DE LA DEMOCRACIA ARISTOTÉLICA
Cuando miramos las cosas con una lupa aumentamos el tamaño de su imagen y es como si la acercáramos a los ojos. El microscopio nos acerca las imágenes de lo que, aunque lo tengamos cerca, es tan pequeño que no lo podemos ver; la pequeñez es como la lejanía, y aunque las cosas estén cerca sus imágenes están lejos. También la lejanía es como la pequeñez: las imágenes de las estrellas son pequeñas porque las estrellas, que son enormes, están muy alejadas de nosotros; los objetos, vistos al telescopio, son iguales que cuando los vemos a simple vista, pero sus imágenes no; sus imágenes cambian de tamaño, también cambian de color porque se tiñen del color del cristal. Y hay cristales de aumento que se pueden mover: como la lupa, como los prismáticos; con los prismáticos podemos cambiar de lugar y ver las mismas cosas desde ópticas diferentes.
La inteligencia es como un cristal. Cuando analiza el mundo lo acerca para verlo mejor, pero no puede verlo en sus imágenes sino en sus conceptos; los conceptos son imágenes mentales, entes que nos permiten ver muchas cosas a la vez; así, con el concepto de “insecto” yo veo todos los insectos a la vez, pero no en sus imágenes ópticas, veo sólo lo que tienen en común, y eso es la totalidad, y la abstracción; si los cristales ópticos nos dejan ver lo individual, que es también lo particular, con los cristales mentales vemos lo general, lo que no se puede ver con los otros ojos. Los conceptos son cristales que acercan al ojo del espíritu lo que no puede ver el ojo del cuerpo. Analizar es lo mismo que acercar, y es como si los conceptos estuvieran más cerca de la mente y revelaran otros conceptos que antes no podíamos ver, y entonces la mente es como un teleobjetivo que selecciona una cosa y la muestra en sus detalles: eso es la inteligencia, un travelling de acercamiento, un zoom mental.
Esa misma inteligencia también puede alejarse de los conceptos para verlos en medio de otros conceptos que les sirven de contexto y fondo: y es entonces una imagen panorámica, pero una imagen mental. Es como si miráramos los conceptos a través de un gran angular. Este travelling mental de alejamiento es la síntesis, otra forma de mirar. Si analizo el concepto de guerra veré dentro tácticas, estrategias y daños colaterales; y si lo estudio de manera sintética lo veré como una forma de violencia o como una extensión de la política, o como una consecuencia de las crisis económicas. Hoy vamos a usar cristales de aumento. Y los enfocaremos sobre el problema de la democracia, intentando aclarar de cerca lo que de lejos se ve borroso; mas para ver las cosas nítidas hay que enfocarlas bien.
Si la democracia es el instrumento para que mande el pueblo, la veremos de una forma; y si sirve para que manden en él la veremos de otra; el pueblo que se deja mandar sólo se parece a la democracia si obedece por persuasión, no por violencia, que la demagogia no es lo mismo que el despotismo. Si nos atenemos a su significado etimológico, la república es la cosa de todos, y puede ser una democracia, una demagogia o un despotismo.
En democracia todos pueden votar (siempre que se rijan por el sufragio universal). Pero cuando votan, cada uno se guía por su interés propio; o casi todos; son pocos quienes buscan el interés público, que surge del interés privado aplicándole la regla de la mayoría. Y las mayorías a veces no tienen en cuenta los derechos de las minorías, como cuando se vota en contra de que las mujeres, o los pobres, o los judíos, tengan poder de decisión; al hacerlo, aunque quienes votan sean mayoría, no les ocupa el interés general sino el interés de una parte a costa de la otra; que una decisión se tome por mayoría no quiere decir que esa decisión sea justa; las mayorías representan el egoísmo de los grupos, que es el egoísmo de una parte de los individuos sobre otra, y unas veces lo hacen por ignorancia y otras por interés. Las democracias deberían ser capaces de anular la ignorancia para que las decisiones fueran sensatas; y de humanizar el egoísmo para que la sensatez fuera compatible con la generosidad. Ignorancia. Egoísmo. Ésos son los dos grandes problemas de la democracia. La solución está en la sensatez y la generosidad, sí, pero entonces aparece un problema mayor: ¿cómo se llega a ellas? ¿Cómo convertimos el egoísmo en generosidad? ¿Cómo transformamos la ignorancia en sensatez? Parece como si buscáramos imposibles y los pusiéramos en manos de un alquimista.
Empecemos por la ignorancia. Se ha puesto de moda pisotear la inteligencia, y la ciencia es una de sus manifestaciones. En el año 2020 los ignorantes votan si existe o no el cambio climático, si hay o no hay virus en el aire, y lo mismo que unos no darán ni un solo céntimo para combatir un cambio climático para ellos inexistente, otros se pasearán sin mascarilla buscando multitudes en plena crisis epidemiológica que ellos niegan. ¿Cómo es posible que en la ciencia manden, no ya quienes no son científicos, sino quienes niegan sus dictámenes? Lo propio de la ciencia son las dudas, no las certezas (o de lo contrario sería religión); y sus dictámenes son hipótesis probables para las que siempre se están buscando pruebas, pero es más razonable seguir posibilidades fundadas que certezas de humo que flotan en el aire.
¿Quién es el pueblo? La suma de sus individuos. He dicho la suma, no la integración. En esa suma hay muchos individuos ignorantes. Los ignorantes no deberían pronunciarse sobre cuestiones científicas. En esas cuestiones no deberían tener derecho de voto. ¿Cómo voy a votar quién quiero que sea mi médico si yo no entiendo nada de medicina? Puedo votar, entre varios médicos, quien me parece mejor, por las razones que sean; pero no puedo nombrar médico a quien no lo es, no tenemos derecho a nombrar médicos a los albañiles, profesores o arquitectos, si no han terminado también sus estudios de medicina. De la misma manera no deberíamos dejar que ni los políticos ni la gente profana tomara decisiones sobre las epidemias o el cambio climático; podemos escuchar sus opiniones, eso sí, y entre ellas seguro que habría algunas que a los expertos no se les habrían ocurrido; pero no deberíamos dejarles decidir.
Ese tipo de decisiones debería incumbir sólo a los expertos. Los expertos son los que saben más, los mejores, los que están más y mejor preparados, informados y preparados: “mejor” se dice en griego “aristos”, de modo que el grupo de sabios constituye realmente una aristocracia: ellos son los mejores científicos (otra cosa es saber si son las mejores personas). Una buena democracia debería dejar que se oyera la voz de todos en lo que tiene que ver con la experiencia, pero sólo la de los científicos en lo que tiene que ver con el experimento; la voz de todos es democracia; la de los expertos es aristocracia; la democracia debería ser aristocrática, esta idea ya se le ocurrió a Aristóteles; Nicolás de Piérola hablaba en el Perú de formar una república aristocrática, sólo que donde él decía “aristocracia” seguramente había que entender “oligarquía”; se trata de la aristocracia del mérito, no de la riqueza ni de la sangre; el hijo de un rico nace rico, el hijo de un noble nace noble, pero el hijo de un médico no nace médico y no lo será nunca a menos que estudie medicina.
Dejemos para otro momento el problema de cómo se articula la democracia con la aristocracia. Cómo conjugamos democráticamente la decisión de la mayoría con la decisión de los expertos, sobre todo cuando la segunda no está de acuerdo con la primera: es un problema complejo. Lo que sí es cierto es que los expertos deberían ser científicos antes que técnicos: la aristocracia debería ser mucho más que tecnocracia. Sería el único camino para que no tomaran decisiones los ignorantes. El ignorante puede opinar mientras aprende, pero no decidir sobre lo que no sabe, lo mismo que la opinión de un zapatero sobre albañilería vale lo mismo que la de un religioso sobre política: que el religioso no debe ser político por ser religioso, sino porque se haya preparado para la política (al margen de la religión).
El otro problema es el egoísmo. El interés no debería estar reñido con la generosidad. Buscar lo que a mí me conviene no debería hacerse a costa de lo que nos conviene a todos, sino que, entre todas las cosas que me podrían convenir, debería elegir las que también convienen a los demás. En su famoso documental sobre el cambio climático, Al Gore reconocía haber tomado conciencia de los perjuicios del tabaco después de ver morir por culpa del tabaco a uno de sus hermanos; y se cuestionó el sentido ético de esos cultivos en las enormes plantaciones que tenía en casa. Es cierto que no comprendemos las cosas hasta que las hemos vivido en carne propia; y que ojos que no ven, corazón que no siente; pero también lo es que podemos aprender a sentir y comprender cosas que no hemos vivido, porque las han vivido los demás: a eso lo llamamos empatía; los neurocientíficos lo relacionan con las neuronas-espejo, fuente de la capacidad de ser cada uno un espejo donde mira a los demás; y de sentir el sufrimiento ajeno, aunque nosotros no lo sintamos, como propio. La empatía es un cristal y cuando el egoísmo se mira en él, ve generosidad, y cuando el generoso también se mira, ve egoísmo; cuando suceda eso el egoísmo sólo será amor propio y amor fraterno, y de ninguna manera deseo de prosperar a costa de los demás.
Cuando los ciudadanos sientan empatía serán capaces de sacrificarse por los demás. Si tengo que decidir sobre el destino de la industria del tabaco debería hacerlo sin pensar que mi padre, que trabaja en una plantación de tabaco, podría perder su trabajo; pero si pongo mi egoísmo al servicio del interés de todos, luego todos deberían poner su generosidad a mi servicio; y compensar a mi padre por la pérdida de su trabajo: esa solidaridad también forma parte de la democracia, democracia no es solamente capacidad de decidir, sino también necesidad de amar; y de ser amado.
La pérdida de la ignorancia hace de nosotros buenos especialistas. Y la humanización del egoísmo nos convierte en buenas personas. Para ser buena persona hace falta una sólida cultura general, y una buena formación humanista, y para ser buen especialista hace falta una buena cultura científica, sobre todo en nuestra especialidad. Un científico humanista es un buen experto que también es buena persona, y eso, más que erudición, es sabiduría. Hemos dicho que en la democracia aristocrática los únicos que deberían decidir sobre cuestiones científicas son los científicos. Ahora vemos que los únicos científicos que deberían tomar esas decisiones son quienes sienten empatía por los demás: de lo contrario no se dejarían llevar por la ciencia, aunque fueran científicos, sino por sus propios intereses; en eso consiste la corrupción. En la película El fugitivo vemos que una empresa farmacéutica se quiere lucrar a costa de la salud de sus clientes, porque sabe que uno de sus fármacos no es bueno para la salud (pero sí lo es para sus intereses). Los intereses corruptos llevan a prácticas corruptas y no se detienen ante la amenaza, la extorsión o el asesinato. La ignorancia se cura con el saber, el egoísmo con la empatía, y lo mismo que sentir empatía no es dejar de ser egoísta (pues el egoísmo es necesario para la vida), de la misma manera ser sabio no es dejar de ser ignorante (puesto que no es posible llegar a saberlo todo); aunque sí arrinconar a la ignorancia con las pocas cosas que alcanzamos a saber. Nuestra ignorancia debería ser aristocrática para escuchar a los sabios, y humana para que sólo hablaran las buenas personas; y para que sólo las buenas personas escucharan; y nunca hicieran caso a los sordos, a esos sordos que no son los que no oyen, sino los que no quieren oír.
Estos son los tres principios de la democracia aristocrática: democracia, aristocracia y humanidad. Estos tres principios son tres conceptos a los que nos hemos acercado mediante el análisis, que es el espejo de la inteligencia. Te miro a ti, amigo mío, que antes de ser espejo eras un cristal, y necesito que me acerques todas estas cosas a la inteligencia, necesito hacer un zoom que vaya más lejos desarrollando estas ideas; una mirada que alcance a ver cosas todavía más pequeñas y que por eso se ven lejanas: otro día miraré; pero ahora tengo la vista cansada y debo parar; y cuando paro, tengo la satisfacción de que algunas cosas están más claras porque ahora las he estado viendo a través de un cristal.
" Nicolás de Piérola hablaba en el Perú de formar una república aristocrática, sólo que donde él decía “aristocracia” seguramente había que entender “oligarquía”; se trata de la aristocracia del mérito, no de la riqueza ni de la sangre; el hijo de un rico nace rico, el hijo de un noble nace noble, pero el hijo de un médico no nace médico y no lo será nunca a menos que estudie medicina." Cuánta verdad...
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