una mentira: y el bueno, que era el malo, castigaba al
malo, que era el bueno. Sobre ese mito se construyó el nacimiento de una
nación. Así lo pintaría después el cine. Así lo ensalzaría David Griffith: el
nacimiento verdadero de una falsa épica; el castigo de la víctima, identificada
con el verdugo, a manos de los verdugos, que se creían las víctimas. Así fue
como el Klan se opuso a la reconstrucción del país. Porque la reconstrucción
que impuso el norte se asentaba sobre el fin de la esclavitud, así como lo
pusieron en la decimotercera enmienda. Le ofrecieron el mando al general Lee,
“el alma del ejército sudista”, pero lo rechazó porque el Sur no estaba en
condiciones de iniciar otra guerra; tenía que actuar en la sombra, y entonces
el clan se convertía en el “imperio invisible”, y aquella sería una guerra
silenciosa.
Rescatar al oprimido: y lo harían los
granjeros pobres y resentidos. Luchar por la constitución: y lo harían los enemigos
de aquella constitución que proclamaba la igualdad de los negros. Ayudar a
respetar las leyes: y lo harían sádicos, violadores, destiladores ilegales de
whisky, ladrones comunes. Socorrer al que sufre: y lo harían los blancos que
causaban el sufrimiento de los negros. Bajo las sábanas del clan había
oscuridades en el alma, crímenes, resentimiento, fanatismos, y hasta los negros
liberados a veces volvían sus armas contra los otros negros. En medio de este
magma donde todo estaba revuelto había, cómo no, jóvenes aburridos. Como los
que inventaron el Klan. Que fue un juego que después se alimentó del odio que
tenían dentro del odio que crecía hasta derramarse, llegando a las manos, de lo
más oscuro que tenían en su corazón: y en su cabeza.
5. Peter.
Luego el Klan enfocó su rabia hacia
los extranjeros. Ellos, que descendían de los europeos que habían llegado para
expulsar a los indios, no querían que llegaran nuevos europeos. Desde Irlanda,
Gran Bretaña, Alemania o Escandinavia embarcaban por millones todos los días buscando
la tierra prometida; y los Estados Unidos, que habían ganado y comprado tierras
a los reyes desde Méjico hasta Alaska, ahora tenían que repoblarlas; empezó
entonces la conquista del oeste. La fiebre del oro llevó a California a miles
de chinos. Su silueta triste, con una pértiga al hombro de la que colgaban sus
pertenencias, se pintó en el suelo de América en el mismo momento en que se
levantaban ciudades en torno a los ríos; miles de aventureros cribaban sus
aguas en busca de pepitas: a algunos les sonreía la suerte, otros se volvían a
su tierra con las manos vacías; los yacimientos esquilmados se vaciaban de
gente y las nuevas ciudades, que habían surgido de la nada mientras buscaban
oro, desaparecieron en la nada una vez que se agotaban los yacimientos.
Ejércitos de pioneros exploraban las tierras al oeste del Mississipi. Nevada,
Texas, Arizona, Nuevo Méjico. Los miembros del klan (o de los clanes, qué más
da) se volvieron violentos a medida que sus primeros fundadores, gente
acaudalada de la vieja aristocracia del sur, vieron cómo las clases populares
se incorporaban al Klan. Cabalgatas nocturnas, amenazas, venganzas, extendieron
el terror en medio de las cruces ardientes; llegaron los linchamientos; porque
querían una América blanca, anglosajona y protestante, y para ello había que
echar a los negros, los católicos, los judíos y hasta los latinos; se llenaron
de odio y sangre las blancas sábanas y las fantasmagóricas capuchas.
Peter nació en una plantación de
Alabama. Creció entre esclavos y desde muy niño supo que su destino era
trabajar; trabajar gratis porque al esclavo no le pertenecía ni la tierra ni
sus frutos, ni el aire que respiraba ni su comida ni sus pensamientos, no le
pertenecían, por no pertenecer, ni siquiera los sudores que sudaba; ni la mujer
ni sus hijos, ni mucho menos su propio cuerpo, que pertenecía al amo al que
pertenecían también su pasado y su destino; su pasado era un barco donde
trajeron a sus ancestros: antes del barco no había nada; y su destino era la
plantación donde estaba trabajando: más allá de ella para el esclavo nada
había. Su presente era la sed, el hambre, la insolación con sus delirios, y sus
mareos; la cadena y el látigo, y el capataz, que adornaba el campo como una
figura atávica, amenazadora y triste.
Y un día no pudo soportar el
agotamiento. Cansancio era soportar sin queja posible las jornadas
interminables. El restallar del látigo cuando tenía que parar porque le
fallaban las fuerzas. Pero sobre todo era ver, como una estaca que se le
clavaba en lo profundo, la agonía de sus padres. La agonía de verlos envejecer
cuando todavía eran jóvenes, y morir cuando tenían que vivir, y estar
pletóricos y desfallecer cuando tenían que estar sanos. Su padre murió de unas
fiebres que se lo llevaron sin que llegara el médico. Y su madre murió después
contaminada, acaso, de las fiebres del marido mientras lo curaba. Cuando Peter
se quedó solo ya no había lazo que lo retuviera ni capataces que lo azotaran ni
látigos que lo amordazaran: rompió sus cadenas y una noche, al amparo de las
sombras, burló barracones, campos y cercas y se fue el norte: allí había oído
decir que se habían alzado en armas para liberar a los esclavos.
Anduvo días sin parar, días y
noches. Alimentándose de plantas y raíces, algún bicho cogido, alguna gallina
robada, hasta llegar a un lugar donde vivían los indios cheyenes. Quiso entrar
en sus casas y los indios lo cuidaron; y cuando comió y bebió se le fue el
cansancio y les contó sus historias mientras ellos le contaban las suyas; supo
de Hoja Mellada y Mano Amarilla, y de las guerras que habían tenido luchando
con el hombre blanco. Supo también de otros indios que habían conocido a su
paso por el norte; dos pieles rojas que, ayudados por Manitú, habían cruzado
las praderas buscando a Jerónimo y Toro Sentado; pero el revólver y el rifle
habían podido más que el arco y la
flecha, más que el cuchillo con el que cortaban el cuero cabelludo, más que el
hacha al que ellos llamaban tomahawk; y tuvieron que acabar fumando la pipa de
la paz: que en su caso no era otra cosa más que rendirse.
Se despidió de ellos. Y antes de
llegar al norte lo encontró una patrulla de soldados que le preguntaron de
dónde era. Con malas artes se lo arrancaron y lo devolvieron a su hacienda y lo
castigaron. Y mientras lo azotaban se acordaba de sus padres, y soñaba con una
negra de piel morena y ojos dulces, y vagamente se acordaba de las selvas de
África que había oído contar pero nunca había visto. Y volvió a trabajar. Volvió
a conocer las bofetadas del sol, el calvario de la plantación, las jornadas
interminables. Otra vez le mordió la insolación. Lo dejaron solo como a un
perro mientras sus hermanos trabajaban; y vino el techo que se le caía encima,
las paredes que daban vueltas, que lo envolvían con sus lenguas, sus troncos
ardientes atados con sogas y sus hierbas peladas, todo le daba vueltas con su
pesadez, esa pesadez soñada más que física, esa pesadez horrible propia de la
fiebre. El mundo perdió sus formas y su sentido y se llenó de sensaciones;
simples sensaciones que no significaban nada; formas disueltas en la niebla de
la fiebre como un aire hecho grumos, como el cielo en estado coloide, y
colores, calores y una serpiente que te apretaba la frente: la serpiente del
delirio. Por las noches volvían sus compañeros y lo aliviaban con paños. Estuvo
así varios días hasta que ya la fiebre se hizo soportable. Y entonces empezó a
soñar. Entonces la pesadilla de los sentidos empezó a convertirse en el sentido
de los sueños.
Vio muchas cosas. Y oyó muchas
otras. Oyó el aullido del coyote, que surcaba el aire como un lamento; y le
respondió el eco lastimero de una voz, una voz que cantaba, el alma del negro,
el soul. Vio a los indios cheyenes poblando la naturaleza. Vio a Jerónimo, vio
a los indios sioux. Estaba en las praderas, vio manadas de bisontes,
campamentos llenos de tippies, las hermosas tiendas llenas de colores; y se vio
a sí mismo abriendo los brazos, piernas abiertas, para dejar que lo llenase el
sentimiento de libertad: detrás estaban las praderas y los bisontes; vio a Toro
Sentado corriendo junto a la manada y, colocándose al lado de uno, saltó sobre
él sentándose sobre su lomo y clavándole el cuchillo sobre la cerviz; luego
estaba con los indios en el campamento, las indias estaban tejiendo, la carne
se asaba en la lumbre y mientras comían, con la piel del bisonte, una mujer
hacía mocasines y se los ponía a su niño pequeño, que reía y saltaba de
alegría; otra hizo unos pantalones con hermosos flecos de cuero y se los puso
al valiente Toro Sentado; y otro indio sacaba las plumas del águila que había
cazado y se las ponía a su corona. Luego vino otra manada y corrían junto a
ella rostros pálidos que disparaban como locos, y un disparo, y otro y otro,
hasta que fueron cayendo uno a uno y murieron, al final todos los bisontes. Y
nadie se hacía ropa con sus pieles ni comía con su carne, exterminio, masacre,
hecatombe era la caza del rostro pálido; huella de perdición, tierra hollada
pero no habitada, animales extinguidos, y solares esquilmados.
Peter se agitaba y había gotas en su
frente. Estaba viendo la invasión de la naturaleza. Cómo de vivir en ella se
había pasado a hacerla inhabitable, todo por servirse de ella, por servirse más
de lo necesario. Vio entonces la persecución de los inmigrantes, y mientras a los
indios los perseguían los de ahora a los negros los perseguían los de antes; y
a los indios autóctonos expulsados por los blancos sucedieron los negros
autóctonos expulsados de África por aquellos americanos que habían sido
expulsados de Europa antes de ser americanos. Y vio un indio que le dijo: yo he
sido condenado a vivir en la reserva, que es como una tierra de la que no puedo
salir, y entonces él le dijo: yo he sido condenado a vivir en la plantación, que
es como una reserva de la que no puedo salir y en la que, además, me han hecho
esclavo; es como si una anaconda hubiese apretado nuestro poblado metiendo sus
tiendas en territorios cada vez más pequeños donde hay menos futuro y menos
aire, como el pecho de la víctima es apretado por la serpiente reduciendo el
espacio y dejándole cada vez más con menos aire hasta quedarse sin futuro:
hasta que muere.
Y estaban en cautividad. Vio de
pronto un trozo inmenso de tierra: el continente africano. La tierra se rajó
desde las profundidades allá, por el lago Tanganika, la partió la falla del
Rift, fue hace treinta millones de años; y a un lado quedaron las selvas
frondosas que crecieron hacia poniente y al otro, donde nace el sol, la tierra
se hizo seca y se pobló de sabana: y allí fue donde nació la humanidad, lejos
de la vegetación, lejos del paraíso, en una tierra desértica a la que fue
expulsada antes de nacer; es como si Dios hubiera elegido un desierto para
ponernos en él: no un edén, no un paraíso, como dice la biblia. Y fueron los
australopitecos, fue el homo erectus, la humanidad se hizo hábil primero y
luego se hizo sabia; es como si sólo pudiéramos pensar después de haber
trabajado; o como si el trabajo fuese el caldo donde crece la sopa del saber,
nos hicimos neandertales, nos hicimos sapiens. Aquel trozo de África que creció
al este del Rift es comparable a un barco que flota en el resto de África, como
si África se partiera en dos mitades: una es un barco, un buque errante, una
balsa que flota llevándose a la humanidad; y la otra un mar de tierra, una
arcadia africana, y así fue cómo África se marchó de África metida en un barco
de tierra que transportaba a la humanidad entera; y la humanidad se extendió
por Asia, pitecántropos, neandertales, denisovanos, y al hacerse sabia se salió
de Europa para probar las tierras de los yorubas, de los mandingas, de los
gigantes delgados, de los pigmeos, del Kalahari. Y entonces, cuando por fin
llegaron al Edén, vinieron otros barcos que se los volvieron a llevar de África
y eran los barcos de los hombres blancos. Un barco de tierra los echó del
paraíso, pero eran libres; y otro los volvió a echar, mas para hacerlos
esclavos. El viaje hacia el este fueron los horizontes amplios, y el viaje
hacia el oeste fue estrechar el horizonte, como si fuera el abrazo de una
anaconda, para limitarlo. Peter en su delirio veía barcos y mares, y tierras
vírgenes y anacondas, y vio cómo un trozo de África partía a la deriva flotando
en el mar, partiéndose en la falla del Rift; igual que la península ibérica,
partida en los Pirineos, se perdió flotando en el mar, en la fábula que
Saramago había construido, por el océano Atlántico.
Todo eso lo veía Peter. Y en su
cabeza se mezclaban historias reales y cuentos fantásticos. Animales de fábula
y bestias auténticas. El mundo que tenemos cerca y los horizontes lejanos. Los
indios no querían marcharse y los echaron. Los negros no querían venir y los
trajeron. Y ahora que son libres los quieren echar: porque no los quieren en
esta tierra si no son esclavos. Por eso tienen que conquistar América: América
es tierra de libertad, de aventura, de tierras recónditas e inmensas, América
es un mundo nuevo, desde Alaska hasta la Tierra del Fuego. Los negros son
raíces de África arrancadas al suelo; luego perdieron la libertad; y ahora son
libertad sin raíces que tiene que volver a conquistar ese suelo. América es ese
suelo. No la tierra de los yorubas ni los mandingas ni de los ingas (ni de los
incas). Todos somos de fuera y todos somos de dentro. Si rascamos un blanco
aparecerá debajo un indio; o un negro; “quien no tiene de inga tiene de
mandinga”, dicen en Perú; porque todos hemos nacido fuera de nuestra tierra,
todos flotamos en un barco de África, saliendo del paraíso.
Barcos, tierras, selvas, mares,
desiertos se mezclaban en la cabeza de Peter, enfermo. Blancos y asiáticos,
indios y negros. Y de pronto le vino la lógica y se abrió el sentido; como los
pétalos se abren adornando la corola, entonces se abrieron sus ojos; y estuvo
cuerdo, se tocó la frente, todavía estaba sudando pero le vino la lucidez y
quiso escapar de nuevo. Quiso ser americano y libre al mismo tiempo y lo guiaba
la luz del norte, un faro que había nacido en América para guiar a los barcos
que se habían perdido. Debajo del traje estaba la naturaleza, bajo el uniforme
estaba la realidad, las ropas escondían la verdadera esencia de América: pues
bajo la esclavitud estaba la libertad y había que partir a su conquista. Peter
huyó de Alabama, se fue allí donde los negros cuentan y volvió al sur vestido de
uniforme: pero fue el uniforme del norte para luchar contra el del sur; el
uniforme verdadero de América debajo de la América de mentira. El norte de
vista de águila tenía una gorra que le limitaba la visión y el sur, que estaba
ciego, vestía un sombrero de amplios horizontes: como si la realidad estuviese
atrapada bajo el uniforme y el uniforme la apretaba como un corsé, para no
dejarla salir, como una anaconda. Pero la gorra del norte te obligaba a alzar
los ojos levantando el mentón, pera ver lejos; y las alas del sombrero les
metían pereza a los ojos del sur, que no se querían alzar, mirando al suelo. Y
el norte buscaba lo bueno en lo que parece malo mientras que el sur, limitado
en su mirar, creía ver cosas malas donde había cosas buenas, solamente porque
latían. La carga del hombre negro era el peso de la esclavitud: Kipling se
equivocaba; porque la carga del hombre blanco no pesaba de generosidad, sino de
egoísmo; el espíritu civilizador sólo era una mentira y detrás de ella no había
más que soberbia, vanidad, dominación y codicia.
He aquí el sueño de África. Y su
pesadilla. He aquí el sueño del indio. Y su despertar. El gigante está dormido.
Peter quería hacer hojas con la hierba y se acordaba de Walt Whitman, quería
bogar libre por el Mississipi, quería ser el negro de Harlem y se acordaba de Lorca.
Le parecía todo un delirio en medio de una borrachera, y entonces se acordaba
de Poe. ¿Por qué el indio de Twain tenía que ser malo? ¿Por qué? ¿Por qué eran
malos los negros ce Griffith? Debajo de una América falsa tiene que haber una América
profunda. Lo viejo latiendo en lo nuevo, viejo y nuevo de verdad, no lo viejo y
lo nuevo falsos, que dejan de latir y se congelan. Fin de la guerra. Peter
recuerda aquel guisado que comió con los negros libres en su nueva tierra de
Alabama: primero fue la carne, luego las patatas, después las judías verdes,
luego rectifica la sal, los condimentos. América fue como el guiso que se
estaba comiendo. Primero fueron los indios, luego el rostro pálido, después
vinieron los negros, los irlandeses y los chinos, y los nuevos europeos
vinieron; ninguno por sí solo pintó nada en América, como la carne y las
patatas, por sí solas, no hacen un buen guiso; lo interesante es juntarlos
todos; fusionarlos, envolverlos, ponerlo todo en común, hacer de todos uno. Así
era América para él. Ésa era su Ítaca, su Sefarad, su hermosa tierra prometida.
La cara de Peter todavía era joven.
Pero en su mirada, siempre alegre, ya había sufrimiento. Todo él era bondad,
pero había conocido negros malos y blancos buenos, todo estaba mezclado y no
como se mezcla en el guiso, sino en la despensa: amontonado; y en su rostro
luminoso ya se oscurecía todo lo tenebroso que hay en el mundo. Todavía podía
reír: y reía, pues se alegraba porque ahora sabía que era libre de conocer a la
hermosa negra que había de poner luz en su noche, sal en su guiso. Peter era
libre. Y aquel día paseaba por las calles de Alabama y vio jugar a un niño y
vio una víbora junto a su pie y lo empujó para salvarlo y luego la pisó con el
calcañar porque quería aplastar el veneno, evitar la picadura. Y como suele
aparecer lo falso tapando lo auténtico allí también pareció que empujaba al
niño para pegarle, no para matar a la víbora. Los blancos airados descargaron
su cólera contra él. ¡Un negro, lo había agredido un negro! Cargaron su odio en
cada una de sus patadas, de sus puñetazos, le rompieron los dientes y las
costillas y le molieron los huesos y le partieron el labio. La nariz rota, los
pómulos, los ojos los tenía amoratados.
Pero después de descargar su ira
vieron la víbora en el suelo. Miraron al niño, que estaba fresco, un poco
asustado quizá, pero tranquilo. Y al mirar el cuerpo de Peter sintieron
vergüenza y no se atrevieron a moverse. Entre ellos salió una mujer. Una mujer
sabia, ya vieja; se veía que era sabia por su frente tranquila y su mirada
triste. Sus ojos pacíficos no mostraban ni una gota de rencor, era estupor
tranquilo porque bien sabía que la gente, cuando odia, sólo odia porque sufre;
y que la urgencia de salvar a la víctima no debe privarnos nunca del cuidado de
salvar al verdugo: que es una víctima de sí mismo; esclavo de su afán de
esclavitud, ignorante de que un esclavo puede ser libre aunque lo esclavicen.
Aquella mujer se acercó a Peter. Su piel negra estaba teñida de rojo y en las
heridas comprendió que tendría que quitarle la camisa para curarlo: se la
quitó. Le sacó las mangas y le dio la vuelta, y los ojos espantados se
vistieron de blanco porque todo lo que veían era negro. Algunos de los presentes
temblaron también. Porque su espalda, desde el cuello hasta la cintura, estaba
cubierta de culebras, duras como cuerdas, como si en la piel se hubieran
clavado miles de alambres rígidos que se retorcían, como arabescos, como
relieves en la decoración de un vaso, líneas cruzadas, trenzas, nervios,
esparto que algún día tuvo que sangrar, con fiebres espantosas y dolores
horribles. Eran, en la claridad desnuda de una piel negra, emergiendo desde la
camisa, las mordeduras feroces de un látigo. Y el pasado silbaba como los
látigos del tiempo. Porque el tiempo se llenó de cicatrices.