viernes, 5 de junio de 2020

LAS VIRTUDES DE LA VIDA




LAS VIRTUDES DE LA VIDA
  

Alma y espíritu.

            Mi alma no es una encrucijada entre el pensar y el sentir, sino una receta, una comida, un plato; cada alma es un plato distinto hecho con los mismos ingredientes, pero en distintas proporciones, y el mundo es un libro de recetas donde cada ser humano ocupa una página; luego cada página se llena en la cocina de la historia y se convierte en espíritu; y si cada alma es una forma distinta de combinar el sentimiento con la razón, cada espíritu es una forma distinta de vivirlos, porque las almas no pasan todas por los mismos sitios y tienen cada una su propia experiencia; y aunque haya personas que estén hechas más o menos de la misma forma, como si fuesen el mismo molde con muchas variantes, y cada molde distinto puede tener sus propias variantes, y encarnarse en personas distintas de distintas maneras: también la vida que llevan hace que las mismas variantes se expresen de forma muy variada; es como los coches, hay muchas marcas, cada marca tiene muchos modelos, y cada ejemplar del mismo modelo tiene su propia historia, y no tiene los mismos roces, sus dueños no tienen la misma forma de conducir, ni tienen las mismas cicatrices, ni han pasado por los mismos talleres.

Prudencia.

            El pensar se mejora buscando la prudencia. La prudencia es el empeño que tienen los pensadores por mejorar el uso que hacen de la razón. Podemos decir que ser prudente es poner los medios adecuados a los fines (ya sabemos que los fines no los pone la cabeza, sino el corazón); pues bien, si quiero un mundo pacifico no puedo buscarlo por medios violentos; si quiero que sea justo no puedo alcanzarlo con la injusticia; y si quiero que esté limpio no puedo hacerlo ensuciándolo.
            También podemos decir que la prudencia consiste en buscar los fines que tengan buenas consecuencias; el corazón busca los fines que están acorde con sus gustos, con sus estructuras motivacionales, con su vocación (y por encima de ellos, con la justicia, con el respeto, con el amor); pero la cabeza busca, partiendo de las metas que el corazón le marca (las metas del corazón son nuestro destino), los fines subordinados que tengan las consecuencias esperadas, aquellas que son acordes con las metas de la vida; si a mí me gusta la música y el corazón me adentra por la senda de la música, mi inteligencia debe buscar metas parciales que me ayuden a realizar mi objetivo: estudiar el lenguaje musical para empezar a tocar un instrumento, o aprender las dos cosas a la vez y mejorar el instrumento a medida que voy aprendiendo el lenguaje musical, escuchar también las cosas que me gustan, y escucharlas junto a las que no conozco para aprender composiciones nuevas que me gustarían ya si yo las conociera… La prudencia nos obliga a conseguir nuestros objetivos de la mejor manera, aprovechando el tiempo y llenándolo de satisfacciones. Y si ser prudente es buscar acciones que tengan buenas consecuencias y si éstas son las consecuencias que esperamos, entonces podemos decir que la prudencia está emparentada con la esperanza.
            Prudencia es también buscar los límites fuera de los cuales ya no es posible, ni sensato, ni razonable, el esfuerzo; ni tampoco el placer. Yo no puedo esforzarme en una carrera cuando estoy cansado, y no cejar en el empeño cuando mi cansancio es mayor, aunque me sienta agotado: hasta conseguirlo; pero nada más llegar a la meta me desplomo fulminado: se me ha partido el corazón; he conseguido llegar, pero forzando mi cuerpo hasta matarlo; la prudencia me dice que hay que tensar la cuerda sin que se rompa; cuál es la zona de peligro en que la cuerda se empieza a romper es algo que tenemos que descubrir (intuir más bien: atisbar o sospechar) después de informarnos.


Templanza.

            Ser prudente es sopesar nuestra conducta fuera del comer y el beber; en el beber, comer y embriagarnos la prudencia se llama templanza; hay que evitar, en el comer, las consecuencias contrarias a la salud; hacer compatibles los placeres con los límites de nuestra naturaleza; huir de la obesidad: también de la anorexia; ser goloso, pero apartarme de la gula, disfrutando de una manera saludable. Y lo mismo pasa con la sexualidad. El placer no debe ser obsesivo para que no nos quite el tiempo de disfrutar de otros placeres; o, si no es sensato disfrutar de todos los placeres por igual, adivinar la jerarquía de placeres que le da sentido a nuestra vida, guiada por nuestra forma particular del sentir, la que viene de nuestra naturaleza, que es nuestra vocación, donde se esconde la felicidad de cada uno en la forma particular que cada uno tiene de vivir la plenitud: de llenar de placer sus vocaciones; sus vocaciones, no sus apetitos; que no es lo mismo alimentar las tentaciones que atacan a nuestros gustos que alimentar la pasión que nos da sentido, las vocaciones que guían nuestro placer.

Justicia.

            Podríamos decir que la prudencia consiste en sopesar el esfuerzo, y la templanza, en sopesar el placer. Ya sabemos que el corazón es la fuente de donde manan la fuerza y el placer (y, en la medida en que los insertamos en el tiempo, la ambición); el espíritu donde se desarrolla nuestra fuerza es el ánimo, la moral alta, la valentía, la fortaleza, el coraje. Pues bien la prudencia, la fortaleza y la templanza son las tres virtudes básicas de Platón; las que constituyen el fundamente de nuestra vida moral; de la actuación coordinada entre ellas surge la justicia: vamos a ver lo que esto quiere decir.
            Si debo corregir un examen lo propio es que lo haga con la razón, intentando ser prudente; si lo hago movido por el placer (por ejemplo aceptando regalos y sobornos) y le pongo un aprobado a quien no se lo merece, esa nota será injusta; y si me mueve el coraje, el odio o el rencor, poniéndole mala nota a quien no me cae bien, aunque el examen sea bueno, mi valoración también será injusta. Los exámenes se deben corregir con la cabeza,  no con el corazón ni con las tripas; el placer como guía de la inteligencia no es buen consejero; ni lo es la fuerza con que sentimos nuestras obsesiones, como la rabia que le tenemos a una persona cuando no hay ninguna razón para odiarla.
            Platón asignaba cada virtud a una función social (no hay que confundir las funciones sociales con las clases sociales, aunque algunas veces se confunden). Los gobernantes deben ser prudentes; los soldados, valientes; y los sectores económicos, templados. Un soldado no debería gobernar, porque su misión no es mandar, sino defender el país: sería injusto, pues, usurpar las funciones de otro, dar un golpe de estado. Tampoco sería justo que gobernaran quienes se ocupan de la economía, porque no mandarían atendiendo a la razón, sino a sus propios intereses: el gobierno no debe pertenecer a ninguna oligarquía. Tampoco deben los ricos usurpar las funciones militares, ocupando los puestos de mando como privilegios, sin estar preparados: el mando debe estar reservado a quien sabe mandar, no a quien tiene dinero para comprarse títulos en las escuelas militares. Por último, también le corresponde al gobierno conducir la guerra; el gobierno debe ordenar la convivencia, pero la estrategia corresponde a los militares, que saben luchar; a menos que los gobernantes hayan aprendido también el arte militar; uno de los ejemplos más patéticos es el presidente Piérola, que, creyéndose soldado, dispuso toda la artillería donde creía que el enemigo iba a atacar, pero no atacó; y el lugar donde se produjo el ataque no tenía cañones para defenderlo.
            La justicia, según Platón, aparece cuando cada cual hace lo que le corresponde, sin meterse en las competencias de los demás. Por eso se puede resumir con la conocida frase: zapatero, a tus zapatos.


Confianza.

            La confianza es la fe. Esa palabra está en su raíz: fianza; nos fiamos de alguien cuando creemos en él, cuando tenemos fe en que no nos defraudará. Había un equipo de fútbol que casi nunca ganaba un partido, pero pensaba siempre que el próximo partido lo ganaría: era el equipo de Alcoy; así se forjó la expresión “tener más moral que el Alcoyano”, donde “moral” significa fuerza de ánimo, confianza en sí mismo, confianza en que el esfuerzo nos recompensará. La fuerza, en este caso, viene de la fe; si creemos que podemos ganar nos esforzaremos en conseguirlo.
            Hay un relato que cuenta cómo Yukón desplazó la montaña: carretilla a carretilla. Algo que parece imposible, como poner una montaña en otro sitio, se puede conseguir poco a poco, día tras día, sin desfallecer; si creemos que es posible, lo conseguiremos; en este caso tener fe es lo mismo que tener paciencia.
            Si quieres, puedes: es lo que se ha dicho siempre; no es verdad. Por mucho que quiera atar el sol con una cuerda (como dicen que hicieron los hermanos Ayar en la fundación del Cuzco, según la leyenda), no lo conseguiré; porque no forma parte de lo posible, y no es sensato perseguir imposibles; a menos que, como sucede muchas veces, llamemos imposibles a las posibilidades que cuestan esfuerzo y nos rendimos antes de empezar. Habría que decir: si quieres después de haberlo pensado, puedes; pero no quieras cosas que no puedes pensar: no las conseguirás; y pensar es razonar, intuir, recordar, sentir, imaginar.
            Un préstamo es un crédito. Los bancos nos prestan dinero si creen que se lo vamos a devolver. Esa creencia es la fe. Pero la fe que nos tienen los bancos es fianza, sólo se fían si les damos garantías de que les vamos a pagar, y una garantía es mucho más que una promesa: es pedirnos autorización para quedarse con nuestro coche, con nuestra casa, si no podemos satisfacer la deuda cuando venza el plazo; los romanos también se cobraban con nuestra libertad. De modo que dar un crédito, para los bancos, no es fiarse, no es creer en quien lo recibe, sino vender: te vendo dinero a cambio de que me pagues intereses o, si no puedes, me pagarás con tu coche, tu casa o tu libertad; la fianza no tiene que ver con la fe (de donde procede), sino con las garantías que tú le das; y recordemos que la garantía aquí no es una promesa sino una venta: un papel firmado que te compromete a cederle tus bienes al banco si no puedes pagar.
            Pero muchas veces los banqueros se fían de la fama, y entonces no necesitan pedir garantías. Si alguien tiene fama de rico y pide un préstamo para montar una empresa, el banquero, convencido de que es rico, se lo prestará sin garantías, convencido, además, de que los beneficios que dará la empresa superarán con creces el dinero que le habrá prestado; prestar, aquí, no es vender, sino confiar.
            ¿Y cuándo podemos confiar? Muchas veces necesitamos garantías para creer. Esas garantías pueden estar en el pasado, en la historia vivida en común: si yo he visto durante muchos años que tal persona es buena, me inclinaré a creer en ella, a confiar; en tales casos la experiencia compartida (la historia que nos une) es el fundamento de la fe. Cuando no hay un conocimiento previo de la persona, como es el caso de los bancos que prestan dinero, la confianza se cimenta en las garantías. Pero cuando no hay experiencia ni garantías no es sensato creer; de modo que la fe se apoya en la razón, en la prudencia. Si un desconocido nos pide que matemos al vecino porque está poseído por el diablo y, si no lo hacemos, nos llama gentes de poca fe; o si nos pide que creamos en dios y nos habla de un dios en cuyo nombre nos pide todos los meses nuestro sueldo, total o parcial; o si nos dice que no estudiemos porque la escuela es el foco del mal: si nos dice cosas como esas, gratuitas y sin explicarse, apelando sólo a la fe, ¿habremos de creerle? ¿No habremos de parapetarnos detrás del escudo de la razón, que es lo que dios, o la naturaleza, nos ha dado para defendernos de los demás? “Guardaos de los falsos profetas”, dice el mismísimo evangelio; porque la confianza no es la fe del fanático; sólo se puede creer apoyándose uno en la experiencia, en la garantía, o en la sensatez.


Esperanza.

            La esperanza es la hija de la confianza, y por tanto, de la fe. Si creo que puedo aprobar, espero aprobar, y mi esperanza será mayor cuanto más haya estudiado. Si crees que el mundo es bueno, confías en él, esperas que nadie te atacará: esperar es lo mismo que confiar y que creer. Cuando nos empeñamos en hacer algo solemos decir: “espero conseguirlo”, porque pondré mis fuerzas en el empeño; y esperar, como signo de confianza, es lo mismo que esforzarse.
            Otras veces tenemos esperanza dependiendo de que haya mayor o menor probabilidad de que se produzcan las cosas; por ejemplo, cuantos más números haya jugado, mayor esperanza tendré de que me toque la lotería. En este ejemplo vemos que la fe en la que se apoya la esperanza a veces contiene riesgos. Tenemos que esperar con prudencia, sí, pero a veces las cosas son probables, y no nos pueden dar mucha seguridad. Si estudio es posible que apruebe; es posible, no seguro; a veces por mucho que estudie todas las veces suspendo, y cuantos más intentos, más fracasos, y cuando hay muchos fracasos sobreviene la desesperación. No es sensato desesperarse si hemos elegido el camino correcto. Pero sí lo es si, valiendo para las matemáticas, hemos elegido estudiar lengua, y en el comentario de textos no tenemos talento; si nos empeñamos en hacer cosas para las que no tenemos vocación seremos infelices y, además, aunque lo logremos, resultará prácticamente difícil destacar. Lo bueno, lo sensato, será ajustar nuestros deseos a nuestra vocación: y entonces podremos tener esperanza, entonces no habrá mayor espejismo que la desesperación.

Amor.

            Muchas cosas se han dicho sobre el amor. Entre la amistad y el erotismo (y la pasión) se han establecido grados; pero también podemos suponer que amarse es lo mismo que desarrollarse, y amar a los demás es lo mismo que ayudarles a andar; yo me quiero tal y como soy, y, dentro de lo que soy, debo procurar ser siempre mejor; y no tenemos por qué querernos tal y como estamos en un momento determinado, porque nuestro estado no siempre coincide con nuestro ser: por ejemplo si estoy enfermo no quiere decir que mi naturaleza consista en estar enfermo; hay veces en que debemos salir de nuestro estado para volver a esa conexión interrumpida que teníamos con nuestro ser. Amar es entonces respetar la naturaleza de las cosas, empezando por la de uno mismo, y la mejor prueba de amor es huir de la degeneración y ser ambicioso con la superación; dentro, claro está, de los límites de la prudencia de los que ya hemos hablado. Lo que llamamos respeto es aceptar la naturaleza, no las jerarquías arbitrarias de la dominación. 


            Así pues, cuando cambiamos la maldad por la bondad estamos amando, y suele suceder que la maldad es la ignorancia: entonces la bondad coincidiría con el saber; pero también con el querer. Amar es querer, y querer es el deseo de realizar una vocación (en eso se distingue del capricho). El amor es un compromiso basado en un sentimiento, pues comprometerse sin sentir es automatismo propio de las máquinas; y el amor se cifra en el corazón, que es el sentir de la naturaleza, la felicidad que surge cuando actuamos como somos, la salud de ser lo que se es, la intimidad, la vida entrañable, el deseo de llenarnos de lo que nos pide nuestra vocación: eso es la plenitud; que se distingue del hartazgo en que en el hartazgo nos llenamos de cosas que nos dan placer sin satisfacer nuestro ser, nuestra naturaleza, nuestro sentimiento, lo que estamos llamados a ser.
El amor, pues, es el compromiso que emana del sentimiento, nos comprometemos porque nos queremos nosotros mismos y queremos a los demás. Porque los demás son nuestro espejo, y al verlos sufrir a ellos nos sentimos sufrir nosotros mismos, aunque no siempre sea con la misma intensidad. Querer a los demás es sentir sus sentimientos, sufrir sus sufrimientos, pensar como ellos aunque no compartamos sus pensamientos, ponernos en su lugar: en querer a quien sufre se cifra la piedad, que no es más que misericordia: de “cordis”, sentir las miserias ajenas con el corazón); es lo mismo que la compasión (“padecer con” los demás), y compadecerse es sentir la necesidad de ser generoso, porque la generosidad (la solidaridad, la caridad, el altruismo) es la necesidad y el deseo de ayudar. Y esto no tiene nada que ver con la compasión entendida como menosprecio (“no quiero tu compasión”), que no es el sentimiento de la pena, sino el deseo de degradar a la gente echándole en cara su pobreza, como si tuviera la culpa de ser pobre; cuando la pobreza no es producto de su pereza, sino de la mala suerte que ha tenido en la lucha por la vida. Eso mismo sucede a veces con la caridad, que se convierte fácilmente en espectáculo, representación en donde quien da construye su grandeza sobre la pequeñez de quien recibe, como si necesitara aplastarlo para sentirse fuerte: eso no tiene que ver con la verdadera caridad, el sentir fraterno que normalmente llamamos generosidad.

Las virtudes de la vida.

            Hay que modificar las cuatro virtudes de Platón: en ellas está la fortaleza que le faltaba a Nietzsche. Y modificar las virtudes teologales: en ellas está el amor que le sobraba a Nietzsche, y que también le faltaba a Platón. El amor y la fuerza son las dos caras del corazón: ninguna de ellas tiene sentido sin la otra; el amor no debe confundirse con la debilidad, con el servilismo, con la sumisión, y en todo caso es mucho más que la caridad; y la fuerza no debe confundirse con la soberbia, ni con la crueldad (como a veces le pasa a Nietzsche). Hay que levantar las virtudes de la vida, que es la reinterpretación de todas las anteriores: prudencia, fortaleza, fe, esperanza y amor. El amor es el vértice del edificio y la fortaleza la base que lo sujeta; la esperanza mana de la fe, que echa sus raíces en la prudencia y en el amor; y la prudencia es la compañera de viaje que se ha convertido en la cabeza del corazón. El corazón, con los pies puestos en la fuerza y provisto de unos ojos que sienten, tiene una cabeza que piensa y por eso puede creer, querer y esperar.
  


1 comentario:

  1. Bella reflexión sobre virtudes, circunstancias y sobre la vida, me inspiro y saco la esencia de cada una. Rescato querida Lechuza:"El amor, pues, es el compromiso que emana del sentimiento, nos comprometemos porque nos queremos nosotros mismos y queremos a los demás. Porque los demás son nuestro espejo, y al verlos sufrir a ellos nos sentimos sufrir nosotros mismos, aunque no siempre sea con la misma intensidad. Querer a los demás es sentir sus sentimientos, sufrir sus sufrimientos, pensar como ellos aunque no compartamos sus pensamientos, ponernos en su lugar: en querer a quien sufre se cifra la piedad, que no es más que misericordia: de “cordis”, sentir las miserias ajenas con el corazón); es lo mismo que la compasión (“padecer con” los demás), y compadecerse es sentir la necesidad de ser generoso, porque la generosidad (la solidaridad, la caridad, el altruismo) es la necesidad y el deseo de ayudar."

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