LAS VIRTUDES DE
LA VIDA
Alma y espíritu.
Mi alma no es una encrucijada entre
el pensar y el sentir, sino una receta, una comida, un plato; cada alma es un
plato distinto hecho con los mismos ingredientes, pero en distintas
proporciones, y el mundo es un libro de recetas donde cada ser humano ocupa una
página; luego cada página se llena en la cocina de la historia y se convierte
en espíritu; y si cada alma es una forma distinta de combinar el sentimiento
con la razón, cada espíritu es una forma distinta de vivirlos, porque las almas
no pasan todas por los mismos sitios y tienen cada una su propia experiencia; y
aunque haya personas que estén hechas más o menos de la misma forma, como si
fuesen el mismo molde con muchas variantes, y cada molde distinto puede tener
sus propias variantes, y encarnarse en personas distintas de distintas maneras:
también la vida que llevan hace que las mismas variantes se expresen de forma
muy variada; es como los coches, hay muchas marcas, cada marca tiene muchos
modelos, y cada ejemplar del mismo modelo tiene su propia historia, y no tiene
los mismos roces, sus dueños no tienen la misma forma de conducir, ni tienen
las mismas cicatrices, ni han pasado por los mismos talleres.
Prudencia.
El pensar se mejora buscando la prudencia.
La prudencia es el empeño que tienen los pensadores por mejorar el uso que
hacen de la razón. Podemos decir que ser prudente es poner los medios adecuados
a los fines (ya sabemos que los fines no los pone la cabeza, sino el
corazón); pues bien, si quiero un mundo pacifico no puedo buscarlo por
medios violentos; si quiero que sea justo no puedo alcanzarlo con la
injusticia; y si quiero que esté limpio no puedo hacerlo ensuciándolo.
También podemos decir que la
prudencia consiste en buscar los fines que tengan buenas
consecuencias; el corazón busca los fines que están acorde con sus gustos,
con sus estructuras motivacionales, con su vocación (y por encima de ellos, con
la justicia, con el respeto, con el amor); pero la cabeza busca, partiendo de las
metas que el corazón le marca (las metas del corazón son nuestro destino),
los fines subordinados que tengan las consecuencias esperadas,
aquellas que son acordes con las metas de la vida; si a mí me gusta la música y
el corazón me adentra por la senda de la música, mi inteligencia debe buscar
metas parciales que me ayuden a realizar mi objetivo: estudiar el lenguaje
musical para empezar a tocar un instrumento, o aprender las dos cosas a la vez
y mejorar el instrumento a medida que voy aprendiendo el lenguaje musical,
escuchar también las cosas que me gustan, y escucharlas junto a las que no
conozco para aprender composiciones nuevas que me gustarían ya si yo las
conociera… La prudencia nos obliga a conseguir nuestros objetivos de la mejor
manera, aprovechando el tiempo y llenándolo de satisfacciones. Y si ser
prudente es buscar acciones que tengan buenas consecuencias y si éstas son las
consecuencias que esperamos, entonces podemos decir que la prudencia está
emparentada con la esperanza.
Prudencia es también buscar los límites
fuera de los cuales ya no es posible, ni sensato, ni razonable, el esfuerzo;
ni tampoco el placer. Yo no puedo esforzarme en una carrera cuando estoy
cansado, y no cejar en el empeño cuando mi cansancio es mayor, aunque me sienta
agotado: hasta conseguirlo; pero nada más llegar a la meta me desplomo
fulminado: se me ha partido el corazón; he conseguido llegar, pero forzando mi
cuerpo hasta matarlo; la prudencia me dice que hay que tensar la cuerda sin que
se rompa; cuál es la zona de peligro en que la cuerda se empieza a romper es
algo que tenemos que descubrir (intuir más bien: atisbar o sospechar) después
de informarnos.
Templanza.
Ser prudente es sopesar nuestra
conducta fuera del comer y el beber; en el beber, comer y embriagarnos la
prudencia se llama templanza; hay que evitar, en el comer, las consecuencias
contrarias a la salud; hacer compatibles los placeres con los límites de
nuestra naturaleza; huir de la obesidad: también de la anorexia;
ser goloso, pero apartarme de la gula, disfrutando de una manera saludable.
Y lo mismo pasa con la sexualidad. El placer no debe ser obsesivo para que no
nos quite el tiempo de disfrutar de otros placeres; o, si no es sensato
disfrutar de todos los placeres por igual, adivinar la jerarquía de placeres
que le da sentido a nuestra vida, guiada por nuestra forma particular del
sentir, la que viene de nuestra naturaleza, que es nuestra vocación, donde se
esconde la felicidad de cada uno en la forma particular que cada uno tiene de
vivir la plenitud: de llenar de placer sus vocaciones; sus vocaciones, no sus
apetitos; que no es lo mismo alimentar las tentaciones que atacan a nuestros
gustos que alimentar la pasión que nos da sentido, las vocaciones que guían
nuestro placer.
Justicia.
Podríamos decir que la prudencia consiste
en sopesar el esfuerzo, y la templanza, en sopesar el placer. Ya sabemos
que el corazón es la fuente de donde manan la fuerza y el placer (y,
en la medida en que los insertamos en el tiempo, la ambición); el
espíritu donde se desarrolla nuestra fuerza es el ánimo, la moral alta, la
valentía, la fortaleza, el coraje. Pues bien la prudencia, la fortaleza
y la templanza son las tres virtudes básicas de Platón; las que
constituyen el fundamente de nuestra vida moral; de la actuación coordinada
entre ellas surge la justicia: vamos a ver lo que esto quiere decir.
Si debo corregir un examen lo propio
es que lo haga con la razón, intentando ser prudente; si lo hago movido por el
placer (por ejemplo aceptando regalos y sobornos) y le pongo un aprobado a quien
no se lo merece, esa nota será injusta; y si me mueve el coraje, el odio o el
rencor, poniéndole mala nota a quien no me cae bien, aunque el examen sea
bueno, mi valoración también será injusta. Los exámenes se deben corregir con
la cabeza, no con el corazón ni con las
tripas; el placer como guía de la inteligencia no es buen consejero; ni lo es
la fuerza con que sentimos nuestras obsesiones, como la rabia que le tenemos a
una persona cuando no hay ninguna razón para odiarla.
Platón asignaba cada virtud a una
función social (no hay que confundir las funciones sociales con las clases
sociales, aunque algunas veces se confunden). Los gobernantes deben ser
prudentes; los soldados, valientes; y los sectores económicos, templados. Un
soldado no debería gobernar, porque su misión no es mandar, sino defender el
país: sería injusto, pues, usurpar las funciones de otro, dar un golpe de
estado. Tampoco sería justo que gobernaran quienes se ocupan de la economía,
porque no mandarían atendiendo a la razón, sino a sus propios intereses: el
gobierno no debe pertenecer a ninguna oligarquía. Tampoco deben los ricos
usurpar las funciones militares, ocupando los puestos de mando como
privilegios, sin estar preparados: el mando debe estar reservado a quien sabe
mandar, no a quien tiene dinero para comprarse títulos en las escuelas
militares. Por último, también le corresponde al gobierno conducir la guerra;
el gobierno debe ordenar la convivencia, pero la estrategia corresponde a los
militares, que saben luchar; a menos que los gobernantes hayan aprendido
también el arte militar; uno de los ejemplos más patéticos es el presidente
Piérola, que, creyéndose soldado, dispuso toda la artillería donde creía que el
enemigo iba a atacar, pero no atacó; y el lugar donde se produjo el ataque no
tenía cañones para defenderlo.
La justicia, según Platón, aparece
cuando cada cual hace lo que le corresponde, sin meterse en las competencias de
los demás. Por eso se puede resumir con la conocida frase: zapatero, a tus
zapatos.
Confianza.
La confianza es la fe. Esa palabra
está en su raíz: fianza; nos fiamos de alguien cuando creemos en él, cuando
tenemos fe en que no nos defraudará. Había un equipo de fútbol que casi nunca
ganaba un partido, pero pensaba siempre que el próximo partido lo ganaría: era
el equipo de Alcoy; así se forjó la expresión “tener más moral que el
Alcoyano”, donde “moral” significa fuerza de ánimo, confianza en sí mismo,
confianza en que el esfuerzo nos recompensará. La fuerza, en este caso, viene
de la fe; si creemos que podemos ganar nos esforzaremos en conseguirlo.
Hay un relato que cuenta cómo Yukón
desplazó la montaña: carretilla a carretilla. Algo que parece imposible, como
poner una montaña en otro sitio, se puede conseguir poco a poco, día tras día,
sin desfallecer; si creemos que es posible, lo conseguiremos; en este caso
tener fe es lo mismo que tener paciencia.
Si quieres, puedes: es lo que se ha
dicho siempre; no es verdad. Por mucho que quiera atar el sol con una cuerda (como
dicen que hicieron los hermanos Ayar en la fundación del Cuzco, según la
leyenda), no lo conseguiré; porque no forma parte de lo posible, y no es
sensato perseguir imposibles; a menos que, como sucede muchas veces, llamemos
imposibles a las posibilidades que cuestan esfuerzo y nos rendimos antes de
empezar. Habría que decir: si quieres después de haberlo pensado, puedes; pero
no quieras cosas que no puedes pensar: no las conseguirás; y pensar es razonar,
intuir, recordar, sentir, imaginar.
Un préstamo es un crédito. Los
bancos nos prestan dinero si creen que se lo vamos a devolver. Esa creencia es
la fe. Pero la fe que nos tienen los bancos es fianza, sólo se fían si les
damos garantías de que les vamos a pagar, y una garantía es mucho más que una
promesa: es pedirnos autorización para quedarse con nuestro coche, con nuestra
casa, si no podemos satisfacer la deuda cuando venza el plazo; los romanos
también se cobraban con nuestra libertad. De modo que dar un crédito, para los
bancos, no es fiarse, no es creer en quien lo recibe, sino vender: te vendo
dinero a cambio de que me pagues intereses o, si no puedes, me pagarás con tu
coche, tu casa o tu libertad; la fianza no tiene que ver con la fe (de donde
procede), sino con las garantías que tú le das; y recordemos que la garantía
aquí no es una promesa sino una venta: un papel firmado que te compromete a
cederle tus bienes al banco si no puedes pagar.
Pero muchas veces los banqueros se
fían de la fama, y entonces no necesitan pedir garantías. Si alguien tiene fama
de rico y pide un préstamo para montar una empresa, el banquero, convencido de
que es rico, se lo prestará sin garantías, convencido, además, de que los
beneficios que dará la empresa superarán con creces el dinero que le habrá
prestado; prestar, aquí, no es vender, sino confiar.
¿Y cuándo podemos confiar? Muchas
veces necesitamos garantías para creer. Esas garantías pueden estar en el
pasado, en la historia vivida en común: si yo he visto durante muchos años que
tal persona es buena, me inclinaré a creer en ella, a confiar; en tales casos
la experiencia compartida (la historia que nos une) es el
fundamento de la fe. Cuando no hay un conocimiento previo de la persona, como
es el caso de los bancos que prestan dinero, la confianza se cimenta en las garantías.
Pero cuando no hay experiencia ni garantías no es sensato creer; de modo que la
fe se apoya en la razón, en la prudencia. Si un desconocido nos pide que
matemos al vecino porque está poseído por el diablo y, si no lo hacemos, nos
llama gentes de poca fe; o si nos pide que creamos en dios y nos habla de un
dios en cuyo nombre nos pide todos los meses nuestro sueldo, total o parcial; o
si nos dice que no estudiemos porque la escuela es el foco del mal: si nos dice
cosas como esas, gratuitas y sin explicarse, apelando sólo a la fe, ¿habremos
de creerle? ¿No habremos de parapetarnos detrás del escudo de la razón, que es
lo que dios, o la naturaleza, nos ha dado para defendernos de los demás?
“Guardaos de los falsos profetas”, dice el mismísimo evangelio; porque la
confianza no es la fe del fanático; sólo se puede creer apoyándose uno
en la experiencia, en la garantía, o en la sensatez.
Esperanza.
La esperanza es la hija de la
confianza, y por tanto, de la fe. Si creo que puedo aprobar, espero aprobar, y
mi esperanza será mayor cuanto más haya estudiado. Si crees que el mundo es
bueno, confías en él, esperas que nadie te atacará: esperar es lo mismo que
confiar y que creer. Cuando nos empeñamos en hacer algo solemos decir:
“espero conseguirlo”, porque pondré mis fuerzas en el empeño; y esperar, como
signo de confianza, es lo mismo que esforzarse.
Otras veces tenemos esperanza
dependiendo de que haya mayor o menor probabilidad de que se produzcan
las cosas; por ejemplo, cuantos más números haya jugado, mayor esperanza tendré
de que me toque la lotería. En este ejemplo vemos que la fe en la que se apoya
la esperanza a veces contiene riesgos. Tenemos que esperar con prudencia,
sí, pero a veces las cosas son probables, y no nos pueden dar mucha seguridad.
Si estudio es posible que apruebe; es posible, no seguro; a veces por mucho que
estudie todas las veces suspendo, y cuantos más intentos, más fracasos, y
cuando hay muchos fracasos sobreviene la desesperación. No es sensato
desesperarse si hemos elegido el camino correcto. Pero sí lo es si, valiendo
para las matemáticas, hemos elegido estudiar lengua, y en el comentario de
textos no tenemos talento; si nos empeñamos en hacer cosas para las que no
tenemos vocación seremos infelices y, además, aunque lo logremos, resultará
prácticamente difícil destacar. Lo bueno, lo sensato, será ajustar nuestros deseos
a nuestra vocación: y entonces podremos tener esperanza, entonces no
habrá mayor espejismo que la desesperación.
Amor.
Muchas cosas se han dicho sobre el
amor. Entre la amistad y el erotismo (y la pasión) se han
establecido grados; pero también podemos suponer que amarse es lo mismo que
desarrollarse, y amar a los demás es lo mismo que ayudarles a andar; yo me
quiero tal y como soy, y, dentro de lo que soy, debo procurar ser siempre
mejor; y no tenemos por qué querernos tal y como estamos en un momento
determinado, porque nuestro estado no siempre coincide con nuestro ser: por
ejemplo si estoy enfermo no quiere decir que mi naturaleza consista en estar
enfermo; hay veces en que debemos salir de nuestro estado para volver a esa
conexión interrumpida que teníamos con nuestro ser. Amar es entonces respetar
la naturaleza de las cosas, empezando por la de uno mismo, y la mejor
prueba de amor es huir de la degeneración y ser ambicioso con la superación;
dentro, claro está, de los límites de la prudencia de los que ya hemos hablado.
Lo que llamamos respeto es aceptar la naturaleza, no las jerarquías arbitrarias
de la dominación.
Así pues, cuando cambiamos la maldad
por la bondad estamos amando, y suele suceder que la maldad es la ignorancia:
entonces la bondad coincidiría con el saber; pero también con el querer. Amar
es querer, y querer es el deseo de realizar una vocación (en
eso se distingue del capricho). El amor es un compromiso basado
en un sentimiento, pues comprometerse sin sentir es automatismo propio de las
máquinas; y el amor se cifra en el corazón, que es el sentir de la naturaleza,
la felicidad que surge cuando actuamos como somos, la salud de ser lo
que se es, la intimidad, la vida entrañable, el deseo de llenarnos de lo que
nos pide nuestra vocación: eso es la plenitud; que se distingue del hartazgo
en que en el hartazgo nos llenamos de cosas que nos dan placer sin
satisfacer nuestro ser, nuestra naturaleza, nuestro sentimiento, lo que
estamos llamados a ser.
El amor, pues, es el compromiso que emana del sentimiento, nos comprometemos
porque nos queremos nosotros mismos y queremos a los demás. Porque los demás
son nuestro espejo, y al verlos sufrir a ellos nos sentimos sufrir nosotros
mismos, aunque no siempre sea con la misma intensidad. Querer a los demás es
sentir sus sentimientos, sufrir sus sufrimientos, pensar como ellos aunque no compartamos
sus pensamientos, ponernos en su lugar: en querer a quien sufre se cifra la piedad,
que no es más que misericordia: de “cordis”, sentir las miserias ajenas
con el corazón); es lo mismo que la compasión (“padecer con” los demás),
y compadecerse es sentir la necesidad de ser generoso, porque la generosidad
(la solidaridad, la caridad, el altruismo) es la necesidad y el deseo de ayudar.
Y esto no tiene nada que ver con la compasión entendida como menosprecio (“no
quiero tu compasión”), que no es el sentimiento de la pena, sino el
deseo de degradar a la gente echándole en cara su pobreza, como si
tuviera la culpa de ser pobre; cuando la pobreza no es producto de su pereza,
sino de la mala suerte que ha tenido en la lucha por la vida. Eso mismo sucede
a veces con la caridad, que se convierte fácilmente en espectáculo,
representación en donde quien da construye su grandeza sobre la pequeñez de
quien recibe, como si necesitara aplastarlo para sentirse fuerte: eso no tiene
que ver con la verdadera caridad, el sentir fraterno que normalmente llamamos
generosidad.
Las virtudes de la vida.
Hay que modificar las cuatro
virtudes de Platón: en ellas está la fortaleza que le faltaba a Nietzsche. Y
modificar las virtudes teologales: en ellas está el amor que le sobraba a
Nietzsche, y que también le faltaba a Platón. El amor y la fuerza son las dos
caras del corazón: ninguna de ellas tiene sentido sin la otra; el amor no debe
confundirse con la debilidad, con el servilismo, con la sumisión, y en todo
caso es mucho más que la caridad; y la fuerza no debe confundirse con la
soberbia, ni con la crueldad (como a veces le pasa a Nietzsche). Hay que
levantar las virtudes de la vida, que es la reinterpretación de todas
las anteriores: prudencia, fortaleza, fe, esperanza y amor. El amor es el
vértice del edificio y la fortaleza la base que lo sujeta; la esperanza mana de
la fe, que echa sus raíces en la prudencia y en el amor; y la prudencia es la
compañera de viaje que se ha convertido en la cabeza del corazón. El corazón,
con los pies puestos en la fuerza y provisto de unos ojos que sienten, tiene
una cabeza que piensa y por eso puede creer, querer y esperar.
Bella reflexión sobre virtudes, circunstancias y sobre la vida, me inspiro y saco la esencia de cada una. Rescato querida Lechuza:"El amor, pues, es el compromiso que emana del sentimiento, nos comprometemos porque nos queremos nosotros mismos y queremos a los demás. Porque los demás son nuestro espejo, y al verlos sufrir a ellos nos sentimos sufrir nosotros mismos, aunque no siempre sea con la misma intensidad. Querer a los demás es sentir sus sentimientos, sufrir sus sufrimientos, pensar como ellos aunque no compartamos sus pensamientos, ponernos en su lugar: en querer a quien sufre se cifra la piedad, que no es más que misericordia: de “cordis”, sentir las miserias ajenas con el corazón); es lo mismo que la compasión (“padecer con” los demás), y compadecerse es sentir la necesidad de ser generoso, porque la generosidad (la solidaridad, la caridad, el altruismo) es la necesidad y el deseo de ayudar."
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